Roland Legitatis meneó la cabeza tras leer el mensaje que les enviaba el jefe de seguridad.
—Esto no tiene buena pinta —dijo finalmente, antes de proceder a leer el texto en voz alta—. Pietro Fortis comenta: «Tuvimos ciertos problemas que retrasaron nuestra llegada a Diáprepes. Esto es muy extraño. Aunque nuestra impresión es que estos terrenos permanecen tan muertos como siempre y, por el momento, no hemos encontrado rastro alguno de los Elegidos ni de vida humana aquí, resultaba sorprendente cómo a medida que nos aproximábamos a la costa nuestros equipos de comunicación tenían serios problemas de cobertura. Ayer al atardecer nos pareció atisbar un reflejo en alta mar, pero nos fue imposible identificarlo. Posiblemente fuese un efecto óptico producido por el constante movimiento del agua. Debido a las interferencias existentes, hemos tenido que retroceder unos diez kilómetros sobre nuestros pasos para poder transmitir este mensaje. Regresaremos de nuevo al punto del avistamiento por si estuviese relacionado con alguna de las cámaras extranjeras. Os mantendremos informados».
Cuando concluyó la lectura, Legitatis plegó de nuevo la nota.
—Lo que está claro es que, de haber visto algo, nada tendría que ver con las cámaras —dedujo Astropoulos, haciendo uso de la lógica—. Queda claro que los Elegidos ya han llegado a la Atlántida.
—Has dicho que hay siete cámaras más —señaló el Gran Mago—. Podría dar la casualidad de que llegase alguna persona más…
—La profecía deja bien claro que los Elegidos son únicamente tres… —recordó Legitatis, señalando a los tres muchachos.
Strafalarius arqueó sus cejas, pensativo.
—¿Y si se trata de los rebeldes? —preguntó Dagonakis de pronto—. ¿Y si han descubierto una de esas cámaras y pretenden acceder a través de ellas?
—¿En alta mar? Lo dudo mucho —rechazó Astropoulos—. Los accesos de las cámaras se encuentran en territorio atlante. En Mneseo y Diáprepes, para ser más concretos. Lo que sí es posible, y ahí coincido con Archibald, es que se esté preparando una invasión… desde fuera de las fronteras —planteó el sabio, mientras Strafalarius se llevaba la mano al mentón en un claro síntoma de preocupación.
—¡Eso sí tiene sentido! ¡Por eso habrían robado los anillos! ¡Están tratando de desactivar el escudo para poder entrar en la Atlántida! —exclamó Legitatis, que lo vio clarísimo de pronto.
—Si es así, tenemos que prepararnos para un eventual ataque —insistió el comandante, que también intuía lo que se avecinaba—. Seguro que las intenciones de los rebeldes no son buenas…
—Estoy de acuerdo, Dagonakis —secundó el Gran Mago, cuyo rostro había palidecido notablemente ante la afirmación de Legitatis. ¿Era ese el plan que tramaba el desgraciado de Akers? ¿Quería entregarlos a los rebeldes? ¿Qué buscaba realmente con ello? Aunque continuó hablando, tenía la mirada perdida en sus pensamientos—. Tiene toda la pinta de que el robo no es más que una maniobra para permitir el acceso de los rebeldes a la Atlántida. ¡Eso no podemos consentirlo bajo ningún concepto! Convocaré al resto de hechiceros de la Orden de los Amuletos y, con nuestros medios, haremos cuanto podamos por ayudar a frenar esta posible invasión. De hecho, estoy pensando que la magia del nuevo amuleto podría sernos de mucha utilidad. Tal vez sería conveniente que asistieses a esa reunión. ¿Qué me dices, muchacho?
