III - Un gladiador nuevo en el coliseo

El día tocaba a su fin en la bella ciudad de Roma. Aunque hacía frío y chispeaba con cierta intensidad, Tristán no había dejado de asistir al entrenamiento de aquel día. A decir verdad, no habría faltado ni aunque hubiesen arreciado vientos huracanados y hubiesen anunciado la peor de las tormentas. El fútbol era una de sus pasiones, aunque su constitución fuerte y atlética le permitía practicar cualquier deporte.

Con el resto del equipo, se había ejercitado, había ensayado varias jugadas y el entrenador les había dado una charla técnica de cara al partido que disputarían el sábado por la mañana. No iba a ser un encuentro fácil, pero esperaban conseguir un buen resultado.

Tristán jugaba habitualmente de delantero centro aunque, gracias a su versatilidad, el entrenador lo había probado en otras demarcaciones. Precisamente el sábado defendería el medio del campo. Su poderío físico sería fundamental para frenar los ataques del equipo contrario. Mientras caminaba, el joven no dejaba de repasar mentalmente las jugadas que habían estado preparando.

Con paso cansino, emergió por la boca de metro. Desde allí enfilaría la calle Nicola Salvi en dirección a la plaza del Coliseo, donde se alzaba uno de los monumentos más majestuosos de la Historia: el Coliseo de Roma, una de las siete nuevas maravillas del mundo. Y él tenía el privilegio de contemplarlo cada vez que regresaba a su casa.

Se ajustó la mochila a la espalda y prosiguió su camino con un paso rápido. A pesar de la ropa de abrigo y del anorak, llegaría a casa calado hasta los huesos. No soportaba la idea de llevar paraguas, pues lo consideraba un trasto inútil y fácil de perder. Si jugaban al fútbol aunque lloviese, ¿por qué tenía que resguardarse de la lluvia ahora? Afortunadamente, no recibiría ninguna regañina en casa. Su padre era embajador en Sudáfrica y tanto él como su madre residían habitualmente allí. Un día más, se encontraría la casa vacía.

Antes de cruzar la calle, se apartó con la mano el largo flequillo que tapaba sus avispados ojos azules. Aunque no pudiese apreciarse por la lluvia, el color de su pelo era un rubio oscuro. Las pocas veces que lo veía, su madre insistía en que fuera al peluquero, pero él hacía oídos sordos. Le gustaba llevar el cabello algo largo y a las chicas de clase también. Así se quedaría.

Unos minutos después, Tristán se encontró frente al impresionante coloso, perfectamente iluminado, y se detuvo para observarlo con detenimiento. Se sentía tan pequeño al lado de semejante monumento… Lo había contemplado y estudiado tantas veces que casi podía recordar cómo era y dónde estaba colocada cada una de las piedras de la fachada exterior. De hecho, sabía que estaba compuesta por cuatro órdenes, cuyas alturas eran distintas a las de los pisos interiores. Los tres órdenes inferiores contaban ochenta arcos de medio punto sobre pilastras y con semicolumnas adosadas. Cada una de las plantas inferiores venía marcada por un estilo distinto: dórico, jónico y corintio.

Siempre que contemplaba el Coliseo pensaba en cómo habría sido en su época de máximo esplendor, en la era de los césares, cuando se celebraban las peleas de fieras y gladiadores, tenía que ser toda una experiencia encontrarse en la arena con una espada en la mano bajo la atenta mirada de cincuenta mil pares de ojos, jaleado con gritos enfervorecidos. Hasta se imaginó a sí mismo batiéndose en duelo contra dos enormes tigres de Bengala.

Estaba tan absorto en sus pensamientos que no se dio cuenta de que dos personas se le acercaban por detrás. De pronto, una mano se posó sobre su hombro y dio un respingo.

—¿Te has perdido, muchacho? —preguntó una voz con un marcado acento toscano.

Tristán se volvió y contempló a los recién llegados. No eran policías. Ni siquiera iban uniformados. A primera vista, parecían dos hombres que debían de rondar la treintena. Los dos lucían barba de tres o cuatro días, aunque el de la izquierda tenía una desagradable cicatriz en el rostro. A decir verdad, ambos mostraban un aspecto deplorable, pues sus ropas también estaban bastante desastradas. Tampoco iban con paraguas.

