El agua subía sin excesiva velocidad, pero de una manera constante. Ibrahim y Stel habían sido testigos de cómo durante dos o tres horas el frío líquido les había ido cubriendo los tobillos, las rodillas y la cintura sucesivamente. Se habían desgañitado pidiendo ayuda, pero, cuando la corriente llegó a la altura de los pectorales, finalmente los dos se dieron por vencidos. Comprendieron que sin sus amuletos no había nada que hacer.
—Tengo frío… —se quejó Ibrahim, quien llevaba un buen rato tiritando.
—Yo también —contestó Stel—. Es uno de los síntomas de la hipotermia…
—Si Sophia y Tristán han sufrido un fatal accidente y no podemos salir de aquí para completar la misión, ¿crees que será el fin de la Atlántida? —preguntó el egipcio unos segundos después.
—No lo sé, mi buen amigo. Todavía no puedo creerme que a Sophia y a Tristán haya podido sucederles algo tan malo. La alegría que desprendía ese muchacho… La sabiduría que… ¡Ibrahim! ¿Qué te sucede?
Stel dejó de hablar de inmediato al ver el rostro de su amigo. Ibrahim estaba pálido y tenía los ojos abiertos como platos.
—¡Mira eso! —exclamó el joven egipcio, señalando con la cabeza un pequeño objeto que flotaba a escasos centímetros de ellos. Era un pequeño punto de color morado y, por eso, había pasado prácticamente desapercibido hasta el momento.
—¿Es lo que creo que es? —preguntó Stel—. ¿Puede ser una baya mágica?
Ibrahim asintió.
—Eso mismo he pensado yo… Es una lástima que no sea de color azul, ¿verdad? Así, llegado el momento, podríamos haber respirado bajo el agua…
—Pero ¿cómo ha llegado hasta aquí? —inquirió Stel en el preciso instante en el que una baya amarilla salía a flote.
—¡Son nuestras bayas! —exclamó Ibrahim aún sin dar crédito—. ¡Se habrán escapado de nuestros bolsillos!
En los siguientes minutos, más bayas emergieron y flotaron ante sus ojos. Apareció alguna roja, otras blancas y verdes… Pero fue al ver que surgían tres bayas azules cuando los muchachos recuperaron el optimismo. Si conseguían ingerirlas, al menos ganarían un poco más de tiempo por si alguien acudía a rescatarles…
Los dos hechiceros contemplaron a su alrededor las bayas con cierta desesperación. Procuraban no perder de vista las azules, para tratar de ingerirlas cuando las tuviesen a su alcance. Pero antes tenía que llegar el agua al nivel adecuado, y las bayas debían flotar a su alrededor. Si, por el contrario, la corriente las arrastraba hacia los laterales de la caverna… ¡sería su perdición!
Stel movió la cabeza y vio que con su boca ya podía alcanzar el agua. De inmediato, intentó hacerse con una de las bayas azules. A Ibrahim, en cambio, aún le faltaban unos centímetros. No obstante, animaba a su amigo cuanto podía.
—¡Fantástico! —lo felicitó unos minutos más tarde cuando, después de mucho sorber, Stel logró hacerse con una de las bayas azules.
Por aquel entonces, a Ibrahim el agua ya le llegaba a la barbilla. No obstante, cuando comenzó a sorber el líquido para atraer los frutos más cercanos, se dio cuenta de lo difícil que resultaba. Sorbía y escupía. Sorbía y escupía de nuevo. Vio cómo la cabeza de su amigo iba desapareciendo bajo las aguas y, por si fuera poco, no veía ninguna baya de color azul, por lo que comenzó a agobiarse.
El tiempo pasaba y podía notar cómo el agua subía milímetro a milímetro, sumergiéndole al mismo tiempo su cabeza. Ante él pasó un fruto de color rojo y lo contempló con indignación. ¿De qué le serviría ampliar su capacidad auditiva en esos momentos?
