XI - Los orígenes de la Atlántida

Sophia, Tristán e Ibrahim se quedaron muy intrigados cuando Roland Legitatis les reveló que habían sido requeridos para llevar a cabo una misión. Le llovieron las preguntas: ¿cómo es que habían sido ellos los elegidos? ¿Qué proceso de selección había sido llevado a cabo? ¿Cómo habían conseguido llevarlos hasta allí? Tristán añadió que nadie les había preguntado al respecto, así que, ¿podían negarse? Y, la pregunta más importante de todas, ¿qué clase de misión les aguardaba? Aunque eran muchas las cuestiones de las que los muchachos ansiaban tener conocimiento, Legitatis les pidió un poco de paciencia.

—Las lagunas de Mneseo son muy traicioneras —les informó, sin apartar la mirada del insondable horizonte que se abría ante ellos—. Muchos peligros acechan en estas aguas pantanosas y es preciso navegar por ellas con mucho cuidado. Vosotros mismos habéis podido comprobar que no se puede bajar la guardia ni un instante…

—En eso estoy completamente de acuerdo —asintió Tristán, recordando su corta pero intensa experiencia en la Atlántida.

—Tan pronto alcancemos el cauce principal que une la ciudad de Atlas con el puerto, contestaré a todas vuestras dudas —les prometió—. Hasta entonces, permaneced en silencio y vigilantes… ¡Un aglok a estribor!

El grito de Legitatis hizo que reaccionaran. Era una criatura alada, idéntica a la que Tristán se había enfrentado. Instintivamente, llevó su mano a la empuñadura de su espada, pero en esta ocasión se le adelantó el hechicero quien, haciendo uso de su amuleto, incineró literalmente al monstruo.

Ibrahim no pudo evitar contemplar la escena con interés, y estuvo tentado de acercarse para charlar con el atlante. No obstante, se le veía bastante concentrado y no quiso molestarle. Ya tendría otra oportunidad para hablar con él más adelante. Mientras tanto, Sophia se apresuró a buscar información sobre los agloks en el Libro de la Sabiduría. Cuando encontró lo que buscaba, lo leyó en voz alta:

—Los agloks son criaturas tremendamente fuertes y voraces. Sus garras son robustas y pueden cargar presas que doblen su propio peso. En ocasiones, utilizan su enorme pico de sierra para aliviar la carga y… ¿a qué se refiere con eso de aliviar la carga?

—Yo que tú, no seguiría leyendo más sobre los agloks —le recomendó Legitatis, que no se había movido de su sitio—. Te basta saber que son peligrosos y extremadamente agresivos. Mi consejo es que te mantengas alejada de ellos y, por supuesto, jamás te acerques a uno de sus nidos.

Sophia asintió.

—Aquí dice que es más frecuente encontrarlos en zonas húmedas, especialmente en todo el territorio de Mneseo y algunos humedales de Autóctono —comentó la muchacha, señalando un párrafo del Libro de la Sabiduría—. Por cierto, ¿qué es Autóctono?

—Otro territorio de la Atlántida —fue la escueta respuesta de Legitatis, casi susurrándola—. Y ahora, silencio, por favor. Ya habrá tiempo más adelante para responder a todas esas preguntas.

La barcaza surcaba las aguas a buen ritmo, pero aún hubieron de transcurrir dos o tres horas hasta que alcanzaron el enlace con el cauce principal. Aunque los muchachos no pudieron pegar ojo, sí tuvieron tiempo de descansar a ratos durante el trayecto. A pesar de las incursiones de algún que otro aglok, así como de un par de seres acuáticos que Legitatis no se molestó en nombrar para evitar que Sophia comenzase a indagar en su libro, el resto del viaje transcurrió con relativa tranquilidad. Si algo dedujeron los muchachos era que a la mayoría de los habitantes no le hacía ninguna gracia vivir cerca de zonas pantanosas plagadas de monstruos asesinos. Les tranquilizó pensar que los edificios de Atlas ofrecerían un aspecto mejor que aquellas casuchas que dejaban atrás.

A medida que avanzaron, el canal se fue despejando hasta que en un momento dado el cielo grisáceo se abrió sobre sus cabezas. No hacía un día de ensueño pero, por lo menos, sabían que era de día.

