NOTA DEL AUTOR

Sobre Sycamore Hill

Nunca tomé conscientemente la decisión de dejar de escribir cuentos. Ni siquiera noté que había dejado de hacerlo hasta que alguien me lo señaló y entonces me pregunté por qué lo había hecho. No fue solamente porque estaba escribiendo novelas: escribí algunos de mis mejores cuentos después de terminar mis primeros tres libros.

Tal vez dejé de hacerlo porque en realidad aprendí a escribir novelas. Para el momento en que terminé Esperanza del Venado, The Worthing Chronicle y las mil páginas manuscritas de Saints, tratar un tema en profundidad, en un formato largo me parecía natural. Me acostumbré a tener espacio para estudiar bien las cosas. Para detenerme un poco. Para construir a través de muchas escenas diferentes. Incluso los pocos cuentos que escribí en los últimos años eran ideas para ser desarrolladas en la extensión de una novela, ideas que trataban de formarse. «The Changed Man and the King of Words», mi último cuento impreso, me costó un tremendo esfuerzo en cuanto al tamaño. Tuve que dejar fuera muchas cosas. Y la historia se resintió. Anteriormente hubo dos cuentos tan malos como los que Ben Bova no quiso comprarme cuando yo estaba empezando. El cuento que escribí en el otoño de 1983 fue el primer capítulo de una novela. Los editores lo advirtieron y no lo compraron.

¿Creen que no me preocupé? Yo soy el tipo que publicó cuarenta y tantos cuentos de 1977 a 1981. Cuatro nominaciones al Hugo, dos nominaciones al Nebula, un adelanto absurdamente importante para mi segunda novela. Ya me conocen, soy el que tuvo que defenderse de una acusación de Ted White por indecencia.

Y ahora no podía escribir cuentos. Ni siquiera podía pensar un cuento.

Ahora bien, eso tal vez no parezca razón suficiente para preocuparse. Mientras venda novelas a buen precio, no voy a creer que mis hijos puedan pasar hambre porque no tengo nada que venderle a Ed Ferman.

Ni siquiera leía cuentos, desde que dejé de hacer mi columna de crítica de cuentos en la Science Fiction Review. No había vuelto a abrir una revista más que un par de veces, excepto para leer un cuento de un amigo. Y no creo que hubiera leído más de tres novelas que no hubiera escrito yo mismo desde 1982.

Así que cuando Mark van Name y John Kessel me invitaron al Taller de Escritores de Sycamore Hill, cerca de Raleigh, en Carolina del Norte, no estuve muy seguro de aceptar. Un taller me sonaba bien, me gustaba enseñar en Clarion, y realmente me gustaba enseñar a escribir ciencia ficción en la Universidad de Utah. Fueron ambos buenos talleres, y fueron maravillosos. Dije: «Sí, definitivamente, contad conmigo».

Y después me di cuenta de que había una gran diferencia entre los otros talleres y el de Sycamore. En Sycamore iba a tener que poner mis propios cuentos en la palestra. Arriesgarlos frente a otros.

¿Qué cuentos?

Mandé mis treinta y cinco dólares. Marqué los días en el calendario. Y después me enterré entre cuatro paredes para escribir La voz de los muertos y el guión de Space Pioneers para el Planetarium Hansem en Salt Lake City. Más o menos a la mitad de La voz…, me di cuenta de que tenía que tirar a la basura aquel borrador: un personaje secundario se había hecho cargo de todo y no era el libro que yo quería escribir. Eso pasó en noviembre. Empecé un cuento prometido hacía ya mucho para la antología de autores ganadores del premio Campbell que preparaba George Martin. «Éste será el cuento que llevaré a Sycamore», pensé.

Pero no resultó un cuento. Cuando había escrito más o menos un tercio, supe que ni siquiera iba a ser una novela corta. Si contaba toda la historia como yo quería contarla, iba a ser una novela. Ya lo estaba haciendo de nuevo. Seguía sin poder contar un cuento aunque me fuera la vida en ello.

Dejé capítulos de lado, traté de no escribir más de cuarenta y dos mil palabras y después le mandé Unwyrm a George. Me dijo que se notaban los sitios en los que había eliminado capítulos y me pidió cambios. Hice los cambios, mandé la nueva versión y entonces me di cuenta de que tenía media novela empezada y sabía dónde estaba la otra mitad. ¿Por qué no terminarla? Así que me pasé noviembre y diciembre convirtiendo Unwyrm en una novela, Wyrms. La terminé justo antes de Navidad. Entonces tuve que escribir una nueva versión del guión del planetario y hacer mi columna de programación de juegos de ordenador para Ahoy! en medio de un ataque de pánico, y ahí estaba yo en año nuevo, y no había escrito nada corto. Estaba decidido a ir a Sycamore y no tenía un cuento.

Pero durante todo diciembre había estado pensando de vez en cuando en un cuento que sabía que quería escribir. Pasaba en Utah, el lugar que mejor conozco en el mundo, en un futuro tras una guerra nuclear limitada y el abuso de armas biológicas, lo suficiente para diezmar a la población y enfriar el clima, pero dejando mucha esperanza para el futuro. El gran lago de Salt Lake se estaba expandiendo y cubría las partes más pobladas de Utah.

Mis cuentos hablaban de los supervivientes. Pero no de cualquier tipo de gente, yo quería hablar de los míos. Los mormones y los no mormones que viven entre ellos y tienen que adaptarse a esa religión tan peculiarmente secular. La primera vez que había trabajado con un medio como ése fue en 1980, cuando esbocé una obra de teatro sobre una familia de actores que viajaba de ciudad en ciudad montando obras de teatro ambulante en un camión a cambio de gasolina y comida y repuestos para el vehículo.

Pero esa historia sería una novela si la escribía en prosa, así que no serviría para el taller. Sin embargo, tenía dos cuentos más con el mismo fondo, cuyos argumentos ya tenía pensados, aunque fuera vagamente. Uno era sobre un grupo de personas que van al templo semisumergido de Salt Lake para tratar de sacar oro, un oro que según una leyenda escondieron allí los mormones. El otro, versaba sobre una comunidad en el límite del desierto, sobre un maestro de escuela con parálisis cerebral que utiliza un ordenador para sintetizar su voz.

El problema estaba en que ya era la tarde del miércoles. Cuando Gregg Keizer saliera del trabajo en Computei, yo lo recogería para ir a casa de Mark van Name donde se instalaría el taller. No había tiempo para escribir el cuento. Casi no había tiempo ni para terminar un par de cosas que tenía que hacer para que mi familia tuviera qué comer mientras yo estuviera lejos.

Iba a irme a Sycamore sin nada escrito, nada de nada. Ah, podía darles un fragmento de Wyrms, pero eso sí que sería jugar sucio. Yo sabía que era una buena novela, por lo menos buena dentro del estilo en que yo escribo, pero ¿qué podrían saber ellos a partir de un fragmento? No había forma de que pudieran leer trescientas páginas en el taller y no había tiempo para hacer ocho copias aunque quisieran hacerlo.

