XVI - La torre de Elasipo

Ibrahim y Tristán se alarmaron cuando percibieron unos chirriantes ruidos metálicos seguidos de un abrumador silencio. ¡La horda de seres de barro había dejado de oírse! Lo primero que les vino a la mente fue que los habían descubierto y se habrían escondido para prepararles una emboscada. También cabía la posibilidad de que se hubiesen alejado tanto que ni con la ayuda de las bayas rojas pudiesen percibirlos. Sin embargo, no tardaron en darse cuenta de que la realidad era bien distinta: los seres de barro habían dejado de desplazarse, porque habían llegado a su destino.

Fue Ibrahim quien se dio cuenta y, agarrando a Tristán por el brazo, lo arrastró tras el primer arbusto que encontraron. Aquella parte del Bosque de Ella era aún más siniestra si cabía. Los troncos de los árboles se encontraban tan juntos entre sí, que casi podían formar un muro. De hecho, si uno se fijaba bien, podía darse cuenta de que realmente se trataba de una pared. Entonces, la misteriosa construcción cobró forma a sus ojos. Aquellos árboles habían crecido tan pegados, que ahora formaban una curiosa estructura que se perdía en las alturas. Las ramas exteriores habían sido cuidadosamente podadas, mientras que las interiores dotaban al extraño edificio con varias plantas en su interior.

—Sin lugar a dudas, esa bruja o lo que quiera que sea tiene que ser poderosa —dedujo el italiano—. ¿Estás viendo lo mismo que yo?

—Ya lo creo —asintió Ibrahim, que no salía de su asombro. ¿Cómo era posible hacer que las ramas de aquellos árboles hubiesen crecido de tal manera que formasen el suelo cada una de las plantas interiores de una torre? ¿Acaso eso podía lograrse con los amuletos mágicos?

Sin embargo, hubo otra cosa que llamó poderosamente atención en aquel instante: el trío de jaulas que pendían del roble que crecía a su derecha. Eran idénticas a las pajareras con barrotes de acero pero de mayor tamaño. En ellas estaban encerrados Sophia y Stel. Aunque parecían desfallecidos, estaban vivos. No había señales de la muchacha de Nundolt, Alexandra.

Los dos muchachos respiraron aliviados. Al parecer, no habían llegado demasiado tarde. No obstante, la tercera jaula se encontraba vacía y eso no podía ser una buena señal. ¿Dónde estaría Alexandra? Sabían que debían andarse con cuidado. Quién sabe si las criaturas de barro aún andarían cerca si aquella bruja sería capaz de detectar su presencia con su poderosa magia.

—¿Crees que la habrán llevado adentro? —preguntó Ibrahim, leyéndole la mente a su compañero.

—No me extrañaría nada —asintió el muchacho. Aquello le daba muy mala espina—. De todas formas, con la ayuda de Sophia y Stel, tendremos más posibilidades de salir de aquí con vida.

—Estoy de acuerdo contigo —dijo el hechicero—. Pero ¿cómo nos acercaremos hasta las jaulas sin hacer ruido ni llamar la atención?

Un alarido repentino los puso en alerta de nuevo. Una chica parecía aullar de dolor y no era Sophia. Esta vez no había dudas. Al parecer, la muchacha de Nundolt aún estaba viva… No había tiempo que perder. Tristán, ignorando la pregunta de Ibrahim, corrió en dirección a las jaulas.

Nadie le salió al paso y, sacando fuerzas de flaqueza, recorrió los pocos metros que le separaban de las jaulas para sorpresa de sus amigos. La espada emitió un pequeño destello al alzarla y, con un mandoble preciso, reventó el candado que apresaba a Sophia. Un segundo golpe certero liberó a Stel de su prisión.

Los dos respiraron aliviados y se mostraron muy agradecidos. Era la segunda vez que Tristán rescataba a Sophia.

—No dejas de sorprenderme, amigo —comentó Stel, dando una palmada sobre el hombro del joven egipcio, que acababa de unirse al grupo—. Tengo que reconocer que, cuando vimos que no te encontrabas en estas jaulas, te dimos por perdido…

—¿Dónde está Alexandra? —preguntó Tristán acto seguido. No había tiempo para los reencuentros.

