IX - Siluria

El eco de las palabras de Tristán resonó en sus tímpanos durante unos breves instantes y los muchachos se quedaron meditabundos: «¡Podría decirnos cómo volver a nuestras respectivas casas!». Según había comentado Sophia al principio, habían ido a parar a algún paraje remoto del continente perdido de la Atlántida. Pero no tenían modo alguno de contrastar aquella información. Se encontraban en un islote minúsculo en medio de un terreno pantanoso, rodeado de brumas. Por si fuera poco, los únicos seres vivos que habían visto hasta el momento eran esas criaturas repulsivas denominadas membranosos.

—Yo no estoy seguro de querer volver —dijo de pronto Ibrahim, dejando helados a los otros dos muchachos.

—¿Te has vuelto loco? —le espetó Tristán, horrorizado ante la afirmación del joven egipcio—. Tengo que estar este sábado en Roma para jugar un partido de fútbol. ¡Voy a ser titular! —insistió, buscando cualquier excusa para convencerle—. ¿Acaso no has visto lo que nos rodea?

—Sí, lo veo perfectamente bien…

—¡Oh, de ninguna manera! ¡No has visto nada! —le contradijo el italiano un tanto exaltado—. Este lugar está plagado de monstruos y criaturas que, a la menor oportunidad, no dudarían en hacer de ti su plato del día. ¿Es eso lo que te gustaría? ¿Acaso no te has fijado en el tamaño de esa serpiente?

Tristán señaló los restos de la monstruosa criatura a la que se acababa de enfrentar, e Ibrahim meneó la cabeza. No se sentía en absoluto intimidado por la envergadura de la aleta dorsal que aún sobresalía del agua.

—Créeme, nada puede ser peor que la vida que llevaba en Egipto —reconoció el muchacho—. Obviamente, no quisiera ser devorado por un monstruo de esos de los que hablas. Aun así, para mí esto supone una oportunidad que no pienso dejar pasar.

—¿Tú qué opinas? —preguntó Tristán a la joven en un tono más brusco del que pretendía.

—No sabría decirte… —contestó Sophia—. En Creta viven mi padre y mi hermano… Seguramente estén muy preocupados por mi desaparición. Además, no sé qué va a ser de ellos si no estoy para cuidarlos… También tengo allí a mis amigos, la escuela…

—Si eso es lo que te preocupa, sabrán apañárselas —dijo Tristán—. Créeme. Soy el menor de cuatro hermanos (todos ellos ya casados) y hemos conseguido salir adelante pese a que mis padres pasan mucho tiempo fuera de casa por el trabajo. No obstante, he visto suficiente de este lugar como para querer regresar ya mismo a casa.

Sophia asintió. Aunque no terminaba de convencerle la explicación de Tristán, de alguna manera consiguió calmarla. Sin embargo, por su cabeza parecían pasar otras ideas.

—La verdad es que estoy de acuerdo con Ibrahim en que estar aquí supone una gran oportunidad que no deberíamos desaprovechar —dijo Sophia finalmente—. ¡Se trata de la Atlántida! ¿Sabes lo que pagarían multitud de arqueólogos por encontrarse aquí? ¡Estamos en el continente perdido!

—¡Y dale con que estamos en la Atlántida! —protestó Tristán—. ¿Cómo puedes estar tan segura de ello?

—¡Porque lo decía expresamente el Libro de la Sabiduría! —gritó Sophia, indignada—. Según he leído, la cámara del palacio de Cnosos que albergaba el libro, conducía directamente hasta las lagunas de Mneseo, en la Atlántida.

—¡Podría tratarse de una historia inventada! ¡Habladurías! —gritó aún más fuerte el italiano.

—Hace unos instantes pensabas que el libro nos ayudaría a regresar a nuestras casas —respondió Sophia, mostrándose indiferente.

Tristán se quedó con la boca abierta. Fue a decir algo, pero rápidamente cambió de opinión.

—Está bien, tú ganas —cedió, tragándose su enfado. Se quedó pensativo unos instantes, mirando hacia la empalizada—. Tanto si pretendemos regresar a casa como si queremos permanecer aquí, no tenemos más remedio que ir y recuperar ese libro. No habrás leído algo en él, por casualidad, sobre esa fortaleza en la que tenemos que adentrarnos, ¿verdad?

