Los nervios estaban a flor de piel en el Palacio Real. Hacía algo más de dos horas que Botwinick Strafalarius se había marchado de allí, aludiendo que en la Torre de Elasipo le esperaban los demás miembros de la Orden de los Amuletos para que diese comienzo el importante consejo. Se le notaba ojeroso por el cansancio acumulado pero, sobre todo, estaba nervioso y de muy mal humor.
—¿No crees que has pedido demasiadas bayas de la sanación? —preguntó Legitatis a Astropoulos aprovechando que Dagonakis estaba supervisando la colocación de las cajas en los respectivos remolques—. ¡Ese cargamento debe de pesar una tonelada!
—Hay que estar preparados para lo peor —contestó Astropoulos. Sabía que, mientras su justificación fuese por ese camino, nadie podría reprocharle nada—. Ante una eventual invasión rebelde, cualquier precaución es poca.
—Ya, pero el propio Strafalarius se ha pasado dos noches enteras sin dormir, ayudando en la recolección. Únicamente se tomó un respiro para enviar aquella carta para avisar de su retraso a los miembros de la Orden de los Amuletos —insistió Legitatis, quien parecía mostrarse ligeramente a favor del Gran Mago.
—Lo sé —respondió el sabio con indiferencia—. Pero ¿qué son dos noches sin dormir comparado con la que se nos viene encima?
—No te fías de él, ¿verdad? —dijo de pronto Legitatis, cambiando radicalmente de tema.
—Bien sabes que no —se apresuró a contestar Astropoulos, Legitatis frunció el entrecejo.
—¿No podríais apartar vuestras desavenencias en un momento tan crítico como este?
Sin embargo, el sabio meneó su cabeza.
—Rotundamente, no —rechazó Astropoulos, agitando su larga cabellera—. Algo me dice que la magia ha tenido mucho que ver en todo esto.
—¿Crees que Botwinick anda detrás del robo de los anillos? —inquirió Legitatis, sorprendido ante tal suposición—. Se trataría de una acusación muy grave…
—Lo sé. Lo peor de todo es que no tengo pruebas para demostrarlo… Sin embargo, ¿qué opinión tienes de esa lluvia de cristales de la que hablaban los soldados que estaban de guardia? ¿O de que no se haya vuelto a ver el famoso halo lunar desde entonces? ¿O de que no saltasen las alarmas cuando se cometió el robo? O…
—Está bien, está bien… —lo frenó Legitatis alzando ambas manos en señal de rendición—. No voy a negar que exista la posibilidad de que la magia tenga algo que ver. Sin embargo, me consta que él tampoco se fía de ti…
—¿De mí? ¡Cómo se atreve!
Legitatis alzó las manos una vez más, tratando de calmar al sabio.
—No te lo tomes a mal, Remigius, pero sus sospechas están bastante bien fundadas —dijo el valido del rey Fedor IV—. Según él, fueron arquitectos del Consejo de la Sabiduría quienes diseñaron la estructura de la torre y colocaron las alarmas. Asimismo, afirma, y me temo que está en lo cierto, que habéis seguido diseñando prototipos de aerodeslizadores que, según parece, fue el vehículo empleado por el ladrón para huir de Atlas…
—¡Esto es el colmo! —estalló Astropoulos, rojo por la indignación—. ¿Qué me dices del halo lunar? ¿Qué artilugio tecnológico hemos creado para generarlo?
—Hummm… Él dice que puede ser simple casualidad. Tal y como tú informaste al rey, bien podía estar causado por el frío. Un simple accidente de la naturaleza… Además, siento decirte que no fue muy afortunado tu comentario sobre una hipotética negociación con los rebeldes en el caso de que la invasión tenga lugar… —prosiguió Legitatis, haciendo que Astropoulos alzase la cabeza y las arrugas desapareciesen de su rostro—. Eso ha sentado mal, no ya sólo a Botwinick, sino a Archibald… ¡y a mí mismo! ¡La Atlántida jamás debe entregarse a los rebeldes!
—¿Acaso es preferible la muerte de cientos… de miles de atlantes? —preguntó el sabio, haciendo hincapié en las cifras.
—Si es preciso, sí —contestó tajantemente Legitatis—. Todo, menos caer en manos de esos salvajes.
