VII - La tumba sesenta y tres

Ibrahim había nacido hacía quince años en el seno de una familia muy numerosa en los suburbios de la ciudad de El Cairo, entre cuatro paredes que apenas se sostenían en pie. Allí se crio y creció, entre las callejuelas de las afueras de la urbe con más esplendor de todo el continente africano. Su potencial industrial y cultural habían hecho que El Cairo creciese demográficamente y atrajese a multitud de turistas.

Los recuerdos de su infancia eran más bien vagos. Tenía entre siete y nueve hermanos. Nunca lo había llegado a saber bien, pues sus padres murieron cuando él era muy pequeño. Su legado se redujo al techo que le vio nacer, que apenas visitaba para dormir, pues el resto del día lo pasaba callejeando. Había aprendido a sobrevivir, que era lo verdaderamente importante. Y lo había hecho a costa de algunos mercaderes descuidados y de los muchos turistas incautos que visitaban la ciudad. Pocas veces había mendigado. De pequeño, sus ojos almendrados de color miel y su pelo moreno siempre deslavazado habían llegado a despertar la compasión de algunos turistas, pero fue algo que dejó de surtir efecto en cuanto pegó el estirón.

A partir de aquel instante, fue consciente de su situación y lo asumió de inmediato. Nadie brindaría jamás una oportunidad a un muchacho sin estudios que vagabundeaba por las calles. ¿Quién querría dar trabajo a alguien como él? Por eso empezó a darse al pillaje y decidió trasladarse a Luxor. Muy cerquita de allí se encontraba el Valle de los Reyes, lugar al que acudían los turistas en masa.

Y realmente se le daba muy bien. Mientras la mayoría de los ladronzuelos había terminado entre rejas, Ibrahim había logrado evitarlas gracias a que era increíblemente rápido de manos y muy ingenioso con las excusas cuando tenía que ponerlas. No importaba el reto, pues podía hacerse con una manzana de un puesto de frutas o con la billetera de un acaudalado turista con igual facilidad. Era algo visto y no visto, y ya tenía solucionado el día. Rara vez le habían pillado y, en esas pocas ocasiones, siempre había conseguido escurrir el bulto con imaginativas invenciones.

Precisamente ese era el plan: sobrevivir al día de hoy. El mañana no existía para muchachos como él. Solamente cabía pensar en el hoy.

Con el mismo espíritu de todos los días, decidido a sobrevivir una jornada más, Ibrahim se había levantado de su jergón aquella mañana. Era bien temprano y tenía un hambre voraz. Los últimos días no habían sido especialmente fructíferos y comenzaba a desesperarse.

Aunque los turistas no tardarían en aparecer, no le convenía andar merodeando por ahí antes de tiempo. De lo contrario, podía levantar sospechas. Debía esperar. Había decidido que aquel día recorrería las inmediaciones de las tumbas de Seti I y Ramsés I, que se encontraban bastante próximas la una de la otra. Además, la famosa tumba de Tutankamon no quedaba lejos de allí. Si bien era cierto que no era muy espectacular, se trataba de una visita prácticamente obligada para todos los excursionistas. No en vano, aquella tumba fue encontrada con todos los maravillosos tesoros que albergaba en su interior, intactos.

A medida que la mañana fue avanzando y los turistas apareciendo, Ibrahim fue tomando posiciones. Sintió un aguijonazo en el estómago al reconocer a otros compañeros de profesión mezclados entre la gente. Aquella circunstancia le obligaba a actuar rápido. Un paso en falso de cualquiera de ellos podía despertar recelos entre los visitantes y mandar al traste las esperanzas de la jornada.

El muchacho estudió la situación con total discreción. Ante todo, era fundamental no llamar la atención. No podía quedarse parado, por lo que observaba mientras caminaba relajadamente. Reconoció a un grupo de turistas españoles. Los desechó enseguida, pues eran demasiados ojos y podía ser visto. Dirigió la mirada hacia un matrimonio que charlaba a la espera de poder acceder a la tumba de Seti I. Vestían con elegancia y su aspecto era bastante refinado, por lo que dedujo que probablemente serían franceses. Ibrahim decidió aproximarse hasta ellos discretamente.

Entonces lo vio.

