XXII - La proposición rebelde

El ejército atlante había instalado su campamento en uno de los extremos del territorio de Autóctono, justo en la confluencia del río Mela con el tercer cauce que circunvalaba la Atlántida. Resultaba curioso el contraste entre unas tierras rebosantes de árboles y vegetación como las de Elasipo, al otro lado del Mela, y las yermas y cenicientas extensiones de Diáprepes, al otro lado del tercer anillo de agua. Aquel había sido el lugar elegido por Archibald Dagonakis para concentrar todas sus fuerzas, pues se trataba de un paraje llano y que garantizaba una buena visibilidad.

Dagonakis había sido informado de la presencia rebelde al otro lado de las montañas y era consciente de la debilidad de su ejército. Por muy aguerridos que fuesen, mil quinientos hombres no podrían hacer milagros. Combatir cuerpo a cuerpo con el invasor hubiese sido un completo suicido. Además, de haberse adentrado en Diáprepes, hubiesen tenido que extremar las medidas de seguridad para no caer en las emboscadas de los licántropos que, sin duda, causarían unas cuantas bajas entre los suyos.

Sin embargo, si permanecían pertrechados en Autóctono, controlarían la vía fluvial. A pesar de ser más, los rebeldes no tenían medios suficientes para atravesar la tercera circunvalación en condiciones —al menos, eso creía—. En el momento en el que lo intentasen, los atlantes estarían preparados para echárseles encima; no saldrían del infierno diaprepense.

Unas pisadas crujieron a sus espaldas y Dagonakis apartó los binoculares de sus ojos.

—¿Hay alguna novedad?

—Me temo que no, Fortis —respondió el militar, dejando escapar cierto pesimismo en su contestación—. No hemos visto señales de tus hombres.

—Es posible que lograsen escapar por otros embarcaderos —dijo Pietro Fortis, tratando de mantener vivas las esperanzas.

—Es posible… —murmuró Dagonakis. Por la expresión de su rostro, no lo consideraba la opción más probable—. No obstante, has de saber que vosotros dos habéis tenido mucha suerte. Si no llegan a haber estado mis hombres en esta zona para cubriros esos últimos metros, me temo que no la habríais contado…

Fortis asintió. Volvió a pensar en ello y un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

Poco después de que despuntasen los primeros rayos de sol de aquel día, tanto su compañero de huida como él alcanzaban los márgenes de la circunvalación. Pidieron un último esfuerzo a sus monturas, que podían sentir el aliento de los licántropos a sus espaldas. Les pisaban los talones cuando llegaron a aquel embarcadero tan cochambroso que se mantenía en pie a duras penas. Pese a todo, la buena suerte les sonrió, pues allí quedaba una única balsa en un estado lo suficientemente aceptable como para poder atravesar la vía fluvial con los caballos. ¡Sólo una! Sin embargo, a pesar de que aquella corriente era traicionera y con remolinos capaces de succionarle a uno en el momento menos pensado, se hubiese tirado de cabeza al agua para tratar de cruzarlo a nado. Prefería morir ahogado antes que a manos de aquellas criaturas sanguinarias.

—Señor, acaban de llegar al campamento Roland Legitatis y Botwinick Strafalarius —anunció uno de los soldados que se había acercado hasta el lugar en el que conversaban Dagonakis y Fortis.

—¿Han llegado juntos? —preguntó extrañado el militar.

—Así podría decirse, señor —respondió el soldado de inmediato—. Al parecer, el Gran Mago ha atravesado los bosques de Elasipo a caballo y ha debido de encontrarse con el señor Legitatis en el cauce del Mela.

Dagonakis asintió y concedió el correspondiente permiso al soldado para que se retirara.

—Vayamos a recibirlos —dijo, poniéndose en marcha.

—Entonces, ¿es cierto? ¿Estamos bajo asedio? —preguntó Fortis, siguiendo los pasos del militar.

—Por el momento, no lo describiría como tal, aunque sí es cierto que el ejército rebelde ya se encuentra en territorio atlante —confirmó Dagonakis, cuyo rostro mostraba claros síntomas de preocupación.

—Entonces, el escudo de protección ha caído —dedujo rápidamente Fortis.

