VIII - El encuentro de los elegidos

Cuando Tristán abrió los ojos, se encontró en un lugar que nada tenía que ver con la cámara que acababa de abandonar. Se hallaba recostado sobre una superficie de forma circular enteramente de granito, plagada de los mismos extraños símbolos azulados que había en la cámara. Si bien es cierto que había estado lloviendo, la humedad circundante y aquellos árboles siniestros que alcanzaba a ver desde su posición no existían en ninguno de los parques de Roma. Preguntándose dónde había ido a parar, el joven italiano se puso en pie.

Cuando lo hizo, se sintió aún más sorprendido. Lo que más le llamó la atención fue encontrarse rodeado de agua. La plataforma de granito estaba conectada con una parcela de tierra por un paso que a duras penas se mantenía en pie. Allí parecía haber un pequeño embarcadero, con varias barcas amarradas.

—No me subiría a una de esas barcas ni loco —murmuró el muchacho—. Seguro que se hunde en menos de cinco minutos.

Había muchas otras parcelas por los alrededores y, curiosamente, también estaban rodeadas de agua. En todas ellas se levantaban edificaciones de algún tipo, aunque ninguna superaba las dos plantas de altura. Todo presentaba un aspecto desolador, casi ruinoso. Había muros y tejados desplomados y la vegetación había causado estragos, devorando cuantos restos había encontrado a su paso. Lo que no se veía por ahí era un alma.

Tristán dedujo que estaba en un pueblo abandonado. No cabía otra explicación. Alguna vez había visto películas en la que los protagonistas viajaban en el tiempo o eran teletransportados. Otra opción era que todo aquello fuese un sueño. O tal vez había muerto a manos de aquel holograma…

Un extraño chillido rasgó el silencio y Tristán se puso en alerta. Aún asía con fuerza la espada que había encontrado en la caverna misteriosa. Decidió que lo mejor sería moverse de allí y tratar de buscar a alguien que le pudiese explicar qué estaba pasando.

Sin bajar la guardia, Tristán comenzó a caminar por el maltrecho puente de piedra. Sus pasos eran titubeantes, pues no le hacía ninguna gracia dar un traspié y caer en aquellas aguas pantanosas. Finalmente, alcanzó el pequeño embarcadero y la madera crujió bajo sus pies. Aquel ruido le puso los pelos como escarpias y se detuvo de inmediato.

Vio la pequeña cabaña que había junto al muelle, inmersa en un jardincito de pequeñas proporciones y tremendamente descuidado. La base del cobertizo era de piedra, mientras que el resto había sido levantado con madera de distintos árboles Los cristales de las ventanas estaban sucios, cuando no rotos. No cabía duda alguna de que hacía mucho tiempo que aquel lugar estaba deshabitado.

Aún a riesgo de volver a hacer ruido, Tristán decidió que rodearía el edificio. Dejó atrás los árboles negruzcos que crecían en la parcela y se llevó una buena sorpresa al encontrarse que la tierra no se prolongaba más allá de una docena de metros. ¡Era un pequeño islote!

—¡Diantre! —refunfuñó Tristán, dando media vuelta. Al darse cuenta de lo que aquello significaba, frunció el entrecejo. La idea de subirse a una de aquellas barcas inestables no era alentadora, pero no tenía otra opción si quería salir de allí.

Cinco minutos después, el muchacho navegaba por aquellas aguas putrefactas, cubiertas de un légamo viscoso. Afortunadamente, la barca no estaba en tan mal estado como se había imaginado en un principio. ¡Los remos eran nuevos! Sus músculos se tensaban con cada palada que daba. Iba despacio y en silencio, esperando oír cualquier ruido o ver algo que le pudiese dar alguna pista sobre dónde se encontraba. A raíz de lo visto, toparse con alguna persona en un lugar como aquel se le antojaba altamente improbable.

Comenzó a dejar casuchas abandonadas a ambos lados del canal que se abría ante él, si es que podía llamarse canal. Más bien se trataba de un conglomerado de islotes. Estaba pasando ante lo que debía de haber sido una cantina cuando llegó hasta sus oídos un chapoteo. Aunque fue algo efímero, puntual, él dejó de remar de inmediato y se aferró a su espada una vez más. Podía haber sido un pez al saltar sobre el agua, pero tenía que haber sido uno grande. Bien grande.

