VI - Persecución en la Atlántida

El aerodeslizador devoró con avidez kilómetros y kilómetros de las tierras de Evemo. Procuraba mantenerse siempre a unos quinientos metros de distancia del cauce que conducía a mar abierto. Amparado en la oscuridad reinante, Jachim Akers consiguió que nadie se interpusiese en su camino.

Akers había logrado cruzar las compuertas que daban a la primera circunvalación poco antes de que se diese la voz de alarma en Atlas y se extremase la vigilancia en sus accesos. Durante casi dos horas, el escaso ruido del motor de su vehículo apenas tuvo fuerzas para desconcentrarle. A aquellas alturas, era probable que Mahinder Gallagher —el brazo derecho de Strafalarius—, aún se encontrase en el Jardín de los Abedules para comprobar si había dejado los anillos en el lugar acordado. Incluso era posible que ya se hubiese dado cuenta de que no estaban allí… En ese caso, seguro que acudiría a informar de inmediato al Gran Mago. ¡Qué asco sentía por ese tipo de gente! Gallagher se comportaba como un simple y vulgar parásito; consciente de que jamás lograría ascender en el escalafón de la orden, había preferido aproximarse al máximo al Gran Mago; era, por así decirlo, una asquerosa sanguijuela que iba pegada al cuello de Strafalarius y que, a base de contentarlo con sus halagos, obtenía buenos favores de él.

¿Qué cara se les habría quedado? ¿Qué estarían pensando en aquel instante? Se suponía que él tenía que sustraer los anillos y dejarlos abandonados en el Jardín de los Abedules para que fuesen rápidamente recuperados por las fuerzas de seguridad atlantes. Por alguna razón que él desconocía, el Gran Mago quería cortar por unas horas la energía que activaba el escudo atlante… Pero él también sabía —y por eso había cambiado de estrategia— que el plan inicial incluía que, una vez hubiese acabado su parte de la misión, él desaparecería del mapa. ¿Sería Gallagher el encargado de acabar con él? Posiblemente… ¿O habría alguien más deseoso de ganar puntos ante Strafalarius? Cuando se enteró, fue tal el enfado que lo invadió y el odio que sintió hacia ambos hechiceros que improvisó un cambio de planes. Decidió que los anillos desaparecerían junto a él. No había sido fácil, pero al final había dado con alguien muy interesado en poder disponer de ellos.

Ahora, su mente estaba concentrada en atravesar la siguiente muralla y dar un paso más en su camino hacia el puerto. Allí aguardaba su contacto, quien le entregaría un saco cargado de monedas de oro a cambio de los anillos atlantes y le garantizaría su protección en el futuro, claro estaba.

A lo lejos atisbó un potente halo de luz y se detuvo. Debía de encontrarse a uno o dos kilómetros de la compuerta que daba a la segunda circunvalación. Muy cerca de allí, en la encrucijada del caudal de agua, hacían frontera cuatro territorios atlantes, los dos que rodeaban Atlas —Anferes y Evemo—, así como Mneseo y Elasipo. El ladrón se dirigiría hacia el sur bordeando los bosques de Elasipo. No tenía intención alguna de adentrarse en los dominios de Strafalarius, donde reinaba la magia y quién sabe qué criaturas merodearían por sus bosques. En cuanto a atravesar Mneseo, ni siquiera se le había pasado por la cabeza. En posadas y bares se contaban terroríficas historias de sus lagunas: viajeros desaparecidos, barcos fantasma, criaturas acuáticas… Siempre había procurado evitarlas en sus desplazamientos y ahora no tenía ganas algunas de comprobar en persona su voracidad.

Sabía que tras la tercera compuerta le esperaban las primeras rampas de las montañas de Gadiro, horadadas por decenas de miles de túneles de las antiguas minas de la Atlántida. Afortunadamente, él no tendría más que bordearlas. A saber qué podía encontrar en su interior… En cualquier caso, no podía ser peor que los gélidos terrenos de Azaes…

De todas formas, ése sería un problema que tendría que afrontar más adelante. Ahora debía atravesar la segunda compuerta.

