TEATRO AMBULANTE

La yegua de Deaver enfermó y murió mientras caminaba. Él iba montado escribiendo notas sobre la forma en que la erosión se comía la nueva tierra de pastos, cuando de pronto la vieja Bette tembló y tosió y cayó de rodillas. Deaver se bajó enseguida, por supuesto, y le sacó la montura, pero después de eso lo único que pudo hacer fue acariciarla y hablarle y apoyarle la cabeza sobre su regazo mientras ella se quedaba allí y se iba muriendo.

«Si yo fuera un jinete exterior, las cosas no serían así —pensaba Deaver—. Los Jinetes de Royal van de dos en dos por las praderas del este, nunca solos como nosotros, los jinetes locales del viejo desierto del sur de Utah. Los jinetes exteriores consiguen los mejores caballos de Deseret, nunca una vieja yegua como Bette, que tuvo que trabajar hasta su último suspiro vigilando la linde de pastos. Y los jinetes exteriores tienen revólveres, ellos no tienen que sentarse y ver morir a un caballo, pueden despedirse con una bala final, dulce como el último terrón de azúcar».

No tenía sentido pensar en los exteriores, claro. Deaver había estado cuatro años en la lista de espera, allí, esperando su turno para tener derecho a presentar una solicitud. La mayoría de los jinetes locales estaba en esta lista, deseando una oportunidad para hacer algo importante y peligroso, traer refugiados desde las praderas, luchar contra las bandas de asaltantes, desarmar misiles. Los Jinetes de Royal eran todos héroes, eso iba con el puesto, y cada vez que volvían de una misión veían su foto en los diarios y un gran artículo en su honor. Los locales solamente conseguían sentirse solos y oler mal e ir harapientos. Con razón todos soñaban con cabalgar junto a Royal Aal. Con tantos otros en la lista, Deaver pensaba que probablemente era demasiado viejo y borrarían su nombre antes de que llegara al primer puesto. No aceptaban solicitudes de ninguna persona mayor de treinta años, así que le quedaba solamente un año y medio. Iba a terminar haciendo lo que hacía ahora, cabalgando por la linde de las tierras de pastos, controlando los niveles de erosión y guiando al ganado extraviado hasta que un día se cayera de la montura, y entonces le tocaría a su caballo quedarse a su lado y verle morir a él.

Bette estiró un poquito la pata y estornudó. Se le iban los ojos hacia todos lados, como si sintiera pánico, y después, de pronto, se quedó completamente inmóvil. Al rato, una mosca aterrizó en su cuello. Deaver se apartó de la yegua. La mosca se quedó donde estaba. Probablemente ya estaba poniendo huevos. Esa región no perdía mucho tiempo antes de chupar hasta la última esperanza de vida de cualquier cosa que se quedara quieta durante un rato.

Deaver pensó que haría todo según el libro. Pondría un raspado del ano de Bette en un tubo de plástico para que se pudiera saber si la había matado una enfermedad, recogería su saco de dormir del suelo, sus cuadernos y su cantimplora, y después pediría que lo llevaran al pueblo más cercano para poder llamar a Moab.

Estaba listo para irse, pero no podía dejar la montura allí. El libro de reglas decía que la vida de un jinete era más valiosa que una silla de montar, pero el tipo que lo había escrito no había dejado cinco dólares de depósito por una. El sueldo de una semana. No creía que hubiese de arrastrarla muy lejos. Había cruzado una carretera en la tarde del día anterior. Volvería hasta allí, se sentaría sobre la silla y esperaría un par de días a que pasara un camión.

De todos modos, quería que aquello constara en su historial. Deaver Teague volvió con silla de montar y todo. Ya era bastante malo perder el caballo. Así que se puso la silla sobre los hombros. Todavía estaba tibia y húmeda del sudor del cuerpo de Bette.

No siguió las huellas de Bette a lo largo de la linde de los pastos: no había razón para arriesgarse a que sus huellas causaran todavía más erosión. Caminó por la profunda y espesa hierba plantada el año anterior. Muy pronto perdió de vista los arbustos de salvia del gran desierto gris, que quedaron muy lejos en el aire húmedo y neblinoso. La gente hablaba de cómo había sido aquello en los viejos días, cuando el aire estaba tan claro y seco que se veían montañas a las que no se podía llegar ni en dos días a caballo. Ahora lo único que se veía eran los centinelas de roca roja que se elevaban desde la hierba, brillantes y anaranjados cuando uno se les acercaba, más turbios y grises cuando estaban a un kilómetro o dos hacia delante o hacia atrás. Como soldados que vigilaran en la niebla.

Los ojos de Deaver nunca se acostumbraban a ver aquellos pilares anaranjados de piedra arenosa, torturados por el viento, que les daba formas precarias, encantadas, como las de los sueños, de pie justo en el centro de esa tierra de pastos verdes y profundos. No podían estar juntos, esos colores, esa piedra rígida y el pasto ondulante. No era natural.

En cinco años, el margen se correría hasta esa nueva tierra de pastos y habría granjeros dando la vuelta con el arado para dejar atrás esas piedras, sin levantar la vista jamás para mirar a los últimos supervivientes del desierto. Con los ojos de la mente, Deaver veía esas rocas enrojeciendo de rabia mientras un mar de verde frescor se alzaba a su alrededor. Tal vez la gente tenía el poder de domar el suelo del desierto, pero nunca podría con aquellos viejos soldados temperamentales y retorcidos. En cincuenta, tal vez cien o doscientos años, cuando la Tierra se hubiese curado de la guerra y el clima volviera a cambiar y las lluvias dejaran de caer, todo ese pasto, todas esas cosechas, se pondrían castaños y secos y morirían, y los nuevos árboles de las huertas se quedarían desnudos y volarían en cualquier tormenta de arena y se convertirían en polvo, y entonces los arbusto grises de la salvia cubrirían el suelo otra vez, y los soldados de piedra se quedarían allí, silenciosos en su victoria.

«Eso va a pasar algún día, gente del margen, con todas esas hileras de grano y legumbres y árboles, ah, vuestros pueblos, llenos de gente que se conoce y donde todos van a la misma iglesia. Pensáis que pertenecéis a este lugar, ¿verdad?, todos vosotros tenéis un lugar en el que encajáis perfectamente, como un corcho en una botella. Cuando llego al pueblo, me miráis con dureza con vuestros ojitos estrechos, porque nunca visteis mi cara. No tengo lugar entre vosotros, así que mejor hago lo que tengo que hacer y me voy del pueblo. Pero he aquí lo que el desierto piensa de vosotros y de vuestros arados y vuestras casas: solamente estáis de paso, no sois de aquí, muy pronto vosotros y todas vuestras plantaciones habréis desaparecido».

Gotas de sudor le corrían por la cara y le caían en los ojos, pero no dejó la silla para limpiarse la frente. Le parecía que si la soltaba, ya no podría levantarla. Las sillas de montar no estaban hechas para encajar bien en la espalda de un hombre, y a él la suya le ardía debido al roce y al continuo golpeteo. Pero la había llevado tanto que sabía que se sentiría tonto si la dejaba ahora, así que no le importaban los arañazos en los hombros ni la forma en que le dolían los dedos y las muñecas y la parte posterior de los brazos.

Al anochecer todavía no había llegado a la carretera. A pesar de que lo había envuelto todo en una manta y se protegía del viento con la silla, Deaver se pasó la noche temblando por la brisa fría que soplaba aquí y allá por toda la pastura. Se despertó entumecido y cansado, con la nariz llena de líquido. Y no llegó a la carretera hasta el mediodía del día siguiente.

Era una línea delgada y de viejo asfalto gris, una vieja carretera de dos carriles que ya estaba allí cuando todo aquello era desierto y nadie la usaba excepto los geólogos y los turistas, y los más obstinados y duros de los ganaderos. Le dolían tanto los brazos y la espalda y las piernas que no podía sentarse, no podía estar de pie y no podía acostarse. Así que dejó la montura en el suelo y también la bolsa de dormir y caminó un poco por la carretera para aliviar el dolor. Se sentía liviano como una brizna de paja ahora que no tenía la silla a la espalda.

Primero fue hacia el sur, hacia el desierto, hasta que casi dejó de ver la silla de montar en la niebla. Después caminó de vuelta, más allá de la silla, hacia el margen. El pasto se hacía cada vez más espeso y más alto en esa dirección. Los locales tenían un dicho: «Pasto hasta el estribo, tortitas y trigo». Quería decir que cuando se veía ese pasto, era porque uno había llegado de donde estaban las huertas y las granjas, es decir, cerca de los pueblos, y como la mayoría de los jinetes locales eran de la comunidad mormona, podían abrirse paso a fuerza de decir hermano o hermana y conseguir buena comida. En los pueblos que eran demasiado pequeños para tener una fonda, Deaver apenas si conseguía bocadillos o pan seco.

Pensaba siempre que era como si todos aquellos mormones juntos formaran una gran tela, tendida a través del estado de Deseret, cada uno como un hilo atado con los demás para formar un tejido duro y fuerte y completo que llegaba hasta el margen, es decir, hasta la frontera de pastos. Los jinetes locales que eran mormones tal vez se perdieran por las tierras deshabitadas de los pastos, pero eran parte de la tela, y a pesar de todo seguían conectados. Deaver era como un hilo de color equivocado que parecía estar colgando de la tela, y que cuando uno se acercaba, veía que no estaba atado a nada, solamente mezclado con los demás en el lavado. Si uno tiraba de ese hilo, salía con facilidad y la tela no perdía fuerza ni quedaba debilitada sin él.

Pero eso estaba bien. Si el precio de un desayuno caliente era ser mormón y hacer lo que el obispo decía que uno tenía que hacer porque estaba inspirado por Dios, entonces el pan y el agua le sabían bien. Para Deaver, los pueblos del margen eran un desierto tan desierto como el desierto mismo. No hubiera podido vivir allí durante mucho tiempo, a menos que aceptara ser algo que no era.

Caminó ida y vuelta hasta que no le dolió sentarse y entonces se sentó hasta que ya no le dolió caminar de nuevo. Todo un día y ni un coche. Bueno, así era su suerte, el gobierno probablemente había reducido de nuevo la cuota de gasolina y nadie se movía. O tal vez habían cerrado la carretera porque no querían que la gente anduviera por las tierras de pastos ni siquiera sobre el pavimento. Por lo que Deaver sabía, la carretera se habían inundado con las últimas lluvias. Tal vez estaba parado allí para nada y solamente tenía agua para dos días en la cantimplora. ¿No sería tonto morir de sed porque se había quedado descansando un día entero en una carretera que nadie usaba?

Hacia la mitad de la noche lo despertó el ruido de un motor y la vibración de la carretera. Todavía estaba lejos, pero veía las luces delanteras. Un camión, a juzgar por el temblor y el ruido que hacía. Y no iba rápido, por la forma en que tardaban aquellas luces en acercarse. Pero era de noche. E incluso si iban a cuarenta había una buena posibilidad de que no le vieran. La ropa de Deaver era oscura, excepto la camiseta. Así que, a pesar del frío de la noche, se sacó la chaqueta y la camisa de franela y se quedó inmóvil en medio de la carretera para que las luces alcanzaran la camiseta, los brazos abiertos haciendo señas cuando el camión se acercó lo suficiente.

Pensó que debía de parecer un pato tratando de despegar de un charco de petróleo. Y la camiseta no estaba lo suficientemente limpia. Nadie la hubiera llamado blanca. Pero lo vieron y apretaron el freno. Deaver se echó a un lado cuando vio que el camión no se detendría a tiempo. Los frenos gimieron y aullaron y al camión le llevó otros cincuenta metros detenerse del todo. Eran buena gente, incluso retrocediendo hasta él en lugar de hacerle llevar la montura hasta el lugar donde habían parado.

—Gracias a Dios que usted no era un bebé en medio de la carretera —dijo un hombre desde la parte de atrás del camión—. Por casualidad, ¿no tiene repuestos para frenos, joven?

La voz del hombre era rara. Era fuerte, sonaba con pompa, y con un acento que Deaver nunca había oído antes. Cada letra se oía con claridad, como la voz de Dios en el monte Sinaí. A Deaver no se le ocurrió que el hombre estuviese bromeando no con aquella voz. En lugar de eso, sintió que era un pecado no tener repuestos para frenos.

—No, señor, lo lamento.

La Voz de Dios rió entre dientes.

—Hubo un tiempo, tú no puedes acordarte, en que ningún estadounidense cuerdo hubiera parado para levantar a un desconocido de aspecto peligroso como tú. ¿Quién dice que el país no ha adelantado desde el colapso?

—A mí me gustaría una bolsa de nacho Doritos —dijo una mujer—. Eso sí que sería un adelanto. —Tenía una voz cálida y amistosa pero, igual que el hombre, pronunciaba letra por letra. Una liebre hubiera podido aprender inglés oyéndola hablar.

—Yo hablo de confianza y ella de goces carnales —bromeó la Voz de Dios—. ¿Eso es una silla de montar?

—Propiedad del gobierno, registrada en Moab —indicó Deaver sin dilación, para que a nadie se le ocurriera siquiera hacerla desaparecer.

El hombre rió de nuevo entre dientes.

—Jinete local, ¿eh?

—Sí, señor.

—Bueno, jinete local, parece que la confianza entre desconocidos no es perfecta todavía. No, no te robaríamos la silla, ni siquiera para hacer correas para frenos.

Deaver estaba avergonzado, eso era evidente.

—No quería…

—Hiciste bien, hijo —dijo la mujer.

El vehículo se componía de cabina y una gran plataforma vallada, y era viejo, pero la mayoría de los camiones que todavía funcionaban eran viejos. Ciertamente Detroit no los producía en masa, ya no. Sobre la plataforma, bien sujetos a la cerca de protección, había un montón de tiendas, canastos, cajas de cartón todo apilado de una forma que no parecía tener sentido, por lo menos no en la oscuridad. Alguien sacudió un brazo por encima de un fardo, que parecía blando y a continuación una niña de tal vez unos doce años, el pelo suave, los ojos dormidos, sacó la cabeza y dijo:

—¿Qué pasa? —Fue un sonido bien venido, aquella voz.

Nada de ese tono de importancia, no en ésta.

—Nada, Janie —dijo la mujer. Luego se dirigió a Deaver de nuevo—. Y en cuanto a ti, jovencito, demuestra algo de inteligencia y ponte la camisa otra vez. Hace frío ahí fuera.

Hacía frío. Él empezó a ponerse la camisa. Apenas ella vio que él le hacía caso, volvió a subir a la cabina.

Él oyó cómo el hombre metía sus alforjas en el camión. Puso el pie sobre la silla hasta que terminó de ponerse la camisa para que el hombre no tratara de cogerla cuando volviera. No estaba seguro pero bajo la luz turbia de algún rayo de luna, no le había parecido un hombre joven, y no quería que un viejo cargara con la silla por él.

Alguien se le acercó desde el frente del camión. Esta vez era un joven que caminaba con facilidad y sonreía con tantos dientes que su boca brillaba bajo la luna como un guardabarros. Tendió la mano y dijo:

—Soy su hijo. Me llamo Ollie.

Bueno, si Deaver pensaba que Voz de Dios era raro, su hijo era más raro todavía. Deaver había recogido a muchos jinetes en los viejos días, y lo habían recogido a él más veces de las que podía recordar. Solamente un par de personas le habían dado su nombre o manifestado interés por conocer el suyo, y eso había sido solamente al final del viaje, y eso si uno había hablado mucho y había habido algún tipo de relación amistosa. Aquí había un tipo que esperaba que él le diera la mano, como si pensara que Deaver era famoso… o que él lo era. Cuando Deaver le tomó la mano, el muchacho se la apretó con fuerza. Como si hubiera un sentimiento real en el gesto. Allí, en la oscuridad, esa gente hablaba y se portaba de manera rara; Deaver, medio dormido todavía, se sentía como si estuviera dentro de un sueño, y todavía no había decidido si se convertiría o no en pesadilla.

Ollie le soltó la mano, se inclinó y sacó la silla de debajo del pie del jinete.

—Déjame llevarla al camión.

Era evidente que no había levantado muchas sillas de montar en su vida. Era fuerte, pero lo hacía mal. Deaver tomó un extremo.

—¿Los caballos llevan esto encima, en serio? —preguntó Ollie.

—Sí, claro —contestó Deaver.

Sabía que la pregunta era una broma, pero no veía dónde estaba la gracia, o quién debía reír. Por lo menos Ollie no hablaba como el hombre y la mujer que había conocido primero. Tenía una voz natural, una forma fácil de hablar, como si uno hubiera sido su amigo desde hacía años. Pusieron la silla en el camión. Después Ollie la tomó y la puso detrás de algo cubierto con tela.

—Vas a Moab, ¿verdad? —preguntó.

—Supongo —respondió Deaver.

—Nosotros vamos a Hatchville —dijo Ollie—. No creo que nos quedemos más de dos días allí, y después pasaremos por Moab. —Miró a su padre que estaba dando la vuelta alrededor del camión. Después, sonrió todo lo que pudo y habló en voz bien alta, como para asegurarse de que su padre le oiría—. A menos que tengas una forma más rápida de viajar, ¿por qué no vienes con nosotros hasta Moab?

Voz de Dios no dijo ni una sola palabra, y estaba demasiado oscuro para ver la expresión en su cara. Pero como Deaver no lo oyó decir «Sí, Ollie tiene razón, ven con nosotros», entendió el mensaje a la perfección. Tal vez el hijo le había dado la mano, pero el padre no estaba de acuerdo con tenerlo en el camión, no más allá de la mañana.

Y la verdad era que a Deaver no le importaba. Le parecía que esa gente no tenía todas las tuercas engrasadas, y no estaba pensando en el camión, desde luego. No tenía intención de rechazar el viaje con ellos esa noche —¿quién sabía cuándo pasaría otro vehículo por allí?—, pero no tenía ganas de seguir en aquel camión dos días enteros, oyéndoles hablar con aquellas voces tan raras.

—Con Hatchville es más que suficiente —contestó.

Solamente después de que él hubo rechazado la oferta, Voz de Dios habló de nuevo:

—Te aseguro que no habríamos tenido ningún problema en llevarte hasta Moab.

«De acuerdo —pensó Deaver—. No habríais tenido ningún problema pero no querías hacerlo y eso me parece bien».

—Vamos, arriba —dijo Ollie—. Tendrás que ir en la cabina…, las camas están todas ocupadas.

Mientras caminaba hacia la cabina, Deaver vio a otras dos personas inclinadas sobre la barandilla del camión, mirándole, un hombre y una mujer, viejos, el cabello blanco, casi fantasmas. ¿Cuánta gente había allí dentro? Ollie y Voz de Dios, esos dos que eran de veras viejos, la dama que posiblemente era la madre de Ollie, y aquella niña que se llamaba Janie. Seis por lo menos. Ellos sí que estaban cumpliendo con los ruegos del gobierno en cuanto a llevar a cuantos fuera posible para aprovechar bien los vehículos.