Debía de ser la presa más fácil que se le había cruzado en toda su vida. Era un hombre de unos cincuenta años, de estatura media y bastante regordete. Por mucho que se ciñese el cinturón, no podía ocultar semejante barriga… y la papada… Su tez sonrosada le confería un aspecto jovial y bonachón. Daba la impresión de estar bastante distraído, consultando tras aquellas gafas de cristales redondos un mapa con la ubicación de las sesenta y dos tumbas que había distribuidas a lo largo y ancho del Valle de los Reyes.

Como quien no quiere la cosa, Ibrahim fue acercándose tímidamente. Sus ojos se clavaron de inmediato en el bulto que resaltaba en el bolsillo trasero de su pantalón. «Otro pobre incauto que me invita a que le tome prestada la billetera», pensó el muchacho. En realidad, no tenía intención de quedarse con ella, sino con lo que había en su interior. Unos cuantos billetes le alimentarían unos días. Quién sabe si una semana o dos. Tal vez le alcanzase para comprarse unos zapatos nuevos o un jersey, porque el invierno estaba siendo especialmente, frío por las noches.

El joven no podía creerse aún su buena suerte. Eso sí, tenía que actuar con premura antes de que el turista se moviese de su posición… o de que otro de los rateros le echase el ojo encima. Normalmente daba tres y hasta cuatro vueltas de reconocimiento antes de lanzarse a por una víctima pero, en aquella ocasión, consideró que con dos sería más que suficiente.

Ya fuese por la precipitación, por la falta de rigor en la observación o por el exceso de confianza a la hora de actuar, algo salió mal.

Justo en el momento en el que Ibrahim introducía su mano en el bolsillo trasero del pantalón de su víctima, este se giró. El muchacho jamás hubiese podido imaginar que un turista rechoncho podría reaccionar con la misma rapidez que una serpiente. A punto de asir la billetera en sus manos, Ibrahim contempló con horror cómo el falso turista se abalanzaba sobre sus manos con unas esposas. ¡Era un policía vestido de paisano!

—¡Ajá! —exclamó el policía, sosteniendo a Ibrahim por la camisa. Había desaparecido todo rastro de bondad de su faz y ahora hacía denodados esfuerzos por detenerle—. Quedas… detenido…

El muchacho ofrecía toda la resistencia que podía. Sabía que de nada le valdría una excusa. De hecho, si aquel hombre lograba ponerle las esposas, estaba perdido. Iría directamente a la cárcel, igual que alguno de sus hermanos, y ya nadie más se acordaría de él.

Sería el fin.

Aquel policía había demostrado una habilidad increíble con las manos, pero no iba a superarle. En apenas una décima de segundo, Ibrahim retorció su brazo derecho, al tiempo que encogía las manos y los dedos. Cuando se detuvo, se quedó mirando al hombre fijamente a los ojos.

Entonces, sonrió.

—Tal vez otro día… —dijo, antes de echar a correr.

Con la misma habilidad que el Gran Houdini, Ibrahim había logrado no sólo evitar que le apresaran con las esposas, sino colocárselas al policía. Éste, rojo por el bochorno y la ira, comenzó a gritar como un loco haciendo que su voz resonase por todo el Valle de los Reyes.

—¡Al ladrón! ¡Al ladrón!

Al instante se formó un gran revuelo en la zona y los turistas empezaron a ponerse nerviosos. Otros dos agentes camuflados salieron detrás de él. Claramente, el hombre regordete no actuaba solo. Sus piernas ni siquiera hubiesen podido soportar una carrera de cien metros. Mientras tanto, Ibrahim trataba de abrirse paso entre los excursionistas. Más de uno intentó retenerle sujetándole por la camisa, lo que le provocó un desgarrón en la manga. Afortunadamente para él, logró alcanzar un terraplén y se deslizó por él.

El terreno era árido y bastante claro, por lo que se le podía ver con relativa facilidad. Ibrahim sólo podía confiar en la agilidad de sus piernas hasta encontrar algún refugio en el que esconderse.

Descendió por la ladera de una montaña, moviéndose entre rocas y tierra durante un buen rato, huyendo de los dos policías. No los podía ver, pero los oía a lo lejos. Era difícil calcular la distancia a la que se encontraban pero, con un poco de suerte, lo darían por perdido de un momento a otro. Entonces, Ibrahim pisó un pedrusco suelto y perdió el equilibrio.

El trozo de roca rodó montaña abajo, arrastrando consigo una buena cantidad de piedrecitas y tierra.

—¡Oh, genial! Ahora habrán visto mi rastro… —se lamentó Ibrahim, incorporándose del suelo tan rápido como pudo.