—Oh, por favor —protestó el sabio—. Nunca he hablado de rendición, sino de una «hipotética negociación». Además, ¿cómo sabemos que son salvajes? Tal vez tengan buenas proposiciones o aporten nuevas ideas… Al fin y al cabo, por sus venas corre sangre atlante…
—¡Bien sabes que podría encerrarte por decir eso, Remigius! ¡Estás a punto de cruzar la línea! —explotó Legitatis, sus ojos inyectados en sangre—. Los rebeldes fueron desterrados para siempre y perdieron su condición de atlantes. Ahora comprendo por qué Botwinick decía que te delataban tus raíces gadíricas. Espero que no tengas nada que ver con todo este asunto, porque si no…
—¿Acaso me estás amenazando, Roland? —inquirió Astropoulos, cruzándose de brazos. Miró desafiante a aquel hombre que, pese a conocerlo desde hacía tantos años, le parecía un completo desconocido—. ¿Hasta qué punto te ha embaucado Botwinick? Bien sabes que, hasta que no se demuestre lo contrario, mantendré todo lo dicho. Si son los auténticos rebeldes, podrían ser descendientes directos de Gadiro, pero eso no significa que sean salvajes, asesinos o que vayan contra nuestro propio rey.
Legitatis meneó la cabeza…
—No sigas por ahí, Remigius, o me veré obligado a ordenar tu detención por exaltación de las ideas rebeldes.
—¡Vamos, Roland! ¡Han pasado siglos desde que sucedió todo aquello! ¿No se te ha ocurrido pensar que podrían ser completamente pacíficos? Quizá únicamente deseen regresar al lugar que les corresponde. ¡La Atlántida vio nacer a sus antepasados!
Las palabras del sabio fueron calando en Legitatis quien, poco a poco, iba enrojeciendo hasta que finalmente estalló.
—¡Se acabó! ¡No pienso aguantar más este ultraje! —exclamó Legitatis, meneando las manos—. ¡Guardias! ¡Detened de inmediato a Remigius Astropoulos y llevadlo al calabozo!
Rápidamente, se acercaron hasta su posición dos guardias uniformados, que no ocultaron su sorpresa en el rostro.
—Estás cometiendo un grave error, Roland —dijo Astropoulos, que no parecía dispuesto a oponer resistencia alguna—. Un gravísimo error.
—El tiempo lo dirá, Remigius. Pero todo lo que ha dicho Strafalarius cuadra a la perfección con lo acontecido. Tus últimas palabras así lo demuestran… —dijo, mientras esposaban al anciano sabio—. ¡Ah! Te recuerdo que podrías correr el mismo camino que los rebeldes si sigues proclamando a los cuatro vientos sus ideales. Estás muy equivocado si piensas que el cargo que ocupas te otorga inmunidad y puedes hacer y decir todo cuanto quieras. Por el momento, permanecerás en prisión hasta que regrese Fedor IV y sea él mismo quien juzgue la situación. Así sea.
El sabio miró entristecido a Legitatis. Se avecinaba un futuro desalentador en el continente atlante.
En el preciso instante en el que Astropoulos desaparecía de la escena, llegó Dagonakis. Aunque la noticia correría como la espuma entre los atlantes, el militar aplaudió la acción de Legitatis.
—Has hecho estupendamente.
—Gracias —asintió Legitatis, que aún sentía las fuertes palpitaciones de su corazón—. Desgraciadamente, cuando llegue a oídos de Cassandra gritará a los cuatro vientos que la catástrofe se cierne sobre la Atlántida… En fin, ¿qué me cuentas?
—El cargamento ya está preparado —anunció con satisfacción—. Debo partir inmediatamente hacia Diáprepes. Desgraciadamente, la comunicación con esa zona del continente no es demasiado buena. Estamos agrupando las tropas en Evemo para, de ahí, tomar el cauce del río Mela… ¿Hemos tenido alguna noticia más de Fortis?
Legitatis negó con la cabeza.
—Espero que no haya sufrido más complicaciones… Diáprepes es un territorio muy traicionero.
—¿De cuántos efectivos dispones para frenar la invasión rebelde? —preguntó entonces Legitatis.
—Mil quinientos hombres —respondió secamente el militar.
