I - El halo lunar

La estancia se encontraba sumida en una inquietante penumbra. El fuego de la chimenea crepitaba y las llamas anaranjadas temblaban como si temiesen que el peor de los presagios estuviese a punto de cumplirse. Curiosamente, ese mismo temor también corría por las venas del rey Fedor IV, a quien le resultaba imposible conciliar el sueño. La noche había caído luda algo más de un par de horas, pero él no hacía más que revolverse inquieto entre las sábanas de su cama adoselada. Habían sido tejidas con seda de la mejor calidad, pero estaba tan nervioso que su contacto le erizaba la piel y le producía una sensación peor que la de restregarse con papel de lija.

El monarca sacudió la cabeza tratando de alejar aquellos pensamientos que tanto le atormentaban la mente y, con un brusco movimiento de su antebrazo derecho, apartó las sábanas que lo envolvían. Se incorporó, posó los pies sobre la mullida alfombrilla que descansaba junto a la cama y, de un impulso enérgico, se puso en pie. No aguantaba más aquella situación de incertidumbre.

Guiándose al amparo del tenue brillo de la lumbre, dirigió sus pasos hacia el amplio ventanal que se abría en uno de los lados de sus aposentos. Pese a ir descalzo, el suelo se encontraba a una temperatura agradable, merced al sistema de calefacción que desprendía calor entre las juntas de las baldosas de piedra. Sin encender luz alguna, descorrió las cortinas de raso y dejó que un insolente rayo de plata se colase en su estancia sin solicitar permiso alguno.

Accionó el tirador de la ventana, la abrió y salió al balconcillo exterior. Se estremeció al percibir el evidente frescor nocturno del invierno, pero no le importó. Por unos instantes, sus ojos oscuros y penetrantes se quedaron contemplando la tranquilidad que reinaba en los jardines. Igual de sosegada parecía la ciudad, más allá de los gruesos muros que protegían los predios reales. Los habitantes de la ciudad de Atlas vivían ajenos a cualquier preocupación y a los posibles problemas que se avecinaban.

Alzó la mirada al cielo y entonces volvió a estremecerse. No fue el helor lo que le produjo aquel escalofrío, sino la imagen que mostraba el firmamento. Al igual que la noche anterior, la luna estaba rodeada por un impresionante halo. Se quedó observándolo detenidamente durante unos segundos sin apartar la mirada, como si tratase de desafiar aquella imagen insólita en la bóveda celeste. No sabía por qué, pero cada vez estaba más convencido de que esa circunferencia tan perfecta de luz no podía presagiar nada bueno.

A primera hora de aquella misma mañana, Fedor IV había ordenado llamar a Remigius Astropoulos, una de las personas más sabias de todo el continente. Se trataba de un científico de reconocido prestigio, excepcionalmente veterano y que, por si fuera poco, presidía el Consejo de la Sabiduría de la Atlántida, por lo que su opinión solía estar muy bien vista entre los demás miembros de su comunidad. Se habían reunido a solas en el Salón Rojo, un salón privado del Palacio Real de paredes enteladas en rojo escarlata, donde nada ni nadie pudiese interrumpirles. Pese a los esfuerzos del científico, Fedor IV no había quedado del todo satisfecho con sus explicaciones sobre la extraña forma que había surgido alrededor del gran satélite.

Al ser preguntado al respecto, el anciano respondió con un ademán de sus manos:

—Lo que comentáis no tiene mayor importancia, Majestad —explicó Astropoulos, tratando de apaciguar con sus arrugadas manos los nervios que atenazaban al monarca—. Se debe a un simple fenómeno meteorológico que se produce cuando un cúmulo de nubes altas y de escaso espesor, que contienen millones de cristales de hielo, cubren el cielo. Cada uno de esos diminutos cristales de hielo son hexágonos alargados que actúan como pequeñas lentes. De esta manera, cuando la luz entra por una de sus caras, se refracta por el lado opuesto justo a veintidós grados, que se corresponde precisamente con el radio del halo lunar.

El rey se había quedado mirándolo fijamente durante unos segundos, completamente mudo. Sin lugar a dudas, le hubiese gustado una explicación algo menos técnica y más sencilla de comprender. De pronto, enarcó una ceja y preguntó:

—¿Me estás tratando de decir que lo que se ha visto durante la pasada noche no es más que un fenómeno natural? —Sus palabras no ocultaban cierto deje de incredulidad.