—No estaba aquí cuando llegamos —confirmó Stel, meneando la cabeza en sentido negativo—. También se llevaron mi amuleto…

Tristán se pellizcó el labio. Sin el amuleto de Stel y con el de Ibrahim sin recargar aún, la tarea iba a resultar complicada. En cualquier caso, debían intentarlo.

—Hay que rescatar a esa muchacha como sea —dijo el joven—. Espero que entre vuestra magia y mi espada podamos adentrarnos ahí y…

El carraspeo de Sophia interrumpió sus palabras.

—Perdona, Tristán. Creo que te olvidas de mí. Que sea una chica no significa que no pueda ayudar…

—¡Oh, no me vengas con esas! —protestó el italiano, haciendo aspavientos con la mano—. Claro que no me he olvidado de ti. Lo que pasa es que no creo que el Libro de la Sabiduría nos sea de mucha utilidad ahí dentro —dijo, señalando el extraño refugio de Ella—. Sin embargo, cuando salgamos, si es que logramos escapar con vida, necesitaremos de toda ayuda. Espero que encuentres en tu libro cuál es el camino más corto o la mejor forma de salir de este espantoso lugar. Somos un equipo y juntos lo vamos a conseguir.

Sophia se sonrojó. Se había sentido halagada ante las palabras del muchacho. Sin duda, se había erigido en todo un líder.

—Así lo haré.

Inmediatamente después, la joven cretense se ajustó las gafas y se enfrascó en su libro. Afortunadamente, las criaturas de barro no debieron de considerarlo interesante y no se habían molestado en arrebatárselo. Mientras, los tres chicos se disponían a irrumpir en la morada de Ella.

La puerta estaba abierta y se encontraron con un distribuidor sobrecogedor. Era muy amplio y la luz que emanaba aquellos candiles era, claramente, obra de la magia. Sobre sus cabezas, las ramas se unían de tal manera que conformaban el lecho de la estancia. Al oírlas crujir, dedujeron que había alguien en la planta superior. Además, también se percibían varios susurros.

Tristán sintió la tentación de abrir un boquete sobre sus cabezas con la espada, pero finalmente se decantaron por la escalera que, pegada a la pared, bordeaba la estancia. La conformaban pequeñas pero robustas ramas que daban al interior del habitáculo. Subieron los peldaños de dos en dos y al llegar arriba se encontraron con un dantesco espectáculo.

Una mujer esbelta vestida con una lujosa túnica esmeralda les daba la espalda. Sobre su cabeza se apreciaba una hermosa corona de laureles y margaritas. Desde ahí caía en cascada una melena rizada de color azabache que le llegaba prácticamente hasta la cintura. Aunque no podían verle la cara, por sus manos tersas y blancas, podía deducirse que se conservaba bastante bien. Sin embargo, no aparentaba ser tan joven como la muchacha que había frente a ella, recostada sobre aquel altar de sacrificios. Pese a su aspecto desmejorado y sus vestiduras rasgadas, era muy hermosa. Tristán se quedó prendado de sus facciones, su rostro dulce, su melena rubia desaliñada…

—¡Alto! —gritó con rabia tan pronto alcanzó el piso.

Su voz resonó en la sala y las ramas temblaron bajo sus pies cuando la bruja se dio la vuelta. Stel e Ibrahim, que venían por detrás, sintieron que se les helaba la sangre. Debía de tener unos cuarenta años, aunque se conservaba estupendamente. La mirada de aquella mujer, entornando aquellos ojos grises, era fría y calculadora. Su nariz y su barbilla, prominentes, mientras que los pómulos marcados mostraban una delgadez excesiva. Fruncía los labios con fuerza, furiosa ante aquella osada intromisión.

—Está claro que no sabes con quién te estás metiendo… —le amenazó la mujer con altivez.

Tristán sostuvo la mirada y, lejos de amedrentarse, asió con fuerza la empuñadura de su espada. Jamás había vibrado con tanta intensidad.

—Eso es lo de menos —respondió el joven, desafiando a la peligrosa hechicera—. Hemos venido para devolver a esta muchacha al lugar al que pertenece. Déjala marchar.

—Valiente idiota… —le espetó entonces ella—. ¿Acaso crees que voy a permitir un ultraje así? No sólo has entrado en mis dominios sin permiso sino que, además, has tenido la osadía de adentrarte en mis aposentos privados. Lo menos que podrías mostrar es un mínimo de respeto, pero está visto que los modales no son tu fuerte —le espetó la mujer en tono despectivo.

