X - El líder de los rebeldes

Acababa de dejar atrás la tercera compuerta. Sin duda, había resultado mucho más sencillo de lo previsto. A diferencia del paso que separaba los territorios de Evemo y Elasipo por aquella vertiente, donde sí hubo que echar mano de la magia, el acceso hacia las montañas de Gadiro evidenciaba la triste situación de la Atlántida. Junto al enorme portalón que cerraba el paso al último tramo de vía fluvial que conducía al océano, había una garita de ladrillo rojo y amplios ventanales dorados que la hiedra amenazaba con devorar. Su interior estaba ocupado por un solo vigilante con cara de cerdito y parsimonioso a la hora de actuar; su obesidad era un claro síntoma de la pereza y holgazanería con las que desempeñaba su trabajo rutinario. Por supuesto, el ladrón lo dejó fuera de combate en un abrir y cerrar de ojos.

El aerodeslizador atravesó las aguas cristalinas del canal y prosiguió su silencioso camino adentrándose en un ambiente radicalmente distinto. Si la vegetación y los bosques envolvían los terrenos de Elasipo, Gadiro presentaba un paisaje mucho más árido y rocoso. Dejó atrás agrupaciones de arbustos y hierbajos en las zonas próximas al canal, pero las rocas y los minerales comenzaron a acaparar el protagonismo a medida que se aproximaba a las laderas de la inmensa cordillera.

No eran montañas que abrumasen por su altura y sí por los insondables túneles que albergaban en su interior. Durante miles de años, los atlantes —y muy especialmente la raza enana— habían horadado la cordillera de Gadiro en busca de su más preciado metal: el oricalco. Aquellas minas eran tan ricas en recursos que también les habían permitido extraer de sus entrañas oro, plata, cobre, estaño y otros muchos metales, además de piedras preciosas de gran valor. No obstante, dos o tres siglos atrás, la pureza de los metales comenzó a decaer y las minas fueron poco a poco abandonadas. Sólo quedaban algunos enclaves en funcionamiento. Salvando las zonas más pobladas, las minas se habían convertido en un territorio tremendamente peligroso, habitado por criaturas del abismo.

Afortunadamente para el ladrón, no tendría que atravesarlas. Al igual que había hecho en Elasipo, seguiría una trayectoria paralela al canal. De esta manera, con un poco de suerte, lograría estar al atardecer en las inmediaciones del puerto de la Atlántida.

El viaje transcurrió con relativa tranquilidad. Únicamente tuvo que hacer un alto en el camino para estirar las piernas y beber un poco de agua. Fedor IV permaneció inconsciente la mayor parte del trayecto, algo que le facilitó mucho la labor. Únicamente dio síntomas de despertarse a pocos kilómetros del puerto. A partir de aquel instante, el ladrón extremó su cautela.

Por fin dejó la inmensa cordillera a sus espaldas y sus ojos se clavaron en las primeras edificaciones que crecían en las proximidades del puerto. No eran demasiadas, pero menos habría al otro lado del canal, en los gélidos parajes de Azaes… Sabedor de que enfilaba el último tramo de su viaje y que le quedaba muy poco para llegar a su destino, aceleró el motor, era preferible no llamar la atención pero, a aquellas alturas, poco iban a poder hacer para detenerle.

Cinco minutos después, se adentró en el entramado de callejas adoquinadas que apestaban a pescado. Las pocas farolas que había encendidas revelaban a duras penas el panorama desolador que presentaban las lonjas a última hora de la tarde. Sólo las luces de un par de tabernas dejaban entrever que algunos mercaderes tenían motivos que celebrar… o penas que ahogar. En cualquier caso, no había ni un alma en las calles.

El gemido de Fedor IV quedó ahogado por las risas y el alborozo de un hombre y dos amigos que abandonaban en ese preciso instante El Esturión, una de las tabernas más concurridas del lugar. El que salió primero vio pasar el aerodeslizador como una estrella fugaz y exclamó a viva voz:

—¡Eh! ¿Habéis visto eso?

—¿Qué se supone que deberíamos haber visto, Karl? —preguntó el que sostenía la puerta.