—Un momento —dijo Tristán, interrumpiendo la conversación y dejando a Ibrahim con la palabra en la boca—. ¿Acaso nuestra misión consiste en frenar una invasión? ¿Vamos a tener que luchar contra todo un ejército? Deben de estar chiflados si creen que por llevar una espada, un libro y un amuleto mágico vamos a ser capaces de derrotar a todo un regimiento bien entrenado…
—Tienes mucha razón en lo que dices, Tristán —asintió Astropoulos, mostrándose tan calmado como de costumbre. Echó un vistazo de reojo a Strafalarius y después al amuleto. «Sin duda lo codicia», pensó. No había que ser muy avispado para darse cuenta. Acto seguido, retomó la palabra—. Creo que mis compañeros estarán de acuerdo conmigo en que sería absurdo que os enviásemos a una eventual guerra. Que seáis los Elegidos no os convierte automáticamente en todopoderosos. Sin embargo, sí se me ocurre una cosa que podríais hacer por nosotros.
—¿El qué? —preguntó el italiano de inmediato. Strafalarius frunció el ceño.
—Puesto que da la impresión de que los anillos van a ser irrecuperables, al menos por el momento, nos haríais un gran favor si vais en busca de unos nuevos —apuntó. Lo dijo con tanta naturalidad como quien envía a un niño a la panadería en busca de pan.
—Remigius, ¿acaso sabes lo que estás diciendo? —preguntó Legitatis, consciente de las dificultades que entrañaba una misión de tales características.
—Ya lo creo, amigo mío.
—Esos anillos han de ser forjados de nuevo y, para ello, tendrían que disponer del material necesario. No tendrán grandes problemas para hacerse con oro y plata que, incluso, podríamos proveerles nosotros mismos. Pero el oricalco es una cosa bien distinta. Lo necesitan de la máxima pureza…
—Son los Elegidos —dijo Astropoulos con solemnidad—. Esos objetos que portan no son una espada cualquiera, ni un simple libro, ni un burdo amuleto. Puedes estar seguro de que les abrirán muchas puertas y les facilitarán el camino. No será un camino libre de peligros, pero nada tiene que ver con enfrentarse a un ejército. El rebelde, para ser más exactos. Créeme si te digo que están capacitados. Eso sí, no podemos obligarlos a realizar ni esta ni ninguna misión… si ellos no quieren. ¿Qué me decís, muchachos?
—A ver si lo he comprendido bien… —recapituló Tristán—: Tendríamos que ir a unas minas y extraer eso que llaman oricalco… A todo esto, ¿qué es?
—Una aleación natural de cobre, zinc y plomo —confirmó de inmediato Sophia, a quien ni siquiera le hizo falta consultarlo en el libro.
—¿Dónde podemos conseguirlo? —siguió preguntando Tristán.
—En las cordilleras de Gadiro —contestó Astropoulos de inmediato—. Yo probaría suerte en la zona sur, por las minas de Kazonia o Gorgoroth…
—Gracias. Así que una vez tengamos un poco de eso, de oro y de plata, debemos forjar unos anillos nuevos… ¿Y eso dónde lo haríamos?
—En Gunsbruck, la ciudad de los enanos —volvió a responder Astropoulos—. Allí se forjaron los otros anillos.
—No me parece demasiado complicado, la verdad —concluyó Tristán. Pese a sus reticencias iniciales, algo en su interior le decía que debía colaborar. Al fin y al cabo, tal y como le había recordado Sophia, los atlantes lo habían rescatado de un mal trago—. Una vez cumplamos con este cometido, ¿nos dejarán marchar?
—Sin lugar a dudas, si ése es vuestro deseo —reconoció Legitatis, antes de que Strafalarius interviniese—. ¿Qué decís vosotros, muchachos?
—Pero… Yo pienso que el amuleto de Elasipo podría ser más útil si se emplea para frenar la embestida rebelde —insistió el Gran Mago, que se resistía a dejar marchar a Ibrahim.
—Yo tengo muy claro que no quiero marcharme nunca de este lugar —contestó el joven egipcio totalmente convencido. Sus palabras fueron agradecidas por el Gran Mago con un leve asentimiento—. Así que haré lo que sea con tal de quedarme… Sin embargo, si mis amigos deciden ir en busca de unos nuevos anillos, yo iré con ellos.
El sabio aplaudió la valiente decisión del joven egipcio y acto seguido, los ojos se clavaron en Sophia.
