Pese a la oscuridad reinante, el Jardín de los Abedules se mostraba aparentemente tranquilo. Si bien era cierto que durante el día era un refugio perfecto donde los habitantes de Atlas aprovechaban para caminar y relajarse, durante la noche nadie solía adentrarse en él. Hacía muchos años, secundada por el Consejo de la Sabiduría, se tomó la decisión de suprimir la instalación eléctrica para evitar contaminación innecesaria. Precisamente por eso, no era el lugar más acogedor para dar un paseo nocturno. A pesar de todo, una persona se movía con sigilo entre los arbustos.
Ahora que la luna había quedado liberada de aquel misterioso halo, su silueta se recortaba a duras penas entre el follaje. Quienquiera que fuese, daba la impresión de estar buscando algo, pues se movía nerviosamente de un lado a otro removiendo entre las matas. Iba enfundado en un manto oscuro y, al encontrarse agachado, su silueta tenía una forma grotesca, como si se tratase de una criatura del abismo. Sin embargo, era una simple persona. Una persona que se estaba inquietando cada vez más.
—¡No están! —maldijo por lo bajo el hombre, incorporándose completamente. Las órdenes que le habían dado al joven habían sido muy claras y allí no había absolutamente nada. La noticia no iba a ser del agrado de Botwinick…
Un chasquido sonó a lo lejos y el hombre se quedó quieto como una estatua. Aguantó la respiración, tratando de identificar algún movimiento, alguna voz… Afortunadamente, todo permanecía tan calmado como siempre. No obstante, era conveniente desaparecer de allí cuanto antes. Sin duda, las alarmas se habían disparado entre la guardia de seguridad y no tardarían en rastrear minuciosamente la zona.
Justo en el preciso instante en el que él abandonaba los jardines por un extremo, por otro se adentraba una pareja de guardias uniformados.
Ya fuera de peligro, su objetivo era informar a su superior. Por fortuna, Botwinick Strafalarius se encontraba hospedado no muy lejos de allí, en la Torre de Hechicería de Atlas, como invitado de honor de Octavian Puitt, el mago más anciano de la orden. Sin embargo, para no despertar demasiado interés por su presencia, habían quedado en reunirse en un lugar un poco más apartado. Al fin y al cabo, tenía fama de ser una persona que habitualmente dormía muy poco.
Deambuló un rato por unas callejuelas oscuras y escondidas, que apenas sintieron su silencioso caminar. Un cuarto de hora después, se adentraba en un siniestro callejón sin salida que aparentemente se hallaba desierto. Al fondo, pegado a un muro de piedra, aguardaba Botwinick Strafalarius.
—¿Los has visto? —preguntó el Gran Mago, que no se molestó en saludar.
—No, no estaban allí —contestó el recién llegado, sacudiendo la cabeza.
La oscuridad no le permitió distinguir cómo el rostro de Strafalarius se tensaba y sus ojos rojos se abrían alarmantemente.
—¡Cómo que no! —exclamó, sin alzar la voz. De buena gana hubiese dado rienda suelta a su ira, pero nadie debía saber que estaba teniendo lugar aquella conversación—. ¡Tenían que estar ahí!
—Lo sé, pero no estaban —replicó el hombre en un temeroso susurro—. He rastreado la zona hasta tres veces y no los ha dejado.
—Le ordené expresamente que los anillos debían ser abandonados a la vista, donde pudiesen ser recuperados con rapidez —escupió el Gran Mago, cuyo nerviosismo crecía en intensidad—. Bastaba con cortar la energía un par de horas. Así está poniendo en riesgo la Atlántida…
—Puede que ese idiota de Akers se haya equivocado de árbol…
—Puede. Si ha sido así, nos enteraremos en breve. Si no, significaría que ese idiota, como tú lo llamas, trama algo.
—Tal vez pretenda hacerte chantaje —sugirió el hombre.
—Que lo intente… —El Gran Mago sacudió la cabeza. Se lo veía bastante nervioso, aunque trató de aparentar calma—. Por el momento, nos mantendremos a la espera, a ver cómo evolucionan los acontecimientos…
Justo en el momento en el que los dos hombres desaparecían silenciosamente de allí, dos ojos de colores dispares parpadearon desde una de las ventanas que daban al callejón. Sumida en la más absoluta oscuridad, Cassandra había oído todo cuanto acababan de decirse aquellas dos personas. Llevaba toda la noche allí y había sido testigo de cuanto había acontecido con el halo lunar. Ahora, las cosas parecían cobrar sentido. Habían hablado de un tal Akers… Era el único nombre que había salido en aquella conversación. Pero, por sus palabras, podía deducirse que alguien tramaba una conspiración… ¡Una conspiración! ¡Alguien quería acabar con la Atlántida! ¡Se avecinaba la catástrofe que en tantas ocasiones había anunciado!