Después de un rato en tensión, todo volvió a la normalidad y Tristán prosiguió su camino. Hacía frío y una capa de bruma se había levantado debido a la intensa humedad. El tiempo comenzó a pasar y él siguió dejando atrás lodazales, juncos y casas abandonadas que comenzaron a aparecer cada vez con menor frecuencia. Eso significaba que se debía de estar alejando del poblado… Al percatarse, el muchacho comenzó a desesperarse. Navegaba con rumbo desconocido, por unos canales desconocidos, en un lugar tétrico… Se preguntó cómo podía haber llegado a esa situación. ¡Era esperpéntico! Recordaba perfectamente el entrenamiento de aquella tarde… o cuando fuese. ¡Ni siquiera sabía en qué tiempo estaba viviendo! ¿Y si, por imposible que pareciese, había realizad uno de esos viajes en el tiempo? ¿Y si…?

Un nuevo chillido le puso los pelos de punta. Había sonado a sus espaldas, aunque bastante lejano. No podía afirmarlo con seguridad, pero parecía humano. No le habría extrañado nada que, en un paraje como aquel, alguien se encontrara en peligro. Por eso, con la esperanza de encontrar a alguien con quien hablar, Tristán dio media vuelta.

—Espero no llegar demasiado tarde —se dijo, obligándose a remar con todas sus fuerzas.

La barca volvió a atravesar las aguas que había surcado hacía unos instantes, tratando de encontrar un punto incierto en el horizonte. La bruma y las ramas de los árboles que se enzarzaban sobre su cabeza apenas dejaban vislumbrar algo a lejos. Tampoco acompañaba el hecho de que el sol se estuviese poniendo… ¿O estaba amaneciendo? Imposible saberlo. La cuestión era que apenas le llegaba la suficiente luz para ver a corta distancia.

De pronto algo pasó volando a un metro escaso de su cabeza. Fue algo tan repentino que, al echarse a un lado para protegerse de la embestida, la barca zozobró peligrosamente. Tristán no llegó a ver qué tipo de criatura era pero, por la intensidad en el batir de sus alas, dedujo que sería un pájaro o un murciélago de gran tamaño. Su corazón palpitaba a gran velocidad y la adrenalina le corría por las venas. Por el grito que había oído, no le cabía la menor duda de que alguien se encontraba en apuros.

Entonces, la criatura voladora volvió a pasar amenazante sobre su cabeza. Esta vez se acercó tanto que Tristán prácticamente pudo sentir el filo de sus garras rozándole la coronilla. Su reacción no se hizo esperar y, dejando los remos a un lado, blandió la espada a la espera de que la criatura volviese.

Y así lo hizo.

El muchacho se quedó lívido al verla venir. Aunque volaba, no era un ave, pero tampoco un murciélago. Posiblemente fuese una mezcla de ambas, aunque la cabeza no hacía honor a ninguna de las dos especies. Aquel animal mediría un metro de longitud, era de tono parduzco y tenía unos vivos ojos amarillentos. Su cuerpo era más bien liso, como el de los reptiles, y no estaba recubierto de plumas. No obstante, llamaba especialmente la atención su cabeza y sus garras. De cabeza no demasiado grande, destacaba un pico largo y dentado, similar al de los pterodáctilos del período jurásico. Un pequeño cuerno curvado ligeramente hacia la espina dorsal sobresalía de su estrecha frente. En cuanto a sus garras, grandes y robustas, podían haber sido perfectamente las de un cóndor.

Aunque se consideraba valiente, a Tristán le imponía sobremanera enfrentarse a una criatura de semejante tamaño. Pese a todo, no supo cómo, pero realizó una filigrana con la espada, dando un giro completo con su muñeca. Lo cierto es que su espada no parecía temer tal enfrentamiento. Era como si tuviese vida o sentimientos propios, tal y como ya había demostrado en la cámara escondida bajo el Coliseo.