—¡Maldita sea! —gruñó, entrechocando sus puños—. No va a ser fácil atravesar la muralla con la guardia alerta… Saltar por otro lado implicaría quedarme sin el aerodeslizador, que es imprescindible para llegar hasta el puerto. Todavía me quedan más de ochocientos kilómetros de trayecto…

Tras unos minutos, Akers se puso en marcha. Decidió que pondría en práctica el plan que tenía previsto. Aunque la presencia de la guardia atlante suponía un incordio, desde luego no era un imprevisto. Simplemente, hubiese sido más cómodo pasar por la compuerta sin más.

Ni siquiera la fresca brisa nocturna logró atenuar el enfado monumental que revolvía las tripas de Fedor IV. Había abandonado los recintos del Palacio Real conduciendo un aerodeslizador de última generación. Aunque era un modelo en fase de pruebas, la velocidad primaba ante todo, y aquel aparato era el más rápido.

Estuvo a punto de montar en cólera cuando los guardias intentaron darle el alto al ir a cruzar la primera compuerta y tuvo que contenerse para no propinarle un puñetazo a uno de sus hombres. Lo cierto era que la situación estaba de lo más tensa. Aunque Fedor IV seguía indignado por la facilidad con la que se habían robado los anillos, no era ese el problema que tenía en mente en aquel preciso instante. Ya llegaría el momento de exigir responsabilidades. Ahora era de vital importancia recuperarlos de inmediato, pues el monarca era consciente de que, sin los anillos, el continente entero sería vulnerable a cualquier ataque desde el exterior. Él había asumido una responsabilidad y un compromiso con la Atlántida y los asumiría en persona hasta el final.

Al margen de eso, lo peor de todo era la falta de información. ¿Cómo era posible que se hubiese preparado un asalto de tal calibre y nadie de su entorno se hubiese enterado? ¡Era inaudito! Más aún, ¡era imposible! Y entonces cayó… No, no era imposible. Alguien en las altas esferas, con acceso a información confidencial, había tenido que irse de la lengua. Tenía que haber sido eso. De lo contrario, sólo podía significar que tenían un topo en el Palacio Real.

—¡No me lo puedo creer! —suspiró el rey, girando el volante unos centímetros para salvar un escollo en el camino—. ¡Lo que faltaba!

Había recorrido muchísimos kilómetros por los interminables prados de Evemo, pero no tenía ni la más remota idea de hacia dónde podía dirigirse el ladrón. La intuición le decía que tomaría el camino más corto hacia el puerto, pero… ¿y si se dirigía camino de la costa norte, por Diáprepes? Un sudor frío le hizo estremecerse, pues sabía que estaba dando palos de ciego. ¿Y si el ladrón lograba escapar?

Entonces, el pensamiento de la conspiración volvió a sacudirle. No podía soportar la idea de que hubiese un traidor en su propia corte.

Fedor IV pisó el acelerador a fondo y el vehículo salió disparado como un cohete. Apenas quince o veinte minutos más tarde, vislumbró a lo lejos los focos de luz que iluminaban la segunda compuerta. Ansioso por llegar allí cuanto antes, el rey trató de imprimir más velocidad al aerodeslizador —debía de rondar los ciento ochenta kilómetros por hora—, pero no dio más de sí. Se maldijo por ello, deseoso de cruzar la segunda circunvalación y seguir su camino hacia el puerto. Una vez más, tomó nota mentalmente de exigir responsabilidades al ingeniero que había diseñado aquel artefacto. Iba demasiado despacio.

Aunque era consciente de que el ladrón podía haber tomado infinitas direcciones, se había mantenido firme en su decisión de encaminarse hacia el puerto. Sin duda, era el camino más fácil para abandonar la Atlántida… y el más directo. Si lo tenía todo tan planificado, querría desaparecer del mapa cuanto antes.

En cuanto vio la compuerta abierta, Fedor IV supo que algo no marchaba bien. Aminoró la marcha y se acercó lentamente a la garita donde aguardaba uno de los miembros de la guardia. Iba enfundado en el uniforme reglamentario que consistía en una coraza dorada y unas bombachas a juego que combinaban franjas verdes y doradas. La capa roja, la lanza y el yelmo dorado terminado en pico le conferían un aspecto distintivo que siempre había sido respetado por los atlantes. El rey se quedó asombrado al ver que el guardia le concedía el paso sin siquiera darle el alto.

Indignado, Fedor IV detuvo su vehículo.

—¡Guardia! ¿Cómo es que no me pide identificación alguna? —exclamó con voz regia, haciendo aspavientos con su mano derecha.

