Las maderas que apuntalaban el túnel de roca pasaban a gran velocidad sobre sus cabezas. Sophia y Tristán habían dejado a un lado su rencilla particular y, gracias a la luz emitida por los amuletos de sus amigos, podían apreciar el increíble trabajo realizado por los mineros y los enanos. A lo lejos divisaron que el túnel se bifurcaba y, cuando quedaban muy pocos metros para alcanzar aquel punto, un ruido resonó en el ambiente. Sin duda, aquel chasquido había sido diferente y nada tuvo que ver con el constante traqueteo de los vagones. Tanto Sophia como Tristán se dieron cuenta e, inmediatamente después, vinieron los problemas.
Al llegar a la bifurcación, el vehículo en el que viajaban los dos hechiceros, y que avanzaba en primer lugar, se desvió por el raíl de la derecha mientras que el suyo y el de Mel Gorgoroth tomaron el camino de la izquierda.
—Pero ¿qué…?
Tristán se disponía a protestar cuando notó un fuerte tirón del cinto seguido de un estruendoso alarido que hizo que temblaran las rocas a su alrededor. Al parecer, Mel Gorgoroth había intentado arrebatarle la espada, y se había llevado una tremenda descarga al poner su mano sobre la empuñadura. Claramente, la espada había detectado las malas intenciones del hombre y había reaccionado al instante.
—¡Argh! —exclamó Gorgoroth, mordiéndose el labio al tiempo que sacudía la mano. No obstante, terminó templando sus nervios y dijo—: No importa, al fin y al cabo, ya tengo lo que quería. ¡Hasta la vista, chicos!
Apenas tuvieron tiempo para reaccionar. La lámpara que portaba el mismo Gorgoroth reveló su siniestra sonrisa y los muchachos vieron cómo este sacaba la mano derecha y, con una buena dosis de reflejos, activaba una palanca que separó ambos vehículos. Al llegar a la siguiente bifurcación, los vagones tomaron caminos diferentes.
—¡Maldita sea! —gritó Tristán, pateando el fondo metálico del vehículo. Vio con desesperación cómo el vagón donde viajaba Gorgoroth se perdía en la distancia dejándolos sumidos en una completa oscuridad—. Esa sabandija nos ha tendido una trampa. ¡Cómo hemos podido ser tan estúpidos!
El vagón recorrió un buen trecho tomando las curvas peligrosamente y sin control alguno, mientras Sophia rebuscaba algo en sus bolsillos.
—¿Dónde la habré puesto? —se preguntaba, sin parar de moverse, cuando de pronto exclamó—: ¡La tengo!
La joven se apresuró a encender su linterna, aquella que se llevó durante la excursión del colegio, y su halo de luz les reveló que los raíles por los que circulaba su vagón terminaban abruptamente en un muro… Avanzaban con rapidez y los muchachos se quedaron petrificados al ver lo que se les venía encima.
—No parece un muro —murmuró Sophia—. Es… ¡Ay, ay, ay! ¡Es una puerta de acero!
—Pues prepárate para saltar.
—¿Qué?
—¡Espabila! —le echó en cara Tristán—. Si no queremos estrellarnos tenemos que saltar… ¡Ahora!
Sin pensárselo dos veces, los dos muchachos saltaron del vagón en marcha. Sus cuerpos golpearon con violencia el duro suelo, poco antes de oír cómo su vehículo se estrellaba violentamente contra el metal.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Tristán al cabo de un rato, retorciéndose de dolor. Al dejarse caer, rodó como una croqueta, clavándose la empuñadura de la espada en el costado.
—Me… duele… todo… —respondió Sophia, meneando la cabeza al tiempo que comprobaba si estaba entera.
—Más te hubiese dolido de no haber saltado… —le espetó el italiano, soltando una efímera risa ahora que había pasado el peligro. Debía de estar lleno de rasguños pero, por lo menos, no tenía ningún hueso roto—. ¡Ay!