Un cuarto de hora después, el canal se estrechó notablemente y la barcaza arribó a un paso donde se abría una enorme compuerta de metal oxidada, engarzada entre sendos muros de contención. Fue entonces cuando la tripulación se relajó notablemente y sacaron unos cuantos paquetes de comida. Los muchachos acogieron de buena gana las porciones de carne mechada y queso de cabra acompañados por unos mendrugos de pan un tanto correoso.

—Como ahora no hay demasiado tránsito hacia las lagunas de Mneseo, la vigilancia no es tan necesaria y la compuerta se queda permanentemente abierta… —informó Legitatis, mientras la nave viraba y tomaba el cauce principal.

—¿Y los monstruos acuáticos? —inquirió Ibrahim, que no lo veía nada claro—. Pueden acceder libremente por aquí…

—Es cierto —asintió Legitatis, que ahora sí parecía dispuesto a responder a todas sus preguntas—. No obstante, ellos mismos marcan sus territorios y pocas veces han llegado hasta aquí… También hay que decir que no hay demasiada gente en la Atlántida que quiera ocupar el puesto de vigilante en Mneseo… y en alguna que otra localidad.

Transcurrieron un par de minutos en silencio mientras acababan de comer, hasta que Sophia se atrevió a formular la pregunta que a todos les corroía por dentro.

—¿Va a contarnos de qué va esa misión de la que nos ha hablado antes?

Roland Legitatis se dio la vuelta y se apoyó cómodamente en la barandilla.

—De nada os va a servir que os diga que han robado los anillos atlantes y que, por ello, nuestro continente corre un grave peligro —apuntó, meneando su cabello pelirrojo ante las caras de sorpresa de los tres jóvenes—. Así pues, creo que, cuando menos, sería interesante que os pusiese en antecedentes…

»Habría que remontarse unos diez mil años atrás en el tiempo, que es cuando aproximadamente se origina la civilización atlante —explicó Legitatis—. Por aquel entonces, la Atlántida conformaba junto a Europa, África, Asia, América del Norte, América del Sur y Oceanía los continentes de nuestro planeta… sin llegar a olvidarme, claro está, de los casquetes polares. No me cabe la menor duda de que era el continente más rico de todos en lo que a recursos materiales se refiere; de lo contrario, dudo mucho que Poseidón hubiese deseado ser dueño y señor de estas tierras.

—¿Ha dicho Poseidón? —lo interrumpió Sophia.

—Efectivamente, eso mismo he dicho.

—¿Se refiere al dios Poseidón, el de la mitología griega? —siguió preguntando Sophia—. ¿El mismo al que los etruscos denominaban Nethuns o los romanos Neptuno?

Legitatis enarcó una de sus cejas, mostrándose sorprendido ante las preguntas de la muchacha.

—¿Adónde quieres ir a parar? —repuso el hombre, visiblemente molesto.

—Tanto Poseidón como Neptuno y compañía pertenecen a la mitología clásica —explicó ella con cierto aire de superioridad—. Eso resta credibilidad al relato.

—Puede ser —aceptó el hombre sin llegar a enfadarse—. Estoy completamente de acuerdo con que los mitos no dejan de ser relatos basados en las tradiciones de una determinada cultura o religión. Pero el tema que nos ocupa nada tiene que ver con la religión. En la Atlántida se profesa una religión monoteísta y queda muy desmarcada del culto a diversos dioses paganos. No obstante, y vuelvo a centrarme en lo que nos interesa, la mitología es una forma de explicar cómo ocurrió algo que nos consta que aconteció, pero desconocemos cómo tuvo lugar. ¿Acaso sabrías decirme tú cuáles fueron los orígenes del continente europeo? ¿Cómo fueron los primeros instantes en la civilización helena?

—No… —contestó la muchacha con la boca chica.

Sophia enrojeció de vergüenza y no tuvo más remedio que negar con la cabeza. Roland Legitatis acababa de darle donde más le podía doler, infligiéndole una severa cura de humildad.