—¡Cuidado! ¡Tiene mi amuleto! —se anticipó Stel a sus espaldas al ver el movimiento que hizo Ella.

De pronto, la mano derecha de la bruja expelió un halo luz. Fue algo tan inesperado que Tristán reaccionó de igual manera. Utilizando su espada como un bate de béisbol, golpeó con fuerza el conjuro que le habían lanzado. Increíblemente, la espada logró repelerlo; tal era su poder. Sin embargo, no todo quedó ahí, porque el rayo de luz se volvió contra la hechicera que no tuvo suficientes reflejos para apartar la mano.

El impacto causó una explosión de luz en su mano que hizo salir la gema de jade volando. Stel la siguió con su mirada e, instintivamente, hizo ademán de ir a por ella. Al dar dos pasos al frente, notó cómo el suelo temblaba bajo sus pies, ramas que tan rígidas le habían parecido hasta aquel instante se volvieron gelatinosas y se separaron abriendo un inmenso boquete bajo sus pies. El atlante logró recuperar su valioso amuleto, pero aquello no impidió que cayese como un fardo pesado a la planta baja. El golpe resonó en el ambiente. También Tristán se vio afectado al abrirse el orificio, aunque tuvo reflejos suficientes para aferrarse a una de las ramas. Inmediatamente después, estas volvieron a cerrarse por orden de Ella, dejando al joven italiano apresado.

Ibrahim fue el único que logró mantenerse a salvo del conjuro, pero era consciente de sus escasas posibilidades. ¿Qué podía hacer él contra una experta hechicera? A aquellas alturas, su amuleto debía de estar al límite de sus fuerzas y se arriesgaba a perderlo. Además, ¿cómo se suponía que debía utilizarlo contra aquella bruja? ¿Podía él derrotar a una hechicera a la que ni siquiera Strafalarius se atrevía a hacer frente? ¿Servirían de algo las bayas mágicas? Repasó mentalmente las facultades que otorgaban —ampliar la capacidad de la visión, mayor agudeza de oído, sanación, traspasar muros, flotar…— y tuvo la certeza de que ninguna de ellas los sacaría de aquel apuro. Ella lo observaba atentamente. Podía percibir las dudas que se removían en su interior.

—Qué interesante; a pesar de tu edad, deduzco que no eres más que un simple aprendiz. De hecho, por tu aspecto diría que incluso eres extranjero… ¿Me equivoco? —dijo Ella con voz sibilina. Ibrahim se quedó mirándola sin contestar—. Hasta ahora, muchos hechiceros iniciados se habían atrevido a desafiarme porque, al parecer, Strafalarius ofrecía un inmediato ascenso de categoría a quien consiguiese derrotarme. Debes saber que todos los que han venido hasta el momento con malas intenciones han fracasado. Sin embargo, veo que tú eres un aprendiz… diferente. Qué interesante…

—No la escuches… —escupió Tristán entre forcejeos—. No es más que una hechicera malvada y tratará de engañarte…

El agujero volvió a abrirse súbitamente y Tristán desapareció. Había caído a la planta baja, igual que le había sucedido a Stel.

—Sólo deseamos que liberes a la muchacha y nos marcharemos —soltó finalmente Ibrahim, que seguía sumido en un mar de dudas. Esperaba de todo corazón que los huesos de sus amigos estuviesen intactos—. No tenemos intención de luchar ni de hacer daño a nadie. Solamente…

Ella rio con una estruendosa carcajada.

—Tengo una oferta mejor que hacerte —replicó, ignorando el comentario del egipcio—. Eres un joven prometedor, además de muy apuesto, y por lo que veo posees un poderoso amuleto. No es muy común, ¿lo sabías? ¿Por qué no te quedas aquí? A mi lado aprenderás a manejarlo. Te convertiré en un hechicero respetado y poderoso. Strafalarius no es más que una vieja sabandija que maneja a su antojo a los demás miembros de su Orden de los Amuletos. Apuesto a que, si por él fuese, se quedaría con todas las piedras… Incluida la tuya.

—Strafalarius no se bebe la sangre de sus víctimas para alcanzar la inmortalidad —le espetó Ibrahim, haciendo reír de nuevo a la bruja.

—¿Aún siguen contando esas patrañas de mí? —inquirió Ella. Su mirada gélida pareció destellar de rabia.

