La Atlántida es una isla de formidables dimensiones, tan formidables que podría ser perfectamente considerada un continente en toda regla. Protegidos del océano por grandes y escarpadas montañas que sufren los duros embates de las olas, en los diez territorios que componen este continente pueden encontrarse amplias llanuras, bosques frondosos, lagunas, desiertos e, incluso, terrenos helados. Destaca especialmente una montaña, no excesivamente elevada, que crece en el mismo corazón de la Atlántida. Sobre ella se asienta la ciudad de Atlas, la más importante del continente ya desde sus orígenes y, precisamente por eso, allí se levantó una maravillosa acrópolis en la que se encuentran, entre otros muchos edificios, el Palacio Real y el Templo de Poseidón.
Una espectacular muralla, antaño recubierta de Oricalco, rodea los dominios de Atlas. Aunque cuenta con cuatro puertas de acceso, que coinciden con los puntos cardinales, no resulta fácil adentrarse sin ser visto en los terrenos de Atlas… ni tampoco salir de ellos. Al margen de las torres de vigilancia, desde las que los guardias controlan con facilidad a cualquier persona o vehículo que se aproxime, hay que contar con el agua. Y es que el exterior de la muralla se encuentra cercado por un canal de colosales dimensiones que circunvala los dominios de Atlas. No es el único canal de estas características en la Atlántida. Existen otras dos circunvalaciones, las tres interconectadas por una única vía fluvial que conduce directamente a la costa.
Aquel parecía ser el objetivo final del fugitivo.
La operación había sido estudiada y preparada minuciosamente durante los últimos meses y, pese a unos obligados cambios de última hora, no podía fallar. Había sido muy fácil averiguar dónde se ubicaban los anillos atlantes. Era un secreto a voces que se custodiaban en lo alto de una torre, desde la que se distribuía la energía que producían a todos los puntos del continente para formar el escudo que los protegía del exterior. Lo complicado era acceder a la torre sin ser visto y, más difícil aún, salir de allí con los anillos con margen suficiente para poder abandonar la ciudad antes de que la guardia diese la voz de alarma.
Pese a las dificultades, lo conseguiría. Su fe era inquebrantable. Su plan, infalible.
Era bien entrada la noche y, por fortuna, la luz de la luna no se reflejaba en todo su esplendor gracias al halo lunar. El Jardín de los Abedules estaba completamente desierto y los árboles eran un resguardo perfecto. Allí, entre unos arbustos, Jachim Akers escondería su medio de huida: un vehículo aerodeslizador para una persona, que consistía en una pequeña plataforma semicircular y un timón direccional similar a un volante. No era lo más cómodo para viajar —pues había que hacerlo de pie—, pero era rápido y silencioso gracias al combustible que empleaba: la energía producida por una barrita de oricalco. Le había costado muchísimo adquirirla en el mercado negro, porque apenas quedaban reservas de oricalco en la Atlántida. No obstante, era algo sencillo y eficaz.
Una vez fuera de los jardines, la silueta encapuchada de Akers se movió con gran sigilo por las calles de Atlas, amparándose en las sombras que generaban los viejos edificios que aún conservaban un añejo sabor a edad dorada. Apenas tardó unos diez minutos en plantarse frente a la torre. Allí se alzaba, inconmensurable, aquel gigante de más de un centenar de metros de altura. Fue levantada hace cientos de años, tal vez miles, con bloques de roca negra, roja y blanca. Por su estructura, un cilindro que se elevaba hasta el cielo, recordaba a un faro marítimo, pues su plataforma superior también era giratoria. La gran diferencia estribaba en que, en lugar de emitir luz para avisar a los barcos próximos a la costa, emitía la energía necesaria para mantener activo el escudo atlante.
Ahora sólo faltaba esperar. Estaba ligeramente tenso. Respiró hondo varias veces, aunque eso no acalló los intensos latidos de su corazón. No era para menos, pensó. Recordaba su fortuita incursión en el bosque aquella noche, unas semanas atrás, donde escuchó aquella conversación prohibida. Aún retumbaban en su cabeza las odiosas palabras del viejo Strafalarius: «En cuanto termine su cometido, Akers debe desaparecer del mapa. No podemos arriesgarnos a que se vaya de la lengua…».