—Todo está en regla. Puede pasar —respondió el guardia automáticamente. Su mirada estaba perdida en algún lugar misterioso.

—¿Cómo que todo está en regla? —protestó el monarca—. No me han pedido que me identifique y…

—Todo está en regla. Por favor, siga —insistió un segundo guardia que acababa de salir de la garita.

El rey contempló ceñudo el rostro del guardia que acababa de hablar y se topó con los mismos ojos vidriosos que los de su compañero.

—Hummm… —murmuró el rey, mesándose la barba. Desgraciadamente, sospechó lo que aquello significaba—. Me da la impresión de que estoy siguiendo el camino correcto. Esto ha tenido que ser obra del fugitivo…

Suspiró antes de poner en marcha de nuevo su aerodeslizador. Aunque le alegraba saber que había acertado con su intuición, tragó saliva. El ladrón aún le sacaba cierta ventaja y lo peor de todo era que sabía de magia, sólo un amuleto podía haber dejado a los guardias en aquel estado hipnótico. Se enfrentaba a un problema muy serio.

Cuando el cielo comenzó a clarear, justo antes del amanecer, Jachim Akers decidió hacer un alto en el camino. Necesitaba estirar un poco las piernas y apaciguar su estómago con un mendrugo de pan y unas pipas de girasol que guardaba en el bolsillo de su túnica.

Al igual que había hecho en el Jardín de los Abedules, escondió el aerodeslizador entre unos arbustos. El silencio era abrumador. Aguzó el oído y escuchó el sonido de las ramas y sus hojas rozándose sin cesar unas contra otras. También percibió el agua de una pequeña corriente y decidió buscarla para saciar su sed.

Era un riachuelo que serpenteaba entre la espesura y, más adelante, debía de juntar su minúsculo cauce con el del canal principal, ese que le guiaría hasta el puerto.

Después de refrescarse el rostro y beber un poco de agua, alzó la cabeza y, a lo lejos, contempló la silueta de las montañas de Gadiro recortadas con las primeras luces de la mañana. Era una bella estampa, aunque no resultaba tan atractivo tener que atravesar sus faldas para poder llegar a su destino final. Aquellas cumbres nevadas serían su último escollo. Afortunadamente, las vería desde abajo, muy lejos de sus heladores picos.

En aquel instante, un extraño zumbido llegó hasta sus oídos. De hecho, le sonaba vagamente familiar. Cuando cayó en la cuenta de que tenía que ser un motor, se alarmó.

—¡El aerodeslizador! —dijo, haciendo rechinar sus dientes. Iba a echar a correr cuando se detuvo en seco. No, era imposible. La zona estaba bastante tranquila y nadie se había acercado hasta los arbustos. Entonces, eso significaba que…—: Otro vehículo se aproxima.

Efectivamente, medio minuto después vio cómo un vehículo similar al suyo se acercaba a gran velocidad. Era otro modelo de aerodeslizador, plateado y más aerodinámico que el suyo. El conductor se debió de percatar de su presencia, pues aminoró de pronto la marcha. Al aproximarse, la luz de los faros lo iluminó de lleno y reveló al recién llegado la figura de un hombre que no alcanzaba la treintena. Era alto y, pese a los ropajes oscuros que vestía, debía de ser de constitución atlética. Tenía el pelo castaño y los rasgos muy marcados. Sobre su frente caía un mechón de su largo cabello que prácticamente cubría uno de sus ojos verdes. A pesar de la amenaza de la luz, sonrió.

—Buenos días —saludó el hombre con voz grave, aún sin apearse del aerodeslizador. Iba bien abrigado, envuelto en una lujosa túnica de viaje. La penumbra reinante no le permitió verle la cara, aunque le dio la impresión de que llevaba barba.

—Buenos sean —respondió Akers, con una inclinación de cabeza.

—¿Qué hace un hombre como tú en un paraje tan solitario a estas horas tan tempranas? —inquirió el recién llegado.

—Trabajar…

—¿No es un poco pronto para trabajar?

—Al contrario —repuso de inmediato el ladrón—. Es la mejor hora para recolectar algunas bayas…

El recién llegado permaneció callado unos segundos, antes de volver a preguntar:

—¿Bayas? ¿Acaso eres hechicero?