El padre de Ollie se metió en la cabina antes que Deaver, y le dejó la ventanilla. La mujer ya estaba en el medio, y cuando Ollie se instaló en el asiento del conductor, al otro lado, todos quedaron muy apretados. Pero a Deaver no le importó. La cabina estaba fría.

—Se calentará de nuevo en cuanto nos pongamos en marcha —le explicó la mujer—. La calefacción funciona, el problema es el ventilador.

—¿Tienes un nombre, jinete local? —preguntó Voz de Dios.

Deaver no podía entender esa curiosidad por los nombres. «No estoy alquilándoles una habitación, ¿entienden?, solamente les pido que me lleven hasta un pueblo».

—Tal vez no quiere revelarlo, padre —dijo Ollie.

Deaver pudo sentir cómo el padre de Ollie se ponía rígido. ¿Por qué tanto empeño?

—Mi nombre es Deaver Teague.

Esta vez fue Ollie el que pareció ponerse tenso. Fue como si se le congelara la sonrisa. Encendió el motor y puso el camión en marcha. ¿Era una apuesta? ¿El primero que lograra que Deaver dijera su nombre ganaba, y Ollie estaba furioso porque le iba a tocar pagar?

—¿Vienes de algún lugar en particular? —preguntó el padre de Ollie.

—Soy inmigrante —respondió Deaver.

—Todos lo somos en realidad. ¿Inmigrante de dónde?

«¿Qué pasa? ¿Estoy presentando una solicitud de trabajo o qué?»

—No me acuerdo.

El padre y la madre se miraron. Evidentemente pensaban que estaba mintiendo, y por lo tanto, seguramente creían que era un criminal o algo así. Así que, le gustara o no, Deaver tuvo que explicarse.

—Me recogieron los exteriores cuando tenía unos cuatro años. Toda mi gente murió, la mató los asaltantes en las praderas.

Casi inmediatamente, la tensión que había habido en los padres se aflojó.

—Ah, lo lamento —dijo la mujer. Tenía la voz tan plena de simpatía y lástima que Deaver tuvo que mirarla para asegurarse de que no estaba bromeando.

—No importa —contestó Deaver. Ni siquiera se acordaba de su familia, así que no los extrañaba.

—¡Cómo somos! —exclamó la mujer—. Le hacemos preguntas y preguntas y todavía no le hemos dicho quiénes somos.

Así que por lo menos ella sí se daba cuenta de que estaban exagerando con el interrogatorio.

—Yo sí le dije mi nombre —intervino Ollie. Había una cierta agresividad en la forma en que habló, y de pronto Deaver entendió la razón por la que se había enojado hacía un momento. Cuando Ollie se había presentado allí afuera, Deaver no le había dicho su nombre, pero cuando el padre se lo preguntó, le había contestado sin protestar. Era el enojo más tonto del que hubiera oído hablar, pero ya estaba acostumbrado. Él siempre hacía eso, siempre ofendía a la gente sin querer. La gente era tan quisquillosa… O tal vez fuese que él no tenía tacto para tratar con desconocidos. Cualquiera hubiera pensado que tratar a los desconocidos tenía que resultarle fácil, porque las únicas personas a las que trataban eran desconocidos.

Voz de Dios seguía hablando como si no diera cuenta de que Ollie estaba enojado.

—Nosotros, los que viajamos dentro, sobre y alrededor de este camión somos trovadores de los caminos abiertos. Malabaristas y cantores de madrigales, actores y dramaturgos, el sustituto de segunda clase de la gran escuela de Sófocles, de la NBC, la CBS, la ABC y, que el Señor nos perdone, la PBS.

La única respuesta en la que Deaver podía pensar era una especie de sonrisa y sonrió, sabiendo que debía de parecer un idiota, pero ¿qué hubiera podido decir sin que el otro se diera cuenta de que no entendía ni una sola palabra de lo que había oído?

Ollie le sonrió. Deaver se alegró de ver que ya no estaba enojado, así que respondió con otra sonrisa. La sonrisa de Ollie se amplió todavía más. Eso es como una conversación entre dos personas que fingen que no son sordas, pensó Deaver.

Finalmente Ollie tradujo lo que había dicho su padre:

—Somos un teatro ambulante.

—Ah —contestó Deaver. Era un tonto. Debería haberse dado cuenta antes. Gitanos del espectáculo. Eso explicaba la cantidad de gente en un solo camión y las cosas de formas raras que había bajo las lonas y, sobre todo, explicaba la forma extraña en que hablaban el padre y la madre de Ollie.

—Un teatro ambulante —repitió.

Pero por lo visto su tono o algo no fue el adecuado porque el padre de Ollie hizo una mueca como de dolor y Ollie apagó la luz interior y el camión aumentó la velocidad e hizo más ruido que antes. Tal vez estaban enojados porque sabían las cosas que se contaban sobre los gitanos del espectáculo y pensaban que Deaver se estaba burlando cuando había dicho «un teatro ambulante» de aquella forma. La verdad era que a Deaver no le importaba mucho si los teatros ambulantes dejaban detrás una hilera de vírgenes embarazadas y jaulas de gallinas vacías. No eran sus hijas ni sus gallinas.

Deaver cambiaba de pueblo con tanta frecuencia que nunca había coincidido con uno de esos espectáculos, por lo menos qué él supiera. Sabía que en Zarahemla había un teatro fijo, pero para entrar había que ponerse ropas más finas que las que tenía Deaver. Y los teatros ambulantes solamente viajaban a los pueblos rurales, en los que Deaver nunca se quedaba lo suficiente como para enterarse de si había un espectáculo. Lo único que sabía de esos espectáculos era la que había descubierto aquella noche: que esa gente hablaba raro y se enojaba por tonterías.

Pero no quería que pensaran que tenía una mala opinión sobre los teatros ambulantes.

—¿Van a hacer un espectáculo en Hatchville? —preguntó, tratando de que su voz sonara como si le pereciera una gran idea.

—Tenemos una cita —contestó el padre de Ollie.

—Deaver Teague —dijo la mujer, obviamente para cambiar de tema—. ¿Sabes por qué tus padres te pusieron dos nombres?

Parecía que cada vez que esa gente se quedaba sin tema para hablar, volvían a los nombres. Pero era mejor que el que se enfurecieran por otra cosa.

—Fueron los inmigrantes que me encontraron; había un tipo que se llamaba Deaver y otro que se llamaba Teague.

—¡Qué horrible! Te quitaron tu nombre verdadero —exclamó ella.

¿Qué podía responder Deaver a eso?

—Tal vez este nombre le gusta —dijo Ollie. Apenas hubo hablado, su madre enrojeció.

—Ah, no, no, no era una crítica…

El padre de Ollie se metió en la conversación para arreglar las cosas.

—Creo que Deaver Teague es un nombre de sonido muy distinguido. El nombre de un futuro gobernador.

Deaver sonrió un poco al oírlo. Él, gobernador. Pensar en un gobernador no mormón en Deseret era como pensar que los patos eligieran rey de la laguna a un pez. Tal vez esté en el agua, pero evidentemente no es uno de los nuestros.

—¡Qué modales los nuestros! —dijo la mujer—. Todavía no nos presentamos. Yo soy Scarlett.

—Y yo, Marshall Aal. Nuestro conductor es nuestro segundo hijo, Lawrence Olivier Aal.

—Ollie —puntualizó el conductor—. Por amor a Mike.

Pero lo que Deaver oyó principalmente fue el apellido.

—¿Aal con A-A-L?

—Sí —dijo Marshall. Miró a la distancia aunque no había nada que ver en la oscuridad.

—¿Alguna relación con Royal Aal?

—Sí —contestó Marshall. Fue muy cortante.

Deaver no entendía la razón por la que Marshall podía estar furioso. Los Jinetes de Royal era los mayores héroes de Deseret.

—Hermano de mi esposo —aclaró Scarlett.

—Ah, están muy unidos —comentó Ollie. Después rió con una sola carcajada.

Marshall se limitó a levantar un poco el mentón, como para dejar patente que estaba por encima de todas esas bromas. Así que a Marshall no le gustaba que lo relacionaran con Royal… Pero era evidente que eran hermanos. Ahora que Deaver lo sabía, Marshall Aal hasta se parecía a las fotos de Royal que había visto en los diarios. No lo suficiente para pensar que uno era el otro. Royal tenía el desaliñado, enjuto, voluntarioso aspecto del hombre al que no le importa demasiado dónde duerme; su hermano, allí, en la cabina del teatro ambulante, tenía la cara más blanda.

No, no más blanda. Deaver no podía llamar blando a aquel hombre de rasgos marcados. Ni delicado. Elegante, tal vez. Su Majestad.

Los nombres estaban al revés. Era Marshall el que parecía un rey allí, y Royal el que parecía un soldado. Como si los hubiera intercambiado en la cuna.

—¿Conoces a mi tío Royal? —preguntó Ollie. Sonaba realmente interesado.

Era evidente que Marshall no quería oír ni una sola palabra más sobre su hermano, pero eso no parecía importar a Ollie. Deaver no sabía mucho de hermanos, ni de padres e hijos, porque él no había sido ninguna de esas cosas, pero ¿qué razón podía haber para que Ollie quisiera provocar así a su padre?

—Por los diarios, solamente —respondió Deaver.

Nadie dijo nada más. Sólo el sonido del motor gruñendo, la sensación de la cabina vibrando al ritmo del camino que corría por debajo.

Deaver sintió las náuseas que lo asaltaban cada vez que se daba cuenta de que no pertenecía al lugar en que se encontraba. Se las había arreglado para ofender a todos y ellos también lo habían ofendido unas cuantas veces. Lo único que deseaba en aquel momento era que lo hubieran recogido otros, cualquiera menos los de ese camión. Se retorció un poquito en el asiento y apoyó la cabeza contra la ventana. Si podía dormirse hasta Hatchville, se bajaría allí y no tendría que volver a encararse con ellos.

—Ah, nosotros hablando sin cesar —intervino Scarlett—, y este pobre chico está tan cansado que casi no puede tener los ojos abiertos.

Deaver sintió la mano de ella sobre su rodilla. Sus palabras, su voz, su roce, eran justo lo que necesitaba en aquel momento. Ella le estaba diciendo que no había ofendido a nadie después de todo. Le estaba diciendo que era bien venido.

Sintió que se relajaba por dentro. Se acomodó en el asiento y respiró un poco más despacio. No abrió los ojos, pero todavía podía imaginarse la cara de la mujer como la misma mirada que antes, sonriéndole, la cara tan llena de sentimiento y simpatía como si estuviera mirando a su propio hijo.

Pero claro, aquella mujer podía poner la cara que quisiera… era una actriz. Podía hacer que sus ojos y su boca y su voz dijeran cualquier cosa. No había ninguna razón en particular para que Deaver la creyera. Y sería mucho más inteligente no creerla. ¿Cómo había dicho que se llamaba? Scarlett. Se preguntó si alguna vez había tenido el cabello rojo.

El cielo se teñía apenas del color del alba; fuera del calor de la cabina todo parecía claro y frío, cuando pasaron por una parte del camino que estaba llena de pozos. Deaver no estaba despierto y, después, de pronto, estaba despierto. Las primeras palabras que pronunció eran parte de su sueño, justo en el momento en que el sueño se le escapaba de las manos para siempre.

—Eso es casa suya —murmuró.

—No te enojes conmigo por eso —dijo la mujer que estaba sentada a su lado.

Le llevó un momento darse cuenta de que no era la voz de Scarlett.

La gente del teatro ambulante debía de haberse detenido en la noche para intercambiar los lugares. Ahora que lo pensaba, Deaver recordaba entre sueños a Scarlett y los otros hablando en voz baja, y al asiento que se sacudía. Marshall y Scarlett ya no estaban y tampoco Ollie. El hombre que conducía no era ninguno de los que Deaver había visto la noche anterior. Habían dicho que Ollie era su segundo hijo; éste debía de ser el mayor. La niña que había visto el día anterior en la parte de atrás, Janie, estaba dormida sobre el hombro del conductor. Y junto a Deaver había una mujer, la más hermosa que hubiera visto en toda su vida. Claro que las mujeres parecían tanto más bonitas cuanto más tiempo pasaba uno en el trabajo de jinete local, pero él estaba seguro de que ella era la mujer más linda que había tenido a su lado al despertar. No iba a decirlo, por supuesto. Le daba vergüenza hasta pensarlo.

Ella le sonreía.

—Lo lamento. Debo de haber estado…

—Ah, no importa, era un sueño —lo tranquilizó ella.

«Te miro y me parece que sigo soñando todavía». Las palabras se formaron con tanta claridad en su mente que movió los labios sin querer.

—¿Qué? —preguntó ella.

Lo miró como si no pensara volver a mirar a nadie hasta que él le contestara. Deaver sintió vergüenza. Dejó escapar algo que se parecía bastante a lo que estaba pensando.

—He dicho que, si tú eres parte del sueño, no quiero despertarme.

El hombre que conducía se rió. Una risa agradable. A Deaver le gustó esa risa. La mujer no rió. Solamente sonrió y entrecerró los ojos y después se miró el regazo. Era exactamente lo que debía hacer. Era tan perfecto que Deaver sintió que estaba empezando a flotar.

—Ya atrapaste a ese pobre jinete, Katie —comentó el conductor—. No le prestes atención, amigo. Es especialista en seducir a los forasteros jóvenes y buenos mozos que descubre en la cabina del camión de su familia. Si la besas, se convertirá en rana.

—Te despertaste muy dulcemente —dijo Katie—. Y me hiciste un cumplido que cualquier mujer te hubiera agradecido con el alma.

Sólo en ese momento Deaver se despertó del todo y se dio cuenta de que estaba hablando con desconocidos y de que no tenía derecho a decir lo primero que se le ocurriera ni a bromear así. En las posadas del camino donde solía detenerse cuando conducía el camión de salvamento, siempre hablaba así con las camareras, les dirigía los cumplidos más elegantes que en su opinión ellas pudieran creer. Al principio era solamente un juego. Bromeaba con ellas, porque la única forma en que sabía hablarle a una mujer era bromeando. No podía hablar groseramente como los otros conductores, así que hablaba con delicadeza. Pero muy pronto dejó de bromear, porque aquellas mujeres lo miraban siempre fijamente para ver si se estaba burlando, y si veían que no, bueno, entonces se iluminaban, como si él hubiera tirado de un cordón y encendido una luz dentro de sus ojos.

Pero eso había sido cuando tenía diecisiete, dieciocho años, y era mucho más joven que las mujeres que conocía. A ellas les gustaba, lo trataban como a un hermanito menor de dulces palabras. Esta mujer, en cambio, era más joven que él, y estaba sentada junto a él, apretada contra su cuerpo en una cabina tan pequeña que el aliento de ella quedaba atrapado en el aire, y él tenía que respirarlo y el cielo afuera era difuso y la luz formaba sombras rosadas sobre aquel bello rostro. Ahora estaba completamente despierto, e intimidado.

No se juega con una mujer frente a su hermano.

—Soy Deaver Teague. No te vi anoche.

—Anoche no existía —dijo ella—. Me soñaste y aquí estoy.

Rió y no era ni una risa entre dientes ni una carcajada. Era un sonido grave en la garganta, tibio e invitante.

—Deaver Teague —intervino el conductor—. Te ruego que recuerdes que mi hermana Katie Hepburn Aal es la mejor actriz de Deseret, y que lo que estás viendo en este momento es Julieta.

—Titania —puntualizó ella. Y con esa única palabra se volvió repentinamente elegante y peligrosa, la voz más precisa incluso que la de su madre, como si fuera la reina del universo.

—Medea —le replicó su hermano, y esa otra sonó como una mala palabra.

Deaver supuso que se estaban insultando, pero no entendía lo que decían.

—Yo soy Toolie —dijo el conductor.

—Peter O’Toole Aal. Por el gran actor —le aclaró Katie. Toolie sonrió.

—Papá no fue nada sutil al mostrar sus deseos de que siguiéramos la profesión de la familia. Me alegro mucho de conocerte, Deaver.

Durante todo ese tiempo Katie no le había quitado los ojos de encima.

—Ollie dice que conoces al tío Royal.

—No —contestó Deaver—. Solamente he oído hablar de él.

—Pensé que vosotros, los jinetes locales, trabajabais a sus órdenes.

¿Por eso estaba sentada junto a él? ¿Para hacerle hablar de su famoso tío?

—Él está con los exteriores.

—¿Y tú quieres ser un exterior?

No era algo de lo que él acostumbrara hablar. La mayoría de los jóvenes que se encontraban como jinetes locales esperaba llegar a los Jinetes de Royal, pero los que lo lograban lo hacían antes de los veinticinco, es decir, que se habían pasado a caballo unos cinco o seis años antes de presentar la solicitud para los exteriores. Deaver tenía veinticinco cuando entró en el servicio, y no hacía ni cuatro años que trabajaba allí. Exceptuando a un par de tipos mayores que él, el grueso de los locales se hubiera reído de la pasión con la que Deaver deseaba cabalgar con Royal Aal.

—Tal vez pueda hacerlo algún día.

—Espero que consigas lo que quieres —dijo ella. Esta vez le tocó a Deaver mirarla a la cara para ver si se estaba burlando. Pero no. Katie realmente esperaba que a él le pasara algo bueno. Asintió, sin saber qué decir.

—Cabalgar allá lejos —prosiguió la chica—, ayudando a la gente a llegar a la seguridad.

—Desactivando misiles —apuntó Toolie.

—Ya no quedan muchos misiles —repuso Deaver. Y eso terminó con la conversación. Deaver estaba acostumbrado a eso, a que sus palabras fueran las que quedaran flotando en el aire, a que nadie tuviera nada que decir después. En otros tiempos trataba de pedir disculpas y explicar lo que había dicho, cualquier cosa para terminar con aquel silencio embarazoso. Pero en los últimos años se había dado cuenta de que probablemente no era que dijera algo malo: lo que pasaba era que los demás parecían encontrar difícil hablar con él durante mucho tiempo, eso era todo. Nada personal contra él. Simplemente no era el tipo de persona con la que se habla mucho.

Deaver hubiera querido decir que en realidad conocía al tío de aquella gente, para poder hablarles de él. Era evidente que deseaban mucho oír algo sobre ese tío. Estando el padre peleado con Royal desde hacía años, tal vez casi no lo conocieran. Eso habría sido extraño: que los parientes del héroe más adorado de Deseret no supieran de él más que cualquier desconocido que leía el diario.

Llegaron a la cima de una colina. Toolie señaló adelante:

—Eso es Hatchville.