Sophia hizo una pequeña mueca de desagrado.

—Si mal no recuerdo, sobre aquella isla se asienta la ciudad-fortaleza de Siluria, lugar en el que habitan los silurienses o membranosos. Aparte de eso, no tuve tiempo de leer nada más.

—En ese caso, creo que tendremos que ir hasta allí y apañárnoslas como buenamente podamos —dijo Tristán, dirigiéndose hacia la barca que aguardaba en la orilla—. Confío en que nos ayudes, Ibrahim. La luz que emitía esa gema que llevas logró ahuyentar a los membranosos…

—Claro, espero ser útil —asintió el muchacho egipcio, justo antes de dar un brinco para encaramarse al bote.

Acto seguido, los tres muchachos se adentraron en las insondables lagunas de Mneseo, dirección a la fortaleza de Siluria. Aunque permanecían ocultas bajo una espesa capa de bruma, las aguas se mantenían tranquilas. Con un poco de suerte, sólo tendrían que preocuparse de los membranosos y no habrían de enfrentarse a otra serpiente marina. ¡Con una ya habían tenido suficiente!

Tristán remó con ahínco hacia las antorchas humeantes. Era el único punto que indicaba síntomas de vida en varios kilómetros a la redonda y hacia allí navegaban con decisión. Únicamente el chapoteo de las palas rompía el enervante silencio que los envolvía. Los muchachos veían cómo el tamaño de la empalizada crecía a medida que se acercaban. De improviso, Tristán soltó un bufido y dijo:

—Por más vueltas que le doy al tema, no me cuadra absolutamente nada.

—¿A qué te refieres? —preguntó Sophia.

—¿Seguro que esto es la Atlántida? —insistió. La muchacha iba a protestar porque volvía a sacar el mismo tema cuando este siguió—. Lo digo porque se supone que estaríamos en algún lugar de nuestro planeta, ¿no es así?

—Ciertamente —corroboró Sophia—. Más allá de las Columnas de Hércules, como dijo Platón.

—Entonces, ¿cómo se explica que tras esos muros de ahí habiten unos seres tan extraños? ¿Cuándo se ha hablado en los periódicos o en la televisión de la existencia de serpientes marinas como la que hemos visto hace unos instantes?

Sophia tragó saliva antes de hablar.

—Supongo que en este lugar la teoría de la evolución de Darwin tendría otra aplicación… ¡Por algo se le considera el continente perdido!

—¡Esa es la cuestión! —exclamó el italiano, bajo la atenta mirada de Ibrahim—. No hay un solo metro cuadrado de nuestro planeta que no haya sido visitado o, cuando menos, fotografiado. Desde el espacio, los satélites abarcan la totalidad del globo terráqueo. Fíjate en Google Earth, sin ir más lejos…

—¿Acaso sugieres que no estamos en la Tierra? —preguntó entonces el joven egipcio, que no tenía ni la más remota idea de lo que podía ser aquello de Google Earth.

—Eso… o que hemos hecho un viaje en el tiempo —concluyó Tristán—. De otra forma, no me lo explico.

Sophia se rascó la cabeza y oteó el horizonte.

—Puede que tengas razón. En cualquier caso, ahora tenemos otro problema al que hacer frente… ¿Habéis pensado en cómo vamos a traspasar esa muralla tan alta? ¡Rodeada con esos espinos parece una tarea imposible!

—Supongo que habrá una puerta o algo por el estilo… —se aventuró a sugerir Tristán que, a medida que la barca se aproximaba a su destino, parecía remar con más intensidad.

—Espero que tengas un plan mejor, porque no creo que los silurienses vayan a abrirle las puertas al señor para que pase tranquilamente —le espetó Sophia en un tono mordaz.

—No he sido yo quien se ha dedicado a leer libros nada más llegar a un mundo desconocido plagado de criaturas extrañas. Luego pasa lo que pasa… —Tristán respondió aquellas palabras con toda su mala intención.

—Serás…

—¡Eh, un momento! —intervino Ibrahim, zanjando la discusión. Se llevó la mano al bolsillo y extrajo un puñado de bayas de diferentes colores—. Creo que yo podría tener la solución…

—No me digas que también tienes una frutita de esas para teletransportarnos al interior de la fortaleza de los membranosos —espetó Tristán, no exento de sorna.