Así que cogí mi PCjr, no el ordenador que suelo usar, sino el único que tengo lo suficientemente pequeño para poder llevarlo conmigo, y lo suficientemente grande como para poder manejar un verdadero procesador de textos completo. Escribiera lo que escribiese en el taller, podría imprimirlo en el PC de Mark van Name, así que no tendría que preocuparme de llevar una impresora conmigo. Cargué todo en mi oxidada Datsun B—210 del 76 para que mi esposa pudiera quedarse con el Renault y me fui hasta el trabajo de Gregg.

Hacía frío y llovía. Eso no era ninguna sorpresa, estando en enero en Carolina del Norte. Pero últimamente nos habíamos mal acostumbrado, tres semanas de clima casi veraniego…, yo hasta había hecho caminatas en mangas de camisa, así que no me había llevado siquiera una chaqueta pesada o un suéter y empezaba a darme cuenta de que esa decisión no era algo que probara mi alta inteligencia.

Gregg trajo su Osborne y una maleta, paramos a poner gasolina y yo compré mis seis litros de Coca-Cola Diet. Tenía intenciones de no probar nada excepto Coca-Cola, para bajar algo de los veintitantos kilos que había engordado trabajando en un escritorio durante los últimos dos años. Fuimos por la I—85 y la US 70 y después nos las arreglamos para olvidar el nombre de la carretera que teníamos que tomar. Terminamos cruzando Raleigh, y yo sabía que aquél no era el camino; encontramos un teléfono y descubrimos que estábamos más cerca de lo que creíamos. La lluvia y la oscuridad hacían difícil encontrar una casa que uno ha visitado solamente de día. Pero yo también sabía que mi mente no estaba trabajando del todo bien.

Estaba demasiado nervioso para ver bien. Tenía que escribir un par de cuentos en los próximos días y después escuchar a un grupo de escritores que me dirían que seguramente tuve a alguien que escribiera por mí cuando hice «Sonata sin acompañamiento»: era obvio que esas tonterías que estaban leyendo no podían venir de la misma mente. Y no solamente escritores, sino escritores que habían publicado, y yo tenía mucho respeto por los que conocía. John Kessel había logrado el milagro y tenía un Nebula; Greg Frost había escrito una novela que hasta le había dado dinero por sus ventas; Gregg Keizer y Mark van Name me habían dado infinidad de oportunidades para averiguar que eran escritores de talento y críticos perceptivos, y, sobre todo, todos lo que iban al taller habían vendido por lo menos dos cuentos desde el último que yo había escrito.

Estaba oscuro y húmedo y era la noche más fría del año. Todo el mundo había dado cuenta de los espaguetis cuando llegamos. Todavía quedaba algo pero, fiel a mi resolución de morirme de hambre, me tomé medio litro de Coca-Cola y arrastré mis cosas al sótano. La temperatura allí abajo me hizo preguntarme si no lo estarían calentando con energía geotérmica y la Tierra congelándose con más rapidez de la calculada. Subí otra vez.

Había un grupo de personas sentadas alrededor de la mesa, riendo y divirtiéndose. Como siempre, Gregg Keizer había encajado en el grupo inmediatamente y ya tomaba parte en la conversación. Como si hubiera tomado cerveza con aquellos tipos todos los días durante años. Yo, como siempre, ignoraba qué hacer para integrarme en cualquier parte. Siempre había envidiado esa cualidad en Gregg. Sin llamar la atención, podía deslizarse hacia el centro de cualquier situación y en unos pocos minutos parecía pertenecer a ese lugar desde siempre. Únicamente puedo sentirme tan cómodo desde el principio si me piden que hable. Si me dan un público de diez o diez mil, sé que puedo mantenerlos conmigo tanto como quiera. Nunca me asustó el escenario, nunca en toda mi vida. Lo disfruto todavía más si se trata de una conversación en la que lo que importa son las ideas y en la que se maneja un nivel de pensamiento muy alto. Pero cuando estoy con diez personas, muchas de ellas desconocidas, que están en una situación de fiesta, al azar, sin tema de conversación fijo que atacar, no me siento parte de ellos. No sé hablar de cualquier cosa, no sé llevar una conversación sin importancia. Siempre me parece que sueno estúpido y la fría mirada en las caras de los demás me dice que generalmente están de acuerdo. Así que hice lo que siempre hago: me retiré, evité al grupo en la mesa, me dediqué a preparar el ordenador, poner mis Coca-Colas en la nevera, y a hablar con la esposa de Mark, Rana.

Finalmente las cosas se estructuraron por un minuto y pude entrar en el grupo. Nos reunimos para decidir qué cuentos se harían en qué fechas. Era la noche del miércoles. Al día siguiente haríamos solamente dos cuentos, uno de Jim Kelly y otro de Greg Frost. Decidimos cuatro por día para el viernes, el sábado, el domingo y el lunes. Como yo todavía no había escrito ni un solo cuento —y era el único que había venido sin prepararse—, pusieron el primero de los míos para el sábado. Ni siquiera pude decir un título. Todo el mundo fue muy amable al respecto. Pero yo estaba seguro de que detrás de sus sonrisas estaban calculando exactamente cuántos kilos había engordado.

—A ése le sobra carne como para fabricar cuatro perros, o tal vez hasta un chico de tercer grado. Y tiene el tupé de no traer ni un cuento.

«Estás paranoico —me dije—. Contrólate —me insistí—. Vete ahora mismo —me contesté—, vuelve al lugar en que tu esposa y tus hijos cooperan para mantener la ilusión de que eres un ser humano competente».

Me llevé los cuentos para el día siguiente y el otro, y escapé hacia el sótano.

Mientras estaba allá abajo, acostado —y mi cuerpo era la fuente de calor más importante de la habitación—, empecé a darme cuenta de que algo estaba podrido en aquella atmósfera. La querida Teela Brown, la gata menos sociable de los Van Name, tenía una mirada de inocencia y comodidad que era para no creérselo. ¿Había pasado o no? Sí, claro, una montañita de caca de gato en mi escritorio. Iba a ser una larga noche.

Las casas de Carolina del Norte están pensadas para el verano. Mucho aire que se filtra por las paredes, ese tipo de cosas. No resultan muy cómodas durante una racha de frío. Por la mañana me sentía como si hubiera pasado una noche en el Gulag, entumecido y frío. Diez personas que se duchan al mismo tiempo no dejan demasiada agua caliente para el último, y yo me había quedado hasta tarde por la noche leyendo los cuentos, así que no fui exactamente el primero en ducharme.

Ciertamente no me estaba sintiendo en el mejor de mis días cuando nos reunimos alrededor de un grupo de mesas en el comedor a las diez en punto. John Kessel leyó un documento formal pero no pudo mantener la cara seria. Teníamos unas cuantas reglas simples. Todo el mundo tenía un turno para decir algo sobre el cuento excepto el autor, que tenía que tener la boca cerrada hasta que los demás terminaran. Después de que todos hablaran, el autor podía responder, si le quedaban palabras, claro está.