Deaver no tenía idea de la hora en que habían dejado atrás las tierras de pastos y entrado en el margen, pero por el tamaño de Hatchville suponía que el pueblo debía de tener por lo menos doce, tal vez quince años. Ahora quedaba lejos del límite, en realidad ya había dejado de ser parte del margen. Mucha gente.

Toolie redujo la velocidad. Deaver escuchó con un oído acostumbrado a los motores, oído formado durante sus años al cuidado de los camiones de recuperación, en interminables viajes de un lugar a otro.

—El motor está bastante bien para lo viejo que es —observó.

—¿Lo crees así? —dijo Toolie.

Prestó mucha atención al oír hablar del motor. Sólo si funcionaba el motor podía seguir adelante la vida de aquella gente.

—Necesita una puesta a punto.

Toolie hizo una mueca.

—Sin duda.

—Probablemente la mezcla del carburador no esté muy bien.

Toolie rió, avergonzado.

—¿Qué? ¿Los carburadores mezclan algo? Siempre pensé que se quedaban ahí y carburaban.

—Ollie se ocupa del camión —declaró Katie. La niña que estaba entre los dos se despertó.

—¿Ya llegamos?

Estaban pasando las primeras casas de las afueras de la ciudad. El cielo estaba lleno de luz. Casi salía el sol.

—¿Recuerdas dónde queda el campo para los teatros ambulantes en Hatchville, Katie? —preguntó Toolie.

—No distingo Hatchville de Heber —contestó Katie.

—Heber es el que tiene montañas alrededor, como si estuviese en un bol —señaló Janie.

—Entonces esto es Hatchville —dijo Katie.

—Eso ya lo sabía —replicó Toolie.

Terminaron frente al ayuntamiento, donde todos bajaron del camión y se reunieron en el aire frío de la mañana, mientras Ollie y Katie entraban a buscar a alguien que pudiera darles permiso para ocupar un lugar y levantar el teatro. Deaver pensaba que a esa hora de la mañana la única persona de guardia sería el encargado nocturno de enviar los datos a Zarahemla —todos los pueblos tenían un funcionario para eso—, así no se molestó en entrar para hablar de lo suyo. Si ellos querían entrar, bueno, era cosa suya. Él no tenía nada que ver.

Y por supuesto, volvieron con las manos vacías.

—El encargado nocturno no nos pudo dar el permiso —explicó Ollie—, pero el campo de los teatros está yendo por la Segunda Norte y después hacia el este, hasta el primer campo que no tiene cerca.

—Y nos dio una bienvenida tan, pero que tan cristiana… —dijo Katie. Tenía una sonrisa traviesa en los labios.

Ollie aulló. Deaver se divertía con sólo mirarlos.

Toolie meneó la cabeza.

—Estos tontos pueblerinos…

Katie se lanzó a hablar en un tono espeso y provinciano, con las erres tan duras que Deaver pensó que la lengua debía de estar haciéndole cosquillas en la garganta.

—Y será mejorrr que se queden allí hasta que vuelvan a las nueve a porrr el perrrmiso porrrque aquí rrrespetamos la ley.

Deaver no pudo dejar de reírse con los demás, aunque el acento del que ella se estaba burlando era el suyo.

Marshall no reía. Estaba allí, de pie, peinándose el cabello con los dedos.

—Fanáticos desagradecidos, desconfiados, mentes estrechas, todos. Me pregunto si les gustaría pasar el otoño sin una sola visita de un teatro ambulante. No hay nada que nos impida seguir adelante. —A esa hora de la mañana no hablaba con tanto cuidado. Deaver notó una cierta naturalidad en su tono, y aunque pensó que era sólo por casualidad, eso le hizo sentirse mejor: la verdadera persona que se escondía debajo de Marshall no estaba profundamente oculta, después de todo.

—Vamos, Marsh —dijo Scarlett—. Ya sabes que nuestra vocación no depende de estos pueblerinos, sino del Profeta. Si esta gente tiene una mentalidad estrecha y fea y cerrada, ¿no es nuestra misión abrirles los ojos? ¿No es por eso por lo que estamos aquí?

Katie suspiró, irritada.

—¿Por qué siempre tienes que volver a la Iglesia, madre? Estamos aquí para ganarnos la vida.

No había sido grosera, no la había insultado, pero todos reaccionaron como si le hubiera levantado la mano a su madre. Scarlett se puso las manos en las mejillas y se volvió con los ojos llenos de lágrimas. Marshall miró a Katie como si fuera a partirla en dos con palabras tan calientes que podían provocar un incendio, y Ollie sonrió como si estuviera viendo la mejor escena del año.

Pero justo en ese momento, Toolie dio un paso hacia Deaver y le comentó:

—Bueno, Deaver Teague, ya ves cómo son las cosas con la gente del espectáculo. Siempre hacemos grandes escenas, sí, con todo lo que nos pasa.

Esas palabras obligaron a todos a recordar que había un desconocido presente y apenas lo recordaron, cambiaron. Scarlett sonrió a Deaver. Katie se rió un poco, como si todo hubiera sido una broma. Marshall empezó a asentir como si lo entendiera todo y Deaver supo que las próximas palabras que dijera estarían llenas de elegancia, como siempre.

Era evidente que había llegado la hora de que Deaver dijera gracias y sacara la silla de montar del camión y fuera a dormir un rato en un lugar protegido del viento, hasta que llegara la hora de personarse en Moab. Así los Aal podrían discutir todo lo que quisieran. Y la separación era una buena idea, pensó Deaver. Él les había servido a ellos como ocasión para practicar la caridad y ellos habían significado para él un viaje al pueblo más cercano. Todos habían conseguido lo que querían y adiós. Lo que enredó las cosas fue que Marshall tenía la misma idea —esto es, que ya era tiempo de que Deaver se fuera—, pero no confiaba en que Deaver tuviera el sentido común necesario para darse cuenta por sí mismo. Así que sonrió, hizo un gesto con la cabeza y puso un brazo sobre el hombro de Deaver.

—Supongo, hijo, que querrás quedarte aquí y esperar hasta que abran la oficina a las ocho —le dijo.

Lo que ofendió a Deaver no fueron las palabras. Lo único que hacía Marshall era recordarle lo que él ya había pensado hacer, así que todo estaba bien. La gente tenía derecho a mantener las peleas familiares lejos de oídos indiscretos. Pero eso de abrazarlo y llamarlo «hijo», mientras le estaba diciendo que se fuera, enfureció tanto a Deaver que sintió ganas de golpear a alguien.

Los mormones le habían hecho lo mismo una y otra vez durante toda su vida. Siempre lo llevaban a vivir a casa de algún mormón que lo hacía ir a la iglesia todos los domingos aun sabiendo que no era mormón y que no quería serlo. Los otros chicos sabían que no era uno de ellos y no le causaban problemas por eso. Lo dejaban tranquilo y no fingían que él les gustase ni que les importara si estaba vivo o muerto. Pero siempre había alguna presidenta de una sociedad de caridad que le palmeaba la cabeza y lo llamaba «monada» o «queridito», y cada vez que el obispo pasaba a su lado le pasaba el brazo por los hombros y lo llamaba «hijo», como acababa de hacer Marshall, y pretendían estar simplemente bromeando cuando le decían:

—¿Cuánto tiempo te va a llevar ver la luz y bautizarte? Esos modales amistosos y amables duraban hasta que Deaver finalmente les decía «Nunca» lo bastante alto y con la agresividad suficiente como para que el otro lo creyera. A partir de ese momento lo mandaban a otra parte, el obispo dejaba de tocarlo y de hablarle, y se limitaban a mirarlo con frialdad mientras Deaver se sentaba allí, en la congregación, y el obispo se sentaba en su estrado muy ocupado en su santidad. A veces, Deaver se preguntaba lo que habría pasado si, solamente una vez, uno dé los obispos hubiera seguido siendo amistoso después de que Deaver le dijera que nunca iba a bautizarse. Si su amistad hubiera sido real, él personalmente se hubiera sentido distinto con respecto a los mormones. Pero eso nunca pasó.

Así que allí estaba Marshall Aal haciendo justo lo que hacían los obispos todo el tiempo, y Deaver no pudo aguantarse, se sacudió del hombro el brazo de Marshall y retrocedió con tanta rapidez que el brazo quedó colgado en el aire durante un segundo. Seguramente se le veía en la cara y los puños cerrados la furia que sentía, porque todos lo miraron, sorprendidos. Todos menos Ollie, que se quedó allí de pie, asintiendo. Marshall miró a los demás.

—Bueno, no sé lo que… —Después se dio por vencido con un encogimiento de hombros.

Lo raro era que la furia de Deaver ya había pasado por completo. Se le había ido en un segundo. Nunca dejaba que la rabia lo dominara, eso solamente traía problemas. Lo peor de todo era que todos pensaban que él estaba furioso porque lo echaban. Pero él no sabía cómo explicarles que estaba bien, que se alegraba de irse. Las cosas siempre se ponían así cada vez que se iba de una casa adoptiva. La familia lo estaba echando porque estaban cansados de él, y por esa razón él tampoco los había apreciado demasiado. No le molestaba irse y ellos estaban contentos de que se fuera y sin embargo nadie podía decir precisamente eso.

Bueno, ¿y qué? Nunca lo verían de nuevo.

—Voy a bajar mi silla de montar. —Y se alejó hacia la parte posterior del camión.

—Yo te ayudo.

—De ningún modo —dijo Scarlett. Tomó el codo de Deaver y lo sostuvo con fuerza—. Este joven ha pasado en las tierras de pastos yo qué sé cuántos días y no vamos a dejar que se vaya sin desayunar.

Deaver sabía que lo decía solamente por cortesía, así que contestó «no, gracias» con tanta amabilidad como pudo. Eso habría sido el fin de todo de no habérsele acercado Katie y tomado de la mano izquierda, que era la única mano que le quedaba libre, pues Scarlett seguía sin soltarle el codo derecho.

—Por favor, quédate —le pidió—. Todos somos forasteros en este pueblo, y creo que deberíamos estar juntos hasta que nos despidamos.

Tenía la sonrisa tan brillante que Deaver tuvo que parpadear. Y los ojos de ella lo miraban con tal firmeza que era como si lo estuviera desafiando a dudar de que sus palabras eran sinceras.

Toolie siguió a su hermana y añadió:

—Nos sería útil alguien que nos ayudara a instalarnos, así te estarías ganando la comida.

Hasta Marshall agregó su granito de arena:

—Quería pedírtelo yo mismo. Espero que vengas con nosotros y compartas nuestro humilde pan, en serio.

Deaver tenía hambre, eso era cierto, y no le desagradaba la idea de contemplar la cara de Katie, aunque le hubiera gustado que ella le soltara la mano y sobre todo que Scarlett le devolviera el codo. Pero sabía que en realidad no lo querían con ellos, así que dijo «no gracias» de nuevo y se liberó de las mujeres y fue a sacar la silla del fondo del camión. Entonces fue cuando Ollie rió y dijo:

—Vamos, Teague, tú tienes hambre y papá se siente mal por lo que hizo, y mamá se siente culpable y Katie está caliente por ti y Toolie quiere que le hagas la mitad del trabajo. ¿Cómo puedes irte y desilusionar a todo el mundo?

—Ollie —cortó Scarlett con voz firme. Pero para entonces, Katie y Toolie también reían y Deaver no pudo evitar reírse también.

—Vamos, todo el mundo al camión —ordenó Marshall—. Ollie, tú sabes el camino, tú conduces.

Marshall y Scarlett y Toolie y Ollie se amontonaron en la cabina, así que Deaver tuvo que ir detrás con Katie y Janie y un hermano más joven, Dusty. Los dos viejos que había visto la noche anterior viajaban en la parte posterior. Katie lo acomodó delante, justo detrás de la cabina. Deaver no entendía si ella estaba coqueteando con él o qué. Y si lo estaba haciendo, él no entendía la razón. Sabía que tenía las ropas llenas de polvo y que olía a sudor y al caballo que había estado montando hasta que murió, y estaba seguro de que no tenía muy buen aspecto ni siquiera cuando se afeitaba. Probablemente, Katie estaba portándose bien con él, eso era todo, y el único modo en que sabía hacerlo era dirigiéndole esa sonrisa suya y mirándole con los ojos medio cerrados y tocándole el brazo y el pecho mientras le hablaba. Era molesto, pero también le hacía sentirse bien. Pero sentirse bien le molestaba todavía más, porque sabía que lo de Katie no llevaba a ninguna parte.

La ciudad se estaba despertando por fin cuando llegaron al campo en el que iban a instalar el teatro. Deaver advirtió que no iban directamente. No, llevaron aquel ruidoso camión por todas las calles del pueblo, la mayoría de las cuales eran solamente senderos de tierra porque en esos días no se pavimentaba casi nada, excepto Zarahemla. El sonido del camión hacía que la gente abriera la ventana para ver qué pasaba, y los chicos salían por las puertas y se apoyaban en las cercas, saltando arriba y abajo.

—¡Es día de función! —gritaban.

—¡Día de función! —contestaban Katie y Janie y Dusty.

Tal vez los viejos también estaban gritando atrás, Deaver no podía oírlos. La noticia no tardó en anticiparse al camión, y la gente estaba ya alineada a ambos lados de la calle, estirando los cuellos para verlos. Entonces los Aal empezaron a sacar las lonas que cubrían dos de los fardos más grandes. Uno de ellos parecía la parte superior de un misil, y otro era una especie de torre, una pirámide muy empinada como las que había visto Deaver en las pinturas de la escuela, la Pirámide del Sol de Ciudad de México. Cuando la gente vio el cohete, empezó a gritar:

—¡El hombre en la Luna!

Y cuando vieron la pirámide, que no podían apreciar del todo hasta que pasaba el camión, gritaban y reían y decían:

—¡Noé! ¡Noé! ¡Noé!

Deaver suponía que ya habían visto las obras.

—¿Cuántas obras hacen ustedes? —preguntó.

—Tres —dijo Katie. Hizo un gesto con la mano saludando a la multitud—. ¡Día de función! —Después, con la voz alta todavía para que él pudiera oírla por encima del ruido del camión y la gente y los gritos de su hermanito y su hermanita, agregó—: Hacemos nuestra obra Gloria de Estados Unidos, que escribió el abuelo. Y Los testigos de Cristo en América que es el viejo Libro Mormón en versión para teatro ambulante de Hill Cumorah (todo el mundo hace esa obra), y en Navidad hacemos La noche gloriosa, que escribió papá porque pensaba que las obras de Navidad eran muy malas. Ése es todo nuestro repertorio en estos pueblos. ¡Día de función!

—Así que todo es mormón —dijo Deaver. Ella lo miró extrañada.

Gloria de Estados Unidos es estadounidense. La noche gloriosa está basada en la Biblia. ¿Tú no eres mormón?

«Ya está —pensó Deaver—. Aquí viene el último enfriamiento. O el súbito interés en convertirme, que después terminará en enfriamiento». Lo había olvidado; aquella mañana se había olvidado por un rato de que aún no se lo había dicho, de que ellos todavía pensaban que él era uno de ellos, que básicamente formaba parte del grupo. Aquellos gitanos en cierto modo pertenecían a Hatchville, porque ellos y Hatchville eran mormones. Como la mayoría de los otros jinetes locales, a los que le gustaba estar en el pueblo, entre otros mormones como ellos. Pero ahora, cuando vieran que él no era uno de ellos, sentirían que él los había engañado, que se había metido en un sitio al que no pertenecía. Ahora realmente lamentaba haber permitido que lo convencieran de ir a tomar el desayuno con ellos. Nunca habrían tratado de convencerle si hubiera sabido que no era uno de ellos.

—Ni hablar —contestó.

Y le pareció increíble que ella ni siquiera hiciera una pausa. Que siguiera como si no hubiera pasado nada.

—A nosotros nos gustaría más hacer otra cosa, además de estas tres. Cuando yo era niña pasamos un año en Zarahemla, y fui el pequeño Tim en Un cuento de Navidad. ¿Y sabes qué me gustaría hacer?

Él no tenía ni idea.

—Tienes que adivinarlo —dijo ella.

Él no estaba seguro de haber oído nunca el nombre de una obra de teatro, y mucho menos el de un personaje de una obra. Así que se agarró de lo único que podía recordar.

—¿Titanic?

Ella lo miró como si estuviera loco.

—En la cabina, dijiste…

—¡Titania! La reina de las hadas de Sueño de una noche de verano. No, no. Siempre quise ser…, ¿no se lo vas a contar a nadie?

Él se encogió de hombros y negó con la cabeza al mismo tiempo. ¿A quién podría contárselo? Y si era un auténtico secreto, ¿por qué Katie se lo confiaba a él?

—Eleanor de Aquitania —dijo ella. Deaver nunca había oído ese nombre en toda su vida.

—Era un papel que hacía Katharine Hepburn. La actriz en que pensaron mis padres cuando me pusieron el nombre. En una película que se llamaba El león en invierno. —Casi susurró el título—. La vi en una cinta una vez, hace años. En realidad, la vi como cinco veces, en un solo día, seguidas, una y otra vez. Estábamos con un amigo del abuelo, en Cedar City. Tenía un aparato de vídeo que todavía funcionaba con un generador eólico. Ahora han prohibido las películas, ya sabes.

Las películas no significaban mucho para Deaver. Casi nadie podía verlas. En el límite nadie lo hacía. La electricidad era demasiado cara para gastarla en televisión. Además, un hombre que se había dedicado a la recuperación, como Deaver, sabía que no había suficientes televisores que funcionaran en Deseret para que hubiera más de dos por pueblo. No era como en los viejos días, en que todo el mundo iba a casa de noche y veía la tele hasta que se dormía. Hoy en día la gente solamente tenía tiempo para divertirse cuando pasaba un teatro ambulante por el pueblo.

Ya habían dejado atrás las casas, y se acercaban a un campo que alguna vez había tenido trigo, cosechado mucho tiempo atrás.

La voz de Katie se puso ronca de pronto y tembló un poquito.

—Te colgaría de los pezones pero asustarías a los chicos.

—¿Qué?

—Era una mujer magnífica. Fue la primera que llevó pantalones. La primera mujer que usó pantalones. Y amaba a Spencer Tracy y lo quiso hasta que él murió, aunque él era católico y no se quiso divorciar para casarse con ella.

El camión se detuvo en el costado este del campo. Janie y Dusty saltaron directamente al suelo y los dejaron solos en medio de los fardos.

—Fui a caballo hasta Damasco con los pechos desnudos —dijo Katie con aquella voz ronca, temblorosa de nuevo—. Casi me muero por las quemaduras del viento, maldita sea pero las tropas quedaron muy impresionadas.

Deaver comprendió por fin que ella estaba recitando un fragmento de la película.