—¿Mil quinientos? —repitió Legitatis a quien aquella cifra le pareció ridícula. En sus tiempos de gloria, la Atlántida contaba con más de cincuenta mil hombres perfectamente preparados y bien equipados. Si en verdad los rebeldes pretendían llevar a cabo una invasión, ¿pretendían frenarlos con tan sólo mil quinientos hombres?
—Eso es. Nos veremos en el Mela.
Tras despedirse de Roland Legitatis, el militar dio media vuelta y se marchó de allí. La situación se complicaba por momentos.
Unas horas más tarde, ajeno a los acontecimientos más recientes, Botwinick Strafalarius llegaba a la Torre de Hechicería de Elasipo. Todo parecía tranquilo y, como de costumbre, los aprendices practicaban los últimos ejercicios del día bajo la supervisión de un par de hechiceros. Resultaba tan natural que daba la impresión de que nada extraordinario estuviese aconteciendo en la Atlántida.
Al verlo aparecer, uno de los aprendices, pelirrojo y de ojos chispeantes, se acercó hasta él.
—Señor, le están esperando Aglaia, Gallagher, Kendall, Puitt y Felkel en la torre. ¿Va a haber consejo?
Strafalarius entornó sus ojos rojos e, ignorando la pregunta del aprendiz, le preguntó:
—¿Han venido por aquí unos muchachos acompañados por Stel?
—Sí, se han marchado hará cosa de un par de horas… —asintió el joven, orgulloso de conocer la respuesta—. De hecho, uno de sus acompañantes era un hechicero de tez morena que nunca habíamos visto por aquí. Subieron a lo alto de la torre para recargar su amuleto y se marcharon inmediatamente después.
—Comprendo… —respondió Strafalarius, mesándose el cabello y haciendo una mueca de disgusto. Por culpa de Astropoulos, no había podido estar presente para recibir al joven Ibrahim…
Si se ponía a pensar en el anciano sabio, se iba a poner de muy mal humor. Lo conocía demasiado bien como para saber que su retorcida mente andaba tramando algo. ¿Acaso se habría puesto en contacto con Akers para traicionarle? Si de algo estaba seguro a aquellas alturas, era de que Akers le había dado la espalda. El hecho de no haber encontrado los anillos en el Jardín de los Abedules era algo significativo. No tener noticias suyas en las últimas cuarenta y ocho horas, determinante. Strafalarius respiró hondo y trató de despejar su mente. Por mucho que quisiese, ya no podía hacer nada por Ibrahim… ¿o sí? Lo que sí era cierto era que tenían muchas cosas de las que hablar en el consejo. Así pues, se marchó en dirección a la torre.
Empleó el Amuleto de Oricalco para cruzar el umbral de la puerta y se adentró en el curioso recibidor de la Torre de Elasipo. Apenas prestó atención a la extravagante decoración que le rodeaba y, sin embargo, sí se fijó en la recargada cúpula que había sobre su cabeza, donde estaban pintados los bustos de todos los hechiceros que habían tenido el privilegio de ser portadores del Amuleto de Oricalco a lo largo de la historia de la Atlántida. Sólo quedaba un espacio por cubrir: el central, el más importante de todos. Se quedó embebido, contemplándolo. Ese medallón blanco era un lugar reservado para él. Al oír que alguien bajaba por la escalera de caracol, Strafalarius se quitó la capa de viaje y la lanzó al colgador dorado que había a mano derecha.
—¡Botwinick! —exclamó la voz desgastada de un hombre mayor—. Empezábamos a preocuparnos por ti… A pesar de que recibimos tu carta, pensamos que podía haberte sucedido algo por el camino…
—¡Octavian! —respondió el Gran Mago, acercándose hasta su compañero de la orden. Era el más anciano de todos y siempre se había caracterizado por vestir una túnica azul acompañada de una capa de un vivo color naranja—. ¡Qué más quisierais! No, el motivo de mi retraso ha sido esa sabandija Astropoulos…
—Vaya, ¿algún problema con los sabihondos? —pregunta otra voz masculina que seguía los pasos de Octavian Puitt. Se trataba de Gasparo Kendall, un hechicero fornido y de aspecto tosco, a cuyo cargo estaba la Torre de Hechicería de Autóctono. Su cara parecía ocultarse tras una frondosa pelambrera de color grisáceo, entre la que era difícil toparse con sus pequeños pero agudos ojos negros.