—No, gracias. Estoy bien —contestó Tristán con educación, haciendo ademán de separarse del hombre. Sin embargo, aquella mano se aferraba a su hombro como una fuerte tenaza.

—Oh, yo creo que sí se ha perdido, Luigi —repuso el hombre de la cicatriz, cuyo aliento apestaba a vino rancio.

—Sí… Un chico de tu edad no debería caminar a solas por la ciudad a estas horas. Es peligroso… —prosiguió el tal Luigi, esgrimiendo una sonrisa amarilleada por el tabaco—. Te acompañaremos a un lugar seguro.

—Yo, no…

—Y, sobre todo, amiguito, no se te vaya a ocurrir gritar —le advirtió el otro hombre. Para que le quedara más claro, le mostró lo que parecía el filo de una navaja, que brilló al reflejarse en él la luz de los focos—. Andando.

Tristán notó cómo le empujaban y le obligaban a caminar en dirección al Coliseo. Claramente, la intención de aquellos malhechores era la de llevarle hacia uno de los parques adyacentes y atracarle. Lejos de amedrentarse, la indignación se adueñó de Tristán y la adrenalina fluyó por sus venas con más intensidad que nunca.

Todo sucedió con una rapidez pasmosa.

Un certero pisotón en el pie izquierdo de Luigi y un fuerte codazo en la parte baja del vientre de su compinche sirvieron para que quedase liberado momentáneamente. No se lo pensó dos veces y echó a correr como alma que lleva el diablo en dirección al Coliseo.

—Condenado muchacho…

Los atracadores se recuperaron de inmediato y salieron corriendo tras los pasos de Tristán. La reacción del joven los había sorprendido, pero también los había enfadado sobremanera. Pobre de aquel mocoso cuando le pusiesen las manos encima…

Tristán volvió la vista atrás y vio cómo le perseguían. Por fortuna, les había sacado una treintena de metros en esos pocos segundos, aunque era consciente de que no era un margen suficiente. ¿Y si alguien les esperaba escondido en las sombras? ¿Hacia dónde debía correr? Tenía el Coliseo de frente, los malhechores a sus espaldas y cualquiera de las posibles vías de escape se le antojaba igualmente peligrosa.

Lo único que tenía claro era que no podía detenerse, por lo que siguió corriendo, chapoteando entre los charcos, sin decidir hacia dónde. La solución le vino de repente. A un puñado de metros visualizó la primera hilera de arcos del Coliseo. Unas verjas metálicas impedían el acceso al recinto, pero él podría subir y saltarlas. Sí, buscaría como fuese el acceso a los bajos del Coliseo, y allí se refugiaría.

En cuanto tuvo a mano los barrotes metálicos, Tristán se descolgó la mochila de la espalda y la lanzó por encima de la verja. Aferró una de las barras verticales con sus dos manos y comenzó a trepar. Con gran habilidad se coló en el interior del Coliseo. En el preciso instante en el que los dos hombres llegaban, él se dejaba caer al otro lado de la verja.

—En cuanto te cojamos nos las vas a pagar —le amenazaron, dirigiéndole sendas miradas asesinas.

Tristán se agachó para recuperar su mochila.

—Primero tendréis que cogerme…

Y, tras dirigir una sonrisa vengativa a los dos atracadores, se perdió en la oscuridad.

Las sombras engulleron a Tristán, que se vio obligado a palpar paredes de piedra. No tardó en dejar atrás los gruñidos y maldiciones de los atracadores, quienes tampoco podían gritar demasiado si no querían llamar en exceso la atención.

El joven caminó con cuidado para no tropezar. Sus pasos eran lentos, pero seguros. Los segundos se hicieron eternos mientras caminaba por la oscuridad de aquellos pasadizos. En un momento determinado, tuvo que descender por una escalera. Uno, dos, tres peldaños… Un sonido ahogado a sus espaldas le hizo perder la cuenta. Al parecer, los malhechores también se las habían ingeniado para saltar la valla.

Más le valía darse prisa.

Aceleró el paso y atravesó corredores y estancias sin prestar atención a lo que había a su alrededor. Sólo quería distanciarse de sus perseguidores. De pronto, un soplo de aire frío le azotó el rostro. Sus pupilas percibieron luz a lo lejos y sintió de nuevo las gotas de agua.

