El embarcadero al que se dirigieron los muchachos al otro lado de la segunda circunvalación, en tierras de Elasipo, era pequeño y estaba atestado de barcas. Habían dejado la posada antes de que saliese el sol y apenas se demoraron en desayunar un poco de pan con queso y jamón. Era muy temprano pero, tal y como había recomendado Stel, debían aprovechar al máximo las horas de luz. Amarraron la barcaza como buenamente pudieron en uno de los muelles. Los caballos agradecieron enormemente volver a posar sus pezuñas sobre tierra firme y caminaron sin remilgos en dirección a un cartel oxidado que daba la bienvenida a Elasipo. La vegetación envolvía sin piedad alguna aquel lugar. Los edificios que allí se asentaban más parecían una agrupación de grandes cabañas camufladas, pues las hierbas y hiedras los cubrían desde la base. Puertas y ventanas quedaban escondidas; incluso, resultaba imposible dilucidar con qué material habían sido construidas.
A pocos metros de aquella aldea denominada Zeun, crecían árboles. Muchos árboles. Al parecer, se trataba de un bosque impresionante.
—Elasipo nada tiene que ver con lo que habéis visto hasta ahora en la Atlántida. Es un territorio inmenso, plagado de bosques —anunció el joven atlante, espoleando a su caballo para que avanzase al trote.
—Según he leído, al menos hay una veintena de bosques de características muy distintas en este lugar —añadió Sophia, señalando su maravilloso libro—. ¿Es cierto que existe el Bosque de los Sueños, donde tus sueños siempre se hacen realidad?
—Ya lo creo —confirmó Stel, asintiendo con firmeza—. Sin embargo, no es de los más peligrosos. Reconozco que a mí nunca me ha hecho especial gracia adentrarme en el Bosque de los Árboles Venenosos…
—Lo que sí es cierto es que cada vez hay menos núcleos urbanos —apuntó Tristán—. Desde que dejáramos atrás Evemo, que simplemente avistamos de lejos, apenas nos hemos topado con mucha más gente. Incluso esta localidad no da la impresión de estar muy habitada…
—Aún es pronto —contestó Stel—. En la mayoría de los territorios atlantes, la gente se toma las cosas con excesiva calma. Sin embargo, tienes razón. A medida que sigamos avanzando, veremos menos señales humanas. La gente se siente más segura en la capital y en sus inmediaciones. Existen menos peligros —justificó el joven hechicero, guiñándole un ojo.
—Pues vaya…
—En cualquier caso, desde aquí no deberíamos encontrar grandes dificultades para llegar a la Torre de Hechicería…
—¿Qué se supone que deberé hacer con mi amuleto una vez lleguemos a esa torre? —inquirió Ibrahim, que caminaba en tercer lugar—. Strafalarius ha dicho que tengo que recargar su energía, pero no me ha dicho cómo. Sólo dijo que lo llevase a la plataforma superior de la Torre de Hechicería…
Stel rio.
—No debes preocuparte, es muy sencillo. Si no está Strafalarius, yo mismo te acompañaré.
—Lo que no me queda muy claro es por qué hay que hacer esto con tanta urgencia si Ibrahim apenas ha utilizado su amuleto hasta el momento —intervino Tristán, a quien pareció no importarle que Sophia frunciese el entrecejo.
—Es muy sencillo —dijo—. Tal y como ya has oído, los amuletos son piedras mágicas, pero su poder no es infinito. Debe ser recargado antes de que se agote completamente. De lo contrario, el amuleto quedará inutilizado… para siempre.
—Eso me ha quedado muy claro, pero…
—La Atlántida es un lugar muy especial —prosiguió Stel, haciendo oídos sordos a la interrupción del italiano—, y la magia se puede encontrar en muchos y muy diversos lugares. No obstante, hay unos puntos en el continente donde su intensidad es mucho mayor. Precisamente en ellos se levantaron las torres de hechicería. En su día fueron diez, una por cada territorio atlante, pero hoy sólo seis permanecen en pie: además de la de Elasipo, están las de Atlas, Azaes, Anferes, Evemo y Autóctono. De la misma manera, la Orden de los Amuletos está compuesta por seis prestigiosos hechiceros…
El bosque por el que se habían aventurado se iba haciendo cada vez más frondoso, y la penumbra los abrazó con intensidad. Los muchachos no tardaron en comprender que debían viajar de día por aquel lugar. ¡De otra manera, resultaría imposible dar dos pasos seguidos!
