XIX - La mina de Gorgoroth

La soberbia cordillera que se atrincheraba en Gadiro se alzaba ante ellos a última hora de aquel día. Los muchachos notaban el cansancio acumulado en sus huesos y tenían un hambre atroz. Desde luego, no les hubiese venido nada mal una ducha de agua caliente para desentumecer los músculos. Eso… y un buen plato de comida. De hecho, Tristán llevaba todo el día comentando lo bien que preparaba su madre los pappardelle con salsa rosada y los spaguetti a la carbonara, y se les había abierto un agujero en el estómago. Llegaban a Gadiro con las fuerzas al límite después de una jornada agotadora.

Poco después de que el amuleto de Ibrahim recuperase toda su energía, los muchachos se adentraron de nuevo en la espesura de los bosques de Elasipo. Aunque Stel les había aconsejado un sendero que conocía como la palma de su mano, y muy a pesar de las protestas de Tristán, fue Sophia quien finalmente impuso su voluntad, pues el Libro de la Sabiduría recomendaba una alternativa mucho más rápida y segura. Según este, si atravesaban el Bosque del Camino Único siguiendo sus indicaciones escrupulosamente, llegarían al canal de la tercera circunvalación en poco menos de dos horas.

Stel había oído hablar de ese bosque en varias ocasiones y sabía que la gente trataba de evitarlo. Simplemente, porque, si no seguías las instrucciones al pie de la letra, podías tardar en llegar dos meses en lugar de dos horas. Sin embargo, habían perdido un tiempo precioso en el interior del Bosque de Ella y no les venía nada mal acortar por un atajo.

A nadie le cupo ninguna duda de que aquel era un bosque encantado. A pesar de ser un bosque, sólo había una entrada y una salida correctas. Para adentrarte en sus dominios, tenías que hacerlo entre los dos robles que presentaban sendos nudos trenzados en su base, mientras que para salir debías hacerlo entre las dos únicas palmeras datileras que crecían en todo Elasipo. Si te salías de su camino, de pronto podía aparecer una laguna que no había estado allí nunca, o surgía un terreno más «abrupto» o la espesura se hacía tan densa que resultaba imposible de atravesar, haciéndote dar marcha atrás. Podía pasar casi cualquier cosa si no se seguían al dedillo las indicaciones.

El libro de Sophia les ayudó a orientarse, dándoles las instrucciones con gran precisión. Ni siquiera fue necesario el uso de la espada de Tristán o de la magia de ambos hechiceros, pues el Libro de la Sabiduría los salvó de caer en numerosas trampas y de las posibles criaturas enemigas que acechaban en aquel lugar.

Una vez traspasaron las dos palmeras datileras, llegaron a un embarcadero solitario del que se ocupaba un anciano llamado Patras. Sus ojos sobresalían sobre unas grandes cuencas, medio tapadas por un cabello canoso con la textura de un estropajo. Sus manos esqueléticas recibieron los cincuenta kropis que le entregaron los muchachos y les permitió usar la única barca que parecía en buen estado. Así fue cómo Sophia, Tristán, Ibrahim y Stel empezaron la travesía por las mansas aguas del tercer canal que había inmerso en la Atlántida.

Desde el embarcadero se veía a lo lejos cómo los picos nevados de las montañas de Gadiro acariciaban las nubes al pasar. Resultaba increíble y sobrecogedor saber que el resto del mundo desconocía la existencia de semejante cordillera, de aquellos bosques, de los seres y criaturas que habitaban en la Atlántida… ¿Cómo podía ser que con todos los avances tecnológicos desarrollados por el hombre ningún satélite ni radar hubiese sido capaz de detectar que en aquella parte del planeta se escondía un continente entero?

—Espero que nos den algo de comer y una cama donde dormir —dijo Tristán, cuando atisbó las lucecitas del pequeño pueblo que se asentaba a orillas del canal, en territorio de Gadiro—. No puedo dar un paso más.

—Al menos, el pueblo no parece deshabitado —apuntó Stel, que también se había fijado en la iluminación.