—En ese caso, creo que será mejor que siga explicándoos los orígenes de la Atlántida, tal y como se han ido transmitiendo de generación en generación —prosiguió Legitatis, haciendo una pausa para tomar aire—. En esta isla de tan grandes dimensiones, porque aunque sea un continente no deja de ser una isla, vivía una joven muy bella llamada Cuto, de la que se enamoró Poseidón. La historia de la Atlántida cuenta que Poseidón tuvo cinco pares de gemelos.

—¡Cinco pares de gemelos! —repitieron los tres jóvenes al unísono.

—Todo un récord, sin duda —comentó Legitatis—. Los dos primeros recibieron los nombres de Atlas y Gadiro. Los dos siguientes, Anferes y Evemo. Luego vinieron Mneseo y Autóctono. Elasipo y Méstor nacieron en el cuarto parto, mientras que en el último vinieron al mundo Azaes y Diáprepes.

Los muchachos escuchaban atentamente, mientras el barco proseguía su curso por las aguas en dirección a Atlas. Cada cierto tiempo, Ibrahim proveía a Tristán de alguna que otra baya morada para que siguiese el hilo de la conversación y pudiese intervenir.

—Atlas… Mneseo… —murmuró Ibrahim, tratando de hacer memoria—. ¿Acaso no son los mismos nombres de las localidades atlantes?

—Muy observador, muchacho —le felicitó Legitatis, dando una palmada—. Poseidón dividió el continente atlante en diez partes, de manera que cada uno de sus hijos pudiese quedarse con una de ellas cuando alcanzasen la mayoría de edad. Aprovechando la forma ovoide de la isla, Poseidón diseñó una estructura de tres anillos concéntricos de agua, interconectados por un canal que conducía directamente al océano. A Atlas, considerado por Poseidón su hijo mayor, le fue entregado el territorio central, el corazón de la Atlántida, así como poder para gobernar sobre los demás territorios del continente, al ser coronado como el primer rey de la Atlántida. Por su parte, a su hermano Gadiro le correspondió el terreno más rico en recursos minerales, pues en él se asentaba la gran cordillera. Anferes y Evemo se repartieron el espacio ocupado entre el primer y el segundo anillo. Mneseo, Autóctono y Elasipo recibieron su parte en el siguiente anillo, mientras que Méstor, Azaes y Diáprepes se quedaron con los restantes territorios que lindaban con el océano.

—¿Fue un reparto equitativo? —preguntó Tristán.

Roland Legitatis hizo una mueca extraña. No parecía muy proclive a dar su opinión abiertamente.

—A mí me da la impresión de que no —se adelantó Sophia, tratando de recuperar su orgullo.

—Hummm… ¿por qué piensas que no lo fue? —preguntó Legitatis, aliviado por no tener que responder directamente a la pregunta.

—Usted acaba de decir que Atlas recibió el territorio central del continente y, por si fuera poco, fue coronado rey… —recapituló la muchacha—. Sin embargo, ¿acaso Gadiro no era su hermano gemelo? ¿Por qué no fue coronado él? ¿Por qué no instauró dos coronas?

Legitatis chasqueó los dedos y, haciendo un gesto de asentimiento, exclamó:

—¡Ahí están las raíces del conflicto! Lo más probable es que Poseidón no fuese partidario de crear dos reinos para evitar confrontaciones entre sus hijos, pero al final terminó generándolas de igual manera… o peor, nunca lo sabremos —sentenció, encogiéndose de hombros—. Sea como fuere, cuando Atlas y Gadiro alcanzaron la mayoría de edad, Poseidón decretó que, como Atlas era el mayor de los dos, le correspondía la corona atlante. Jamás se encontró documento alguno que acreditase esta decisión, pero así fue. Nuevamente, entramos en el terreno farragoso de las hipótesis. ¿Era verdad que Atlas era mayor que Gadiro? ¿Estimó Poseidón que Atlas estaba más capacitado que su hermano para gobernar? ¿Basó Poseidón su decisión en el atractivo físico? Aunque, en principio, ambos hermanos eran idénticos, quién sabe si Gadiro ocultaba una malformación en alguna parte de su cuerpo. Acertado o no, fue lo que dispuso Poseidón.

—Entonces, ¡pudo haber cometido una injusticia con Gadiro! —concluyó Tristán, tratando de imaginarse la situación—. ¿No protestó Gadiro de alguna manera? ¿Se desencadenó alguna guerra?