Y me refiero al autor, en masculino. Se había invitado a tantas autoras como autores, pero las mujeres se habían negado, cada una por una razón distinta. El viejo vestuario masculino. Y yo siempre me siento mucho más cómodo entre mujeres. Los vestuarios siempre me parecieron lugares llenos de olor a orina y sudor.

Para mi alivio, aquello no era un equipo de fútbol. Greg Frost, por ejemplo, no sabe dejar de reírse. Creo que no va a poder quedarse serio ni en el ataúd. Alien Wold tiene una cola de caballo que le llega hasta aquí. Scott Sanders parece un profesor universitario en medio de un grupo de estudiantes que le sorprenden por ser tan jóvenes. Jim Kelly tiene una gracia beatífica y parece tan sensible como Peter O’Toole de joven. Steve Carper parece estar haciendo logaritmos complejos de memoria, solamente para divertirse, y uno juraría que de vez en cuando se encuentra con uno realmente bueno y casi no puede retener la carcajada. No es lo que uno espera encontrar en un vestuario medio. Nadie estaba lesionado y llorando, nadie murmuraba: «Matadlos, matadlos».

Los tipos de aspecto más temible en la mesa eran todos conocidos míos: John Kessel, espectral e intenso, con más de una señal de inteligencia maníaca. Mark van Name, la única persona que sabía se sentía tan vulnerable como yo, pero que siempre parece lo suficientemente confiado como para hacer cirugía cerebral con los ojos vendados. Y Gregg Keizer, a quien había encontrado en mi clase de escritura creativa en la Universidad de Utah (no porque yo tuviera nada que enseñarle a él). Pero incluso entonces, cada vez que le miraba tenía la vaga sensación de que acababa de decir algo estúpido y de que, por amabilidad, él no iba a decírselo a nadie. Me llevó años, pero finalmente llegué a la conclusión de que esa impresión era absolutamente cierta.

Una cosa que siempre odié de las situaciones de taller es el que los críticos compitan unos con otros por hacer el descuartizamiento más inteligente de la víctima. La crítica del primer cuento dejó bien claro que ese grupo no iba a hacer tal cosa. Ah, había algo de humor, sí, pero nada de crueldad. No vi evidencia de que nadie hablara sin pensar en los sentimientos del autor que estaba escuchando la crítica.

Y sin embargo, nadie dejó de decir lo que tenía que decir. Si no nos gustaba un cuento, no nos lo callábamos. También explicábamos el porqué. Y sobre todo, los comentarios eran inteligentes. Siempre me sentí un poco avergonzado de no haberlo notado antes. Esa gente sí que sabía leer.

¿Y yo les iba a ofrecer un cuento?

Solamente hubo un momento de tensión en esa primera sesión de crítica. Uno de los escritores empezó a hacer algunos comentarios del tipo de los de «Tú dices aquí: “Sus ojos cayeron sobre el papel que tenía en la mano”, y yo pensé: ahí van, plop, plop». Odio ese tipo de críticas. En primer lugar, el uso metafórico de ojos en lugar de mirada es perfectamente legítimo. En segundo lugar, nadie nota esas cosas si está metido en la historia. Son síntomas de una incapacidad para capturar la atención y la credulidad del lector, no problemas en sí mismos. Así que yo interrumpí y lo dije. Pensé que lo estaba diciendo amablemente.

Después me di cuenta de que había sido brusco y de que en realidad había descalificado a uno de los críticos más perceptivos y experimentados de la mesa. Tuve visiones en las que me sugerían recoger mis bártulos y desaparecer del taller. En lugar de eso, dado que era un perfecto caballero, el involucrado me echó una mirada de perdón y siguió adelante. Pero mi observación fue tenida en cuenta y no volvió a repetirse ese tipo de crítica sobre el lenguaje de un cuento.

Después del primer cuento, todo el mundo atacó un formidable surtido de platos fríos; yo, que seguía decidido a ser un asceta, me retiré al sótano. Hacía demasiado frío para escribir en el ordenador, pero lo hice de todos modos, y de vez en cuando le rogaba al señor Scrooge que comprara más carbón. En realidad, el PCjr emitía calor suficiente para impedir una helada en el interior de la habitación.

Mientras escribía el cuento, pasó algo extraño. Acababa de escuchar a un grupo de hombres de gran inteligencia y talento criticar un cuento. Era excitante, me hacía sentir alerta, despierto a las posibilidades del cuento. Y mientras escribía, empecé a sentirme cómodo en el cuento, cómodo como no me había sentido en años. Salió con rapidez.

Para las dos, tenía casi un tercio del cuento. Había trabajado con una introducción expositiva para que el lector se diera cuenta muy gradualmente de que el maestro es paralítico y de que habla a través de un ordenador. Sin embargo, estaba preocupado porque para transmitir parte de la historia y el medio en que se desarrolla, había incluido una conferencia del maestro. La interrumpo con algo de tensión entre él y un alumno, pero una conferencia es una conferencia, no importa el modo en que uno la adorne, y tenía miedo de que fuera aburrida. Pero no encontraba otro modo de hacerlo. Así que la dejé.

Volvimos al trabajo con otro cuento. Esta vez era un cuento artístico y ambicioso, que entrelazaba conferencias sobre Stonehenge con una historia de clonación/incesto/decadencia. Justamente el tipo de cosa que hace que yo quiera abolir de las universidades el estudio de la literatura contemporánea. Quiero decir, la escritura era excelente pero a la historia le llevaba siglos pasar de A a B. Como las cosas del New Yorker. Pero no podía dejar de suponer que una de las razones por las que me molestaba era que tengo una simpatía cero para con las personas que toman drogas. Soy tan compulsivo como cualquiera —no se llega a tener tantos kilos de más ignorando los caramelos y pasando ante los quioscos sin comprar—, pero la gente que se borra el cerebro deliberadamente no va a hacerme llorar de pena cuando se despierta y descubre que no tiene mente. Ésa es parte de la razón por la que odié Neuromante. (También me gustó mucho Neuromante, pero la ambivalencia siempre fue mi punto fuerte como crítico.)

Después, mientras los demás comentaban el cuento, empecé a ver virtudes en él, virtudes que antes no había visto. También empecé a darme cuenta de que ellos veían los errores que yo le veía. Ahí fue cuando realmente empecé a confiar en ellos como críticos. Se daban cuenta de lo que no funcionaba en el cuento, y sin embargo, seguían viendo el poder que había en él, ese poder que había hecho que el autor quisiera contar la historia en primer lugar. Eso era al mismo tiempo reconfortante y aterrorizante. Cuando terminara mi cuento, no estaría tirándolo como una margarita a los cerdos. Pero si no les gustaba, tendría que creerles.

Esa noche salieron todos a cenar. Yo había traído solamente diez dólares. Deliberadamente, para evitar la tentación de hacer tal cosa. Nunca salí a cenar con ellos en las noches que siguieron. No era solamente porque tuviese que terminar el cuento, o porque no me sobrase el dinero o porque quisiera adelgazar. Era porque todavía tenía miedo a las situaciones en las que no hay un tema fijo que discutir.