Tic, tac. Tic, tac. El reloj de la vida de Ibrahim estaba a punto de pararse. En el momento en el que el agua cubriese su boca, todo habría acabado. Aguantaría con vida el tiempo que pudiese seguir respirando. Vio ante él una baya blanca y, desesperado, sorbió con todas sus fuerzas para tratar de alcanzarla. Tal vez, la levitación le regalase unos minutos más de vida… Y entonces la vio.
Había sorbido con tanta fuerza que no sólo había atraído a su zona la baya blanca. También había dos verdes… y una azul. ¡Una azul! Aquella podía significar su salvación… ¡al menos, de momento!
La cabeza de Stel ya había desaparecido bajo el agua. El agua subía y subía, pero Ibrahim no cejó en su empeño. Sorbió como un sifón y, justo cuando el agua le cubría prácticamente la boca, hizo un esfuerzo sobrehumano y capturó la baya. La masticó con ansiedad y, aliviado, sintió cómo caía por su garganta. Acababa de prolongar su vida una o dos horas más…
Tanto Sophia como Tristán quedaron asombrados ante el maravilloso entorno que se desplegó ante sus ojos al atravesar aquel pórtico tan ricamente tallado. Parecía mentira que sólo hubiese transcurrido media hora desde que se deshicieran del gólem con forma de minotauro… Desde entonces, habían recorrido un buen trecho de aquel laberinto, siempre siguiendo las directrices del Libro de la Sabiduría. Aunque a Tristán todos los corredores le habían parecido prácticamente idénticos, no puso objeciones cuando Sophia le hizo torcer a la derecha o a la izquierda por el sinuoso recorrido.
Sin embargo, aquella ciudad superaba las expectativas del joven italiano. Cuando Sophia le había hablado de Gunsbruck, la ciudad de los enanos, él se había imaginado un pequeño enclave con nichos en las rocas y lámparas de aceite torpemente colgadas para iluminar los pasillos que constituirían las callejuelas. Sin ir más lejos, a su mente le había venido una imagen similar a la de las catacumbas que se hallaban bajo la ciudad de Roma.
En ningún momento esperaba encontrarse con una gruta de semejante amplitud… ¡completamente esculpida! Durante años, seguramente siglos, la raza enana había trabajado laboriosamente el interior de aquella montaña hasta convertirla en lo que era: una ciudad esculpida en la roca. Las viviendas de los enanos parecían crecer hasta el techo como grandes rascacielos con forma de estalagmitas de color grisáceo. Impresionantes pasarelas unían los edificios entre sí sobre sus cabezas, mientras que en la base del suelo podía apreciarse con claridad el grado de perfección de los trabajos de escultura. Curiosamente, toda la superficie de roca que abarcaba la gruta se encontraba espolvoreada con pequeños puntitos de luz. No se trataba de luz solar ni procedía de ningún artilugio elaborado por el hombre. Si uno se aproximaba lo suficiente, podía comprobar que no eran más que pequeños gusanos luminiscentes que habitaban en la caverna. No obstante, era una colonia tan grande que lograba emitir gran cantidad de luz.
—No tengo palabras para describir lo que veo… —murmuró Tristán, que se apresuró a dejar en el suelo el pesado fardo en el que iba envuelto el oricalco que habían extraído, junto con sus demás pertenencias.
—La verdad es que yo tampoco —reconoció Sophia, cerrando el Libro de la Sabiduría y deleitándose con todo cuanto la rodeaba.
Sin salir de su admiración, los dos jóvenes empezaron a caminar por la maravillosa ciudad de Gunsbruck. Todo estaba esculpido en la roca o elaborado aprovechando los distintos materiales y minerales de la propia montaña: escalinatas de piedra, barandillas de cobre, puertas de acero, ornamentos de hierro forjado y oro… No había madera, cristal o vegetación por ninguna parte.
Acababan de dejar atrás una plazoleta en cuyo centro resaltaba una escultura que representaba a varios enanos trabajando en las minas cuando un alboroto llamó su atención.