Entonces, Ibrahim recordó que para activar el poder de su amuleto debía desearlo con todas sus fuerzas. Lo único que quería en aquel instante era que tanto sus amigos como él salieran sanos y salvos de aquel lugar, pero no tenía ni idea cómo se traducía eso en una orden a su amuleto. De pronto se le ocurrió que podía tratar de inmovilizar o congelar a la hechicera, de manera que ganasen un tiempo precioso para poder huir. Sí, podía ser una gran idea…

El joven hechicero asió con fuerza la gema mágica y se concentró en su pensamiento. Para su sorpresa, el hechizo salió despedido con un destello de luz. La Gran Bruja consiguió desviarlo sin grandes esfuerzos.

—Hummm… Veo que sabes hacer algo de magia, pero tu amuleto está bastante debilitado. Así nunca vas a conseguir nada —apuntó Ella, negando con la cabeza—. Estás más verde de lo que me esperaba. Aun así, sigo percibiendo un gran potencial en ti. Quédate junto a mí y juntos podremos derrotar a Strafalarius…

—¡No! —exclamó Ibrahim—. Él ha tratado de ayudarme…

—Te equivocas —le contradijo—. Simplemente, trata de ganarse tu confianza, como hace con todo el mundo. En cuanto lo haga… ¡zas! Te asestará una puñalada por la espalda. Yo misma le he visto hacer cosas horribles…

Ibrahim frunció el ceño. Aquella voz tan melosa estaba consiguiendo embaucarle. Sin duda se trataba de una maestra del engaño. Sus palabras eran tan convincentes que, si permanecía mucho más tiempo allí, terminaría creyéndose que Strafalarius era un hombre horrendo y malvado. Aunque, pensándolo bien, puede que tuviese razón…

Sin embargo, la bruja sí había dicho algo cierto. Su magia era débil y nada lograría en un enfrentamiento directo contra ella. Pero se le ocurrió otra idea: orientó su mano ligeramente hacia la derecha y deseó con todas sus fuerzas que la pared prendiese en llamas. Ella no se molestó en detener aquel conjuro, pues le pareció inofensivo. De pronto, contempló con horror cómo Ibrahim repetía la operación varias veces seguidas, incendiando las distintas paredes de su morada. Lógicamente, no tuvo más remedio que reaccionar y proceder a extinguir aquellos focos de fuego, mientras el joven aprendiz se acercaba hasta el altar.

—¿Quién eres? —preguntó Alexandra con una débil voz.

Afortunadamente, la chica no estaba atada, aunque se la notaba bastante atontada. Ibrahim actuó con rapidez dándole una baya rosa, de la sanación, y la ayudó a incorporarse.

—Eso es lo de menos en estos momentos —contestó el joven, haciendo que la muchacha se pusiese en pie. Miraba de reojo cómo las llamaradas devoraban con avidez las paredes de madera mientras la hechicera se desvivía por apagarlas—. Vamos, démonos prisa.

Había que salir de allí de inmediato y se dirigieron a la escalera como buenamente pudieron. Alexandra inició el descenso torpemente e Ibrahim volvió su mirada atrás. Contemplaron una vez más a la bruja lidiando con el fuego y, en un momento fugaz, sus miradas se cruzaron. Ella podía haber aprovechado para atacarlo, pero no lo hizo. Sin duda, aún esperaba que Ibrahim cambiase de opinión y se quedase allí.

Cuando los dos muchachos llegaron a la planta baja, encontraron a Tristán y Stel en pie, restableciéndose de sus caídas. Si no estaban en peor estado era porque Stel había recurrido a un par de bayas rosadas.

—¡Huyamos, rápido! —se apresuró a ordenar Ibrahim—. Mis hechizos sólo nos darán unos segundos de ventaja.

Con Alexandra aún en estado de shock, fue Stel quien encabezó la retirada. Sentía curiosidad por saber qué clase de conjuro había empleado Ibrahim para detener a Ella, pero se lo preguntaría más tarde. Ahora tenían que salir de allí.

Tan pronto abandonaron la morada de la temible bruja, Sophia se abalanzó sobre ellos.

—¡Pensaba que no lo conseguiríais! —exclamó aliviada, colocándose junto a Tristán.

El italiano, sin detenerse, le preguntó:

—¿Has localizado una forma de salir de aquí?