—La verdad es que ha sido un día intenso —reconoció Ibrahim—. Confiemos en que la suerte nos acompañe…

El hechicero atlante frenó la marcha de la barcaza y la fue arrimando lentamente a la orilla. Según les informó Sophia, acababan de llegar a Xilitos. Por lo que había podido leer, era una de las pocas localidades de Gadiro habitada mayoritariamente por seres humanos. Como bien les habían contado, Gadiro se transformó antaño en un territorio minero gracias a su soberbia cordillera. Miles de atlantes emigraron a esas tierras en busca de riquezas. Durante siglos se fueron formando incontables asentamientos donde, una vez establecida, la gente comenzó a horadar las montañas en busca de los minerales más preciados. Cuando consideraban que la montaña no iba a dar más de sí o la calidad del mineral extraído decaía ostensiblemente, abandonaban la mina y se trasladaban a otro lugar.

En la actualidad, las minas de Gadiro estaban virtualmente abandonadas. Si bien era cierto que aún quedaba alguna colonia perdida entre las montañas, dedicada a la extracción y exportación de piedra para poder edificar o reparar algún que otro edificio, pocos eran los seres humanos que las habitaban y trabajaban. Tal y como desveló Sophia, y posteriormente corroboró Stel, la raza enana predominaba en aquella parte del continente.

—¿Has dicho raza enana? —preguntó Tristán con extrañeza—. ¿Te refieres a enanos… enanos?

—Ni más, ni menos —asintió Stel—. De hecho, has de saber que son auténticos especialistas a la hora de trabajar la piedra y no digamos ya el metal. Son muy trabajadores y se mueven de maravilla en el interior de las montañas. En su contra, debo decir que habitualmente tienden a mostrar un carácter arisco y gruñón. Precisamente, una vez nos hagamos con la cantidad necesaria de metal, debemos dirigirnos a Gunsbruck, la ciudad de los enanos. Históricamente, allí siempre se han encontrado los mejores herreros y forjadores del continente.

Con los caballos ya en tierra, Tristán decidió dejar a un lado el tema de los enanos y se decantó por lo que realmente les preocupaba.

—Bien, creo que sería interesante buscar algún hostal o posada donde poder pasar la noche.

—Estoy de acuerdo —subrayó Sophia—. Tal vez, si preguntásemos a alguno de los viandantes…

Lo cierto era que no había demasiada gente caminando entre las callejuelas de Xilitos. No obstante, una mujer encorvada que pasó junto a ellos les recomendó que buscaran alojamiento en El Séptimo Sueño, una modesta posada que había un par de calles más abajo, cuyas especialidades eran el solomillo gadírico y las frituras de pescado.

—Os acogerán de buen grado y a vuestros caballos también —les informó la mujer, que pasó por alto decirles que, de hecho, se trataba de la única posada en Xilitos que admitía extranjeros.

Muy agradecidos, los muchachos marcharon en la dirección indicada, y un par de minutos después llegaban al local. Junto a la entrada, había un enorme portalón entreabierto que hacía tiempo debía de haber sido utilizado como garaje para algún tipo de vehículo. Sin embargo, ahora se había convertido en establo. Ataron los caballos a dos postes que había habilitados para tal efecto y se adentraron en la posada.

Unas lámparas de aceite iluminaban una estancia acogedora, construida enteramente en mármoles y granitos, probablemente extraídos de una de las minas gadirenses. En la recepción los atendió un hombre joven, rubio y de aspecto jovial que se presentó como Henrik. Sus ojos verdes escrutaron con interés a los recién llegados y rápidamente se ofreció por si traían algún equipaje consigo.

—Buenas noches. Queríamos saber si disponían de habitaciones para pasar la noche —saludó Stel.

—Y si tienen algo de comer… —se apresuró a añadir Tristán, llevándose las manos al vientre—. ¡Venimos famélicos!

—¡Por supuesto! —exclamó el hombre, apartándose del mostrador que ocupaba. Se mostró de lo más servicial, especialmente al recibir un pago por adelantado—. Será mejor que asigne primero las habitaciones y después podréis comer cuanto gustéis.

Los guio por un pequeño pasillo decorado con una alfombra en tonos azules. Pequeños grabados colgaban de las paredes, confiriéndoles un aspecto alegre y colorido. Subieron a la segunda planta en un elevador hidráulico y Henrik los condujo a unos dormitorios individuales que parecían muy confortables. Todos ellos tenían ventanas que daban al exterior y disponían de bañera.

