Una vez se adentraron en el espacioso recibidor del Palacio Real, los muchachos fueron recibidos por Rosalie, una de las doncellas. Era una mujer bastante joven y vestía un elegante uniforme de color azul celeste. El color rubio de su pelo y sus ojos verdes le conferían un aspecto dulce y amable. Guiados por Legitatis, atravesaron la estancia fijándose en los lujosos ornamentos que la decoraban: enormes tapices de muy bella factura, lámparas de cristal, pinturas, esculturas, muebles tallados con la mejor madera de Elasipo… ¡Un auténtico museo de arte atlante! A continuación, subieron por una escalera de mármol ricamente engalanada y recorrieron un largo pasillo cubierto con una alfombra roja bordada con hilo de oro. Los muchachos permanecieron en silencio y Roland Legitatis les condujo a unas habitaciones que había ubicadas en la primera planta del edificio, invitándoles a ponerse cómodos mientras él realizaba una serie de gestiones.
—Podéis asearos tranquilamente, comer algo de fruta y echaros una pequeña siesta si os apetece —indicó con amabilidad—. Me encargaré de que os hagan llegar ropa limpia.
—Gracias, aceptaré gustosamente la comida y la ropa. Le agradezco el detalle. Sin embargo, no sé a los demás, pero a mi me gustaría volver cuanto antes a mi casa… en Roma. Tengo un partido muy importante este sábado y quiero disputarlo —contestó Tristán, cruzándose de brazos y apoyándose en el quicio de la puerta—. Debo reconocer que la historia sobre los orígenes de la Atlántida, si es cierto que hemos venido a parar a este lugar, me ha fascinado. Sin embargo, seguimos sin respuestas. Nadie nos ha explicado cómo diantre hemos llegado hasta aquí y, más importante aún, qué es lo que estamos haciendo en este lugar. ¿Por qué se nos ha traído contra nuestra voluntad? Nos ha hablado de una misión… ¿A qué se refiere? ¡No estoy dispuesto a volver a jugarme la cabeza luchando contra monstruos diez veces mayores que yo si nadie me explica nada! ¡Esto no tiene ningún sentido!
Se hizo el silencio. Sophia e Ibrahim se quedaron mirando fijamente a su compañero. La muchacha amaba la cultura y saber, y aquella estaba siendo una oportunidad única para ampliar sus conocimientos. No obstante, sobre su corazón pesaba como una losa el hecho de estar tan alejada de su familia. El joven egipcio, por su parte, no añoraba nada de su vida anterior. Apenas conocía a sus hermanos, no tenía amigos tampoco un techo bajo el que dormir. En cambio, allí acababa de conocer a Stel, y sentía que podía hacer buenas migas con él.
Legitatis se mesó el cabello, cerró los ojos y emitió un suspiro de exasperación.
—Está bien… —accedió a regañadientes—. No es tan fácil de explicar como podría parecer. Solamente os pido que me concedáis un par de horas más. Para entonces, espero que podamos celebrar una reunión con los máximos representantes de los poderes atlantes y aclarar de una vez por todas esta situación.
—Y si no… ¿nos dejará marchar?
Roland Legitatis no tenía muchas salidas. Era consciente de que Fedor IV le había conferido toda la autoridad y podía retener a los tres muchachos si así lo estimaba conveniente. De hecho, si resultaban ser los Elegidos, serían vitales para el devenir de la Atlántida… Sin embargo, no se le escapaba que, si no encontraba de inmediato pruebas o razonamientos suficientes que justificasen su presencia allí, ¿con qué autoridad moral podría obligarlos a que permaneciesen en el continente?
—Sí, os dejaré marchar… —respondió con pesadez.
—¿Nos da su palabra de honor? —insistió Tristán.
El hombre frunció el entrecejo y estuvo a punto de refunfuñar pero, al final, cedió.
—Tenéis mi palabra.
Inmediatamente después, Legitatis se marchó de allí a grandes zancadas bajo la atenta mirada de los jóvenes. Estaba claro que no tenía tiempo que perder. Debía localizar y reunir de inmediato a Botwinick Strafalarius, Remigius Astropoulos y Archibald Dagonakis.
—¿No crees que has sido un poco duro con él? —le espetó Sophia.
—¿Duro? —clamó indignado Tristán, aireando sus brazos sin parar—. ¡Nos han secuestrado!
—A mí me han salvado la vida… —le contradijo Ibrahim. Contemplaba a los dos muchachos de brazos cruzados y con la cabeza bien erguida—. Y se lo agradezco de veras…
—¡Qué estás diciendo! —exclamó Tristán, pensando que el egipcio le estaba tomando el pelo. Su grito hizo temblar los apliques dorados que había colgados en las paredes.
Durante los quince o veinte minutos siguientes, Ibrahim procedió a contarles sus circunstancias personales, y cómo había dado con la cámara en el Valle de los Reyes.