Estaba a punto de reiniciar la huida cuando se fijó en una grieta que se había abierto al desplazar la roca.

—¿Qué demonios es esto? —se preguntó, ampliando ostensiblemente la abertura con sus manos. Tenía la respiración agitada por la excitación.

A medida que el agujero se iba haciendo más grande, Ibrahim tuvo la intuición de que acababa de dar con algo importante. Su corazón se aceleró aún más al oír a los policías de nuevo. No debían de estar a más de quinientos o seiscientos metros de su posición. De un momento a otro lo verían escarbando y estaría perdido. Por eso mismo, como si de un suricata del desierto se tratase, se introdujo en la abertura que acababa de descubrir.

Cuando llevaba algo más de un metro reptando en sentido horizontal, Ibrahim se percató de que aquel túnel era de piedra labrada. Había sido el ser humano quien lo había construido en el pasado y no un simple animal. De pronto, se le ocurrieron varias preguntas: ¿quién había excavado aquel conducto y cuándo? ¿Con qué fin? ¿Cuánta gente más sabía de su existencia? Pronto notó que el peso del cuerpo lo empujaba hacia las entrañas de la tierra, por lo que dedujo que la pendiente iba en sentido descendente.

La ausencia de aire limpio comenzaba a dificultar su respiración cuando, para su fortuna, fue a parar a una estancia de mayor tamaño. Aunque la oscuridad lo rodeaba, con mucho cuidado de no golpearse en la cabeza, pudo ponerse en pie. Al apartar su cuerpo del agujero, dejó que el aire fluyese libremente del exterior y comenzó a sentirse mejor.

—¿Qué clase de lugar es este? —se preguntó—. ¿Hola?

No debía de encontrarse en un habitáculo muy grande, pues no captó eco alguno. Es más, simplemente alcanzó a oír un ligero siseo como respuesta. De pronto, una voz humana llegó hasta sus oídos. No sin cierta dificultad, logró oír lo que decía.

—¿Crees que se habrá colado por ese agujero?

—Es posible. Las ratas pueden esconderse en los lugares más inverosímiles —contestó una segunda voz.

—Bueno… Si es así, me voy a encargar… de que no vuelva a ver la luz nunca más. Nadie va a echar de menos a un ladronzuelo…

Ibrahim sintió que se le encogía el estómago. No podía ser cierto lo que estaba oyendo. ¿Habían sido las voces de los policías que lo perseguían? ¿Acaso estaban planeando enterrarlo vivo? Seguramente sería una amenaza esperando que, si se encontraba en el interior, se entregase para no enfrentarse a una muerte horrible. Sí, seguro que se trataba de una forma de intimidarle.

Pero se equivocaba. El muchacho sintió cómo los dos hombres se desriñonaban arrastrando un pedrusco para tapar el hueco que él había abierto. Pocos segundos después, se hizo el silencio.

Ibrahim se quedó horrorizado, como sumido en una pesadilla. ¡Lo acababan de enterrar vivo!

A su alrededor todo era oscuridad y comenzó a invadirle el miedo. ¿Acaso aquella tumba, la que haría el número sesenta y tres, se iba a convertir también en la suya? Porque estaba convencido de que aquello era un enterramiento… ¿Se trataría del de un faraón? ¿De alguna de sus esposas? Tal vez había dado con una tumba como la de Tutankamon, con todos sus tesoros guardados. ¿Habría alguna antorcha cerca? Desde que tenía que refugiarse en lugares inhóspitos para pasar la noche, siempre llevaba encima una caja de cerillas. Le había sacado de algún apuro en más de una ocasión.

—¡Cerillas! —exclamó entonces Ibrahim—. ¡Qué tonto soy!

Sin dudarlo un instante, extrajo la cajita de su deshilachado pantalón y prendió el fósforo. Percibió el olor acre de la cerilla recién encendida y ante sus ojos se dibujó a duras penas una de las paredes de aquel siniestro lugar. Vislumbró la silueta de algunos dibujos y se aproximó un poco para apreciarlos mejor. Le llamó la atención un agujero que se abría en la pared. La poca lumbre que emitía la cerilla reveló que algo brillaba en su interior. Instintivamente, introdujo la mano para palpar lo que podía ser un maravilloso tesoro, cuando la cerilla se apagó.

Estaba a punto de sacar la mano del agujero para encender otro fósforo cuando notó un dolor lacerante en su pulgar.