Estaba al aire libre. No sabía cómo, pero ¡había conseguido acceder al hipogeo! La luz que vislumbraba desde su posición era la que iluminaba los arcos desde el exterior, aunque no le serviría de mucho para alumbrar su camino. El lugar al que acababa de acceder estaba ubicado bajo la arena del Coliseo. Aunque en la actualidad permanecía al descubierto, antaño había sido un laberinto de galerías que conducían a las mazmorras y estancias donde permanecían las fieras y los gladiadores.

Tristán caminó de frente, siempre tanteando con sus manos las paredes de piedra. Cuando sus pupilas se acostumbraron a la tenue penumbra, percibió a duras penas la silueta de las galerías que se alzaban ante él. Podía distinguir cómo algún que otro arco se abría esporádicamente a los lados, permitiendo el paso a los demás pasillos.

El muchacho avanzó unos pasos y se coló por el primer arco que encontró a su derecha. Allí se guareció unos minutos, tratando de recuperar el aliento. Prácticamente podía oír los latidos agitados de su corazón. ¿Cómo podría salir de allí a salvo?

El silencio que lo rodeaba era sepulcral, como si se encontrase en un cementerio en mitad de la noche. Realmente, esa era la sensación que tenía Tristán en aquellos instantes. El Coliseo había sido el lecho de muerte de multitud de prisioneros y guerreros muchos siglos atrás, que habían combatido con valentía tratando de defender sus vidas. Casi podía imaginarlos y sentir sus gritos cuando un chasquido le puso los pelos como escarpias.

Había vuelto a la realidad: uno de los malhechores andaba tras sus pasos. Y lo peor de todo era que el sonido no se había producido muy lejos. De pronto, pensó en su teléfono móvil. Lo llevaba en uno de sus bolsillos. ¡Cómo lo había podido olvidar! En realidad, con la tensión acumulada era comprensible… No obstante, se había acordado a tiempo. ¡Sólo la pulsación de unas cuantas teclas le separaba de la salvación!

A Tristán se le aceleró el corazón aún más. Era consciente de que los atracadores estaban muy cerca, pero estaba convencido de que le daría tiempo de hacer una llamada telefónica. Se estaba preguntando hacia dónde se dirigiría una vez finalizase la llamada, cuando la desagradable luz de una linterna le iluminó el rostro.

—¡Ajá! ¡Aquí estás, sabandija! —exclamó Luigi. Su grito rompió el silencio que los rodeaba haciendo que el teléfono móvil de Tristán saliese despedido por los aires.

Rabioso, el muchacho entrecerró los ojos y trató de apartar la luz con un manotazo. Sintió la aspereza de la mano del atracador tratando de apresarle por el cuello y se revolvió. No estaba dispuesto a dejarse atrapar. Lejos de encogerse como un ratón asustado, Tristán le lanzó una dentellada y salió corriendo por el otro lado del arco sin pensárselo dos veces. Ni siquiera perdió el tiempo en decir una palabra.

—¡Ven aquí o será peor para ti! —amenazó el hombre, sacudiendo el brazo que acababa de recibir el mordisco.

Tristán hizo oídos sordos y corrió como alma que lleva el diablo. Ni siquiera se fijó en qué dirección había tomado al abandonar su escondrijo. Sólo ansiaba volver a ganar distancia entre sus perseguidores. Cambió de galería una vez más y vio a lo lejos el foco de una linterna. ¡El segundo atracador!

Volvió sobre sus pasos y atravesó el muro para colarse en una nueva estancia ligeramente más ancha que la anterior. Apenas había iniciado una nueva carrera cuando sus pies tropezaron con algo en el suelo resbaladizo. Cayó de bruces y el golpe resonó en el silencioso ambiente. Afortunadamente, no se había lastimado ninguna parte del cuerpo. Parecía como si alguien le hubiera hecho una zancadilla. Pero allí no había nadie… ¿Qué había sucedido?

Sacudió la cabeza. Se estaba incorporando ligeramente cuando por el rabillo de su ojo izquierdo detectó un destello en el suelo. No era una de las linternas de los criminales, no. Había sido un pequeño reflejo, apenas perceptible. Aunque el agua de la lluvia no se lo ponía fácil, se movió ligeramente, tratando de volver a captar aquel brillo. Hacia delante, hacia atrás, un poco más a la derecha… Y entonces lo vio de nuevo. ¡Allí estaba!