—Ni más, ni menos… Majestad —corroboró Astropoulos, sonriendo al tiempo que hacía una leve inclinación de cabeza.

—¿Y que todo se debe a una simple casualidad? —insistió el rey, frunciendo el entrecejo. Estaba claro que no le convencían las palabras del sabio.

—Efectivamente, Majestad. Así lo creo —afirmó el anciano una vez más, entrelazando los dedos de sus manos—. Probablemente, la llegada del invierno haya propiciado un descenso de las temperaturas en la atmósfera y eso ha desencadenado este curioso fenómeno.

Fedor IV se pellizcó el labio inferior y su mirada penetrante se clavó en la figura del sabio.

—He vivido ya unos cuantos inviernos, Remigius —dijo con suspicacia—. ¿Cómo es que nunca he presenciado un halo lunar?

Astropoulos tragó saliva. Si sus explicaciones no habían convencido al monarca, quedaba claro que poco más iba a lograr.

—Majestad, un halo lunar no es un fenómeno que se produzca muy a menudo, pero tampoco es nada del otro mundo que aparezca…

—Remigius, me has ilustrado con total claridad sobre cómo se ha formado el halo lunar. Sin embargo, todavía no has sido capaz de aclararme por qué se ha producido. ¿Qué es lo que lo ha provocado? —preguntó el rey en tono cortante, antes de proseguir—: Dices que podría ser la llegada del invierno… No obstante, ¿qué nos impide pensar que nos avise de la llegada de una catástrofe?

El rostro del anciano se arrugó más de lo normal y sus cejas se fruncieron expresando su malestar.

—Veo que Cassandra ya os ha dado su opinión al respecto… Majestad.

—En realidad no, Remigius —contestó el rey Fedor, manteniendo el rostro imperturbable—. Aunque me han llegado ciertos rumores y también quiero escuchar lo que ella tiene que decir sobre este tema.

—Con el debido respeto, Majestad, a diferencia de su madre, Cassandra no goza de muy buena reputación.

—Con el debido respeto, Remigius, ella tiene tanto derecho como tú a opinar —cortó el rey tajante—. No hay más que hablar al respecto.

El científico hizo una leve inclinación de cabeza, aceptando la voluntad del monarca. Fedor IV tenía todo el derecho del mundo a escuchar cuantas opiniones estimase convenientes; sin embargo, Cassandra no era más que una vulgar profetisa, una charlatana. Mientras él presidía el Consejo de la Sabiduría de la Atlántida y sus opiniones se basaban siempre en la lógica y la razón, desde el trágico fallecimiento de su madre veinte años atrás, Cassandra se había dedicado a hacer todo tipo de vaticinios y a profetizar sin fundamento alguno allá por donde pasaba. Sin duda, la muerte de su madre la dejó muy trastornada y, por eso, sus afirmaciones nunca debían tomarse demasiado en serio. Es más, ¿había comprobado alguien cuánto acertaba? Estaba dispuesto a jugarse una decena de atlancos[1] a que podían contarse con los dedos de una mano.

—También escucharé qué opina Botwinick Strafalarius —prosiguió el monarca.

El sabio entornó los ojos e hizo una mueca de desagrado al oír aquel nombre. Strafalarius era el Gran Mago, su homónimo en la Orden de los Amuletos. De todos era sabida la rivalidad existente entre ambos; Astropoulos y Strafalarius representaban dos de los tres grandes poderes sobre los que se asentaba la Atlántida, sin tener en cuenta la autoridad innata del propio monarca. La sabiduría, la magia y el ejército habían sido los tres pilares principales que habían sostenido el continente a lo largo de los siglos. Eran poderes muy diferentes pero, bien complementados, habían hecho de la Atlántida uno de los lugares más esplendorosos y avanzados de nuestro planeta. Sin embargo, de eso hacía ya mucho tiempo y, en lugar de trabajar juntos, ahora los dirigentes de estos poderes buscaban la menor oportunidad para mostrar su supremacía ante el rey. Consultar a Cassandra podía resultar un pequeño incordio, pero valorar la opinión de Botwinick Strafalarius era algo bien distinto.

—¿Strafalarius? —inquirió el científico. Por su gesto, cualquiera hubiese podido pensar que acababan de restregarle el rostro con estiércol.

—Así es —asintió Fedor IV con indiferencia—. Y, si no me equivoco, debe de estar a punto de llegar.