—¿Hicieron una película en la que una mujer decía «maldita sea»?

—¿Te ofendí? Como dijiste que no eras mormón, pensé que no te importaba.

Ese tipo de actitud volvía loco a Deaver. Solamente porque no era un santo del último día, los mormones pensaban que estaba ansioso por oír el último chiste verde o empezaban a decir palabras porque pensaban que eso le haría sentir más cómodo, o simplemente suponían que dormía con prostitutas todo el tiempo y se emborrachaba cada vez que podía. Pero se tragó el enojo sin demostrarlo. Después de todo, ella no había querido hacerle daño. Y a él le gustaba tenerla tan cerca, sobre todo porque no se había separado de él a pesar de saber que era un gentil.

—Ojalá pudieras ver la película —dijo Katie—. Katharine Hepburn está… magnífica.

—¿No está muerta?

Katie se volvió hacia él; la cara, una máscara de tristeza.

—El mundo es más pobre desde entonces.

Él le habló como siempre hablaba a una mujer triste que estuviera demasiado cerca de él como para ignorarla.

—Supongo que el mundo no es tan pobre si te tiene a ti.

La cara de ella se iluminó inmediatamente.

—Ah, si sigues diciendo ese tipo de cosas no pienso dejar que te vayas. —Lo tomó del brazo.

Deaver tenía la mano colgando a un costado, pero ahora que ella estaba tan cerca, se dio cuenta de que tenía los dedos apretados contra la suave curva del vientre de Katie, rodeando el hueso de la cadera. Si adelantaba la mano la estaría tocando donde ningún hombre debía tocar a una mujer si ella no se lo había pedido. ¿Katie se lo estaba pidiendo?

Toolie, de pie, en el suelo junto al camión, golpeó con un puño una de las botas de Deaver y con el otro el zapato de Katie.

—Vamos, Katie, deja tranquilo a Deaver. Quiero que nos ayude con todo esto.

Ella le apretó el brazo de nuevo.

—No tengo por qué dejarlo.

—Si se pone pesada, Deaver, rómpele el brazo. Eso es lo que hago yo cuando se pone pesada.

—Solamente lo hiciste una vez —dijo Katie—. Nunca he dejado que lo hicieras de nuevo. —Soltó a Deaver y saltó al suelo.

Él se quedó allí por un momento, sin moverse, sin mover ni una mano. Ella le había hablado, eso era todo. Eso era todo lo que significaba. Y aunque significara algo más, él no pensaba hacer nada al respecto. No se agradece la hospitalidad de alguien metiendo en líos a su hija. Después de un minuto —no, apenas unos segundos— de reflexión, se bajó del camión y se unió a los demás.

Aparte de elegir el lugar exacto para aparcar y nivelar el camión, la familia no se puso a trabajar inmediatamente. Se reunieron en el campo y Parley Aal, el viejo de la parte posterior del camión, dijo una plegaria. Tenía una voz ampulosa, fluida, pero no tan clara como la de Marshall. Parley decía las erres con dureza, como los mormones de los que Katie se había burlado en el pueblo. La plegaria no duró mucho. Dedicó el lugar al servicio de Dios, y pidió al Espíritu del Señor que tocara los corazones de la gente que vendría a verlos actuar. También le pidió a Dios que los ayudara a recordar las líneas y a estar a salvo. Hasta ese momento, únicamente Katie sabía que Deaver no era mormón, y Deaver dijo amén con todos los demás cuando el viejo terminó. Después, levantó la vista y en el espacio que había entre Toolie y Katie, vio parte del cartel del camión. «Milagro», decía. Después se movieron, y Deaver lo leyó todo. «El Teatro Ambulante del Milagro de Sweetwater». ¿Por qué Sweetwater cuando todos se llamaban Aal en la familia?

Descargar el camión y prepararlo todo para la función fue tan duro como el trabajo más duro que Deaver hubiera hecho en toda su vida. En aquel camión había más cosas de las que él hubiera creído posible. La torre y el misil tenían puertas por detrás, y estaban muy bien embalados con mecanismos y máquinas y equipo extra. Solamente llevó una hora montarles tiendas en las que vivían, cuatro tiendas más una para la cocina, pero eso fue lo más fácil. Había que descargar un generador y colocarlo sobre una rampa. Después, había que conectarlo al tanque de combustible del camión. Era tan difícil de manejar, tan pesado y temperamental, que Deaver se preguntó qué habrían hecho si él no hubiera estado allí. Tuvieron que usar toda la fuerza de Toolie y Ollie y Marshall y la de él mismo para lograrlo.

—Ah, Katie y Scarlett suelen ayudar —dijo Toolie.

Así que estaba salvando a Katie del trabajo. ¿Era por eso por lo que ella lo trataba tan bien? Bueno, no le parecía mal. Le gustaba ayudar y no esperaba que le pagaran. ¿Qué más hubiera podido hacer esa mañana? Llamar a Moab y después sentarse y esperar instrucciones, probablemente. Era mejor hacer lo que estaba haciendo. Era mejor no estar acordándose de la forma en que el cuerpo de Katie se había apretado contra su mano, de la forma en que ella le había apretado el brazo.

Sacaron tubos de metal y pesados bloques de acero y los arrastraron desde el camión hasta unos quince metros más allá uno a cada lado del sitio en que iba a estar el público, y los arrimaron a los árboles que sostendrían las luces. Hablaban todo el tiempo con palabras que Deaver no había oído nunca —fresnel, elipsoidal—, pero necesitó poco tiempo para entender la función de cada luz. Ollie era el que estaba a cargo de la electricidad. Deaver tenía un poco de práctica en ello, pero se esforzó por no demostrarlo. Hacía sólo lo que le ordenaba Ollie, bien y rápido, y sin decir ni una sola palabra a menos que tuviera que hacer una pregunta. Para cuando tuvieron todas las luces conectadas, bien enfocadas y a punto, Ollie hablaba con Deaver como si hubieran sido amigos desde primer grado. Hacía bromas, hasta se burlaba un poquito —«¿a vosotros os dan algún perfume de caballo que poneros, jinete local?»—, pero sobre todo le mostraba a Deaver lo que sabía sobre iluminación de escenarios. Por qué se usaban los filtros de colores, qué hacían las luces especiales, cómo se distribuían, cómo se conectaba el tablero. Deaver se decía que para qué demonios iba a servirle todo aquello, pero Ollie sabía de lo que hablaba y a Deaver no le molestaba aprender algo nuevo.

Y cuando tuvieron las luces listas, ni siquiera había empezado el grueso del trabajo. Desayunaron de pie, alrededor del horno de gas.

—Te estamos dando demasiada faena —dijo Scarlett, pero Deaver sonrió y se metió otra galleta en la boca.

Sabían como si realmente llevasen azúcar. Un horno de gas, generador propio, galletas que no sabían solamente a harina y agua; tal vez vivieran en un camión y durmieran en tiendas, pero esa gente tenía algunas cosas que la gente de los pueblos del margen no conocía.

A mediodía, goteando sudor y todo dolorido, Deaver se apartó del camión con Ollie y Toolie y Marshall para ver cómo había quedado el escenario. El misil había desaparecido, reemplazado por el mástil de un barco; el flanco del camión estaba cubierto con paneles que lo hacían parecer el casco de un bote, y las máquinas estaban preparadas para producir un efecto de olas con una tela azul frente a la nave. Un telón negro ocultaba la pirámide. Dusty se levantó y dejó caer el telón mientras los mayores lo observaban. Deaver pensó que era excitante ver la pirámide de pronto, cuando caía la tela, pero Marshall hizo sonar la lengua en un tono de desagrado.

—Está ya muy viejo.

El telón estaba remendado, eso era cierto, y había algunos rotos y agujeros que ni siquiera tenían parches.

—Se ve viejo a mediodía, pa —dijo Toolie—, pero de noche es suficiente. —Sonaba un poco impaciente.

—Necesitamos uno nuevo.

—Y ya que hablamos de necesitar, lo que de veras necesitamos es un camión nuevo —dijo Ollie.

Toolie se volvió hacia él, un poco enojado, según le pareció a Deaver, aunque no entendía la razón por la que pudiera estarlo.

—No necesitamos un camión nuevo, lo que necesitamos es cuidar bien de éste. Deaver dice que no está carburando bien.

De pronto, toda la alegría se había esfumado en el rostro de Ollie. Se volvió hacia Deaver con ojos de hielo.

—¿Ah, sí? ¿Eres mecánico acaso?

—Conducía un camión —explicó Deaver. No podía creerlo. De pronto estaba en medio de una discusión de familia—. Probablemente esté equivocado.

—No, no, tienes toda la razón —dijo Ollie—. Lo que pasa es que yo agarro toda esa cantidad de dinero, muchísimo dinero, que me dan para comprar repuestos y me lo gasto en las cantinas y las casas de prostitución del margen, así que nunca se repara el motor.

Parecía demasiado furioso para estar bromeando, pero lo que decía no podía ser cierto. No había ni cantinas ni casas de prostitución en el borde.

—Lo único que digo es que no podemos permitirnos un camión nuevo, ni siquiera un telón nuevo —insistió Toolie. Parecía avergonzado, pero se lo merecía. Había acusado a Ollie de no hacer un buen trabajo con el camión.

—Si es a eso a lo que te referías, ¿por qué tuviste que hacer que Teague se pusiera de tu lado? —preguntó Ollie.

Deaver tenía ganas de agarrarlo por los hombros y gritarle en la cara: «No estoy del lado de nadie. No soy parte de esta familia y no soy parte de esta discusión. Soy un jinete que necesitaba que lo llevaran hasta el pueblo y que acaba de ayudaros a bajar ocho toneladas a cambio de un desayuno».

Toolie intentaba calmar las cosas, pero no le salía demasiado bien.

—Solamente estaba tratando de dejaros claro a ti y a papá que estamos en quiebra y que hablar de telones y camiones nuevos es como hablar de caerse en un agujero y descubrir que es una mina de oro. No va a pasar, eso es todo.

—Así que solamente estabas hablando… —dijo Ollie.

—¡Y tú no haces más que ponerte sarcástico y desagradable! No hacías nada malo, por supuesto —replicó Toolie.

Ollie se quedó allí plantado por un minuto, como si tuviera dos o tres palabras terribles colgándole de la mente, listas para salir volando cuando realmente pudieran lastimar a alguien. Pero no abrió la boca. Solamente se volvió y se fue rodeando el camión.

—Ahí va otra vez —dijo Toolie. Miró a su padre con una sonrisa amarga—. No sé qué hice pero estoy seguro de que tengo la culpa de que se enojara.

—Lo que hiciste —le señaló Marshall— fue humillarlo ante su amigo.

A Deaver le llevó un momento darse cuenta de que Marshall se refería a él. La idea de ser amigo de Ollie lo tomó por sorpresa. ¿Era por eso que Ollie había trabajado todo el tiempo a su lado, enseñándole cómo hacer lo de la electricidad? ¿Porque eran amigos? De alguna forma, Deaver había pasado de ser un desconocido total a ser amigo de Ollie sin que nadie le preguntara si le molestaba o estaba de acuerdo con la idea.

—Tienes que aprender a ser sensible a los demás, Toolie —prosiguió Marshall—. Gracias a Dios que no diriges esta compañía, con esa forma de portarse sin pensar jamás en los pensamientos de tu hermano. Tú atropellas a la gente, Toolie, te los llevas por delante.

Marshall no había levantado la voz. Pero era preciso y cruel, y siguió y siguió y siguió. Deaver se sentía totalmente fuera de lugar como testigo de la forma en que el padre se descargaba con Toolie. Era cierto que Toolie había provocado una especie de pelea con Ollie, pero no se merecía aquel tipo de castigo verbal, y seguramente no ayudaba mucho que Deaver estuviera allí mirando. Pero Deaver no sabía cómo irse sin que pareciese que estaba en contra de lo que veía. Así que se quedó allí, mirando a algún lugar entre Marshall y Toolie para no encontrarse con la mirada de ninguno de los dos.

Katie estaba sentada sobre la cima de la pirámide, encima del camión, cosiendo. Dusty y Janie estaban preparando los fuegos artificiales para el final del espectáculo. Ollie tenía el capó abierto y le estaba poniendo algo al motor. Deaver pensó que probablemente oía cada una de las palabras que decía Marshall a Toolie. Se imaginaba a Ollie sonriendo con aquella sonrisita suya. No le gustaba pensar en eso, sobre todo sabiendo que Ollie lo consideraba su amigo. Así que dejó que su mirada vagara por la pirámide y la fijó en Katie mientras ella seguía trabajando.

Parecía raro sentarse tan arriba a pleno sol, cuando había tanta sombra para sentarse. A Deaver se le ocurrió que Katie tal vez se había sentado allí para estar segura de que él la vería. Pero era una estupidez. Lo que había pasado por la mañana no significaba nada. Ni el que ella le hablara, ni el que se le acercara tanto con el cuerpo. Él debía de ser un tonto: pensar que una mujer tan hermosa como ella iba a prestarle atención… Ella estaba sobre la pirámide porque le gustaba ver el pueblo desde arriba.

Katie levantó una mano y lo saludó.

Deaver no se atrevió a contestarle con un gesto parecido… Marshall todavía seguía remachando a Toolie sobre cosas que habían pasado hacía ya años. Deaver desvió la vista de Katie y vio que Toolie lo aceptaba todo, ni siquiera parecía enojado. Como si hubiera apagado sus emociones con un botón. Lo lamentó, Marshall se alejó caminando hacia el camión.

Apenas su padre estuvo lejos, Toolie se volvió hacia Deaver.

—Lamento que hayas tenido que oír esto.

Deaver se encogió de hombros. No tenía idea de lo que debía contestar.

Toolie se rió un poquito. Una risita amarga.

—Me dice ese tipo de cosas continuamente. Pero le gusta más hacerlo si hay público presente.

—No sé nada de padres —replicó Deaver.

Toolie sonrió.

—Papá no vive como otros hombres. Mera lógica, simple justicia…, ésas son las muletillas de los hombres de inteligencia menor. —Después la cara de Toolie se entristeció—. No, Deaver, amo a mi padre. No se trata de Ollie ni de cómo lo trato, y lo que le dije a Ollie no se refería al camión. Soy demasiado, parecido a mi padre y él lo sabe y eso es lo que odia en mí. —Toolie miró a su alrededor para ver si había algo más que hacer—. Supongo que será mejor que me vaya al pueblo a buscar el permiso oficial, y tú tienes que ir a llamar a Moab, ¿no es cierto?

—Supongo.

Toolie se detuvo a hablar con su madre para ver si necesitaban algo del pueblo. Scarlett le recitó una lista, sobre todo provisiones, harina, sal, miel. Cosas que podían conseguir sin pagar porque tenían derecho a que el almacén de la comunidad se las diera. Mientras hablaban, Ollie le arrojó a Toolie un filtro de aire sucio.

—Necesito un nuevo filtro de aire, igual que éste pero limpio.

—¿Adónde vas, Lawrence? —preguntó Scarlett.

—A dormir —contestó él—. En caso de que te hayas olvidado, estuve toda la noche despierto, conduciendo. —Ollie se volvió para alejarse.

—¿Y la guarnición del freno? —inquirió Toolie.

—Sí, a ver si tienen un mecánico que pueda hacer eso. —Ollie se agachó para entrar a una tienda. El enojo seguía espesando el aire.

Deaver notó que Scarlett ni siquiera preguntaba por qué.

En aquel momento ella estaba terminando de recitarle la lista a Toolie, aunque a veces se desviaba y hablaba de lo que probablemente obtendrían del público en un lugar como Hatchville. Después Toolie se fue caminando hacia el pueblo y Deaver lo siguió. Deaver quería llevarse la silla de montar, pero Toolie lo convenció de que no lo hiciera.

—Si te dicen que tienes que salir hoy, tu conductor te puede traer hasta aquí a buscarla. Y por si finalmente nos esperas para ir a Moab dentro de tres días, va a ser mucho mejor que la dejes donde está. —Como si estuviera quedándose con la silla de rehén para asegurarse de que Deaver volvería.

Deaver no estaba seguro de la razón por la que no dijo «no, gracias» y cogió la silla y se la llevó de todos modos. Sabía que no lo habían querido desde el principio, y que solamente los buenos modales o tal vez la culpa o la vergüenza o alguna otra cosa hacían que Toolie quisiera quedarse con la silla para que Deaver tuviera que volver una vez más. Y cosa rara: a Deaver no le importaba. Había pasado mucho tiempo desde la última vez en que alguien se había molestado en tratar de hacer que él se quedara en alguna parte. Eso de que él era amigo de Ollie… La forma en que lo trataba Katie. Eso era parte del asunto. Y gran parte del resto de sus sentimientos venía de haber trabajado con ellos, de haberles ayudado a descargar el camión y prepararse para el espectáculo. Deaver había dejado tanto de su sudor en ese campo que realmente no esperaba partir para Moab aquel mismo día. Quería ver cómo acababa todo aquello. Quería ver el espectáculo. Era eso, sí, eso y nada más.

Y sin embargo, en el mismo momento en que llegó a tal conclusión, supo que era mentira. Seguro, claro que quería ver el espectáculo, pero había algo más. Una vieja necesidad, una tan antigua y profunda, y tan insatisfecha durante tanto tiempo, que Deaver había olvidado que la tenía. Era como si una parte de su alma hubiera muerto de hambre hacía ya mucho. Pero ahora estaba pasando algo que despertaba ese hambre y no podía irse sin averiguar si quizás esta vez podía satisfacerla. No era Katie. Por lo menos, no solamente Katie. Algo más. Tal vez para cuando se fuera a Moab, habría descubierto qué era lo que deseaba con tanta desesperación, una desesperación que hacía que su sueño de unirse a los Jinetes de Royal le pareciera débil y lejano.

Él y Toolie caminaron directamente hasta el ayuntamiento sin dar rodeos por las calles como habían hecho al principio. Todavía había muchachos que se excitaban al verlos.

—¿Quiénes sois vosotros? —les gritaban—. ¿Eres Noé? ¿Eres Jesús? ¿Eres Armstrong?

Toolie los saludaba con la mano, les sonreía y generalmente les decía:

—No, mi padre siempre hace ese papel.

—¿Eres Alma?

—Sí, ése es uno de mis papeles.

—¿Qué hacéis esta noche?

Gloria de Estados Unidos.

Durante todo el camino a través del pueblo Deaver notó que los muchachos tenían los ojos brillantes, se dio cuenta de que les parecía atrevido y valiente hablarle a alguien de un teatro ambulante.

—Parece que vuestro espectáculo es lo más grande que han visto en toda su vida —comentó.

—Es un poco triste, ¿no? —dijo Toolie—. En los viejos días, un espectáculo como éste… no habría valido nada.