Mientras Ibrahim rebuscaba en su bolsillo, decenas de ojos se clavaron en ellos desde la parte superior de la impresionante estructura de madera y espino que se alzaba a pocos metros de distancia de la barca. Aquellos troncos rodeaban enteramente la isla y no dejaban entrever un solo centímetro de orilla. Por lo tanto, no habría forma de amarrar la barca en ningún sitio.

—¡Qué lástima! —se lamentó el muchacho egipcio, encogiéndose de hombros—. Sólo tengo un par de bayas amarillas aunque, pensándolo bien, una de las blancas también podría servir…

El bote pasó a la luz de una de las antorchas y la espada de Tristán destelló. Tal vez los silurienses lo tomaron como una amenaza o tal vez recordaron que aquella espada había sido la responsable de acabar con la vida de la gran serpiente. Sea como fuere, dieron comienzo al ataque.

El primer proyectil cayó a dos metros escasos de la barca, dando un susto de muerte a los muchachos. Inmediatamente, empezaron a volar pedruscos de barro reseco desde la parte superior de la muralla. Tristán no tuvo más remedio que alejar la barca unos metros, antes de verse alcanzado por uno de los rústicos proyectiles. Durante algo más de media hora, los silurienses no cejaron en su empeño de intentar alejarlos de sus terrenos.

—¡Haz algo, Ibrahim! —gritó Tristán, apartando su cabeza para evitar ser alcanzado por una de las bolas de barro. Al parecer, los membranosos estaban empleando algo más que sus manos para lanzarlas.

El egipcio le mostró dos bayas amarillas y se las entregó a sus compañeros.

—Os permitirán atravesar la muralla una vez estéis junto a ella —indicó.

—¿Bromeas? —gruñó Tristán, tratando de apartar un proyectil con el remo—. ¿Y cómo se supone que vamos a alcanzar la base de la muralla sin que nos abran la cabeza? Además, somos tres y sólo hay dos bayas de esas…

En lugar de contestar, Ibrahim se comió uno de los frutos blancos. Pasados unos segundos, su cuerpo comenzó a flotar ante la atónita mirada de sus compañeros… y de los silurienses.

—¡Yo os despejaré el camino! —les dijo cuando alcanzó los cuatro o cinco metros de altura.

Tan pronto estabilizó su posición, Ibrahim sacó la piedra de su bolsillo y volvió a emitir aquel fulgor cegador del que habían huido los silurienses. La lluvia de piedras cesó casi de inmediato y Tristán aprovechó la tregua para, pocos segundos después, encaramar la barca a la muralla todo lo que pudo. No sin cierto escepticismo, se tragó la baya amarillenta. Al comprobar que su cuerpo podía atravesar una superficie sólida igual que si de un fantasma se tratase, se convenció de que, a no ser que estuviese soñando, aquel lugar no podía estar en el planeta Tierra.

¡Zas!

Tristán sintió el arañazo en su antebrazo izquierdo y vio cómo un tridente se quedaba clavado en el armazón de madera. Afortunadamente, sólo había rasgado su ropa, causándole un pequeño rasguño en la piel. Se percató de inmediato de que no estaba soñando y se apresuró a sostener firmemente su espada. Aguardó a que Sophia apareciese a su lado y los dos se quedaron estupefactos ante la grotesca imagen de aquel poblado y sus habitantes.

No lanzaron más tridentes gracias a la afortunada intervención de Ibrahim, cuyo halo de luz hizo que los silurienses huyesen despavoridos a esconderse en sus refugios. Estaba claro que aquellas criaturas no soportaban la luz blanca.

Sus casas, si se podían denominar como tales, eran auténticos amasijos de ramas y lodo reseco. Lógicamente, no había muchas ventanas por las que pudiese penetrar la luz, y los espacios de entrada —no existían las puertas— se reducían a la mínima expresión. Su distribución era anárquica y, en lugar de callejuelas, estrechas acequias repletas de fango separaban cada una de las viviendas. Un nauseabundo olor a podredumbre inundaba el lugar.

—¿Crees que serás capaz de encontrar el libro? —inquirió Tristán, atento ante cualquier posible ataque de un membranoso.

Sophia parecía horrorizada ante el desalentador panorama. A pesar de que Ibrahim seguía iluminando la ciudad fortaleza desde las alturas, ¡sería imposible recuperar el Libro de la Sabiduría entre tantas toneladas de barro grisáceo!