—Me temo que sí…

—¡Pietro! —exclamó Roland Legitatis al ver al jefe de seguridad del Palacio Real—. ¡Gracias al Cielo estás vivo! Al cortarse las comunicaciones contigo nos temimos lo peor…

Pietro Fortis hubo de reprimir la fuerte tentación de propinarle un puñetazo en la cara a aquel hombre que los había enviado a una muerte casi segura. Lo detuvo el hecho de saber que Fedor IV lo había dejado al mando y, según le habían informado aquella mañana, el monarca aún permanecía en paradero desconocido. También le habían comunicado el encarcelamiento de Remigius Astropoulos, algo que sí le sorprendió enormemente. Guardaba una buena relación con él y no podía comprender cómo, en unos momentos tan delicados para la Atlántida, Legitatis había decidido prescindir de él. Puede que sus ideales hubiesen chocado a menudo con el tradicionalismo atlante, pero dudaba mucho de que estuviese al frente de un complot para que los rebeldes penetraran por Diáprepes. Diáprepes… De pronto, el infierno vivido en las últimas horas volvió a cruzarse por su mente.

—¡Seis hombres desaparecidos! —le espetó a viva voz. Las lágrimas amenazaban con saltar de sus enrojecidos ojos—. Dos de ellos han caído casi con total seguridad. Los otros cuatro… Aún conservo la esperanza de que alguno de ellos regrese con vida.

—Créeme que lo siento, pero la Atlántida…

—¡Pues ya es tarde para sentirlo! —clamó Fortis, completamente abatido. No le importaba que Legitatis estuviese en lo cierto y que tres muchachos extranjeros hubiesen aparecido en Mneseo. Aquello no iba a remediar las desapariciones de sus hombres—. Yo… Creo que tomaré el barco en el que ha venido Roland. Tan pronto esté listo para zarpar, regresaré a Atlas. Aquí ya no tengo mucho más que hacer. Con vuestro permiso…

Fortis se dio la vuelta y abandonó la reunión, dirigiendo sus pasos pesados hacia el embarcadero. Sólo con pensarlo, se le quitaban las ganas de hablar. Los presentes permanecieron callados unos instantes mientras el hombre se alejaba de allí desconsolado. Finalmente, Legitatis se dirigió a Dagonakis para preguntarle cómo estaba la situación.

—Todo permanece en relativa calma —anunció el militar quien, de alguna manera, compadecía a Fortis. Poco más habrían podido hacer él y sus hombres en un territorio tan inhóspito como el de Diáprepes. Si le hubiesen avisado con antelación, tal vez hubiesen sufrido menos bajas…—. Los rebeldes lograron traspasar la barrera del escudo durante la pasada noche. Según se me ha informado, enviaron una pequeña comitiva con el objeto de establecer un importante perímetro de seguridad. Mientras tanto, otros equipos fueron amontonando en la costa la carga que traían los submarinos… Esta mañana, procedieron al desembarco definitivo.

—Por lo menos, pudimos generar a tiempo el escudo mágico que nos mantendrá escondidos de los satélites y radares de las demás potencias del planeta… —comentó Strafalarius, cruzándose de brazos.

—Es un triste consuelo, sí… —asintió Legitatis. Conocía lo suficientemente bien a Fedor IV como para saber que se tomaría muy mal la invasión rebelde a su regreso. A todo esto, ¿dónde se encontraría? Su ausencia no era normal, y habían acontecido tantas cosas desde su partida…—. ¿Cuánto tiempo aguantará esa burbuja mágica?

—El suficiente hasta que los muchachos traigan esos nuevos anillos… —respondió Strafalarius, haciendo una mueca—. Aunque si hubiésemos contado con el Amuleto de Elasipo, sin duda habríamos podido generar una protección mucho más consistente. Nada de esto estaría ocurriendo si el portador del Amuleto de Elasipo no se hubiese marchado. Pondría la mano en el fuego porque todo esto ha sido obra de Astropoulos.

Bajo la atenta mirada del militar, Legitatis le contó su fuerte discusión con Astropoulos y cómo había terminado encerrando al sabio.

—Has hecho muy bien —lo felicitó Strafalarius—. Si ese sinvergüenza de Astropoulos llega a entretenerme un poco más, muy posiblemente estaríamos hablando del fin de la Atlántida…

Durante las siguientes horas, Dagonakis, Strafalarius y Legitatis aprovecharon aquel tiempo precioso para ir planificando cómo hacer frente a la peor de las situaciones.