—¿Oyes eso? —preguntó Tristán, que volvió a dejar en el suelo los pesados bultos—. Da la impresión de que por aquí andan de fiesta…
—Sí, parecen gritos de júbilo —asintió ella—. Vayamos a ver qué sucede. Tal vez alguien haya visto a nuestros amigos o pueda indicarnos cómo llegar hasta La Caverna del Herrero…
Atravesaron un estrecho pasadizo y se adentraron en lo que parecía una importante avenida con palmeras y distintos árboles esculpidos en roca en el mismo paseo central. Rápidamente identificaron la procedencia del alboroto, pues vieron el grupo de enanos que se agolpaba a los pies de una tarima de reducidas dimensiones, sobre la que se hallaba un hombre que parecía estar realizando algún tipo de espectáculo mágico. Los diferentes juegos de luces que brotaban de sus manos tenían encandilados a sus espectadores, que no hacían más que gritar y parecían ofrecerle dinero en gran cantidad.
Al acercarse un poco más, los muchachos apreciaron con más claridad el rostro barbudo de aquel hombre y lo reconocieron al instante.
—Pero si es… ¡Mel Gorgoroth! —dijo Tristán apretando los dientes ante la rabia que sintió en su interior.
—¿Qué se supone que está haciendo aquí? —preguntó Sophia, buscando con la mirada señales de Ibrahim o Stel.
—No lo sé, pero me da muy mala espina… —respondió Tristán. Justo en el momento en el que concluyó una de sus demostraciones, el italiano se fijó en un detalle—. ¡Mira! ¿No tiene en su mano derecha el amuleto de Stel?
—¡Es cierto! Qué extraño, Stel jamás se hubiese separado de él…
Sólo cabía una explicación. Si el amuleto de Stel obraba en su poder, significaba que tenía que habérselo arrebatado y, por lo tanto, tenía que conocer el paradero de sus amigos. Tristán no pudo contener su ira ni un segundo más y, dejando en el suelo su cargamento, corrió hacia la multitud llevándose la mano al cinto.
—¡Gorgoroth! —exclamó a viva voz al tiempo que desenvainaba su espada. Al ver el filo del arma, los enanos se echaron al suelo atemorizados por la impresión—. ¡Dónde están Ibrahim y Stel! ¿Qué ha sido de nuestros amigos?
—No… no sé de qué me estás hablando —respondió el interpelado, dando un paso hacia atrás—. No te conozco de nada, muchacho.
—¡No seas cínico! —le espetó Tristán, mientras los enanos levantaban sus cabezas y comenzaban a murmurar—. Me conoces muy bien… tanto como a Stel, el dueño de ese amuleto que sostienes en tu mano izquierda.
Al oír las palabras de Tristán, un enano robusto y de larga barba gris se puso en pie como un resorte. Apenas alcanzaría el metro treinta de estatura y sus ojos negros como carboncillos se clavaron en Gorgoroth como los de un halcón en un ratón.
—¿Acaso es cierto lo que dice este muchacho? —preguntó indignado—. ¿Pretendes vendernos un amuleto robado?
—¡Confiesa! —exclamó Tristán—. ¿Y qué has hecho con el de Ibrahim? ¿Lo has vendido ya?
Entonces estalló el clamor popular. Los enanos se pusieron en pie y comenzaron a gritar, alentados por las insistentes acusaciones de Tristán. De nada sirvió el intento de Gorgoroth de salir huyendo de allí a la carrera. Los enanos ataron cabos rápidamente, y aquella reacción bastó para que comprendieran que había tratado de venderles aquel amuleto para saldar sus cuantiosas deudas. Le cortaron el paso rápidamente y se abalanzaron sobre él, igual que las hormigas de la marabunta.