De hecho, en el preciso instante en el que Astropoulos se ponía en pie, un personaje no demasiado alto y ligeramente encorvado hacía acto de presencia en la estancia. Caminaba apoyado sobre un ostentoso báculo e iba enfundado en una excéntrica túnica de color lila y recargados ribetes de oro, sobre la que destacaba un hermoso amuleto de oricalco con forma de estrella. Lucía una larga melena blanca y su piel arrugada era tan pálida como la cal. Sin embargo, lo más llamativo de su aspecto físico eran sus ojos de color rojizo. Botwinick Strafalarius era albino.

—Majestad —saludó el recién llegado, haciendo una inclinación de cabeza—, Remigius…

—Botwinick… —respondió el interpelado arrastrando las sílabas, prácticamente sin mirarle a la cara.

Con la cabeza bien alta, pero visiblemente contrariado, Remigius Astropoulos pasó a su lado y abandonó el salón sin decir nada más. Se sentía derrotado y herido en su orgullo aunque, por otra parte, sabía que el tiempo terminaría por darle la razón y Fedor IV debería reconocérselo.

—Me alegra verte de nuevo, Botwinick —saludó el monarca, acercándose al recién llegado para darle la bienvenida.

—El gusto es mío, Majestad.

—Toma asiento, por favor —invitó el rey, mostrando el butacón que hasta hacía unos instantes había ocupado Remigius Astropoulos. El mago accedió agradecido y se sentó de inmediato, sosteniendo su ostentoso báculo entre las piernas. Acto seguido, Fedor IV trató de romper el hielo sacando un tema de conversación trivial—: ¿Qué tal van las cosas por Elasipo? Debe de ser maravilloso despertar todas las mañanas en esa torre y verte rodeado de tan magníficos bosques…

—En realidad, no tengo demasiado tiempo para dormir, Majestad —contestó Strafalarius mostrando una sonrisa forzada—. El justo y necesario para reponer fuerzas.

El rey asintió.

—En ese caso, si pasas tanto tiempo despierto es posible que hayas avistado el halo que ha envuelto la luna durante la pasada noche…

—Así es, lo he visto.

—¿Y qué opinión tienes al respecto? ¿A qué crees que se puede deber? —inquirió Fedor IV, inclinándose ligeramente hacia el mago.

Strafalarius se quedó callado unos instantes, pensativo, contemplando los maravillosos ornamentos que decoraban la habitación. Dirigió su atención sobre una impresionante estatua de tamaño natural plagada de símbolos atlantes y, a continuación, sobre un precioso reloj de pared, engastado en oro y oricalco. ¿Fedor IV interesándose por el halo lunar? Si esto le preocupaba, no quería ni imaginar cómo se iba a tomar el momento en el que Jachim Akers entrara en acción…

Había pasado mucho tiempo hasta que logró averiguar la valiosa información sobre el funcionamiento de las cámaras de las que le había hablado Apostólos Marmarian antes de su muerte. Ahora que había puesto en marcha su plan, la incertidumbre era máxima porque desconocía qué sucedería una vez Akers cumpliese con su cometido. ¿Recibiría alguna señal de las cámaras? ¿Se abrirían? ¿Podría acceder a ellas? No lo sabía, pero de lo que sí estaba convencido es de que muy pronto el Amuleto de Elasipo obraría en su poder. La espera había sido larga. Veinte años. Los mismos que llevaba desaparecido el condenado muchacho. Después de tanto tiempo, ¿acaso habría muerto? Algo en su interior le decía que no, que estaba vivo en alguna parte. Entonces, ¿dónde había ordenado ocultarlo Marmarian? Le fastidiaba reconocerlo, pero el viejo había sido tremendamente hábil. Después de veinte años sin dar señales de vida, tenía que esconderse en el exterior, más allá de las fronteras de la Atlántida… igual que el amuleto. Pero ¿acaso eso era posible?

Lo único que sabía era que Sebastián no estaba bajo la tutela de Celestine. Un par de años después de su misteriosa desaparición en Diáprepes, dio con ella en los bosques de Elasipo. ¡La muy bruja había tenido la osadía de refugiarse todo aquel tiempo en sus propios dominios! Hasta en tres ocasiones había intentado abordarla y en las tres ocasiones salió escarmentado. Sí, era poderosa. Desconocía con qué tipo de magia contaba, pero era imposible que un simple amuleto de jade hubiese podido plantarle cara en todos los enfrentamientos. Ante su impotencia —algo que jamás llegaría a reconocer—, había ofrecido como recompensa un ascenso a quien consiguiese derrotarla…

El carraspeo de Fedor IV lo sacó de su ensimismamiento. Se había perdido en sus pensamientos, olvidando el tema de conversación. Acto seguido, volvió a clavar sus ojos rojizos en la figura del rey de la Atlántida.