Protegidos por el campo de energía generado por los anillos, los rebeldes trabajaron a destajo durante aquel día para crear un asentamiento en el que pudiesen disfrutar de todas las comodidades pese al desolador paraje que los rodeaba por los cuatro costados. Se establecieron en unos barracones amplios donde poder dormir y guarecerse del frío, contaban con cisternas de agua y mecanismos que permitían calentarla para poder asearse, disponían de buena comida y bebida…

Branko estaba satisfecho. Sin duda, la primera fase de la invasión se estaba llevando a cabo sin grandes dificultades. Sabía que el ejército atlante estaba apostado al otro lado del caudal de agua, manteniéndose a la espera. Había calculado que no serían más de dos mil hombres y sabía que no estaban en disposición de atacar. Su único cometido sería el de frenar su avance al resto del continente. Y seguro que temían a los licántropos.

Los hombres lobo… Sí, podía sentirlos todas las noches merodeando por las inmediaciones del escudo que habían levantado. Gruñían, ladraban, aullaban… desesperados ante la impotencia de poder superar aquella barrera que les impedía poder devorar la carne fresca que con tanta intensidad olfateaban.

Scorpio había dedicado las dos últimas noches a estudiar sus movimientos, su forma de organizarse, y estaba convencido de que podían ser un importante bagaje ofensivo… llegado el caso. No obstante, Branko tenía otros planes. Por mucho que le revolviese las tripas, era consciente de lo ciertas que eran las palabras de Fedor IV. Jamás llegaría al corazón de los atlantes si desencadenaba una guerra y, por mucho que le disgustase la idea, para poner en marcha su plan, estaba obligado a parlamentar primero.

Precisamente por eso, el líder rebelde se preparó para partir a la mañana siguiente. Las lámparas de aceite iluminaban un campamento cuya actividad se había ralentizado con la caída de la noche. Mientras que alguno de los rebeldes permanecía de guardia, la gran mayoría dormía a pierna suelta en los barracones. No sucedía lo mismo en la tienda de Branko, donde la luz aún se mantenía encendida. El líder de los rebeldes charlaba con Scorpio. Y es que, pese a que este se había ofrecido voluntario para acompañarle al alba, Branko tenía otros planes para él.

—Agradezco tu ofrecimiento y tu lealtad, Scorpio, pero es una tarea que me compete a mí hacerla…

—Permitidme que entonces os acompañe, mi señor. Muchos peligros acechan por estas tierras… —dijo Scorpio, en un intento desesperado por ir junto a él—. Incluso podrían surgir problemas con el ejército atlante…

—Oh, no te preocupes, mi buen amigo —respondió Branko, guiñándole un ojo—. Lo tengo todo calculado. Tal y como te he comentado, quiero que durante mi ausencia el campamento esté a tu cargo. Esto significa que en tu poder quedan los anillos y los designios del monarca atlante. Como ves, no hay mayor prueba de mi confianza hacia ti… —Scorpio agachó la cabeza, agradecido—. En el caso de que algo… malo me sucediese, no me cabe la menor duda de que sabrás cómo actuar.

—Sí, mi señor —contestó de inmediato. En sus ojos podía leerse con claridad que arrasaría la Atlántida si fuera preciso para vengar la muerte de Branko.

—Así me gusta. No obstante, en estos momentos, mi cabeza no contempla que los atlantes rechacen mi proposición. Tienen mucho que ganar y nada que perder… ¿o sí? —sonrió Branko. Disfrutaba con la idea de poner contra las cuerdas a los máximos responsables de los poderes atlantes—. Si todo marcha conforme a lo previsto, tendremos que desmantelar el campamento para trasladarnos a un lugar mucho más acogedor. Ya sabes lo que tienes que haber hecho para entonces…

—Sin duda —asintió Scorpio.

—¿No hay posibilidad alguna de que sobrevivan? —preguntó con malicia Branko, que trataba de calmar su nerviosismo caminando de un lado a otro de su tienda.

—Ni la más remota. Los licántropos son criaturas sanguinarias y no dejarán el más mínimo rastro.