Pese a la apariencia inicial, los enanos demostraron que podían ser cualquier cosa menos cobardes. Su fuerza quedó patente al tumbar a Gorgoroth como un vulgar leño. Se apresuraron a registrarlo y, a pesar de su resistencia y sus protestas, no tardaron en dar con el segundo amuleto del que hablaba aquel muchacho. Así pues, su historia era cierta… Con un suave impulso, lo levantaron sobre sus cabezas. Indignados como estaban, se pusieron en marcha.
—¡Esperad! ¿Adónde lo lleváis? —gritó Tristán.
El enano que había iniciado la revuelta se volvió hacia él.
—Nuestra justicia se rige por leyes muy distintas a las de los atlantes. Si no puede pagar sus deudas honradamente, deberá hacerlo con su trabajo. Y nos debe tantos favores que va a pasar mucho tiempo encadenado a la mina… —respondió este encogiendo sus hombros. Caminando como un pato, se dirigió hasta Tristán para devolverle el amuleto de su amigo—. A todo esto, debo darte las gracias por tu intervención…
—Tristán, me llamó Tristán —añadió el muchacho al ver que le pedía su nombre.
—Bien, Tristán —repitió el enano, que se presentó como Klos, capataz de la zona norte de Gunsbruck. Aquello, por lo que podía intuirse, debía de ser un puesto importante dentro del clan. Al acercarse al muchacho, se había fijado en su espada—. ¿Puedo preguntar de dónde has sacado esa espada? Por casualidad no será también robada, ¿verdad?
—¡De ninguna manera! —protestó el muchacho, frunciendo el entrecejo—. Esta espada la conseguí…
Tristán se interrumpió al ver que el enano estallaba en una sonora carcajada.
—Es obvio que no la has robado. Sin embargo, se trata de una espada antiquísima, cuyo rastro se perdió hace varios siglos. ¿De dónde la has sacado? —preguntó Klos, con curiosidad. Varios enanos se habían acercado hasta ellos para ver si podían llevarse ya al prisionero—. Lleva el distintivo de haber sido forjada por nuestra raza y, si no me equivoco, también lleva el emblema de Atlas. Sin duda, se trata de un auténtico tesoro… No es el típico objeto con el que uno iría presumiendo por ahí en estos difíciles tiempos que corren…
—Fue muy lejos de aquí —aclaró el muchacho—. Fuera de los límites de la Atlántida.
Al ver que los enanos abrían los ojos como platos, Tristán explicó brevemente cómo habían llegado hasta el continente atlante y que desde Atlas habían sido enviados precisamente a aquellas minas con el objeto de encontrar oricalco y forjar unos nuevos anillos que permitirían generar un nuevo escudo de protección, pues la Atlántida se encontraba en peligro. Aquello sorprendió enormemente a los enanos, pues no habían recibido información alguna al respecto.
—Encontramos anoche a Mel Gorgoroth en la taberna El Séptimo Sueño, y se ofreció a guiarnos hasta un yacimiento de oricalco que él conocía —prosiguió el muchacho, explicando cómo habían superado al minotauro y encontrado el mencionado oricalco—. Creo que todo ha sido una estratagema por su parte para deshacerse de nosotros y conseguir los amuletos de nuestros amigos… Por eso, antes de que os lo llevéis, necesito saber qué ha sido de ellos…
Klos se mesó la barba gris, se pellizcó la oreja y finalmente contestó.
—Sí, esa es la forma de operar de una mente tan retorcida como la de Mel Gorgoroth… —asintió el enano—. Está bien… ¡Gorgoroth! —exclamó, acercándose hasta el prisionero—. Guíanos hasta el lugar donde se encuentran los dos muchachos.
—No sé de qué me hablas —respondió testarudamente el hombre, evitando cruzar su mirada con Tristán.
—Si tenías sus piedras, es porque sabes dónde están —insistió el enano—. No pienso perder el tiempo interrogándote… ¡Quitadle las botas!