—¿Cómo puede ser que desaparecieran cuatro torres? —inquirió Ibrahim con extrañeza.
—No es que hayan desaparecido… Bueno, alguna sí —rectificó Stel, encogiéndose de hombros, como si hubiese sido algo inevitable—. En el fondo, supongo que se debió a la propia decadencia que vivía y vive la Atlántida… ya que los mismos hechiceros las fueron abandonando.
—¿Por qué habrían de abandonarlas? —preguntó Ibrahim con cierto tono de indignación.
—Fallecimientos, abandonos, destituciones… Los motivos fueron varios. La de Diáprepes, sin ir más lejos, terminaría arrasada por un devastador incendio, y supongo que el hechicero responsable murió. Un tal Marmarian, si no me equivoco —confirmó Stel—. La verdad es que aquello sucedió hace ya unos cuantos años… Por otra parte, ya conocéis las lagunas de Mneseo y sus pésimas condiciones de habitabilidad. La verdad es que en Méstor no son mucho mejores. ¡Hace un calor espantoso!
—¡Pero Strafalarius podía haber nombrado sustitutos! —indicó Sophia, uniéndose a la conversación.
Stel miró a uno y otro lado, temiendo que pudiese haber alguien escondido entre los árboles.
—Estos bosques pueden oírnos… —susurró el joven atlante, que no deseaba buscarse problemas—. El Gran Mago es una persona orgullosa y poderosa. Ni que decir tiene que nadie duda de sus conocimientos y su capacidad. Sin embargo, yo creo que desconfía de los demás. Si no asignó esos puestos fue porque no encontró al candidato adecuado. —Stel detuvo un instante su caballo y miró fijamente a los muchachos—. Supongo que os habéis dado cuenta de cómo se pican Astropoulos y él… —Los muchachos asintieron, pues fue algo que no les pasó inadvertido en la reunión nocturna que mantuvieron con los atlantes—. Ese puede ser otro de los motivos. Quiere que la magia ocupe el primer lugar entre los tres poderes… Para lograrlo, no puede rodearse de personas incompetentes.
—Pues sí que es exigente —apuntó Sophia, reiniciando la marcha.
Entonces, Tristán se dio cuenta de un pequeño detalle.
—Hummm… Si las torres de Atlas y Evemo aún existen, ¿por qué hemos de ir a la de Elasipo? —inquirió el italiano.
—Porque es la más poderosa de todas —afirmó Stel—. La intensidad de la magia en Elasipo es desbordante. No tardaréis en comprobarlo. Si el amuleto de Ibrahim es tan poderoso, supongo que Strafalarius habrá preferido que se recargue allí… ¡Ah! —dijo entonces el joven hechicero atlante al ver que Ibrahim iba a preguntarle de nuevo—, y no debes preocuparte por lo que tienes que hacer. El amuleto se recarga él solo…
Aunque les habían advertido del peligro de su misión, por el momento, el viaje estaba resultando de lo más apacible. Lejos de cruzarse con criaturas monstruosas, tuvieron la suerte de toparse sólo con una pareja de lumbis. Eran unos seres alados muy curiosos. Apenas medían un palmo de altura y, según el Libro de la Sabiduría, era fácil confundirlos con hadas o con duendes, aunque no pertenecían a ninguna de las dos familias, eran también criaturas mágicas y se dedicaban al cuidado de unos arbustos muy particulares, los que precisamente daban como fruto las bayas mágicas. Su labor consistía en conseguir que creciesen sanos y diesen fruto. Por otra parte, los lumbis tenían una particularidad: batían sus alas transparentes casi más rápido que los colibríes, liberando tanta energía que en la oscuridad dejaban hermosas estelas de luz a su paso.
Ibrahim y Stel pudieron hacerse con unas pocas bayas verdes y moradas, que eran las que crecían en aquella zona, y el atlante le enseñó a potenciar sus propiedades con el amuleto. Asimismo, aprovecharon para darle alguna baya morada más a Tristán, de manera que no tuviese problemas con la comunicación. Poco después, llegaron a una bifurcación y el atlante optó por el camino de la izquierda.
—El otro no es demasiado recomendable —dijo, sin mayores explicaciones—. Además, este camino conduce a Nundolt que, si no me equivoco, no tardaremos en avistar. Allí podremos hacernos con algo de comida.