—Estupendo, no sabes cuánto me alegra oír eso —dijo Branko mientras se frotaba las manos—. Si los atlantes se enteran de que tenemos algo que ver con el secuestro de su rey, todos nuestros planes se irán al traste. ¿Sabes?, es una lástima que también tengamos que sacrificar a Akers. Es un chico válido y avispado, y tal vez su magia nos hubiese sido útil, pero no podemos permitirnos el más mínimo riesgo.

—Siempre podría hacer chantaje con la amenaza de delatarte si no le das lo que pide —insinuó Scorpio.

—Exacto. Precisamente por eso, debes hacerte cargo de los dos.

Dicho esto, el líder rebelde lo invitó a salir de la tienda con la excusa de que trataría de descansar un poco, aunque ambos sabían a la perfección que aquello sería imposible. Branko se pasaría el resto de la noche tumbado sobre el catre, con los ojos abiertos, meditando. No sólo bastaba con pensar lo que quería y cómo deseaba llevarlo a cabo, sino que también sopesaba las distintas alternativas que podían plantearle, posibles soluciones beneficiosas para los suyos y, por supuesto, remedios por si las cosas se torcían. Si había algo que tenía muy claro era que, con los anillos en su poder, controlaba la situación. Ahora bien, jugar bien las bazas era muy distinto…

Cuando rompieron las primeras luces del día siguiente, Branko se levantó del catre. Rechazó las salchichas y los huevos revueltos con pan tostado que le ofrecieron tan pronto abandonó la tienda, pues no tenía apetito. Sólo quería partir de inmediato y eso fue lo que hizo.

No disponían de cabalgaduras. Los licántropos que habitaban en Diáprepes eran el principal motivo por el que allí no había monturas. Además, hubiese resultado imposible trasladarlas en submarino hasta el continente atlante. Sin embargo, era una suerte que aún se conservara el aerodeslizador que utilizó Jachim Akers para desplazarse. Tenía suficiente energía para poder hacer un trayecto de ida y vuelta hasta su destino. Lógicamente, Branko tendría que ir solo.

Scorpio y Akers se acercaron hasta él para despedirse y desearle buena suerte. Se reunirían tan pronto se alcanzase un acuerdo satisfactorio. La mirada que le dirigió Branko a su hombre fue clara: quería que todo estuviese solucionado a su vuelta.

Puso en marcha el aerodeslizador y accionó el acelerador, dejando tras de sí una increíble estela de polvo gris. Pronto salió del campamento y se adentró en el feudo de los licántropos. No tendría problemas con ellos porque ya había salido el sol y los hombres lobo eran criaturas nocturnas.

Una vez superados los litorales que rodeaban la Atlántida, la mayor parte del terreno fueron llanuras y pequeñas colinas tan yermas que resultaba imposible que creciese una sola brizna. Eran tierras muertas. No obstante, el líder rebelde iba tan embebido en sus pensamientos que no prestó atención al paisaje que lo rodeaba. Precisamente por eso, le sorprendió toparse con tanta rapidez con los márgenes del inmenso caudal de agua. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Tres cuartos de hora? ¿Una hora? ¿Tan solo media?

Redujo la velocidad del aerodeslizador, levantó la cabeza y contempló las tiendas que conformaban el campamento del ejército atlante apostado al otro lado de la circunvalación. Aunque era consciente de que la fuerza rebelde era muy superior, el hecho de encontrarse solo frente a sus adversarios resultaba un tanto abrumador.

A pesar de todo, Branko no esperó ni un instante más. Sin duda, allá a lo lejos, estarían estudiando sus movimientos y era imprescindible mostrarse firme y decidido.

Un cuarto de hora después, el aerodeslizador se detuvo frente al campamento atlante. De inmediato, la figura del líder rebelde se vio rodeada por al menos una docena de soldados. Se presentó con educación y le escoltaron hasta la tienda de Archibald Dagonakis, comandante de las fuerzas atlantes. En ningún momento protestó ante la excesiva brusquedad con la que fue cacheado y acompañado hasta aquel lugar. Simplemente obedeció, mientras se jactaba de que al cabo de muy poco tiempo vengaría a sus antepasados.

Al cruzar el umbral del la tienda, Branko percibió el clima hostil con el que fue recibido por aquellos hombres. Sus miradas se clavaron en él con instinto asesino, en especial, la de aquellos ojos sanguinolentos.