—Sí, señor. Lo soy… Como bien sabréis, los bosques de Elasipo son territorio de…

—Sí, lo sé. Lo sé… Es territorio de hechiceros —le interrumpió el hombre, un tanto exasperado. Se le notaba nervioso—. ¿Llevas mucho tiempo trabajando?

—Algo menos de una hora —mintió Akers—. Anoche me quedé hasta tarde buscando las bayas de la sanación, que es preciso recoger pasada la medianoche y…

—Escucha, esto es muy importante —lo volvió a interrumpir el recién llegado.

Fue al agachar la cabeza para hablar en un susurro cuando Jachim Akers reconoció aquel rostro sobre el que resaltaban una nariz ganchuda y una barba oscura plagada de hebras cenicientas. Se trataba del mismísimo monarca de los atlantes. ¡El rey Fedor IV!

Pese a la sorpresa, el ladrón hizo acopio de su sangre fría y no movió un solo músculo de su cara, pues sabía que difícilmente se acordaría de su rostro. Al contrario, fue capaz de mostrar interés ante lo que le dijo el rey a continuación.

—Es posible que nos estén escuchando… —prosiguió en un susurro, al tiempo que miraba a uno y otro lado con desconfianza—. Necesito saber si has visto a alguien por esta zona conduciendo uno de estos trastos —dijo, señalando con un ademán su propio aerodeslizador.

—No, señor. No he visto a nadie —respondió de inmediato el ladrón—. Todo esto está muy tranquilo. De todas formas, hoy en día no es muy habitual el uso de estos vehículos, ¿verdad?

El rey maldijo por lo bajo ante la respuesta recibida. Dijo algunas cosas más a las que Jachim Akers no prestó atención.

Su mente estaba maquinando. Había logrado hacerse con lo anillos, fundamentales para la seguridad del continente y por los que sería debidamente recompensado, pero… ¡el rey de los atlantes! ¡Aquello sí que podía resultar una mercancía verdaderamente valiosa! ¿Qué cara pondría Branko si se lo presentase en bandeja? ¿Cuántos atlancos podían llegar a pagarle por él? ¡Diantres! Incluso podría pedir un territorio para él sólito. Anferes, Evemo, Autóctono, Elasipo… ¡El que él quisiese!

—… Es un criminal altamente peligroso —seguía explicando el monarca. ¿Peligroso él? Había llevado a cabo la operación sin tocar a un solo atlante. Todo había sido realizado con una sutileza exquisita—. Debes andarte con ojo si aparece por aquí, aunque a estas alturas lo dudo… Si no me equivoco, ya estará cerca de la tercera compuerta, a un paso de Gadiro. Y la tercera compuerta no está…

—Así que, a día de hoy, en la Atlántida se considera un «criminal altamente peligroso» a alguien que no ha cometido violencia alguna… —recapituló el ladrón antes de que Fedor IV concluyese la frase. No cabía duda de que se había ofendido—. ¿Cómo se consideraría, entonces, a alguien que se hiciese con los anillos segando la vida de varios atlantes por el camino?

—Si vives por aquí, ¿cómo sabes tú que los anillos han…? —El monarca frunció el entrecejo y su voz se quedó ahogada en su garganta—. Eres… ¡Has sido tú! Maldita rata de cloaca… ¡Lo que has hecho es alta traición a la Atlántida!

Tras su grito, Fedor IV desenvainó una espada corta cuyo doble filo brilló al reflejar la luz del sol. El ladrón esbozó una sardónica sonrisa al verlo.

—¿Acaso pretendes detenerme con una espada que no mide ni un metro de longitud? ¡No me hagas reír, Fedor! —dijo Akers con despecho. No mostró un solo síntoma de respeto hacia el monarca.

Éste no tardó en reaccionar y llevó a cabo un imperceptible movimiento con la mano que blandía la espada. Automáticamente el arma resplandeció con intensidad.

—No es una espada como otra cualquiera —le espetó Fedor IV, saltando del vehículo y disponiéndose a lanzar el primer mandoble—. Ahora mismo lo vas a comprobar.

El ladrón irguió su espalda y respiró hondo. En ningún momento dio la impresión de perder los nervios o de asustarse ante la amenaza de aquella espada. Al contrario, parecía muy tranquilo. Con la misma parsimonia, llevó su mano al pecho y extrajo el amuleto que allí escondía. Cerró los ojos, completamente concentrado.