—Claro, no ha sido complicado… —respondió la joven—. Si seguimos en dirección noreste, por aquella zona del bosque, no tardaremos en encontrar un sendero que nos conducirá hasta Nundolt.

—Estupendo —dictaminó Stel, volviendo la cabeza sin detener su paso—. Acompañaremos a Alexandra hasta su casa y allí trataremos de hacernos con unos caballos. Desgraciadamente, no creo que encontremos los nuestros.

La espesura del bosque no tardó en envolverlos y pronto el grupo perdió de vista la morada de Ella. Caminaban aprisa y en silencio, deteniéndose con el chasquido de una rama o cuando percibían cualquier otro ruido extraño. Temían volver a oír el murmullo producido por las criaturas de barro, pero afortunadamente no se las encontraron. Y así llegaron hasta el sendero del que les había hablado Sophia.

Una vez allí, respiraron más tranquilos. Según las indicaciones del Libro de la Sabiduría, se hallaban a menos de una decena de estadios[2] de Nundolt. Stel no aguantó un segundo más y formuló la pregunta que tanto le intrigaba:

—¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo has conseguido acabar con Ella?

—En realidad, no la he derrotado —reconoció Ibrahim, quien, acto seguido, procedió a explicar cómo, al ver que su magia no era lo suficientemente poderosa para enfrentarse a Ella, tuvo que ingeniárselas para desviar su atención. Finalmente, les reveló la oferta que le había hecho—: Quería que me uniese a su causa…

—Ya te dije que no le hicieses caso —respondió Tristán, que mientras tanto se había acercado para presentarse y conversar con Alexandra—. ¿No viste sus ojos? Aquella mirada, glacial era la de una bruja embaucadora… Es una suerte que hayamos llegado a tiempo. Tu madre se va a poner muy contenta.

—¿Mi madre? —preguntó sorprendida Alexandra—. ¿Habéis visto a mi madre?

—Así es —asintió Tristán, que pasó a presentarle al resto de sus amigos. A continuación, le contó cómo a su paso por Nundolt encontraron a su madre llorando amargamente porque un tal Tyrion, al verse rechazado, había obligado a su hija a adentrarse en el Bosque de Ella—. Y no íbamos a permitir que esa bruja te sacrificase para mantenerse joven unos cuantos años más…

Alexandra suspiró aliviada.

—Aún no puedo creer que haya salido viva de ese lugar… —dijo con voz temblorosa—. Desde pequeña me enseñaron que el Bosque de Ella era un territorio maldito, del que jamás se lograba salir. Pertenecía a una malvada bruja, que bebía la sangre de sus víctimas para mantenerse eternamente joven. Al menos es lo que siempre se había dicho…

—Y así es —asintió Stel—. Para los atlantes, el Bosque de Ella ha sido un lugar tabú. En mis clases de magia, se nos decía que era un lugar que los hechiceros debíamos evitar a toda costa, salvo que codiciásemos un rápido ascenso. Según Strafalarius, la sangre de un hechicero dotaría a la bruja de mucho más poder…

—Aun así, sus palabras resultaban tan reconfortantes… —reconoció Alexandra.

—Pero… ¡si estabas en un altar de sacrificios! —exclamó Tristán alzando las cejas—. Cuando llegamos, estaba a punto de extraerte la sangre…

Alexandra sintió escalofríos al oír aquello.

—Y te oímos gritar… —dijo entonces Sophia, que no comprendía nada.

—Bueno, lo recuerdo vagamente. Lo primero que me viene a la mente es Tyrion, obligándome a penetrar en el Bosque de Ella… ¡con los ojos vendados! —reconoció la joven de Nundolt, que procedió a contarles lo que le había pasado—. Lógicamente, no pude avanzar muchos metros antes de comenzar a golpearme con los primeros árboles. Con tanta raíz y rama de por medio, era imposible caminar sin tropezarme, pero tenía prohibido quitarme la venda si no quería vérmelas con él…

—¡Qué canalla! —bufó Tristán, estrujándose los dedos. En su fuero interno deseaba tener un encuentro cara a cara con ese malnacido.

—Llegó un momento en el que ya no aguantaba más —confesó la muchacha que, a pesar de los malos momentos que había pasado, lograba contener las lágrimas—. Decidí quitarme la cinta, pero no pude. Justo en aquel momento, debí de meter el pie en un hoyo. Al caer, me golpeé la cabeza con algo muy duro. Probablemente fue un tronco… Luego recuerdo que me desperté en aquel camastro o lo que fuera, aunque no sabía que estaba en la morada de Ella… hasta que llegasteis vosotros. La verdad es que nunca llegué a sentirme amenazada… Por cierto, ¿quiénes sois?