—¿Es ese el motivo por el cual se me ha llamado, Majestad? —preguntó Strafalarius con educación. La pregunta desconcertó al rey, pues el rostro del mago no dejaba entrever sentimiento alguno. Era imposible saber si se mostraba enojado, contento o suspicaz.

—Ciertamente.

—Supongo que también será el motivo que ha traído a Astropoulos hasta aquí…

—Supones bien —admitió Fedor IV, esperando a que el anciano diese su visión del asunto.

El mago suspiró.

—Veo que la opinión del Consejo de la Sabiduría de la Atlántida tiene más credibilidad que la de unos magos chiflados… Por eso él ha sido citado con anterioridad, ¿no es así?

Pese a que no movió una ceja y mantuvo el mismo tono de voz, Fedor IV intuyó, esta vez sí, resentimiento en las palabras del mago.

—No seas absurdo, Botwinick —le espetó el rey con cierto desdén. Incluso soltó una carcajada para desdramatizar la situación—. Alguien tenía que ser el primero; al igual que le he dicho a Remigius, pienso escucharos a todos por igual —remarcó Fedor IV.

—Pueden darse muchos y muy diversos usos a la magia, como se ha podido comprobar a lo largo de la Historia —dijo de pronto Strafalarius, como si hubiese olvidado todo lo anterior—. ¿Puede la magia hacer algo así? Probablemente. Sin embargo, la pregunta es… ¿por qué? ¿Qué beneficio o perjuicio podría obtenerse generando un hechizo de tales características?

Fedor IV se pellizcó el labio una vez más.

—Comprendo… —asintió el monarca, que debatió durante un rato con el Gran Mago sobre el halo lunar—. Con lo cual, prácticamente podría descartarse que la magia tuviese algo que ver en este asunto.

—Sinceramente, yo no le encuentro demasiado sentido… —advirtió el Gran Mago, torciendo el gesto. Se le notaba ciertamente incómodo a la hora de expresarse.

La conversación no se prolongó mucho más tiempo. Mientras Fedor IV estaba convencido de que tenía que existir una explicación para tal fenómeno, el hechicero siguió mostrándose ausente y bastante poco hablador. Al final, los dos hombres se despidieron, esperando que el halo lunar desapareciese cuanto antes y todo quedase relegado al olvido.

No sabían lo equivocados que estaban.

El halo que rodeaba la luna parecía más intenso aquella noche que la anterior. Al menos, esa era la impresión que le daba al rey cuando lo contemplaba con creciente preocupación, mientras las últimas palabras del mago sacudían su mente. De poco o nada le habían servido sus charlas con Remigius Astropoulos y con Botwinick Strafalarius. Mientras el Gran Mago trataba de eximirse de cualquier tipo de responsabilidad, aduciendo que carecía de sentido alguno emplear magia para generar un halo lunar, Astropoulos argumentaba que el fenómeno obedecía a razones completamente naturales, que podían ser explicadas por la ciencia. Si algo había sacado en claro es que, por sus divagaciones, ninguno de los dos sabía a qué se debía el halo, y empezaba a estar cansado de las disputas internas entre ambos bandos.

En cambio, su entrevista con Cassandra había sido completamente distinta. Fedor IV sabía que aquella mujer era capaz de predecir el fin del mundo con el simple análisis de unas hojas de té y, por eso, había decidido recibirla en audiencia privada, para llamar la atención lo menos posible. No quería que la profetisa alterase a los habitantes de palacio ni a la población atlante con sus trágicos vaticinios.

Recordaba el impacto que le había provocado, pues había entrado como un ciclón, haciendo temblar los cuadros de las paredes y la bandeja con bebidas que aguardaba sobre la cómoda. Vestía ropaje multicolor e iba engalanada con llamativos collares que encajaban a la perfección con su excéntrica personalidad. Por si fuera poco, llevaba el cabello sucio y enmarañado sujeto con una cinta de pelo anaranjada. Al mirarla a los ojos, Fedor IV apartó su vista de inmediato. El iris de su ojo derecho tenía la tonalidad de la miel, mientras que su ojo izquierdo era tan azul como las aguas de las lagunas de Mneseo. Había gente que decía que se trataba de un extraño don natural, mientras que otros explicaban que Cassandra se aplicaba una lente de cada color, algo que podía encajar perfectamente con sus particulares gustos. Sea como fuere, resultaba repulsivo sostenerle la mirada.