—Si me hubiese capturado la policía, me hubiesen enviado directamente a la cárcel y jamás hubiese vuelto a ver la luz del sol. Nunca hubiese podido disfrutar de un juicio justo —les contó, mientras Sophia y Tristán escuchaban con atención—. Sin embargo, no me pillaron. Logré escabullirme por una grieta y fui a parar a esa extraña cámara de la que os he hablado. ¿Y sabéis qué hicieron los policías cuando intuyeron dónde me había escondido? —Los muchachos negaron con la cabeza. No había palabras suficientes para describir el sentimiento de pesar que les estaba causando el relato del joven egipcio—. Tapiaron la entrada con rocas y provocaron una pequeña avalancha de tierra. ¡Quisieron enterrarme vivo!
Tristán tragó saliva y Sophia se llevó las manos a la boca.
—Pero eso es… ¡horrible! ¿Cómo puede haber gente tan cruel?
—Como comprenderéis, aquí estaré mejor que en ningún otro sitio —les confesó Ibrahim—. Yo me quedo, pase lo que pase.
Sophia asintió. No sólo respetaba su decisión sino que, claramente, la apoyaba.
—Te comprendo —dijo. A pesar de estar sujetando el grueso tomo, aún le temblaban las manos—. A menudo echo en falta a mi madre. No quiero ni pensar lo que puede ser vivir sin tus padres, callejeando para sobrevivir…
—Desgraciadamente, te acostumbras —comentó Ibrahim con resignación—. No te gusta, pero se vuelve una monótona rutina. Pero eso nunca más va a pasar. Además, en Egipto, nadie me echará en falta…
—No creo que ese sea mi caso —reconoció Sophia—. Como os conté, desaparecí mientras visitaba con el colegio las ruinas del palacio de Cnosos… Seguro que, a estas alturas, la policía ya lo sabe y tanto mi padre como mi hermano estarán muy preocupados. Es una lástima que no pueda decirles de alguna manera que me encuentro perfectamente, porque me encantaría quedarme aquí un tiempo y aprender todo lo que pueda de esta civilización.
Tanto Ibrahim como Sophia dirigieron su mirada a Tristán, esperando que contara cómo había llegado hasta allí.
—No me miréis así… —les echó en cara el joven—. Aunque la cámara me salvó, sigo opinando lo mismo.
—¿Te salvó? —preguntó Sophia abriendo los ojos desmesuradamente—. ¿Cómo que te salvó?
—Sí —respondió Tristán que, sin mirar a sus compañeros, comenzó a relatar cómo habían intentado atracarle en las inmediaciones del Coliseo y cómo se había visto obligado a saltar sus vallas de protección. Los dos atracadores lo habían seguido y, misteriosamente, dio con la cámara… o la cámara dio con él. Nunca lo llegaría a saber realmente.
—¡Escalofriante!
—Pues yo creo que deberías reconsiderar tu opinión respecto a lo del secuestro —dijo Sophia—. Por lo que has contado, tienes tanta suerte como Ibrahim de haber venido a parar aquí…
—Lo sé, pero ahora quiero volver a casa.
—¿Qué me dices de esa misión de la que nos ha hablado Legitatis? —insistió la muchacha.
—¿Cómo vamos a estar preparados para cumplir una misión? —protestó Tristán. Se movía por el pasillo como un león enjaulado—. Esto no es como en las películas del cine. ¡Míranos! Somos tres muchachos normales, de gustos dispares y procedentes de países muy distintos. Si no llega a ser por esas bayas que me ha ido dando Ibrahim, ni siquiera hubiese entendido una palabra de lo que me decíais.
—Precisamente, somos tan diferentes que, tal vez, encajemos bien como un equipo…
—¡Pamplinas! —exclamó enfurecido Tristán—. ¿Acaso no has visto el gentío que se agolpa a las puertas del palacio? ¡Hablaban de una posible invasión!
Un silencio invadió entonces el pasillo que rompió Ibrahim:
—Legitatis ha dicho que en dos horas nos dará una explicación y no estoy dispuesto a desperdiciar la oportunidad de darme un buen baño —confesó entonces—. Ya sabéis qué opino de todo esto así que, con vuestro permiso, voy a aprovechar esta oportunidad antes de que me despierte y me dé cuenta de que todo ha sido un sueño…
Sin decir una palabra más, se adentró en su dormitorio y cerró silenciosamente la puerta. Tristán y Sophia aún se dirigían miradas desafiantes.
—Los atlantes te rescataron cuando estabas en peligro; al parecer, es la Atlántida la que está ahora en peligro… Tú sabrás lo que haces pero, cuando menos, yo pienso escuchar la proposición de Roland Legitatis —dijo Sophia, justo antes de traspasar el umbral de la puerta que daba a su dormitorio. No hubo tiempo para réplica alguna de Tristán.
—¿Siempre tiene que tener la última palabra? —gruñó el joven, metiéndose también en su cuarto.