No tardaron en reunirse en el comedor, un espacio abierto, con una enorme chimenea central que desprendía un calor agradable y donde debían de preparar el delicioso solomillo gadírico. En el momento de sentarse a la mesa, había unas cuantas personas más. Por sus rostros arrugados y manos curtidas, podía deducirse que eran mineros, aunque sus impolutas ropas demostraban que hacía tiempo que no se adentraban en una mina. Sophia se percató de que apenas había un par de mujeres en todo el local. En una de las mesas laterales, cuatro amigos jugaban una partida de cartas, mientras que en la barra varios hombres se aferraban a sus bebidas. Más de uno clavó sus miradas con descaro en los muchachos al verlos entrar, y comenzaron a murmurar. La espada de Tristán les llamó poderosamente su atención.

—¡Eh! ¿Qué pasa? ¿No habéis visto nunca a unos jóvenes? —dijo al cabo de un rato un hombre que había sentado a la mesa vecina. No aparentaba más de cuarenta años, aunque su barba encanecida le hacía parecer mayor. Tenía unos ojos negros como el carbón: dos pozos impenetrables que brillaron al cruzar sus miradas con los jóvenes extranjeros. De pronto, rompió el contacto visual con un guiño—. ¡Dejadlos tranquilos!

Poco después, les sirvieron un suculento guiso de verduras y unas raciones de frituras de pescado, especialidad de la casa. Los muchachos estaban tan cansados que apenas les quedaban fuerzas para masticar, no digamos ya para hablar. Devoraron con avidez el primer plato y rápidamente se lanzaron a por el segundo, sin cruzar apenas palabras entre ellos. Cuanto antes terminasen de cenar, de más tiempo de descanso dispondrían.

—Stel, ¿tienes algún plan para llegar a las minas de Gadiro? —preguntó Ibrahim entre bostezos, con el estómago ya saciado—. ¿Crees que será fácil encontrar oricalco?

—Me parece que poco oricalco vamos a encontrar si no descansamos —protestó Tristán, que estaba tan agotado como el hechicero.

—Supongo que Tristán tiene razón —añadió Stel, dejando su plato a un lado—. No obstante, sea en la mina que sea, imagino que tendremos que adentrarnos hasta sus profundidades. No tenemos muchas probabilidades de encontrar oricalco en la boca… Cuanto más adentro… es de suponer que menos explorada estará.

—Cuanto más adentro… más peligros habrá —subrayó Sophia.

—No necesariamente… si uno sabe dónde buscar.

Los muchachos se volvieron y sus ojos se cruzaron de nuevo con los del individuo de la mesa de al lado, aquel que los había defendido. El hombre sonrió mostrando una dentadura que parecía manchada por el grisú y volvió a hablar.

—Permitidme que me presente… Me llamo Mel Gorgoroth. Siento interrumpir vuestra conversación, pero no he podido evitar oír que queréis entrar en las minas en busca de… ¿oricalco? —Ante el mutismo de los cuatro jóvenes, Gorgoroth emitió una sonora carcajada—. Oh, está bien. No diré nada a nadie… No obstante, salta a la vista que sois jóvenes aventureros en busca de fortuna, al igual que hicieron nuestros antepasados. En cuanto a ti, muchacho —se dirigió a Tristán en un susurro—, te recomiendo que no vayas alardeando con esa espada por aquí. Lleva el emblema de Atlas y… recuerda dónde estás. En Gadiro no todo el mundo es igual de tolerante, ya me entiendes…

—¿Qué tiene de malo venir a Gadiro en busca de riquezas? —preguntó el italiano, ignorando el último comentario de Mel Gorgoroth mientras le seguía la corriente. En realidad, ¿qué más les daba si aquel hombre pensaba que iban en busca de riqueza? No tenían por qué revelarle el trasfondo de su misión…

—Oh, nada en absoluto. No obstante, no sé si conoceréis la zona, pero yo podría echaros un cable —se ofreció, despertando el interés de los muchachos—. Conozco una mina, a poco menos de un kilómetro de aquí, que podría tener un importante yacimiento de oricalco…

Stel lo miró ceñudo.