—Uno de esos aparatos voladores… —contestó el primero con voz pastosa, señalando hacia un lugar indeterminado en el que las farolas no mostraban nada fuera de lo normal—. ¡Un aerodeslizador!

—¡Venga ya! Hace tiempo que no se fabrican. Y, aunque lo hiciesen, no habría suficiente energía para moverlos…

—Os juro que…

—Déjalo, creo que has bebido demasiado —le reprochó el otro—. Será mejor que vuelvas a casa. Dentro de unas horas tenemos que estar en el puerto para recibir la nueva mercancía…

—Bah, qué más da si llegamos un poco más tarde…

Aquel pequeño sobresalto no impidió seguir adelante al aerodeslizador que, tras desaparecer por un recodo, se introdujo en el paseo marítimo que desembocaba en el famoso puerto de la Atlántida.

Se detuvo y, al contemplar el paseo marítimo de cerca, el ladrón sintió una nueva descarga de ira en su interior. Apenas podía apreciarse un puñado de bombillas encendidas en el que había sido el puerto mercante más majestuoso de todo los tiempos. La luz de la luna iluminaba con claridad la bahía en la que otrora se encontraba amarrada una maravillosa flota. Ahora, no era más que un cementerio de barcos hundidos o encallados, que difícilmente volverían a surcar de nuevo los mares. Muretes derrumbados por los embates de las olas del mar, algas resecas esparcidas por el suelo o un faro marítimo que nadie se molestaba en poner en marcha eran los vestigios del puerto que caracterizó a la civilización más importante que había existido jamás.

—¡Qué lástima! —se lamentó Akers, dirigiendo una mirada de reojo al monarca atlante—. No obstante, todo va a cambiar a partir de ahora. Muy pronto, la Atlántida recuperará todo su esplendor.

Volvió a observar la bahía con detenimiento. A lo lejos distinguió las siluetas de las dos estatuas que, con más de diez metros de altura, fijaban los límites del puerto. Muchos milenios atrás, fueron esculpidas en mármol blanco, y si habían aguantado el paso del tiempo había sido gracias a la magia. Eran tremendamente ricas en detalles, pues podían percibirse con total claridad los pliegues de los ropajes, las botas, los cinturones engastados… Ambas figuras mostraban una expresión ceñuda, pómulos marcados y una barba perfectamente recortada. Representaban a los gemelos Atlas y Gadiro, cuya historia determinó el devenir del continente mucho tiempo atrás. Eran idénticas salvo por un pequeño detalle: a diferencia de su hermano, Atlas lucía una hermosa corona real.

Precisamente, las dos estatuas marcaban los límites del escudo de protección que se nutría de la energía producida por los anillos atlantes que ahora obraban en su posesión. Más allá, se abrían las puertas del océano y de otro mundo. Y aquel era el lugar al que debía dirigirse en esos instantes pues, mientras perdurase la energía del escudo, Branko y sus hombres no podrían traspasar las fronteras de la Atlántida. Una vez él atravesase el escudo hacia el exterior, tampoco podría regresar… hasta que este cayese de una manera definitiva.

Animado por los cambios que se avecinaban en el continente, puso de nuevo el vehículo en marcha. Dejó atrás un par de veleros que aquella noche no habían salido a faenar y enfiló los últimos metros de muelle para, unos segundos después, sobrevolar las aguas. La marea estaba bastante tranquila y no había oleaje que pusiese en peligro el alcance de su objetivo. De hecho, cuando pasó entre los dos colosos de piedra, un sentimiento de orgullo y de liberación le recorrió las entrañas con la misma intensidad que una descarga eléctrica.

Las olas iban y venían con gran parsimonia, ajenas al objeto que las sobrevolaba. Akers aminoró la marcha y mantuvo el aerodeslizador suspendido en el aire, mientras alzaba el amuleto por encima de su cabeza. Había llegado el momento de hacer la señal.

Si hubiera habido alguien vigilando en el puerto, se habría percatado de aquella luz que destelló en tres ocasiones. Sí la avistó el vigía de la nave que estaba sumergida a unos doscientos metros de su posición porque, un par de minutos después, las aguas comenzaron a agitarse intranquilas bajo la atenta mirada de Jachim Akers.