Aproximadamente uno o dos kilómetros más adelante, el bosque se abría ligeramente para acoger a Nundolt, la aldea los nudos. Todas las viviendas que se asentaban sobre el claro parecían emerger de la tierra igual que los árboles que las deseaban. Eran de madera maciza, que se retorcía formando briosos nudos que se entrelazaban formando las paredes de cada una de las casas. Aquello sólo podía ser obra de la magia…
Un alarido los sacó de su ensimismamiento.
—¡Mi hija! —exclamó una mujer que corría enloquecida por la que debía de ser la plaza principal del poblado—. ¡Auxilio! ¡Se han llevado a mi hija!
En pocos segundos, los habitantes de Nundolt se echaron a las calles y se formó un gran revuelo. Se juntaron en varios grupos y comenzaron a cuchichear al paso de los caballos. Al coincidir su llegada con el anuncio de tan desagradable noticia, muchos especularon con la posibilidad de que los recién llegados tuviesen algo que ver con la desaparición de la muchacha. La mujer lloraba a lágrima viva, desconsolada porque jamás volvería a ver a su hija.
—Discúlpeme —dijo Tristán, desmontando de su caballo—, no somos de por aquí, pero si pudiésemos hacer algo por usted…
La mujer alzó la cabeza. No pudo contener un nuevo sollozo al tiempo que clamaba:
—¡No hay nada que podamos hacer! —exclamó ella, estrujando una nota en sus temblorosas manos—. ¡Ha sido ese jovenzuelo de Tyrion! ¡Maldito sea! No aceptó la negativa de mi hija y, en venganza, la ha obligado a adentrarse en el Bosque de Ella… Él se ha dado a la fuga y yo… ¡jamás podré volver a abrazar a mi pobre Alexandra!
Cuando terminó de hablar, se llevó las manos a la cara y continuó llorando. La gente murmuraba sin cesar. «Pobre chica, de esta no sale», «¿Cómo se puede ser tan cruel?» o «Antes prefiero morir que acabar como ella», eran los comentarios más repetidos. Lo curioso es que la desidia llegaba hasta tal punto que nadie parecía dispuesto a mover un dedo por la pobre desdichada. Sin embargo, Tristán no se dio por vencido y acudió en busca de ayuda.
—Stel, ¿dónde queda el llamado Bosque de Ella? ¿Nos desviaríamos mucho si vamos en busca de esa chica? El joven tragó saliva y palideció.
—¿Recuerdas la bifurcación que hemos dejado atrás? —Tristán asintió con vehemencia. Los gritos de los vecinos se hacían más intensos a medida que la noticia iba corriendo de boca en boca—. El camino de la derecha conduce hasta ese lugar. Pero no sabes lo que estás diciendo. Es un lugar maldito, en el que nadie se atreve a poner los pies…
—¡Oh, vamos! No puede ser peor que la serpiente marina de las lagunas de Mneseo…
—La serpiente marina de la que hablas no sería más que una vulgar lombriz si la comparamos con lo que puedes encontrar en ese bosque —le echó en cara Stel.
—Todo eso no son más que habladurías. No creo que sea tan complicado adentrarse ahí y ponerse a…
De pronto, la espada de Tristán vibró. El joven sintió un zarandeo tan repentino que no le dio tiempo a empuñarla. Cuando se quiso dar cuenta, un anciano ojeroso y de rostro extremadamente arrugado lo sujetaba por la túnica.
—Escúchame bien, extranjero —le dijo con voz firme aquel hombre al que le faltaban los incisivos. Su enclenque aspecto no hacía justicia a la fuerza de sus músculos—. Yo, perdí en ese bosque a mi mujer hace años y, por mucho que lo intenté, no pude avanzar más de tres metros de distancia de lo que me temblaban las piernas, así que muestra un poco de respeto cuando hables del Bosque de Ella. No existe nadie en este mundo capaz de adentrarse en los dominios de esa bruja. Ni siquiera Botwinick Strafalarius lo hace, así que deja a un lado tus estupideces. Todos sabemos que esa joven no volverá.
Tristán entornó la mirada y se quitó de encima las manos del anciano. No le gustaba que le hablasen en ese tono. De hecho, aquella reprimenda había herido su orgullo profundamente.