—Eso espero…

Ni siquiera habían dado comienzo a la búsqueda cuando comenzaron los verdaderos problemas.

Ibrahim fue perdiendo altura como si se tratase de un globo de helio que fuese dejando escapar parte de su gas a medida que iban transcurriendo los minutos. Esta circunstancia no pasó desapercibida a una pareja de silurienses. En una maniobra perfectamente coordinada, los dos salieron de su refugio y lanzaron una pesada red sobre el cuerpo del muchacho. Aunque no llegó a soltar la piedra en ningún momento, al caer sobre el fango, su luz se apagó y los habitantes de Siluria no tardaron en abandonar sus refugios.

Tristán ganó unos metros y los amenazó con la espada.

—¡Atrás! —dijo, haciendo una floritura con su arma—. ¡Devolvednos el libro y no os haremos daño!

Mientras Ibrahim se agitaba en el lodo, ningún membranoso parecía decidido a negociar. ¿Tendría aquella comunidad tan anárquica un jefe? ¿Entenderían su lenguaje? Al cabo de unos segundos que duraron una eternidad, una de aquellas criaturas se adelantó y tomó la palabra. Era ancho de espaldas, de constitución fuerte y portaba un enorme tridente de metal. Las escamas plateadas que recubrían su cuerpo reflejaban las llamas de las antorchas, confiriéndole un aspecto repulsivo.

—De nada servirán tus amenazas, humano —respondió con voz gutural a través de esa enorme boca de pez—. En Siluria no tenéis potestad alguna. Además, habéis invadido nuestra ciudad y eso, según nuestras leyes, merece la pena máxima.

—¿Acaso no has visto cómo ha terminado vuestra pequeña mascota de río? —le espetó Tristán en tono bravucón, dando un nuevo paso al frente—. Yo que tú entregaría ese libro y no me buscaría más prob…

Un gemido lo alarmó a sus espaldas y al darse la vuelta vio cómo un membranoso había atrapado a Sophia por la espalda. Posiblemente había permanecido escondido en algún lugar de la muralla y, tras la caída de Ibrahim, debió de salir de su escondrijo. Aquella distracción estuvo a punto de costarle la vida.

La espada vibró y Tristán se volvió con el tiempo justo para protegerse de la embestida del tridente. Aprovechando esos segundos de desconcierto, el mandamás de los silurienses había lanzado un ataque rastrero por la espalda. La espada de Tristán impactó con el tridente y varias chispas salieron despedidas. Sus rostros se escrutaron fijamente y el odio emanó de ambas miradas.

El panorama no era nada optimista. Sophia no tenía muchas posibilidades de escabullirse, mientras que Ibrahim seguía debatiéndose entre aquellas redes. Si tan sólo una de las bayas que guardaba en su bolsillo tuviese la propiedad de dotarle de una fuerza extraordinaria… Tristán sacudió la cabeza y, de refilón, tuvo la impresión de que el joven egipcio se llevaba algo azulado o verdoso a la boca, no lo pudo distinguir con claridad. Tal vez se podría transformar en alguien similar al increíble Hulk o al enigmático doctor Jeckyll…

El tridente estuvo a punto de ensartarse en su estómago. Fue la rápida reacción de la espada la que lo detuvo. El muchacho recuperó rápidamente la posición y se puso en guardia. Pero ¿en qué estaba pensando? Estaba claro que debía dejar de ver películas de superhéroes. Dio un paso al frente y blandió de nuevo la espada con fuerza. No estaba dispuesto a doblegarse ante aquella criatura inferior. Ignoró los gemidos y forcejeos de Sophia y volvió a enfrascarse en una lucha encarnizada.

Por su parte, inmovilizado por aquella malla tan rudimentaria, embadurnado de barro hasta las orejas y rodeado por al menos media docena de silurienses, Ibrahim supo que poco o nada iba a poder hacer para ayudar a sus nuevos amigos. Puesto que no disponía de más bayas amarillas que le permitiesen atravesar cuerpos sólidos y de nada le servirían los frutos blancos atrapado como estaba, había optado por ayudar de otra manera. Precisamente por eso, acababa de ingerir una baya de color verde. Nunca le dotaría de una fuerza sobrehumana pero, según había podido comprobar en la cámara escondida en el Valle de los Reyes, aumentaría su capacidad de visión o algo por el estilo.

