XVIII - Desembarco en Diáprepes

La flota rebelde llegó a las costas de Diáprepes con un poco de retraso respecto al horario previsto. En el transcurso del viaje, los radares del submarino de Branko captaron fuertes perturbaciones ambientales y fueron reiniciados para hacerles unos ajustes. ¿Acaso serían los últimos estertores del escudo antes de caer? Según Akers, su amuleto indicaba que se trataba de una intensa fuerza mágica, pero no parecía maligna. Una vez reparados, siguieron la marcha hasta que los escarpados litorales del territorio de Diáprepes aparecieron en sus pantallas. A partir de aquel instante, tuvieron que esperar, vigilantes, pues los sensores indicaban que el escudo atlante permanecía tan consistente como siempre.

Branko fue informado de la presencia de atlantes en la zona, algo que le desconcertó. Según sus informes, Diáprepes era un lugar inhóspito, únicamente habitado por hombres lobo y otras criaturas del abismo. ¿Qué hacía un grupo de atlantes en aquel lugar tan peligroso? Por si fuera poco sus avanzados sistemas de comunicación habían captado varios intentos de transmitir por radio a Atlas, pero habían sido debidamente interferidos por su gente. Aquello significaba que esos hombres estaban en contacto con terceros por lo que su presencia allí tenía que deberse a algún tipo de misión.

Fedor IV fue sometido a nuevos y duros interrogatorios para intentar sonsacarle información. Dos de los ocho hombres de la expedición que había sido detectada habían caído en manos de los hombres lobo. ¿Qué podía ser tan importante como para que se hubiesen adentrado en Diáprepes?

Los sistemas de vigilancia del submarino permanecieron alertas desde aquel momento, siguiendo los movimientos de los seis hombres que se encontraban en esa parte del continente. Las imágenes por infrarrojos revelaron que, durante las dos noches siguientes a la desaparición de sus compañeros, los atlantes se pertrecharon en un refugio escondido en las montañas, relevándose para hacer guardias cada dos horas. En el momento en que salía el sol, se ponían en marcha y comenzaban a rastrear minuciosamente la zona donde había tenido lugar la triste desaparición. Lo hacían incesantemente, removiendo piedras y arbustos sin apenas descansar, hasta la puesta del sol. En ese instante, regresaban a su refugio con la esperanza de sobrevivir una nueva noche en aquel lugar. Estaba claro que la búsqueda de los anillos había pasado a un segundo plano, si es que aquel era el objetivo de su misión. Pero la tercera noche, las cosas cambiaron.

Comenzaba a atardecer y Pietro Fortis y sus hombres regresaban al refugio. A medida que transcurrían las horas, y con estas los días, se sentían más desesperanzados. Eran conscientes de que cada segundo que dejaban atrás, les resultaría más difícil dar con Futsis y Likos. Más aún, cuando lo único que habían encontrado eran sus transmisores de radio completamente inutilizados.

—Me temo que nuestros esfuerzos están resultando del todo inútiles —se lamentó uno de los hombres, jadeando por la intensidad de la pendiente. El paisaje árido y ceniciento los envolvía por los cuatro costados.

—¿Crees que hubiese sido mejor abandonarlos a su suerte? —inquirió Fortis, volviendo su rostro ceñudo—. ¿Hubieses preferido que hiciésemos eso contigo?

—No me refería a eso, señor. Yo…

—Repito, ¿hubieses preferido que nos hubiésemos largado sin intentar siquiera buscarte?

—No, señor… —respondió el hombre, acongojado.