Cuando digo que no sé charlar de un tema cualquiera, no es verdad. Puedo sentirme a gusto con cualquier grupo de mi comunidad. Pero ésa no era mi comunidad. Esa gente era estadounidense, no mormona. Los que crecimos en una sociedad mormona y seguimos sintiéndonos profundamente involucrados en ella sólo somos miembros nominales de Estados Unidos. Podemos fingir que lo somos, pero nunca estaremos hablando el mismo idioma. Solamente cuando estamos con correligionarios nos sentimos en casa. Si hubiera estado con diez mormones, no habría tenido problema. Habríamos compartido una base común de experiencias, habríamos hablado el mismo lenguaje, nos habríamos preocupado por las mismas cosas. Podríamos hacer las mismas bromas sobre la cultura mormona, hablar seriamente de cosas que solamente se pueden discutir con alguien que comparte la misma fe. Con este grupo, en cambio, relajarse sería mucho, mucho más difícil. Yo confiaba en sus críticas, pero cada vez que nos apartáramos del tema de la creación de cuentos, ellos serían gentiles y yo terminaría sentado sin pronunciar palabra o diciendo demasiado toda la noche y sintiéndome cada vez más incómodo. Lo sé por experiencia. Así que me alegré de no ir.

En lugar de eso me quedé en casa y terminé «El margen». El maestro traicionó al grupo de contrabandistas y tramposos; sus hijos lo dejaron solo para que muriera en una cañada del desierto cuando ésta iba a inundarse bajo la lluvia que había empezado a caer. Él logró trepar unos metros y la gente del teatro ambulante que yo pensaba usar después en un cuento más largo lo rescató. Había más que eso, pero al final me sentía agotado y feliz. Había escrito un cuento. No había dejado nada fuera y definitivamente tenía menos de siete mil quinientas palabras. Y sobre todo, lo había terminado.

Al mismo tiempo, estaba preocupado. Ese cuento, pensaba, probablemente estaba bien. No me avergonzaría de él. Pero el segundo… dependía totalmente de esa sensación de pertenecer a no a un grupo que me había impedido añadirme a la cena de esa noche. En realidad, la camaradería, la exclusividad de la gente que tiene la misma fe que uno y comparte la misma cultura era el tema de ese segundo cuento. Empecé a pensar que no iba a tratar de escribirlo. No estaba seguro de que pudiera terminarlo, y si fracasaba, sería terrible, porque los que aparecerían ridículos o ininteligibles serían los míos, mi gente.

Me pregunté si habría algún otro en el taller que estuviera sintiendo el mismo nivel de ansiedad. Vi algunos signos de nerviosismo pero todo el mundo parecía relajado y cómodo en general.

Teníamos una nueva cara: Tim Sullivan había decidido venir desde Washington D.C. y unirse al taller en el último momento. Era un nuevo miembro muy bien venido, aunque sólo fuera porque hacía que Greg Frost pareciera solemne en comparación. Los dos se sentaron juntos a partir de entonces y el espectáculo ofrecido por ambos nos obligó a no ponernos demasiado serios con la literatura. Todos nos sentíamos muy agradecidos por eso. Esa mañana Steve Carper tenía un cuento que trataba el vacío del espacio como una sustancia que podía penetrar al azar en las cosas y transformarlas en obsidiana. Una idea extraña y atemorizante. Yo había leído el cuento de Gregg Keizer en una versión anterior; era sobre un humano en un campo de concentración alienígena que consistía en una reproducción perfecta de París, pero sin población. Uno de los mejores de Gregg. Alien Wold había traído un cuento muy gracioso del tipo de demonio-conoce-vampiro. El cuento tenía una oración sobre la forma en que unas grandes y pesadas nubes dejaban caer su carga que había provocado el que algunos interpretaran todo el pasaje como escatológico y se partieran de risa la noche anterior, incluyéndome a mí. Hubo algunas bromas sobre la descarga de las nubes antes de que empezara la sesión.

Pero el verdadero impacto fue el cuento de Scott Sanders, «Ascensión». Divertido, perturbador, literario pero nunca aburrido. Todos deseábamos haberlo escrito nosotros. Hasta le dijimos que lo vendería enseguida, a menos que se lo mandara a Ellen Datlow, señalé yo, que lo rechazaría por la puntuación.

Esa noche todos fueron a cenar y a ver una película. Yo estuve tentado de ir, pero era una vieja, de Hitchcock, una de las que acababan de reestrenar, y yo no estaba de humor para la tensión. Así que me quedé y trabajé un rato escribiendo el principio de «Recuperación», pero sobre todo leyendo los cuentos para el sábado. Después fui en coche hasta Raleigh y vi Peligrosamente Johnny. Una película increíblemente estúpida, justo lo que necesitaba.

Por desgracia, cuando regresé todavía no habían vuelto; la casa estaba cerrada con llave y no podía entrar. Cuando me marché, Jim Kelly y John Kessel estaban allí todavía, charlando por teléfono con Jim Frenkel, de Blue Jay, sobre la novela que hacían en colaboración; pero, evidentemente, para entonces habían terminado y se habían unido a los demás.

Pensé en quedarme en mi coche con el motor encendido durante un rato. En lugar de eso, rompí con todas mis decisiones anteriores, fui hasta un Burger King, y comí más de lo que Dios puede permitirle a un hombre. Se me fue todo el dinero que tenía pero, ay, tenía tanta hambre… Había llevado un cuaderno conmigo y de pronto, las cosas encajaron para mí en La voz de los muertos. Supe cómo debía empezarla, todas mis preciosas partes centrales fallaban porque me había equivocado totalmente con los principios. Y ahora estaba bien. Prácticamente escribí todo el primer capítulo allí, mientras el olor de la hamburguesa con queso me provocaba un estado de embriaguez alto en calorías. ¿Quién dice que los mormones no sabemos divertirnos?

Ahora ya no había dudas en mi mente. No importaba lo que pasase, ese taller había valido la pena. Había escrito un cuento en unas cinco horas, uno que creía tenía una posibilidad bastante decente de salir bien y ahora había desentrañado una novela que había estado rondándome durante casi tres años.

El sábado fui el último. El segundo cuento de Gregg Keizer era una brillante fantasía sobre una mujer que conjura el viento para un barco, arrojando su sangre al mar. Mark van Name tenía un cuento sobre una terapista de sueños que retrocede hacia los secretos dolorosos que una niña casi catatónica había estado escondiendo desde siempre. John Kessel tenía un pedazo de su primera novela escrita en solitario, y era tan hermoso que me hacía desear matarlo cuando pensaba en lo que había sido mi primera novela. Hasta la sinopsis era brillante. Todos sugerimos que debía hacerla publicar así. Estaba repleta de cuestiones que el autor se planteaba: ¿Debería hacer que pasara esto? ¿Estoy perdiendo el control sobre el argumento? Había algunos problemas, claro está, porque era el primer borrador, pero era evidente que el debut de Kessel como novelista sería toda una sorpresa.

Traté de ser inteligente en mis comentarios de esos cuentos, pero la verdad era que no podía apartar la mente del mío. Seguía tratando de leer las notas de Scott Sanders sobre el texto —estaba el primero en su pila de copias— sin que nadie se diera cuenta.