En un primer instante, ante el temor a ser ejecutado, estuvo a punto de levantar la liebre ante el mismo rey. Sin embargo, tuvo una ocurrencia mejor. Un simple cambio de planes y sacaría un gran provecho al robo. Con Strafalarius al frente de la Orden de los Amuletos, no se había dado un solo ascenso entre los hechiceros más veteranos. A tenor de aquella conversación, le había quedado muy claro que para él, Jachim Akers, tampoco habría ascenso alguno, pero eso iba a cambiar. Y la situación de la Atlántida también.
El ruido de unas pisadas interrumpió sus pensamientos. Dos personas se aproximaban calle abajo en dirección a la torre. La figura encapuchada asintió desde su escondrijo. El cambio de guardia se realizaría con puntualidad absoluta… Todo marchaba conforme a lo previsto.
Cuando los guardias que iban a dar el relevo hicieron el aviso correspondiente a sus compañeros, Jachim Akers se llevó la mano derecha al pecho y dirigió la mirada a la luna. En el momento en el que los guardias relevados apareciesen por la puerta de acceso a la torre, esta quedaría totalmente vacía. Con una estudiada y original maniobra de distracción, dispondría de algo menos de cinco minutos para subir por el ascensor hidráulico, hacerse con los anillos y salir de allí sin ser visto.
Un minuto después, los guardias aparecieron. Fue entonces cuando el encapuchado susurró unas palabras y, de pronto, todo se oscureció. El halo lunar que rodeaba la luna se cerró tanto y se volvió tan opaco como si estuviese teniendo lugar un eclipse. La oscuridad surgió con tanta rapidez que los guardias se quedaron observando extrañados el firmamento. En el preciso instante en el que los cuatro hombres se alejaban unos metros de la torre para ver qué sucedía sobre sus cabezas, la sombra aprovechó para colarse a sus espaldas.
Pocos segundos después comenzó el chaparrón.
Aunque no había nubes, los guardias se dieron cuenta de que estaba empezando a llover. Oyeron el golpeteo de las primeras gotas contra el suelo; caían con tanta fuerza que más bien parecían chinazos. Acto seguido, sus propios cuerpos comenzaron a recibir los impactos. Fue entonces cuando se percataron de que no era agua lo que estaba cayendo sino algo más parecido al granizo. De hecho, daba la impresión de que lo que caía del cielo eran pedacitos de cristal helado.
Desconcertados, buscaron refugio bajo el ajado toldo de una panadería que había a pocos metros de allí. Ninguno de ellos encontraba explicación alguna a lo que estaba sucediendo. Miraban al cielo, pero aparentemente seguía despejado. ¿De dónde caían esos cristalitos? Uno de ellos tomó una muestra en sus manos que se derritió a los pocos segundos. ¡Efectivamente era hielo!
Y de la misma forma repentina que había dado comienzo la sorprendente lluvia de hielo, el tintineo cesó unos cinco minutos después. Ninguno de los guardias vio salir por la puerta a la figura encapuchada, que ya se perdía entre las callejuelas de Atlas.
Todo había salido a pedir de boca. Mientras los guardias estaban fuera de la torre, él había llegado hasta la plataforma giratoria, roto la campana de cristal que protegía los tres anillos y se los había llevado. El amuleto que colgaba de su cuello se había encargado de evitar que la alarma saltase y diese al traste con el plan. Era un colgante de valor incalculable. Con el valioso trofeo escondido bajo el manto de su túnica, aceleró el paso al adentrarse de nuevo en el parque. Tenía que darse prisa. No le quedaban muchos minutos —tal vez cinco o diez— antes de que la ciudad de Atlas se pusiese patas arriba.