Deaver entró con Toolie en la oficina del alcalde. El secretario tenía el cabello muy corto y cuidado. Evidentemente era el tipo de persona que nunca dejaba pasar una semana sin ir al barbero…, ni un día sin bañarse, probablemente. Deaver no estaba seguro de si lo despreciaba o lo envidiaba.

—Soy del teatro ambulante —se presentó Toolie— y necesito cambiar el permiso temporal por uno normal.

Deaver se dio cuenta de que el actor ponía un tono humilde pero también alegre, y no pudo dejar de pensar que su vida de huérfano habría sido mucho más fácil si hubiera aprendido a actuar así con sus padres adoptivos o con los obispos o con los guardias con los que había vivido. Claro que Toolie solamente tenía que actuar así durante unos minutos un día cada tanto, mientras que Deaver hubiera tenido que mantener la actitud durante semanas y años. Como ponerse bizco: seguro, se puede hacer, es fácil, pero si se mantiene la posición demasiado tiempo, lo único que se consigue es un dolor de cabeza.

Y después pensó que, cuando era niño, alguien le había dicho que si uno se pone bizco demasiado tiempo, los ojos se acostumbran y se quedan así para siempre. ¿Y si pasaba lo mismo con eso de actuar con humildad y dulzura? ¿Qué pasaba si se transformaba en un hábito hasta el punto en que uno olvidaba que era una actuación, como había pasado con las voces extrañas de Scarlett y Marshall, que les salían de la boca incluso cuando ayudaban a un jinete local en medio de la noche? Cuando uno actúa, ¿se transforma en el papel que representa para siempre?

Deaver tuvo mucho tiempo para pensar en ello, porque el secretario no pronunció una sola palabra durante un rato largo. Se limitó a quedarse sentado y a mirar a Toolie de arriba abajo, sin mostrar expresión alguna en su cara, muy limpia y muy blanca. Después miró a Deaver. No hizo ninguna pregunta en realidad, pero Deaver sabía lo que estaba preguntando.

—Soy jinete —dijo—. Me cogieron en la carretera. Necesito llamar a Moab.

Un jinete local…, la gente de los pueblos los despreciaba, pero por lo menos sabían qué hacer con ellos.

—Puede llamar desde ahí. —El secretario señaló una oficina vacía—. El comisario ha salido.

Deaver entró en la oficina y se sentó en el escritorio. Un viejo escritorio de recuperación, tal vez uno de los que había encontrado y traído él mismo en los viejos días, cuando era un muchacho. No hacía ni diez años.

No pudo conseguir un operador —la línea estaba atestada—, y, mientras esperaba, oyó lo que pasaba en la otra habitación.

—Aquí está la licencia de la familia. Una licencia de Zarahemla. —Era la voz de Toolie—. Si nos busca en la base de datos comerciales…

—Llene los formularios —dijo el secretario.

—La licencia es del estado de Deseret, señor —insistió Toolie. Todavía amable, todavía humilde.

No hubo respuesta. Deaver se inclinó sobre el escritorio y vio a Toolie, sentado, llenando los formularios. Deaver comprendía las razones de Toolie para hacerlo: cedía para salirse con la suya. Así el secretario demostraba que él era quien estaba al mando de todo. Así aquel hombre de pelo corto se aseguraba de que demostraba a los gitanos que no pertenecían a aquel lugar, que no tenían derechos allí. Así que Toolie llenaría los formularios, y apenas se fuera, el secretario llamaría a la base de datos, verificaría la licencia, y tiraría los formularios a la basura. O tal vez los revisaría línea por línea buscando alguna contradicción, algún error para tener de qué cogerse si quería echar al teatro ambulante de Hatchville. Y eso no estaba bien. La familia Aal ya tenía bastantes problemas, no les hacía falta que un secretario demasiado limpio, bien acomodado en la oficina del alcalde, agregara su granito de arena al cúmulo de dificultades.

Durante un momento, Deaver se sintió sacudido por una rabia ciega, como aquella misma mañana cuando Marshall le había puesto el brazo en el hombro y lo había llamado «hijo». Le temblaban los brazos, sentía que le latían los dedos de los pies, como si estuviera preparándose para bailar o para luchar cuerpo a cuerpo, o para golpear a algún hijo de perra en la cara y romperle la nariz y cubrirlo de su propia sangre, lavarle el cabello con ella y desparramarla sobre su ropa para que, aunque no le doliera mucho, le quedaran manchas en la camisa, manchas que le recordaran que hay un límite para lo que uno puede hacerle a la gente, y que un día la gente estalla y hace algo al respecto, le demuestran a uno que el poder es bueno para…

Después, Deaver se controló, se calmó. No había escasez de hijos de puta voluntarios y autodidactas en el mundo y este secretario no era el peor de ellos ni muchísimo menos. Toolie estaba haciendo lo correcto, inclinándose y dejando que el hombre se sintiera importante. Si le dejaba quedarse con la victoria ahora, la familia tendría una victoria mayor más tarde. Porque cuando se fueran de ese pueblo, los Aal todavía serían ellos mismos, todavía serían una familia, y ese secretario no tendría ni un ápice de poder sobre ellos. Eso era la libertad, la capacidad de poder irse cuando uno quisiera. Deaver entendía ese tipo de poder. Era el único tipo de poder que había tenido o querido en su vida.

Finalmente, consiguió un operador y le dijo quién era, con quién necesitaba comunicarse y por qué. Al operador le llevó una eternidad verificar en el ordenador que Deaver era realmente un jinete local y que por lo tanto estaba autorizado a hacer un número ilimitado de llamadas a los cuarteles generales regionales de Moab. Finalmente obtuvo la comunicación. Era Meech, el de siempre.

—¿Tienes los informes? —le preguntó.

—Sí.

—Entonces, muy bien. Ven.

—¿Rápido?

—No lo suficiente como para que te cueste dinero. Ven. No hay prisa.

—¿Dos, tres días está bien?

—No hay prisa. Aunque tengo la aprobación para que solicites tu ingreso en los Jinetes de Royal.

—Maldita sea, ¿por qué no me lo dijiste antes, cara de pito? —gritó Deaver en el teléfono. Había estado en la lista de espera durante tres años.

—No quería que mojaras los pantalones, ésa es la razón —bromeó Meech—. Por favor, recuerda que se trata solamente del permiso para solicitar el ingreso.

¿Cómo podía decirle Deaver que ni siquiera había esperado conseguir el permiso? Suponía que ésa era la forma de sacarse de encima a los que no eran mormones, impidiéndoles que solicitaran la entrada y dejándoles para siempre en la lista de espera.

—Y tengo cinco tipos, Teague, preguntando si vas a ceder tu derecho a solicitar el ingreso. Y están ansiosos.

Era legal firmar para dejar el lugar a alguien que estuviese por debajo en la lista…, lo que no era legal era aceptar dinero por eso. Y sin embargo, la lista de solicitudes para ser jinetes exteriores era larga y seguramente había hombres en ella que no pensaban ingresar, que firmaban solamente para conseguir un poco de dinero vendiendo el puesto cuando les tocara a ellos. Deaver sabía que si decía que sí y Meech le daba el nombre de los que deseaban entrar en lugar de él, empezaría a conseguir promesas y dinero. Lo que no conseguiría, claro está, era otra oportunidad para presentar la solicitud.

—No, gracias, Meech.

Apareció el secretario en la puerta, la cara encendida.

—Un segundo, por favor —dijo Deaver en el teléfono—. ¿Qué pasa?

—¿Está al tanto de las leyes de decencia pública? —preguntó el secretario.

A Deaver le llevó un segundo entenderlo. ¿Habría oído a Meech decir algo sobre vender el lugar para solicitar el ingreso en los Jinetes? No, el secretario hablaba de las leyes de decencia pública. Deaver volvió a pensar en su conversación telefónica. Seguramente había dicho «maldita sea» en voz demasiado alta. Y aunque «cara de pito» no estuviera en la lista de prohibiciones, podía entrar fácilmente bajo «otras expresiones o gestos lascivos».

—Lo lamento.

—Espero que lo lamente mucho.

—Sí.

Deaver hizo todo lo que pudo para imitar los modales humildes que había estado utilizando Toolie. Era especialmente difícil para él, porque de pronto tenía ganas de ponerse a reír en voz alta (¡iban a dejarle presentar una solicitud para los jinetes exteriores!) y pensaba que al secretario no le iba a gustar su risa. De pronto, rió.

—Sí, lo lamento mucho, señor. —Había copiado el señor de Toolie.

—Porque en Hatchville no nos hacemos cómplices del pecado.

«En Hatchville seguramente no hacen pis, lo retienen en el cuerpo hasta que se mueren». Pero no lo dijo, solamente miró al secretario directamente a los ojos con toda la calma que pudo hasta que el hombre finalmente se llevó su enorme carga de corrección y rectitud de vuelta a su asiento.

Eso era justo lo que le faltaba, un arresto por mal comportamiento ahora que estaba a punto de pedir el ingreso en los jinetes exteriores.

—¿Todavía estás ahí, Meech?

—Sí, aquí estoy, esperando.

—En dos días estoy ahí. Tengo mi silla de montar.

—Te has quedado tan fresco, ¿eh?

—Sí.

—No te creo.

—Hasta pronto, Meech.

—Dale tus informes de erosión a ese secretario, ¿quieres?

—De acuerdo —dijo Deaver. Colgó.

El secretario le dijo sin ganas dónde quedaba la casa del que hacía los informes. Claro que el comunicador no estaba transmitiendo, eso se hacía de noche, sobre las mismas preciosas líneas telefónicas que se utilizaban para hacer llamadas durante el día. Pero el hombre le dijo que lo iba introducir en el ordenador ese mismo día, y no parecía tener demasiadas ganas de copiar nada, ni siquiera el cuaderno de Deaver, bastante delgado, por cierto.

—¿Todas estas coordenadas? —preguntó.

—Hago mi trabajo —replicó Deaver.

—Eres muy bueno —dijo el otro—. El desierto de ayer, el pasto de hoy, la granja de mañana. —Era el eslogan de las nuevas tierras. Significaba que la conversación había terminado.

Cuando Deaver volvió al ayuntamiento, Toolie ya no estaba en la oficina del secretario. Estaba en la del alcalde, y, como la puerta estaba entornada, Deaver podía oírlos bastante bien, especialmente porque el alcalde no estaba tratando de hablar en voz baja.

—No tengo ninguna obligación de darle un permiso, señor Aal, así que no me agite esa licencia de Zarahemla frente a los ojos. Y no piense que me impresiona porque su nombre sea Aal. No hay leyes que digan que los parientes de un héroe tengan por qué valer más que un pedazo de mierda, ¿me entiende?

«Mierda» sí que estaba en la lista de prohibiciones. Deaver miró al secretario pero éste se limitó a seguir moviendo los papeles.

—Y ni se inmuta —dijo Deaver.

—¿Qué? —preguntó el secretario.

Si había oído el comentario de Deaver, era evidente que podía oír el del alcalde. Pero Deaver decidió no hacer un escándalo de eso.

—Nada —contestó.

No había razones para provocar al secretario. Había venido al pueblo con el teatro ambulante y cualquier cosa que molestara a la gente pondría a los Aal en mala situación. A Deaver le parecía que ya estaban bastante mal sin eso.

—Las chicas jóvenes los ven con esos trajes y con esas luces, y piensan que ustedes son el profeta José o Jesucristo o Alma o Neil Armstrong, y así están, indefensas frente a cualquier bastardo sin escrúpulos que no se preocupa por lo que puede hacerle a una chica.

Finalmente Toolie levantó la voz, y dejó de lado su actuación de humildad. Deaver se alegró de saber que Toolie tenía un límite.

—Si tiene una acusación directa…

—El teatro ambulante Aal y la Asociación Teatral están implicados en muchas acusaciones, no sé si soy claro. No vamos a hacerlas nosotros, pero vamos a vigilarles muy bien. Solamente porque se llamen «El Teatro Ambulante del Milagro de Sweetwater» no significa que no sepamos el tipo de personas que son.

Dígale a todos los de su compañía que le vamos a vigilar muy bien.

La respuesta de Toolie fue demasiado tenue para poder oírla.

—Eso no pasará en Hatchville. No van a arruinar la vida de alguna pobre muchacha y a desaparecer después con su misión encomendada por el profeta.

Así que había gente que creía en esas historias sobre los espectáculos de gitanos. Tal vez Deaver también lo había creído. Pero una vez que uno conocía a personas como los Aal, esas historias parecían estúpidas. Excepto en Hatchville, claro, donde nadie es cómplice del pecado.

Toolie estaba realmente callado cuando salió de la oficina del alcalde, pero tenía el permiso y el formulario para el almacén del obispo, ambos firmados por el mismo hombre, claro, porque el alcalde era el obispo.

Deaver no habló sobre lo que había oído. En lugar de eso, le contó a Toolie lo del permiso para solicitar un trabajo entre los exteriores, y que eso quería decir que tenía una oportunidad de llegar a ser uno de ellos.

—¿Y para qué quieres hacer eso? —preguntó Toolie—. Es una vida terrible. Viajas miles de kilómetros a caballo, estás siempre cansado, la gente siempre tratando de matarte, tienes que estar fuera aunque llueva, día y noche, ¿y para qué?

Era una pregunta absurda. Todos los chicos de Deseret sabían por qué querían ser uno de los Jinetes de Royal.

—Para salvar la vida de la gente. Para ayudarles a llegar hasta aquí.

—Los jinetes exteriores no hacen eso. La mayoría entrega correo de un área poblada a otra. Y hace mapas. No es mucho más excitante que el trabajo que haces ahora.

Así que Toolie sí había investigado el trabajo que hacía su tío Royal. ¿Cómo se hubiera sentido Marshall de saberlo?

—¿Nunca pensaste en unirte a los jinetes? —le preguntó Deaver.

—Yo no —respondió Toolie.

—Vamos… —dijo Deaver.

—Nunca desde que crecí lo suficiente como para hacer elecciones inteligentes. —Apenas habían salido esas palabras de su boca, Toolie debió de darse cuenta de lo que acababa de decir—. No me refiero a que no sea una elección inteligente para ti, Deaver. Es sólo que… si uno de nosotros se va, el espectáculo muere. ¿Quién haría mis papeles? ¿El abuelo Parley? Tendríamos que contratar a alguien de fuera de la familia, pero ¿cuánto tiempo trabajaría alguien de fuera por nada más que la casa y la comida, como hacemos nosotros? Si alguien se va, se terminó para todos los demás. ¿Y qué harían papá y mamá para vivir? Así que ¿cómo se me iba a ocurrir irme a trabajar con los jinetes exteriores?

Había algo en el tono de voz de Toolie, algo en su actitud que decía: «Esto es real. Esto es algo de lo que realmente tengo miedo, de que la familia se divida, de que el teatro desaparezca. —Y además—: Por eso es por lo que estoy atrapado. ¿Por qué no puedo tener sueños propios, como tú?» Y viendo que Toolie hablaba con sinceridad, como si Deaver fuera alguien en quien confiaba, Deaver le contestó de la misma forma, revelando cosas que nunca había dicho a nadie en voz alta, o por lo menos no últimamente.

«Ser un exterior. Eso significa un nombre. Un local…, ¿cómo nos llaman? Pisoteadores de conejos. Pastores de hierba».

—He oído cosas peores —dijo Toolie—. Algo sobre vuestras relaciones con las vacas. Vosotros los vigías tenéis una fama casi tan mala como la nuestra.

—Por lo menos vosotros sois alguien en los pueblos que visitáis.

—Ah, sí, nos ponen una alfombra roja cada vez que nos ven llegar…

—Quiero decir que sois Noé, o Neil Armstrong, o lo que sea.

—Eso es lo que hacemos en el escenario. No lo que somos.

—Es lo que sois para ellos.

—Para los niños —puntualizó Toolie—. Para los adultos, una persona es lo que hace aquí, en el pueblo. Eres el obispo o el alcalde…

—El obispo y el alcalde…

—O el comisario o el maestro de la escuela dominical, o un granjero o lo que sea. Eres alguien real. Nosotros venimos, pero no encajamos.

—Por lo menos algunos de ellos se alegran de veros.

—Seguro —dijo Toolie—. No digo que no estemos mejor que tú, en cierto modo. Un gentil en un lugar como éste…

—Ah, Katie te lo ha contado. —Así que sí le había importado que él no fuera mormón, lo suficiente como para comentárselo a su hermano. En cierto modo, sin embargo, eso hacía que la forma en que Toolie le había hablado, como a un amigo, significara todavía más, porque Toolie ya sabía que Deaver era un gentil.

Y Toolie tuvo la gracia de fingir que estaba un poco incómodo por saber algo que Deaver le había confiado sólo a Katie.

—Yo me preguntaba si no sería así… y entonces le pedí que lo averiguara.

Deaver trató de hacerlo sentir mejor al respecto.

—Estoy circuncidado.

Toolie rió.

—Bueno, lamento que no vivas en Israel. Allí sí que encajarías.

Una vez, cuando tenía dieciséis años, un camionero le había dicho que los mormones eran tan correctos y duros porque no podían evitarlo: «Una vez que a uno le cortan el pito alrededor ya no puede fluir la savia». Deaver sabía que lo de la savia no era cierto, pero hasta ese momento no se había dado cuenta de que el camionero le había estado tomando el pelo, haciéndole creer que la circuncisión también formaba parte de la religión mormona. Una vez más, Deaver había dicho algo tonto y ofensivo sin querer.

—Lo lamento, pensé que vosotros, los mormones…

Pero Toolie se reía.

—¿Ves? La ignorancia es grande por ambas partes.

Le puso la mano en el hombro y allí la dejó por unos instantes, mientras caminaban a lo largo de la calle de Hatchville. Y esta vez Deaver no se enfureció. Esta vez le pareció bien tener la mano de Toolie sobre el hombro. Llegaron al almacén y arreglaron que un carro les llevara las provisiones al campo esa misma tarde.

—¡Soldados de Estados Unidos! Podríamos marchar hacia Filadelfia y…, podríamos marchar.

—Marchar en armas y aplastar Filadelfia bajo nuestras botas.

—¡Soldados de Estados Unidos! Podríamos marchar en armas y aplastar Fila…

—¡Acabar con Fila…!

—¡Aplastar Filadelfia bajo nuestras botas! Y entonces, ¿qué podría…?

—¿Qué Congreso podría…?

—¿Qué Congreso podría negar nuestras reclamaciones y derechos sobre el tesoro de esta sangre que creamos por…?

—La nación que creamos…

—Voy a empezar de nuevo, Janie, estoy un poco confundido, eso es todo. Quiero empezar de nuevo.