Fueron muy amables con mi cuento. Pero por primera vez se me ocurrió que pensaban que eso de escribir el cuento en unas horas en el taller mismo era una especie de ardid. De hecho siempre escribo rápido…, cuando sé qué escribir. No habría podido urdir un cuento en cinco horas. Tengo que pensar en él, y no pensar en él durante semanas, meses, o años. Pero cuando está listo, sale de un tirón. Y ese taller me había hecho comprender que el cuento no había estado listo cuando llegué pero que cuando lo escribí, la intensidad de la concentración en el tema de los cuentos, el talento y la inteligencia del ambiente, todo eso había tenido un gran efecto sobre mí. No es que volviera a despertar mi vieja comprensión sobre cómo escribir cuentos. «El margen» no era parecido a lo que yo escribía antes. La mayor parte de mis viejos cuentos, si los hubiera escrito ahora, habrían sido novelas. Pero «El margen» tenía que ser un cuento. No era un cuento accidentalmente. Era un cuento porque era inevitable que lo fuera.

Esa noche fuimos a casa de John Kessel y Sue Hall para una cena: a base de patatas asadas «sírvase usted mismo». Me porté como un desvergonzado. Comí dos para celebrar el vasto alivio que sentía porque mi cuento había pasado el examen.

También tuvimos que dominarnos para no asesinar a Scott Sanders: acababa de llegar el número de febrero de Asimov’s y ahí estaba el cuento que habíamos criticado el día anterior. Le habíamos asegurado que lo publicaría pronto y, ¡ah, mirad, mirad!, allí estaba el milagro. Asimov’s había hecho verdad nuestra profecía. No sólo eso, sino que cuando se lo preguntamos directamente, admitió que el otro cuento, el que íbamos a criticar al día siguiente, también estaba vendido, a la muy dudosa Ellen Datlow. Se mostró humilde como una oveja y juró que nuestras críticas le habían servido de mucho, que todavía pensaba en sus cuentos como en obras por terminar. Además, ésos eran los dos únicos cuentos de ciencia ficción que había escrito en los últimos años: la mayoría de sus cuentos estaban dentro. Fue tan dulce cuando lo dijo que todos convinimos en perdonarle, o por lo menos, fingimos hacerlo. La verdad era que su crítica de los otros cuentos era tan perceptiva y tan buena y útil que deberíamos haberle pagado por venir aunque no trajera ninguno propio. Pero saber que esos cuentos estaban vendidos le quitaba algo de diversión al trabajo de crítica. Mi único consuelo fue que había vendido el segundo a Omni, así que todavía no tenía idea de si era publicable o no.

Esa noche me sentía bastante bien porque mi primer cuento había sido aceptado. Empecé a darme cuenta de que gran parte de mis sensaciones de incomodidad surgían porque estaba inseguro con respecto a mis cuentos. Ya no tenía ganas de esconderme en el sótano. Después de leer los cuentos del día siguiente, me fui arriba en bata. Muchos de los demás estaban sentados alrededor de las mesas mientras Mark van Name leía pasajes de la columna de cine de Joe Bob. La sátira era amarga y deliciosa y nos reímos hasta las lágrimas.

Pero el domingo sentí que estaba agotado. Todo lo que decía me parecía estúpido. Más tarde, una reflexión calmada me aseguró que mis comentarios habían sido estúpidos, sí, sin lugar a dudas. Por suerte, lo noté a tiempo y dejé la mayor parte de la crítica para los que daban opiniones con algo de sentido. Le aclaramos a Scott Sanders la razón por la que su cuento de cazador-en-un-mundo-donde-la-caza-está-protegida necesitaba una revisión drástica, que nunca conseguiría hacer a menos que el departamento artístico de Omni decidiera que era necesario eliminar treinta líneas para llegar al final de una página. (En realidad, me había encantado el cuento pero no podía decírselo, ¿verdad? No cuando él ya se había gastado esos asquerosos dos mil dólares.)

Steve Carper tenía un cuento cómico expuesto como una serie de artículos de distintas revistas. El de Tim Sullivan, «I Was a Teenager Dinosaur» (Yo fui un dinosaurio adolescente) no era cómico: era un cuento que empezaba con un tipo que atropellaba un perro, se llevaba el animal a casa en medio de la sangre, lo acostaba en la cama con él y se despertaba con el animal muerto a su lado; mi tipo de cuento. El pobre Greg Frost cometió el error de llamar a su cuento cómico de misterio «Oobidis», y se lo cantábamos una y otra vez como «Oo-be-doo-be-doo» con nuestras mejores voces a lo Sinatra, pero en realidad había creado la pareja de alienígenas más encantadora que yo haya encontrado en la ciencia ficción, dos pequeñas bolas de pelo que copulan constantemente de la forma más complicada posible.

Esa noche terminé «The Temple Salvage Expedition» (La expedición de recuperación al templo) y Gregg Keizer y yo volvimos a Greensboro. Él tenía que trabajar al día siguiente, así que se perdería el último día de trabajo en el taller. Scott Sanders y Steve Carper también se fueron temprano porque tenían compromisos el lunes.

Yo me las arreglé para doblar donde no debía en el camino a través de Durham. Nunca me pierdo a menos que Gregg vaya en mi coche. Otra mala elección casi nos llevó a Chapel Hill. Pero en realidad no soy tan distraído como parece: si uno no ha conducido nunca en Carolina del Norte, esas cosas no le resultan comprensibles. Las señales están puestas generalmente después de la salida que indican. Los diferentes carriles desaparecen bruscamente para convertirse en otras autopistas que van en dirección contraria. El número de la autopista aparece solamente cuando a ellos les da la gana. Es la forma que tienen los de allí para hacernos saber a nosotros, yanquis vendedores ambulantes, que no somos tan inteligentes como creemos.

Pero finalmente llegamos a casa. Mis hijos dormían. Kristine no, pero de todos modos yo no era una buena compañía en ese momento. Me pasé una hora para imprimir el cuento y las copias que iba a necesitar. Finalmente pudimos hablar. Desperté a los chicos para decirles que estaba en casa. Emily se había despertado con pesadillas durante las noches en que yo no había estado. Charlie seguía con su rutina habitual de la-medianoche-en-realidad-es-la-mañana, y pareció contento de verme. Fue suficiente para darme cuenta de que el taller no era el mundo real. Parecía difícil de creer que sólo hubiera estado fuera cuatro días con sus noches. La experiencia había sido tan intensa que parecía mucho más larga.