Regresó sin ser visto al Jardín de los Abedules. Tenía órdenes expresas de Strafalarius de dejar los anillos allí, a los pies del abedul centenario, pero no lo haría. Él tomaría las riendas a partir de aquel instante y, según sus nuevos planes, los llevaría consigo. Recuperó el aerodeslizador y se puso en marcha de inmediato. Una suave brisa le azotó el rostro y por un momento tuvo la impresión de oír voces a lo lejos. Tenían que ser imaginaciones suyas. No se encontraba lo suficientemente cerca de la torre como para percibir los primeros gritos de alarma. Sus nervios le habían jugado una mala pasada, eso era todo.
El vehículo recorrió en silencio y a gran velocidad las desiertas calles de Atlas, antes de cruzar la muralla y comenzar el descenso de la montaña. De nuevo, las fachadas mostraron su mal estado sin pudor alguno, fruto de la decadencia que vivía la Atlántida en aquella época. Antaño, aquellas viviendas hubiesen estado engalanadas y la piedra se hubiese encontrado como nueva. Sin embargo, por desgracia, los desconchones y las cornisas caídas se habían convertido en rutina.
Y si así estaba Atlas, la capital, el resto del continente se encontraba en peor estado. Sin ir más lejos, prácticamente nadie habitaba las tierras de Diáprepes. Desde aquel inexplicable incendio que lo asoló años atrás, nadie, salvo criaturas perversas sedientas de sangre, quería irse a vivir hasta aquel territorio de muerte y destrucción. También estaban los helados parajes de Azaes, el desierto de Méstor… Antaño, todos esos lugares fueron esplendorosos y ahora no eran más que un fiel reflejo de la decadencia atlante.
Jachim Akers cada vez estaba más convencido de que era necesario un cambio.
Mientras pensaba en ello, el aerodeslizador cruzó la muralla y sobrevoló el canal que la circundaba. Él ya había cumplido con su cometido. Ahora, sólo faltaba rematar la faena y cobrar sus honorarios.
El rey se movía como un león enjaulado por su habitación. Su larga melena se sacudía mientras recorría la estancia de un lado a otro a pasos agigantados. Hacía escasos minutos que Roland Legitatis había regresado con otra horrible noticia, dos horas después de su última conversación.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó por enésima vez—. ¿Cómo ha podido escaparse alguien de la ciudad y atravesar la primera circunvalación sin que nadie lo viera?
Por muchas vueltas que le diese, no podía explicarse cómo alguien había sido capaz de colarse en la torre y llevarse los anillos… a pesar de haber guardia permanente. ¡Era algo inaudito!
En realidad, lo que le sacaba de quicio era pensar que semejante atrocidad hubiese sido perpetraba durante su reinado. Sin los anillos, el escudo que los protegía del exterior caería irremediablemente y sin él, ¿cuál sería el devenir de los atlantes? Si no se remediaba la situación de inmediato, no le cabía ninguna duda de que pasaría a la historia como el rey bajo cuyo mandato cayó la Atlántida.
Pero ¿por qué? ¿Qué podía haber llevado a alguien a realizar un acto tan terrible? ¿Acaso no vivían en una sociedad cómoda, alejada de cualquier problema? ¿Acaso no se había esforzado en otorgarles mayor libertad? Fedor IV suspiró. Tal vez ese había sido el problema. Había tratado a los atlantes como un pastor cuida a sus ovejas, mimándolas, cuando en realidad debería haber ejercido como un rey. Precisamente por eso la Atlántida había entrado en decadencia. La gente se había apoltronado, no se trabajaba con la misma intensidad que antes y se vivía despreocupadamente. Se habían visto como una civilización superior y eso había sido su perdición.
—Mi señor, se ha peinado la zona y parece ser que el ladrón disponía de un aerodeslizador que previamente había escondido en el Jardín de los Abedules —confirmó Legitatis, devolviendo al monarca al presente—. Las señales así lo demuestran.
Fedor IV frunció el ceño, extrañado.
—¿Un aerodeslizador? ¿No se necesita oricalco para ponerlos en marcha?
—Así es.
—¡Hace varios años que casi no se trabaja en las minas de Gadiro porque supuestamente no había más oricalco de gran pureza que extraer! Apenas quedan reservas y en la actualidad cotiza a un precio tan elevado que la gente no puede permitírselo… Si se ha empleado oricalco, tiene que haber salido de algún lado. Hay que abrir una investigación de inmediato.