El viejo Parley había repasado tantas veces el discurso de George Washington a sus tropas que Deaver podría haberlo recitado de memoria solamente de oírlo mientras trabajaba conectando un relé al ventilador de la calefacción. Con la cabeza bien metida en el motor del camión, una pierna colgando del guardabarros para sostenerse, el sonido de la voz de Parley al memorizar era un fuerte eco en su mente.

El sudor caía de la frente de Deaver y le nublaba los ojos. Un trabajo feo, pero mientras el ventilador siguiera funcionando, ellos se acordarían de él.

Hecho. Solamente quedaba salir de aquella posición, poner en marcha el camión y comprobar si el ventilador funcionaba realmente.

—Ya lo tengo, Janie —dijo Parley—. Pero ¿acaso vamos a negar los principios de la libertad por la que luchamos y por la que perdimos tantos compañeros? ¿Vamos a negarlos solamente por dinero? Ayúdame aquí, Janie, una palabra solamente.

—Yo.

—¿Yo qué?

—Yo digo.

—¡Listo! Yo digo que…, ¡no!

—Yo digo que en Estados Unidos los soldados están bajo las órdenes del gobierno legal incluso cuando ese gobierno legal actúa injustamente contra ellos.

—No me leas todo el discurso.

—Pensé que si lo oías todo una vez, abuelo, tal vez…

—Eres mi apuntadora, no mi maestra…

—Lo lamento, pero es que ya lo hemos repetido tantas…

Deaver encendió el motor del camión. Ahogó el sonido de la voz de Parley Aal acusando injustamente a Janie por su propia falta de memoria. El ventilador funcionaba. Deaver apagó el motor.

—… ¡y de pronto esto! No puedo trabajar en estas circunstancias, no hago milagros, nadie puede acordarse de parlamentos tan largos con…

Esta vez no fue la voz de Janie la que contestó sino la de Marshall.

—Ya ha parado el motor, así que sigue.

Parley sonaba más petulante que nunca. Más débil.

—Pronuncio esas palabras con tanta frecuencia que ya no significan nada para mí.

—No tienen que significar nada, solamente tienes que recitarlas.

—Es demasiado largo.

—Ya lo hemos cortado hasta los huesos. Washington les advierte de que podrían tomar Filadelfia y acabar con el Congreso, pero que entonces toda la lucha sería en vano, así que les pide paciencia para que la democracia haga su lenta voluntad.

—¿Y por qué no puedo decir eso? Es más corto.

—Pero también es algo que Washington no diría nunca, papá. No podemos hacer Gloria de Estados Unidos sin George Washington.

—¡Entonces hazlo tú! No puedo seguir con esos parlamentos, simplemente no puedo. Nadie puede acordarse de algo tan largo.

—¡Pero si los has hecho cientos de veces en tu vida!

—¡Soy demasiado viejo! ¿Tengo que expresarlo con palabras, Marshall? —Después, más bajo, casi rogando—: Quiero irme a casa.

—Con Royal. —El nombre era como ácido comiéndose un pedazo de madera.

—A casa.

—Nuestra casa está bajo el agua.

—Tú eres el que debería estar haciendo el discurso de Washington, y lo sabes. Tienes la voz, y Toolie ya está listo para ser Jefferson.

—¿Y para ser Noé? —Marshall hablaba con desprecio, como si la idea fuera una locura.

—Tú tenías su edad cuando empezaste a hacer de Noé, Marshall.

—¡Toolie no está maduro!

—Sí que lo está, y tú deberías estar haciendo los papeles que hago yo, y Donna y yo deberíamos estar en casa. Por favor, Marshall, tengo setenta y dos años y mi mundo ha desaparecido, y lo que realmente quiero es un poco de paz antes de morir.

El parlamento de Parley terminó en un suspiro ronco. Era el toque dramático perfecto. Deaver se sentó en la cabina del camión, pensando en la escena que no podía ver: Parley mirando a su hijo durante un largo momento, después volviéndose suavemente y marchándose con toda la dignidad cansada de un hombre sabio, de vuelta hacia su tienda. Todas las discusiones de aquella familia se desarrollaban a base de parlamentos fijos.

El silencio duró lo suficiente para que Deaver se sintiera en libertad de abrir la puerta y dejar la cabina. Inmediatamente echó una mirada hacia el lugar donde habían estado ensayando Parley y Janie. Se habían ido. Marshall también.

Bajo la carpa de la cocina estaba Donna, la esposa de Parley. Era vieja y frágil, aparentemente mucho más vieja que Parley. Una vez que le traían su mecedora por la mañana, se sentaba allí, a la sombra, y a veces dormía, a veces no. No estaba senil, en realidad; se alimentaba por sí misma, hablaba. Era como si quisiera sentarse en aquella silla, cerrar los ojos y fingir que estaba en otro lado.

Pero ahora estaba allí. Tan pronto advirtió que Deaver estaba mirándola, le hizo un gesto para que se acercara. Él obedeció.

Pensaba que ella iba a advertirle de que debía de tener más cuidado.

—Lamento haber arrancado el motor justo en ese momento.

—Ah, no, no, el camión no tiene nada que ver. —Donna palmeó un banquito que había en la hierba, junto a ella—. Parley es sólo un viejo que quiere dejar de trabajar.

—Conozco la sensación —dijo Deaver.

Ella sonrió con tristeza, como para decir que no había ninguna posibilidad en el mundo de que conociera tal sensación. Lo miró, estudiando su cara. Él esperó. Después de todo, ella lo había llamado. Finalmente, Donna le dijo lo que estaba pensando.

—¿Por qué estás aquí, Deaver Teague?

Él lo tomó como un desafío.

—Devuelvo un favor.

—No, no, lo que quiero decir es por qué estás tú aquí.

—Necesitaba que alguien me llevara al pueblo.

Ella esperó.

—Pensé que debía arreglar el ventilador de la calefacción del camión.

Ella siguió esperando.

—Quiero ver el espectáculo.

Ella levantó una ceja.

—¿Katie no tiene nada que ver?

—Katie es una chica preciosa.

Ella suspiró.

—Y rara. Y solitaria. Cree que quiere escaparse, pero no es cierto. La calle Broadway ya no existe. Las ratas han invadido los teatros. Se comieron el pavo real de la NBC y no dejaron ni una pluma. —Se rió de su propia broma.

Después, como si se diera cuenta de que había perdido el hilo de su propia conversación, se quedó en silencio y miró al vacío. Deaver se preguntó si no sería mejor volver al camión, o ir a dar un paseo, o cualquier cosa.

Ella lo asustó volviendo la cabeza y mirándole de nuevo, los ojos más agudos que antes.

—¿Eres uno de los tres Nefitas?

—¿Qué?

—Apareciste así, en la carretera. Justo cuando necesitábamos un ángel.

—¿Los tres Nefitas?

—Los que eligen quedarse en la Tierra hasta que Cristo vuelva. Van por el mundo haciendo el bien y después desaparecen. No sé por qué pensé en eso. Sé que eres un chico normal y corriente.

—No soy un ángel.

—Pero por la forma en que los jóvenes se volvieron hacia ti… Ollie, Katie, Toolie, pensé que venías a…

—¿A qué?

—A darles lo que más quieren. ¿Y por qué no se lo das de todos modos? A veces no hace falta ser un ángel para hacer milagros.

—Ni siquiera soy mormón.

—Te voy a contar la verdad —dijo la vieja—. Moisés tampoco lo era.

Él se rió. Ella también. Después volvió a poner la mirada distante. Él esperó un rato y los párpados de Donna se hicieron pesados, temblaron y se cerraron. Entonces, Deaver se puso de pie y se volvió.

Scarlett estaba de pie a menos de dos metros, mirándole.

Él esperó que la mujer dijera algo. Pero ella no lo hizo.

Voces en la distancia. Scarlett echó una mirada hacia el ruido, rompiendo el silencio que los unía. Él también se volvió. Por el otro lado del camión llegaba el primer grupo de gente del pueblo. Parecían tres familias juntas, con bancos y un par de viejas sillas plegables. Oyó que Katie los llamaba, aunque no la veía desde detrás del camión. Las familias saludaron con la mano. Los chicos corrieron adelante. Entonces Deaver vio emerger a Katie, a campo abierto. Llevaba las faldas de miriñaque de Betsy Ross. Deaver conocía la escena de Betsy Ross porque había tenido que aprender cuándo levantar la bandera para que Janie pudiera dedicarse a ayudar a Dusty a cambiarse de traje. Los chicos pasaron corriendo a su lado, la rodearon; Katie se puso en cuclillas y abrazó a los dos más pequeños primero. Después se puso de pie y los llevó hacia el camión. Era muy teatral; era una escena ensayada para los padres de los chicos, y funcionó. Los padres rieron, asintieron. Les gustaría el espectáculo. Les gustaría la familia de los actores, porque Katie había dado la bienvenida a sus hijos con afecto. Teatral y, sin embargo, totalmente honesta. Deaver no sabía cómo lo sabía. Pero sabía que a Katie realmente le gustaba recibir al público.

Y después, al pensar en eso, se dio cuenta de algo más. Se dio cuenta de que había visto a Katie ensayar algunas escenas que no sentía, no de la misma forma, no con aquel fervor con que había saludado a los chicos. Escenas calculadas. Y otra vez Deaver no sabía cómo lo sabía. Pero lo sabía. La sonrisa de Katie, su roce, su atención, todo lo que le había dado a él ese día, todo eso que había prometido a medias era parte de una actuación. Ella era como su padre, no como Toolie. Y pensar en eso ponía un gusto amargo en su boca. No tanto porque ella hubiese estado fingiendo. Sobre todo porque ella le había engañado de un modo tan absoluto.

—¿Quién puede encontrar una esposa capaz? —inquirió Scarlett con suavidad.

Deaver se sintió enrojecer.

Pero no era una auténtica pregunta. Scarlett estaba recitando.

—Su valor es mucho mayor que el del coral. Toda la confianza de su esposo está en ella, y a los niños no les falta de nada.

Deaver veía cómo los niños se aferraban a Katie. Ella debía de estar contándoles un cuento. O tal vez fingiendo ser Betsy Ross. Los chicos rieron.

—Ella devuelve el bien, no el mal, toda su vida. Cuando abre la boca, es para hablar con sabiduría, y la lealtad es el tema de sus enseñanzas. Ella vigila lo que sucede en su casa y no come del pan de la holgazanería. Sus hijos la llaman feliz sin dudar; su esposo, también, y canta sus alabanzas: muchas mujeres demuestran que son capaces, pero tú eres mejor que todas ellas.

Tal vez estaba recitando, pero tenía que tener un sentido. Deaver se volvió hacia Scarlett, que le sonreía alegremente.

—¿Me está haciendo una propuesta? —preguntó.

—El encanto es una ilusión y la belleza es efímera; la que recibe honores es la mujer que teme a Dios. Ensálzala por el fruto de su labor y deja que su trabajo la alabe frente a los portales.

Por lo que suponía Deaver, Scarlett estaba tratando de hacer que pensara en una esposa cuando miraba a Katie.

—Usted no me conoce, señora Aal.

—Creo que sí. Y llámame Scarlett.

—Y además, no soy mormón.

Deaver pensaba que probablemente ella ya lo sabía, pero sabía cuánta importancia daban los mormones a casarse en el templo y también sabía que no pensaba volver a poner un pie en otro templo mormón en toda su vida.

Pero Scarlett parecía preparada para la objeción.

—Eso no es culpa de Katie, ¿no es cierto? ¿Así que por qué castigarla por eso?

Él no podía decirle: «Mujer, si crees que tu hija está enamorada de mí, entonces eres una tonta».

—Soy un desconocido para ustedes, Scarlett.

—Esta mañana, sí. Pero mami Aal nos dijo lo que eres realmente.

Entonces él se dio cuenta de que ella estaba bromeando.

—Si soy un ángel, tengo que señalar que la paga no es demasiado buena.

Pero en realidad ella no quería jugar. Quería hablar en serio.

—Hay algo en ti, Deaver Teague. No dices mucho y la mitad de lo que dices es un error, pero Katie te mira y Toolie me dijo: «Lamento que Teague tenga que irse», y te hiciste amigo de Ollie, que no ha tenido un amigo en años. —Desvió la vista y miró hacia el camión, aunque allí no pasaba nada—. ¿Sabes, Deaver, que a veces pienso que Ollie es el tío Roy renacido?

Deaver casi se rió en voz alta. ¿Royal? No se debía comparar al héroe de los exteriores con Ollie, ese muchacho de sonrisa burlona y temperamento malhumorado.

—No estoy hablando de Royal tal como es ahora, y sobre todo no me refiero a su imagen pública, tan bien construida. Tendrías que haberlo conocido antes, antes del colapso. Un chico salvaje. Tenía que meter sus narices en todo. Más que su nariz, si es que me entiendes. Parecía que todo lo que su cuerpo quería, él tenía que conseguirlo. No descansaba hasta que lo conseguía. Un lío terrible. No lo metieron en la cárcel solamente gracias a la suerte y a las plegarias. Las plegarias eran de mamá Aal, la suerte, suya.

A medida que hablaba, Deaver notó que su voz perdía aquella precisión, aquel calor estudiado. Sonaba más normal. Como si recordar los viejos días le devolviera el modo de hablar que había tenido antes de ser actriz.

—No conseguía conservar un trabajo —continuó—. Siempre terminaba enojándose con alguien, no le gustaba que le dieran órdenes o que le exigieran, no le gustaba hacer siempre lo mismo. Se casó cuando tenía dieciocho años con una chica que estaba tan embarazada que el bebé podría haberle llevado la cola. Justo antes de la Guerra de los Misiles, se enroló en el ejército. Nunca mandó ni un céntimo a casa, y después el gobierno desapareció y durante todo ese tiempo, ¿sabes quién se ocupó de su esposa y su bebé? Bebés, para entonces.

—¿Ustedes?

—Bueno, supongo que sí. Pero no porque yo quisiera. Marsh fue quien los aceptó. Vivieron en nuestro sótano. Yo estaba furiosa. Casi no había lo suficiente para Marsh y los niños y yo, así que cada bocado que comían ellos yo sentía que se lo estaban sacando de la boca al pequeño Toolie y a Katie y a Ollie. Y lo dije, sí…, no a ellos pero sí a Marsh. En privado: no soy tan zorra.

Deaver parpadeó al oírla usar esa palabra.

—¿Y él qué contestó?

—«Son de la familia», eso es lo que contestó. Y eso fue toda la respuesta. «La familia cuida de la familia», dijo. No había ni siquiera que pensar en echarlos. Incluso cuando la universidad dejó de dar clases y nadie tenía trabajo, cuando empezamos a comernos las plantas de dientes de león y acabamos convirtiendo el jardín en una huerta que la lluvia anegaba…; aquel primer año terrible, la lluvia terminaba con todo una y otra vez…

Ella se detuvo un momento para recordar, para vivir aquellos días de nuevo. Cuando volvió a hablar, después de un largo rato, lo hizo con rapidez, como si quisiera terminar la historia.

—Después él salió con la ocurrencia del teatro ambulante. El teatro ambulante de la familia Aal fue el primero, ya sabes. No un camión, entonces no, entonces era un trailer, realmente una especie de carreta, y construimos los escenarios y Marsh escribió Gloria de Estados Unidos y adaptó la vieja obra de Cumorah para tener un espectáculo sacado del Libro Mormón, y salimos a la calle. Ah, siempre fuimos una familia teatral. Yo conocí a Marsh cuando su madre dirigía el teatro de la iglesia.

Miró a su suegra, dormida en la silla.

—¡Quién iba a pensar que la interpretación nos mantendría con vida! Marsh fue el que sacó adelante el nombre de Aal y lo convirtió en algo, algo que se conocía de un extremo a otro de Deseret. Lo logró, de alguna forma lo hizo…, todos hicimos que diera lo suficiente para poder mantener a nuestros chicos y los de Royal, para poner el pan en la mesa de todos. La esposa de Royal no era fácil de aguantar, nunca hacía nada, pero la mantuvimos también. Hasta que un día se escapó. Pero nos quedamos con los chicos, nunca los dimos en adopción. Sabían que siempre podrían contar con un lugar entre nosotros.

Ella no sabía el modo en que esas palabras tocaban el corazón de Deaver, la forma en que se acordaba de las casas adoptivas que siempre empezaban con promesas de «ahora te vas a quedar aquí para siempre» y terminaban con Deaver y su fea maleta de cartón pardo en la parte trasera del coche de otra persona, y ni siquiera una carta, una postal de las familias anteriores. No quería oír hablar de lugares con los que se podía contar. Así que trató de que la conversación volviera al tema de Ollie.

—No veo en qué se parece Ollie a Royal. No ha dejado hijos por ahí tirados.

Ella lo miró con dureza.

—¿No? No es porque no lo haya intentado, te lo aseguro.

Deaver pensó en lo que había dicho el alcalde esa mañana. La familia Aal había sido acusada de dejar embarazadas a las chicas y salir disparados. No era una broma, por eso podían meter a cualquiera en la cárcel. Y allí estaba Scarlett, confesando que la acusación no era solamente un rumor de aldea, que era verdad y que ella estaba enterada. Y después de lo que había dicho el alcalde, Deaver sabía que si atrapaban a Ollie eso significaría la pérdida de la licencia para la familia. Estarían en quiebra: ¿qué valor podían tener los disfraces y la escenografía para cualquier otra persona? Terminarían en alguna granja del margen, en alguna parte. Deaver trató de imaginarse a Marshall junto a otros granjeros, a Marshall acostumbrándose al medio de los granjeros, integrándose. Trató de imaginarlo cubierto de polvo y sudor, con barro desde el cabello hasta la punta de las botas. Si la acusación de Scarlett era cierta, Ollie estaba coqueteando con eso.

—Apuesto a que Ollie no haría tal cosa —dijo Deaver.

—Ollie es Roy de nuevo. No puede controlarse. Tiene un deseo y tiene que satisfacerlo, y a la mierda todo lo demás. Nunca nos quedamos lo suficiente en un solo lugar, no como para que lo atrapen. Él cree que puede seguir así para siempre.

—¿Alguna vez se lo explicó a Ollie de esta manera?

—A Ollie no se le puede explicar nada. O por lo menos yo no puedo, y te aseguro que Marsh y Toolie tampoco. Lo único que se consigue es que estalle o se vaya. Pero tal vez tú, Deaver… Tú eres su amigo.

Deaver meneó la cabeza.

—Ese es el tipo de cosas de las que no se habla con alguien a quien uno acaba de conocer.

—Lo sé. Pero con el tiempo…

—Acaban de comunicarme que tengo la oportunidad de firmar una solicitud para los exteriores.

La cara de ella se puso triste.

—Así que te vas.

—De todos modos me iba. A Moab.

—Los jinetes locales van a los pueblos. Reciben cartas. Tal vez podemos seguir en contacto.

—Los exteriores también.