—Creo que es una oportunidad única que no puedo desaprovechar… pero me preocupa mi familia —dijo finalmente Sophia—. Seguramente, mi padre llevará sin dormir desde mi desaparición, pensando que me han podido secuestrar o que me haya sucedido algo peor…
—Es comprensible —dijo Astropoulos, mordiéndose el labio inferior—. Ciertamente, es un problema. Si no dais señales de vida, vuestras familias y amigos se pueden preocupar de verdad y tampoco deseamos eso.
Ibrahim reaccionó de inmediato y explicó su particular situación, mientras los presentes escuchaban con atención. Tristán también reconoció que dudaba mucho que fuesen a preocuparse en exceso por él.
—Mis padres viven en Johanesburgo, donde mi padre es embajador. Mi madre, como es lógico, le acompaña la mayor parte del tiempo, aunque hace todo lo posible para venir a verme de vez en cuando. Y mis hermanos… hace tiempo que se casaron y no viven en casa.
—Entonces, ¿vives solo? —preguntó Astropoulos, como si fuese lo más extraño del mundo.
—Tengo dieciséis años —contestó el muchacho, como si aquello fuese un motivo de peso—. Creo que bastará con hacer llegar algún tipo de mensaje a la escuela avisando que no podré asistir a las clases durante unos días por estar enfermo.
—Bueno, es una opción… No obstante, el problema está con Sophia —reconoció Legitatis.
Durante los siguientes minutos se enzarzaron en una discusión buscando la mejor opción para ocultar la ausencia de la muchacha. Lo cierto es que no se podían obrar milagros. Aunque existía la posibilidad de hacer llegar un mensaje al padre de Sophia, sopesaron que probablemente fuese peor opción que mantenerse de brazos cruzados. ¿Cómo se lo tomaría si recibiese un mensaje que le dijese que su hija se encontraba en la Atlántida? No quería ni pensarlo… Si bien era cierto que habría gente preocupada por ella, también en aquellos instantes la vida de muchos atlantes pendía de un hilo.
—Al fin y al cabo, piensa que es muy posible que regresemos en pocos días a nuestros hogares —concluyó Tristán en un tono excesivamente optimista que nadie se molestó en refutar.
Sophia suspiró.
—Está bien… —cedió—. Haremos lo que esté en nuestras manos para conseguir el oricalco y levantar de nuevo ese escudo.
—¡Fantástico! —exclamó Astropoulos—. En ese caso, creo que lo mejor será que lo dispongamos todo para que estos jóvenes puedan partir a la mayor brevedad posible…
—Me parece bien —acordó Legitatis—. No obstante, ¿qué os parece si terminamos de discutir los detalles con algo de comida? Es hora de cenar, y creo que nuestros estómagos lo agradecerán.
Todos los presentes acogieron de buena gana la proposición, y Legitatis abandonó la habitación unos instantes para encargar la cena. Poco después, compartían un sabroso cabrito acompañado con manzanas y verduras asadas. Dagonakis no perdió el tiempo y se acercó para charlar con Tristán sobre el manejo de su espada. Aunque había quedado asombrado con su habilidad para acabar con la serpiente marina, le reveló ciertos secretos que podían serle útiles si debía combatir de nuevo.
—Los muchachos podrían ganar mucho tiempo si tomasen una barcaza por el canal central que les condujese directamente a las puertas de Gadiro —comentó Legitatis, haciendo sus cálculos mientras devoraba un buen trozo de carne—. Lo peor de todo sería tener que caminar entre los desfiladeros hasta llegar a la entrada de una de las minas y, después de hacerse con el oricalco, encontrar el camino correcto hasta llegar a Gunsbruck. Lo cierto es que no queda muy lejos de las minas de Gorgoroth…
—¿No disponen de aviones o helicópteros para desplazarse por el continente? —preguntó extrañado Tristán. Si la Atlántida era una civilización tan desarrollada, deberían de tener unos medios de transporte tremendamente avanzados.
—La verdad es que no —contestó Astropoulos—. Las condiciones geográficas de algunos territorios no permitirían construir buenos aeropuertos. Sin embargo, el principal problema al que nos enfrentábamos era el espacio aéreo, delimitado por nuestro escudo de protección. Actualmente disponemos de algún dirigible…
El gesto despectivo del italiano dio a entender que aquello era un atraso.