—Ya me lo imaginaba —concluyó Fortis, sacudiendo su cabeza—. Esperaremos un día más. Desgraciadamente, si mañana no encontramos rastro alguno, no tendremos más remedio que marcharnos. Se nos están agotando los víveres y tampoco hemos dado con ningún extranjero de los que me había hablado Legitatis…

Cuando llegaron a la gruta que utilizaban de escondrijo, encontraron a los caballos piafando nerviosamente. Sacudían sus cuartos traseros y meneaban la cabeza de un lado a otro. Trataron de calmarlos acariciándolos y dándoles un poco de alfalfa, pero los animales se negaron a probar bocado. En el tiempo que llevaban allí, no los habían visto tan nerviosos. ¿Qué les pasaba?

Mientras dos hombres iniciaban la guardia, el resto se dispuso a comer algo antes de recostarse sobre las frías paredes de roca. Apenas hablaban y cuando lo hacían era a base de susurros por temor a que el eco los delatase en el exterior.

El último de los rayos de sol desapareció tras las montañas y la oscuridad comenzó a devorar los alrededores paulatinamente. Mientras los miembros del grupo fueron cayendo en un sueño ligero, la pareja de hombres que estaban de guardia permaneció atenta durante dos horas. Afortunadamente, la noche parecía tan apacible como las anteriores. Sin embargo, mediado el segundo turno de guardia, uno de los hombres dio la voz de alarma.

—¡He visto una sombra! —dijo, ahogando una exclamación. El terror que sentía le había llevado a quedarse tan rígido como una estatua—. ¡Ha sido allí!

—¡Allí hay otra! ¡Y otra! —exclamó el otro inmediatamente después, señalando dos puntos lejanos con su índice. Se había puesto en pie—. Señor, esto no me gusta nada…

Al oír sus voces, Pietro Fortis se había acercado hasta la boca de la cueva y constató que, efectivamente, en las faldas de la montaña había movimiento. Los caballos piafaron con intensidad, mientras las sombras parecían multiplicarse allá abajo, a lo lejos.

—Se están organizando… —musitó Fortis adoptando un rostro de visible preocupación—. Me temo que han descubierto nuestro escondite. Han debido de percibir nuestro olor o habrán oído a los caballos…

—¿Qué hacemos, señor?

—Tenemos que irnos de aquí —anunció Fortis.

Los hombres, ya despiertos y arremolinados en torno a su jefe, oyeron atónitos aquellas palabras.

—Pero, señor, está anocheciendo… —dijo otro, como si nadie se hubiese dado cuenta de aquel detalle.

—Quedarnos sería un suicidio —replicó Fortis, obligándolos a ponerse en marcha—. No tenemos medios para hacerles frente. No queda otra opción que huir… y rezar para que no nos den alcance.

Pese a los denodados esfuerzos de los hombres por tranquilizar a sus monturas, los gruñidos y alaridos desgarrados producidos por los licántropos se hacían cada vez más intensos, empeorando la situación.

Tan pronto alcanzaron el desfiladero, pudieron montar debidamente sus caballos y comenzaron el descenso en fila de a uno, pues el sendero era tan estrecho que no permitía otras posibilidades. La escasez de luz también dificultaba la huida, pues corrían riesgo de despeñarse por el margen izquierdo si forzaban en exceso a los palafrenes. De hecho, sintieron escalofríos al oír cómo alguna que otra piedra caía al insondable vacío tras ser golpeada por los cascos de los caballos.

Quince o veinte minutos después, los gruñidos se transformaron en aullidos y su espeluznante eco resonó por el valle en el que se estaban adentrando. Unos cuantos metros más y podrían ponerse a galopar.

—Han debido de darse cuenta de que han llegado tarde a la cueva —se regocijó uno de los hombres, saboreando aquel pequeño triunfo.

—Silencio —ordenó Fortis, alentando a su caballo a trotar más aprisa. Era consciente de que aquella noticia no era en absoluto positiva. Aunque habían logrado salvar el pellejo momentáneamente, los licántropos comenzarían a perseguirles de un momento a otro montaña abajo. Y tenían fama de ser muy rápidos.