—¿Qué ha sido eso? No he visto ninguna aguja… —dijo, chupándose el dedo para tratar de aliviar el dolor.

De nuevo, tanteó su pantalón y extrajo la caja de cerillas. Sintió un mareo repentino y estuvo a punto de perder el equilibrio. No sin cierta dificultad, logró prender el segundo fósforo e iluminó de cerca el agujero. Sus ojos se nublaron ligeramente y un sudor frío le recorrió la espalda.

—No… no puede ser…

Ante sus ojos brillaba el objeto que le había causado el dolor. No era un tesoro, ni mucho menos. Ni siquiera era un objeto metálico, tal y como se había imaginado. Era algo más bien escurridizo y… ¡estaba vivo! Se trataba de una víbora áspid de color dorado, que lo miraba amenazante desde aquella oquedad. Se había sentido amenazada y, claramente, lo había atacado.

Ibrahim buscó una antorcha o algo con lo que dar luz a la estancia. La picadura de un áspid no siempre resultaba letal si se trataba a tiempo. En su caso, acabaría con él si no encontraba rápido una salida.

Desesperado, tanteó a su alrededor a media altura por si había alguna tea clavada en la pared. Dos cerillas después, la encontró. Estaba tan reseca que la lumbre no tardó en prender y, entonces sí, la estancia se reveló en todo su esplendor.

Olvidándose del dolor por un instante, el muchacho contempló admirado el habitáculo. Sus cuatro paredes estaban plagadas de jeroglíficos. No existían pasillos ni vanos de ningún otro tipo. Únicamente estaba la abertura por la que se había colado para entrar. Acercó la antorcha y comprobó que no había corriente de aire alguna que agitase la llama. Los policías habían sellado la entrada a conciencia. Desanimado, devolvió la tea sobre su soporte y se quedó pensativo, jamás lograría salir de allí.

Probablemente debido al desánimo y al efecto que iba haciendo el veneno de la serpiente sobre su cuerpo, comenzó a dolerle la cabeza. También le vinieron fuertes náuseas y le flojearon las piernas. Vacilante, se apoyó sobre la pared sin importarle si había o no otro nido de serpiente. Al acercarse tanto al muro, se percató de un detalle que hasta entonces le había pasado desapercibido. Aquellas pinturas… Entornó la vista para contemplarlas mejor. Las pinturas…

—No son jeroglíficos… —susurró, ceñudo—. Qué extraño…

La pared sobre la que se acababa de apoyar contaba con varias hileras de gráficos, de unos veinte o veinticinco centímetros de altura. Había unas diez y ocupaban el espacio entero, de suelo a techo. Recuadrando todo el marco, había unos símbolos irreconocibles, pintados en azul.

Se fijó en la primera fila de dibujos, la que había en la parte superior. Mostraba una figura humana enfundada en una túnica y luciendo un collar. Frente a él se alzaba un arbusto plagado de frutos de color amarillo. En una escena sucesiva se veía al hombre comiendo uno de esos frutos amarillos. La siguiente imagen mostraba al mismo hombre, atravesando un muro.

Ibrahim enarcó sus cejas. Desde luego, nunca había visto nada semejante. En la siguiente fila se veía al mismo hombre, esta vez delante de un arbusto con frutos de color azul. De nuevo, aparecía engulléndolos; el siguiente dibujo podía interpretarse como la persona bajo el agua, rodeada de peces. Ibrahim se rascó la coronilla, pensativo. La sucesión de hileras seguía, variando el color de los frutos (los había de color verde, rojo, violáceo, blanco, naranja…) y las imágenes finales. El hombre siempre parecía ser el mismo.

La penúltima fila le llamó la atención, la de los frutos o bayas rosadas, junto al hombre aparecía una serpiente mordiéndole; mostraba claros síntomas de dolor en la siguiente imagen pero, después de comer el fruto, parecía restablecido. ¿Acaso significaba que existía un fruto que curaba la picadura de una víbora áspid? Así parecía interpretarse de las imágenes, aunque rápidamente desechó tal idea. Según esa regla de tres, con bayas de distintos colores podría atravesar los muros, ampliar la capacidad auditiva o de visión, respirar bajo el agua… algo sencillamente imposible.

La última hilera mostraba la baya de color negro y, a su lado, el dibujo de una tétrica calavera. Claramente, no podía significar nada bueno.