Estaba claro que reírse no era una buena opción para un costado dolorido. No obstante, el buen humor se disipó en cuanto contempló los restos del vagón, iluminados por la linterna de Sophia. Apenas podía distinguirse un amasijo de hierros incrustado en la puerta. Se habían salvado de milagro. Se levantaron torpemente y se acercaron hasta allí.
—¿Oyes eso? —preguntó Tristán de pronto—. Parece un extraño zumbido.
—Será algún motor o extractor… —dedujo Sophia, sin apartar la mirada de la puerta. Tristán se encogió de hombros—. ¿Te has fijado en la extrema complejidad del dibujo que adorna ambas hojas? —apuntó la muchacha al ver la cantidad de filigranas rectilíneas que decoraban la enorme puerta. Podía tratarse perfectamente de un laberinto. El dolor que la atenazaba parecía haberse desvanecido. ¿Qué habrá detrás?
—¿Cómo habrán traído unas piezas de semejante tamaño hasta aquí? —preguntó Tristán, clavando su mirada en el aldabón con forma de cabeza de toro que había en el centro de la hoja derecha. Al iluminarlo con la linterna, sus ojos ambarinos los contemplaron amenazantes.
Sophia hizo un ruidito con la boca que prácticamente quedó ahogado por la creciente intensidad del zumbido que resonaba en aquella parte de la mina. Se acababa de percatar de un detalle.
—¿Estás mirando lo mismo que yo?
—¿Los ojos? —preguntó Tristán, asintiendo—. Me producen escalofríos…
—Son de oricalco —respondió la muchacha, ignorando el comentario del italiano—. De hecho, se me ocurre una idea. ¿Crees que podrías emplear la punta de tu espada para extraerlos?
Tristán la miró sorprendido.
—¿Te has vuelto loca? ¿Acaso me has tomado por un vulgar ladronzuelo?
—De ninguna manera —respondió ella, alzando la voz, pues el sonido de la maquinaria cada vez era más intenso. Sabía perfectamente que aquello tenía que ser una pieza de un valor incalculable para un arqueólogo, pero el destino del continente atlante era mucho más valioso aún—. Hemos venido en busca de oricalco, y es lo que vamos a llevarnos. Sin duda, esa cantidad será insuficiente, pero algo es algo…
Tristán asintió. Tenía que reconocer que, aunque no soportaba su carácter, Sophia de vez en cuando tenía buenas ideas.
—Está bien —respondió él finalmente.
No le llevó mucho trabajo desprender las dos piezas de la cabeza del toro, pues simplemente habían sido engastadas. Además, la fortuna los sonrió pues, en cuanto el muchacho comenzó a forcejear, se dieron cuenta de que la puerta estaba entreabierta. Al parecer, el impacto del vagón había roto el cierre, permitiéndoles el paso a dondequiera que diesen.
Y fue una suerte, porque no tardaron en identificar la procedencia del zumbido ensordecedor. No era un motor, como se había imaginado Sophia, sino un enorme pedrusco que bajaba rodando parsimoniosamente por la pendiente.
—¿De dónde ha salido eso? —preguntó Tristán, horrorizado al ver que la bola de piedra crecía y crecía a sus espaldas.
—Probablemente, el vagón haya activado un mecanismo o tal vez haya sido el propio Mel Gorgoroth… Pero… ¡viene hacia aquí!
No tenían más escapatoria que la puerta que había a sus espaldas. Sin pensarlo dos veces, se deslizaron todo lo rápido que pudieron por la rendija que había abierta y se alejaron de allí cuanto pudieron. El impacto de la piedra contra el metal causó un estruendo que debió de oírse por toda la Mina de Gorgoroth. Para su desgracia, el camino de regreso se hacía imposible por aquella vía, pues el túnel había quedado cegado por la inmensa piedra.