Como si de un monstruo marino se tratase, una enorme figura metálica comenzó a emerger de las profundidades. Lo primero que se reflejó a la luz de la luna fue la silueta ovalada de una cabina, seguido, de la grandiosa estructura plateada. Se trataba de un submarino de última generación de colosales proporciones. Su parte delantera no tenía la clásica forma redondeada de un supositorio, sino que era más bien afilada. Diseñado para cortar las aguas de los océanos sin esfuerzo alguno y para enfrentarse incluso a los hielos, aquel submarino había recorrido miles de kilómetros. Invisible, pues era indetectable tanto para los radares como para los satélites, y dotado del armamento más poderoso, aquel vehículo era una obra maestra de la ingeniería.

Una vez estuvo completamente estabilizado y las aguas se calmaron, la escotilla que se escondía en la parte superior de la cabina se abrió y una cabeza asomó por ella.

—¿Akers? —fue todo lo que dijo, dirigiéndole una mirada amenazante.

—Branko me espera —respondió el interpelado, después de asentir.

Ciertamente, aquel era Jachim Akers. Nadie más estaba al tanto de que Branko iba a bordo de aquella nave.

—Está bien, adelante —ordenó el hombre, parco en palabras. Al ver cómo el aerodeslizador se ponía en marcha, algo le llamó la atención—. Espera, alguien más viaja en ese vehículo.

—Es una pequeña sorpresa para Branko —respondió Jachim Akers desde su vehículo—. Tranquilo, es inofensivo.

—Sólo tú estás autorizado a subir a este submarino —advirtió el hombre—. La seguridad…

—Escúchame bien, estúpido —le interrumpió Akers. Sus ojos se habían encendido por la ira y el amuleto colgado de su cuello parpadeaba ligeramente—. Me he jugado el cuello para capturar a este prisionero y, desde luego, no se me pasa por la cabeza poner en peligro la misión. Créeme si te digo que cuando Branko se entere de quién es, si no me dejas pasar con él, desearás no haber nacido. Como poco, querrá tener tu cabeza colgada en su salón de trofeos…

No le hizo ninguna gracia que lo amenazaran de aquella manera, pero Akers había hablado de una manera tan mordaz y convincente que se vio obligado a ceder. Con un gruñido, se hizo a un lado y, cuando llegaron a la escotilla, dejó que el recién llegado pasase junto a su prisionero.

La brisa marina había terminado por despertar a Fedor IV quien, atado y amordazado como iba, no tuvo más remedio que hacer lo que le ordenaban. Con paso vacilante, el rey de la Atlántida descendió por la escalinata vertical hasta posar sus pies sobre el suelo de rejilla.

Después de cerrar la escotilla, el vigilante los guio por un pasillo estrecho y mal iluminado. Mientras recorrían los entresijos del submarino, Akers seguía dándole vueltas a la misma pregunta: ¿qué lograría sacar por entregar al último rey de los atlantes? En realidad, ¿qué podía pedir?

—Por aquí —les indicó el vigía, abriendo una puerta que, por lo que pesaba, debían de haberla fabricado con acero macizo. Pasaron ante dos tripulantes vestidos con sendos monos negros y prosiguieron su camino por el conducto—. Aquel es el camarote de Branko. Hace tiempo que te espera.

—Lo sé… —asintió Akers, consciente de que había llegado la hora de la verdad—. Será mejor que entre solo y tú custodies al prisionero mientras hablo con él. Si bien es cierto que no tiene muchos sitios adonde ir, te recomiendo que no cause ningún problema.

—Pero debo regresar a mi puesto…

—Créeme, esto es mucho más importante —insistió Akers clavando una mirada dominante en el hombre—. Yo te avisaré cuando debas hacerlo pasar. Prometo no hacerte esperar demasiado…

Inmediatamente después, llamó a la puerta y, sin esperar respuesta alguna, entró en el camarote del líder rebelde.

Encontró a Branko consultando multitud de mapas. Era un hombre corpulento y, por las escasas arrugas de su rostro, no debía de superar los cuarenta años. Su largo cabello rubio caía sobre una voluminosa capa de piel. Levantó la vista y sus ojos grises, completamente fríos e inexpresivos, cruzaron su mirada con la de Jachim Akers. La cicatriz que partía en dos su mejilla derecha le confería un aspecto siniestro. Lo escrutó de arriba abajo, como si tratase de desvelar los secretos que albergaba en su alma.