—¡No! ¡Las botas no! —exclamó Gorgoroth de inmediato, conocedor de los métodos de tortura de los enanos. ¡Aquello sólo podía significar que les untarían los pies con miel y esperarían a que los gusanos de la cueva hiciesen su trabajo!—. Os conduciré hasta ellos, pero me temo que ya es demasiado tarde…
Tristán miró al hombre desconcertado. ¿Por qué había dicho que tal vez fuese demasiado tarde?
Klos impartió unas rápidas instrucciones. Uno de sus hombres se ocupó de que los fardos que habían llevado Sophia y Tristán fuesen trasladados a Mathias, el forjador más veterano de Gunsbruck. Asimismo, Sophia hizo entrega del documento firmado por el mismo Remigius Astropoulos. En esa misiva, el anciano sabio explicaba brevemente a Mathias los problemas a los que se enfrentaba el continente atlante y solicitaba la colaboración de los enanos de manera que los muchachos pudiesen regresar a Atlas a la mayor brevedad posible para restablecer el escudo de protección.
Mientras tanto, Gorgoroth se puso en pie y, pocos minutos después, salían de Gunsbruck y se introducían en los oscuros corredores de la mina.
El agua estaba tan fría que tenían la impresión de estar sumergidos entre cubitos de hielo. No importaba que aún faltase bastante tiempo para que se disipasen los efectos de las bayas azules. Eran conscientes de que de un momento a otro el frío acabaría con ellos.
Ibrahim tiritaba sin cesar y notó cómo las fuerzas le iban abandonando poco a poco. Hacía tiempo que la luz de la lámpara de aceite había sido devorada por el agua, sumiéndolos en la más absoluta oscuridad. No veía a Stel, pero sabía que estaba allí, luchando igual que él. Tenía el triste consuelo de que al menos moriría acompañado por su amigo. Sí, después de todo, había conseguido hacer un amigo.
A punto de desmayarse, fugaces imágenes comenzaron a pasar por su mente. Recordó su época en El Cairo, las maravillas del Valle de los Reyes, el día que robó un pollo asado en un restaurante, su aventura en la cámara atlante, los amigos que había hecho allí, la aventura en el Bosque de Ella… De pronto, luchando por no perder la conciencia, pensó en Ella. Cuantas más vueltas le daba al tema, más convencido estaba de que no podía ser tan malvada. Sus ojos no eran los típicos de una cruel asesina… ¿Y si le hubiese hecho caso y se hubiese quedado a su lado? Para empezar, no se hubiese encontrado en aquella situación tan delicada. ¿Era verdad que podía llegar a ser poderoso? Esos poderes de los que le había hablado Ella, ¿acaso hubiese podido ponerlos en práctica en una situación tan crítica como la que estaba viviendo en aquel instante? Jamás lo llegaría a saber. No obstante, si lograse escapar con vida de allí, sin duda se replantearía la oferta de la bruja. No quería volver a pasar por una situación como aquella.
Sintió una opresión en el pecho y notó cómo las aguas se revolvían, como si quisiesen despacharlos de aquel lugar. Estaba preguntándose si habría llegado su hora cuando se obró el milagro. En cuestión de segundos, el agua que amenazaba con ahogarlos desapareció de allí, dejándolos libres.
Pudo oír unos gritos a lo lejos y, antes de quedar inconsciente, le pareció oír a Stel pedir que le diesen una baya rosa, de la sanación. Claramente había perdido la cabeza.
Cuando lograron abrir los dos portones de acero, estuvieron a punto de verse arrastrados por la tremenda corriente de agua. Gorgoroth lo sabía y trató de aprovechar el momento para huir, pero tres enanos se abalanzaron sobre sus piernas y realizaron un placaje perfecto.