—La Historia nos revela que Gadiro debía de ser un hombre de gran corazón y que, mientras vivió, no causó ningún problema. Al contrario, colaboró activamente con su hermano para hacer de la Atlántida un continente próspero —contó Legitatis—. Este carácter noble debió de ser transmitido a sus hijos y a sus nietos, pues la Atlántida evolucionó con rapidez, convirtiéndose en una civilización puntera en todos los aspectos.

»No fue hasta unas cuantas generaciones más tarde cuando los conflictos comenzaron a surgir. Mientras Atlas fue avanzando y transformándose en una ciudad maravillosa, donde podían conseguirse con facilidad trabajo y riquezas, Gadiro se convirtió en un simple territorio minero. Es cierto que de sus minas salían los minerales más puros y las gemas más bellas que habríais visto jamás, pero la riqueza no era para ellos, sino que se enviaba a la capital. Poco a poco, los gadirenses empezaron a quejarse. Si ellos eran los que perforaban las minas, las joyas y los minerales, estos deberían quedarse en Gadiro…

»Pero sus quejas fueron más allá, y comenzaron a plantearse cómo habían llegado a aquella situación, hasta que alguien recordó que Atlas y Gadiro eran hermanos gemelos. Si habían nacido al mismo tiempo, ¿por qué sólo uno se quedó con toda la gloria? ¿Acaso Gadiro no era idéntico a su hermano? ¡Entonces debía tener los mismos derechos que él! Eso implicaba que el gobernador gadirense de aquel entonces, descendiente directo de Gadiro, bien podía ser portador de la corona real. Aquello implicaba además que Gadírica, la ciudad principal de Gadiro, podía haberse convertido en capital y nunca hubiese quedado relegada a un segundo plano. Como bien os estaréis imaginando, el conflicto desencadenó en una rebelión.

Roland Legitatis se quedó callado un buen rato, dejando que los muchachos asimilasen toda la información.

—Supongo que habría dos bandos claramente definidos —intervino, por fin, Ibrahim—. Por un lado estarían los incondicionales de Gadiro y por otro, los de Atlas…

—Lógicamente —asintió Tristán como si hubiese escuchado varias veces aquella historia—. De hecho, la gran mayoría de estos problemas terminan en guerras de consecuencias desastrosas.

—Así es, Tristán —convino Legitatis—. Precisamente por eso, los atlantes quisieron zanjar el conflicto cuanto antes. La mayoría de la población atlante optó por seguir fiel a la tradición y a la elección de Poseidón, dejando en una considerable minoría a los gadirenses.

—Siendo así, debieron de aplastarlos… —concluyó Tristán, emitiendo un silbido. Imaginó cómo pudo ser una batalla de tales proporciones. Nueve territorios atlantes contra uno solo…

—De ninguna manera —le contradijo el hombre, negando con la cabeza—. No se derramó ni una gota de sangre atlante. De hecho, no tuvo lugar ninguna batalla, pues no tenía sentido. En aquellas condiciones, los gadirenses estaban condenados a una muerte segura.

—Entonces, ¿se rindieron sin más? —inquirió Sophia.

—Se rindieron, pero fueron castigados a un exilio permanente —anunció Legitatis con voz solemne—. Los atlantes no estaban dispuestos a correr el riesgo de que en el futuro surgiese una nueva rebelión, por lo que se decidió condenar al exilio a todos aquellos que hubiesen apoyado al sucesor de Gadiro como rey. Ni ellos ni sus descendientes volverían a poner un pie en la Atlántida.

—¿Dónde se les envió? —preguntó Ibrahim, intrigado.

—No sabría decírtelo exactamente, pero fue a un lugar muy lejano de aquí —respondió el atlante—. Se cuenta que a algún lugar de Siberia, aunque no lo sabemos con certeza.

Habían estado tanto tiempo enfrascados con aquella conversación que el viaje se les había pasado volando. De hecho, ya comenzaban a vislumbrarse los edificios de piedra labrada arracimados en el puerto de Atlas. Los muchachos se quedaron observando con detenimiento aquellas primeras imágenes de la capital de la Atlántida. Entonces, Sophia formuló la última pregunta del viaje:

—Antes habló de la Atlántida como el Continente Escondido… ¿Tiene eso algo que ver con el destierro de los gadirenses?