—¿Y por qué no ha sido explotada aún? —preguntó, meneando la cabeza—. Es bien sabido que en la Atlántida hace falta oricalco desde hace muchos años. Si lo que usted dice fuera cierto, la gente se hubiese lanzado en pos de esa mina sin pensárselo dos veces.

—Como bien podéis apreciar, los habitantes de Xilitos viven muy cómodos y muy pocos están dispuestos a correr más riesgos de los necesarios en una mina —replicó el hombre, señalando con la cabeza a cuantos le rodeaban—. A los riesgos de la falta de aire o de un desplome, habría que añadir las criaturas peligrosas que habitan en sus profundidades. Supongo que te referías a ellas cuando hablabas de los peligros —dijo Gorgoroth, dirigiéndose a Sophia. La muchacha asintió.

—¿Por qué no ha ido usted solo? Podría haber logrado una fortuna de proporciones incalculables —insistió Stel.

—¿Bromeas? —repuso Gorgoroth alzando las cejas a modo de sorpresa—. ¡Es imposible trabajar solo en una mina!

—Esos de ahí podrían ayudarte… —señaló Ibrahim.

—No lo creo —reconoció el hombre—. Ocasionalmente buscan carbón o diamantes a muy pocos metros de la superficie. Hablar de oricalco es algo bien distinto…

—Pero, si el oricalco es mucho más valioso y rentable, ¿por qué no buscarlo? —Ahora fue Sophia la que formuló la pregunta.

El hombre gruñó.

—El oricalco se considera agotado. No hay más… al menos del de máxima pureza —reconoció Gorgoroth como si tal cosa, algo que llamó la atención de los muchachos. Astropoulos había dicho precisamente que necesitaban oricalco de la máxima pureza. Gorgoroth hizo una mueca y siguió hablando—. Nadie quiere arriesgarse a perder la vida por algo que sabe que no va a encontrar. En cambio, vosotros parecíais dispuestos a buscar oricalco… pasase lo que pasase. En fin, no era más que una sugerencia. Lo comprenderé perfectamente si os echáis para atrás o preferís buscar por vuestra cuenta.

—¿Está seguro de que no existe oricalco de máxima pureza? —inquirió extrañada Sophia. Estaba convencida de que Astropoulos no se había equivocado. No los habría enviado a cumplir una misión imposible. No tendría ningún sentido…

—Llevamos más de un siglo sin ver un gramo de ese tipo de oricalco… Creo que podría considerarse extinto, ¿no crees? —respondió Mel Gorgoroth sin borrar la sonrisa de su cara—. En cualquier caso, tenéis más de un millar de minas para poder empezar la búsqueda, cada una de las cuales se disgrega en decenas… centenares de túneles que abarcan kilómetros y kilómetros de distancia. Sí, ¿por qué no habríais de encontrar oricalco? No sé cuándo lo haréis, pero tarde o temprano es posible que deis con algo. Lamento haberos hecho perder el tiempo. ¡Os deseo buena suerte, muchachos!

Mel Gorgoroth se puso en pie, dispuesto a marcharse. No obstante, sus palabras habían hecho mella en Sophia, Tristán e Ibrahim. ¿Hasta qué punto podía ser de fiar aquel hombre? Stel aún parecía desconfiar de él, pero lo cierto era que no les vendría nada mal ampararse en alguien que conociese las minas. ¡Podían ser miles de kilómetros! Tal vez tardasen años en encontrar la cantidad necesaria de oricalco y ellos lo necesitaban… ¡ya mismo! Aunque no fuese de la máxima pureza, puede que si se hiciesen con más cantidad de la necesaria también podría valer.

A todo esto, ¿qué pretendía sacar Gorgoroth con su aportación? Seguramente, una buena parte de las extracciones del yacimiento… Sin embargo, ellos no tenían intención alguna de explotar un yacimiento de oricalco. Simplemente necesitaban una determinada cantidad para forjar un nuevo anillo mágico. Si les llevaba hasta el preciado mineral, por ellos, ¡qué se quedase con la mina entera!

Todos parecieron pensar en lo mismo y, leyéndose las miradas, comprendieron que sin su ayuda perderían un tiempo precioso. Eso, si lograban salir de la mina…

—¡Espere, Mel! —exclamó Tristán—. Contaremos con usted… si no le importa.