—Tiene razón, no tengo ni la más remota idea de las fuerzas malignas que envuelven ese bosque, ni sé cómo es Ella ni las criaturas que allí habitan —reconoció a viva voz, empuñando con fuerza su espada—. Sin embargo, nada puede ser tan malo como para abandonar a una pobre muchacha a su suerte. A vosotros, el miedo os tiene paralizados. ¡A mí, nada me detendrá hasta que traiga de vuelta a Alexandra sana y salva!
Aunque la mayoría de los presentes contemplaban a Tristán como un pobre incauto o alguien que acabara de perder la cordura, unos pocos parecían mostrarse de acuerdo con sus palabras. En cualquier caso, no habían resultado suficientemente convincentes como para llegar a movilizarlos.
—Tristán, olvidas que tienes una importante misión que cumplir… —susurró Stel, tratando de disuadir al italiano—. Roland Legitatis confía plenamente en vosotros. No podéis fallarle.
—Y no le fallaremos —respondió Tristán, indignado ante la actitud parsimoniosa de los atlantes. Cada vez quedaba más claro el porqué de su decadencia—. Pero antes rescataremos a esa chica.
—Yo estoy con Tristán —dijo Ibrahim, acercándose hasta su compañero—. Juntos podemos formar un gran equipo.
—A mí no me gustaría que me diesen por perdida con tanta facilidad —apuntó Sophia, uniéndose al grupo—. Yo también voy con vosotros.
Stel contemplaba atónito la escena y su caballo relinchó con fuerza en señal de protesta. Como guía del grupo, no tendría más remedio que acompañar a los Elegidos, pero ¡se habían vuelto completamente locos! Pretendían profanar los dominios de Ella, la temible bruja. Lo que había dicho aquel viejo era verdad. De hecho, según se rumoreaba, la hechicera elaboraba el elixir de la eterna juventud gracias a la sangre de las personas que se adentraban en su bosque. Tan pronto detectase su presencia allí, se frotaría las manos. ¡Cuatro víctimas más podían proveerle de mucho elixir!
Inútiles fueron los esfuerzos del atlante para disuadirle. Aunque pidió encarecidamente a Sophia que buscase referencias en el Libro de la Sabiduría, donde estaba seguro que se confirmaría que era imposible salir con vida de aquel bosque la muchacha se negó a hacerlo. Así pues, los cuatro jóvenes s pusieron en marcha ante la estupefacción de los habitantes de Nundolt. Todos se preguntaban de dónde habían salido aquellos jóvenes que no sentían miedo del Bosque de Ella.
Volvieron sobre sus pasos en silencio, camino de la bifurcación. Al llegar al cruce, los caballos mostraron su disconformidad con la decisión que habían tomado los muchachos, Hubo que espolearlos con fuerza para hacerlos avanzar por el sendero de la derecha.
Si bien es cierto que el paisaje apenas varió durante los primeros metros, sí se percibía un ambiente enrarecido. La humedad era alta y, aunque sus capas los protegían del frío, pocos minutos después, los muchachos se encontraron tiritando. El bosque se hacía cada vez más frondoso, y un manto de niebla comenzó a cubrir el suelo ocultando completamente el camino. No se habían topado con señal alguna, ni habían visto mojones ni lindes de ningún tipo. Sin embargo, por la tenebrosidad que los iba envolviendo, sabían que ya se encontraban en el famoso Bosque de Ella.
—¿Cómo se supone que encontraremos a alguien en esta bosque? —preguntó Ibrahim. Con tantos árboles y ramas entremezclados, resultaba difícil ver más allá de los cinco metros en aquella penumbra.
—¿Hacia dónde crees que debemos ir, Stel? —inquirió Tristán—. Tú eres el guía…
El atlante le dirigió una mirada seria, ceñuda.
—¿Bromeas? ¡Jamás he puesto los pies en este lugar! ¡Lo conozco tanto como vosotros! —respondió con enfado, pero sin alzar mucho la voz—. En cambio, sí estoy seguro de que es imposible encontrar a alguien aquí… Espero que, para cuando os deis cuenta, aún no sea demasiado tarde para poder dar media vuelta y salir de este sitio tan horrendo…
—En ese caso, tendremos que recurrir a métodos más rudimentarios para buscar a esa chica —dijo Tristán, encogiéndose de hombros.