Al margen del personal empleado por las fuerzas de seguridad, entre los habitantes de la Atlántida, muy poca gente se había enterado aún del revuelo que se había formado en el centro de Atlas durante el transcurso de la noche. Pese a la importancia que tenía la desaparición de los anillos para el pueblo atlante, era preferible tratar el tema con sumo cuidado para no alarmar a la población.
No fue el caso de la pitonisa Cassandra quien, poco después de presenciar una misteriosa conversación desde uno de los ventanucos que tenía en su pequeña y extravagante vivienda, salió a la calle y proclamó a los cuatro vientos que había en marcha un complot y que la catástrofe era inminente. Su esfuerzo fue en vano, ya que su fama la precedía y, como la gente la consideraba una chiflada, la ignoraron completamente. Los pocos que atendieron a sus gritos le espetaron desde sus balcones que los dejase dormir y que se fuese a otra parte con sus locuras.
En el interior del Palacio Real las cosas fueron bien distintas. Roland Legitatis era consciente de que no podría ocultar la ausencia de Fedor IV durante mucho tiempo. Sin embargo, fue lo suficientemente hábil como para inventar una pequeña historia alegando una indisposición del monarca. Sin entrar en más detalles, informó que había cenado algo en mal estado y se encontraba convaleciente. Aunque el médico de palacio se había empeñado en hacerle una visita y proporcionarle medicamentos que le soliviantaran el dolor, Legitatis contestó que el rey había prohibido la entrada a sus aposentos «sin excepción».
Por si encubrir la ausencia del rey no fuera tarea suficiente, surgieron alarmantes noticias a lo largo de aquella noche que lo pusieron en alerta.
No habrían transcurrido más de un par de horas cuando Roland Legitatis recibió una llamada procedente de los sótanos del Palacio Real. El desconcierto entre las personas que se encontraban de guardia era mayúsculo, y no tuvo más remedio que descender al lugar al que había sido requerido.
Los sótanos eran un amplísimo recinto, soterrado, similar a un bunker. Desde aquel lugar, prácticamente se controlaba la totalidad de la seguridad del continente y su responsable era un hombre de aspecto recio y rostro serio, llamado Pietro Fortis. Él había sido quien había avisado a Legitatis, aunque el motivo de su llamada nada tenía que ver con la desaparición de los anillos. Pese a su mayúscula importancia, los anillos no se guardaban allí, porque estos sólo podían transmitir su energía desde una posición elevada.
Legitatis descendió hasta allí en el elevador hidráulico que había preparado para tal efecto. Tenía ganas de pedirle explicaciones en persona a Fortis por el fallo garrafal de seguridad. ¿Por qué no se habían disparado las alarmas? ¿Cómo era posible que nadie se hubiese dado cuenta de que habían entrado en la torre? ¿Cómo explicaba la desaparición de los anillos?
—Está sucediendo algo muy extraño, Roland… —dijo el jefe de seguridad, cuya cara de sueño y el pelo revuelto dejaban bien claro que lo habían sacado de la cama hacía bien poco.
—¡Ya lo creo! —explotó Legitatis, tensando las arrugas que cubrían su cara—. Sin los anillos ahora somos virtualmente vulnerables y…
—No me refiero a eso —lo interrumpió Fortis. Su semblante reflejaba una intensa preocupación—. Ha saltado una alarma que no había visto en mi vida y nada tiene que ver con los anillos… o tal vez sí.
Legitatis frunció el ceño.
—¿De qué estás hablando?
—Acompáñame y te lo mostraré.
Recorrieron aquel pasillo de frías paredes de mármol negro en silencio. Legitatis estaba desconcertado. ¿Una nueva alarma? Fortis llevaba en ese puesto más de dos décadas. A esas alturas, debía de haber muy pocas cosas que no hubiese visto.
Llegaron a un portalón de seguridad y Fortis tecleó un código en el anticuado panel que había a la derecha. Cuando se encendió un pivote de luz verde, accedieron a una estancia en la que Legitatis sólo había entrado una vez en su vida, y ya no recordaba cuánto tiempo había transcurrido desde entonces. Era una sala tremendamente amplia, con un inmenso panel al fondo que mostraba un mapamundi infestado de bombillitas blancas bastante desgastadas. A la derecha, destacaba un panel lleno de símbolos atlantes con una luz roja parpadeando en la parte inferior. Había al menos una veintena de escritorios de trabajo un tanto polvorientos y, aunque en la estancia reinaba la penumbra, cada uno de ellos tenía iluminación propia. Resultaba increíble cómo podía controlarse la seguridad exterior desde aquel lugar tan anticuado. Verdaderamente, tenía su mérito que el mundo aún no supiera de su existencia.
—¿Lo ves? —preguntó Fortis.
Legitatis no sabía qué era lo que tenía que ver entre tanto polvo. No tenía ni la más remota idea de cómo funcionaba la tecnología de seguridad.
—Sinceramente, no.