Ibrahim, que estaba inmerso en sus pensamientos, sintió remordimientos de conciencia y respiró hondo. ¿Y si se había precipitado prendiendo fuego a la morada de Ella? ¿Y si sólo pretendía sanar a la muchacha? Pero, entonces, ¿por qué no había empleado una simple baya rosa?

—Digamos que… unos aventureros —apuntó Tristán, guiñándole el ojo. No era el momento más adecuado para entrar en detalles.

—Entonces, ¿por qué gritaste? —preguntó Stel, ajeno a los gestos del italiano.

Alexandra se encogió de hombros.

—Recuerdo que aquella mujer me dio un brebaje. Según ella era para que me repusiese de las contusiones y la torcedura de mi tobillo —informó la muchacha—. Grité porque me hizo daño al apretarme la inflamación…

—¿Te dio un brebaje? —siguió preguntando el hechicero atlante. Aquello era muy extraño—. ¿A qué sabía? ¿De qué color era? ¿Era líquido o espeso?

—Oh, ¿acaso importa todo eso? ¡No lo recuerdo! —protestó ella sacudiendo sus manos—. Estaba muy aturdida. Ya os digo que no sabía que era Ella hasta que vosotros aparecisteis allí…

—Probablemente fue un tónico relajante, una anestesia o algo para que no recordases todos los detalles… —dedujo firmemente Stel, siguiendo las indicaciones de Sophia para seguir adelante.

—En cualquier caso, os estoy muy agradecida por haberme rescatado —dijo Alexandra—. No sé qué hubiese sido de mí si hubieseis llegado unos minutos más tarde…

—La verdad es que fue Tristán el que decidió ir a buscarte —reconoció Ibrahim, detalle que agradeció el italiano.

—¿En serio? Así que además de aventurero, eres todo un héroe.

De improviso, Alexandra se acercó a Tristán y le dio un tierno beso en la mejilla. Al italiano le dio un vuelco el corazón. Embargado de felicidad, sintió que una traca de cohetes explotaba en su interior y su rostro se sonrojó notablemente. Aunque Sophia iba al frente de la comitiva, lo vio todo por el rabillo del ojo y decidió intervenir.

—Sí, es todo un héroe… —repitió con cierto deje de envidia en la voz—. A mi ya me ha salvado la vida en dos ocasiones en apenas unos días. Parece que le ha cogido el gusto a eso de rescatar chicas en peligro…

Tristán frunció el entrecejo, enfurecido. ¿Qué le pasaba a Sophia? ¿A qué venía ese comentario tan mordaz? No tenía ningún sentido que se pusiese celosa por un simple beso en la mejilla. Ella podía haber hecho lo mismo y, sin embargo, siempre se había comportado de manera altiva. Estaba a punto de replicar cuando las casitas de Nundolt se dibujaron ante ellos. Entonces, el estallido de alegría de Alexandra les hizo olvidar lo sucedido y la cosa no fue a más.

Era media tarde y aún les quedaban unos cuantos metros para llegar a la entrada del pequeño poblado atlante cuando la muchacha salió corriendo al encuentro de su madre. El abrazo fue de lo más emotivo y, al reconocerla, los habitantes de Nundolt no dieron crédito a lo que veían. La gente no tardó en echarse a las calles para celebrar lo que consideraban un milagro. Volver a ver a Alexandra, a quien ya daban por perdida, resultaba increíble. Pero, además, que todos hubieran logrado zafarse de las garras de Ella parecía imposible.

—¿Cómo lo habéis conseguido?

—¿Cómo es Ella?

—¿Habéis visto a mi hijo? Desapareció hace dos años…

La gente se abalanzó sobre ellos, formulándoles numerosas preguntas a las que apenas tenían tiempo de responder. Estaban cansados y lo único que echaban en falta era un buen lecho donde poder recostarse. Eso y una buena comida, por eso aceptaron de buen grado la invitación para cenar en la acogedora posada del pueblo, El Talismán. Allí podrían reponer fuerzas y reanudar la marcha a la Torre de Hechicería de Elasipo a la mañana siguiente.