Cerró los ojos, pues sintió que su cabeza iba a explotar y trató de sujetársela con las manos en un gesto inútil. Del dolor que sentía, posiblemente debido a la excesiva ingestión de bayas o a que no era conveniente mezclarlas en exceso, gritó como un poseso y se revolcó en el barro ante la mirada perpleja de los membranosos que lo cercaban. No comprendían qué podía estar sucediéndole. Jamás habían presenciado una reacción así en uno de sus prisioneros.

Cuando Ibrahim abrió los ojos, los propios captores se asustaron y se echaron atrás. Algo en él había cambiado. Su mirada era distinta…

Transcurrieron unos segundos antes de que la visión de Ibrahim se calibrara definitivamente y pudiese ver con completa nitidez. Sus pupilas se habían dilatado tanto que el iris color miel de sus ojos prácticamente había desaparecido. Durante unos cuantos minutos, dispondría de la agudeza visual de un halcón.

—Es como tener unos prismáticos en el interior de mi cabeza —murmuró el muchacho.

Si se lo hubiese propuesto, hubiese sido capaz de vislumbrar una aguja a un centenar de metros de distancia. De hecho, desde su posición, apreció con todo detalle las chispas que saltaban al golpear la espada de Tristán contra el tridente de su adversario o, incluso, podía contar el número de escamas que había en la piel del captor que arrastraba a Sophia contra su voluntad. ¿Adónde la llevarían? Lo ignoraba, pero quedaba claro que, por el momento, no iba a poder hacer absolutamente nada para escabullirse. Con un poco de suerte, él trataría de localizar el Libro de la Sabiduría gracias a su portentosa visión.

¿Qué habrían hecho con él aquellos seres que parecían escasamente desarrollados? ¿Acaso sabían leer? Por su aspecto físico y por su forma de vivir, daba la impresión de que eran criaturas bastante primitivas. Sin embargo, no dejaba de llamarle la atención que dispusiesen de tridentes de metal y supiesen hacer fuego…

Mientras Tristán seguía luchando, empezó a mirar a su alrededor. Resultaba increíble distinguir los clavos que sujetaban los distintos troncos de la empalizada. Apreció también restos en el suelo de lo que debían de haber sido un par de árboles, así como de otras plantas. Fue desplazando la vista entre los chamizos que a duras penas se sostenían en pie y reparó en varios pares de ojos que, desde sus oscuras entrañas, observaban atentamente todo cuanto estaba sucediendo en el interior de la fortaleza. Sin embargo, no había ningún rastro del libro de Sophia.

Inmediatamente después, Ibrahim reparó en una construcción ligeramente mayor y más cuidada que las demás. Aunque la decoración externa era tan austera como la de las viviendas vecinas, sus ladrillos de adobe habían sido colocados de una manera más o menos ordenada. Incluso las ramas que cubrían la parte superior parecían haber sido cuidadosamente seleccionadas. Por si fuera poco —y aquello fue lo que despertó verdaderamente el interés del muchacho—, Sophia estaba siendo conducida hacia ese mismo lugar.

Con su visión prodigiosa, Ibrahim trató de atisbar algo a través de los vanos que se abrían en las paredes de aquel edificio y frunció el ceño. A pesar de la penumbra, pudo contar al menos una docena de figuras en el interior, además de la de la joven cretense. De hecho, contempló con total claridad cómo Sophia se revolvía y oponía resistencia mientras dos membranosos la asían con fuerza por los antebrazos, tratando de llevarla hacia la enorme pecera de cristal que había en el centro de la estancia. ¿Qué estaban tramando aquellas criaturas?

Era una pecera circular, que mediría un par de metros de diámetro a lo sumo. Sobre ella, amarrada a una viga del techo, había una polea muy rudimentaria de la que pendían dos gruesas cuerdas que terminaban en sendos ganchos. Entonces lo vio. Atado a uno de aquellos ganchos había un libro. Era un tomo grueso en cuya cubierta podía leerse perfectamente la palabra «Sophia».