Si querían salir de allí o buscar una forma de reencontrarse con sus amigos, no les quedaba otra alternativa que adentrarse en las profundidades de la mina…
Poco pudieron hacer Ibrahim y Stel para no caer en las pegajosas redes de contención, pues todo sucedió muy rápido. Aún no habían tenido tiempo de asimilar la desaparición de los dos vagones que iban tras el suyo cuando, un par de segundos después, su vehículo se estampó contra un montículo de arena. El frenazo en seco propició que los dos hechiceros saliesen despedidos y acabaran atrapados en unas superficies adherentes que había un par de metros más allá. Su textura era similar a la de las telarañas, pero el pegamento era más potente y desprendía un olor característico.
—¡Socorro! —gritó Ibrahim, sacudiéndose y comprobando que estaba completamente inmovilizado. Los movimientos de Stel a su lado también resultaron inútiles. Si tan sólo pudiesen alcanzar sus amuletos… Pero ambos estaban tan pegados que resultaba una tarea imposible.
Permanecieron así unos cuantos minutos, sumidos en una oscuridad impenetrable, percibiendo un murmullo constante a su alrededor. ¿Qué clase de lugar era aquel? De pronto, aquel sonido tan monótono quedó ahogado por un sonoro estruendo que resonó en las profundidades de la mina. Poco después de que su eco llegase a sus oídos, una voz conocida les habló.
—Vuestros esfuerzos para escapar de ahí no servirán para nada —dijo Mel Gorgoroth, dejando entrever su cara a la luz de la lámpara que portaba—. Se trata de una resina que Stel debería conocer muy bien…
—¡Mel! —exclamó el muchacho egipcio—. ¿Qué ha sido de Sophia y de Tristán? ¡Ayúdanos!
—Vuestros amigos han sufrido un trágico accidente —anunció el hombre con frialdad, mientras se acercaba hasta ellos sin mucha prisa—. En cuanto a lo de ayudaros, me temo que no va a ser posible.
Ibrahim frunció el entrecejo al ver cómo el hombre le arrancaba el amuleto mágico que aún seguía colgado del cuello. Acto seguido, hizo lo propio con el de Stel, logrando que pocos instantes después los dos obraran en su poder.
—Pero ¿y el oricalco? —preguntó Ibrahim—. ¡Tenemos que estar muy cerca!
—El oricalco no me interesa en absoluto —respondió Gorgoroth con voz trémula—. Ya tengo todo lo que quería…
Inmediatamente, les mostró las dos piedras, agitándolas en lo alto.
—Entonces, ¿no existe ningún yacimiento de oricalco en esta zona? —preguntó inocentemente Ibrahim.
—Es posible… pero me interesan mucho más vuestros dos amuletos mágicos —respondió el hombre, clavando una mirada codiciosa en ellos—. Anoche os esperaba en El Séptimo Sueño, aunque tardasteis tanto en aparecer que, por un momento, llegué a pensar que tal vez me había equivocado en mis suposiciones. Estaba al tanto de vuestra llegada a Gadiro y, si teníais intención de ir a Gunsbruck, Xilitos sería un lugar de paso casi obligado… Además, teniendo en cuenta que El Séptimo Sueño era la única posada que admitía extranjeros en la localidad… —añadió Gorgoroth, jactándose de su inteligencia.
—La Atlántida corre un grave peligro… —dijo Stel, sacudiéndose inútilmente—. ¡Devuélvenos los amuletos! Si no eres hechicero, no van a servirte de nada…
—Ya lo creo que me van a ser de utilidad —replicó Gorgoroth entre risas—. De hecho, creo que el tuyo bastará para saldar mis deudas con los enanos… En cambio, por este otro —dijo, sopesando el amuleto de Ibrahim—, ya tengo un comprador que me ha garantizado un buen pago, sí señor. Tantos atlancos que podré vivir sin preocupaciones el resto de mi vida.