Durante las dos horas siguientes, los tres jóvenes permanecieron encerrados en sus respectivas habitaciones. Como era de esperar, Ibrahim dio buena cuenta del cesto de fruta que había en la mesa junto a la ventana y también fue el que más disfrutó de aquel curioso y relajante baño de vapores aromáticos. Tal y como había prometido Legitatis, les entregaron unas túnicas de seda blanca, suaves y limpias como nunca las habían visto. Asimismo, recibieron unas cómodas sandalias que se amoldaban perfectamente a sus pies.
A Tristán no le hubiese hecho falta cronometrar el tiempo porque, un minuto antes de que se cumpliese el plazo solicitado por Legitatis, Rosalie llamó a sus respectivas puertas para avisarles. Al parecer, les esperaban en el recibidor.
Pocos minutos después, los tres muchachos se reencontraban en el pasillo. Simplemente se limitaron a seguir a la doncella. No abrieron la boca ni para hacer un comentario de las prendas que vestían en aquellos instantes. Los tres llevaban consigo los objetos que habían encontrado en sus respectivas cámaras y sentían un intenso cosquilleo en la boca del estómago. Por fin iban a saber qué esperaba de ellos la Atlántida.
Cuando enfilaron el último tramo de la escalera que daba al recibidor, sus ojos se clavaron en las figuras de los tres hombres que aguardaban junto a Roland Legitatis. Cada uno a su estilo, pero todos ellos desprendían un aura de poder y respeto. Se veía de lejos que eran personas tremendamente importantes.
—Muchas gracias, Rosalie. Ya me hago cargo yo —despidió Legitatis a la mujer que había acompañado a los muchachos hasta allí—. Seguidme, por favor.
Legitatis se dirigió hacia una de las puertas de doble hoja que se abrían en el gigantesco recibidor. Sophia, Tristán e Ibrahim lo siguieron bajo la atenta mirada de los tres hombres. El italiano se percató del tono rojizo que coloreaba el iris de los ojos de uno de ellos y un escalofrío recorrió la base de su espalda.
Accedieron a un amplio comedor de forma rectangular en el que destacaba una preciosa mesa ovalada de caoba para veinticuatro comensales. Dos lámparas de refinado cristal pendían de un techo en el que había varios frescos dibujados, mientras que la pareja de espejos que colgaban de una de las paredes conferían una mayor amplitud a la estancia. Roland Legitatis tomó posesión del sitio que había en uno de los extremos de la mesa e invitó a los demás a tomar asiento: a su derecha, los tres hombres recién llegados; a su izquierda, Sophia, Tristán e Ibrahim.
Legitatis fue el primero en hablar.
—Permitidme que os presente —empezó diciendo. En primer lugar, hizo los honores a los muchachos. Puesto que apenas los conocía, se limitó a dar sus nombres y los países de los que procedían. Acto seguido, procedió a las presentaciones de los representantes de los poderes atlantes—: A mi derecha se encuentra Botwinick Strafalarius. Es el hechicero más importante de la Atlántida. Preside la prestigiosa Orden de los Amuletos y ostenta el más importante de ellos: el de Oricalco.
Tristán se dio cuenta de que precisamente estaban hablando del hombre de los ojos rojos. Su larga melena albina le caía como una cascada por su túnica de color violáceo, mientras acariciaba el preciado amuleto que colgaba de su cuello.
—Sed bienvenidos —fue todo lo que dijo con cierta hosquedad.
—Remigius Astropoulos es una de las personas más sabias en todo nuestro continente —continuó Legitatis, haciendo que el interpelado lo reprobase con modestia por su exageración—. Por algo es la cabeza visible del Consejo de la Sabiduría de la Atlántida…
—También yo os doy la bienvenida a nuestra tierra —dijo aquel anciano de rostro afable y mirada calculadora.
De inmediato, los ojos de los muchachos se clavaron en el último de los hombres. Era el más joven de todos, aunque la vida no parecía haberle tratado demasiado bien. Lucía una coraza plateada junto a una capa escarlata; el casco puntiagudo que llevaba bajo el brazo lo había dejado a un lado, sobre la mesa. Asintió y se atusó la melena negra como el azabache, era Archibald Dagonakis, comandante del ejército atlante, que había tenido que abandonar unas maniobras en Autóctono al ser requerido por Legitatis.
—Ahora que todos nos conocemos, creo que es una buena idea que vayamos al grano, pues estamos ante un asunto de suma importancia —anunció Legitatis con solemnidad, mirando de reojo a Tristán—. Si no me equivoco, la pregunta que nos hacemos todos en estos instantes es cómo y por qué han llegado estos jóvenes hasta nuestros dominios. Sin lugar a dudas, ellos no lo han hecho por sus propios medios y aguardan una respuesta.
—¿Y qué explicación le das tú, Roland? —inquirió Strafalarius, lanzándole una penetrante mirada. Al formular la pregunta, dio la impresión de que en el comedor descendió la temperatura unos cuantos grados. Astropoulos escrutó con suspicacia al hechicero.