Pese a todo, el rey intentó mostrarse cordial y le dio la bienvenida. Le ofreció una copa de vino y, antes de invitarla a sentarse, le dijo:

—Supongo que sabrás el motivo por el que te he hecho llamar…

Fedor IV ni siquiera tuvo tiempo de ofrecerle la butaca. La mujer profirió un grito que casi le hizo perder el sentido.

—¡Una catástrofe se cierne sobre la Atlántida! —exclamó Cassandra, alzando los brazos teatralmente. Sus manos, plagadas de anillos y sortijas, se agitaron sin control alguno derramando buena parte del vino que había en su copa—. Llevo años anunciándolo… ¡Todos sucumbiremos!

El rey se sentó, se mesó la barba con suavidad e hizo una mueca de escepticismo ante las palabras de la profetisa.

—Escucha, Cassandra… ¿No crees que es un poco precipitado hablar de una catástrofe? —preguntó con cierto temor en su voz. En su fuero interno sabía que, de alguna manera, el halo lunar respondía a algún tipo de señal. No obstante, oírlo de una forma tan enérgica como drástica le hizo dudar. Por unos instantes, sintió unas ganas terribles de que Astropoulos estuviera en lo cierto y todo obedeciese a causas naturales—. Quiero decir, ¿no podría ser algo completamente casual? Un simple accidente de la naturaleza…

—¡De ninguna manera! —gritó la mujer con indignación—. Todas las cosas suceden por algún motivo y, mucho más, en el caso de los accidentes naturales. La señal es muy clara… Ha acontecido durante la noche, momento en el que reinan las tinieblas. Mala señal… Muy mala señal —continuó, meneando la cabeza—. Además, el cerco que rodea la luna significa que estamos rodeados por el mal. ¡Los enemigos acechan! Pronto los tendremos encima… ¡y nadie escapará!

Ante aquellas últimas palabras, Fedor IV torció el gesto, intrigado.

—¿Has dicho… enemigos? —inquirió, desconcertado. Permaneció callado unos segundos, antes de decir—: Soy consciente de que la Atlántida no atraviesa su mejor momento. Sin duda, nuestros antepasados vivieron tiempos mejores —reconoció el monarca—. No obstante, si hay algo de lo que puedo presumir en los veintidós años que llevo de reinado es de haber vivido un tiempo de paz absoluta. La verdad, no creo que la Atlántida tenga muchos enemigos en estos momentos.

Lo cierto era que, desde el misterioso incendio que arrasó la totalidad del territorio de Diáprepes, la Atlántida no se había visto sacudida por nuevas desgracias.

—¡Craso error! —le espetó, sin respeto alguno, Cassandra—. El potencial de la Atlántida sigue vigente y mucha gente lo codicia… ¡Las nubes de la traición sobrevuelan nuestras cabezas!

—Está bien —admitió el rey, cruzándose de brazos—. Si tan segura estás de que vamos a sufrir una invasión, ¿podrías decirme de quién? ¿Cuándo? ¿Deberemos enfrentarnos a un gran ejército o a uno pequeño? ¿Con qué armamento contarán?

La mujer contempló ceñuda a su rey.

—Noto cierta ironía en esas palabras.

—En absoluto —negó Fedor IV categóricamente, dando un nuevo sorbo a su copa de vino—. Sin embargo, si el enemigo aguarda, me gustaría saber a qué atenerme…

—Lamento no poder ayudarte —contestó Cassandra, más calmada y empecinada en tratar al rey como a un igual—. Puedo decir qué es lo que va a suceder, no cómo va a ocurrir. Hablando de cosas que van a suceder…

Fedor IV enarcó su ceja izquierda al tiempo que decía con voz intrigada:

—¿Hay algo que tengas que contarme?

Cassandra dudó un instante.