La posada estaba situada en la plaza central de Nundolt, con vistas a un bello estanque donde nadaban pequeños peces dorados. El Talismán era un albergue modesto y familiar, de dos plantas, donde podían hacer noche hasta un máximo de once personas. Últimamente, apenas llegaba a cubrir un tercio de su capacidad debido a la escasez de viajeros. Precisamente por eso, la llegada de los cuatro jóvenes supuso toda una alegría para el posadero y su mujer, quienes se apresuraron a acomodarles en unas confortables habitaciones y les sirvieron generosas raciones de estofado con cebolla y rábanos, jugosos pollos asados y pastel de frutas.

Los muchachos se abalanzaron sobre sus platos mientras la chimenea crepitaba en uno de los lados del comedor, iluminando la estancia junto a unos cuantos candiles de latón. Al parecer, hacía tiempo que no había electricidad en aquel lugar. Tristán se limitó a comer y no dijo una sola palabra en toda la cena. Escuchaba atentamente cómo Ibrahim interrogaba a Stel sobre las posibilidades de los amuletos y, de vez en cuando, dirigía miradas reprobatorias a Sophia. No podía soportar su carácter. En cambio, Alexandra le había parecido tan dulce… Se lamentaba por no haber podido conversar más tiempo con ella. Un simple beso le había sabido a poco. El joven salió de su ensimismamiento al oír la voz de Stel.

—¿Sería mucho pedir que nos consiguieran cuatro caballos para mañana por la mañana? —solicitó este al posadero después de vaciar una jarra de agua—. Nos vendrían muy bien para poder proseguir nuestro camino…

El posadero era un hombre orondo y no excesivamente corpulento. Sobre su cara destacaba una frondosa barba rizada y unos ojillos marrones escondidos tras unas gruesas lentes.

—No es fácil hacerse con cuatro monturas en estos tiempos que corren —reconoció el hombre agitando unos dedos tan gruesos como las morcillas que habían encontrado en el estofado—. Aun así, veré lo que puedo hacer. ¡Habéis devuelto la ilusión a esta aldea!

Con los estómagos saciados, los jóvenes se retiraron a sus respectivas habitaciones. A la mañana siguiente partirían hacia la Torre de Hechicería para que Ibrahim recargase su amuleto; después pondrían rumbo a las minas de Gadiro donde deberían cumplir la misión que les había encomendado Astropoulos y por la que, supuestamente, habían sido llamados a la Atlántida. Unas pocas horas más tarde, los muchachos se despertaron con los gritos del posadero. Tristán pegó un brinco de la cama, se levantó como un resorte y se vistió tan rápido como pudo, pensando que habría algún incendio o que estaban sufriendo un asedio de las criaturas de barro. Sin embargo, la realidad era bien distinta. Al parecer, Stel le había pedido al dueño de la posada que los despertase al alba y este había cumplido sus órdenes a rajatabla. Además, se mostraba exultante porque los caballos de los muchachos habían regresado durante la noche y ya esperaban fuera para reanudar la marcha de un momento a otro.

A Tristán no le había sentado nada bien que lo despertaran de aquella forma, y sentía unas ganas tremendas de emplear su espada contra Stel y el posadero, pero el delicioso desayuno que les había preparado su mujer templó los ánimos. Bostezando al hacerse con una nueva porción de bizcocho glaseado y recordó cómo la noche anterior se le habían pasado las horas mientras Alexandra se perdía en sus pensamientos. Se preguntó si volvería a verla antes de abandonar la Atlántida.

Tal y como les había confirmado el posadero, los caballos estaban avituallados y en condiciones de partir. Aunque comenzaba a clarear, era una hora muy temprana y soplaban vientos procedentes de Azaes, por lo que se envolvieron en sus capas de viaje antes de subirse a los caballos. Una vez listos, Stel tomó de nuevo las riendas del grupo y los guio hacia el camino que serpenteaba entre los árboles. Tristán cerraba el cuarteto y echó un último vistazo a la vivienda de Alexandra por si la veía asomarse por la ventana. Nada de eso sucedió y, apesadumbrado, espoleó a su caballo para no quedarse rezagado.