—Absolutamente, Sophia —anunció Legitatis, sorprendido ante la repentina ocurrencia de la joven. Sin duda, era muy inteligente—. Para evitar un hipotético regreso de los rebeldes, los atlantes idearon un sistema que hizo desaparecer al continente de la faz de la Tierra. La gigantesca isla que constituye la Atlántida se desvaneció de la noche a la mañana sin levantar grandes sospechas entre las demás civilizaciones exteriores. Precisamente es ese sistema el motivo de que nuestro continente se encuentre actualmente en grave peligro…

—Ahora comprendo por qué Platón decía en sus textos que la Atlántida quedó devastada por los efectos de un terremoto o un tsunami —comentó la muchacha, recordando una de sus muchas lecturas—. Según él, sus tierras fueron completamente inundadas y quedó sumergida para siempre bajo las aguas de los océanos, haciendo que el tiempo la dejara en el olvido. Ése es el motivo de que a la Atlántida siempre se la haya conocido como el Continente Perdido.

—¡Ah, Platón! —exclamó Roland Legitatis esbozando una sonrisa que sacó a relucir su blanca dentadura—. Aristocles Podros era su verdadero nombre… Fue un gran personaje y buen amigo de los atlantes.

—¿Amigo de los atlantes? —preguntaron los muchachos sorprendidos—. ¡Pero si era un filósofo griego!

—Ciertamente —reconoció el hombre, desplazándose por la cubierta de la nave—. Ya os hablaré de él más adelante. ¡Ahora tenemos que ponernos en marcha!

Lanzaron varias cuerdas desde la barcaza que fueron rápidamente amarradas en el muelle y los muchachos siguieron los pasos de Legitatis por la pasarela.

—Aguardad aquí un instante —les ordenó, mientras él se acercaba a hablar con dos hombres de aspecto rudo y no muy amable. Debió de preguntarles algo y ellos le contestaron con sendos gestos, señalando hacia unas casetas. Legitatis se dio la vuelta y avisó a los muchachos—: Vamos, los caballos aguardan ensillados en las cuadras.

Atravesaron un camino adoquinado flanqueado a ambos lados por pequeñas edificaciones de aspecto medieval. Nada de lo que veían les hacía pensar que aquella era una civilización tecnológicamente muy avanzada, capaz de volverse invisible a lo ojos del planeta. Era verdad que había sido capaz de traerles desde sus respectivos países hasta allí, y también que la barcaza había navegado con una rapidez asombrosa; además, las farolas que iban dejando atrás tenían un diseño original. Si no disponían de electricidad, algún medio dispondrían para generar energía…

Tanto Sophia como Tristán habían montado a caballo con anterioridad. Ibrahim, en cambio, acostumbrado al pillaje en las callejuelas de Luxor y El Cairo, no había visto en su vida un caballo y sintió pánico al acercarse a uno de ellos. Tuvieron que ayudarle para subirse a la grupa de la yegua marrón sobre la que ya montaba el joven hechicero que los había acompañado durante el viaje.

—El secreto para dominar a un caballo es demostrarle quién manda —le dijo, una vez el egipcio estuvo sentado a sus espaldas. De pronto, notó cómo sus piernas se encogían, y sus manos tiraron fuertemente de su túnica—. Y, sobre todo, nunca debes mostrar miedo… A propósito, me llamo Stel.

—Encantado de conocerte, Stel —respondió el muchacho, que no paraba de pensar en qué sucedería si perdía el equilibrio—. Mi nombre es Ibrahim y no soy de por aquí…

—Permíteme que te diga que eso salta a la vista, amigo —apuntó Stel—. ¿De dónde eres exactamente?

—De Egipto —se apresuró a contestar Ibrahim.

—¿Egipto? Suena bastante interesante… ¿Eso por dónde queda?

Ibrahim estaba a punto de contestarle cuando Legitatis dio la orden de cabalgar. Se aferró con fuerza a la espalda de su compañero de viaje y, de inmediato, los caballos se pusieron en marcha haciendo que el sonido de los cascos resonara en el adoquinado. ¡Iban camino del Palacio Real!