La espada volvió a girar sobre su muñeca, esperando el momento oportuno para atacar. La firmeza y determinación en sus movimientos le dio seguridad a Tristán. Sentía que podía confiar en ella, que no le iba a fallar.

Y así fue.

Cuando la criatura voladora se disponía a arrancarle la cabeza con sus garras, la espada le seccionó las alas con sendos movimientos vertiginosos en el aire. Todo sucedió tan rápido que la criatura ni siquiera tuvo tiempo de sangrar antes de que sus restos cayesen al agua. Entonces Tristán, que tenía el corazón en un puño, se relajó.

—¡Fantástico! —exclamó sin salir de su asombro. Se quedó embobado contemplando su espada. Tristán sabía que había sido ella quien le había salvado la vida. Sabía que no se separaría de ella jamás—. Pero… ¿qué clase de animal era ese?

Apenas tuvo tiempo para encontrar una respuesta para aquella pregunta cuando un nuevo grito estalló a lo lejos. Esta vez había sonado con mucha más claridad y, sin lugar a dudas se trataba de una voz humana. Sin perder un instante, Tristán tomó los remos y los ensartó en el agua con determinación.

Aunque muy ligeramente, la corriente de agua le arrastraba hacia el lugar del que había procedido el grito. Era imposible saber si aquella vía de agua era la misma por la que había pasado con anterioridad. Lo que sí era cierto es que comenzaron a aparecer edificaciones con mayor frecuencia y ninguna de ellas le sonaba especialmente, por lo que terminó deduciendo que estaba accediendo al poblado —si es que era el mismo— por un camino diferente.

Entre palada y palada, Tristán tuvo la impresión de oír un extraño sonido agudo. Hizo un brevísimo alto para aguzar el oído y volvió a captar aquel ruido constante. Era grimoso, tan desagradable como el ruido producido por la tiza al rascar sobre la pizarra o el de tocar un violín con una sierra. No le gustó lo más mínimo. Era una simple corazonada, pero aquella señal no presagiaba nada bueno.

Con la espada a mano por si acaso, el muchacho siguió adelante. Tras girar por un recodo, el canal se ensanchaba unos metros. A lo lejos, divisó entre la niebla unas luces y, lógicamente, dirigió hacia allí su embarcación con precaución. Aquel ruido le ponía los pelos como escarpias.

—Vaya, vaya, vaya…

Tristán acababa de visualizar lo que tenía delante. Era un islote de mayor tamaño que los demás. Desde aquella distancia pudo deducir que allí se asentaban unas casitas construidas con barro. Aunque era imposible adivinar cuántas había con exactitud, sin duda parecían bastantes. Prácticamente constituiría un poblado entero. No aparentaban estar en mejor estado que las que había visto por el camino, aunque le llamó especialmente la atención comprobar que el islote estaba completamente cercado por una muralla de madera y espinos. Además, cada tres o cuatro metros, se levantaba encendida una antorcha gigantesca.

A medida que ganaba metros, el espacio de agua se abría más y más. Por eso, pese a la neblina, el joven ganó en visibilidad. El espantoso ruido se hizo más intenso aún y Tristán se percató de que procedía de un pequeño islote que se alzaba unos cien metros más a su derecha. Pese a que la distancia y la bruma dificultaban la visión, el muchacho percibió movimiento. Sí, había una persona agitando los brazos y moviéndose desesperadamente… O mucho se equivocaba o, por su forma de moverse, esa persona se hallaba prisionera en algún tipo de jaula.

¿De qué se protegían en la isla grande? ¿Por qué tenían un prisionero? En cualquier caso, para una persona normal y corriente, aquella muralla se le antojaba infranqueable. Intrigado, Tristán puso rumbo a la isla de menor tamaño.

Debía de encontrarse a medio centenar de metros cuando sus oídos captaron los gritos de una muchacha. El ruido insoportable que sonaba de fondo no bastaba para acallar los chillidos. ¿Qué habría hecho para estar encerrada? En realidad, ni lo sabía ni le importaba. Lo único cierto era que se trataba del único ser humano que había por la zona y no pensaba desaprovechar la oportunidad de hablar con ella.