—Unos cuantos, Gasparo —contestó Strafalarius, que al momento se sacudió la túnica y se dispuso a subir por los escalones de madera—. Creo que será mejor que nos reunamos cuanto antes…
—Está bien —asintió Gasparo Kendall. Le cedió el paso a su superior y le siguió hacia la sala de reuniones que había ubicada en la segunda planta.
Una vez allí, los seis hechiceros más importantes de la Atlántida se saludaron y se colocaron de pie frente a sus respectivos asientos. A pesar de que durante las últimas cuarenta y ocho horas apenas había comido, los nervios se habían adueñado de Strafalarius de tal manera que alegó que no tenía apetito alguno, y ordenó que nadie los molestara bajo ningún concepto mientras permaneciesen reunidos. Acto seguido, se sentó con parsimonia en su trono en el extremo de la mesa ovalada y dio la orden para que los demás hiciesen lo propio. Como era habitual, a su derecha se sentaría Octavian Puitt —el más veterano de todos los hechiceros— y a su izquierda lo haría Mahinder Gallagher, uno de sus más fieles seguidores. Gallagher también superaba los setenta años y vestía una túnica verde esmeralda, atada en el cinto con un cordel dorado y cubierta con su habitual batín de seda amarilla. Llevaba su barba blanca perfectamente recortada y sus observadores ojos grises captaron a la perfección la preocupación que escondía el semblante del Gran Mago.
Los ojos rojos de Strafalarius escrutaron seriamente a cada uno de los presentes, sopesando si alguno de ellos sería capaz de traicionarle igual que había hecho Akers. Junto a Puitt estaba sentado Gasparo Kendall y, a su vera, la única mujer que permanecía en la orden: Aglaia Glacente, la hechicera de Azaes.
Vestía una túnica blanca y, sobre esta, una capa azul añil. Tenía un rostro de facciones muy marcadas y tez tremendamente; pálida, como si estuviese esculpida en hielo, que contrastaba enormemente con su pelo negro como el azabache. Frente a ella, al otro lado de la mesa, se encontraban Mahinder Gallagher y Waldo Felkel, bajo cuyo mando estaba la Torre de Anferes. Aunque una larga melena encanecida le caía por la espalda de su túnica de color granate, la magia no había podido evitar la calvicie en la parte superior. En su rostro, invadido por las arrugas y el cansancio, destacaban unas pobladas cejas grises y una nariz gruesa que parecía haber sido atizada con un báculo.
Después de tomarse unos segundos, dio comienzo con voz solemne al discurso que había venido meditando por el camino.
—Queridos amigos y compañeros de la Orden de los Amuletos —saludó—, nos reunimos hoy aquí, con carácter de urgencia, porque es necesario debatir una serie de cuestiones y tomar decisiones de extrema importancia para la Atlántida… y para nuestra orden.
»Los rumores se han confirmado, y los anillos que conforman el escudo de protección han sido robados. —Al decir estas palabras, los murmullos de protesta y preocupación invadieron la estancia—. Sin embargo, lo más grave de todo es que los indicios apuntan a que habría un hechicero detrás de tan deplorable acto. ¡Un vil traidor!
El estampido de la palma de su mano contra la mesa de caoba resonó en la estancia con tanta fuerza como la palabra «traidor». Los presentes no se esperaban una revelación de esas características y quedaron aturdidos. ¿Un hechicero? ¿Cómo era posible? ¿Quién había podido ser?
Strafalarius les contó cómo alguien se había colado en la torre y había desactivado las alarmas en un tiempo récord. Obviamente omitió que se trataba de Jachim Akers y que buena parte del plan había surgido de su codiciosa mente. Únicamente buscaba crear una ligera inestabilidad en el escudo que permitiese activar las cámaras foráneas. No contaba con que Akers tuviese sus propios objetivos, lo que le llevaba a pensar que era un error confiar en la gente. ¡Esa era la cuestión!