—Me hubiese gustado que estuviera Pietro Fortis en esta reunión, pues hubiese corroborado cuanto voy a decir. Sin embargo, aún no ha regresado de su expedición a Diáprepes…
—¿Una expedición a Diáprepes? ¿Qué demonios hace Fortis en Diáprepes? —exclamó Dagonakis con indignación—. ¡Se me debería haber informado!
—Tienes razón, Archibald —asintió Legitatis, mostrando un gran temple—. No obstante, hubo que tomar decisiones con gran rapidez y no disponíamos de mucho tiempo… Tú estabas en Autóctono y yo mismo tuve que partir con la misma premura hacia las lagunas de Mneseo. Y, gracias a ello, encontramos a los muchachos con vida. Moglou estuvo a punto de hacer de las suyas…
—¿Moglou? ¡Algún día aplastaré a los membranosos! Siempre andan causando problemas… —dijo Dagonakis, exteriorizando su genio y dando una buena palmada sobre la mesa—. Pero, a todo esto, ¿qué hacían estos muchachos en Siluria? Si, llegaron en barco, en algún lugar tendrían que atracar, y Mneseo no es una localidad costera precisamente…
Legitatis meneó la cabeza en sentido negativo.
—Llegaron hasta allí gracias a unas cámaras diseñadas por nuestros antepasados —apuntó Legitatis. Sus palabras captaron de inmediato el interés del Gran Mago—. Si mal no me han informado, una estaba en la ciudad de Roma, otra en la isla de Creta y la tercera en el Valle de los Reyes, en Egipto.
—¿Tres cámaras? —preguntó Dagonakis con incredulidad—. ¿Te refieres a tres habitáculos?
—Así es.
—¿Estás diciendo que estos chicos han conseguido burlar el sistema de seguridad de la Atlántida valiéndose de unas simples habitaciones ubicadas en esos lugares fuera de nuestras fronteras? —inquirió Strafalarius intrigado.
Astropoulos no apartaba su mirada de él. No sabía por qué, pero le daba la impresión de que tramaba algo.
—Ahora comprendo la urgencia de la reunión —dijo el militar—. Quién sabe si a través de esas cámaras podríamos llegar a sufrir algún tipo de invasión, como la mayoría de la gente que se agolpa a las puertas del palacio se está temiendo… Incluso, se me ocurre que podría tener alguna relación con el robo de los anillos. Desde luego, el tema que vamos a tratar es tan delicado como importante; no comprendo por qué Su Majestad no está presente.
—Se encuentra indispuesto… —contestó Legitatis con un carraspeo poco convincente.
—¿Desde cuando Su Majestad no acude a una reunión trascendental por una simple indisposición? —protestó Dagonakis, dando a entender que no se tragaba la excusa de Legitatis.
—Tuvo que salir con urgencia… —suspiró este finalmente.
—Vamos, Roland, nos conocemos desde hace muchos años… —le espetó Strafalarius—. Estuve reunido con Su Majestad hace apenas cuarenta y ocho horas… No me digas que le ha entrado el pánico tras escuchar a Cassandra y ha huido…
—¡Por supuesto que no le ha entrado el pánico! —exclamó el hombre, indignado ante tal falta de respeto—. ¡Debería hacerte flagelar por lo que acabas de decir, Botwinick! Puesto que acudió en vuestra ayuda y no pudisteis aconsejarle como se esperaba de vosotros, tomó la decisión de recuperar personalmente los anillos.
—¿QUÉ? —exclamaron los tres hombres al unísono.
—Tal y como lo oís —corroboró Legitatis—. Se siente responsable de la decadencia de la Atlántida y prometió defenderla con su vida si fuese necesario.
—¿Cuántos hombres le han acompañado? —preguntó de inmediato Dagonakis, horrorizado ante las palabras del hombre de confianza del rey.
—Marchó solo, de incógnito.
—¡Esto sí que puede ser una catástrofe! —exclamó el militar poniéndose en pie—. Nuestro monarca ha ido solo, sin compañía alguna… Pero ¿se puede saber adónde? Bien sabes los peligros que acechan más allá del primer canal. Además, me consta que el robo se ejecutó de una manera perfecta. Posiblemente tenga que enfrentarse él solo a una banda bien organizada. ¡Es una temeridad! ¡Hay que ir a buscarle!
—¿No tendrán estos muchachos algo que ver con el robo? —preguntó entonces Strafalarius, mirándoles con malicia.
—No seas absurdo, Botwinick —le echó en cara Astropoulos—. Acaban de decirte que habían sido capturados por Moglou.
—¿Y qué más da? Podrían haber sido apresados mientras huían con los anillos… ¿Se les ha registrado? ¿Llevaban algo de valor encima? ¿Acaso le preguntasteis a Moglou por ellos?
Legitatis negó con la cabeza, aunque tampoco tomó muy en serio sus palabras.