—Como quieras. Pero, sobre todo, no…
—¡ALEXANDRA! —vociferó el joven italiano a pleno pulmón, haciendo que su voz retumbase en los alrededores—. ¡ALEXANDRA!
—… grites —concluyó Stel, que no pudo reprimir un intenso escalofrío—. ¡Oh, fantástico! Ahora seguro que Ella sabe que estamos aquí. Más nos vale espabilar antes de que nos encuentre.
Las palabras de Stel quedaron ahogadas en un enervante silencio. Entonces todos oyeron aquel murmullo. Algo comenzó a moverse en las profundidades del bosque. Resultaba imposible saber qué era. Los muchachos se quedaron paralizados por el miedo, percibiendo aquel sonido que cada vez se captaba con mayor claridad.
Ibrahim estuvo a punto de utilizar su amuleto como linterna cuando recordó que una de las bayas aumentaba la capacidad de visión. Pero ¿cuál? ¿La amarilla? ¿La azul? Vio que Stel había pensado exactamente lo mismo que él y se llevaba una baya de color verde a la boca. ¡Eso era, la verde!
No tardó en sentir de nuevo aquel mareo, antes de poder ver con la claridad y la agudeza de un halcón. Pocos segundos después, los dos hechiceros entornaban los ojos, tratando de perforar la insondable oscuridad. Algo se movía a lo lejos… Eran muchos y venían directamente hacia ellos… Stel e Ibrahim cruzaron sus miradas y exclamaron al unísono:
—¡Corred!
Al ver las expresiones de terror de sus dos compañeros, Sophia y Tristán no dudaron en hacerles caso. Espolearon a sus caballos con toda la fuerza de la que fueron capaces y estos se pusieron a galopar de inmediato. Stel hizo lo propio, mientras que Ibrahim pagó cara su inexperiencia como jinete. Al sentir el pavor que recorría las venas del hechicero que lo montaba, el corcel se encabritó e Ibrahim salió despedido de la grupa. Aturdido por la caída, tardó en darse cuenta de que su caballo huía despavorido del lugar y lo dejaba solo en medio del bosque al acecho de las criaturas que acababa de avistar.
De nada le serviría pedir auxilio. Peor aún, las criaturas le localizarían de inmediato. Por eso, mientras sus amigos se perdían en la distancia, Ibrahim hizo lo que le dictó su instinto y trepó todo lo rápido que pudo al árbol que tenía más próximo. Se pertrechó en una gruesa rama que crecía a algo más de cuatro metros del suelo y se envolvió en su capa de viaje para llamar la atención lo menos posible. Unos instantes después, sintió el temblor del árbol a medida que el siniestro ejército se acercaba; «¿Qué demonios son esas criaturas?», se preguntó desde su privilegiado escondrijo. Tenían cabeza, tronco y extremidades. Sin embargo, la baya verde le permitía distinguir con total claridad los más ínfimos detalles y, o mucho se equivocaba o aquellas criaturas eran de barro. No tenían pelo, ni ojos, ni siquiera boca; además, apreció que pequeñas ramitas y hojas putrefactas sobresalían de sus toscos y humedecidos cuerpos, como si de pústulas se tratara. Daba la impresión de que acabasen de moldearse con las mismas arcillas que había en aquel bosque…
El corazón le latía con intensidad pero, afortunadamente, el ejército de autómatas de barro pasó de largo bajo sus pies sin percatarse de su presencia. Ibrahim los siguió con la vista, hasta donde la frondosidad y la oscuridad del bosque se lo permitió. El ruido se fue alejando y, cuando consideró que el peligro había pasado, abandonó su escondite.
Se había quedado solo. En Egipto le había pasado a menudo y, por eso, lejos de desesperarse, se mantuvo a la espera unos minutos por si alguien regresaba en su busca. Al cabo de un rato decidió que tendría que hacer algo, de manera que, armado de valor, comenzó a dar los primeros pasos en la dirección que habían tomado sus amigos… y las criaturas de barro.
Entonces, el grito de una chica rompió el silencio. Ibrahim se detuvo, pero el chillido no se volvió a repetir. Sabía que sólo dos muchachas merodeaban por el Bosque de Ella en aquel instante: Alexandra y Sophia. ¿Cuál de las dos habría sido?