La muchacha debió de verlo, porque inmediatamente comenzó a dirigirse a él a gritos. Aunque no entendía una palabra, Tristán comprendió que le pedía ayuda desesperadamente.

—Calma, calma… —trató de tranquilizarla el joven cuando se acercaba a la orilla—. ¡Qué barbaridad! Ese ruido es insoportable…

Y era cierto. Junto a la jaula, un mecanismo de metal producía un estridente ruido. Un par de segundos después, la barca encallaba en la superficie pedregosa y Tristán descendió de un salto. Aunque no se molestó en arrastrar un poco más el bote, pues apenas había corriente, sí se preocupó de coger su espada. No se fiaba lo más mínimo.

Tristán se detuvo ante la muchacha y se quedó observándola unos segundos. Era más baja que él y, aunque llevaba gafas, tenía unos ojos muy bonitos de color esmeralda que lo miraban suplicantes. Al ver la pasividad con la que actuaba el recién llegado, la muchacha gritó más y sacudió con vehemencia los barrotes de la jaula que la mantenía cautiva.

—Vale, vale, no hace falta que te pongas así —dijo el muchacho, sujetando con sus manos el candado que alguien se había tomado la molestia de poner allí—. Jamás he visto una cerradura como esta, pero no creo que tenga muchos problemas para liberarte.

La muchacha se dispuso a chillar de nuevo, pero esta vez su grito quedó ahogado en su garganta. Sus ojos se habían quedado desorbitados mirando al infinito. Al contemplar su expresión de horror, Tristán se volvió. Tuvo el tiempo justo de reaccionar y echarse a un lado ante el inminente ataque de una criatura.

Entre los gritos desmedidos de la chica y el ensordecedor ruido que envolvía el islote, Tristán no había oído a la increíble serpiente marina cuya cabeza asomaba del agua. La parte visible superaba los diez metros de longitud, y en su extremo sobresalía una cabeza alargada de fauces inmensas. Sus reptilianos ojos dorados estaban clavados en Tristán —la presa más fácil— y le enseñaba unos afilados colmillos de un palmo de grosor. Aquella criatura sería capaz de engullirle prácticamente de un solo bocado. De hecho, debía de tener un estómago de enormes proporciones escondido en algún lugar de aquel cuello largo y escamoso de color plata, que coronaba una cresta que sobresalía de su espina dorsal.

Al lanzar una segunda acometida, el cuello de la criatura hizo temblar la jaula y la muchacha gritó de nuevo. Tristán perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer al agua. Afortunadamente para él, aquel traspié hizo que la cabeza de la serpiente pasase a escasos centímetros de su cuerpo. Entonces; sintió una quemazón en la mano que sostenía la espada. ¡Había vuelto a hacerlo! ¿Acaso aquella señal indicaba que debía atacar?

Ciertamente, no era el momento más adecuado para ponerse a pensar. La serpiente marina volvía a acecharle una vez más y aquel ruido de fondo se hacía insoportable. De un salto, Tristán se subió a unas rocas y de refilón vio de dónde procedía el estridente sonido. No era más que un mecanismo de dos palmos de altura que hacía que dos cuchillas de metal rozasen entre sí, causando un desagradable chirrido agudo.

En aquel momento, Tristán comprendió cuál era el objetivo de aquel aparato. ¡No era más que un reclamo para llamar la atención de la serpiente marina! Seguramente, en las profundidades de aquellas aguas pantanosas, podía captar aquel sonido tan agudo. Y aquella muchacha…

—¡Es su alimento! —exclamó el joven con indignación. ¿Cómo era posible que en pleno siglo XXI alguien ofreciese en sacrificio a una joven?

Tristán descargó sobre el artilugio acústico toda su ira. La espada lo hizo trizas con dos tajos y sus oídos descansaron.

—¡Cuidado! —gritó la muchacha a sus espaldas.

Tristán no supo si fueron sus reflejos o los de la espada, pero hizo un escorzo y su arma fue a impactar contra uno de los colmillos de la serpiente marina. Sorprendentemente, resultó, ser tan duro y resistente como el acero forjado y la espada rebotó. Por mucho que lo intentó con sucesivos golpes, los colmillos de la bestia permanecieron intactos.