—Para evitar que la orden se vea salpicada, he conseguido desviar la atención de Roland Legitatis, pues el rey Fedor IV sigue en paradero desconocido, haciéndole ver que esa maniobra habría podido ser perpetrada por alguien perteneciente o muy relacionado con el Consejo de la Sabiduría. Al fin y al cabo, ellos disponían de los planos de la torre y de la ubicación de las alarmas. —Los hechiceros aplaudieron la habilidad de su líder, destapando un plan tan descarado de Astropoulos para hacerse con el poder—. De hecho, pensándolo fríamente, Remigius podría haberlo organizado todo…
—Si se dan indicios tan claros de que el Consejo de la Sabiduría ha podido estar detrás de todo esto, ¿qué te hace pensar que pueda haber un traidor en nuestra orden? —preguntó Kendall, inclinando ligeramente su corpachón hacia la mesa.
Strafalarius entornó la mirada y murmuró. Estaba dispuesto a analizar minuciosamente las preguntas y gestos de cada uno de sus compañeros de mesa. Aunque considerase a Astropoulos capaz de haber negociado con Akers, tampoco podía descartar que alguien de la orden estuviese tramando alguna treta para derrocarle. Debía vigilar con especial atención los movimientos de algunos de los presentes…
—La forma en que se despistó a los guardias en el momento del cambio de turno —contestó el Gran Mago parsimoniosamente—. El ladrón no podía ser otra persona que un hechicero. ¿Cómo, si no, podría una persona normal haber generado una lluvia de hielo valiéndose del halo lunar?
Los hechiceros se quedaron callados, como si tratasen de buscar alguna respuesta para tan rocambolesco enigma, pero no se les ocurrió nada. Así pues, de alguna manera, la magia estaba involucrada.
—Pero ¿para qué habrían de robar los anillos? —inquirió finalmente Aglaia Glacente con su gélida voz—. ¿Acaso el ladrón ha pedido algún tipo de recompensa por ellos?
—La traición va mucho más allá —apuntó Strafalarius, meneando la cabeza—. El robo no se ha producido con la intención de obtener dinero, no. Quienquiera que ande detrás de todo esto, busca levantar el escudo que nos aísla del resto del mundo, de manera que los rebeldes puedan acceder al poder en la Atlántida.
—¡Los rebeldes! —exclamó Gallagher, cuyos ojos grises se abrieron desmesuradamente—. ¿Estás seguro de lo que dices, Botwinick? ¿Acaso es posible?
—Ciertamente, Mahinder —asintió el Gran Mago—. Sin los anillos, el escudo que protege el continente atlante no tardará en caer, y ése es precisamente el momento que llevaban, esperando durante muchos milenios los rebeldes. La Atlántida quedará en sus manos, lo cual acarrearía, muy posiblemente, el final de la magia y de nuestra orden milenaria. Por eso es tan importante frenar la invasión rebelde…
—No sólo eso —advirtió Puitt, quien carraspeó al intervenir—. Quedarnos sin escudo de protección supondrá que el resto del planeta sepa que existimos, dónde estamos, nuestros secretos… ¡Será algo más que el fin de la magia!
—¡Habría que despellejar vivo a ese traidor! —exclamó Gasparo Kendall, mientras sus compañeros asentían.
—¿De cuánto tiempo disponemos? —preguntó entonces Felkel.
—Nadie lo sabe con certeza —contestó Strafalarius sin dejar transcurrir un segundo—. Nos enfrentamos a una situación única y, precisamente por eso, es importante actuar de inmediato.
—¿Qué propones? —inquirió Gallagher.
—Mientras Archibald Dagonakis concentra el ejército atlante a las puertas de Diáprepes, desde la Orden de los Amuletos debemos aunar nuestros esfuerzos para crear un nuevo escudo atlante.
—¡Pero eso es imposible! —exclamó Kendall—. Sin los anillos, no podemos conseguir un escudo de idénticas características…
—Nadie ha hablado de un escudo idéntico, Gasparo —lo interrumpió Strafalarius con frialdad—. La capa de protección de la que hablo sería precisamente para evitar lo que mencionaba Octavian. No podemos frenar la entrada de los rebeldes en territorio atlante, para eso están Dagonakis y sus hombres; pero sí podemos evitar que el resto del planeta sepa de nuestra existencia y que la Atlántida se convierta en una isla objeto de estudios y búsqueda de tesoros… Nuestro trabajo consistirá en que, a pesar de que caiga el escudo que nos protege, la Atlántida permanezca invisible a los ojos del planeta…
—Va a requerir un gran esfuerzo por nuestra parte… —adujo Kendall.