—¿Ves? Podríamos estar ante los ladrones y…
—¡Esto es lo último que me faltaba por oír! —gritó Tristán, con tal ímpetu que su silla salió despedida a sus espaldas. Blandía la espada con energía, señalando con ella la cabeza del Gran Mago. Éste reaccionó de inmediato y se puso en pie, sosteniendo su amuleto con la mano derecha. Sus ojos inyectados en sangre se clavaron en la figura del joven—. Si esto es todo lo que tengo que oír, me quiero marchar a mi casa de inmediato.
—¡Alto! ¡Alto! —exclamó Legitatis, pidiendo calma a los dos—. Botwinick, haz el favor de sentarte. Este joven rebanó el pescuezo a la serpiente marina que protege a los silurienses desde años ancestrales… ¡solo! Si no moderas un poco tu lengua y tus maneras, no me extrañaría que terminase haciendo lo mismo contigo. Y no podría reprochárselo…
—Que lo intente… —lo retó el Gran Mago, tomando asiento de nuevo. En ningún momento bajó la guardia.
—Tristán, por favor, deja la espada —le pidió Legitatis encarecidamente, mientras Dagonakis preguntaba con los ojos abiertos como platos si era cierta la proeza de aquel jovenzuelo—. Sí, ya lo creo que es cierto. Yo mismo vi los restos de la bestia.
El muchacho se relajó e hizo lo que le pedían.
—Bien, seguimos sin haber dado una explicación coherente a las dos preguntas que se planteaban al principio de esta reunión —recapituló Astropoulos. Se mostraba calmado y ajeno a la discusión—. Se ha mencionado el tema de las cámaras…
—Efectivamente —asintió Legitatis—. En los paneles ubicados en la centralita de seguridad saltó una alarma avisando de la apertura de una cámara fuera de las fronteras de nuestro continente. Precisamente por eso, Pietro Fortis me llamó y yo mismo fui testigo de cómo se encendió la segunda alarma…
—Sí, a mí también me llamó por si sabía algo al respecto —reconoció Astropoulos—. La verdad es que, cuando mencionó el tema, despertó un vago recuerdo en mi mente. Al igual que hice con él, creo que podría aclarar ciertas cuestiones y explicar cómo han podido llegar hasta aquí estos jóvenes.
Mientras Dagonakis lo miraba ceñudo, la expresión de Strafalarius era de auténtica perplejidad.
—Entonces, ¿es cierto que existen esas cámaras? —preguntó el hechicero sin salir de su asombro.
—Me temo que sí —respondió el sabio—. Lo cierto es que se construyeron hace tantísimo tiempo que apenas se las menciona en nuestros estudios. De hecho, ni yo mismo me acordaba de ellas… hasta que las mencionó Fortis. Si no estoy equivocado, debe de haber unas diez cámaras repartidas por el mundo…
—Eso es —confirmó Legitatis.
—Veo que Pietro ha hecho los deberes —dijo con una sonrisa el sabio. Legitatis asintió.
—¡Diez cámaras construidas en tiempos inmemoriales! Diez accesos por los que se podía haber estado colando la humanidad entera… ¡y nosotros sin saberlo! —exclamó Dagonakis.
—Puedes estar seguro de que nadie más se ha introducido en la Atlántida porque estaban perfectamente diseñadas y escondidas —terció Astropoulos.
—¡Ja! No me digas más, Remigius. Esto es obra vuestra, de los sabihondos —le espetó Strafalarius, enderezándose al máximo—. Ya que tanto sabes, ¿cuál se supone que era el objetivo de esas cámaras?
Astropoulos trató de ignorar el tono malicioso con el que el Gran Mago había formulado la pregunta.
—De todos es sabido que la Atlántida se aisló del mundo poco después de la Gran Rebelión. Esta medida fue severamente censurada por el Consejo de la Sabiduría, pues nos aislaba de las distintas culturas del mundo y de sus conocimientos. Es cierto que, por aquel entonces, éramos la civilización más desarrollada del planeta. Nuestra tecnología, nuestras comunicaciones… —contestó de mala gana el sabio.
—¡Éramos infinitamente superiores! —exclamó Dagonakis—. ¿Qué necesidad había de abrirnos al exterior?
—Era preciso seguir bebiendo de las demás culturas —dijo sencillamente el sabio—. Siempre se pueden aprender nuevas cosas, por pequeñas que sean. Además, el aislamiento del exterior iba a ser a la larga muy perjudicial para la Atlántida, como así se ha demostrado. No hay más que ver el estado en el que nos encontramos en este instante…
Los tres muchachos escuchaban atentamente y contemplaban, impertérritos, cómo se enzarzaron en una agria discusión cargada de reproches. Aquellos hombres representaban los poderes atlantes pero, claramente, no existía demasiada compenetración entre ellos. Es más, podía percibirse cierta rivalidad, especialmente entre los dos ancianos.