—Caballeros, permítanme que me presente. Mi nombre es Branko y soy…

—Ya sabemos quién eres y no nos interesa en absoluto lo que nos tengas que decir —le espetó Dagonakis—. Tú y tus hombres debéis abandonar de inmediato nuestro continente.

—Bien, eso no es lo que yo llamaría un recibimiento sociable y amistoso —respondió Branko sin apartar la sonrisa de su cara, mientras Legitatis pedía a Dagonakis que se calmase—. Como los hombres de fuera han podido comprobar, no he traído armas. He venido pacíficamente, con la única intención de conversar y tratar de llegar a un acuerdo.

—¿Un acuerdo dices? —preguntó Legitatis con ironía.

—En efecto. Por eso, me gustaría poder hablar con la máxima autoridad de la Atlántida…

—Yo soy esa persona —contestó Legitatis sin dar más explicaciones.

—Oh, encantado de conocerle… Majestad —respondió de inmediato Branko, haciendo excesiva teatralidad en el saludo.

La reacción de Dagonakis no se hizo esperar y desenfundó su espada. Mientras, Strafalarius observaba todo con detenimiento.

—¡No te pases de listo!

—Calma, Archibald —dijo Legitatis, dando un paso al frente—. Mi nombre es Roland Legitatis y, en estos momentos, estoy a cargo del gobierno atlante. El rey Fedor se encuentra… indispuesto.

—Oh, cuánto lo siento —contestó Branko. Curiosamente, el representante del Consejo de la Sabiduría tampoco se hallaba presente. En cualquier caso, cuantos menos fuesen, más probabilidades de éxito tendría—. Si es preciso puedo volver en otro momento, cuando Su Majestad se encuentre en condiciones.

Fue aquel tono el que hizo perder los nervios a Legitatis, cuyo rostro se encendió como un carbón incandescente. No pudo soportar ni un segundo más la hipocresía de aquel individuo, y se abalanzó sobre él.

—¡Qué has hecho con nuestro rey! —gritó, propinándole un puñetazo en el rostro. Strafalarius y Dagonakis se apresuraron a separarle, aunque daba la impresión de que el militar parecía esperar la menor oportunidad para también poder golpear al recién llegado.

Branko apenas se encogió ante el impacto y mantuvo la compostura.

—No sé de qué me habláis.

—¡Lo sabes muy bien! —exclamó Legitatis, sacudiéndose sus vestimentas—. Habéis asaltado los dominios de Atlas, os habéis llevado los anillos atlantes y, por si fuera poco, secuestráis a nuestro monarca. ¿Acaso eso es una declaración de pacifismo? ¿Qué clase de acuerdo esperas lograr?

—Un momento, un momento —pidió Branko. La sonrisa se le había borrado de su rostro, que adquirió una seriedad mucho más convincente—. ¿Se me está acusando de secuestrar al rey de la Atlántida? No negaré que me encuentro en posesión de esos anillos, pero nada tenemos que ver con la desaparición de vuestro monarca…

—¡Así que te confiesas responsable del robo de los anillos! —saltó Strafalarius, que se hallaba a espaldas de Legitatis. Entornó los ojos. Si Akers había entregado los anillos a los rebeldes, era poco probable que Astropoulos estuviese detrás de todo… ¿o no? En cualquier caso, el sabio estaba a buen recaudo en prisión.

—Sin lugar a dudas… Pero ¿habríais permitido nuestra entrada de no haber sido así?

—Desde luego que no —reconoció Legitatis, mientras los otros dos asentían.

—Fuisteis condenados al exilio —recalcó Dagonakis.

—¡Ah! De modo que esa es la justificación… —musitó Branko, haciéndose el interesante—. No puedo creerme que, después de tantos siglos, en la Atlántida aún se siga dando tanta importancia a… ¿cómo se dio en llamar? ¿La Gran Rebelión? Oh, sí, por supuesto que conozco la historia…

»No obstante, ¿no pensáis que, después de tantísimo tiempo, la gente ha podido relegarlo al olvido? ¿Acaso alguien se ha molestado en cuantificar el daño que se le ha causado a la Atlántida con una medida de esas características? ¿No creéis que el destierro sufrido durante tantas generaciones fue un castigo más que suficiente? ¡Dejemos a un lado el rencor! ¿No creéis en el perdón de los que otrora fueran atlantes? Por si no lo sabíais, ¡corre sangre atlante por las venas de la gente que me ha acompañado! ¿Acaso eso no tiene importancia para vosotros?