Ibrahim se agachó y pasó suavemente su mano por el dibujo que representaba al arbusto de la sanación, tal y como él lo denominó.

—Si tan sólo tuviese una planta de esas y lo pudiese probar…

El ruido de la piedra al moverse lo pilló desprevenido. Al palpar el muro, debía de haber activado algún mecanismo que había abierto una puerta de paso en la pared opuesta a la que se encontraba. Ibrahim se levantó como un resorte, pensando que acababa de dar con una salida.

Cuando vio lo que le aguardaba al otro lado del tabique, no dio crédito a lo que sus ojos le mostraban.

—¿Cómo es posible que…?

Pero su voz se resquebrajó igual que un cristal y sintió que un escalofrío le sacudía el cuerpo entero. La fiebre le estaba subiendo y le hacía sudar profusamente. Pese a todo, por increíble que pareciese, acababa de ir a parar a un jardín. Al menos, esa era la impresión que daba. Quién sabe si ya estaba muerto y le habían abierto las puertas del Paraíso. Lo cierto era que sobre un suelo recubierto de un tupido césped crecían incontables arbustos de distintas especies. Todos ellos estaban plagados de los mismos frutos que aparecían en las imágenes que acababa de ver. Bayas de todos los colores: verdes, marrones, azules, amarillas…

—¡Rosadas! —gimió, ahogando un suspiro de dolor—. ¡Bayas de color rosa!

No sabía si serviría de algo o no pero, con la fe puesta en los dibujos de las paredes, se abalanzó sobre ellas. Se aferró a aquella oportunidad de salvación como a un clavo ardiendo y, sin pensárselo dos veces, arrancó uno de los frutos rosados y se lo llevó a la boca. Su tamaño era algo mayor que el de una canica, era jugoso y tenía un sabor dulzón, aunque un tanto ácido. Y lo tragó.

Curiosamente, su paso por la garganta le produjo una sensación reconfortante. Pasados unos cuantos minutos, notó cómo los mareos y las náuseas desaparecían y comenzaba a encontrarse mejor. ¿Era posible que existiese un antídoto natural contra las mordeduras de serpiente? ¿Acaso serviría para curar algo más? A medida que el veneno se iba neutralizando, a Ibrahim se le fue despejando la mente y comenzó a hacerse multitud de preguntas.

—¿Cómo es posible que un jardín así haya sobrevivido durante tanto tiempo en las entrañas de la Tierra? —se preguntó de pronto, notando que hasta allí no llegaba la luz solar.

A decir verdad, ¿de dónde procedía la luz que llegaba a las plantas? ¿Quién se había encargado de abonarlas y regarlas para que creciesen? Ese alguien tenía que acceder por algún sitio. Esperanzado y, puesto que se encontraba mejor, comenzó a indagar por aquel misterioso jardín buscando una salida que nunca encontraría.

El recinto no era muy grande. Aun así, invirtió una hora larga buscando cualquier resquicio que pudiese esconder una puerta oculta, sin ningún resultado. Cansado, decidió tumbarse un rato sobre el cuidado césped, atento por si aparecía otra serpiente. Se le hacía extraño palpar aquella alfombra tupida y verde cuando, unos metros afuera, el terrero era árido a más no poder.

Más relajado, notó hambre. Recordó que llevaba sin siquiera probar bocado más de veinticuatro horas. Entonces, se preguntó si aquellas bayas saciarían su apetito. Desde su posición estiró la mano y arrancó una de las bayas del arbusto que tenía más a mano. Era de color verde.

La masticó con ansiedad y sintió cómo la pulpa se deshacía en su boca al tiempo que liberaba un regusto ligeramente amargo y ácido. Como el muchacho tenía hambre, la tragó sin más. Claramente, le había gustado más el sabor de la baya rosada, pero no podía quejarse. Al menos podría comer cuantas bayas quisiese. Si eran indigestas o no, lo desconocía. Pero sin duda calmarían el vacío de su estómago.

Tuvo ganas de probar una baya de otro color —tal vez una azul o una roja—, pero se dio cuenta de que tumbado como estaba sólo alcanzaba a coger frutos de color verde. Estaba a punto de inclinarse para ponerse en pie cuando se fijó en un detalle que no había apreciado hasta aquel instante. Era como si el techo que cubría aquel jardín hubiese descendido hasta quedarse a un palmo de su nariz. Debía de estar compuesto por algún tipo de cristal o mineral translúcido, pues de su interior brotaba el foco de luz que alimentaba las plantas que lo rodeaban. O mucho se equivocaba, o procedía de una extraña piedra. Instintivamente, acercó la mano para tocarlo… pero no lo hizo. El techo no se había movido un ápice de su lugar. No obstante, la impresión que daba era bien distinta.