—Creo que nos estamos desviando del tema que nos incumbe —dijo Legitatis, tratando de reconducir la conversación—. No vamos a discutir ahora si el Consejo de la Sabiduría actuó correcta o incorrectamente en lo referente a las cámaras. Lo que importa es que se ha probado que estas funcionan a la perfección y…
—¡Pues claro que funcionan a la perfección! —le interrumpió Astropoulos, haciendo aspavientos—. Ya se hizo la prueba correspondiente en su día…
—¿Cómo dices? —preguntó Legitatis, completamente sorprendido—. ¿Estás diciendo que más extranjeros han pisado la Atlántida?
—¡Oh, por favor! —dijo entre risas—. De todos es sabido que Aristocles Podros, más conocido como Platón, visitó nuestro continente.
—Siempre se ha dicho que llegó en un barco… —apuntó Legitatis, que estaba tan confuso como Strafalarius, mientras Sophia no perdía detalle alguno de la conversación.
—Eso es lo que se contó a la población —confesó el sabio—. ¿Cómo se lo hubiese tomado la gente si les hubiesen contado que había empleado una cámara ubicada en Atenas?
El silencio invadió la estancia. Se respiraba una gran tensión en el ambiente y Strafalarius no tardó en lanzar el siguiente dardo.
—¿Cuántas pruebas más habéis realizado desde que se, construyeron las cámaras?
—Oh, ninguna más —respondió Remigius con premura—. Platón fue una persona ilustre. Su conocimiento y su pensamiento estaban muy por encima del resto de los mortales. Por eso se le eligió a él y no a otro.
—Eso explica que pudiese aportar información tan detallada sobre el continente atlante en sus diálogos de Timeo y Critias… —intervino Sophia, que se apresuró a matizar sus palabras ante las caras de horror de Strafalarius y Dagonakis—. Aunque lo cierto es que en ningún momento revela su paradero…
—Tal y como se acordó con él —dijo el sabio, guiñándole un ojo a la chica—. Sólo una persona muy especial podía poner los pies en la Atlántida… Al menos eso había sucedido hasta hoy.
—Y ése es el verdadero motivo de esta reunión: ¿cómo es que estos muchachos han llegado a la Atlántida? ¿Por qué, si las cámaras estaban selladas, se han abierto precisamente ahora? —resumió Legitatis—. ¿Cómo puede ser que lleguen los tres a un mismo tiempo, sin conocerse de nada y desde países tan distintos? Tiene que ser algo más que una pura casualidad…
—Sí, hay que reconocer que existe una explicación lógica para tu segunda pregunta —corroboró Astropoulos, despertando el interés de los presentes—. La seguridad de esas cámaras estaba intrínsecamente relacionada con la energía producida por los anillos. Si estos han sido sustraídos, no es de extrañar que estos jóvenes puedan haber llegado hasta la Atlántida a través de ellas.
Strafalarius se movió incómodo en su asiento, mientras Dagonakis deducía con horror lo que aquella afirmación podía significar.
—¿Quiere eso decir que cualquier persona puede utilizar esos habitáculos para llegar con total libertad hasta la Atlántida?
—En principio, sólo las que no han sido utilizadas aún… —contestó Astropoulos—. Se estableció un mecanismo de defensa que inutilizaba una cámara una vez hubiese sido activada.
Los presentes asintieron.
—Sin embargo, eso no explica cómo es que han llegado los tres prácticamente a la vez —escupió Strafalarius. Sus ojos rojos chispeaban.
—Sólo puede ser fruto de la casualidad —respondió Astropoulos encogiéndose de hombros—. A no ser que tú, Roland, nos des una explicación mejor…
El interpelado suspiró. Había llegado el momento de la verdad.
—Instantes antes de que Su Majestad partiera, me encomendó una tarea —confesó el hombre. Hablaba pausadamente, casi sin mover las arrugas que surcaban su rostro—. Al parecer, Cassandra le había hablado de una profecía…
—Esa bruja…
—Ya estamos otra vez con las mismas…
—¡Silencio! —gritó Legitatis, imponiéndose ante las protestas de Strafalarius y Astropoulos—. Lo que voy a decir es de suma importancia, pues yo mismo lo he comprobado con mis propios ojos. Como iba diciendo, Cassandra habló a Su Majestad de una profecía. Una profecía que se encontraba grabada tras un falso muro, en una de las criptas del Templo de Poseidón. —Aquello sí fue toda una sorpresa para los presentes, especialmente para Strafalarius—. Por lo visto, se trataba de una antigua profecía que alguien realizó y que se quedó en el olvido.
—¿De qué hablaba esa profecía? —preguntó entonces Sophia, quitándole la pregunta de la punta de la lengua al Gran Mago.
Legitatis extrajo un pequeño papel de uno de sus bolsillos.