—Sucio traidor… —escupió Stel—. Como te pongamos las manos encima…
—Oh, dudo mucho que eso vaya a ser posible —respondió Gorgoroth mostrando una sonrisa sibilina—. Estas mallas son tan eficientes como resistentes. ¿Sabéis que los enanos las utilizan para contener los desprendimientos en las montañas? Las piedras se quedan pegadas a ellas y así evitan que caigan. Me ha costado trabajo colocarlas esta noche, así como ese montículo de arena para frenar vuestro vagón…
—¡Socorro! —volvió a gritar Ibrahim. El eco de su voz se perdió en la nada.
—Podéis gritar cuanto queráis —les dijo Gorgoroth sin inmutarse—. Estamos en una zona completamente aislada y abandonada desde hace años. Los enanos ya no pasan por aquí… ¿Sabéis por qué?
A pesar de las protestas y los improperios proferidos principalmente por Stel como respuesta, Mel Gorgoroth tuvo el detalle de revelárselo.
—Porque es una zona de alto riego. Sí… Se descubrió una corriente subterránea que pasa justo detrás de esta pared de roca —les explicó, acariciando con sus manos la zona donde parecía que habían dejado de excavar. Claramente, aquel era el final del túnel—. Humm… De hecho, creo que os la voy a mostrar. Así, la explicación será mucho más ilustrativa.
Sin esperar réplica alguna por parte de los muchachos, Gorgoroth golpeó la pared con el pequeño pico que portaba a sus espaldas. Apenas le hicieron falta tres golpes para que el agua comenzase a manar como por arte de magia.
—¡Increíble! —exclamó Gorgoroth—. Después de todo, tenían razón… En fin, lamento no quedarme más tiempo. Ya que me llevo vuestros amuletos, os dejaré la lámpara de aceite para que veáis cómo el agua va subiendo poco a poco…
Colocó la lámpara con mucho tiento sobre una gran roca que se encontraba a una altura superior a la de sus cabezas. Acto seguido, se dio media vuelta y cerró el enorme portalón de acero con el que se había protegido aquel lugar para evitar una posible inundación. Una vez sellada la cámara, el agua iría subiendo poco a poco, cubriendo sus cuerpos, hasta que finalmente morirían ahogados.
Mientras Sophia se enfrascó en los textos del Libro de la Sabiduría, Tristán se hizo cargo de la linterna de la muchacha. Era toda una suerte que funcionase gracias a la energía cinética y no necesitase baterías para encenderse. Así, cada vez que la agitaba, iluminaba con claridad aquellos pasadizos que llevaban recorriendo durante un buen rato. Más que los túneles de una mina horadados en busca de mineral, parecían los pasillos magníficamente tallados de un palacio. Sus paredes eran bastante lisas, dignas de una edificación.
—Nadie diría que esto es una mina —dijo Sophia, señalando una lámpara de bronce que colgaba de los techos—. Es la tercera que vemos de este estilo…
—Estoy de acuerdo —asintió Tristán—. Se nota la mano del hombre…
—De los enanos —lo corrigió Sophia, aunque esta vez cuidó mucho el tono de voz—. Estas paredes y estos túneles son obra de los enanos, no de los hombres. De hecho, estoy convencida de que, al traspasar el umbral de aquella puerta, nos hemos adentrado en sus dominios. Al menos, las descripciones que da el Libro de la Sabiduría coinciden en buena parte con lo que están viendo mis ojos. No obstante, hay una cosa que no termina de cuadrar…
—¿A qué te refieres?
—Según el libro, los enanos siempre fueron muy celosos con sus territorios y tendían a protegerlos muy bien —apuntó Sophia, deteniendo sus pasos al ver que Tristán se había quedado parado—. Y no veo demasiadas medidas de seguridad. ¿Habrá llegado la decadencia también aquí? Sí, supongo que sí…
—¿Te parece poco ese pedrusco que casi nos estampa contra la puerta? —protestó el italiano, iluminando el pasillo en un punto determinado—. ¡Me parece una medida de seguridad a tener en cuenta! Si no llegamos a tener la suerte de que nuestro vagón destrozara el cierre…
—Sí, es una medida de seguridad… Pero los enanos suelen ser muy desconfiados y precavidos. Por lo que sé, también se valían de gólems para proteger sus territorios…
—Hummm… Si mal no recuerdo, dijiste que un gólem era una criatura de piedra que podía cobrar vida —comentó Tristán tras detener sus pasos.