—Me niego a escuchar una sola palabra más de este hombre —repuso Dagonakis, a quien las palabras de Branko le estaban revolviendo las tripas. Astropoulos había sido encarcelado por proferir falacias semejantes—. Jamás había oído una prueba mayor de cinismo.

—¿Cuál es tu proposición, Branko? —preguntó entonces Legitatis, respirando hondo. Curiosamente, su discurso tenía un cierto parecido al de Astropoulos… aunque no había calado de la misma manera en él.

—Ciertamente, lamento haber tenido que robar los anillos para poder acceder a la Atlántida. Sin embargo, de no haber sido así, nuestras voces hubiesen permanecido aún calladas… Por eso, como muestra de nuestra buena voluntad, me ofrezco a devolver los anillos de inmediato —dijo Branko en actitud sumisa y abusando de la teatralidad—. Conocemos el valor y la importancia que tienen para la Atlántida, y no es nuestra intención que su secreto sea revelado a todo el planeta. Al contrario, compartimos la misma opinión: es conveniente que nuestro continente permanezca escondido para el resto del mundo.

Branko percibió cómo sus palabras calaban hondo en los atlantes.

—En cuanto al rey… —prosiguió—. Por vuestras palabras deduzco que ha desaparecido. También ofrezco toda la ayuda que esté en nuestras manos para poder dar con él…

Legitatis acogió de muy buen grado su oferta. Lo cierto era que le había sorprendido.

—Ejem, ¿y qué pides a cambio?

—Algo tan sencillo como que se nos acepte como lo que somos: atlantes —solicitó Branko con humildad—. Conocemos a la perfección la decadencia que sufre la Atlántida e, integrándonos, queremos ayudar a devolverle todo su esplendor. Colonizaríamos las zonas más despobladas, trabajaríamos, aportaríamos nuestros conocimientos, fortaleceríamos el ejército…

—¿Y qué me dices de la magia? —le interrumpió Strafalarius. Entornó sus ojos rojos y lo miró fijamente—. ¿Cuántos de los tuyos poseen el raro don de hacer… magia?

—Ninguno —reconoció Branko.

El Gran Mago entrecruzó los dedos. La respuesta no parecía haberle producido desagrado, pues había sido del todo sincera. Resultaba imposible que hubiese magos rebeldes porque sólo podían serlo aquellos que hubiesen sufrido la mordedura de un áspid dorada. Y aquel espécimen de serpiente sólo vivía en la Atlántida. Consecuentemente, la Orden de los Amuletos no se vería afectada por la invasión rebelde y ni siquiera él tendría que vérselas con un hechicero importante que le quitase poder… Aunque, pensándolo bien, sí era posible que en las filas rebeldes hubiese un hechicero. ¡Akers! Sin duda, él había sido el causante de todo aquel revuelo.

Como si le hubiese estado leyendo el pensamiento, Roland Legitatis sacó a relucir el tema.

—¿Qué puedes decirnos de aquel que nos ha traicionado? —preguntó entonces, acelerando el pulso de Strafalarius. Si revelaba su identidad, puede que terminase saliendo a relucir su nombre—. No habríais tenido acceso a los anillos atlantes de no haber sido porque alguien los hubiese sustraído para vosotros…

—Oh, eso es cierto… Espero que no causase ningún desperfecto o, peor aún, que nadie resultase herido —contestó Branko, sabedor de que su interpretación estaba siendo magnífica—. Mis órdenes eran muy claras en este aspecto.

—Digamos que su ejecución fue perfecta… salvando el detalle de la coincidencia con la desaparición de nuestro rey —expuso Dagonakis, viendo cómo sus compañeros asentían en señal de apoyo. Después de todo y, pese a sus diferencias, todos parecían compartir el mismo barco.

—Tal vez, si pudiésemos interrogarlo… —pidió Legitatis.

—Me temo que eso no va a ser posible —contestó Branko, haciendo una mueca de disgusto. Afortunadamente, tenía prevista aquella pregunta—. Nuestro pacto con él fue tácito: él nos entregaba los anillos a cambio de una sustanciosa cantidad de oro… y desaparecería como si nunca nos hubiésemos visto.