El hombre se volvió y les dirigió una amable sonrisa.

—¡Oh, fantástico! No os arrepentiréis —aseguró, frotándose las manos, como si palpase ya el oricalco entre sus dedos—. Por mí, empezaría ya mismo, pero creo que os vendrá bien descansar. Supongo que os hospedaréis aquí… ¿Os parece bien que pase a buscaros a primera hora de la mañana? ¿A eso de las siete?

—Hasta las siete entonces —acordó Tristán, reconociendo que tenía una necesidad imperiosa de dormir. Al igual que sus compañeros, se sintió aliviado. Con un poco de suerte, no tardarían demasiado en encontrar la cantidad necesaria de oricalco y regresarían a Atlas tan pronto tuviesen los anillos. Además, si no se desviaban mucho en el camino de regreso, tal vez tendría la oportunidad de hacer un breve alto en el camino en Nundolt.

Mel Gorgoroth se echó sobre los hombros una chaqueta de piel bastante desgastada y se despidió del grupo. También se despidió de otros hombres, probablemente amigos o conocidos suyos que, antes de que saliese por la puerta, le preguntaron por los trapicheos que se traía entre manos.

—¿Ya has encontrado la forma de saldar tus deudas con «los topos»? —le inquirió uno de ellos—. ¿Qué dijeron que te harían si no les pagabas antes de que finalizase este mes?

Gorgoroth hizo un gesto con la mano ignorándolos y se marchó del local haciendo caso omiso de sus carcajadas.

Para los jóvenes aventureros fue un auténtico suplicio separarse de las sábanas y de aquellos colchones tan mullidos de El Séptimo Sueño a la mañana siguiente, pues sabían que les esperaba otra jornada agotadora. Ajenos a los últimos sucesos acaecidos —la caída definitiva del escudo y el encarcelamiento de Remigius Astropoulos—, no tuvieron más remedio que desperezarse y, después de que Henrik se encargara de que les preparasen algo para desayunar y unos bocadillos para el resto del día, salieron al exterior.

A pesar del frío reinante —los nubarrones grises amenazaban con dejar caer una buena nevada—, allí estaba Mel Gorgoroth acompañado por un jamelgo tan esquelético que difícilmente podría aguantar un trayecto como el que se suponía que iban a recorrer.

—¡Buenos días, muchachos! —les saludó jovialmente. Aunque se había esmerado por asearse y causar una buena impresión, las primeras luces de la mañana revelaban un rostro ojeroso y no demasiado fresco, como si no hubiese podido pegar ojo en toda la noche pensando en la fortuna que le esperaba.

Aun así, se mostraba bastante animado y dispuesto a soportar una larga caminata.

La respuesta no fue muy efusiva. Ninguno de los chicos tenía muchas ganas de entablar conversación y, por eso, se fueron directamente al establo a ensillar sus caballos. Cuanto antes estuviesen preparados, antes partirían.

—Veo que no has seguido mi consejo de esconder esa espada… —dijo Gorgoroth en cuanto Tristán se subió a su corcel.

—La espada está bien donde está —fue su respuesta—. Prefiero tenerla a mano por si la necesito.

Gorgoroth comprendió que el joven había sido tan tajante que sus palabras no admitían réplica alguna. Cuando vio que todos estaban listos, encabezó la marcha. Según los cálculos estimados por Sophia, no debían de tardar más de veinte minutos en llegar a la mina.

Mel Gorgoroth cabalgaba unos cuantos metros por delante de ellos, por lo que los demás aprovecharon para hablar. Una de las cosas que más les había llamado la atención la noche anterior fue la afirmación de Gorgoroth de que ya no quedaba oricalco de la máxima pureza. Era un detalle que no sorprendía a Stel quien, desde su nacimiento, ya había sufrido las carencias energéticas en la Atlántida. Sin embargo, igual que los muchachos, se resistía a creer que Astropoulos se hubiese confundido.

—Sin duda, pensará que el Libro de la Sabiduría, el Amuleto de Elasipo y la Espada de Atlas ayudarán en esta labor —apuntó Stel.

—Puede ser… —asintió Sophia, convencida de que Astropoulos no era una persona muy dada a equivocarse.