Por la mañana, muy temprano, estaba de nuevo en ruta hacia Sycamore Hill. Jim Kelly había terminado su cuento la noche anterior y yo no tenía copia todavía. Tenía que llegar allí con tiempo para leerlo antes de la sesión de las once. Llegué, entregué mi cuento y después me senté a leer el de Jim, «Rat» (Rata). En cinco minutos, me había enamorado. Era, simple y sencillamente, uno de los cuentos más maravillosos que hubiera leído nunca. Y él había escrito la última mitad en el PC/XT de Mark, arriba —el otro cuento que se había escrito en Sycamore Hill, además del mío—. Es la historia de una rata que se dedica al contrabando de drogas. Se ha tragado varias ampollas y ahora está haciendo todo lo que puede para no defecarlas hasta estar de nuevo en su casa, cosa que no es fácil. Tampoco es fácil convertir a una rata en protagonista creíble de una historia de contrabando de drogas, pero Jim lo había logrado. Cuando se publique, ese cuento no se va a olvidar, créanme.

El cuento de Alien Wold era de su juventud y él lo admitió. No ha escrito muchos cuentos y todo su trabajo publicado son novelas. Pensé en volver a mi baúl y sacar algunas de mis obras de teatro antiguas y decidí que, por comparación, el trabajo temprano de Alien parecía muy, muy bueno.

Fueron amables con «Recuperación». Lo que más me preocupaba —que les molestara la intensidad de los elementos religiosos del cuento— resultó no ser un problema. Aunque muy pocos de ellos tenían fuertes sentimientos religiosos, el sentido de santidad del que dependía la historia pareció funcionar como parte de la narración.

Me di cuenta entonces de que ese medio —el país mormón bajo el agua, los supervivientes tratando de mantener a flote la civilización— era viable y, sobre todo, de que yo era viable. Había escrito dos cuentos presentables por primera vez en años. Me sentí tan bien como si hubiera perdido veinte kilos de peso mientras comía todo lo que quería.

Nos pasamos la tarde arreglando el desastre en que habíamos convertido la casa de Mark. La alfombra era bastante nueva y nuestras caminatas habían levantado más bolas de pelusa que un millar de gatos. Pasamos la aspiradora, trasladamos las camas al garaje, y preparamos la fiesta para los fans locales que había sido anunciada para esa noche, el final oficial del taller de Sycamore Hill. La fiesta fue una fiesta. Yo creía que no servía para nada hasta que descubrí a un grupo de gente que quería hablar de lo que realmente le importaba; yo desde luego sé escuchar. Pero todavía seguía excitado por el taller; no sé si a los demás les parecí de piedra, pero estaba todo lo cerca de sentirme maniático que puede permitirse un mormón. La fiesta terminó por resultarme divertida, muy divertida.

Y después me fui a casa.

Me pasé varios días haciendo las revisiones que había sugerido el taller, después le mandé los cuentos a mi agente. En general, los hubiera enviado yo mismo a las revistas, pero pensaba que por lo menos uno de ellos podía venderse bien a alguna revista que no fuera del género y Barbara Bova maneja mis ventas fuera del género. Además quería demostrarles a Barbara y a Ben que estaba escribiendo cuentos otra vez. Estaba tan eufórico que hasta mandé unas copias a otra gente, un decano universitario de Utah que sigue mi ficción, un crítico de un diario intelectual mormón que acababa de hacer un trabajo muy interesante sobre la ciencia ficción, y algunos otros. No tengo ni idea de lo que pensaron cuando recibieron un cuento por correo, así como así, pero yo estaba de celebración.

No me importa quién los compre en realidad (aunque sí me importa, y mucho, que alguien lo haga). La respuesta del taller fue mejor que un cheque. En cinco días, aprendí a confiar en el juicio de sus componentes y a valorar su buena opinión. No quiero ponerme sentimental con esto, pero ellos significaron mucho para mi trabajo, y mi confianza en lo que escribo. No nos hicimos amigos íntimos; no vamos a vender la casa para vivir más cerca ni nada de eso (aunque la verdad es que si lo pienso seriamente valdría la pena vivir más cerca de la bañera caliente de Mark).

Intercambiamos dones que para mí, por lo menos, llegaron en un momento crucial. El estallido de energía creativa que eso desató en mí todavía está dando sus frutos. Sé que voy a volver a la normalidad después de un tiempo, pero, para entonces, tal vez sea el momento del segundo Taller Anual de Escritores de Sycamore Híll. Con suerte, no me voy a volver paranoico antes del taller, pero si la paranoia sirve para conseguir los resultados que obtuve la otra vez, estoy listo.

Hace ya cuatro años que escribí el precedente relato sobre mi primer Taller de Escritores de Sycamore Hill. En unas pocas semanas, voy a presentarme al cuarto. Mucha agua ha llovido desde entonces. Algunos meses después de Sycamore Hill, Gregg Keizer y yo fuimos al banquete de los Nebula de Nueva York, donde él leyó mi nuevo comienzo para La voz de los muertos, que se había vuelto a atascar. Él me dio ideas que me permitieron empezarla de nuevo, y ésa fue la última vez. Le dediqué el libro porque no habría podido hacerlo sin su ayuda.

«El margen», el primero de mis cuentos de Sycamore Hill, se vendió a Ed Ferman en The Magazine of Fantasy and Science Fiction. Ed rechazó «Recuperación» y éste terminó con Gardner Dozois, y con eso empezó una costumbre que duró muchos años, la costumbre de enviar todos los cuentos que escribo a Asimov 's. Escribí más cuentos. Algunos de los que aparecieron en Asimov’s eran fragmentos de mi obra «Los cuentos de Alvin Maker» que podían entenderse por sí solos, otros eran cuentos independientes —«Dogwalker», «América»—. Resucité dos cuentos más viejos, de entre los que antes llamé no publicables. Los revisé y «Saving Grace» apareció en Night Cry; «Eye for Eye», después de un rechazo de Stan Schimdt en Analog, apareció en Asimov’s.

«América» fue un cuento problemático desde el principio. Empezó cargado de energía sexual, como un cuento sobre una mujer mayor que se enamora de un muchacho. Pero no pude escribirlo hasta que me di cuenta de que la mujer era india y soñaba con el renacimiento de Quetzalcoalt, y cuando lo empecé a escribir así, descubrí de pronto que el muchacho era un mormón que tenía problemas para controlar sus deseos sexuales dentro de los límites de la doctrina de la Iglesia. No me siento cómodo cuando escribo sobre sexo, sobre todo cuando es importante para el cuento que el lector también experimente algo del deseo sexual de los personajes.

Aunque eso era lo que requería el cuento, al tiempo que lo trabajaba para que resultara de buen gusto tenía que contar la historia tal cual era. Me sorprendió darme cuenta en el epílogo de que necesitaba que Carpenter, el maestro paralítico de «El margen», contara la historia. Volví atrás, revisé el cuento y lo cambié un poco para que encajara con la historia futura que contaban «Recuperación» y «El margen».

Temáticamente, «América» no está del todo en comunión con los otros cuentos de esta colección. Los otros cuentos son todos de ciencia ficción. «América» es decididamente fantasía. Pensé mucho en si debía o no incluirlo aquí. El libro ya era lo suficientemente largo. Finalmente decidí que el fondo mítico, la sensación de que había un propósito detrás de toda la pérdida y el sufrimiento, eran vitales para entender los otros cuentos.

Aunque, a excepción del epílogo, «América» transcurre antes que los otros cuentos desde un punto de vista cronológico, lo puse al final porque revisa el sentido de todos los demás.