Pese a la tensión del momento y a las prisas de la huida, la curiosidad le pudo y se acercó al lugar donde se encontraba aquel objeto, sin duda, metálico. La lluvia le seguía azotando el rostro. Tanteó con sus manos y pronto detectó una barra de metal húmeda y fría.

—¿Qué es esto? —suspiró Tristán para sus adentros. O mucho se equivocaba, o aquello tenía toda la pinta de ser una argolla. Era una pieza rectangular, y lo verdaderamente extraño de todo era que estaba unida al suelo. Así pues, había tropezado con una abrazadera clavada al suelo. Pero ¿qué hacía una argolla allí?

Dio un fuerte tirón para ver si sucedía algo y, para su sorpresa, se movió ligeramente. Animado, Tristán tiró de nuevo con todas sus fuerzas hacia arriba y, tras tres o cuatro intentos, su esfuerzo se vio recompensado.

—¡Diantres! —clamó en un ahogado suspiro.

Había puesto tanto empeño que, al sacar la argolla de la tierra, cayó de espaldas. No obstante, la pieza metálica resbaló entre sus dedos y permaneció unida a un objeto de mayor tamaño que acababa de emerger del suelo. Su silueta redondeada se dibujaba a duras penas debido a la oscuridad. Tristán la contempló, atónito. ¡Acababa de descubrir una trampilla que se escondía bajo una de las estancias del hipogeo del gran Coliseo de Roma!

Aún sin salir de su asombro, el joven comenzó a darle vueltas a lo que acababa de sucederle. Se había tropezado con la agarradera de una trampilla que se ocultaba bajo aquel histórico monumento. ¿Sería un compartimiento secreto? ¿Sería posible que los arqueólogos no hubiesen descubierto un hallazgo de tal calibre? Pero ¿cómo podía él haber introducido el pie en la argolla?

De pronto, el chasquido de una piedra lo devolvió a la cruda realidad. ¡Los atracadores volvían a estar cerca! Espoleado ante aquella amenaza, supo de inmediato lo que debía hacer. Introdujo las piernas en el agujero que se había abierto a sus pies y, dándose un pequeño impulso, se dejó caer en aquel pozo de oscuridad impenetrable.

Cayó con las piernas flexionadas en un suelo firme y terroso. Le rodeaba la más absoluta oscuridad. Además, estaba calado hasta los huesos, había perdido su teléfono móvil y su estómago rugía de hambre. No importaba. Esperaría hasta la mañana siguiente y ya vería cómo se las apañaba para salir de allí. Tal vez hubiese algún conducto que conectase con las catacumbas que horadaban los subterráneos de la ciudad de Roma. Lo importante era que ya estaba a salvo… ¿o no?

Alzó la mirada y, a duras penas, logró distinguir la abertura por la que se había colado y notó cómo se le helaba la sangre. ¡La trampilla se había quedado abierta! Si los malhechores la encontraban, darían con él. ¿Cómo podía haber sido tan torpe? ¡Había caído en una ratonera! Le pareció oír un ruido. Cualquier sonido se veía multiplicado por diez en el estado de ansiedad en el que se encontraba. Su corazón debía de estar latiendo a mil pulsaciones por minuto y miraba hacia arriba temiendo que apareciese la fatídica luz de la linterna del tal Luigi.

Volvió a oír el mismo ruido. Había sido un chirriar que terminó con un golpe sordo que casi provocó que se desmayara. De pronto, lo comprendió todo: la trampilla se acababa de cerrar. ¡Los atracadores lo habían dejado prisionero! ¡Estaba perdido!

La cabeza le daba vueltas y un sudor frío le recorrió la base de la espalda. De pronto, le vino una pregunta a la cabeza: ¿qué sentido tenía que los atracadores le hubiesen encerrado en aquella cámara secreta? Era verdad que podía tratarse de una simple y cruel venganza, pero estaba convencido de que sus intereses iban más allá de eso. Pero había un detalle que le intrigaba especialmente. No había llegado a ver la luz de la linterna ni los había oído acercarse al agujero. Entonces, tuvo la ligera sospecha de que no habían sido los malhechores. A hora bien, la trampilla era muy pesada por lo que, si no habían sido ellos, ¿quién la había cerrado? Dudaba mucho de que se hubiese cerrado sola…

Los atracadores nunca llegaron a comprender cómo aquel muchacho impertinente y escurridizo se había desvanecido de pronto. Dolidos en su orgullo, registraron el hipogeo durante algo más de una hora y, aunque pasaron varias veces sobre la estancia bajo la cual se encontraba Tristán, jamás llegaron a encontrar rastro alguno de la trampilla.