—Exacto —confirmó Sophia, sin apartar la mirada del libro.
—Oh, puedo darte más detalles… —afirmó Tristán, que no se movió de su lado. Su mano izquierda mantenía firme la linterna, mientras que la derecha sostenía la empuñadura de su espada—. Su tamaño es descomunal. Posee un torso y brazos tan gruesos como las ramas de un roble, su cabeza tiene la fisonomía de un toro bravo, ojos rojos como rubíes y, si es de piedra, no comprendo cómo se las apaña para que le salga un líquido viscoso por la boca…
—¡Qué ocurrencias tienes! —le espetó Sophia, sin poder evitar soltar una carcajada—. Lo que acabas de describirme es un minotauro. No es más que una criatura mitológica, mitad hombre mitad toro…
—De mitológica no tiene nada —dijo Tristán—. Es tan real como la vida misma.
—¿Por qué dices eso? —preguntó la muchacha al tiempo que levantaba la cabeza del libro. En ese preciso instante, un bufido resonó en el ambiente.
—Porque lo tenemos ahí delante, a apenas diez metros de distancia —musitó Tristán sin apenas mover los labios. Rodeó a la muchacha con el brazo con mucho tiento y la colocó a sus espaldas. Su espada volvía a vibrar con intensidad—. Y parece dispuesto a atacarnos si damos un solo paso más al frente.
La colosal criatura de piedra los miraba fijamente con aquellos ojos del color de la sangre. Aunque permanecía en un mismo punto, comenzó a patear el suelo mostrándose nerviosa ante la presencia de aquellos intrusos en el túnel.
—¿Qué hacemos? —preguntó Sophia con voz temblorosa. Por muy poderosa que fuese el arma del muchacho, su enemigo no dejaba de ser un toro de inmensas proporciones.
Tristán dio un paso hacia atrás, obligando a retroceder a la muchacha. Sin embargo, aquel movimiento fue fatal. Fuese por un reflejo repentino o por cualquier otro motivo, el minotauro debió de percatarse de la espada de Tristán y, tras dar una nueva patada al suelo, lanzó la embestida. Al verlo venir, Tristán apartó a Sophia con un fuerte empellón, le lanzó la linterna y desenvainó la espada al tiempo que hacía un giro de trescientos sesenta grados.
Intentó herir a la criatura con un tajo a la altura del cuello, pero esta frenó la acometida con sus cuernos. El choque entre la espada y la cornamenta de piedra hizo que saltaran chispas en la penumbra mientras Sophia hacía denodados esfuerzos por alumbrar la zona. El minotauro frenó su carrera y se giró. Clavó sus ojos inyectados en sangre en el joven italiano y resopló. Sin duda, se había percatado de que sería un difícil adversario. Aun así, lanzó una nueva embestida.
En esta ocasión, Tristán tuvo más dificultades para esquivarlo. Tenía muy claro que, por muy maravillosa que fuese su espada, de nada le serviría si aquella criatura pasaba sobre su cuerpo como un rodillo. El minotauro agachó la cabeza, seguro bajo su coraza de piedra y dispuesto a empitonar al muchacho. Cuando vio que sería inútil emplear su espada, Tristán se tiró a un lado y el desagradable sonido de la ropa al rasgarse resonó en el ambiente. Sophia dejó escapar un chillido de angustia al oírlo.
—¿Estás bien? —preguntó, acercándose hasta donde estaba el joven.
—Sólo ha sido un rasguño —contestó él, enseñándole la tela desgarrada en su costado izquierdo. Un hilillo de sangre corría a la altura de las costillas—. Pero ha faltado poco…
Apenas fueron unos segundos de respiro. El minotauro se había dado cuenta de lo cerca que había estado de acabar con su contrincante y volvió a la carga.