—¿Cómo pueden alardear de ser una civilización avanza si no tienen aviones?
—Sencillamente, no los hemos necesitado —replicó Legitatis, mostrando su apoyo al sabio.
—¿Y el teletransporte? —inquirió esperanzada Sophia—. Si han sido capaces de traernos desde nuestros respectivos países…
—Esa tecnología consume demasiados recursos y hoy por hoy es inviable —subrayó el sabio—. Creo que la alternativa propuesta por Roland es la más adecuada y…
—Me temo que deberán seguir un rumbo diferente, Astropoulos —le contradijo Strafalarius que dejó a un lado su conversación con Ibrahim para interrumpir al anciano sabio. Precisamente, se había acercado hasta el joven egipcio para granjearse su amistad, que le contase cómo había vivido la experiencia de ser mordido por un áspid dorada y también para darle unos cuantos consejos—. Ha pasado muchísimo tiempo desde que el Amuleto de Elasipo fue encerrado en la cámara. Precisamente por eso, necesita recargarse. De lo contrario, al segundo o tercer uso dejará de funcionar. Así pues, es conveniente que atraviesen los bosques de Elasipo.
—¡Eso los retrasará! —protestó Astropoulos, que permanecía sentado a la vera de Sophia y, entre, bocado y bocado, también había aprovechado para enseñarle a encontrar información en aquel maravilloso libro.
Strafalarius se encogió de hombros.
—Si no lo hacen, el amuleto de Ibrahim no tendrá más utilidad que una vulgar piedra cuando se descargue. Dudo mucho que vaya a servirles de algo en ese caso…
—Está bien, está bien… —accedió el sabio a regañadientes. Algo en su interior le decía que Strafalarius tramaba algo. No era normal en él esa actitud condescendiente—. Por mucho que me cueste admitirlo, la colaboración de un hechicero en este caso se hace indispensable.
—¡Ajá! Bien, Remigius, veo que te rindes a la evidencia… —le espetó el Gran Mago, apuntándose un tanto. Dagonakis se mantenía ajeno a la discusión entre ambos y seguía hablando con Tristán.
Se mantuvieron hablando y planificando el viaje con los muchachos hasta bien entrada la madrugada. Dadas las circunstancias, quedaron en que partirían a caballo, a la mañana siguiente atravesarían Evemo. Desde allí, cruzarían el segundo anillo de agua para adentrarse en los bosques de Elasipo, donde debería pasar por la Torre de Hechicería para que Ibrahim recargase su amuleto tal y como había indicado Strafalarius. Después, se dirigirían al tercer círculo. Una vez en Gadiro —Strafalarius sugirió acceder desde el embarcadero de Xilitos—, deberían hacerse con al menos un kilogramo de oricalco de la máxima pureza en las proximidades de las minas de Gorgoroth y encaminarse a La Caverna del Herrero, ubicada en la ciudad de Gunsbruck, para forjar unos nuevos anillos. Astropoulos no dudó en redactar un documento en el que le comentaba a Mathias el veterano herrero, las especificaciones y requerimientos para poder forjarlos conforme a las características de los anteriores.
A nadie le cabía ninguna duda de que sería necesario un guía que acompañase a los muchachos durante todo el trayecto. Afortunadamente, encontraron una rápida solución al problema. La tarea fue encomendada al joven Stel, a quien Legitatis pilló escuchando tan importantes conversaciones tras la puerta, cuando iba en busca de unas infusiones. Como era de esperar, la noticia resultó especialmente agradable para Ibrahim quien, poco después, se fue encantado a dormir.
Tanto Sophia como Tristán también se marcharon a sus respectivos dormitorios, mientras que Stel tenía órdenes precisas de estar al alba en la parte frontal de los jardines del Palacio Real. Por su parte, Legitatis y los demás aún prolongaron la reunión durante más tiempo. Mientras los muchachos partirían en busca de unos nuevos anillos, ellos debían debatir qué medidas adoptar a partir de aquel instante. Desconocían cuánto tiempo aguantaría el escudo, toda vez que los anillos ya no generaban energía alguna. Tal y como apuntó Legitatis, si los muchachos cumplían y regresaban a tiempo, los rebeldes jamás podrían traspasar la barrera de protección, ya que un nuevo escudo les cerraría el paso. Sin embargo, era necesario adoptar medidas preventivas.