Ibrahim vivió como un auténtico calvario los primeros minutos. Sus nudillos estaban blancos de tanto agarrarse a la túnica de Stel, y por ahí se le escapaba la fuerza que necesitaba para sentarse bien. Resbalaba constantemente y a punto estuvo de caerse en un par de ocasiones. Para colmo de males, Stel le hablaba como si tal cosa, mientras los demás cabalgaban alegremente delante de ellos.

—Yo nací en Evemo, aunque la mayor parte de mi vida la he pasado en Elasipo. Ya sabes, estudiando las artes de la magia —vociferó por encima del hombro—. ¡Cuéntame cómo es Egipto! Hasta hoy, nunca había oído hablar de tal lugar.

Ibrahim se mostró sorprendido ante tal revelación. ¿Cómo podía existir alguien en el mundo que nunca hubiese oído hablar de las pirámides o de la Esfinge? Durante unos minutos, le explicó brevemente los detalles más importantes que caracterizaban la historia de su país, su cultura, su clima… Si había aprendido algo a base de merodear entre tanto turista era precisamente eso.

—Y, dime, ¿tus amigos también vienen de Egipto?

—Oh, no… De hecho, nos acabamos de conocer. Ellos son de Italia y de Grecia —contestó Ibrahim. Aquella respuesta pareció sorprender a Stel pero, antes de que le preguntase algo nuevo, se adelantó el egipcio—: Por cierto, has hablado de la magia y de lugares donde se estudia… Cuéntame más.

Stel accedió de buena gana. Ibrahim se había relajado notablemente, porque el caballo llevaba un ritmo más pausado. Iban en fila de a dos, ascendiendo las duras rampas que conducían a la impresionante ciudad de Atlas. No cabía duda de que la montaña suponía una excelente protección. El joven hechicero señaló de pronto en una dirección y dijo:

—¿Ves aquella extensión de terreno que hay tras el primer anillo de agua? —Ibrahim contempló unas tierras bastante llanas y aparentemente ricas en cultivos—. Eso es Evemo, el lugar en el que yo nací. Estaba destinado a llevar una vida apacible entre plantaciones de arroz y cultivos de cereales cuando un atardecer mi vida cambió para siempre.

—¿En serio? ¿Qué sucedió?

—Tenía seis años, lo recuerdo perfectamente. Estaba jugando con mi hermano mayor a la vera de un riachuelo cuando sentí un dolor inmenso en el tobillo. Al principio pensé que me había clavado una rama afilada, pero, cuando mi hermano se acercó para ver qué me había sucedido, vio cómo la vida de un áspid dorada se apagaba lentamente.

—¿Te picó una serpiente?

—Un áspid dorada no es una serpiente cualquiera —le corrigió Stel—. Es la serpiente de la magia. Sólo ellas pueden dotarte de ese poder y, créeme, no hay muchas. De hecho, sólo pueden transmitir la magia a una única persona y lo hacen cuando pican. Inmediatamente después, perecen…

Ibrahim se quedó pensativo.

—¿Qué tipos de poderes te dan?

—Poder emplear un amuleto, sin ir más lejos —respondió Stel, sacando a relucir el suyo, que era una hermosa piedra de color verde jaspeado—. ¿Ves esto? Para una persona normal y corriente, no sería más que una vulgar gema. Pero para alguien que lleva la magia en sus venas…

Un ruido sordo sonó a sus espaldas y Stel frenó en seco a su caballo. Ibrahim había perdido el equilibrio y había caído al suelo como un fardo pesado.

—¿Estás bien, muchacho? —le preguntó uno de los viandantes que se había acercado a ayudarlo amablemente. Sin embargo, al ver su extraña forma de vestir, dio un paso atrás.

—Sí, sí, gracias… Qué caída más tonta —dijo, sonriendo al tiempo que se masajeaba su hombro dolorido.

—Podías haberte hecho mucho daño —le advirtió Roland Legitatis, que había desmontado de su corcel y se aproximaba hasta él—. Has tenido suerte de que ya estemos en la ciudad. Podías haber caído terraplén abajo… Descansaremos unos minutos mientras te recuperas. Al fin y al cabo, nos encontramos muy cerca del Palacio Real.