El joven decidió que probaría suerte con otra parte de su cuerpo. La garganta bien podía ser uno de sus puntos débiles y, cuando se disponía a asestarle un tajo mortal, la serpiente embistió al muchacho por el costado. La joven prisionera lo vio venir y se llevó las manos a la boca. El impacto fue tan brutal que Tristán casi se quedó sin aire y salió despedido, cayendo fuera de los límites del islote, justo en la laguna.

El muchacho se agitó en el agua y afortunadamente descubrió que le llegaba a la altura del pecho. La espada no se había separado de él y seguía caliente. Se apartó rápidamente los cabellos de la cara y buscó a la serpiente, pero había desaparecido. Las aguas permanecían en una falsa calma y los residuos putrefactos comenzaron a asentarse de nuevo sobre la superficie líquida.

Tenía que alcanzar la orilla de inmediato. De lo contrario…

Apenas había dado el primer paso cuando sintió que una fuerza brutal lo agarraba por las piernas y tiraba de él hacia arriba, retorciéndolo como un muñeco de trapo. En unas décimas de segundo, la serpiente sacó a Tristán del agua y lo lanzó por los aires, dispuesta a engullirlo de un solo trago cuando cayese. El joven italiano logró sobreponerse a la sorpresa inicial y, con la espada por delante, descendió en picado como si de una flecha se tratara. Por unos instantes, el tiempo se detuvo y todo dejó de existir. No se fijó en las oscuras aguas ni prestó atención a la muchacha. Ni siquiera se percató de las decenas de ojos que lo observaban atentamente, tras las murallas del misterioso poblado que se levantaba sobre la isla vecina.

Sólo existían la serpiente marina y él.

El propio peso de su cuerpo le hizo ganar velocidad. Los ojos de la serpiente se habían clavado en su víctima y no mostraban signo de temor alguno ante la espada que blandía. Y aquel fue su fatal error.

Cuando apenas quedaban un par de metros para que el muchacho penetrase en sus fauces, la espada vibró, al igual que había hecho al enfrentarse a los hologramas de los guerreros y a la criatura alada; sin lugar a dudas, aquella señal indicaba el momento de atacar. Todo transcurrió en unas décimas de segundo. Tristán obedeció y seccionó la lengua bífida que asomaba entre la pareja de colmillos gigantescos. Debió de producir un intenso dolor en el monstruo pues, aunque no emitió gemido alguno, sus pupilas se dilataron al máximo y echó la cabeza hacia atrás. Aquel movimiento supuso su sentencia de muerte, porque fue aprovechado por su atacante para lanzar una estocada a la garganta.

La espada rasgó la coraza plateada con la misma facilidad con que un cuchillo penetra en la mantequilla. El monstruo hizo ademán de gemir, pero su intento se vio frustrado por el corte de la espada. Sus ojos se fueron nublando al mismo tiempo que la vida se le escapaba. Tristán cayó al agua como un fardo pesado y el cuello de la serpiente se desplomó, causando un enorme oleaje en la laguna.

Tras el intenso combate, el silencio invadió el lugar. Las aguas no tardaron en recuperar la calma. Mientras la cresta dorsal del monstruo quedó a la vista sobre la superficie de agua, de Tristán no quedaba rastro alguno. Después de todo, había sucumbido…

A lo lejos, comenzaron a oírse rumores y murmullos, y la muchacha no pudo contener sus lágrimas. Sentía lástima por aquel joven tan valiente que había tratado de liberarla. También lloraba por la incertidumbre sobre lo que sería de ella ahora que la serpiente marina había sido derrotada. Entonces, oyó un chapoteo a escasos metros de la orilla y contempló atónita cómo una pelambrera irrumpía de la laguna. No era otro que Tristán que, exhausto, se dejó caer unos instantes sobre el suelo terroso para recuperar el aliento.