—Podéis ir y comprobar vosotros mismos la autenticidad del texto, aunque yo me he tomado la molestia de transcribirlo —reconoció el hombre, procediendo a leer en voz alta—: «Cuando las nubes y la oscuridad rebelde se ciernan sobre el reino atlante, se abrirán las puertas y los Elegidos acudirán en su rescate. Serán de sangre joven y vendrán abanderando los tres grandes poderes: Fuerza, Sabiduría y Magia. La Fuerza se asociará a uno de los mayores imperios de la Historia. La Sabiduría será proporcionada por una civilización culta en grado sumo. En cuanto a la Magia, difícil es seguir su rastro, pues tiene muchas vertientes y orígenes.
»Y tú, Diáprepes, ocaso de la monarquía estéril, de tus entrañas emergerá el nuevo rey que será señalado por el fruto de la Magia».
—Deduzco que, según tú, estos tres jóvenes son los tres elegidos de la profecía —apuntó Strafalarius.
Legitatis asintió.
—Así es, Botwinick. Cuando menos, el contenido de la profecía encaja con la situación que estamos viviendo actualmente… Tristán viene de Roma, la cuna del Imperio romano. Por su parte, Sophia procede de tierras helenas. ¡No podemos olvidar nuestra relación con Platón! —exclamó—. Finalmente, Ibrahim procede de una cultura donde la magia ha sido sumamente importante, la egipcia. ¿Qué más pruebas queremos?
Ninguno de los presentes contestó. Durante unos segundos, todos permanecieron callados. Strafalarius se había quedado obnubilado por la explicación y fue Astropoulos quien finalmente rompió el silencio.
—Roland, Roland… Me parece que te estás dejando llevar por los sentimientos más que por la objetividad —sonrió Astropoulos—. Si bien es cierto que lo que dices es del todo correcto o, al menos, lo parece, la profecía también anticipa una invasión rebelde… Eso, que yo sepa, no ha sucedido.
—¡Todavía! Han robado los anillos y el escudo que protege la Atlántida caerá de un momento a otro si no lo remediamos. ¿Y si el ejército rebelde aguarda tras las fronteras a la espera de que esto suceda? A pesar de todas las movilizaciones, seguimos sin identificar al ladrón y sin recuperar los anillos. ¿Qué nos impide pensar que los rebeldes puedan estar detrás de todo esto?
—Que yo sepa, no disponemos de información al respecto —reconoció Dagonakis—. Aunque hace tiempo que nuestros sistemas están en desuso… no vendría mal estar alertas por si acaso.
—Además, está esa segunda parte… —advirtió Astropoulos, mientras Strafalarius se ponía tenso—. Cuando menos, a mí me recuerda a la polémica generada por Cassandra tras la muerte de su madre, hace una veintena de años. ¿Estás seguro de que esta profecía no tiene nada que ver con ella?
Aunque lo cierto es que no podía probar lo contrario, fue Tristán el que le sacó del atolladero con otra cuestión.
—Disculpe, señor Legitatis —dijo el italiano, tratando de ser todo lo educado que le permitía aquella situación tan tensa. Le tranquilizaba el hecho de acariciar la empuñadura de su espada—. Ha hablado de esa profecía y ha mencionado el peligro que corre la Atlántida, pero sigo sin ver qué pintamos nosotros en todo este asunto. ¿No decía que teníamos una misión que cumplir? Esa profecía no lo deja muy claro, que digamos…
—Joven, ¿puedo preguntarte de dónde has sacado esa espada tan hermosa? —inquirió de pronto Astropoulos, cambiando de tema repentinamente. Aquella cuestión también despertó el interés de Dagonakis, quien no había apartado su mirada de la espada ni un instante desde que Tristán amenazase al Gran Mago.
—De la cámara que me trajo hasta aquí, por supuesto —reconoció Tristán—. No me vaya a decir que también la he robado porque…
—¡Nada más lejos de mi intención! —exclamó el sabio, soltando una carcajada para distender el ambiente—. Simplemente, estaba dándole vueltas a esa profecía. Así que la encontraste en la cámara… Esto podría resultar interesante… Corrígeme si me equivoco, Roland. ¿No decía esa profecía que los Elegidos abanderarían los tres grandes poderes atlantes?
—¿El Consejo de la Sabiduría de la Atlántida, seducido por una burda profecía? —inquirió Strafalarius con sorna—. ¡Esto sí que tiene gracia! ¡Sí que has caído bajo, amigo!
—¡Exacto! —dijo entonces Legitatis, para sorpresa de todos—. Sophia, Ibrahim, enseñad los objetos que encontrasteis vosotros…
Los muchachos obedecieron al instante. Mientras el joven egipcio extraía la piedra de su bolsillo, Sophia puso sobre la mesa el ejemplar del Libro de la Sabiduría. La reacción de los atlantes no se hizo esperar.
—Por todos los… —Las palabras se ahogaron en la garganta de Remigius Astropoulos, mientras Strafalarius abrió los ojos como platos. Se había quedado prendado con el amuleto de Ibrahim.