Sin lugar a dudas, Dagonakis movilizaría al ejército y lo mantendría en estado de alerta. Según podía deducirse del mensaje enviado por Pietro Fortis, todo apuntaba a que los rebeldes iban a tratar de penetrar por las costas de Diáprepes. Sin llegar a desguarnecer los demás flancos, no sería una mala idea ir desplazando tropas en aquella dirección.
Por su parte, Strafalarius contaba con el poder de la magia. Tal y como afirmó, el poder de un simple amuleto de jade era diez veces superior al de las armas convencionales empleadas por los atlantes. Sin embargo, debía convocar con inmediatez un consejo entre los hechiceros para ponerlos en antecedentes y ver su disponibilidad. A diferencia del ejército atlante, los hechiceros se regían por otros códigos, especialmente si había conflictos armados.
Al margen de proveer tecnología, Astropoulos y el Consejo de la Sabiduría poco podían hacer en una batalla, por lo que su intervención sería más bien escasa… a no ser que se plantease una negociación. El Consejo de la Sabiduría siempre había estado dispuesto a abrir las puertas y, si era cierto que los verdaderos descendientes de Gadiro habían regresado, no veía motivos para no recibirlos. Aquello motivó una fuerte discusión con Dagonakis y el Gran Mago, que le acusaron de alta traición. Al final, Legitatis medió para calmar los ánimos y sugirió a Astropoulos que no volviese a plantear ideas revolucionarias si no quería terminar entre rejas.
Apenas dos horas después, cuando todo el mundo ya descansaba, los representantes de los poderes atlantes abandonaban el Palacio Real.
Ninguno de los muchachos durmió bien aquella noche; ni siquiera Ibrahim, que hacía años que no sabía lo que era una cama decente. Les pesaban los párpados, pero sus mentes estaban sobrecargadas por la información que les habían proporcionado aquellos hombres.
Gracias a Dagonakis, Tristán había aprendido que las espadas atlantes no eran simples armas de acero. Tiempo atrás, el ejército atlante contaba con armamento muy sofisticado y tremendamente destructivo. Sin embargo, los atlantes siempre se habían caracterizado por ser una civilización apacible y constructiva. Se dieron cuenta de que aquellas armas únicamente lograrían destruir todo por cuanto habían luchado, y decidieron desmantelarlas para volver a las espadas y las flechas, aunque con cierta tecnología: espadas electromagnéticas que conseguían frenar la magia, flechas inteligentes… Según le confesó el comandante, se contaba que la espada que perteneció a Atlas era única.
Sophia, por su parte, fue incapaz de meterse en la cama de inmediato. A pesar del madrugón que les esperaba, se quedó recostada entre almohadones leyendo y estudiando cuanto detalles podía sobre el viaje que iban a emprender. Mientra tanto, Ibrahim repasaba mentalmente todo cuanto Strafalarius le había dicho con respecto a las bayas y qué debía hacer para recargar su amuleto una vez llegase a la Torre de Elasipo.
Se acostaron tan tarde que, a la mañana siguiente, sus ojeras delataban el agotamiento que padecían. A pesar de todo, se pusieron en marcha tan pronto recibieron el aviso. Se asearon, se vistieron con ropas cómodas y abrigadas, y se echaron sobre los hombros unas capas de viaje de tonos grisáceos. Apenas habían tenido tiempo de engullir un frugal desayuno cuando Legitatis, quien también estaba visiblemente cansado, los acompañó al exterior. El Palacio Real estaba tan bien climatizado que aquella bofetada de aire frío les recordó que aún estaban en invierno.
—¡Buenos días! —los saludó Stel tan pronto los vio aparecer. También él iba bien abrigado y no se le notaba molesto en absoluto por tenerles que acompañar. Al contrario, parecía más bien orgulloso—. ¿Estáis listos para poneros en marcha? Las monturas están preparadas y equipadas con alimentos y materiales para el viaje.