No se dieron cuenta de que el caballo cabalgaba sin jinete hasta pasados unos pocos minutos. Precisamente fue Stel, que iba a felicitar a Ibrahim por su excelente dominio del corcel al galope, quien se percató. Llamó a voces a los demás y se detuvieron en seco. ¿Cómo no se habían dado cuenta de su desaparición antes? ¿Dónde se había caído?
—Tenemos que volver a por él —dijo Tristán de inmediato.
—Estoy contigo, pero me temo que antes tendremos que enfrentarnos a nuestros perseguidores… —contestó Stel, señalando sus espaldas con el pulgar. Aún no se los veía pero por el ruido que hacían, debían de encontrarse muy cerca.
—¿Y si lo han capturado? —preguntó Sophia, temiéndose lo peor.
—Razón de más para enfrentarnos a ellos y liberar a Ibrahim —concluyó Tristán. La espada vibraba con intensidad.
Tristán ahogó un suspiro al caer en la cuenta de lo que se les venía encima. Había visto todo tipo de seres en el tiempo que llevaba en la Atlántida, pero nada había resultado tan sobrecogedor como aquellas criaturas de barro. Había más de un centenar, robustas y coordinadas en movimientos, avanzaban, hacia ellos. Tristán blandió la espada al tiempo que Stel alzaba el amuleto emitiendo un potente destello de luz. Sin embargo, ni una cosa ni la otra logró amedrentarlos ni detener su avance.
Unos instantes más tarde, el italiano se defendía dando mandobles a diestro y siniestro en una desigual batalla. La magia de Stel aún no era demasiado poderosa; hacía poco que había ascendido a hechicero iniciado, y por eso su amuleto era de jade. Logró zafarse de unos cuantos seres de barro con una explosión de energía, pero inmediatamente volvieron a la carga. De nada sirvió que ingiriese una baya blanca para levitar y tratar de atacar desde una posición más cómoda. Al contrario, lo agarraron por los pies y lo redujeron en un instante. Sin duda, Ella agradecería un hechicero como prisionero.
Tristán había perdido de vista a Sophia, pero sí vio de reojo cómo apresaban a su compañero, por el que nada pudo hacer al advertir que se lo llevaban a hombros. Él seguía zafándose de adversarios sin piedad, aunque notaba sus brazos cada vez más pesados. La espada le incitaba a seguir adelante, pero era imposible luchar contra el agotamiento físico. Él no estaba acostumbrado…
Tuvo la misma sensación de impotencia que le invadió en Siluria, cuando los membranosos se hicieron con el control de la situación. Por mucho que fuese un Elegido y hubiese recibido consejos del mismo Archibald Dagonakis, por mucho que su espada hubiese pertenecido al primer rey de la Atlántida y él estuviese poniendo todo su empeño, eran demasiados adversarios.
Y mucho el cansancio acumulado.
Aún cayeron dos seres de barro más, desmembrados al contacto con el acero, antes de que un estridente chillido resonara a sus espaldas.
Sin duda había sido Sophia que, al igual que Stel, había caído en manos enemigas. Tristán tampoco pudo evitar que la capturaran.
De pronto, todo se acabó.
Estaba exhausto y apenas le quedaban fuerzas para contraatacar, pero los seres de barro abandonaron incomprensiblemente. Al parecer, se daban por satisfechos con el botín obtenido: dos muchachos y un hechicero harían las delicias de la bruja.
Ibrahim recordaba a duras penas la dirección que habían tomado los caballos. Además, con aquella niebla que cubría el suelo, resultaba imposible saber si habían variado el rumbo. ¿No había alguna forma de hacer que la neblina se desvaneciese? Él era hechicero, pero no tenía ni la más remota idea de cómo utilizar su amuleto. Strafalarius le había dicho en Atlas que se activaba con los impulsos de su corazón pero ¿qué significaba eso? La única vez que había conseguido hacerlo funcionar fue en Mneseo, donde le sirvió para orientarse. Entonces era cuando más…
—Tiembla el suelo —murmuró el hechicero, alzando la vista. Aún perduraban los efectos de la baya verde y, angustiado, se dio cuenta de que las criaturas de barro regresaban ¡Y llevaban a sus amigos prisioneros!
El joven egipcio miró a uno y otro lado, buscando un lugar donde cobijarse. La mayoría de los árboles que lo rodeaban resultaban imposibles de trepar. ¿Qué debía hacer? Si echaba a correr, terminarían apresándole. Ibrahim pensaba pero, al no encontrar soluciones, comenzó a exasperarse. Estaba tan nervioso que agarró con rabia su amuleto.