Justo cuando se disponían a amarrar a Sophia al otro extremo de la cuerda, Ibrahim reparó en cómo los pequeños peces de vivos colores rojos se movían a gran velocidad en el interior del receptáculo. Pudo distinguir los afilados dientes de uno de ellos y dedujo qué pretendían hacer con la muchacha.

—¡Aprisa, Tristán! —exclamó Ibrahim, debatiéndose inútilmente entre las redes que lo mantenían cautivo—. ¡Quieren usar a Sophia para alimentar a sus pirañas! Tienes que…

Sus palabras se vieron interrumpidas por el impacto de una patada en su estómago que le cortó la respiración y lo dejó prácticamente inconsciente. Su consuelo fue que, al menos, había logrado llamar la atención del italiano. Otro de sus captores le propinó un fuerte golpe en la sien y, antes de desmayarse, Ibrahim sintió que lo alzaban y lo llevaban en brazos.

—¡Dejadlos en paz! —exclamó Tristán, cargando toda su ira sobre su espada—. ¡Ellos no han hecho nada malo!

—Oh, no es más que un simple experimento… —dijo el membranoso que portaba el tridente. Su rostro se contrajo en una desagradable expresión—. Nos gustaría saber qué pesa más: ¿los conocimientos que encierra un libro o los que almacena la cabeza de la muchacha?

—¡Eso no son más que sandeces! —le espetó Tristán—. Sabes perfectamente que la chica caerá al agua porque pesa más.

—Yo sí lo sé, pero ellos no… —reveló el membranoso, señalando a un grupúsculo de los suyos—. Es la mejor forma de que aprendan… —Tristán hizo ademán de ir en busca de Sophia, pero el tridente le cortó el paso en seco—. No vas a ir a ninguna parte.

El grito de Sophia le puso los pelos de punta. No podía hacer nada por salvarla y, al ver a lo lejos que dos membranosos trasladaban el cuerpo inerte de Ibrahim, supo que terminaría siendo objeto del mismo experimento o de otro de similares características si no lograba deshacerse de su contrincante. Las fuerzas comenzaban a flaquearle. Había sido una jornada cargada de fuertes emociones. Pese a que la espada vibraba y lo animaba a seguir luchando, su vista se nubló ligeramente y sintió que las fuerzas le abandonaban.

Después de sentir un potente aguijonazo en el brazo herido, supo que el final había llegado. Aquellos ojos viscosos lo escrutaban con malicia y sin compasión alguna. Le decían que no le quedaban más que unos pocos segundos de vida cuando un rayo devastador paralizó completamente a su adversario. Inmediatamente después se produjo un tremendo estruendo que hizo crujir las maderas de la muralla que rodeaba la ciudad fortaleza.

—¡Alto! —ordenó enérgicamente una voz a sus espaldas, exhalando alguna que otra bocanada de vaho. Después de farfullar unas palabras ininteligibles, dijo—: Maldito seas, Moglou…

Tristán vio cómo los pocos membranosos que quedaban a la vista se apresuraban a esconderse en sus respectivos refugios, mientras unos pasos resonaban a sus espaldas. Al darse la vuelta, el muchacho se topó con una docena de hombres —¡eran seres humanos!— comandados por uno de edad avanzada. Vestía con elegancia unos atuendos de abrigo poco apropiados para desenvolverse en aquel cenagal. Tenía unos ojos azules que denotaban firmeza, y su cabello pelirrojo estaba atestado de hebras plateadas, coronado por un hermoso sombrero con una pluma de faisán. El joven sintió tal alivio que a punto estuvo de desmayarse vencido por el agotamiento.

—Mis amigos… —atinó a decir Tristán, señalando el edificio en el que se hallaban prisioneros Sophia e Ibrahim.

—Tranquilo, muchacho. La situación está bajo control —dijo aquel hombre, sosteniéndolo por el brazo que no había sido herido. Acto seguido hizo unas señas a los hombres que lo acompañaban y estos se dirigieron de inmediato al lugar indicado—. Debería hacer que te ejecutaran ahora mismo por lo que has estado a punto de hacer, Moglou…

Más relajado, Tristán observó que el caudillo de los silurienses aún permanecía erguido como una estatua y apenas podía mover un músculo.

—¿Cómo ha conseguido hacer eso? —preguntó entonces el muchacho, sintiendo curiosidad—. ¿Qué clase de arma ha empleado para detenerle?