Mientras tanto, Tristán se desesperaba.

—No me puede estar pasando esto. Tiene que ser una pesadilla y me despertaré en breve —murmuró Tristán, que no daba crédito a lo que le estaba sucediendo.

Había ido a entrenar y, de regreso a casa, se había visto envuelto en una desesperada huida que había dado con sus huesos en una misteriosa cámara que se ocultaba bajo el hipogeo del Coliseo de Roma. Era demasiado rocambolesco para ser cierto.

El muchacho se sentó y cruzó sus piernas. No sabía qué hacer. Por lo menos, sabía que sobre su cabeza se hallaba la salida al Coliseo. Era probable que allí abajo existiese algún conducto que desembocase en otra salida, pero también corría el riesgo de perderse y aquello sí que supondría el fin.

Pese a todo, estaba cansado y los ojos se le cerraban. Sí, lo mejor de todo sería dormirse y al cabo de unas horas todo se habría solucionado. Si todo aquello no era fruto de una pesadilla, cuando se despertase, la luz del día se filtraría por los resquicios de la trampilla y gritaría como un loco cuando llegasen los primeros turistas. Sus párpados estaban cayendo como dos persianas de acero cuando un temblor le sacudió.

El sueño se volatilizó de inmediato y el muchacho trató de mantener el equilibrio posando sus manos en el suelo. ¿Qué había sido aquello? ¿Un terremoto? Casi sin tiempo para formularse nuevas preguntas, surgieron varias luces de lo que debía de ser el techo. Tras unos breves parpadeos, los focos de luz comenzaron a ganar intensidad y el lugar cobró forma, dimensiones y color.

El joven se quedó mudo de asombro. Había ido a parar a una estancia circular cuyas paredes estaban plagadas de espejos, pinturas y extrañas inscripciones grabadas en los propios muros. Tristán se había quedado boquiabierto. Se puso en pie muy despacio, temeroso de que la luz desapareciese si detectaba su movimiento. Se acercó con paso cauteloso hasta uno de los espejos y lo observó con detenimiento. Tenía un marco dorado de bellísima factura y estaba flanqueado por dos candelabros antiquísimos que colgaban de la pared cuyas velas estaban apagadas.

El muchacho se desplazó hacia su derecha y allí observó un lienzo. Mostraba una curiosa escena de lo que bien podía haber sido el ejército romano de antaño. Soldados enfundados en sus cascos y sandalias, portando lanzas y escudos, formaban preparándose para la batalla. No era la única pintura en la estancia. Había otra escena que representaba un duelo de gladiadores en el mismo Coliseo o la construcción de un acueducto junto a varias calzadas romanas.

Las paredes, de piedra roja y blanca, también estaban plagadas de unos símbolos pintados en color azul que combinaban círculos con diversas formas rectilíneas. Qué raro… Si de algo estaba seguro, era de que aquello no era latín.

Se estaba preguntando cómo era posible que bajo el Coliseo existiese un habitáculo que albergase semejantes tesoros cuando se fijó en el pasillo que se abría a sus espaldas. Se encaminó hacia allí con decisión y la vio al fondo.

A unos tres o cuatro metros de distancia se encontraba un espacio rectangular de reducidas dimensiones. No había tanto ornamento como en la estancia circular, pero allí destacaba una pequeña mesa de roble sobre la que descansaba la espada más impresionante que Tristán —y cualquier joven de su generación y de muchas que le precedían— había visto jamás.

El joven apenas podía contener la emoción ante lo que estaba contemplando. Seguro que estaba tan afilada que podía seccionar cualquier objeto tan sólo aproximándose a él. Aquella espada larga y plateada era toda una joya. En su empuñadura había incrustados dos rubíes y una esmeralda y, cómo no, en su corazón, había grabado otro de esos extraños símbolos similares a los que decoraban las paredes de aquel recinto.

—Esto es increíble —murmuró Tristán, que sentía una enorme atracción por la espada. Estaba deseoso de pasar sus dedos por aquella superficie pulida y blandiría a sus anchas.

No había nadie que pudiese impedírselo; estaban solos, la espada y él. Eran tales las ganas que tenía de cogerla que finalmente no pudo reprimir la tentación, y su mano derecha asió la empuñadura con la firmeza de un poderoso líder.