—¿Acaso te estás echando para atrás, Gasparo? —preguntó con maldad el Gran Mago. Sus ojos rojizos se entrecerraron tratando de captar cualquier indicio de traición en su rostro—. ¿Significa eso que prefieres que nos invadan los mundanos y se adueñen de los secretos de nuestro continente?
—¡De ninguna manera! —negó el hechicero—. ¡Lucharemos hasta el final para salvaguardar la Atlántida!
—Eso es lo que quería oír… —contestó satisfecho Strafalarius—. Bien, si no hay ninguna pregunta más, será mejo que vayáis recargando vuestros amuletos. En cuanto estemos listos, nos reuniremos en la parte más alta de la torre y ejecutaremos el hechizo de protección.
Los hechiceros asintieron y, entre murmullos, se pusieron en marcha. En el momento en el que Gallagher hizo ademán de ponerse en pie, Strafalarius le hizo una leve indicación con la mirada pidiéndole que aguardara un instante. Cuando los demás hubieron abandonado la estancia, Mahinder Gallagher se apresuró a cerrar la puerta y se dirigió a él:
—¿Hay alguna novedad respecto a Akers? —preguntó impaciente.
—Ninguna, que yo sepa. Sin embargo, me interesaría hacerme con el Amuleto de Elasipo… —murmuró Strafalarius.
—¿Has dicho el Amuleto de Elasipo? —inquirió Mahinder Gallagher—. Pero ¿no es un objeto legendario?
—Es tan real como la vida misma y su portador marcha, para nuestra desgracia, camino de Gadiro. Si tan sólo hubiese llegado un par de horas antes… —se lamentó Strafalarius, antes de proceder a narrarle cómo habían llegado los tres Elegidos hasta el continente atlante y los objetos que habían recibido. Lo cierto era que su plan para sacar a la luz el conocido amuleto había dado resultado, pero no contaban con la traición de Akers y la aparición en escena de esos muchachos. Asimismo, le comentó la intervención de Astropoulos para enviarlos a Gadiro en busca de oricalco para forjar unos nuevos anillos que sustituyesen a los anteriores.
—¿Crees que esos muchachos lo conseguirán?
—No lo creo —vaticinó el Gran Mago—. Es que, en manos de un joven ajeno a nuestro continente y a nuestra historia, el Amuleto de Elasipo jamás llegará a dar el máximo de sí.
—Estás en lo cierto —respondió Gallagher en tono empalagoso.
—Mahinder, tengo un pequeño encargo que realizarte —dijo, al tiempo que extraía papel y una pluma.
El hechicero asintió y aguardó pacientemente mientras contemplaba cómo su superior se afanaba en escribir aquella misiva. Unos diez minutos después, Strafalarius introdujo la carta en un sobre y lo cerró. No se molestó en lacrarlo, para no dejar señales.
—Es preciso que hagas llegar este sobre urgentemente a Xilitos. Con un poco de suerte, los pillaremos a tiempo…
—Así lo haré —asintió Gallagher—. Lo pondré en las manos adecuadas…
Unas horas más tarde, cuando el amanecer ni siquiera asomaba por el horizonte y la fría noche se cernía sobre los bosques de Elasipo, Botwinick Strafalarius apareció en silencio en lo alto de la torre. Allí aguardaban ya el resto de los miembros de la Orden de los Amuletos, enfundados en ropa de abrigo que les resguardaba de la gélida brisa nocturna y con las gemas mágicas preparadas.
Un par de búhos ulularon a lo lejos antes de que el Gran Mago diese inicio a la ceremonia, que tendría una duración aproximada de tres horas. En ese tiempo, los hechiceros deberían concentrarse y exprimir al máximo la magia procedente de sus amuletos para, valiéndose de aquella plataforma, distribuir el poder de ocultación por todo el continente atlante, de un modo similar a como lo hacían los anillos desde la torre ubicada en Atlas. Lo harían en turnos de diez minutos cada uno y comenzaría el propio Strafalarius.
Llevó sus manos al Amuleto de Oricalco y lo acercó al corazón de la torre. De inmediato, sus compañeros sintieron cómo el poder de la magia fluía a su alrededor y comenzaba disiparse por encima de sus cabezas.
El ritual había dado comienzo.