Sus oídos no tardaron en captar las voces histéricas de la muchacha. No sabía si eran preferibles los insoportables ruidos que producía el artefacto que había destruido o los estridentes chillidos de aquella muchacha. ¿De qué se quejaría ahora? Acababa de enfrentarse a una criatura diez veces mayor que él… ¿Acaso no podía dejarle descansar unos instantes?

Tristán despegó su cabeza unos centímetros del suelo y, al abrir los ojos, se levantó como un resorte. Al menos una veintena de barcazas se aproximaban al islote, no sin cierta cautela. ¿Estaban salvados? Los gritos de la muchacha daban a entender justo lo contrario.

El joven no perdió un instante y se dirigió a la jaula.

—Apártate —ordenó a la muchacha.

Un tajo, limpio y seco, bastó para destruir el cierre.

—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó ella—. Creía que nunca volvería a salir de aquí…

—A todo esto, me llamo Tristán —se presentó el muchacho, con galantería. Se volvió, para ver cómo avanzaban las barcazas.

—Sophia —respondió ella de inmediato—. No sabes lo encantada que estoy de conocerte. Eres italiano, ¿verdad?

—¿Qué clase de lugar es este? —inquirió Tristán después de asentir. Una vez más, se dio la vuelta, esta vez buscando el lugar en el que había dejado varada la barca al llegar—. Jamás había oído hablar de un paraje así en Roma… ¡Ni siquiera en toda Italia!

—Así que eres de Roma… —dijo atenta la muchacha, frunciendo el ceño sobre sus gafas—. Me parece que estás un poco lejos.

—¿Qué quieres decir? Y, a todo esto, ¿dónde está mi barca?

—Mucho me temo que es aquella de allí —indicó Sophia, señalando con su índice derecho una barca que se alejaba en el horizonte—. Ha debido de arrastrarla el oleaje que ha provocado la caída de esa horrible serpiente…

—Entonces… ¡estamos atrapados!

—Eso parece… —corroboró la joven—. No estoy totalmente segura, pero creo que nos encontramos en un lugar bastante alejado de Italia o de Creta, el lugar en el que yo nací. Aunque no te lo vas a creer, si no me equivoco, hemos venido a parar a la Atlántida…

—Espera, espera, espera —repitió Tristán, tratando de asimilar lo que acababa de oír—. ¿Te refieres al continente perdido del cual habló…? —El joven dudó unos instantes—: ¿Sócrates? ¿Aristóteles?

—No, fue Platón.

—Es igual. ¿Te refieres a ese lugar? Porque, si es así, te has vuelto completamente loca. ¿Y de dónde, si puede saberse, sacas una idea tan disparatada? —le espetó Tristán a quien las preguntas comenzaron a agolpársele en la cabeza como un torbellino—. Ahora que lo pienso… ¿No acabas de decirme que eres de Creta? ¿Cómo es que estás aquí entonces? Y, más curioso aún, ¿cómo es que hablas mi idioma?

—Prometo contestar a todas tus preguntas, pero antes vas a tener que desenfundar tu espada de nuevo —aconsejó Sophia, colocándose detrás del muchacho—. Créeme, a esas criaturas se las conoce vulgarmente como los «membranosos» y no tienen buenas intenciones. Ellos fueron los que me encerraron aquí.

Las barcas se habían detenido a unos diez o doce metros de distancia, rodeando el islote. Tristán clavó sus ojos azules en ellas y, por primera vez, se fijó en las criaturas que viajaban en los botes. Aunque tenían la misma constitución que los seres humanos, destacaba su piel, escamosa y de un gris tirando a verdoso y unos ojos y bocas desproporcionadamente grandes. Hasta sus orejas eran grandes y parecían cartilaginosas. No tardó en comprender por qué se les apodaba los «membranosos». Cuando agitaron sus brazos y manos tratando de infundir temor en los dos muchachos, Tristán apreció con claridad las membranas expandidas bajo sus axilas y entre sus dedos.

Tal y como le había recomendado Sophia, asió la espada con fuerza y la dejó bien visible. Si había sido capaz de acabar con una serpiente marina, no veía por qué no podría deshacerse de aquellos enemigos.