Por si fuera poco, el destino había querido que se toparan con Mel Gorgoroth, que les ayudaría a culminar con éxito su misión. Ciertamente, su inesperada aparición había infundido una buena dosis de ánimo en el grupo. Bien pensado, no necesitaban una cantidad excesiva de oricalco —tan sólo un kilogramo— para cumplir con la misión que les habían encomendado los atlantes, por lo que si aquel hombre era capaz de guiarlos hasta una zona donde encontrarlo… Con un poco de suerte, a lo largo de aquel día podrían hacerse con el mineral. Entonces, sólo les quedaría dirigirse a La Caverna del Herrero, en Gunsbruck, lugar en el que los tres anillos debían ser forjados y, de esta forma, poder levantar de nuevo el poderoso escudo que protegía la Atlántida.

—Yo quiero ser optimista y pensar que vamos a lograrlo —apuntó Ibrahim, torciendo ligeramente la cabeza para no golpearse con las ramas de un árbol—. Sin embargo, me pregunto qué pasaría si no llegásemos a tiempo. ¿Qué sucedería si el escudo cayese antes de que se forjasen unos nuevos anillos?

—Supongo que nada bueno —respondió Stel—. Para empezar, la desaparición de ese escudo significaría nuestra apertura al exterior y, por lo tanto, quedaríamos a expensas del mundo.

—Es decir, podría tener lugar esa invasión rebelde que tanto temía Roland Legitatis… —añadió Tristán, frunciendo el ceño.

—Así es —asintió Stel—. Si esto sucediese, no sé qué sería de nosotros… ni de nuestro continente. Sin duda, muchas cosas cambiarían pero… ¿en qué dirección? Es imposible saberlo. En cualquier caso, también cabe la posibilidad de que el rey Fedor IV recupere los anillos y devuelva la estabilidad a la Atlántida. No debemos olvidarnos de él…

Ibrahim sintió un pequeño escalofrío. Se había hecho muchas ilusiones y le preocupaba la posibilidad de que todo se desvaneciese igual que un sueño. Durante la noche anterior no había parado de pensar en lo acontecido en el Bosque de Ella y en las palabras que le había dirigido la hechicera. Lo cierto es que había tenido tiempo de sobra para hacer daño a Alexandra o para acabar con él y, sin embargo, no lo había hecho. ¿Y si no era tan malvada como le había creado la mala fama? No tuvo tiempo de profundizar en sus pensamientos, porque Mel Gorgoroth les avisó con un grito. Al parecer, habían llegado a la entrada de la mina.

—¡Bienvenidos a la Mina de Gorgoroth! —exclamó orgulloso, señalando una abertura oscura que se abría entre las rocas en aquella parte del valle—. Su nombre se debe a mi tatarabuelo, que fue quien inició las labores de excavación. Lamentablemente, coincidió con la misma época en la que comenzó a correr la voz de que nuestro más preciado mineral se había agotado y, a su muerte, la mina quedó abandonada, como muchas otras. Pero él dejó marcado en su diario el lugar en el que se encontraba un importante yacimiento de oricalco…

No era una entrada muy diferente de las que habían ido dejando atrás por aquel valle. Los travesaños que apuntalaban la boca del túnel, astillados y devorados por la podredumbre, amenazaban con desplomarse de un momento a otro. Bajo estos, se apreciaba el comienzo de lo que debía de ser una vía de tren. El lugar permanecía en una siniestra calma cuando uno de los caballos resopló y su eco resonó en el interior del túnel. No habría sido nada extraño que este estuviese conectado con otras salidas por alguno de los muchos conductos que recorrían su interior.

—Me temo que tendremos que dejar aquí los caballos —anunció Gorgoroth, desmontando de un brinco del suyo—. El interior de una mina no es el lugar más adecuado para ellos… Además, aquí estarán a salvo hasta que regresemos.

—¿Qué distancia tenemos que recorrer en la mina hasta llegar a la zona en la que supuestamente se encuentra el oricalco? —preguntó Stel, tratando de hacerse una composición de lugar. Los demás escuchaban atentamente mientras ponían a buen recaudo sus caballos.

—Aproximadamente unos seiscientos metros de profundidad, con un descenso de nivel de algo más de treinta metros —fue la respuesta de Gorgoroth.