Tristán sintió que el poder de aquella espada lo llenaba por dentro. Su vitalidad, su energía, su potencia… Ahora sí que podía imaginarse de verdad cómo habían luchado los gladiadores. Sin duda, aquella espada los hubiese derrotado a todos. Él hubiese sido el gladiador de gladiadores. Sintió que con aquella espada no habría rival ni batalla a la que no pudiese hacer frente. Era tal el éxtasis que sentía que el muchacho no tardó en comprender que iba más allá de su propia ilusión. De alguna manera, aquella espada le estaba transmitiendo unas vibraciones, unas sensaciones maravillosas. Le estaba hablando. Y, entonces, un nuevo temblor sacudió la cámara. Con cierto estupor, el muchacho contempló cómo la pared de piedra que había frente a él se corría hacia un lado, dejando a la luz un nuevo pasadizo iluminado desde el techo, aunque el final quedaba desdibujado por la penumbra.

Empuñando la espada y notando cómo vibraba con intensidad, Tristán se adentró sin miramientos en ese nuevo corredor, en busca de una salida que le devolviese a las calles de Roma. No obstante, para su sorpresa, el muro comenzó a cerrarse tan pronto dio dos pasos al frente. Si se echaba atrás, tal vez perdería la oportunidad de salir de aquel lugar. En cambio, si seguía adelante, probablemente tendría que enfrentarse a algún peligro.

Antes de que terminase de aclarar sus dudas, el muro se había cerrado dejando a Tristán encerrado en el nuevo corredor.

—Un soldado no duda… —se dijo para sus adentros y, sacando pecho, concluyó—: ¡Actúa!

Los problemas comenzaron pocos segundos después.

La pared corrediza comenzó a moverse de nuevo, pero, esta vez, en su dirección. Lo primero que pensó el muchacho era que habría otro tabique similar en el extremo opuesto y que, si no encontraba una rápida solución, terminaría aplastado. Sin embargo, comprobó con horror que estaba equivocado. Unos metros más allá se abría un foso de más de seis metros de longitud de una sustancia lodosa… Tristán se alarmó al comprender la situación. ¡El muro a sus espaldas lo empujaba en dirección a un foso de arenas movedizas!

La espada vibró una vez más.

Él la contempló sin comprender nada. ¿De qué iba a servirle el arma en aquellas circunstancias? No había un enemigo a batir y… ¡tampoco le ayudaría a saltar un foso de semejante tamaño!

El muro se acercaba, recortando la distancia que le separaba de las arenas movedizas. Ahora sí que estaba perdido… Y, mientras tanto, la espada seguía desprendiendo energía, tratando de infundirle ánimos inútilmente. Él la miró de nuevo y tuvo la impresión de que le hablaba. Sí, era la misma sensación que había sentido al cogerla por primera vez. Sin embargo, ¿qué quería decirle? ¿Acaso había una forma de salvarse?

La pared seguía avanzando, pero Tristán se animó ante la posibilidad de que existiera una forma de salir de allí. Entonces, asió con fuerza la empuñadura de la espada y algo en su interior le incitó a levantarla por encima de su cabeza. La vibración se acentuó aún más y Tristán miró hacia arriba, sin comprender lo que estaba pasando.

Sus ojos se clavaron en la estructura metálica que había en el techo a la altura del otro extremo del foso. Era algo así como un plafón de cobre o de bronce. Fue entonces cuando sintió el tirón. Una fuerza impresionante, como la mano de un gigante, ¡tiraba de la espada precisamente en dirección hacia aquel objeto!

—Pero qué…

De pronto, sus pies se despegaron del suelo y Tristán voló en dirección al plafón que había ubicado en el techo. La punta de la espada se unió a la pieza de metal y, aprovechando la propia inercia, el joven italiano se balanceó. En el momento en el que rebajó la tensión con la que sostenía el arma, esta se despegó del techo y él salió despedido hacia el otro lado del foso.

El muro se detuvo al llegar al borde del foso y Tristán respiró hondo. No se lo podía creer, pero acababa de salvarse por los pelos… Sin embargo, los problemas no terminaron ahí.