Sin embargo, algo inesperado ocurrió en aquel preciso instante. Un intenso halo de luz emergió por el lado opuesto al que había llegado Tristán. Era tan potente que apenas podía distinguirse qué o quién era. Los membranosos señalaron asustados en su dirección y rápidamente dieron media vuelta con sus barcas. Remaron con fuerza en dirección a la ciudadela.

—¡Están huyendo! —exclamó Sophia—. ¡Es increíble!

Tristán se quedó observando detenidamente la luz. Al parecer, era una barca guiada por una única persona la que se aproximaba lentamente por la siniestra laguna. Quienquiera que fuese en ella, debió de percatarse de la presencia de los muchachos en el islote y se dirigió hacia ellos. Para cuando alcanzó la orilla, las barcas de los membranosos se habían perdido en la niebla.

—Si apartas esa luz un poco nos harías un favor a los dos —le espetó Tristán, frunciendo el ceño.

—Oh, lo siento —se disculpó el recién llegado, viendo el gesto de incomodidad en los dos muchachos. Llevó la mano al bolsillo de su andrajoso pantalón y los dejó sumidos de nuevo en la penumbra. Acto seguido, extrajo algo de su bolsillo y se lo comió—. Disculpadme, mi nombre es Ibrahim y no tengo ni la más remota idea de dónde estoy. Tal vez vosotros podáis ayudarme. Lo último que recuerdo es aquella caverna escondida en el Valle de los Reyes y… Bueno, sería una historia un poco larga de contar.

Tristán se quedó observando a aquel joven de pelo oscuro y de rostro moreno sin comprender nada. Por su parte, Sophia se presentó de inmediato y se apresuró a añadir:

—Me temo que estamos tan desorientados como tú. Yo soy de Creta y, al igual que tú, también he venido a parar aquí a través de una cámara ubicada en los sótanos del palacio de Cnosos —explicó Sophia.

—¿Y él? —preguntó Ibrahim, señalando con su cabeza hacia el joven italiano.

—¡Oh, qué despiste el mío! ¡Cuánto lo siento! —se apresuró a disculparse la muchacha, sujetándolo por el brazo—. Este es Tristán y lo acabo de conocer hace un rato. Al parecer viene de Italia y mucho me temo que habrá llegado gracias una cámara como la tuya o la mía…

—Un momento, no vayas tan rápido —interrumpió Tristán—. ¿Me quieres explicar qué está pasando aquí? No comprendo una palabra de lo que estáis diciendo… Supongo que tú hablas en griego, pero no entiendo nada de lo que está diciendo nuestro amigo…

—¡Ah! —se le escapó a la muchacha, quien se sonrojó ligeramente—. Tienes toda la razón del mundo. Verás, según me acaba de contar, Ibrahim viene de Egipto…

—Así que se llama Ibrahim. ¿De Egipto? ¡No me digas que también hablas egipcio! —exclamó Tristán, casi fuera de sí.

Tanto Sophia como Ibrahim rieron.

—La verdad es que no… —reconoció la chica—. Al menos, no lo hacía esta mañana cuando me levanté. Debe de haber sido al pasar por esa cámara.

Tristán fue a decir algo, pero se le adelantó Ibrahim entregándole un pequeño fruto de color violáceo y le indicó con un gesto que se lo comiera.

—Pero ¿qué…?

—Será mejor que le hagas caso —le indicó Sophia—. Creo que sabe lo que hace…

El muchacho italiano no protestó y masticó la baya con fuerza. Desconocía sus propiedades, pero si de algo estaba seguro era de que no saciaría su voraz apetito.

—¿Mejor así? —le preguntó Ibrahim. Tristán comprendió a la perfección las palabras del egipcio y no pudo ocultar su expresión de sorpresa—. No me preguntes por qué, pero esas bayas de color morado deben de proveerte del don de lenguas.

—¿El don de lenguas? —repitió Tristán abriendo los ojos como platos.

—Así es —asintió Ibrahim y se dirigió a la muchacha—. Supongo que tú también habrás tomado una de estas bayas…

Sophia se mordió el labio inferior y esperó unos segundos antes de contestar.

—La verdad es que no —dijo finalmente—. Aún no he probado uno de esos frutos.