Tal y como se temía Pietro Fortis, los hombres lobo no tardaron en encontrar su rastro y se lanzaron como posesos en busca de carne fresca con la que poder llenar sus estómagos. Dada la escasez de alimento existente en Diáprepes, a buen seguro no dejarían escapar fácilmente tan suculentos manjares.

Los hombres de Fortis respiraron cuando el terreno se allanó y pudieron espolear con fuerza a los caballos. Aquel gesto tampoco hubiese sido necesario, porque los animales mismos eran conscientes del peligro que los acechaba.

Nadie se molestó en volver la cabeza para tratar de avistar cuántos hombres lobo los perseguían y a qué distancia se encontraban. ¿De qué iba a servirles saberlo? Su única esperanza era ser más rápidos que ellos, por lo que únicamente podían confiar en la velocidad de sus caballos.

—¿Y si nos dividimos? —preguntó a la desesperada uno de los hombres—. Es posible que logremos despistarlos…

—Lo único que conseguiríamos sería servirles el menú en dos platos —respondió otro de ellos, jaleando a su caballo.

—Tal vez sea la única posibilidad de sobrevivir… —insistió el primero—. Puede que incluso lo logremos todos…

Fortis sopesó aquella sugerencia. Sabía que, para enfrentarse a un enemigo, lo peor de todo era dividirse. Pero ¿acaso tenían intención de hacer frente a los licántropos? De ninguna manera. La única opción que tenían era huir… y, cuanto más lejos, mejor. Pero ¿y si lo hacían separados en dos grupos? O, más aún, ¿y si se disgregaban en tres parejas? De esa manera, posiblemente consiguiesen hacer dudar a su enemigo que, dividido, sería menos efectivo. Además, dejarían menos rastro cuanto más separados fuesen… Como había dicho uno de sus hombres, estarían sirviéndoles el menú en dos o tres platos pero, con un poco de suerte, no catarían ninguno de ellos.

Sin detenerse para no perder ni un instante, Pietro Fortis transmitió las órdenes oportunas. Deberían dirigirse a embarcaderos distintos para poder adentrarse en la tercera circunvalación y poner rumbo a la embocadura del río Mela. Si la fortuna los sonreía, no tardarían en volver a verse las caras antes de navegar por el cauce del río.

—Y si la suerte nos abandona… ¡moriremos por la Atlántida y su rey! —exclamó Fortis levantando el puño en alto.

Inmediatamente después, deseándose buena suerte, se separaron en tres parejas. Fortis y su compañero se decantaron por el flanco derecho y hacia allí orientaron a sus caballos. Las llanuras de Diáprepes se abrían ante ellos como un desierto ceniciento apenas amparado por la luz de la luna. Debían atravesarlas con rapidez, sin apenas dar tregua a sus monturas, si no querían caer en las garras de los licántropos. Una vez encauzados, el jefe de seguridad del Palacio Real de la Atlántida se lamentó profundamente. La expedición había sido un completo fracaso. Hasta el momento, se habían producido dos bajas, dos hombres buenos que habían dado su vida inútilmente. Tampoco habían dado con ninguno de los Elegidos. Esperaba de todo corazón que Legitatis hubiese tenido un poco más de suerte en su viaje, porque aquellas dos vidas no se las perdonaría jamás.

Los radares del submarino rebelde en el que viajaba Branko fueron testigos de la huida desenfrenada que tuvo lugar aquella noche en las escarpadas montañas de Diáprepes. Los licántropos habían demostrado una agilidad y voracidad asombrosas, además de un sobrado conocimiento del territorio, por lo que serían unos enemigos muy a tener en cuenta. Sólo era cuestión de tiempo que diesen caza a los hombres huidos.