Escribí «Oeste» en respuesta a una petición de Betsy Mitchell, de Libros Baen. Ella quería un relato corto para el cuarto volumen de su serie Alien Stars sobre libros trípticos. La idea era escribir una historia sobre un soldado mercenario. Mientras escribía la historia para Alien Stars, me di cuenta de que lo que siempre había querido decir a favor y en contra de los militares y los soldados y la guerra estaba cubierto en mi novela El juego de Ender. No tenía ningún interés en seguir contando historias de soldados.

Pero sí tenía una idea sobre el primer cuento de mi colección de historias sobre el «Mar Mormón». Quería escribir un cuento sobre un grupo interracial de mormones que dejan el este de Estados Unidos y hacen un viaje difícil, a pie, en medio de un país caótico que se derrumba, para llegar finalmente a las montañas Rocosas a la salvación. Recordaría deliberadamente los éxodos con caravanas de carretas en el siglo XIX, con una nueva versión de los asesinatos y las atrocidades y persecuciones que expulsaron a los mormones de Estados Unidos en la década de 1840-50. Para los mormones, eso es parte fundamental de la épica de nuestra comunidad. Y pensé que llamaría, a dos de los personajes Deaver y Teague, y que encontrarían en las praderas al héroe de «Recuperación» todavía niño. Pero eso todavía no era un cuento, solamente un medio y una situación y algunos episodios. No se sostenían bien juntos.

Cuando pensé en esa historia en el contexto del tema del «soldado mercenario», el cuento empezó a tener sentido para mí. ¿Y si seguía con el tema del extraño que mira para adentro, ese tema que aparecía constantemente en los otros cuentos? ¿Por qué no hacer que ese grupo de refugiados mormones «pagara» a un hombre del lugar para que los guiara, fuera su líder, su defensor…, su soldado mercenario?

Mi primer pensamiento fue hacer de ese mercenario un indio cheroquí, pero cuando traté de escribirlo así, no funcionó. Después encontré un ensayo terrible en Harper’s sobre una familia que mantuvo a dos de sus hijos encerrados en un desván durante años. El escritor del ensayo hacía un trabajo magnífico y demostraba que las víctimas no eran sólo los niños sino también la madre que instigara tan horrible crimen. Sin embargo, había una persona que no había sido analizada en profundidad en esa patética historia: el niño que llevaba la comida a las víctimas y se llevaba sus necesidades biológicas del desván. Ese chico tenía la llave de la cárcel en la mano, y cerraba la habitación con ella; ese chico fue el que, accidental o deliberadamente, dejó que su hermano se escapara. Y aunque esa historia parecía totalmente distinta de la del viaje al oeste, me di cuenta de que mi «soldado mercenario» tenía que ser el chico que tenía la llave. Él era a partes iguales víctima y verdugo, él era quien tendría hambre de perdón y redención y eso era lo que podía ofrecerle la comunidad de mormones.

Una vez que el viaje al oeste se convirtió en el fondo en lugar de en el nudo de la historia, todos mis planes para hacerlos pasar por las ruinas de Chattanooga, encontrar protección bajo el gobierno militar de Nashville y lograr escapar de una Memphis dominada por los negros, sólo gracias a las súplicas de los miembros negros del grupo…; todos esos planes se desvanecieron. El cuento se convirtió en otra cosa, en algo más fuerte. Escribí «Oeste» en un único y largo borrador. Betsy Mitchell me hizo comentarios agudos y útiles, y cuando lo reescribí se convirtió en el cuento que abre este volumen.

Finalmente, «Teatro Ambulante». Ése fue el cuento original, la raíz de todos los demás y, sin embargo, fue el que más me costó. Los personajes provienen de mis días de estudiante de teatro en la Brigham Young University y de los años posteriores, cuando formé un colectivo teatral que estaba apoyado sobre la nada. La intensidad de la gente del teatro, mi amor por mis amigos de ese tiempo, mi recuerdo de mi propia pasión y excitación, mi sentido de formar parte de un grupo exclusivo y mi arrogancia cuando estaba en el teatro fueron algunas de las razones por las que el cuento tenía que existir. Era un cuento sobre una comunidad teatral, y esa intensidad se engrandecía si los actores y actrices formaban una familia, y se la contrastaba y comparaba con una comunidad mormona también conflictiva del margen del desierto.

El argumento tomó forma en 1980. Mi viejo amigo y colaborador, Robert Stoddard, vino a visitarme a mi casa de Orem, Utah, mientras preparábamos nuevas versiones de nuestro drama musical Stone Tables, para producirlo en la Brigham Young University, y nuestra comedia musical Father, Mother, Mother and Mom, una producción para el Teatro de Verano de Sundance. Hablamos de «Teatro ambulante» como idea para una comedia musical, y así surgió la línea principal del argumento: el teatro ambulante familiar, consumido por conflictos internos, recoge a un desconocido en el camino y el desconocido cura a la familia y se queda con ella para siempre. En esa versión de la historia, el desconocido funcionaría como, o tal vez sería, un ángel, con un eco del folklore mormón de los visitantes enviados por Dios que uno puede encontrarse en su camino. También queríamos escribir una obra de teatro satírica pero intensa, una obra de unos quince minutos, que sería un comentario sobre las obras de teatro autocomplacientes que suelen fomentar los mormones.

Pasaron los años y escribí otros cuentos con el mismo ambiente. Robert se casó y asentó sus raíces en Los Ángeles. Perdimos contacto, excepto a través de mi primo y querido amigo Mark Park, un pianista buenísimo, que también se había mudado a Los Ángeles. Ni Mark ni Robert se dedicaban al musical ya, salvo por placer personal. Sin embargo, yo todavía recordaba con añoranza el trabajo con Robert y nuestros espectáculos del pasado. Había trabajado con otros compositores y había escrito mucho solo, pero nada había sido tan satisfactorio como aquellas horas junto al piano, poniendo mi letra a su música, y cada uno de nosotros haciendo de público para las invenciones del otro. Por aquel entonces mi talento todavía estaba por pulir, y supongo que el suyo también, pero los dos hicimos que el otro fuera mejor de lo que había sido al principio y hubo una alegría real en todo aquello. No sólo quería hacer una obra de teatro con «Teatro ambulante», quería que el cuento incluyera la sensación que había experimentado con Robert, la sensación de estar haciendo algo bello entre dos.

Firmé un contrato para producir el libro con Alex Berman, de Phantasia Press, en noviembre de 1986. Ese invierno escribí «Oeste» y «América». Lo único que tenía que hacer era escribir «Teatro ambulante» y cumpliría con el contrato.

Pero no podía escribirlo. No conocía a la gente. Sabía el «tipo» de gente que era. Hasta conocía la dinámica de la familia, pero no los conocía a ellos. Descubrir que el hombre que recogen en el camino es Deaver Teague, el de «Recuperación», ayudó. Pero sabía por mi experiencia con La voz de los muertos que crear una familia completamente creíble es una tarea de ficción muy compleja. Y la historia era tan importante para mí personalmente que me asustaba; retrocedía, no quería escribirla.