—Una de las pocas cosas que he podido aprender de los gólems hasta ahora es que se mueven gracias a la acumulación de energía… —informó Sophia, mordiéndose las uñas.
Esta vez, la espada del italiano golpeó contra el costado del gólem, generando una nueva ráfaga de chispas. Al parecer, el minotauro era virtualmente indestructible.
—¿Me estás diciendo que debe de tener un corazón de oricalco o algo así? —preguntó Tristán.
—Es posible… aunque… se me ocurre que también podría estar absorbiendo la energía circundante.
—Como no me hables más claro… —le espetó Tristán que, cada segundo que pasaba, veía que se iban agotando sus posibilidades de sobrevivir.
En la nueva embestida del gólem, el joven optó por jugársela y concentrar todas sus fuerzas para propinarle un único mandoble. Con un poco de suerte, tal vez le inutilizase una extremidad o le cercenase uno de sus temibles pitones. Justo cuando la cabeza del minotauro debía de encontrarse a poco menos de dos metros, el joven asió la empuñadura con firmeza e hizo el movimiento.
El impacto fue tan brutal que Tristán pensó que, si no se le había partido la espada en mil pedazos, habría hecho mella en el minotauro. No obstante, pronto comprobó que su esfuerzo había sido en vano. La criatura seguía de una pieza… y, afortunadamente, su espada también.
Sophia, que se había tapado los ojos, se apresuró a hablar de nuevo:
—Me refiero a que, si tras estas paredes hay oricalco, es posible que el minotauro se nutra de su energía. Aunque no haya sido tratado, es posible que irradie algo. Al fin y al cabo, estos pasillos han sido labrados en el interior de una mina. Quién sabe cuánto oro, plata o hierro habrá sido extraído de aquí…
Aquellas palabras iluminaron el rostro del muchacho. Acababa de tener una idea tan genial como arriesgada pero, por supuesto, estaba dispuesto a ponerla en práctica. Estaban en el interior de una mina y, sin duda, entre la roca, habría metales. Eso, por no hablar de la lámpara de bronce que pendía del techo… Si no podía acabar con el minotauro, al menos trataría de noquearlo.
Haciendo acopio de todo el valor que pudo, se colocó en el centro del pasadizo. Levantó la mirada y alzó la espada por encima de su cabeza, en un ángulo aproximado de sesenta grados. Sus intensas vibraciones recorrían los músculos de sus brazos, a sabiendas del peligro que los amenazaba. Entonces, el joven desafió al minotauro con un grito.
—¡Ven otra vez si te atreves!
El gólem reaccionó al instante y fue en busca de su presa. En ese preciso instante, Tristán activó el electroimán de su espada y, tal y como ya le sucediera en la cámara escondida bajo el Coliseo, salió disparado hacia el techo merced a la atracción ejercida por los metales. Aprovechando ese impulso inicial, y gracias al ángulo establecido, el muchacho golpeó al minotauro con sus pies de tal manera que logró lanzarlo contra uno de los muros laterales. El impacto que se produjo hizo temblar los pasillos, levantando una polvareda de grandes proporciones.
Pasados unos segundos, el corredor quedó sumido en un aterrador silencio que sólo fue interrumpido por las toses de Sophia. Al oírlas, Tristán desactivó el electroimán y acomodó el cuerpo para la caída.
Una vez en el suelo, se acercó hasta la muchacha y juntos esperaron a que la nube de polvo se disipase. Entonces, una curiosa imagen se reveló ante sus ojos.
El minotauro, que tan fieramente había embestido y que tanto empeño había mostrado en herir a Tristán hacía unos instantes, estaba inmóvil, empotrado en la pared. Apenas se podían distinguir su cabeza y sus extremidades, sobresaliendo del resto de la pared como extrañas protuberancias sin vida. Daba la impresión de que la roca de la que estaba compuesto su cuerpo se había fusionado con la piedra labrada con la que se había levantado el muro. No obstante, algo más llamó la atención de los dos muchachos.