—Te has retrasado más de la cuenta —le espetó a modo de saludo. Los dedos de su mano derecha tamborilearon sobre la mesa, impacientes. Sus uñas, mugrientas y muy mordisqueadas, dejaban entrever que era una persona nerviosa—. Y sabes que no me gusta que me hagan esperar.

—Tienes razón, debo presentarte mis más sinceras disculpas, pues surgieron pequeños imprevistos al regresar —respondió Akers, inclinando su cabeza teatralmente. Para ser la primera vez que se veían las caras, no era demasiado cordial.

—¿Dices al regresar? —inquirió Branko frunciendo el ceño—. Así pues, debo entender que la misión…

—La misión de la cual hablamos ha sido ejecutada con éxito —Akers sonrió. Deslizó su mano entre los pliegues de su túnica y extrajo el abultado paquete en el que había envuelto los objetos robados. Branko tuvo que controlarse para no aparentar mucho nerviosismo—. Aquí tienes el corazón del poderoso escudo atlante: los anillos de oricalco, oro y plata.

Fue algo fugaz, pero los ojos de Branko emitieron un destello de emoción al recibir tan valiosos objetos. Se apresuró a desenvolver el paquete con sumo cuidado y su gesto de satisfacción quedó más que patente cuando vio los tres anillos.

—Has hecho un gran trabajo —lo felicitó Branko, sin apartar la vista del tesoro. De uno de los cajones del escritorio extrajo una bolsita de cuero cargada de monedas y la depositó sobre su escritorio. Unos segundos después, se mordió el labio y preguntó—: ¿Cuándo podremos entrar?

Akers negó con la cabeza.

—Desgraciadamente, es imposible saberlo.

Como era lógico, aquella respuesta no fue del agrado del líder rebelde, que estrujó la bolsa de tal manera que las monedas hubiesen gritado de dolor de haber podido hacerlo.

—¿Me estás diciendo que no sabemos cuánto tiempo durará la energía almacenada?

—Así es —asintió Akers, que no vaciló un instante a la hora de responder. Sin duda, se mostraba confiado, pues tenía motivos—. En cualquier caso, dispongo de algo que amenizará esa espera…

—¡No necesito nada para entretenerme! —gritó Branko, dando un puñetazo sobre la mesa con tal ímpetu que a punto estuvo de partirla en dos—. ¡Los bufones no ganan batallas! Llevo esperando mucho tiempo este momento y no pienso…

Se calló al ver que Jachim Akers se daba media vuelta y se dirigía a la puerta dejándole con la palabra en la boca. Su indignación creció hasta puntos extremos y sus ojos amenazaron con despedir rayos cuando se abrió la puerta.

—Hazlo pasar —oyó decir a Akers.

Branko no daba crédito a lo que estaba sucediendo. Allí, delante de sus mismas narices, aquel individuo se movía con un desparpajo inusual y… ¡encima se atrevía a dejar entrar en su camarote a alguien sin su permiso! ¡Inaudito!

El rostro colérico del líder rebelde lo decía todo y, por eso, Akers se apresuró a hablar:

—Perdona mi osadía, pero estoy seguro de que te interesará conocer a Fedor IV, rey de la Atlántida —anunció, asiendo, al monarca por el brazo y haciéndolo pasar con brusquedad.

Tras las palabras de Akers, un silencio helador invadió la estancia. Pasaron unos segundos y aquel mutismo se vio de pronto interrumpido por el sonido de los motores del submarino. Al parecer, se ponían en marcha de nuevo. De hecho, Akers sintió cómo la nave iniciaba su descenso a las profundidades del mar, aunque la oscuridad que reinaba en el exterior hizo imposible distinguir el cambio de superficie a través del ojo de buey que se abría tras el escritorio de Branko.

—¿Es cierto lo que dices? —preguntó con incredulidad. Sin esperar respuesta, se dirigió al recién llegado—. ¿Eres tú el último heredero de la estirpe de Atlas? —Fedor IV entornó la mirada y observó a Branko desafiante—. ¡Contesta a mi pregunta!