Cuando Tristán se recobró, dispuesto a avanzar hacia el final del túnel, de la nada aparecieron dos criaturas fantasmales. Lo primero que le vino a la cabeza fue que se trataba de los espíritus de los antiguos gladiadores y el susto a punto estuvo de hacerle caer en el lodazal que borboteaba a sus espaldas. A pesar de su traslucidez, pudo apreciar que sus vestimentas no eran propias de la época actual, y pronto decidió que no podían ser gladiadores. Llevaban un extraño uniforme plateado, con refinadas sandalias en los pies y una ondeante capa de color verde atada a los hombros. Aquel casco puntiagudo tampoco se correspondía con la forma de vestir de los romanos…

—¡Atrás! —exclamó, adoptando una postura defensiva. Entonces los fantasmas le imitaron. Parecían dispuestos a combatir y, con aquel foso amenazándole por detrás, no tendría más remedio que hacerlo. Al dar un paso adelante, Tristán observó un curioso detalle. Dos finísimos hilos de luz brotaban de las dos paredes que flanqueaban a ambos espectros y llegaban hasta sus espaldas.

—Eso lo explica todo… —murmuró, dando un nuevo paso al frente—. No son más que hologramas…

Confiado en que las dos figuras de luz habían sido colocadas allí con el único fin de infundir miedo a los visitantes no deseados, Tristán comenzó a caminar despreocupadamente.

La rápida reacción de su espada le salvó la vida.

Los hologramas se movieron a la velocidad de la luz y sus armas sacudieron con fuerza el filo de la espada de Tristán. El muchacho jamás se hubiese podido imaginar que aquellas imágenes en tres dimensiones pudiesen llegar a ser peligrosas y, mucho menos aún, que su espada estuviese capacitada para actuar con autonomía propia. De inmediato comenzó un fiero combate cuerpo a cuerpo.

Tristán esquivaba cada embestida demostrando su rapidez de reflejos y, al mismo tiempo, comprobaba sorprendido cómo su espada hacía impresionantes movimientos para amedrentar a los seres fantasmales. Era como si estuviese tratando de enseñarle a blandiría.

¿Cómo era posible que unos simples hologramas tuviesen la capacidad de golpear una espada de acero? Tristán estaba pensando que su arma también poseía unas cualidades un tanto especiales cuando esta apartó a su enemigo de una estocada y, haciendo que su portador diese un giro de ciento ochenta grados, fue a clavarse con una precisión absoluta en una abertura de la pared. En aquel instante, uno de los hologramas se desvaneció.

¡La espada había descubierto el punto débil de aquella infraestructura! ¡Estaba ayudándole a derrotar a las imágenes de aquellos guerreros! Casi sin tiempo para pararse a pensar en más detalles, la espada buscó con insistencia la ranura que albergaba el mecanismo desde el que se proyectaba la segunda imagen. Antes tuvo que detener varios ataques del holograma, que parecía haber enfurecido tras la desaparición de su compañero. La espada estaba a punto de lanzar una nueva estocada cuando Tristán optó por tomar las riendas.

El holograma había reculado ligeramente y, seguro de que podía alcanzar el objetivo, Tristán dirigió hacia allí la punta de la espada quedando completamente desprotegido. Su contrincante reaccionó de inmediato y se lanzó a por él.

En el momento en el que la espada del holograma se disponía a atravesar el corazón del muchacho, este introducía la suya en la grieta que se abría entre las piedras. Entonces se oyó un chasquido y la imagen del segundo holograma desapareció, dejando el lugar sumido en una escalofriante calma.

A partir de aquel instante, la energía que brotaba de la espada se multiplicó por diez. Tristán lo sintió y, por primera vez, un atisbo de miedo apareció en su interior. ¿Qué estaba sucediendo? Apenas duró unas milésimas de segundo y la espada se encargó de calmarle al instante.

De pronto, esta comenzó a brillar con fuerza hasta volverse incandescente… ¿o era una sensación producida por los focos que envolvían la estancia? Imposible saberlo. Cuando aquel corredor comenzó a darle vueltas en la cabeza, Tristán sintió una quemazón en la mano que sostenía la espada. El joven dio un alarido, pero no la dejó caer. Estaba mareado, a punto de desmayarse. Antes de perder la noción del espacio y el tiempo, se vio envuelto en una especie de nube de colores y se sintió liviano como una pluma.

La luz se fue por unos instantes y, cuando todo volvió a la normalidad, Tristán y la espada habían desaparecido.