—No con nosotros —dijo ella.

Deaver sabía que era cierto. No podían seguir recibiendo noticias de uno de los jinetes de Royal. No con lo que sentía Marshall…

Y sin embargo…, si Ollie era realmente como Royal cuando éste era más joven, tal vez podía haber una esperanza en eso.

—Royal volvió a casa, ¿verdad? Tal vez Ollie cambie.

—Royal nunca volvió a casa.

—Ahora vive con su esposa y sus hijos —insistió Deaver—. Lo leí. En los diarios.

—Así volvió Royal a casa…, en los diarios. Empezamos a leer historias sobre los exteriores, y cómo el más atrevido y valiente de entre ellos era un hombre llamado Royal Aal. En aquellos días éramos famosos, y en general, después de nombrarlo, ponían una pequeña aclaración: «No tiene ninguna relación con la familia de actores Aal». Es decir, que se lo preguntaban y él lo negaba. Y sus hijos ya sabían leer, algunos de ellos. Nosotros nunca renegamos de él. Le decíamos a los niños: «Sí, ése es tu papá. Está haciendo un trabajo muy importante, salvando vidas, destruyendo misiles, luchando contra los asaltantes». Les decíamos que todo el mundo se sacrifica en los malos tiempos y que el sacrificio de ellos era estar sin su padre por una temporada. Marshall hasta escribió a Roy, y yo también, para hablarle de los niños, decirle que eran fuertes, inteligentes y buenos. Cuando Joseph, el mayor, se cayó de un árbol y se rompió el brazo con tan mala suerte que los médicos querían cortárselo, le escribimos sobre el coraje de su hijo y le contamos cómo habíamos hecho que le salvaran el brazo a toda costa…, y él nunca contestó.

Deaver se sintió asqueado. Sabía lo que era crecer sin un padre ni una madre. Pero por lo menos él sabía que sus padres habían muerto. Podía creer que ellos habrían vuelto a por él de haber podido. ¿Qué se sentiría al saber que el padre de uno estaba vivo, que era famoso, y que nunca vendría, que nunca escribiría, que ni siquiera mandaría un mensaje?

—Tal vez no recibió las cartas.

Ella rió con amargura.

—Te aseguro que las recibió. Un día… Joseph tenía doce años, lo habían ordenado diácono hacía unas semanas. El comisario apareció en nuestro campamento de Panguitch, con una orden judicial. Una orden del juez en la que figuraban Royal y su esposa como demandantes. Sí, estaban juntos de nuevo. Nos exigían que entregáramos a los hijos de Royal Aal a la custodia del comisario, o nos acusarían de secuestro.

Las lágrimas rodaron por su cara. No eran hermosas, bellas lágrimas de actriz, lágrimas decorosas; eran calientes, amargas, y ella tenía la cara retorcida de emoción.

—No vino él en persona y no escribió para pedirnos que mandáramos a los niños. Ni siquiera nos agradeció que los hubiéramos mantenido con vida durante diez años. Tampoco aquella zorra desagradecida de esposa que tenía, y ella había comido de nuestra mesa durante cinco de esos diez años.

—¿Y ustedes qué hicieron?

—Marsh y yo llevamos los niños a la tienda y les dijimos que su madre y su padre habían enviado a por ellos y que era tiempo de que se reunieran en familia otra vez. Ellos habían leído los diarios. Pensaban que Royal Aal era un gran héroe. Era como si después de años de ser huérfano, tu padre el rey finalmente te encontrase y te convirtieses en un príncipe. Estaban tan contentos que casi ni nos dijeron adiós. No los culpamos por eso. Eran niños que se iban a casa. Ni siquiera los culpamos por no haber escrito desde entonces. Royal probablemente se lo prohibió. O tal vez les contó mentiras sobre nosotros, y ahora nos odian. —Tenía la mano izquierda sobre la cara, y apretaba y aflojaba la derecha sobre la falda, arrugando el vestido en formas extrañas y húmedas—. Así que no me digas que Royal cambió.

No era precisamente la historia que contaba la gente sobre Royal Aal.

—Una vez leí un artículo sobre él —prosiguió Scarlett—. Hace muchos años. Sobre él y su hijo mayor Joseph, cabalgando juntos por las praderas, la segunda generación de héroes. Y citaban a Royal, el cual decía que él había tenido una vida familiar tan dura, que había habido tantas reglas en su familia que siempre se había sentido encerrado, y que se sentía bien porque había rescatado a su hijo Joseph de aquella cárcel.

Deaver había leído el artículo, como todo lo que se escribía sobre Royal Aal. Cuando lo leyó, creyó que lo había entendido; pensó que él también estaba en una prisión y empezó a soñar que Royal Aal lo rescataba a él también. Pero ahora había pasado un día con la familia de Royal. Se daba cuenta de lo cerrada que era, y entendía que uno pudiera sentirse confinado. Peleas y discusiones. Pero también trabajo en equipo, todo el mundo con un papel que ningún otro podía llenar. El tipo de familia que él siempre había deseado cuando era niño.

Mil veces en los años anteriores, Deaver se había imaginado su primer día en el cuartel de los exteriores en Golden, y había imaginado que se acercaba a Royal Aal y le tendía la mano y oía de sus labios la bienvenida. Pero ahora, si eso llegaba a pasar realmente, él pensaría en otras cosas: como el momento en que el comisario había entregado aquella orden a Marshall y Scarlett. Como decir mentiras que dejaban en mal lugar a la gente que le había hecho bien a uno.

Y al mismo tiempo, Deaver se daba perfecta cuenta de cómo todo eso podía parecerle distinto a Royal, de cómo cuando niño pudo haber llegado a odiar a su hermano Marshall —ese hombre sí que era difícil de aguantar algunas veces—, y Deaver adivinaba que Parley no era el padre más comprensivo y bueno del mundo. No era una familia llena de gente hermosa y perfecta. Pero eso no significaba que se merecieran que les hicieran lo que él les había hecho.

Así que ¿cómo podía convertirse en un exterior, sabiendo lo que sabía sobre Royal Aal? ¿Cómo podía seguir a ese hombre? De algún modo tendría que sacarse todo eso de la cabeza, olvidar que lo sabía. Tal vez algún día llegaría a conocer lo suficiente a Royal para poder sentarse junto a él frente al fuego una noche y decirle: «¿Y tu familia? Los conocí una vez, ¿qué pasa con tu familia?» Y entonces oiría la versión de Royal. Eso podía cambiarlo todo, conocer la otra versión.

Pero no podía imaginarse nada que pudiera decir Royal que justificara lo que había sufrido Scarlett, lo que sufría todavía cuando recordaba.

—Ahora me doy cuenta de por qué no les gusta oír hablar de Royal.

—Ya no usamos nuestro apellido —dijo Scarlett—. ¿Sabes lo que eso supone para Marsh? Todo el mundo cree que Roy es un héroe, y mientras tanto, en las ciudades a las que vamos nos tratan como si fuéramos todos ladrones y vándalos y fornicadores a jornada completa. Alguien nos preguntó una vez si habíamos dejado de usar el nombre Aal en el teatro para proteger la reputación de Royal. —Scarlett rió, o sollozó. No era fácil saberlo—. Marshall casi se muere de rabia. Todavía vivimos de la caridad de la Iglesia. Cada pedazo de comida que masticamos viene del almacén del obispo. Probablemente no sabes esto, Deaver Teague, pero en los viejos días solamente se comía del almacén del obispo cuando se estaba en las últimas. Cuando se era un fracasado. Y Marshall y yo todavía lo sentimos así. Roy no come del almacén. Y su familia tampoco, en estos días. Roy no va de pueblo en pueblo por el margen.

Deaver sabía lo que se sentía cuando todo lo que uno comía procedía de la caridad, cuando el hecho de estar vivo era un fervor que le hacía otra gente a uno solamente por la nueva bondad de su corazón. Con razón había un fondo de rabia bajo la superficie de aquella familia, algo que siempre estaba listo para salir a flote y restallar como un látigo si las cosas no salían del todo bien.

—Y lo que más duele de la forma en que nos tratan en estos estúpidos pueblos es que nos lo merecemos.

—No estoy de acuerdo —repuso Deaver.

—A veces quisiera que Ollie se fuera, como Roy…, pero ahora, antes, de que tenga una esposa y varios hijos que dejar al cuidado de su hermano Toolie.

Eso no le pareció justo a Deaver, y por una vez se sintió capaz de decirlo en voz alta.

—Ollie trabaja duro. Yo estuve con él toda la mañana.

—Sí, sí —admitió Scarlett—. Lo sé. No es Roy. Él trata de ser bueno. Pero siempre está ahí parado con esa media sonrisa terrible, como si pensara que somos divertidísimos. Yo vi esa sonrisa en la cara de Roy mientras estuvo con nosotros, antes de escaparse. Esa sonrisa es como un cartel que dice: «Tal vez esté con vosotros, pero no soy parte de vosotros».

Deaver había notado la sonrisa pero nunca había pensado que significara eso. A Deaver le parecía que Ollie sonreía cuando estaba avergonzado por la forma en que actuaba su familia, o cuando estaba tratando de ser amistoso y amable. Ollie no tenía la culpa de que cuando sonreía la gente se acordara de Royal Aal.

—Ollie ya tiene edad para hacer su vida —dijo Deaver—. Cuando yo tenía su edad, hacía ya dos años que conducía un camión de recuperación.

Scarlett miró a Deaver con la cara llena de asombro.

—Claro que Ollie tiene la edad. Pero si se fuera, ¿quién se ocuparía de la iluminación? Marshall y Toolie y Katie y yo… no sabemos nada salvo los textos de los espectáculos.

¿Acaso ella no se daba cuenta de lo contradictoria que era? Ollie no podía irse porque la familia lo necesitaba, pero mientras se quedaba su propia madre deseaba que se fuera para que no les causara el daño que les había causado su tío. No tenía sentido. Por lo que Deaver sabía, Ollie no era parecido a su tío. Pero si su propia madre lo veía así, era difícil ver cómo Ollie podría probarle que no era cierto.

Deaver había visto muchas familias en todos esos años. Aunque nunca había formado realmente parte de una, había vivido con ellas, visto cómo trataban los padres a los hijos, visto cómo los hijos trataban a los padres. Entendía lo que pasaba cuando algo iba mal en una familia mejor que la mayoría de la gente. Todo el mundo trata de esconderlo, de fingir que todo está bien, pero la cosa siempre se escapa por alguna parte. Los Aal habían sufrido todo aquel dolor por los actos de Royal y no podían vengarse de éste, ni siquiera un poco. Pero tenían un hijo que se parecía en algo a Royal. Y era lógico que algo de ese dolor saliera por ese lado. Deaver se preguntó cuánto tiempo haría que Scarlett pensaba que Ollie era como Royal. Se preguntó si Ollie habría oído al pasar algo sobre eso. O si alguna vez cuando estaba furiosa, Scarlett le habría dicho directamente: «¡Eres como tu tío! ¡Exactamente igual que él!»

Ese era el tipo de cosa que un chico no olvidaba nunca. Una vez una madre adoptiva había llamado ladrón a Deaver, y cuando resultó que era su propio hijo el que había robado el azúcar para venderlo, aunque ella montó todo un espectáculo con sus disculpas, él nunca lo olvidó. Era como una pared entre ellos en los meses en que vivió allí, antes de partir hacia otra familia. No puede uno desdecirse de lo que ha dicho, eso es todo.

Al pensar en ello, en la gente que dice cosas crueles que después no puede retirar, Deaver recordó la forma en que Marshall había reñido a Toolie aquella mañana. Esa familia tenía más problemas que el hecho de que la madre recordara a Royal Aal al mirar a Ollie.

—No debería haberte contado esto, Deaver Teague.

Deaver se dio cuenta de que seguramente había estado callado durante un buen rato, allí plantado, quieto.

—No, no importa —respondió.

—Pero hay algo en ti. Estás tan seguro de ti mismo…

La gente le había dicho eso antes. Y él hacía ya tiempo que pensaba que tal vez era porque no hablaba con frecuencia, y porque cuando lo hacía, no decía mucho.

—Supongo —musitó.

—Y cuando mamá Aal te llamó ángel…

Deaver rió.

—Tal vez puedas hacer un milagro sin saber que lo haces. —Scarlett le tomó la mano. Toda la teatralidad había vuelto a ella. Estaba tratando de hacerlo sentir de cierta forma, y por eso estaba actuando. Deaver se alegró de saber que podía ver la diferencia con tanta claridad. Eso significaba que podía creer en lo que ella le decía cuando no estaba actuando—. Ah, Deaver. Tengo tanto miedo por Ollie…

—¿Miedo de que se escape? ¿O de que se quede?

Ella susurró:

—No sé lo que quiero. Sólo quiero que las cosas vayan mejor.

—Ojalá pudiera ayudarle. Pero lo único que puedo hacer es levantar la bandera en la escena de Betsy Ross. Y rebobinar el ventilador de la calefacción en el camión.

—Tal vez con eso sea suficiente, Deaver Teague. Tal vez solamente siendo quién eres, tal vez eso sea suficiente. ¿Y si Dios te mandó aquí, con nosotros? ¿Te parece tan imposible?

Deaver tuvo que reírse.

—Dios nunca me mandó a ninguna parte.

—Eres un buen hombre.

—Eso usted no lo sabe.

—Para saber si la manzana está madura no hace falta más que un mordisco.

—Simplemente, estaba allí en ese momento.

—Sí, claro, tu caballo se murió justo ese día y tú quisiste caminar con la silla de montar y entonces llegaste al lugar al que llegaste y justamente nosotros teníamos problemas con los frenos en el momento en que los tuvimos y justo tú fuiste la primera persona en años que interesó a Ollie y justo le gustaste a Katie. Pura casualidad.

—Yo no daría mucho por el interés de Katie hacia mí —dijo Deaver—. No creo que haya nada profundo en todo eso.

Scarlett lo miró con ojos profundos y limpios y habló con un fervor muy bien calculado.

—Sálvanos. No tenemos fuerzas para salvarnos a nosotros mismos.

Deaver no supo qué decir. Solamente meneó la cabeza y se alejó, por el pasto, lejos del camión, lejos de todos. Los veía: la multitud al frente, los Aal trabajando detrás del teatro, pintándose, preparando las máquinas y equipos para usarlos en el escenario cuando hicieran falta. Caminó un poco más lejos y todos parecieron más pequeños.

Si la gente seguía viniendo así, serían centenares a la hora del espectáculo. Todo el pueblo probablemente. Los teatros ambulantes no pasaban demasiado a menudo.

El sol todavía estaba alto y la gente seguía llegando, así que Deaver pensó que podía tomarse un minuto para estar consigo mismo y pensar. La vieja Donna estaba más loca que una cabra, llamarle ángel… Y Scarlett, pidiéndole que impidiera que Ollie los arruinara a todos. Y Katie, que quería algo, fuera lo que fuese.

Se había topado con ellos la noche anterior. No hacía ni veinticuatro horas. Y sin embargo los había visto con tanta claridad, de tan cerca, que sentía que los conocía. ¿Lo conocían ellos a él de la misma manera? ¿Era posible?

No, estaban desesperados, eso era todo. Querían cambiar y utilizaban a la primera persona que pasaba para que los ayudara a hacerlo. Lo que Deaver no podía terminar de entender era la razón por la que querían mantener su vida de gitanos ambulantes. No era una buena vida, por lo que Deaver veía. Un trabajo muy duro, y todo para montar espectáculos en pueblos donde la gente los odiaba.

«Katie, ¿qué es lo que quieres?»

Probablemente ella era parte de la conspiración de mujeres —Scarlett, Donna y Katie—, todas tratando de hacer que Deaver se quedara con la esperanza de que eso mejorara las cosas para todos. Lo peor era que él casi quería quedarse también. Incluso sabiendo que Katie fingía, se sentía atraído por ella, no podía quitarle los ojos de encima sin esfuerzo. ¿Qué era lo que decía Meech cuando algún tipo dejaba los jinetes para casarse con una mujer? «Envenenado con testosterona —así lo llamaba—. El hombre se envenena con testosterona, ésa es la única enfermedad que aparta realmente a un hombre de los jinetes para siempre».

«Bueno, tengo esa enfermedad, y si quisiera, podría olvidarme de todo excepto de Katie, por lo menos por un rato, lo suficiente como para despertarme y descubrir que estoy empantanado aquí con una esposa y bebés y, después de eso, no me iría nunca aunque quisiera, aunque descubriera que Katie sólo interpretaba y que nunca me quiso… Yo no me iría porque no soy un Royal Aal. No soy un padre adoptivo. Si alguna vez tengo una familia, no voy a abandonar a mis hijos, nunca. Mis hijos pueden contar conmigo hasta que muera.

»Y por eso no puedo quedarme. No puedo creer en todo esto, no puedo siquiera permitirme una preocupación al respecto. Son actores. Y yo no soy actor, y no podría ser parte de ellos como no puedo formar parte de Hatchville al no ser mormón. Y en cuanto a Katie, sé demasiado para poder creer que una mujer como ésa pueda amarme algún día. Soy un tonto. Es una estupidez pensar en quedarme. Todos son infelices, estaría prometiéndome a mí mismo la misma infelicidad que ellos. El trabajo de mi vida está allí afuera, en las praderas, con los exteriores. Aunque Royal sea un patán bien instalado, aunque en realidad yo no encaje entre ellos, por lo menos allí puedo hacer un trabajo importante para el mundo».

Deaver rodeó la huerta de manzanos que había unos cien metros al sur del camión. Hatchville estaba a unos años del margen y los árboles ya eran grandes y sólidos, lo suficiente para poder treparse a ellos. Deaver se subió a una rama. Miró la multitud que seguía llegando. Se estaba haciendo tarde. El sol tocaba casi la montaña hacia el oeste. Deaver oyó la voz de Katie que llamaba.

—¡Ollie!

Como en el juego del escondite con los chicos del vecindario cuando Deaver era muy pequeño. «Ollie, Ollie, ocúltate ya», cantaban. Deaver era un campeón para esconderse. Había oído esas llamadas más de una vez.

Después la voz de Toolie. Y la de Marshall.

—¡Ollie!

Deaver se imaginó lo que pasaría si Ollie no venía. Si se escapaba, como Royal. ¿Qué haría la familia? No podían hacer el espectáculo sin que alguien encendiera las luces y manejara los efectos luminosos. Y todos los demás, todos menos Ollie, estaban en el escenario.

Entonces sintió un apretón en la boca del estómago. Había otra persona que sí sabía algo de electricidad y que no estaba en el escenario. «¿Nos ayudas, Deaver Teague?» Y él, ¿qué diría él en ese caso? «No, lo lamento, tengo pasto que atender, buena suerte y adiós».