—Estupendo. Cuanto antes salgamos, antes regresaré a casa —dijo Tristán, frotándose las manos.
Había cuatro caballos, e Ibrahim miró con horror el que le correspondía a él.
—No te preocupes, yo cabalgaré a tu lado —lo tranquilizó Stel, acariciando el cuello del corcel—. No tienes nada que temer, amigo. Además, este es muy manso.
Legitatis se acercó discretamente a Tristán y le entregó dos saquitos de cuero que contenían las cantidades necesarias de oro y plata para forjar los correspondientes anillos y algo de dinero atlante para el viaje. Acto seguido, contempló taciturno cómo los muchachos se preparaban para partir. Tampoco él había pegado ojo, pues multitud de dudas y preocupaciones le asediaban. Por eso estaba tan poco hablador aquella mañana. Pese a que todo apuntaba a que Sophia, Tristán e Ibrahim eran los Elegidos, ¿estaba haciendo lo correcto? ¿No hubiese sido mejor hacer que regresaran a sus hogares, lejos de los problemas que se avecinaban en la Atlántida? Enviarlos en busca de oricalco de la máxima pureza era una misión extremadamente complicada, y Astropoulos lo sabía. Posiblemente, ni si quiera los hombres mejor preparados de Dagonakis podrían lograrlo. No obstante, él necesitaba todos los efectivos disponibles —que no eran demasiados— para frenar una posible invasión… Sin duda, esperaba que los poderosos objetos que portaban los muchachos les fuesen de utilidad. Por otra parte ¿qué había sido de Fedor IV? ¿Por qué no daba señales d vida? ¿Qué debía hacer él, un humilde servidor, si no regresaba? Pese a que estaba haciendo cuanto le había ordenado, no había nacido para mandar…
El relincho de uno de los caballos lo devolvió a la realidad y sonrió al ver que los cuatro jóvenes se despedían de él.
—¡Buena suerte, muchachos! —les deseó, agitando la mano—. En nombre de todos los atlantes, os estoy muy agradecido. ¡Sé que lo conseguiréis!
Los caballos se pusieron en marcha y Stel los guio hacia la cancela dorada que abría sus puertas a la ciudad. Dejaron allí a Legitatis, que se quedó a sus espaldas con la mirada perdida en el horizonte.
Los cascos golpearon el suelo adoquinado y la reducida comitiva se adentró en las calles de Atlas. Afortunadamente a aquellas horas, no había manifestantes en las calles. La ciudad aún dormía y apenas tuvieron dificultades para transitar por allí. Dejaron atrás callejuelas que olían a pan recién hecho, contemplaron algunos carros de original diseño abasteciendo de leche y cerveza a las tabernas, y también se cruzaron con distribuidores de prensa y gente que salía de sus hogares bostezando para iniciar una nueva jornada de trabajo.
No tardaron en cruzar las destartaladas murallas e iniciaron el descenso de la montaña en dirección a la compuerta que daba paso al primer anillo de agua. Según les informaron la noche anterior, allí les estaría esperando una barcaza que los trasladaría, junto a los caballos, a las tierras de Evemo.
—Resulta sorprendente el giro que puede dar la vida en un período tan corto de tiempo —dijo Sophia, azuzando ligeramente a su caballo para no quedarse rezagada. Mientras Stel e Ibrahim cabalgaban unos metros por delante, el italiano lo haría a su vera. Ella contemplaba todo cuanto los rodeaba—. Esta vegetación, estos parajes que nos rodean… Sin ir más lejos, fíjate en la ciudad de Atlas. ¿Te has dado cuenta? Tiene todas las características de una involución… Fueron una civilización de lo más avanzada, pero su aislamiento del mundo los ha devuelto a una especie de Edad Media… con ciertas modernidades, claro está. Resulta una combinación de lo más curiosa. En serio, Tristán, ¿no te parece maravilloso este lugar?
El joven arqueó una de sus cejas y se quedó mirándola unos segundos. No sabía si la pregunta iba en serio o, sencillamente, le estaba tomando el pelo.