A la espera de novedades, Branko observaba entretenido los detalles de aquella persecución. Aunque las imágenes se transmitían vía infrarrojos, estudiaba con detenimiento los movimientos de los licántropos. A pesar de su salvajismo, quedaba claro que estaban organizados. ¡Quién sabe si podría establecer algún tipo de alianza con ellos una vez se alzase con el poder! Con ellos en su bando, sus súbditos no tardarían en temerle y obedecerle si no querían verse las caras con esas indeseables criaturas. Y Fedor IV creía que no sabría llegar al corazón de los atlantes…

—Hummm… ¡qué interesante! —exclamó Branko al ver cómo los atlantes habían tomado la decisión de dividirse—. Parece que los hombres lobo dudan sobre qué dirección tomar…

—El grupo de mayor número se ha lanzado por la vertiente izquierda… —musitó Akers, que estaba a su lado disfrutando de aquello como si fuese una película de acción.

—Curioso… —repuso el jefe de los rebeldes—. Por los planos de los que disponemos, se trata del camino más fácil. Podría deducirse que, además, son criaturas racionales e inteligentes…

Branko no pudo seguir viendo las imágenes porque en aquel instante llegó el mensaje que tanto tiempo llevaba esperando…

—Señor, me comunican por radio que Scorpio y sus hombres acaban de traspasar la barrera del escudo —anunció uno de los que se encontraban en el centro de comunicaciones del submarino—. Tal y como estaba establecido, se disponen a preparar el perímetro de seguridad.

Aquellas palabras fueron música para los oídos de Branko, quien de inmediato apartó la vista de las pantallas.

—¡Por fin! ¡Ya era hora de que cayese ese dichoso escudo! —exclamó con su rostro exultante. Su sueño comenzaba a hacerse realidad—. Vamos, no tenemos tiempo que perder… Los demás submarinos deben ser informados de que procederemos al desembarco tan pronto amanezca. Ah, y dile a Scorpio que doble las medidas de seguridad. Visto lo visto, no quiero tener sorpresas desagradables con esos licántropos.

—A la orden, señor —respondió el de la radio, procediendo a transmitir las órdenes oportunas.

Pocos minutos después, el submarino rebelde hervía de actividad. Disponían de algo más de tres horas para tener todo preparado para el asalto a tierras atlantes. Tal y como les había informado Branko en su discurso preparatorio, su idea era acceder al continente de una manera sigilosa y pacífica, para no llamar la atención entre la población atlante. Era consciente de que había que mover las fichas como en una partida de ajedrez, meditando cada movimiento con mucha precisión. Justamente por eso, el primer paso consistía en llevar a cabo una invasión silenciosa y levantar su campamento en Diáprepes. Scorpio, un hombre fiel y de su máxima confianza, sería el encargado de establecer un perímetro de seguridad que los mantuviese a salvo de las peligrosas criaturas que habitaban por la zona.

Branko se encerró en su camarote y permaneció a la espera del gran momento. Mientras los submarinos salían a la superficie y se arrimaban lentamente a la costa, sus tripulaciones llevaban a cabo todo cuanto les había sido ordenado. Dispusieron los contenedores de víveres, ordenaron los paquetes con las tiendas de campaña, prepararon ingentes cantidades de armamento y embalaron otras muchas cosas como material sanitario, de construcción, ropa…

En aquella primera fase, únicamente se trasladarían contenedores, que se irían acumulando en un lugar resguardado de las posibles embestidas del mar. Salvo Scorpio y sus hombres, ningún otro miembro de la tripulación rebelde permanecería en territorio atlante hasta que fuese totalmente seguro. Lo último que deseaba Branko eran encuentros inesperados en la noche. Tres horas más tarde, aparecieron los primeros rayos de sol y las balsas concluyeron con el traslado de materiales a la costa.

—Scorpio informa que ha establecido una primera barrera de seguridad con punteros láser cada diez metros de distancia —comunicó uno de los rebeldes a Branko, que aún permanecía en su camarote—. Según él, ahora irá ampliando poco a poco los límites y, en cuanto los anillos estén debidamente colocados, la zona será completamente impenetrable.