Aquella mirada sacó de sus casillas a Branko, quien le propinó un bofetón que le hizo perder el equilibrio y cayó al suelo estrepitosamente. Akers lo contempló alarmado.

—No creo que…

—¡No me importa lo que tú creas! —le espetó Branko al joven hechicero—. Durante milenios, los descendientes de Gadiro, el único y verdadero rey de la Atlántida, hemos vivido condenados en el exilio. Y ahora, por fin, ha llegado el momento de poner las cosas en su sitio. Sin embargo, no pienso olvidar el pasado. Si es en verdad quien dices que es, debe pagar por lo que han hecho todos sus antecesores. ¡Absolutamente por todos! Y ahora —dijo en un tono más calmado, dándole un fuerte tirón a sus cabellos—, me vas a decir si eres o no descendiente de Atlas.

Sin embargo, Fedor IV siguió sin abrir la boca ni hacer gesto alguno, lo que le costó un nuevo bofetón que le produjo un corte en el labio inferior.

—¡Ya basta! —exclamó entonces Jachim Akers, torciendo la mandíbula. Branko le dirigió una mirada asesina—. Es mi prisionero.

—En ese caso, coge tu paga y márchate —repuso Branko, conteniendo su ira al tiempo que señalaba el saquito de monedas que reposaba sobre la mesa de despacho.

—Está bien —anunció con voz calmada—, pero el prisionero no entraba en el trato, así que se viene conmigo.

Branko rio al comprender las intenciones de Jachim Akers.

—Así que quieres negociar…

—Tú lo has dicho.

Fue entonces cuando Fedor IV pronunció las escasas palabras que saldrían por su boca en aquel camarote tan siniestro.

—Debería darte vergüenza —le echó en cara desde el suelo, escupiendo la sangre que le brotaba de la boca—. Vendes a tu patria por un miserable puñado de monedas…

El joven hechicero reaccionó de inmediato y, contagiado por la ira del líder de los rebeldes, le propinó una patada en el costado izquierdo.

—Quiero que te quede claro que, aunque los objetivos que tengamos sean los mismos, los sentimientos que mueven a Branko nada tienen que ver con los míos —repuso Akers con visible indignación, mientras Fedor IV se retorcía de dolor en el suelo—. Nuestra querida Atlántida, la civilización más importante de todos los tiempos, se encuentra en un lamentable período de decadencia. No hay más que ver la mayoría de las ciudades y edificios importantes. Hemos pasado de usar la energía más avanzada y los medios de transporte más eficientes a consumir casi todos nuestros recursos y volver a viajar en caballo y barcos de vela. Percibo la apatía y la desidia con la que los atlantes afrontan cada uno de los días de su vida, sin motivación ni ambición algunas. Hemos olvidado nuestras raíces y veo con tristeza cómo cada amanecer trae consigo más penuria y depresión, sin que se haga nada desde las altas esferas para evitarlo. Ha llegado la hora de devolver a la Atlántida todo su esplendor y Branko está dispuesto a conseguirlo.

—Si Branko es… quien creo que es, los designios de la Atlántida… estarán condenados al fracaso… y su hundimiento será total —vaticinó el monarca. Su respiración agitada apenas le permitía hablar.

Branko fue a decir algo, pero se le adelantó Akers una vez más.

—¡Ese ha sido precisamente el error de los atlantes durante toda su historia! No sólo existe un camino para recorrer… es preciso un cambio de rumbo y que los atlantes recuperen lo que se merecen.

Fedor IV meneó la cabeza, pero el aire apenas le llegaba a los pulmones.

—¡Así se habla! —exclamó Branko, sorprendido por las intervenciones de Akers e ignorando los gemidos del monarca—. Conmigo, la Atlántida recuperará todo su poder y el mundo volverá a respetarla. En cuanto a ti, Jachim Akers, tengo que reconocer que tienes dotes para la política. La nueva Atlántida necesitará gente como tú, comprometida y deseosa de dar un vuelco a esta situación tan lamentable.

—Gracias.

El joven hechicero sonrió al recibir aquellas palmadas en su espalda. Al parecer, iba a sacar mucho más partido del secuestro del rey de lo que había imaginado en un principio. Acto seguido, Branko se dirigió a la puerta de su camarote y llamó a voces a alguien para que se llevasen de inmediato al prisionero.