Irónicamente, después de que firmé el contrato para el libro que incluiría «Teatro ambulante», me pidieron que escribiera un nuevo guión para el Teatro Ambulante Mormon Church’s Hill Cumorah, el más antiguo y mejor y más conocido de los teatros ambulantes de la Iglesia. Era una señal de confianza en mí y me pasé todo el invierno de 1987 trabajando solamente en eso. El resultado fue un guión del que me sentí orgulloso, dadas las necesidades institucionales y las presiones que dan forma a ese tipo de trabajo. También llegué a comprender mucho mejor para qué sirven esas obras, cómo calman el hambre de una comunidad. Si no hubiera escrito America’s Witness for Christ (El testimonio de América para Cristo), la obra de teatro real para el teatro de Hill Cumorah, no podría haber escrito Gloria de Estados Unidos, la pequeña obra que montan en «Teatro ambulante».

Sin embargo, no fue hasta el momento en que me presenté al tercer Taller de Sycamore Hill, en agosto de 1987 —¡otra vez sin cuento previamente escrito!—, cuando realmente empecé a redactar el texto de «Teatro ambulante». Incluso entonces escribí cinco mil palabras de otro cuento, pero era tan, tan malo que decidí que aunque eso me matara, escribiría el cuento que tenía que ser. Me pasé un par de noches horribles moldeándolo, obligándolo a tomar alguna forma, para tener por lo menos un borrador de la historia. Me lo llevé a casa y lo imprimí, lo fotocopié, y lo llevé para que lo leyeran. El ordenador marcaba 111k, unas dieciocho mil palabras, un relato corto, pero lo leyeron.

Sycamore Hill se ha fortalecido y mejorado con los años; la crítica fue intensa y extremadamente útil. En mi primera versión, hacía que Deaver Teague expulsara violentamente a Ollie de la familia, con el consentimiento expreso de Scarlett. A los escritores de Sycamore Hill eso les pareció monstruoso, y lo era. Había dejado que la línea del argumento dominara a los personajes, en lugar de hacer lo contrario. Salí del taller con ideas muy claras sobre cómo revisar el cuento. Me habían enseñado lo que éste debía ser y otra vez sentí que me había llevado de Sycamore Hill mucho más de lo que podría pagar en toda mi vida. No es causalidad que tres de los cuentos de este libro se escribieran mientras estaba inmerso en esa poderosa experiencia comunitaria.

Sin embargo, no revisé «Teatro ambulante» inmediatamente. El esfuerzo para hacer el borrador había sito tan intenso y agotador que la idea de enfrentarme de nuevo al cuento me desesperaba. Me fui directamente de Sycamore Hill a un seminario de enseñanza intensiva que formaba parte del programa de estudios interdisciplinarios del Watanga College, en la Appalachian State University. Ese semestre viví en un apartamento en Boone, Carolina del Norte, y viajaba a casa los fines de semana. Fue una experiencia maravillosa y me confirmó la teoría de que yo sería más feliz con una carrera como profesor de lo que soy escribiendo, siempre que pudiera encontrar un departamento de inglés de una universidad que superara el prejuicio contra la ciencia ficción y me dejara enseñar lo que yo quisiera, desde teoría de la ficción antropológica hasta escritura creativa, de Shakespeare a la literatura teatral pasando por la teoría de los juegos y el hipertexto. En otras palabras, me di cuenta de que nunca encontraría las condiciones docentes que quiero, aunque el ambiente del Watanga College se acerque lo bastante como para haber hecho de ese semestre una temporada de alegría.

También fue una época en la que no escribí ficción. Y cuando terminó el semestre, me enredé con otros proyectos. Unos guiones de vídeo para las Escrituras Vivientes. Revisar y terminar Alvin, el aprendiz. Ir a demasiadas convenciones. Enseñar literatura de noche en Greensboro. Alex Berman fue paciente, pero de vez en cuando se preguntaba si alguna vez le daría el libro por el que habíamos firmado contrato.

Yo sentía una fuerte tentación de incluir «Teatro ambulante» en el libro tal como lo había escrito en el borrador. Así como estaba era profesional, de eso estaba seguro, y publicable. No tenía ni tiempo ni ganas de volver a esa obra y hacer la revisión drástica que la convertiría en el cuento que yo quería escribir realmente. Pero no podía entregar un libro en el que no creía. Así que esperé y, por consiguiente, Alex esperó también.

Hasta que volví a enseñar, en la primera semana de Clarion West, en junio de 1988, no tuve el fuego y la ambición necesarios para dedicarme de nuevo a «Teatro ambulante». Había traído mis notas críticas desde Sycamore Hill; los estudiantes de Clarion West estaban tan entusiasmados que me contagiaron su espíritu de creatividad, y una tarde me encerré cuatro horas en mi habitación y empecé a revisar el cuento. No lo terminé el primer día pero lo adelanté mucho, y cuando volví con mi familia pude completar el nuevo borrador en pocos días. En el proceso, la historia había crecido de dieciocho mil a treinta mil palabras, pero yo sabía que la línea básica era la correcta.

A la semana siguiente me encontré en Ohio, y muchos de mis estudiantes del Taller de Escritores de Antioch tuvieron la amabilidad de no salir a comer para oír mi lectura del nuevo borrador y criticarla. Me ayudaron mucho a pulir y ajustar y terminé reescribiendo el principio para hacerlo menos interior, más activo. Sin embargo, algunas debilidades de la historia eran inherentes a ella. Antes de mostrar el cambio de la familia, tenía que dejar claro cómo era en un principio y eso lleva tiempo y páginas. Finalmente supe que el cuento estaba listo. El primer cuento, la raíz de toda la colección, fue el más difícil de escribir y el último que terminé.

Antes, cuando la historia tenía apenas dieciocho mil palabras, le había prometido a Gardner Dozois que sería el primero en verla terminada. Cuando la tuve completa se la mandé, seguro de que con treinta mil palabras no había forma en el mundo de que Asimov’s me la publicara. Pero Gardner me dejó sin habla: la aceptó, a pesar de que su cuenta fue de treinta y seis mil palabras y de que no podía ponerla en Asimov’s hasta después de seis meses de la salida de la edición del libro por Phantasia Press. Creo que Dozois es congénitamente abierto de mente, o está agradablemente loco. Una de dos. Me alegro de que vaya a ofrecerle el cuento a su público.

Pero después de todo esto, todavía no creo haber terminado con «Teatro ambulante». Incluso después de ese trabajo, el cuento que ustedes pueden leer en estas páginas no está realmente listo. Porque se concibió como obra de teatro musical y no voy a sentirme satisfecho hasta que vea a actores en los papeles que pensé, hasta que haya visto el camión sobre un escenario giratorio, con Katie haciendo el personaje de Betsy Ross y Toolie, el de Royal Aal, y Deaver buscando un camino para entrar en la familia. Tal vez nunca suceda. Pero voy a mandar el manuscrito terminado del cuento a Robert Stoddard.

Robert, ahora está en tus manos.

Orson Scott Card

Greensboro

Julio de 1988