Al contemplar aquella figura relajada, el rey debió de bajar ligeramente la guardia. De pronto, Jachim Akers se movió a una velocidad de vértigo y descargó un rayo con el amuleto que sostenía con su mano izquierda. Fedor IV reaccionó de inmediato y neutralizó el ataque con su espada, que absorbió la energía de inmediato. Aquello sí pareció llamar la atención del ladrón.

—Sorprendido, ¿eh? —dijo el rey, orgulloso de su arma—. Ya me parecía a mí que no habías visto nunca una espada electromagnética, capaz de absorber la energía emitida por los amuletos mágicos.

—Es un artilugio interesante, sí… —reconoció Akers—. Pensaba que habían dejado de fabricarse…

Se encontraban los dos frente a frente, a una distancia prudencial de unos dos o tres metros. Medían sus fuerzas con la mirada. El rey estaba dispuesto a recuperar los anillos y acabar con la conspiración de raíz. El ladrón, por supuesto, no pretendía entregarlos… ni entregarse. Pero, además, deseaba sacar partido de aquella situación inesperada. Fedor IV, rey de lo atlantes, había caído como llovido del cielo. ¡Menudo regalo! El hechicero trató de sorprender al monarca por segunda; vez, pero este hizo alarde de unos excelentes reflejos y volvió a neutralizar el ataque. Entonces, Akers cambió de estrategia: dirigió la energía de su amuleto a un lugar que había a espaldas de su adversario, unos metros más a su izquierda. Precisamente, el lugar en el que se encontraba su aerodeslizador.

Tres segundos de emisión bastaron para hacer estallar el prototipo en mil pedazos. Por si fuera poco, la energía desprendida por el amuleto mágico hizo que la explosión fuese diez veces más potente. La onda expansiva alcanzó a los dos hombres, que salieron despedidos unos cuantos metros. Mientras Fedor IV fue a dar con sus espaldas contra el grueso tronco de un haya, Jachim Akers voló hasta caer en el remanso de agua.

El primero en recuperarse fue precisamente Akers. Lejos de aturdirle, el frescor del agua lo despabiló aún más. Como agua le llegaba a la altura de la cintura, no tuvo problema ninguno para regresar a la orilla. Se apartó los cabellos mojados que le entorpecían la visión y sus ojos se clavaron en el rey de los atlantes. Aunque no estaba inconsciente, se había hecho daño en el omóplato derecho. Gemía ligeramente y con su mano izquierda se palpaba el hombro dolorido, para asegurarse que no había ningún hueso fracturado. Pese al tremendo golpe, no había soltado la espada e hizo un ademán para que el ladrón no se acercase.

—¡Aléjate de mí! —exclamó, apretando los dientes para contener el dolor—. ¡No des ni un paso más!

—Deja que te ayude. Esto mitigará el dolor… —dijo el ladrón, mostrándole el amuleto.

—No… Ni se te ocurra…

Pero Fedor IV apenas tenía fuerzas para levantar el arma y no pudo defenderse. La piedra se posó sobre su hombro dolorido y acto seguido sintió una tremenda descarga en el cuerpo que lo dejó sin sentido.

—Tal y como te había dicho, te iba a aliviar el dolor. ¿Ves? Ahora no sientes nada… —le espetó Akers, dejándolo caer de nuevo contra el tronco del árbol.

El ladrón se quedó contemplando unos instantes la figura inconsciente de Fedor IV. Tenía la cabeza ladeada y los brazos completamente inertes, como si esperaran a ser atados. Una mordaza tampoco vendría mal. Lo prepararía todo y partiría de inmediato. ¿Cuánto conseguiría sacarle a Branko por aquel presente inesperado? Aún tenía tiempo para madurar la negociación y saber qué era lo que más le convenía. Le quedaban unos cuantos kilómetros hasta alcanzar la tercera compuerta, que conducía al territorio de Gadiro. Desde allí hasta el puerto tendría media jornada más de viaje… por lo menos. Ahora contaría con una carga pesada. Había sido una pena tener que deshacerse del otro aerodeslizador. Sin duda parecía más cómodo y veloz que el suyo, pero no había tenido elección.

Media hora después, Jachim Akers se ponía de nuevo en marcha en su vehículo. Fedor IV, rey de los atlantes, iba atado a sus pies, como si de un fardo se tratara.