—Necesito ayuda… —farfulló—. Esas criaturas no debe verme. No hay tiempo para encontrar un refugio. Si tan solo pudiese pasar desapercibido…
Ibrahim miró horrorizado cómo los seres de barro se le echaban encima y él se quedaba paralizado. ¡Qué estúpido había sido! En vez de buscar una solución, se había quedado parado en aquel lugar. No sería más que una presa fácil y, de un momento a otro, lo atraparían y lo llevarían a hombros como un vulgar fardo, al igual que habían hecho con los demás.
Sin embargo, nada de eso ocurrió. Cuando los seres de barro se encontraron frente a él, instintivamente se encogió preparándose para lo peor. Los tenía delante y percibía el olor a putrefacción que desprendían pero, para su sorpresa, las primeras criaturas pasaron de largo ignorándolo completamente Los siguientes hicieron lo mismo. Y los siguientes también. Ibrahim se quedó boquiabierto, contemplando cómo aquellos seres pasaban a su lado como si él fuese invisible o no existiese. Aquello sólo podía haber sido obra de su amuleto…
En aquel preciso instante vio cómo una de las criaturas acarreaba a Stel, mientras que unos metros más atrás otro portaba el cuerpo inerte de Sophia. Posiblemente habría quedado aturdida por un golpe o se había desmayado. Pero ¿dónde estaba Tristán?
Cuando la última de las criaturas pasó a su lado, Ibrahim se preocupó de veras. ¿Qué le habría ocurrido a Tristán? ¿Y si estaba herido? ¿Y si le había sucedido algo verdaderamente… grave? El egipcio miró hacia las criaturas y hacia el lugar en el que habían capturado a sus dos amigos. ¿Qué debía hacer? Los seres de barro eran muy rápidos y podía perder un tiempo precioso, pero Tristán podía estar herido… Meneó la cabeza. No le gustaba tener que tomar ese tipo de decisiones.
—¡Tristán! —llamó, sin alzar demasiado la voz.
Corrió en la dirección en la que supuestamente podría encontrar al joven guerrero. Dejó atrás numerosos árboles de retorcidas ramas y sorteó arbustos cuyas espinas, por su aspecto, debían de contener el peor de los venenos. Notó cómo los efectos de la baya verde se iban disipando, pero no se dio por vencido. Llamó un par de veces más a su amigo y, apenas diez minutos después, dio con él.
Estaba de rodillas, apoyado sobre su espalda y sollozando. No le había oído llegar. Ibrahim no dudó en acercarse hasta él.
—¡Tristán! ¿Te encuentras bien? —preguntó, apoyándose sobre su hombro.
—¡Ibrahim! ¡Estás a salvo! —exclamó el italiano, tan sorprendido como si acabase de encontrarse con un fantasma—. Pensaba que también te habían atrapado. Yo…
—He tenido mucha suerte —reconoció el hechicero—. Me caí del caballo y os perdí de vista.
En apenas un par de minutos, los dos muchachos se contaron cuantas cosas habían sucedido mientras habían estado separados.
—¿Dices que han marchado en aquella dirección?
Ibrahim asintió.
—Todo recto —dijo—. Si nos damos un poco de prisa, puede que aún podamos encontrarlos.
—Ojalá fuese tan optimista como tú… —apuntó Tristán—. ¿Has visto a qué velocidad se mueven? Si estuviésemos en un campo abierto, podríamos verlos de lejos. Pero en estas condiciones…
—Es cierto que los árboles, la neblina y la propia oscuridad nos impiden verlos, pero podemos oírlos —replicó Ibrahim, seleccionando un par de bayas rojas de su bolsillo. Se comió una de ellas y la otra se la dio a su amigo—. Trágatela.
Un poco más animados, los dos muchachos sacaron fuerzas de flaqueza y se pusieron en camino. Unos instantes después, el silencio que los rodeaba desapareció y sus oídos comenzaron a captar todo tipo de ruidos: pequeñas hormigas que se movían entre los hierbajos, una hoja al caer en la espesura, el zumbido de un insecto volador, una araña tejiendo su tela… Pero, por encima de todo, se oía aquel martilleo constante. Era el pesado caminar de un ejército: las criaturas de barro aún seguían avanzando.
Entonces, echaron a correr.