—Encerradlo en el calabozo y mantenedlo con pan y agua —ordenó, sin que Akers protestara en esta ocasión.

Fedor IV aún tuvo tiempo de decir unas últimas palabras antes de abandonar la estancia:

—Estáis muy equivocados si pensáis que el pueblo atlante accederá a vuestras pretensiones.

Branko sostuvo en alto los anillos atlantes y se apresuró a replicar:

—¿Ves esto? Es la llave que me abrirá las puertas de la Atlántida. ¡Nadie me va a impedir pisar su territorio!

—Desgraciadamente para nosotros, en eso te doy la razón —se lamentó el rey—, pero no conseguirás conquistar los corazones de los atlantes.

—¿Acaso tú lo has conseguido? —le espetó Akers.

La pregunta brotó de su boca como expulsada por un resorte y causó un dolor lacerante en el monarca. Al oírla, Fedor IV sintió lo mismo que si le hubiesen atravesado el corazón con un puñal de acero. ¿Había llegado él al corazón de lo atlantes? ¿Hasta qué punto le querían? ¿Sería posible que, igual que Jachim Akers, la gran mayoría lo considerara responsable de la decadencia atlante? Mientras pensaba esto, Fedor IV cruzó la puerta.

Branko, por su parte, se había quedado obnubilado contemplando cómo desaparecía de su vista aquel hombre. Así pues, creía que no sería capaz de conquistar los corazones de los atlantes…

—Pues está muy equivocado —respondió en alto a sus pensamientos unos segundos después—. Ya lo creo que me ganaré el corazón de todos los habitantes de la Atlántida. No obstante, ahora mismo, nuestro principal problema va a ser desembarcar en el continente.

Branko se volvió hacia sus mapas y Akers intervino.

—Aunque sea una zona que a priori no presente grandes dificultades, no creo que sea una buena idea acceder por el puerto —opinó el hechicero con cierto desdén.

—No puedes estar más en lo cierto, Akers —reconoció Branko, que esta vez no parecía molesto porque el hechice hubiese opinado sin que nadie se lo pidiese—. Una ofensiva por el puerto sería una auténtica declaración de guerra y, desde luego, la peor forma de ganarse el corazón de los atlantes.

—Intuyo que tienes algo pensado…

—Desde luego —respondió Branko con optimismo—. He tenido tiempo de sobra para planificarlo, Akers, y no creerás que vaya a dejar nada al azar…

—¿Entonces?

—Penetraremos con discreción por uno de los territorios más deshabitados de la Atlántica.

—¿Te refieres a Diáprepes? —inquirió Akers.

—Ni más ni menos —asintió Branko. Después de todo, aquel mequetrefe no era tan tonto como parecía—. Nadie se esperará que entremos por un paraje yermo y desolado en el que nadie desea habitar…

Akers frunció el ceño.

—En efecto, contarás con el factor sorpresa a tu favor —reconoció—. Sin embargo, Diáprepes es un lugar muy, muy peligroso.

—¡No nos importan los peligros! —exclamó Branko, dando rienda suelta de nuevo a su indignación. Cada segundo que pasaba, ese Akers le caía peor—. ¡No hemos atravesado la mitad del planeta para nada! Los hombres que me acompañan en esta misión son los más fuertes y aguerridos que podrás encontrar…

—Y no lo pongo en duda —asintió Akers, interrumpiendo por enésima vez al líder rebelde—. No obstante, no es fácil sobrevivir a las criaturas que habitan en Diáprepes. No digo esto por miedo o por fastidiar… Simplemente, te aconsejaría que estudiases bien la zona antes de desembarcar… Es mi consejo.

Branko gruñó.

—Lo más seguro es que, en menos de un día, alcancemos las costas de Diáprepes. No obstante, como debemos esperar a que el escudo de protección esté totalmente desactivado, aprovecharemos ese tiempo para estudiar la zona, como tú dices.

Así pues, el submarino ponía rumbo hacia el noreste. Bordearía los impenetrables acantilados de las costas de Gadiro para alcanzar, poco después, las tierras de Diáprepes. Una vez allí, no tendrían más remedio que esperar.