—¡Están allí! —exclamó Tristán que, en compañía de Sophia, corrió hasta las dos mallas de las que aún pendían los cuerpos inertes de sus amigos—. ¡Ibrahim! ¡Stel! Pero qué…
El italiano no dudó en emplear su espada para cortar los pegajosos tejidos y tender a los dos muchachos en el suelo con la ayuda de un par de enanos. A sus espaldas, podía oír a los demás cómo proferían gritos de indignación contra Gorgoroth. Nadie se explicaba cómo había podido caer tan bajo. Por muchas deudas que uno tuviese, era inaceptable un comportamiento como aquel. Por si fuera poco, había robado unas redes de contención que, sin duda, se computarían a su deuda global…
—¡Ibrahim! —exclamó Sophia. Vio su rostro cadavérico y los labios amoratados por el frío y la humedad—. ¡Necesitamos dos mantas!
A su lado, oyeron cómo Stel susurraba débilmente:
—Baya… rosa… Buscadlas.
—¿Baya rosa? —preguntó Sophia, permaneciendo a su lado por si decía algo más—. ¡Claro! Son las bayas de la sanación…
Acto seguido, rebuscó en los bolsillos de sus empapadas túnicas, donde sólo encontró un par de frutos mágicos de otros colores. A unos metros de allí uno de los enanos encontró una baya roja en el suelo y, entonces, comprendieron que el caudal de agua podía haberlas arrastrado, por lo que rápidamente empezaron a buscarlas.
Cinco minutos después, tenían en sus manos un par de bolitas de color rosado que, no sin cierta dificultad, fueron ingeridas por ambos hechiceros. Su empalagoso sabor dulzón fluyó lentamente por sus gargantas, infundiéndoles calor y vida por dentro. Asimismo, les quitaron sus ropas mojadas y los trasladaron a la ciudadela de Gunsbruck.
Unas cuantas horas más tarde, cuando los dos jóvenes estaban prácticamente restablecidos, los muchachos decidieron hacer una visita al veterano herrero.
Las calles de Gunsbruck habían cobrado vida. Al parecer, la gran mayoría de los habitantes de la ciudadela regresaba a sus hogares después de una dura jornada de trabajo en las minas. Los muchachos quedaron asombrados por el perfecto orden con el que se movían los enanos y cómo guardaban el turno para poder ascender a sus respectivas torres.
Aunque la fragua quedaba en el extremo Este de la ciudad, no tardaron mucho tiempo en llegar pues, a pesar de su esplendor, Gunsbruck no era una ciudad de proporciones desmesuradas. Les resultó curioso averiguar que aquella herrería adolecía de todo el encanto que envolvía a la ciudadela de los enanos. No era más que un espacio abierto en la propia roca, de rústica y muy escasa decoración.
Mathias los vio llegar desde el interior, y se apresuró a salir de la herrería. Por fuertes y resistentes que fuesen aquellos jóvenes, no soportarían más de dos segundos el calor sofocante del interior.
—Aún me queda bastante trabajo por hacer —se adelantó el enano antes de ser preguntado. Su cara estaba sudorosa y llena de hollín, y su barba parecía chamuscada en varios puntos. Al ver el rostro contrariado de los muchachos, Mathias añadió—: Sé que se trata de un encargo urgente de mi buen amigo Remigius Astropoulos. Puedo garantizaros que estoy trabajando duramente y no dormiré hasta que los nuevos anillos brillen de nuevo. No obstante, el proceso de solidificación de los metales y el posterior trabajo de orfebrería llevan su tiempo y no puedo alterarlos…
—Lo comprendemos —asintió Sophia.
—Tan pronto termine con la limpieza de los residuos que envuelven el oricalco, procederé a fundirlo —les informó el herrero—. Trabajaré durante toda la noche y, con un poco de suerte, mañana a mediodía podréis contar con ellos…
No había mucho más que discutir. Tampoco quisieron entretenerle más de la cuenta, y el enano se volvió a las profundidades de la forja. Entretanto, los muchachos tuvieron tiempo de sobra para ponerse al día y ver cómo se llevaban a Mel Gorgoroth a las profundidades de la mina, de donde tardaría unos cuantos años en salir.