—Mi señor, no se dispone de personal suficiente…
Fedor IV abrió los ojos como platos y exclamó enfurecido:
—¿Cómo puede estar sucediendo esto durante mi reinado? ¡Hay que detener a ese ladrón como sea!
—No va a ser fácil, Majestad —reconoció Roland Legitatis, en actitud sumisa. Si bien era cierto que el oricalco escaseaba, también lo era que quienquiera que hubiese perpetrado el robo no había reparado en gastos, mientras que las arcas del Palacio Real no estaban para grandes excesos en aquellos tiempos—. Controlar la segunda circunvalación requiere mucho personal y, aún así, el fugitivo podría colarse por cualquier sitio. Además, es de noche. Si contásemos con oricalco en abundancia, podríamos disponer de energía suficiente para iluminar la zona y dejarlo al descubierto. Desgraciadamente, es imposible… Mucho me temo que vamos a necesitar una generosa dosis de buena suerte.
—¡Ni hablar! Tiene que existir una solución. Algo, lo que sea… ¡No estoy dispuesto a dejar el destino de la Atlántida en manos de la buena suerte! —gritó Fedor imponiéndose firme.
—Sin personal, no se pueden obrar milagros…
—Está claro que no podemos contar con Dagonakis —sopesó el monarca, pellizcándose el labio pensativo—. Astropoulos no deja de ser un ratón de biblioteca y Strafalarius…
—Es una opción.
—No, no es una opción —rechazó categóricamente el rey—. No pienso dejar en manos de Strafalarius y la Orden de los Amuletos los designios de la Atlántida. Bien sabes que tendríamos una deuda tremenda con ellos y generaría un gran desequilibrio entre los tres poderes.
—Eso es cierto. Entonces…
—Lo haré yo —sentenció Fedor IV.
—Pero, señor… No podéis abandonar la corte así como así. Podéis enviar a alguien, algún especialista…
El rostro del rey se tensó. Era una clara señal de que ya había tomado una determinación.
—Durante todo mi reinado he delegado innumerables tareas en lugar de dar la cara —reconoció Fedor IV—. El día que fui coronado rey, juré que protegería la Atlántida con mi vida si fuese preciso. Pues bien, ha llegado el momento de tomar las riendas. Yo mismo iré en busca de ese traidor y, cuando lo atrape, le haré saber quién es Fedor IV, rey de los atlantes.
—Majestad, no podéis ir solo…
—¡Ya lo creo que puedo! No pienso ir acompañado por cualquiera de esos inútiles que han permitido que esto suceda. —Roland Legitatis agachó la cabeza avergonzado. Fedor IV lo vio y se dirigió a él en tono condescendiente—. A ti no tengo nada que reprocharte, Roland. Fuiste el hombre de confianza de mi padre y también has sido el mío. Por eso, mi fiel amigo, en mi ausencia, necesito que compruebes una cosa…
Acto seguido, procedió a transmitirle lo que le había contado Cassandra acerca de la posible llegada de unos Elegidos, según la inscripción que había encontrado en una de las criptas del Templo de Poseidón.
—Necesito que vayas allí y compruebes si es cierto todo lo que me ha dicho esa mujer —le ordenó—. Confío en estar de vuelta en un par de días, a más tardar, con ese traidor en mis manos. Si es preciso tomar alguna decisión mientras yo permanezca fuera, confío plenamente en tu criterio.
Aquellas fueron las últimas palabras que Fedor IV pronunció en su habitación del Palacio Real. Apenas media hora después, abandonaba el recinto camuflado en ropa de abrigo, con su espada y dispuesto para una larga travesía. Para desplazarse utilizaría el prototipo de un nuevo modelo de aerodeslizador. Para ponerlo en funcionamiento había sido necesario agotar las escasas reservas de oricalco que se guardaban en una de las cámaras secretas del Palacio Real.
No se podían escatimar recursos.
La Atlántida estaba en peligro.