Ibrahim sacudió la cabeza y se dio cuenta de que los arbustos también parecían mucho más próximos de lo que lo estaban en la realidad. ¿Acaso sufría alucinaciones motivadas por los efectos de la mordedura de la víbora áspid? Realmente, él se encontraba muy bien y no tenía malestar alguno. Entonces, ¿podía deberse a algún efecto causado por la ingestión de las propias bayas?

El muchacho se mordió el labio y se quedó pensativo. La baya rosada lo había sanado, mientras que la de color verde parecía haber incrementado su capacidad de visión. Parecía inverosímil, pero podía estar en consonancia con los dibujos que había en la cámara anterior.

—Esto es cosa de magia… —murmuró admirado.

De inmediato, quiso comprobar una cosa. Si se cumplía, ¡estaría seguro de haber encontrado unos frutos mágicos! Se puso en pie y regresó a la cámara de los jeroglíficos. Los ojeó por encima y rápidamente encontró lo que buscaba.

—¡Ajá! Las bayas blancas —dijo, señalando con el dedo—. Si esto funciona tal y como comienzo a sospechar…

Ibrahim no concluyó la frase. Sin perder un instante, volvió a introducirse en el jardín y buscó un arbusto de bayas blancas. Un par de minutos más tarde, tenía en sus manos uno de esos frutos y se lo llevó a la boca. Ahora, sólo quedaba esperar y comprobar su efecto.

De pronto, comenzó a sentir un cosquilleo en su estómago, como si un centenar de mariposas revoloteasen en su interior. La misma sensación se fue transmitiendo paulatinamente por sus extremidades hasta llegar a la punta de los dedos de sus manos y pies. Pasados unos instantes, comenzó a sentirse ligero como una pluma.

Entonces, sus pies se separaron del suelo.

—¡Funciona! —gritó entre carcajadas, separándose más y más del césped—. ¡Es increíble, pero funciona!

El joven egipcio alcanzó el techo entre risas de felicidad y palpó su superficie rugosa. En su interior resplandecía aquella gema, como si del corazón de una estrella se tratase. Cuanto más cerca se encontraba de ella, más clara se hacía su llamada. De alguna manera, Ibrahim sintió que aquella piedra tenía que ser suya. Y, recordando los efectos que producían la ingestión de las diferentes bayas, supo lo que tenía que hacer para hacerse con ella.

Cuando pasaron los efectos de la levitación, unos cuantos minutos después, el muchacho se fue directo al arbusto de frutos blancos y arrancó una segunda baya. Antes de llevársela a la boca, Ibrahim cogió otra del arbusto que crecía justo a su lado. Era de color amarillo.

Ya estaba preparado.

Volvió a sentir el sabor fresco y dulce de la baya blanca al deshacerse en su paladar y, poco después, comenzó a levitar. Aún le quedaba algo más de medio metro para tocar el techo cuando se comió la baya amarilla. Aunque fue emocionante, a aquellas alturas no supuso sorpresa alguna que su cuerpo atravesase la superficie translúcida como si fuese líquida. Los dibujos mostraban explícitamente que las bayas amarillas permitían atravesar los muros, y así se había cumplido.

Ibrahim se encontró frente a la hermosa piedra, deslumbrado por su intenso brillo. Tendría el tamaño de un puño y la forma de una estrella. Era sencillamente preciosa y, sin poderse contener, la asió firmemente.

La gema reaccionó al instante y comenzó a destellar con intensidad, emitiendo un fulgor impresionante. Ibrahim sintió la fuerza de su magia corriendo a través de sus venas. Era una sensación indescriptible. Se encontraba flotando a más de tres metros del suelo, con medio cuerpo traspasando el techo y con una piedra en sus manos que le transmitía calidez… y poder.

El brillo alcanzó su máxima intensidad para, instantes después, desaparecer y dejar de alumbrar aquella caverna. El espacio se quedó en silencio, sumido en la oscuridad más absoluta. Sin las propiedades mágicas de la gema, aquellos arbustos no volverían a dar fruto nunca más. Se marchitarían y morirían.