—Fantástico —dijo Branko, poniéndose en pie—. En ese caso, creo que puede dar comienzo la segunda fase de nuestro plan.

Ahora que Scorpio había cumplido con su trabajo, Branko partiría en la primera balsa junto con sus hombres. Deseaba ser el primero en pisar el suelo y respirar el aire de aquellas tierras de las que fueron injustamente expulsados sus antepasados. Ansiaba coger un puñado de arena de la costa y olerlo mientras se escurría entre sus dedos. Por fin había llegado el momento tan deseado.

Cuando la cabeza de Branko asomó por la escotilla, el cielo comenzaba a clarear, y ante sus ojos se dibujó un maravilloso espectáculo. Apenas les separaba medio centenar de metros de las costas de la Atlántida. Las siluetas de aquellas montañas abruptas que hacían frontera con el océano se alzaban como muros infranqueables recortando el paisaje azulado. Pronto dejarían de serlo.

El viento hacía que las olas golpeasen el casco del submarino, pero no supondría un impedimento para llegar hasta la costa. Branko lo tenía muy claro cuando subió a la barca. En ella también viajaría Akers, que custodiaba permanentemente a Fedor IV. Unos minutos después, los botes rebeldes desembarcaban en las costas de la Atlántida. A partir de aquel instante, comenzaron a instalar el campamento base. Quedaría unos cuantos metros tierra adentro, sin vista directa al mar. De esta manera, evitarían cualquier contacto visual desde la costa y estarían resguardados de las tormentas y las mareas. Fue una asombrosa demostración de trabajo en equipo. Mientras unos levantaban tiendas a gran velocidad, otros distribuían los víveres y se encargaban de las comidas del día. El armamento quedaría a cargo de Scorpio, una vez concluyese con la labor que tenía asignada.

A media tarde, Branko se acercó hasta una torre que habían ido levantando justo en el centro del campamento. Al parecer, todo marchaba conforme a lo previsto. Entonces, hizo llamar a Fedor IV, que vino acompañado por Akers.

—El rey vuelve a sus dominios… —escupió irónicamente Branko al monarca, una vez dio el visto bueno a los trabajos que se estaban realizando en la torre—. Dime, Fedor… ¿cuándo fue la última visita oficial que realizaste a esta provincia atlante?

Por enésima vez, Fedor IV mantuvo la boca cerrada ante el líder de los rebeldes, quien le propinó un nuevo golpe en la cara.

—Me atrevería a afirmar que en todo su reinado no ha pisado Diáprepes una sola vez… —contestó Akers, mirando despectivamente al que todavía era su rey.

—Eso demuestra la escasa atención que se ha prestado últimamente a la Atlántida y explica el porqué de su decadencia…

Fedor IV miraba a su interlocutor con odio. Sabía muy bien quién era y claramente lo repudiaba.

—Tú no has venido a la Atlántida para salvarla, sino para alzarte con todo su poder —le espetó el rey. Como era de esperar, sus palabras le costaron un severo correctivo en el costado que le dejó prácticamente sin aire en los pulmones. Aun así, fue capaz de decir—: Los atlantes no van a permitir esta invasión… Os volverán a expulsar…

Branko sonrió y su cicatriz cobró un aspecto siniestro.

—Me temo que eso no va a ser posible —respondió, muy seguro de sí mismo.

Acto seguido, hizo una señal a la persona que había en lo más alto de la torre. Ésta colocó los famosos anillos de protección sobre una superficie que había sido preparada para tal efecto y su brillo resaltó en lo más alto. Entonces, Akers alzó su amuleto y, con un sencillo hechizo, los puso en marcha.

Para consternación de Fedor IV, la energía producida por los anillos no tardó en dar sus resultados e hizo aparecer un nuevo escudo atlante. Era mucho más pequeño que el anterior, puesto que estaba colocado a una altura menor; no obstante, su consistencia sería prácticamente la misma.

Los rebeldes habían llegado a la Atlántida…