—Es curioso, pero hace unos días me ocurrió algo bastante extraño en una de las criptas del Templo de Poseidón que tan a menudo visito —comentó la mujer, que hizo una pequeña pausa para darse importancia. El monarca la miró a los ojos y un escalofrío recorrió su cuerpo; de Cassandra podía esperarse cualquier cosa—. Me encontraba meditando cuando el parpadeo de una de las velas que iluminaban la estancia dejó entrever una grieta en la pared. Ciertamente, en los tiempos que corren, el templo no se encuentra en su mejor estado, pero nunca me había fijado en aquella ranura. Al tocarla, me di cuenta de que la argamasa se habría desprendido hacía poco, pues quedaban restos en el suelo, pero lo más curioso era que la piedra se movía, hasta tal punto que… ¡la desencajé con mis propias manos! Menuda sorpresa me llevé.

El rey escuchaba con atención y se preguntaba qué vendría a continuación.

—Acerqué una vela para ver a través del agujero que había abierto y me topé con una breve inscripción —reveló la mujer.

—¿Una inscripción? —inquirió el rey un tanto incrédulo.

—Efectivamente. Parece ser que tras ese muro se esconde otro tabique que fue ocultado hace mucho tiempo. Yo diría que el texto que aparece escrito es algo así como un antiguo vaticinio que debió de quedar en el olvido con el paso de los años…

—Y ese vaticinio… ¿por casualidad hace referencia al halo lunar?

Cassandra meneó la cabeza.

—Puede que sí y puede que no —respondió ella, aportando una buena dosis de misterio al asunto—. Entre otras cosas, hablaba de unos Elegidos. Tres personas supuestamente escogidas por los atlantes que vendrían de lugares muy remotos, más allá de nuestras fronteras, para evitar la catástrofe. Quién sabe si se referirá a la que está por venir… No recuerdo el texto exactamente, pero podría volver a comprobarlo… si así lo deseáis.

—No, no hace falta Cassandra —rechazó de inmediato el monarca. Las palabras de Cassandra habían despertado su interés, pero lo cierto era que no tenía muchas ganas de volver a entablar una conversación apocalíptica con ella—. Te lo agradezco, pero no será necesario.

Obviamente, el rey ya había comprendido lo que había sucedido: tiempo atrás, algún chiflado del mismo patrón que Cassandra habría hablado de una hipotética caída del continente atlante vaticinando que unos Elegidos vendrían al rescate. Para no trastocar la estructura del edificio, en lugar de derribar el muro, seguramente se optó por levantar otro para olvidar tan absurda profecía. ¿Quién iba a tragarse semejante tontería?

Sus pensamientos se perdieron en la oscuridad de la noche y regresó una vez más al presente, donde la luna seguía cercada por ese enervante halo de luz. ¿Y si la pitonisa tenía razón? ¿Sería posible que el tiempo de paz estuviese llegando a su fin?

Sacudió la cabeza y regresó a su confortable habitación. Cerró la ventana y se acostó de nuevo. Se revolvió en la cama durante algo más de una hora haciéndose la misma pregunta cuando, de pronto, obtuvo la respuesta.

Efectivamente, era posible.

En aquel mismo instante alguien había llamado enérgicamente a la puerta de sus dependencias y no esperó respuesta alguna para abrir. Al amparo de las sombras, apareció un hombre de porte elegante, alto y delgado. Cuando la poca luz que había en la habitación lo alcanzó, dejó entrever un cabello pelirrojo plagado de canas. Su rostro de ojos azules se mostraba extremadamente serio.

Fedor IV reconoció rápidamente a su brazo derecho, Roland Legitatis. Su lealtad estaba fuera de toda discusión, y su confianza en él era ciega. Al parecer, el mensaje que traía era urgente.

—Majestad… —llamó el recién llegado, dirigiéndose hacia la cama.

—Estoy despierto, Roland —anunció el rey, incorporándose ligeramente.

—Majestad, lamento molestaros a estas horas…

—Oh, no te preocupes, mi buen amigo. No consigo conciliar el sueño. ¿Hay alguna novedad importante? Hace una hora, todo parecía bastante tranquilo desde el balcón…

Legitatis asintió sin mover un solo músculo de su cara.

—Traigo muy malas noticias… Han desaparecido los anillos —soltó Legitatis de golpe.

La noticia cayó como una bomba de cien megatones. En un primer instante, Fedor IV se quedó paralizado, como si no hubiese oído bien, tratando de asimilar las palabras que acababa de escuchar. Torpemente, dirigió su mirada al fuego tembloroso, esperando encontrar algún tipo de aclaración o de respuesta. Poco a poco, la noticia fue calando en la mente del monarca. Así pues, era cierto… Tal y como le había advertido Cassandra aquella tarde, el halo lunar presagiaba una desgracia y, si lo que Legitatis decía era cierto, sus consecuencias iban a ser catastróficas.