El impacto del minotauro contra la pared de piedra había generado grietas y aberturas de diferente consideración a su alrededor. Cuando el halo de luz procedente de la linterna iluminó la zona, los muchachos detectaron que un brillo anaranjado se ocultaba tras una de esas oquedades.
—¿Has visto eso? —preguntó de pronto Sophia, señalando en la dirección de la que provenía el brillo.
—No parece oro. En todo caso cobre…
—No es cobre… ¡Tiene que ser oricalco! —exclamó la muchacha, haciendo que su voz retumbara por el túnel—. Y, gracias a él, el gólem obtenía la energía necesaria para moverse. ¡Mi teoría era acertada!
Tristán asintió, aunque no pudo reprimir una ligera sonrisa.
—Puede que sea verdad, pero… ¿has pensado en cómo vamos a extraer de ahí el oricalco? —preguntó el joven italiano—. Sin un pico u otro objeto punzante no va a ser nada fácil…
Sophia dirigió una mirada a Tristán e, inmediatamente después, a su espada. Entonces, también ella sonrió.
—Oh, ¡ni hablar! —protestó el muchacho—. ¡Otra vez no! No pienso utilizar mi espada como si fuese una vulgar herramienta de minero…
—¿Por qué no? No podemos recurrir a nadie y no se me ocurre otra idea mejor. Si nos hubiésemos quedado con alguna de las herramientas de Mel…
—Ese sinvergüenza… —recordó Tristán, apretando con fuerza sus dientes—. Como le ponga las manos encima se va a enterar. ¡Hemos estado a punto de matarnos! A propósito, ¿qué habrá sido de Ibrahim y Stel?
—Espero que estén bien… pero ahora poco podemos hacer por ellos —replicó la muchacha—. Confío en que sabrán manejarse con sus amuletos… En cualquier caso, no podemos perder el tiempo. Estando tan cerca de una fuente de oricalco, no creo que dispongamos de muchos minutos antes de que el minotauro acumule las energías suficientes para salir de allí. Está empezando a mover las pezuñas delanteras…
Tristán sacudió la cabeza y, no sin cierta indignación, comenzó a hurgar entre la roca para obtener cuanto oricalco le fuese posible. Fue extrayendo algunas piezas cuyo brillo los deslumbraba al contacto con la luz de la linterna. A pesar de todo, Sophia apremiaba al muchacho a medida que veía cómo el gólem iba cobrando vida de nuevo.
Cinco minutos después, exclamó:
—¡Estupendo! Creo que con esto será suficiente…
—¿Estás segura? —preguntó Tristán al tiempo que le entregaba un último trozo de oricalco, que llevaba adherido un buen trozo de roca—. Me daría rabia que nos quedásemos cortos…
—Confía en mí —respondió la muchacha—. Además, no creo que esta tela sea capaz de aguantar un gramo más de mineral…
—Bien, en ese caso… marchémonos de aquí —acordó Tristán, quien se ofreció a cargar con el pesado fardo—. Será mejor que tú te encargues de buscar una salida por este entramado de túneles.
—Si hubiésemos podido consultar el laberinto que había dibujado en la puerta… —dijo Sophia, haciendo ademán de ir en aquella dirección—. ¡Estoy convencida de que se trataba de un mapa de este mismo laberinto!
—La roca lo habrá destrozado. Tal vez el Libro de la Sabiduría diga algo…
—Tienes razón.
El rugido del minotauro les puso los pelos como escarpias y rápidamente cambiaron de opinión. Si volvían sobre sus pasos, quedarían atrapados entre la puerta atascada y el gólem. No tenían más remedio que seguir adelante y confiar en la buena suerte para llegar a la ciudad de los enanos lo antes posible. Tal vez allí se encontraran con Ibrahim y Stel. Entonces, forjarían los nuevos anillos y regresarían de inmediato a Atlas.