—Estoy bien, de veras —le tranquilizó Ibrahim—. Sólo ha sido un pequeño despiste… No quiero entorpecer la marcha.

Legitatis sonrió.

—No es ninguna molestia. De hecho, podría decirse que acabas de caer rendido a los pies de Platón. No podías haber sido más oportuno…

En ese preciso instante, los muchachos repararon en la enorme estatua que dominaba el centro de aquella plaza. Era una talla de muy bella factura de un hombre. Lucía un cabello largo y ondulado, mientras que su barba parecía un cúmulo de caracolillos. Vestía una túnica y tenía la mirada perdida en un grueso libro que sostenía con su mano izquierda, mientras la derecha estaba levantada con el dedo índice en alto. Claramente, representaba una escena en la que el hombre estaba enseñando.

—¿Ése es… Platón? —preguntó Sophia, que no daba crédito a lo que estaba viendo.

—Así es —confirmó Legitatis.

La joven cretense se quedó fascinada contemplando aquella figura. La estatua estaba ubicada en el centro de una plaza de amplias dimensiones. Las dos terrazas que había, situadas una a cada lado del arco de entrada, ofrecían un aspecto triste y desangelado. Apenas había gente tomando un refresco o un vino. Se percibía cierta suciedad en el ambiente, aunque lo que más llamó la atención de los muchachos fue ver a dos o tres personas mendigando.

—¿Cómo es posible? —dijo la muchacha, tratando de buscar una explicación a la estatua que allí había, mientras Tristán e Ibrahim la miraban asombrados—. Ahora que lo pienso, fue Platón quien habló de la Atlántida en los diálogos de Timeo y Critias. De hecho, en el primero de ellos la describía como una isla más grande que Asia y Libia juntas, emplazada más allá de las Columnas de Hércules. Aporta numerosos detalles al respecto pero ¿significa eso que…?

—Dilo, dilo… —la animó el atlante.

—¿Significa eso que… estuvo aquí?

—¡Correcto! —confirmó Legitatis, dando una palmada—. De hecho, hasta ahora, Aristocles Podros tenía el honor de haber sido la única persona en la historia de la humanidad que había puesto sus pies en la Atlántida… sin ser un atlante. Debéis saber que ahora vosotros compartís ese privilegio. Nuestro particular sistema de ocultación nos aisló completamente del mundo. Ni los rebeldes ni nadie han podido saber de nuestra existencia hasta ahora… salvo Platón y vosotros.

—Nosotros hemos sido capaces de superar esa barrera de protección a través de las cámaras… —apuntó Sophia.

—Estás en lo cierto —asintió Legitatis—. No obstante, los servicios de seguridad de la Atlántida captaron la activación de las cámaras. Algo que, al parecer, hasta entonces no había sucedido…

—¿Y no podría haber salido alguien de las fronteras de la Atlántida? —insistió el italiano.

—¿Quién iba a querer hacer tal cosa? —inquirió Legitatis, enarcando las cejas. Sus palabras y gestos denotaban confianza. No encontraba motivos por los cuales alguien quisiera abandonar las fronteras del continente—. Además, dudo mucho que si alguien hubiese abandonado el perímetro del escudo hubiese estado capacitado para regresar… Me temo que no es posible.

—A no ser que dieses con una de esas cámaras…

—Efectivamente.

Aunque aquella respuesta no resultó del todo convincente, a Sophia no pareció importarle. Le fascinaba saber que uno de los filósofos más grandes de la Historia había estado allí y ansiaba saber algo más sobre el tema.

—Entonces, ¿por qué Platón? —insistió la muchacha.

Roland Legitatis suspiró. Dirigió una profunda mirada a la estatua y dijo:

—No soy la persona más adecuada para responder a esa pregunta, Sophia. Sin duda, cuando te lo presente, Remigius Astropoulos te podrá proporcionar más información al respecto —Legitatis se dirigió a Ibrahim—: ¿Estás mejor ya? Creo que deberíamos ponernos en marcha.

Ibrahim asintió. Aún se sentía magullado, pero no le impediría cabalgar. No después de lo que acababa de oír…

Legitatis dio unas órdenes y cuatro de sus hombres partieron de inmediato. El resto galopó entre las calles de Atlas bajo la atónita mirada de los habitantes que, de manera esporádica, se volvían para mirar la causa de tanto revuelo.