—¡Eso! —exclamó Fortis, señalando el panel de la luz roja como si fuese lo más obvio del mundo—. ¡Eso que ha aparecido en el panel!
—¿Y qué significa?
—Eso mismo quisiera saber yo… Avisa que acaba de ser empleada una cámara atlante y, si no nos equivocamos, se encuentra ubicada en algún lugar de la capital de Italia, Roma. Fíjate en el mapamundi y verás que en Italia parpadea un pequeño punto colorado…
Roland Legitatis entornó la mirada y comprobó que lo que decía el jefe de seguridad era cierto. No obstante, había que tener una gran agudeza visual para poder captarlo.
—¿Estás hablando en serio? —inquirió Legitatis.
—No es momento para bromas, Roland.
—No estoy bromeando… ¿Cómo puede haber una cámara atlante en Roma? ¡Eso queda muy lejos de aquí! ¿Estás seguro de que este trasto funciona correctamente?
—Sí. Hemos estado investigando y, tras ponernos en contacto con Remigius Astropoulos, parece que es posible que exista una cámara en Roma… Aunque no sería la única.
Legitatis sacudió la cabeza.
—¿Quieres decir que hay más cámaras repartidas por el mundo?
—Efectivamente. He podido constatar hasta el momento al menos una decena…
—¡¿Diez cámaras?!
—Emplazadas, además de en Italia, en Egipto, en China, en España, en Siria, en Francia, en los Estados Unidos de América y en México. Otras dos estarían situadas en Grecia: en Atenas y Creta.
Legitatis se había quedado con la boca abierta.
—Y, a todo esto, ¿qué son esas cámaras atlantes?
—Esa, amigo, es una muy buena pregunta —contestó Fortis cruzándose de brazos—. Astropoulos me ha explicado muy brevemente que poco después de que la Atlántida cerrase sus fronteras tras la Gran Rebelión, nuestro continente no permaneció ajeno a la evolución del resto del planeta. Es más, de alguna manera, seguimos ejerciendo cierta influencia en las distintas culturas que fueron surgiendo a lo largo de la Historia. Aunque permaneciésemos ocultos, mantuvimos contacto con los egipcios, los griegos, los romanos, los mesopotámicos… Para acceder a sus dominios, se prepararon unas cámaras ubicadas en lugares determinados, que interconectaban cada una de esas culturas con la Atlántida.
Fortis hizo una pausa para tragar saliva, momento que fue aprovechado por Legitatis para preguntar:
—¿Me estás diciendo que tenemos al menos diez accesos directos con el resto del mundo? Algo así como… ¿puertas abiertas?
—Tal vez podrían considerarse puertas, pero en ningún caso «abiertas» —aclaró Fortis, negando con la cabeza—. Según me ha informado Remigius, esas cámaras fueron selladas hace ya mucho tiempo, y no consta que hayan sido utilizadas en el archivo de registros extraordinarios del año pasado.
—Entonces, si estaban selladas, eso quiere decir que alguien ha puesto en funcionamiento una de ellas. Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo se han podido desbloquear nuestras barreras de seguridad?
Fortis se rascó la coronilla.
—La única explicación plausible que encuentro es que exista una relación directa con el robo de los anillos —comentó el jefe de seguridad—. Si las medidas de seguridad de las cámaras estaban intrínsecamente relacionadas con la energía producida por los anillos…
—En el momento en el que estos desaparecieron, las medidas de seguridad también lo habrían hecho —completó Legitatis, visiblemente horrorizado.
—Exactamente —asintió Fortis, dando una sonora palmada—. La pregunta ahora es quién lo ha hecho, porque podríamos estar sufriendo una invasión en estos instantes y no estar dándonos cuenta.
—Espera, espera… —lo frenó en seco Roland Legitatis, que acababa de recordar algo—. Esta misma noche, Su Majestad me ha hablado de una profecía de la que le había hablado Cassandra…
—¿Bromeas? ¡Pero si Cassandra tiene menos credibilidad que un jugador de naipes haciendo trampas!
—Al parecer, avisaba de la llegada de unos Elegidos —prosiguió Legitatis, ignorando el comentario de Fortis.
—¿Unos Elegidos? —repitió el jefe de seguridad sin ocultar su escepticismo—. Eso sí que no me lo trago… Mi experiencia me indica que nada bueno puede salir de esas cámaras.
—Ahora que hablas de las salidas de esas cámaras… ¿Acaso sabemos dónde se encuentran?
—Si te digo la verdad, no tengo ni la más… remota… idea.
Pietro Fortis estuvo a punto de no completar su frase. Se había quedado helado al ver cómo el viejo panel lanzaba un nuevo aviso y una segunda lucecita de color rojo se encendía en el panel luminoso en las aguas del mar Mediterráneo. En la isla de Creta, para ser más exactos.
Legitatis y Fortis se dirigieron sendas miradas de preocupación.
Al parecer, una segunda cámara se acababa de activar.