El viaje hasta la Torre de Hechicería transcurrió con relativa tranquilidad. Ibrahim y Stel charlaban afablemente, mientras Sophia andaba perdida en alguna de las innumerables páginas del Libro de la Sabiduría. Por su parte, Tristán estaba enfrascado en sus pensamientos, siempre atento por si aparecía alguna criatura peligrosa. Sin embargo, por el camino, únicamente se cruzaron con varias colonias de lumbis y los dos hechiceros aprovecharon para incrementar sus reservas de bayas.

Se detuvieron cinco minutos a media mañana para comer algo, momento que los caballos aprovecharon para refrescarse con el agua de una pequeña charca. Fue el único parón que hicieron en todo el trayecto, pues Stel insistía en que el amuleto de Ibrahim debía recargarse de inmediato. Ya habían perdido demasiado tiempo en Nundolt y en el Bosque de Ella.

Según sus cálculos, tenían previsto llegar a primera hora de la tarde a la Torre de Elasipo, la más importante de todas las torres de hechicería del continente atlante. Pasadas las dos del mediodía, con una precisión casi absoluta, la hermosa construcción apareció en medio de un inmenso claro donde se encontraban al menos media docena de aprendices, realizando diferentes prácticas con sus amuletos.

Los muchachos pudieron constatar que, efectivamente, se trataba de una torre de grandes proporciones, construida en piedra y recubierta enteramente en mármol gris. Su altura debía de ser equivalente a unos siete u ocho pisos, y su planta era circular, con gruesos contrafuertes fortaleciendo una base cuyo diámetro fácilmente alcanzaría los diez o doce metros. Tenía una puerta de entrada de doble hoja, tallada en roble macizo y con incrustaciones de bronce. Las contraventanas del edificio habían sido diseñadas a juego, aunque no habría más de dos o tres vanos por piso. La parte superior del edificio se ensanchaba notoriamente, dando lugar a una plataforma a modo de terraza, coronada por dos planchas doradas con forma de media luna. Stel les reveló que su función no era otra que la de canalizar la energía mágica.

—Bienvenidos a la Torre de Elasipo, sede de la prestigiosa Orden de los Amuletos y lugar donde reside habitualmente Botwinick Strafalarius —anunció Stel, apeándose de su montura.

—¡Es grandiosa! —exclamó Ibrahim, dejando entrever su admiración por el edificio.

Pasaron junto a un par de jóvenes aprendices. Uno de ellos intentaba levantar infructuosamente un menhir de granito tan alto como él, mientras que otro trataba de traspasar el agua de una fuente a otra. Stel se acercó hasta ellos y les preguntó dónde se encontraba el Gran Mago.

—No lo hemos visto por aquí. Creo que aún no ha regresado de la capital —contestó el que trataba de levantar el menhir. Estaba tan colorado que daba la impresión de que intentaba hacerlo con las manos y no por medio de la magia—. Sin embargo, sí han llegado Waldo Felkel, Octavian Puitt y Mahinder Gallagher…

Stel arqueó las cejas en señal de sorpresa. No le extrañaba que los representantes de las torres de Anferes, Atlas y Evemo se hallasen allí, pero sí que se hubiesen presentado antes de que el propio Strafalarius regresase de la capital de la Atlántida. Sí que habían debido de discutir en su ausencia…

—Será mejor que aguardéis aquí abajo. El acceso a la torre está restringido a aprendices y hechiceros —indicó Stel, volviéndose hacia Sophia y Tristán—. Debemos subir a la parte más alta de la torre. Si todo marcha bien, no tardaremos demasiado en bajar.

Tal cual lo había expuesto el atlante, no había lugar a réplica alguna, por lo que los dos hechiceros se dirigieron a la puerta que daba acceso a la torre. Como era lógico, sólo podía ser abierta acercando un amuleto al ojo de la cerradura. Tristán observó cómo lo hacían y desaparecían tras ella. Acto seguido, se fijó en Sophia. La muchacha se percató de ello y le dio la espalda alzando la cabeza orgullosamente. Por enésima vez, buscó un rincón y se refugió en las páginas del Libro de la Sabiduría.

El italiano desenfundó su espada y comenzó a ejercitarse. Practicó varios de los movimientos de los que le había hablado Dagonakis tres noches atrás. Tan sólo habían transcurrido tres noches… ¡y cuántas cosas habían vivido desde entonces!

Pocos minutos más tarde, el cielo nublado que cubría aquel claro brillaba con intensidad. En lo más alto de la Torre de Elasipo, el amuleto de Ibrahim había empezado a cargarse.