—Comprendo… —insistió Strafalarius, deseoso de ajustar cuentas con el traidor. Sin embargo, respiró un poco más tranquilo—. No obstante, si alguna vez te cruzases con él, supongo que podrías reconocerlo…

Branko negó con la cabeza.

—Lo dudo mucho, pues nunca dejó ver su rostro…

—Bien, antes de tomar cualquier tipo de decisión… ¿cuánto tiempo precisarías para devolvernos los anillos?

—Supongo que cuarenta y ocho horas.

—¿Por qué tanto? —protestó Dagonakis—. Podrías ir y volver a tu campamento en menos de tres horas…

—¿Y dejar a mis hombres a expensas de los licántropos? De ninguna manera… Mañana por la mañana, con la salida del sol, mis hombres y yo desmantelaríamos el campamento y nos pondríamos en marcha. Bajo la protección de los anillos, permaneceremos a salvo de esas criaturas. Una vez crucemos la vía fluvial, los anillos serán devueltos.

Legitatis asintió.

—Si no tienes nada más que decir, te agradecería que aguardases en el exterior. Como comprenderás, una decisión así no se toma a la ligera.

—Me parece bien —asintió Branko, saludando con la cabeza—. Señores…

Salió escoltado por dos soldados y fue directo a sentarse sobre un grueso leño que había no muy lejos de la tienda. Se sentía satisfecho consigo mismo, pues había logrado transmitir exactamente lo que quería. O mucho se equivocaba, o había logrado abrir los ojos a aquellos tres estúpidos. Si la Atlántida hubiese contado con los medios adecuados, propios de una civilización desarrollada, habrían podido desmantelar su coartada. Habrían podido localizar los anillos tan pronto fueron sustraídos, habrían identificado al traidor, sabrían que de un momento a otro tanto el ladrón como su monarca serían trasladados por Scorpio a un lugar del que jamás podrían volver a salir… ¡Lo sabrían todo!

En cambio, Roland Legitatis se hallaba reunido con Dagonakis y Strafalarius, dilucidando si en verdad era conveniente para la Atlántida la incorporación de aquellos hombres. Sin duda, les aliviaba saber que volverían a contar con los anillos y que los secretos del Continente Escondido permanecerían salvaguardados. Pese a su bravuconería, sabía que al militar no le había disgustado la idea de poder contar con más efectivos en sus filas. También sabía que estarían sopesando cómo colonizar las distintas tierras atlantes, dónde eran más débiles en aquellos instantes, cómo podrían mejorar si los aceptaban… Lo había puesto todo tan fácil que poco o nada tenían que perder.

Aún así, Branko tuvo que esperar pacientemente hasta primera hora de la tarde, cuando fue llamado de nuevo a la tienda. Al ver sus rostros, supo que había ganado la batalla.

—Aceptamos tu propuesta —anunció Legitatis con voz solemne, acercándose a estrecharle la mano—. Sed bienvenidos a la Atlántida.

—Gracias —asintió Branko, mientras saboreaba las mieles del triunfo. Había llegado el momento de sacar el as que guardaba en la manga—. Hay una última cosa que me gustaría proponer…

Las alarmas se encendieron en los rostros de los presentes. Ahora que habían aceptado el trato, ¿qué más podía pedirles aquel hombre?

—Habla —ordenó Legitatis.

—Un acuerdo de estas características merece una celebración por todo lo alto, algo que definitivamente rompa con esas ataduras que nos unen al pasado —dijo—. Por eso, había pensado en la organización de los primeros Juegos Atlantes.

—¿Juegos Atlantes? —repitieron los tres hombres al unísono.

—Eso es —asintió Branko—. Un acontecimiento único, sin igual, que elimine las diferencias entre los atlantes y ayude a cohesionar la población más aún. He tenido tiempo para ir pensando en ello…

—No creo que sea una buena idea poner en marcha celebración alguna sin el consentimiento de Su Majestad —sentenció Dagonakis.

—Oh, me parece una buena idea. Esperaremos a que regrese…

—Primero entrega los anillos y después ya veremos todo lo demás.

—Entonces, así se hará —acató Branko.