—Sinceramente, no —contestó al cabo de un rato—. No llevamos mucho tiempo en la Atlántida y, de verdad, en Roma no tengo que estar pendiente de que me arranquen la cabeza por la espalda o de que me coman unos hombres pez.
—Pero te pueden atracar en mitad de la noche… —le espetó la muchacha.
Tristán frunció el ceño y gruñó.
—¿Acaso siempre tienes respuesta para todo? —preguntó.
—Lo siento, no quería ofenderte —se disculpó Sophia, sonrojándose—. Entonces… ¿por qué lo has hecho?
—¿Por qué he hecho el qué?
—¿Por qué has decidido venir finalmente? —aclaró ella—. Nos han dicho que podemos correr peligro y…
—Oh, vamos… No me vengas ahora con esas, Sophia. Sabes muy bien por qué lo he hecho. Tú misma me echabas en cara que tenía una deuda pendiente con los atlantes, y debo reconocer que tenías toda la razón del mundo. Sólo Dios sabe qué podría haber sido de mí aquella noche en el Coliseo, porque esos atracadores me daban muy mala espina… —reconoció Tristán, rascándose la cabeza. Aún sentía escalofríos sólo con pensarlo—. Simplemente, quiero devolverles el favor. Eso es todo. Y cuando lo haga, volveré a mi querida Roma…
—Comprendo —asintió ella.
Se quedaron en silencio un buen rato, hasta que oyeron la llamada de Stel. Acababan de llegar al pequeño embarcadero en el que aguardaba su embarcación. Ya dentro y, después de atar su caballo, Sophia echó la mirada atrás. En el horizonte se recortaba la montaña sobre la que se asentaba la gran ciudad de Atlas. Podía distinguir perfectamente la silueta de la muralla, y Stel les señaló la torre de la que habían sido sustraídos los anillos. En algún lugar de aquella ciudad estarían los jefes de los tres poderes atlantes, apurando los últimos minutos de sueño antes de poner al continente en alerta. Ellos, mientras tanto, se adentraban en las calmadas aguas del primer anillo que circunvalaba la capital.
Stel se acercó a la popa de la nave y, haciendo uso de su amuleto mágico, la puso en marcha.
—La magia permite hacer funcionar muchas cosas que antaño consumían gran cantidad de energía —explicó—. Aun así, como ya sabe Ibrahim, la fuerza de los amuletos no es indefinida. No obstante, dudo que en este corto trayecto vayamos a necesitar muchos recursos…
—Verdaderamente, es increíble —confesó Sophia, disfrutando al ver cómo la barcaza se desplazaba sin motor ni remo alguno—. ¿Cómo puede ser que aquí exista la magia y no en el resto del mundo?
—Me temo que ése es uno de los secretos mejor guardados de la Orden de los Amuletos —respondió Stel, haciendo un guiño a Ibrahim. Inmediatamente después, cambió de tema y señaló en una dirección—. ¿Veis aquellas tierras de allí? Son las costas de Evemo, hacia donde nos encaminamos.
El traslado hasta la otra orilla duró algo más de cuarenta minutos, tiempo que aprovecharon los muchachos para interrogar a Stel sobre los terrenos que debían atravesar. Les tranquilizó saber que Evemo era un lugar apacible. Cruzarlo no debería llevarles más de una jornada a caballo, puesto que en él se extendían grandes llanuras. Más pesado sería adentrarse en los bosques de Elasipo. Aquel sí era un lugar traicionero y donde resultaba fácil extraviarse, además de entrañar numerosos peligros.
—Aunque para peligros, los de Gadiro —apuntó Stel, una vez hubieron desembarcado en Evemo, donde apenas había un par de barquichuelas—. Es curioso, pero a medida que uno se aleja de la capital, los riesgos son mayores.
—¿Quieres hacer el favor de ser más explícito? —preguntó Tristán—. ¿A qué clase de riesgos te estás refiriendo?