—Ahí tienes una nueva prueba de que la profecía se está cumpliendo —comentó Legitatis, señalando los tres objetos que reposaban sobre la mesa del comedor—. La espada que representa la fuerza, asociada a Roma. Un libro de un grosor considerable, unido a la cultura griega. Un amuleto mágico, vinculado a la civilización egipcia.
—Entonces… —murmuró el militar, con la mirada perdida en la espada—, entonces, si la profecía se está cumpliendo, sólo puede significar una cosa: ¡estamos a punto de sufrir una invasión! ¡Hay que tomar medidas de inmediato!
Strafalarius clavaba su mirada en el amuleto de Ibrahim; Astropoulos, que se había fijado en aquel detalle, interrumpió sus pensamientos.
—Esperad, esperad… ¿De verdad habéis encontrado esos objetos en vuestras cámaras? —preguntó. La incredulidad de su rostro se hizo patente al ver que los jóvenes asentían. El anciano se quitó las lentes y se frotó los ojos—. ¿Ninguno de vosotros se ha dado cuenta de qué es lo que tienen estos muchachos en sus manos?
La pregunta iba dirigida, obviamente, a los ciudadanos atlantes que había en la sala: Legitatis, Strafalarius y Dagonakis. Los tres contemplaron ceñudos al sabio, pues intuían que estaba a punto de revelarles algo sumamente importante.
—La espada que porta Tristán no es otra que la famosa espada de Atlas, el primer rey de la Atlántida —reveló el anciano, para sorpresa del muchacho y de los demás.
—Pero eso es… ¡imposible! —exclamó Dagonakis—. ¿Cómo puedes estar tan seguro? Nunca se encontró la espada, porque se enterró con el propio rey.
—Me temo que no fue así —negó Astropoulos—. Es la misma que aparece en algunos manuales de gran antigüedad. La misma forma, las mismas piedras engastadas… Por si fuera poco, tiene el escudo real grabado en el corazón de la empuñadura —concluyó, señalando el lugar indicado.
—Podría ser una falsificación —replicó Strafalarius entonces.
—Hummm… Cierto, podría serlo. Pero no es el caso —apuntó el sabio con asombrosa seguridad—. No hay más que ver el objeto que porta el otro muchacho, Ibrahim. No me cabe la menor duda de que es el Amuleto de Elasipo. Y un amuleto mágico, bien lo sabes, es imposible de duplicar o falsificar.
El tiempo pareció detenerse para Strafalarius cuando Astropoulos mencionó las palabras «Amuleto de Elasipo». El auténtico, el verdadero, el grandioso Amuleto de Elasipo obraba en posesión de ese mequetrefe de enfrente. Entonces, un recuerdo emergió en su mente. La silueta de un anciano se dibujó con total claridad en sus pensamientos. Era el viejo Apostólos Marmarian y se encontraba de rodillas, instantes antes de su muerte. Recordaba que le había hablado precisamente de ese amuleto y de cómo se encontraba en unas cámaras escondidas lejos de las fronteras atlantes. También recordaba a la perfección sus últimas palabras, entre jadeos: «Jamás podrás hacerte con él… porque… existe…». Sintió cómo su corazón se aceleraba y una sensación de ansiedad invadía su interior. ¿Acaso era «una profecía» lo que Marmarian jamás llegó a pronunciar? Una profecía que impediría que él pudiese hacerse con el amuleto… porque estaba asignado a otra persona. Pero ¿cómo demonios podía él saber algo así?
Aunque los muchachos no alcanzaban a comprender la magnitud de las palabras del sabio, vagamente comenzaban a hacerse a la idea del valor de los objetos.
—Así es —contestó el Gran Mago regresando al presente. Acto seguido, pidió permiso a Ibrahim para comprobar de cerca aquel maravilloso tesoro. Sus ojos chispearon como dos enormes rubíes.
—En cuanto al ejemplar que posee mi querida amiga, no es otro que el Libro de la Sabiduría, único en su género y el sueño de cualquier sabio. Ese ejemplar perteneció a Evemo, le fue entregado en su nacimiento por el mismo Poseidón —prosiguió Astropoulos, que miraba de reojo las reacción de Strafalarius—. Seguramente, en las restantes cámaras atlantes se encuentren enterrados siete objetos pertenecientes a los otros siete hijos que Poseidón tuvo con Clito, a no ser que Platón se hiciese con uno de ellos. ¿Me permites, Sophia?
La muchacha le tendió el valioso libro, mientras Legitatis decía en voz alta:
—Ya no cabe duda alguna, estos tres muchachos son los Elegidos…
En ese preciso instante, llamaron a la puerta y entró un joven alto y apuesto.
—Señor Legitatis, comandante Dagonakis —saludó, dirigiéndose a los dos interlocutores a los que tenía que transmitir la información—, ha llegado un mensaje de Pietro Fortis desde Diáprepes con carácter de urgencia.