A Ibrahim poco le importaba si cuchicheaban acerca de su procedencia o de su forma de vestir. Había algo que quería comentarle a Stel y, acercándose como buenamente pudo, le susurró al oído:

—Creo que a mí también me ha picado un áspid dorada… El joven hechicero siguió galopando sin reacción alguna, como si no le hubiese oído.

—¿Por qué dices eso? ¿Acaso no vienes de Egipto? Si no me equivoco, este tipo de serpiente habita únicamente en tierras atlantes…

—Quién sabe… Es posible que alguien encerrase un ejemplar de áspid dorada en aquella cámara y que haya permanecido durante todos esos años aguardando a su víctima…

—Piensa lo que dices, Ibrahim —le espetó Stel—. Estamos hablando de siglos… Tal vez incluso de milenios en los que esa cámara ha permanecido cerrada. ¿Cómo va a sobrevivir una serpiente allí durante tanto tiempo?

El egipcio meditó su respuesta unos segundos y finalmente contestó:

—Has dicho que esa serpiente muere cuando muerde a una persona. Si hasta entonces no lo había hecho… —El mismo Ibrahim sabía que su argumento era algo retorcido pero ¿qué podía esperarse de una serpiente que confería poderes mágicos?—. Además, yo también tengo un amuleto… y puedo usarlo.

En el preciso instante en el que enfilaron la avenida principal, el caballo de Legitatis relinchó. Acababan de llegar a las inmediaciones del Palacio Real y parecía que se avecinaban problemas.

Frente a las lujosas verjas que cerraban el paso a los jardines reales, se agolpaba un buen número de personas. Probablemente superase el medio centenar y, aunque no se les notaba excesivamente exaltados, sí se percibía un murmullo de intranquilidad entre ellos. Sus rostros no ocultaban cierta preocupación, que se veía reflejada en alguna de las vistosas pancartas que portaban. Si Cassandra se hubiese encontrado allí, los ánimos se hubiesen encrespado mucho más, pensó Legitatis. Pese a todo, varios guardias de seguridad permanecían atentos para atajar a cualquier tipo de altercado.

Cuando la comitiva se aproximó a su posición, se hizo un silencio profundo. Toda aquella gente se los quedó mirando como si fuesen extraterrestres venidos del más allá. El golpeteo de los cascos contra el pavimento envuelto en aquel silencio abrumador provocó más de un escalofrío entre los recién llegados. La tensión se cortaba como un cuchillo. A decir verdad, los muchachos no se esperaban recibimiento alguno, pero aquel silencio los había dejado mudos de asombro.

¿Acaso era posible que todas aquellas personas estuviesen esperando su llegada? Su sorpresa e indiferencia daba a entender que no. Pero ¿existía algún tipo de relación entre su presencia y ese cometido del que les había hablado Legitatis? Posiblemente. Sea como fuere, el primer grito que alguien profirió desde la multitud dejó bien claro que aquello no era un comité de bienvenida.

—¿Dónde está el rey?

—¿Es cierto que han desaparecido los anillos?

—¿Vamos a ser invadidos por los rebeldes? —preguntó una mujer con voz temblorosa.

—¡Queremos respuestas!

La gente comenzó a gritar con más intensidad. Unos lo hacían enfadados, mientras que para otros era un síntoma de desesperación, pero nadie se quedó indiferente ante la ausencia de Fedor IV. Afortunadamente, la guardia de seguridad les abrió paso entre el gentío y evitó males mayores.

Una vez dejaron atrás el bullicio, los tres muchachos suspiraron de alivio. Entonces quedaron asombrados al contemplar de cerca el majestuoso edificio de tres plantas de alto que debía de extenderse a lo largo de un centenar de metros. Su fachada era blanca, aunque las bases estaban levantadas con piedra de color rojo. Sendas cúpulas azules se alzaban sobre los torreones que había a ambos lados de la estructura. Era el Palacio Real.

Legitatis les indicó hacia dónde debían encaminarse.

—¿De verdad tienes un amuleto? —preguntó Stel en un susurro, retomando la conversación que había quedado a medias.

Ibrahim volvió a asentir.