Ibrahim y la piedra se habían desvanecido.

Roland Legitatis no tardó en regresar al Palacio Real. Necesitaba hablar de nuevo con Pietro Fortis y ordenarle que el departamento de seguridad tuviese como prioridad máxima localizar en qué punto exacto del continente tenían su salida las dichosas cámaras atlantes.

Lo cierto es que, apenas se adentró en el enorme y lujoso recibidor del edificio, un mayordomo se acercó hasta él con urgencia y le entregó una nota.

—Un recado de Pietro Fortis, señor —dijo con voz firme, haciéndose a un lado.

Legitatis contempló ceñudo el mensaje que acababa de recibir.

—No puede ser… —se lamentó. Tuvo la sensación de que las lámparas de araña y los tapices se le venían encima. ¡El mundo entero se le venía encima!

Abandonó el recibidor por el corredor que se abría al fondo a la izquierda. El ascensor hidráulico le esperaba… y Pietro Fortis también.

—¡Oh, veo que ya te han dado mi recado! —apuntó el jefe de seguridad, apenas puso un pie fuera del ascensor.

—¿Cuándo ha sucedido? —inquirió Legitatis.

—Hará cosa de media hora —confirmó Pietro Fortis—. El aviso de que la cámara atlante ubicada en el Valle de los Reyes se había activado…

—Es muy importante averiguar dónde van a parar las salidas —le interrumpió el anciano—. A partir de este instante es la prioridad máxima de tu departamento. Esos muchachos…

—Ya sabemos dónde están ubicados los accesos de las cámaras —confirmó Fortis—. Bueno, al menos sabemos que están en alguna parte de las lagunas de Mneseo… y en Diáprepes. Por cierto, ¿has dicho «muchachos»?

—¿Mneseo y Diáprepes? —preguntó Legitatis—. ¿No puedes especificar un poco más?

—Por el momento, no… —denegó el hombre antes de insistir de nuevo—. ¿Muchachos?

—Sí, muchachos. El texto indicaba expresamente que eran de sangre joven. Serían tres y tenemos que encontrarlos cuanto antes —apuntó Roland Legitatis. Había llegado el momento de asumir el mando, tal y como le había ordenado el rey. La profecía anunciaba la llegada de tres Elegidos y tres eran las cámaras que se habían activado… Si el vaticinio se estaba cumpliendo, sólo podía significar una cosa: la Atlántida estaba a punto de sufrir un asedio por parte de los rebeldes—. Debemos organizar sendas expediciones a Mneseo y a Diáprepes… También es preciso hablar con Archibald y que se prepare para una posible invasión.

—¿Se puede saber de qué estás hablando, Roland? ¿No crees que te estás pasando un poco?

El anciano se volvió hacia el jefe de seguridad, lo agarró por las solapas de su chaqueta y lo atrajo hacia sí.

—¡Escúchame bien! —le gritó a escasos centímetros de su cara—, la Atlántida corre un grave peligro. No me preguntes cómo lo sé, pero los rebeldes van a intentar regresar al continente.

Pietro Fortis fingió una expresión de incredulidad.

—¿Te refieres a los rebeldes… rebeldes? ¿Aquellos que fueron desterrados de la Atlántida hace…?

—Miles de años. Los mismos.

—¿Y qué pintan esos tres muchachos en todo esto?

—No lo sé con certeza. Se supone que han de ayudarnos frente al invasor o algo así…

Fortis alzó las cejas. Esta vez, la incredulidad no era fingida.

—¿Se… supone?

—Pero primero hay que encontrarlos —sentenció Legitatis, haciendo caso omiso de los comentarios del jefe de seguridad.

Fortis asintió sin mucha convicción.

—¿Y qué dice Su Majestad de todo esto?

—El rey se encuentra indispuesto… Me ha ordenado que tome las medidas necesarias. Por eso, yo mismo encabezaré la expedición a las lagunas de Mneseo; tú irás a Diáprepes.

—Pero… ¡Diáprepes! ¿Acaso sabes los peligros de esa localidad?

—Lo sé muy bien —contestó secamente Legitatis—. Pero es preciso actuar con rapidez.

—¡Es un suicidio! —exclamó entonces Fortis.

—¡Es una orden del rey Fedor IV!

Pietro Fortis agachó la cabeza y asintió. Siendo así, no había mucho más que hablar.

—En ese caso, nos pondremos en marcha de inmediato sentenció.