—Los anillos… —murmuró Fedor IV, aún sin dar crédito a lo que acababan de revelarle.

Los anillos o discos atlantes eran tres piezas de incalculable valor. Aunque tuviesen tamaños diferentes —el menor de todos superaba los veinte centímetros de diámetro—, su estructura era similar. Lógicamente eran objetos circulares, cuya superficie plana medía entre ocho y diez centímetros de ancho y en los que había grabadas una serie de inscripciones. Su historia se remontaba varios milenios atrás en el tiempo; cada uno de ellos fue forjado en un material diferente: oricalco, oro y plata. Sin embargo, su valor no radicaba en lo económico, sino en el uso que se les daba. Eran fundamentales para mantener la Atlántida escondida a los ojos del resto del planeta. Sin la protección de los anillos, quedarían totalmente expuestos al exterior, lo que supondría una auténtica amenaza. ¿Cómo había podido llegar a suceder algo así? ¿Acaso no estaban guardados en uno de los lugares más seguros de Atlas?

—Así es, Majestad —admitió Roland Legitatis, inclinando la cabeza—. He venido a avisaros tan pronto se me ha comunicado.

—¿Cómo ha podido ocurrir?

—Desconozco los detalles, Majestad. Las guardias se han efectuado con total normalidad y nadie ha percibido nada extraño. En cambio, en el último turno, los anillos habían desaparecido. Es como… como si se hubiesen volatilizado.

El rey sacudió la cabeza.

—Pero ¿por qué? ¿Quién puede tener interés en unos objetos cuya única misión es protegernos del exterior? —El rey se echó el cabello hacia atrás y cerró los ojos, pensativo. Sentía que, de pronto, todo se desmoronaba como un castillo de arena arrasado por una simple ola—. Dudo mucho que haya sido alguien de la Atlántida. Pero, si no es así, ¿existe en el mundo una potencia que quiera hacerse con tecnología desfasada? ¿Es posible que alguien en el exterior sepa que existimos y haya podido penetrar nuestras defensas?

—No lo sé, Majestad —contestó el hombre, encogiéndose de hombros—. No obstante, creo que sería conveniente adoptar algún tipo de medida…

—Tienes razón, Roland. ¿De cuánto tiempo disponemos?

—¿Días? ¿Semanas? ¿Horas? Me temo que es imposible saberlo —confesó el hombre alzando las cejas—. Nunca habíamos tenido un problema de semejante calibre. Es de suponer que el escudo permanecerá activo durante algún tiempo, al menos el que tarde en consumirse la energía que hayan acumulado los generadores…

—En ese caso, no tenemos tiempo que perder —advirtió el rey, mientras meditaba el plan de acción—. ¿Hace cuánto ha sucedido esto?

—No hará más de una hora, Majestad.

Fedor IV ladeó la cabeza, nada convencido.

—Entonces es muy posible que el ladrón aún se encuentre en las inmediaciones de Atlas —sopesó el monarca—. Avisa a Pietro Fortis para que dé la orden de cerrar la primera circunvalación de agua y redoble la vigilancia. Si aún no ha salido de Atlas, lo atraparemos.

—¿Y si tenemos la mala suerte de que haya escapado?

—Que también establezca medidas de seguridad en las compuertas de la segunda circunvalación —ordenó Fedor IV sin pensárselo dos veces.

—Así se hará.

—También sería conveniente avisar a Archibald Dagonakis —anunció el rey—. Aunque no sea muy numeroso, nuestro ejército debe colaborar con las fuerzas de seguridad para frenar esta locura…

—Me temo que Dagonakis está de maniobras en Autóctono y no tiene previsto regresar hasta la semana que viene…

—¡Pues debe volver de inmediato! Hay que recuperar los anillos cueste lo que cueste.

Roland Legitatis abandonó la estancia con paso firme. Cuanto antes transmitiese las órdenes, antes se llevarían a cabo. No obstante, por mucho que se apresurasen, sabía de antemano que sería imposible contar con los hombres de Dagonakis. Tardarían al menos veinticuatro horas en regresar desde Autóctono y, para entonces, lo más seguro es que fuese demasiado tarde.