—¡Treinta metros abajo! —exclamó Tristán, alzando la vista intentando atisbar las cimas de las montañas que los rodeaban—. ¡Y eso que esos picos deben de encontrarse a más de mil quinientos metros de altura!

Mel Gorgoroth se echó a los hombros su pequeño macuto que contenía varias herramientas, además de un pequeño pico, y encendió una lámpara de aceite. Mientras se preparaban para partir, Tristán no olvidó los saquitos que contenían el oro y la plata, y los guardó junto a sus pertenencias.

—No debes preocuparte, muchacho —dijo con tranquilidad, adentrándose unos pasos en el túnel—. No nos llevará demasiado tiempo llegar hasta allí, pues disponemos de un estupendo medio de transporte.

Su lámpara iluminó tres vagones, tan relucientes como si estuviesen a punto de estrenarlos.

—¿No había dicho que nadie trabajaba en esta mina? —preguntó Sophia, frunciendo el ceño.

—Y así es, no se realizan extracciones en esta mina desde hace muchos años.

—Entonces, ¿cómo es que estos vagones están prácticamente nuevos? —insistió Sophia—. Usted mismo dijo que una sola persona no podría…

Gorgoroth rio.

—Ya sé por dónde quieres ir —dijo, sorprendido ante la agudeza de la joven—. Es cierto que una única persona no puede realizar toda la labor de extracción. No obstante, compré recientemente estos vagones y me he dedicado a explorar la mina gracias a los planos de mi tatarabuelo. Si no, ¿cómo crees que podía estar seguro de que íbamos a encontrar oricalco en este lugar?

—¿Quiere eso decir que estos cacharros funcionan? —preguntó Stel.

—Sin lugar a dudas —convino Gorgoroth, invitando a los muchachos a que se adelantasen. Aunque Ibrahim y Stel hicieron ademán de colocarse en el vagón central, Gorgoroth los conminó a hacerlo en el primero—. Será mejor si ilumináis el camino con vuestros amuletos… Yo iré en el último, para guiaros.

Ibrahim se encogió de hombros. Le daba exactamente igual ir en uno o en otro lugar. Por el contrario, después de cómo se comportó tras el beso de Alexandra, a Tristán no le hacía mucha gracia tener que compartir vagón con Sophia, pero no tuvo más remedio que aguantarse. Al fin y al cabo, no serían más que unos pocos minutos.

Cuando estuvieron todos dispuestos y los amuletos de los dos hechiceros iluminaron el impresionante túnel que se abría ante ellos, Mel Gorgoroth soltó la palanca del freno. La propia pendiente, no demasiado pronunciada en aquel punto, hizo que los vagones se desplazasen por inercia y fueran ganando velocidad.

A medida que avanzaban, la luz de los amuletos fue revelando las entrañas de la mina. Ibrahim y Stel contemplaban fascinados aquel espectáculo tan maravilloso, sin apenas prestar atención al traqueteo producido por las ruedas al desplazarse sobre los raíles. Dejaron atrás una bifurcación, tomando el camino de la derecha y el conducto pareció estrecharse ligeramente. Nadie comentaba nada. Lo único que llegó a sus oídos fue una ligera protesta por parte de Tristán, que rápidamente quedó acallada por el monótono traqueteo.

—¿No había dicho que sólo bajaríamos treinta metros? —preguntó extrañado Stel, volviéndose para hablar con Gorgoroth. Su corazón comenzó a latir con intensidad. Alzó el amuleto ligeramente y entornó la mirada, sin dar crédito a lo que sus ojos estaban viendo. O, mejor dicho, a lo que no estaban viendo.

Stel tiró de la manga de su compañero.

—Será mejor que te agarres… —le contestó Ibrahim.

—No, lo que será mejor es que mires hacia atrás —le instó el atlante—. Los vagones de atrás han desaparecido… ¡Estamos viajando solos!

En ese preciso instante, el vagón en el que viajaban los dos hechiceros se precipitó por aquella pendiente tan pronunciada. Preocupados por lo que hubiese podido sucederles a sus amigos y sin saber hacia dónde se dirigían, sus gritos se perdieron en la insondable oscuridad.