—Y, sin embargo, hablas y entiendes nuestros respectivos idiomas —completó Tristán—. Esto debe de ser algún sueño o algo por el estilo, porque nada de esto tiene sentido. Las últimas horas que he vivido han sido… ¿Cómo las describiría? ¿Extrañas? ¿Esperpénticas?

Tanto Ibrahim como él fruncieron el ceño.

—La única explicación que encuentro es que al entrar en aquella cámara se haya producido alguna transformación en mí y por eso puedo comunicarme sin problemas con vosotros —conjeturó la muchacha.

—Hummm… Yo también he llegado hasta aquí a través de una de esas cámaras, escondida en los bajos del Coliseo de Roma —explicó Tristán—. Entonces, ¿por qué necesito de esas frutitas para poder entender lo que me decís?

—Tal vez tu camino de la sabiduría fuese diferente al mío…

—¿Se puede saber de qué camino estás hablando? —preguntó Ibrahim, que andaba tan perdido como Tristán.

—De las pruebas que tuve que superar para hacerme con el libro, por supuesto —contestó Sophia. Acto seguido, procedió a explicarles cómo había tenido que vérselas con las dos estatuas para averiguar la puerta que la mantendría con vida, cómo se las había ingeniado para resolver el enigma del ajedrez y las ocho reinas y, finalmente, cómo había resuelto en un tiempo récord el misterio de los tres cofres—. Tengo la impresión de que en ese libro encontraremos las respuestas a muchas de nuestras preguntas…

—En mi cámara no había ningún Libro de la Sabiduría —comentó Ibrahim, contándoles cómo había tenido la suerte de encontrar aquel maravilloso jardín poco después de que le picara el áspid. También les habló de los dibujos que explicaban las propiedades de las diferentes bayas en aquel muro y cómo se las había ingeniado para hacerse con la piedra tan poderosa que ahora guardaba en el bolsillo—. Tan pronto la cogí, vine a parar a este misterioso lugar.

Tristán asintió.

—Al principio, pensaba que esto era de locos, pero veo que mi historia no es muy diferente de la vuestra —reveló el italiano, explicando también la prueba a la que tuvo que hacer frente—. En mi caso, fue al derrotar a los hologramas cuando todo se volvió tan oscuro como la noche y aparecí en aquella plataforma tan extraña.

Ibrahim entornó los ojos y se quedó pensativo unos segundos. Después dijo:

—Esto es muy interesante. Parece ser que los tres hemos venido a parar a este misterioso lugar a través de unas cámaras localizadas en sitios muy dispares: Creta, Roma y el Valle de los Reyes. En cada una de ellas se escondía un objeto que nos ha traído hasta aquí. En el caso de Sophia ha sido un libro; en el tuyo, una espada —dijo, refiriéndose a Tristán— y en el mío, esta gema preciosa. Por cierto, Sophia, aún no nos has enseñado cómo es el Libro de la Sabiduría… Tal vez ahí explique algo acerca de nuestra situación o de cómo salir de aquí.

—¡Oh! Es que… no lo tengo —reconoció la muchacha.

—¿Cómo que no lo tienes? —preguntaron los dos jóvenes al unísono.

—Me lo arrebataron…

Tristán hizo un chasquido con los dedos.

—No me digas más. Han sido esos membranosos…

—Cuando aparecí en la plataforma, no tenía ni idea de dónde estaba. Mi primera intención fue explorar la zona pero al ver el libro a mi lado, sentí la necesidad de leerlo… Fue entonces cuando aparecieron ellos, me apresaron y me encerraron en esta jaula. El resto de la historia ya la conoces…

—¿Y el libro? —reclamó Tristán—. ¿Qué fue de él?

—Me temo que se lo llevaron —reconoció Sophia un tanto alicaída—. Lo habrán puesto a buen recaudo en algún lugar de su impenetrable fortaleza.

—Pues debemos recuperarlo como sea —sentenció el joven italiano. Después de haberse enfrentado a la serpiente marina, agallas no le faltaban—. ¡Podría decirnos cómo volver a nuestras respectivas casas!