Stel ayudó a Ibrahim a subirse a su caballo y, una vez estuvieron dispuestos, contestó:
—Piensa que hay muchas zonas que han quedado deshabitadas, literalmente abandonadas por los atlantes. Con el paso del tiempo, esas zonas se han poblado por… llamémosles otro tipo de habitantes.
—¿Más membranosos? —inquirió el italiano, tratando de hilar más fino.
—No exactamente, aunque tampoco vas muy descaminado —confirmó Stel—. Los silurienses viven exclusivamente en las lagunas de Mneseo… Seguro que en el Libro de la Sabiduría Sophia encuentra unos cuantos detalles al respecto.
—Bueno, algo he leído… —reconoció la muchacha, sin prestarse a dar más detalles.
—No obstante, trataremos de buscar buenos atajos para evitarnos problemas —dijo Stel—. Afortunadamente, debemos dirigirnos hacia Gunsbruck, la tierra de los enanos. Esa no es una de las zonas más peligrosas de Gadiro, aunque para llegar a la ciudadela seguramente habrá que atravesar algún que otro escollo…
Ibrahim callaba y escuchaba. Se limitaba a observar las grandes extensiones de cultivos que se abrían ante ellos, imaginándose lo impresionantes que estarían en primavera. Hermosos campos de girasoles, interminables plantaciones de guisantes, trigo, avena, cebada, colza, soja… Otros espacios estaban destinados a productos de la huerta y árboles frutales. Había granjas de vacas, cerdos, ovejas, cabras y gallinas. Desconocía a qué se refería Sophia con eso de que la Atlántida había sufrido una involución, pero él estaba convencido de que se podía disfrutar de una buena vida en aquellas condiciones.
De pronto, se sorprendió al ver dos estatuas colosales tumbadas en medio de uno de los cultivos.
—¿Qué es eso?
—Deben de ser gólems, ¿no es así? —aventuró Sophia—. Criaturas esculpidas en piedra u otros materiales que, en su día, cobraban vida gracias a la combinación del oricalco y la magia. Sin embargo, como no queda casi oricalco…
—No podías haberlo expresado mejor —asintió el joven atlante—. Los gólems constituyeron una parte muy importante de la cultura atlante, pues ayudaban constantemente a sus habitantes. Recolectaban, transportaban cualquier cosa, defendían de los ataques de las criaturas peligrosas… Precisamente, al irse agotando el oricalco de las minas, los atlantes no podían proveer de energía a los gólems y los fueron abandonando. Esto motivó, asimismo, que la gente comenzase a emigrar hacia la capital, buscando la protección de sus murallas y de los propios canales. Por eso, a medida que nos vayamos alejando, los núcleos poblados con los que nos vayamos topando serán cada vez más reducidos.
Los muchachos se quedaron meditabundos un rato. Los caballos avanzaban con cierta parsimonia por aquellos caminos de una extraña piedra porosa que jamás se ensuciaba, ni se encharcaba… ni sufría desperfectos. A lo largo de la jornada, vieron otros muchos gólems o lo que quedaba de ellos, pues algunos estaban muy deteriorados. Dejaron atrás un par de aldeas, en las que Stel se detuvo el tiempo justo para saludar. La gente no parecía muy habladora y no les agradaba especialmente la presencia de forasteros. También pasaron a un par de kilómetros de la ciudad principal que llevaba el mismo nombre que el territorio en el que se encontraban: Evemo.
A su paso por allí, Stel señaló un dirigible que sobrevolaba la ciudad y un edificio que resaltaba por encima de los demás, con tres cúpulas que reflejaban el sol de mediodía. Sophia quedó maravillada al saber que era la sede del Consejo de la Sabiduría. Al parecer, su interior albergaba una biblioteca mayor que la que se quemó en Alejandría. Entonces, decidieron hacer un alto en el camino para comer algo y dar un pequeño descanso a los caballos.
Aún les restaban unos cuantos kilómetros hasta llegar al embarcadero que daba a la segunda circunvalación. Allí harían noche y recuperarían fuerzas en una pequeña posada, para cruzar el canal a primera hora del día siguiente. Según les comentó Stel, en Elasipo era conveniente caminar siempre de día y mantener los ojos bien abiertos.