—Oh, será mejor que le preguntes a él —le contestó el pelirrojo, señalando a un hombre joven vestido con una túnica azul marino—. Por mucho que lo intente, nunca lograré comprender cómo funcionan los amuletos de los hechiceros.

Tristán se quedó callado unos instantes, mientras rescataban a Sophia y a Ibrahim. La muchacha se aferraba a su libro.

—Disculpe… ¿ha dicho hechiceros? —preguntó Tristán, meneando la cabeza—. ¿A qué se refiere con los amuletos?

—Me refiero a esa piedra que cuelga de su cuello. Suelen emplearla para hacer magia. Eso, y sus dichosas bayas… —respondió el hombre. Tristán puso los ojos como platos y, al ver que los otros dos jóvenes se acercaban a su posición, dijo:

—Me da la impresión de que no sois de por aquí, ¿me equivoco?

—Me temo que no. Nosotros…

—Ya me lo imaginaba. Mi nombre es Roland Legitatis —se presentó, estrechándoles la mano con fuerza. Los tres muchachos hicieron lo propio, diciendo sus respectivos nombres—. Sed bienvenidos a la Atlántida.

Mientras Tristán e Ibrahim permanecían mudos de asombro, Sophia exclamó:

—¡Os lo dije! ¡Hemos venido a parar al Continente Perdido!

Legitatis sonrió.

—Lamento informar que de perdido no tiene nada, señorita —la contradijo con corrección—. En todo caso, debería denominarse el Continente Escondido. Y, apurando un poco más en la denominación, añadiría que en estos momentos se encuentra en peligro. No obstante, este es un tema que debemos tratar convenientemente en Atlas.

—¿Atlas? —repitió Ibrahim.

—Así es, la capital del reino atlante —completó Legitatis—. Si hacéis el favor de acompañar a mis hombres, nos pondremos en marcha de inmediato. No hay tiempo que perder… En cuanto a ti, Moglou, ya ajustaremos cuentas. Tienes suerte de que tenga prisa. De lo contrario… —Se llevó el pulgar derecho a la garganta e hizo un gesto muy significativo. Acto seguido, se dirigió al hechicero que los acompañaba y le dijo:

—Puedes dejarle en libertad.

Moglou se sacudió y, aunque mantuvo cerrada la boca mientras los veía marchar, no ocultó el odio en su mirada.

Una enorme barcaza aguardaba junto al portalón que habían derribado hacía unos minutos. Debía de medir unos quince metros de eslora y había sido fabricada con una interesante mezcla de madera y metal. De hecho, la quilla había demostrado ser lo suficientemente robusta como para abrirse paso a través de aquella muralla.

Cuando todos los hombres se encontraron a bordo, Legitatis señaló con la cabeza el lugar en el que permanecían los restos de la serpiente marina.

—¿Ha sido gracias a tu espada, muchacho?

Tristán dudó, pero finalmente respondió:

—Sí, eso creo…

—En ese caso, no me extraña que los silurienses la hayan tomado con vosotros… Has acabado con su baluarte defensivo.

La barcaza se puso en movimiento y surcó pesadamente las aguas de las lagunas de Mneseo.

—Lo siento, no sé a qué se refiere —repuso Tristán.

—Me apuesto lo que sea a que no será la primera ni la última criatura de tamaño descomunal que vayáis a encontraros durante vuestra estancia en nuestro continente —advirtió Roland Legitatis con el semblante serio—. Los habitantes de Siluria se valían de ella para que nadie osase acercarse hasta su poblado. Le proporcionaban alimento, por lo que evitaban que la serpiente les atacase y, al mismo tiempo, lograban mantener a sus enemigos alejados del lugar.

Ibrahim se mostraba fascinado ante las palabras de Roland Legitatis. Sophia escuchaba con atención y asentía. Tristán por su parte, estaba cada vez más horrorizado.

—¿Qué clase de lugar es este? —preguntó el italiano entonces—. ¿En qué año estamos?

—No has hecho un viaje en el tiempo, si es lo que te estás preguntando.

—Entonces, ¿podemos volver a casa?

Roland Legitatis miró a los muchachos con sus ojos azules y, esbozando una sonrisa, contestó:

—Ciertamente, podréis regresar a vuestros hogares… Pero antes, debéis cumplir con la misión para la cual habéis sido llamados.