Mierda, no podía decir «no» e irse así como así, y Ollie lo sabía. Ollie lo había comprendido perfectamente, lo había calado de arriba abajo y sabía que no podría irse y dejar a los otros en la estacada. Por eso se había preocupado tanto por enseñarle la forma en que funcionaba el sistema de luces. Así él podía escaparse sin destruir a la familia. Y todos pensaban que Ollie había elegido a Deaver como amigo. No, señor, Deaver Teague no era amigo de Ollie, era su pelele.

Pero tenía que darle cierto crédito. Scarlett se había equivocado con él, Ollie no era el tipo de persona que se iría como Royal, y a la mierda con la familia y el espectáculo. No, Ollie había esperado a que apareciera alguien que pudiese reemplazarlo, y solamente entonces había desaparecido. Y si Deaver no tenía demasiado interés en manejar las luces para el espectáculo de la familia Aal era una lástima, pero no era problema de Ollie. ¿Qué le importaba Deaver Teague? Deaver no era uno de la familia, era un desconocido, alguien de fuera, y estaba bien joderle la vida porque de todos modos no valía nada. Después de todo, Deaver no tenía familia ni amigos. ¿Qué importaba Deaver, si Ollie podía estar bien y salirse con la suya?

Aunque ardía de rabia, Deaver no pudo dejar de imaginarse a Katie, acercándosele, frenética —y eso sí que no sería fingido, por cierto, esta vez estaría realmente disgustada— y diciendo: «¿Qué hacemos ahora? No podemos representar el espectáculo sin que alguien se ocupe de las luces». Y Deaver diría: «Yo puedo hacerlo». Y ella: «Pero tú no sabes los cambios, Deaver». Y Deaver insistiría: «Dame un guión y márcalos ahí. Puedo hacerlo. Y el que no esté en el escenario en ese momento puede ayudarme un poco». Y entonces los labios de ella en los de él, el cuerpo de ella contra el suyo después del espectáculo, y luego su aliento cálido y femenino contra la mejilla de Deaver mientras murmuraba: «Ah, gracias, gracias, Deaver. Nos salvaste».

—No hagas eso. —La voz de una muchacha hizo que Deaver volviera de sus sueños. No era la voz de Katie. Por debajo de él y hacia el norte, más adentro, en la huerta.

—No hagas eso. —La voz del hombre, burlándose.

Deaver se volvió para mirar. En la luz rojiza de la puesta de sol, vio a Ollie y a una muchacha de Hatchville. Ella reía. Él le besaba el cuello y le había puesto las dos manos sobre el trasero. La estrechaba con tal fuerza que ella estaba de puntillas. No muy lejos de Deaver. Deaver tenía la boca cerrada pero pensaba Ollie no se ha escapado, después de todo. Lo que no sabía era si eso lo alegraba o lo desilusionaba.

—No —dijo la muchacha. Se separó de él, corrió unos pasos y después se detuvo y se volvió. Evidentemente quería que él la siguiera.

—Tienes razón, no —convino Ollie—. Es hora de empezar el espectáculo. Pero cuando termine, estarás aquí, ¿verdad?

—Claro que sí. Pienso verlo todo.

De pronto, Ollie se puso serio.

—Nance —le dijo—. No sabes lo mucho que significas para mí.

—Pero si apenas nos conocemos…

—Me siento como si te conociera desde siempre. Siento…, siento que estuve solo toda la vida porque te necesitaba y que no lo he sabido hasta hoy.

Eso le gustó a la muchacha. Sonrió y bajó la vista, miró hacia otro lado. Deaver pensó: «Ollie es tan actor como cualquier otro miembro de la familia Aal. Yo tendría que quedarme aquí y tomar apuntes para aprender a seducir a una mormona».

—Sé que lo que hay entre nosotros vale la pena —continuaba Ollie—. Lo sé…, tú no tienes por qué creerme. Casi no lo creo yo mismo…, pero sé que estábamos hechos para encontrarnos. Como hoy. Esta noche.

Entonces, Ollie tendió la mano. Ella le dio la suya, vacilante. Lentamente, él levantó aquella mano hasta sus labios, besó los dedos despacio, uno por uno. Ella se puso un dedo de la otra mano en la boca mientras lo miraba con los ojos muy abiertos. Sin soltarle la mano, él le acarició la mejilla, solamente la parte posterior de los dedos rozando la piel, los labios. Le pasó la mano despacio por el cuello, después detrás, bajo el cabello. La acercó a él. El cuerpo de la muchacha se movió, se inclinó hacia él. Él dio un solo paso adelante y la besó. Era como si Ollie lo hubiera tenido todo planeado. Cada movimiento, cada palabra. Probablemente lo había hecho cientos de veces, pensó Deaver. Con razón los Aal estaban implicados en tantas historias feas.

Ella se aferró a él. Se fundió con él. Deaver se sintió furioso y lleno de deseo al mismo tiempo. Sabía que lo que veía no estaba bien, que Ollie estaba tonteando con una muchacha que le creía, que si lo atrapaban el asunto podía costarle la licencia de espectáculos a la familia; y sin embargo, deseaba ser él, deseaba que aquellos labios lo estuvieran besando, que ese cuerpo dulce y frágil se aferrara al suyo. Estar allí contemplando aquella escena era suficiente para volverse loco.

—Mejor vete —dijo Ollie—. Tú primero. Tu familia puede enojarse y no dejar que me veas de nuevo si nos ven salir del huerto juntos.

—No me importa. Te vería de todos modos. Vendría a verte de noche. Bajaría por la ventana y te encontraría, aquí, en el huerto. Y te esperaría.

—Vete ahora, Nance.

A lo lejos:

—¡Ollie!

—Date prisa, Nance, me llaman.

Ella se alejó de él, despacio, con cuidado, como si Ollie la retuviera con hilos invisibles. Después se volvió y corrió, directamente hacia el oeste, para poder llegar hasta el público desde el sur y no desde el huerto.

Ollie la observó durante unos momentos. Después se volvió directamente hacia Deaver y lo miró a los ojos.

—Tiene un culito precioso, ¿no te parece, Deaver? —preguntó.

Deaver se sintió descompuesto de miedo. No entendía a qué le temía tanto. Como jugar al escondite, cuando alguien que uno no ha visto llega de pronto desde atrás y grita: «¡Deaver, te pillé!»

—Siento perfectamente la forma en que me condenas, Deaver Teague —dijo Ollie—. Pero tienes que admitir que soy bueno. Tú nunca podrías hacerlo. Y eso es lo que Katie necesita. Suave. Gentil. Alguien que le diga lo que hay que decirle. Si lo intentaras, quedarías como un tonto. No eres lo suficientemente fino para Katie.

Ollie lo dijo con tanta tristeza que Deaver no pudo evitar creerle, aunque fuera en parte. Porque Ollie tenía razón, sí. Katie nunca sería feliz con alguien como él. Un jinete, un hombre de recuperación. Durante un momento, sintió que la rabia se removía en su interior. Pero eso era lo que Ollie quería. Si alguien perdía la cabeza en aquel lugar, ciertamente no sería Deaver Teague.

—Por lo menos, yo sé la diferencia entre una mujer y un culo bonito —dijo.

—He leído libros de ciencia, Deaver, y conozco los hechos. Las mujeres son vientres esperando a llenarse de bebés, y le dan a esa manivela que tenemos cada vez que sienten un vacío. Todo lo demás, eso del verdadero amor y la devoción y el compromiso y la paternidad, todo eso es una sarta de mentiras que nos decimos unos a otros para no tener que admitir que no somos diferentes de los perros…, excepto que nuestra perras están en celo todo el tiempo.

Deaver estaba furioso, lo suficiente para soltarle lo más cruel que se le pasó por la cabeza.

—Eso es solamente un cuento, Ollie. La verdad es que la única forma que tienes de aparentar que eres un hombre de verdad es diciendo mentiras a niñitas mucho menores que tú. Una verdadera mujer te descubriría enseguida. Ollie se puso colorado.

—Sé lo que estás tratando de hacer, Deaver Teague. Estás tratando de tomar mi lugar en esta familia. ¡Y si tratas de hacerlo, te mato!

Deaver no pudo evitar el lanzar una carcajada.

—¡Podría! —insistió Ollie.

—Ah, claro, no me río de tu amenaza. Me río de la idea de que yo ocupe tu lugar.

—¿Crees que no me di cuenta de la forma en que trataste de aprender mi trabajo? ¿De la forma en que rondabas a Katie todo el tiempo? ¡Bueno, yo pertenezco a esta familia y tú no!

Ollie se volvió y empezó a alejarse. Deaver se dejó caer del árbol y lo alcanzó en tres o cuatro zancadas. Le puso una mano en el hombro, solamente para detenerlo, pero Ollie se dio vuelta con ganas de pelea. Deaver se agachó y el golpe le pasó por fuera, con lo que el brazo de Ollie le dio en la oreja. Dolía, pero Deaver había estado en peleas muy duras en sus tiempos y podía recibir un golpe bastante blando como ése sin pestañear. En un segundo tuvo a Ollie apretado contra el tronco de un manzano, y mientras su mano derecha sostenía a Ollie de la camisa, la izquierda le aferraba la entrepierna. Los ojos de Ollie revelaban su miedo, pero Deaver no pensaba lastimarlo.

—Escúchame, tonto —dijo Deaver—. No quiero ocupar tu lugar. Tengo una oportunidad para solicitar mi entrada en los Jinetes de Royal, así que, ¿qué diablos te ha hecho creer que quiero sentarme a manejar tus malditos interruptores? Tú eres quien me enseñó.

—Claro que no, coño.

—Eras tú, Ollie, y eres tan tonto que ni siquiera te das cuenta de lo que estás haciendo. Déjame decirte una cosa. No pienso ocupar tu lugar. No quiero tu maldito lugar. Y no quiero casarme con Katie. No quiero controlar las luces, y no quiero quedarme con tu familia ni un segundo después de que lleguemos a Moab.

—Bájame.

Deaver puso la mano derecha en la entrepierna de Ollie. Los ojos de Ollie se abrieron de par en par, pero estaba escuchando.

—Si quieres dejar a tu familia, de acuerdo, pero no lo hagas por la espalda, tratando de endosarme tu puesto. Y no lo hagas aprovechándote de niñitas tontas una tras otra hasta que alguien le quite la licencia a tu familia. Por más que te mueras de ganas de largarte, no tienes derecho a destruir a los tuyos. Cuando te vayas, hazlo limpiamente, ¿me oyes?

—No me conoces, no sabes nada de mí, Deaver Teague.

—Acuérdate de lo que te digo, Ollie, nada más. En los próximos dos días, hasta que lleguemos a Moab, voy a vigilarte. No me pienso separar de ti, me tendrás siempre a tu lado como una mosca alrededor de la miel. No toques a ninguna chica, no hables con ellas ni las mires mientras estemos en Hatchville, o te voy a romper más costillas de las que crees que tienes, ¿me entiendes?

—Esto no es un asunto tuyo, Teague. ¿Por qué te importa tanto?

—Son tu familia, idiota. Ni los perros se cagan sobre su familia.

Dejó que Ollie se deslizara árbol abajo hasta que apoyó los pies en el suelo, después le soltó los pantalones y la camisa y dio dos o tres pasos atrás, para ponerse a salvo. Ollie no intentó nada. Katie seguía llamándolo:

—¡Ollie, Ollie!

Pero Ollie se quedó allí plantado, mirando a Deaver, y después sonrió con aquella media sonrisa suya, se volvió y se fue del huerto, directo hacia el teatro ambulante. Deaver se quedó donde estaba y lo miró marcharse.

Se sentía excitado y nervioso, como si tuviera necesidad de mover todos los músculos pero no supiera qué hacer con ellos. Ese encuentro con Ollie había sido el momento en que más cerca había estado de destrozar a alguien desde su adolescencia. Siempre había controlado su rabia, pero le había gustado tener a Ollie contra el árbol y le habían entrado unas ganas enormes de golpearlo, una y otra vez, para meter algo de sentido común en aquella cabezota egoísta… Pero no lo había hecho, y en realidad ya estaba avergonzado de haberse dejado llevar tan lejos. «Me porté como niño tonto, amenazándole, violentándole… Él tenía razón, ¿qué me importa todo esto? No es asunto mío. Pero acabo de hacerlo mío. Sin querer, acabo de meterme en los problemas de esta familia».

Miró hacia el teatro ambulante, una silueta contra la última luz del atardecer en el cielo del oeste. En ese momento se puso en marcha el generador y los fresnels y los elipsoidales se encendieron de uno en uno, formando un halo cegador alrededor del teatro y el camión, que ahora parecía casi mágico. Deaver oyó cómo el público aplaudía al ver el escenario iluminado.

También se habían encendido las lámparas de la parte trasera, y ahora Deaver podía ver a la gente ir de un lado a otro en la luz difusa, y al ver aquellas sombras grises que se movían atendiendo asuntos que él no comprendía, sintió un dolor dulce en el pecho, una presión caliente detrás de los ojos. Un deseo por algo que había perdido, algo que alguna vez había sido suyo. Lo había perdido hacía ya tanto que no podía nombrarlo, pero sus raíces eran tan profundas que siempre volvía a crecer. Ellos lo tenían, los hombres y mujeres y niños que se movían en silencio detrás del camión, luces veladas que brillaban en la penumbra. Ese algo estaba allí, en los fuertes hilos que los conectaban uno con otros, una red firme que los unía cada vez más. Cada golpe que daban, cada caricia tierna, cada abrazo, cada empujón al huir uno de otro, tejía otro hilo invisible, uno más como la red de una araña, hasta el punto en que no se podía comprender a ninguno de ellos como individuo. No había una Katie, sino una Katie-con-Toolie y una Katie-con-Scarlett; no había un Marshall, sino un Marshall-con-Ollie y un Marshall-con-Parley y sobre todo un Marshall-con-Roy. Roy, que había roto esos hilos, que los había cortado, pensó. Roy, que se fue para no volver, pero no, porque los hilos seguían allá, y a cada movimiento que hacía algo temblaba en la vida de su hermano y, a través de su hermano, en las vidas de los demás, en todas y cada una de las intersecciones de la red.

«Yo también estoy atrapado en esa red y cada tirón, cada movimiento de ellos, vibra en mí».

Llegó una fanfarria de música desde los altavoces. Deaver pasó por debajo de una rama y atravesó el campo hacia el camión.

La música sonaba muy alto, era casi dolorosa. Un himno, tambores, clarines. Deaver rodeó el camión, caminando lejos de las luces, hasta que pudo ver a Katie en el escenario, cosiendo con grandes movimientos para que hasta el último miembro del público pudiera ver cómo se movía su mano. ¿Qué cosía? Una bandera.

La música se suavizó de pronto. Desde su ángulo Deaver no podía ver a nadie, pero conocía la voz. Era Dusty que decía:

—«El general Washington tiene que saber… ¿Está lista la bandera señora Ross?»

—«Dile al general que mis dedos no son más rápidos que sus soldados» —replicó Katie.

Dusty se adelantó, mirando al público, y entonces Deaver lo vio, justo frente al camión.

—«¡Necesitamos la bandera, Betsy Ross! ¡Para que todos los hombres puedan verla flameando, alto, para que todos sepan que esta nación no es Pennsylvania, ni Carolina, ni Nueva York, ni Massachusetts, sino Estados Unidos!»

De pronto, Deaver se dio cuenta de que ese parlamento debía de ser para Washington, para Parley. Se lo habían dado a Dusty, un joven soldado, solamente porque a Parley le fallaba la memoria. Era un cambio forzado por las circunstancias, ¿pero acaso el público podía saberlo?

—«Una bandera que quede allí, flameando, para siempre, y lo que hagamos en esta guerra oscura decidirá el significado de la bandera, y los actos de cada nueva generación de estadounidenses le agregarán historias nuevas, nuevos honores y nueva gloria. Betsy Ross, ¿dónde está esa bandera?»

Katie se puso de pie en un solo movimiento rápido, suave, y de un único paso se plantó delante, la bandera colocada sobre su cuerpo en vividos rojos, azules y blancos. Era un momento emocionante, y, durante un instante, Deaver se dejó llevar por la emoción, una emoción que sentía no por Katie sino por Betsy Ross, por la voz ferviente y joven de Dusty, por la situación, las palabras, la idea amarga de que, después de todo, Estados Unidos había desaparecido.

Después recordó que se suponía que debía estar detrás del escenario, listo para levantar la bandera cuando Katie terminara con el parlamento que estaba empezando en ese momento. Seguramente era demasiado tarde: Deaver salió corriendo.

Janie estaba con la palanca. Parley, con todo su atuendo de George Washington, estaba de pie detrás de la pirámide, listo para entrar y soltar su discurso a los soldados. Sobre el escenario, Katie decía sus últimas palabras.

—«Si sus hombres tienen el coraje que hace falta, entonces esta bandera flameará…»

Deaver se estiró y tocó la palanca con la mano. Janie ni siquiera lo miró; sacó la mano inmediatamente, alzó un guión y subió corriendo la escalera de mano hasta una posición que quedaba en la mitad posterior de la pirámide.

—«¡Sobre la tierra de los libres!»

Deaver tiró de la manivela. Ésta soltó el peso que había en la parte superior de la bandera. El peso cayó y la bandera se izó con rapidez sobre el mástil. Deaver aferró inmediatamente el cable que estaba atado al otro lado del camión, una conexión invisible que llegaba hasta la parte superior de la bandera. Tirando y soltando el cable hizo que la bandera flameara. La música llegó a un clímax, después decayó nuevamente. Deaver no veía la bandera desde donde estaba, pero recordó el pie y supuso que las luces se estaban apagando paulatinamente sobre la bandera. Dejó de agitarla.

Janie no estaba ayudando a Dusty a cambiarse, aunque ésa era la razón original por la que le habían pedido a Deaver que se ocupara del efecto de la bandera. Dusty había corrido de vuelta a la tienda y Janie estaba subida en la mitad de la pirámide, ayudando a Parley con el discurso a los soldados. Estaba haciendo un buen trabajo: la forma en que Parley buscaba las palabras parecía solamente parte del esfuerzo de Washington por encontrar el término justo para lo que quería decir. Y sin embargo, Deaver se dio cuenta de que Parley estaba cambiando el discurso, de que se saltaba párrafos enteros a pesar de la ayuda de Janie.

El discurso terminó. Parley bajó en la oscuridad. Sobre el escenario, Toolie hacía de Joseph Smith y Scarlett de su madre. Marshall se movió en la oscuridad vestido de un blanco brillante que atrapaba toda la luz que caía sobre él. Iba a aparecer como el ángel Moroni. Parley bajó los escalones y dio unos cuantos pasos hacia Deaver, en la sombra más oscura. Se inclinó, apoyó la cabeza y las manos sobre el borde del escenario, que era también el borde del camión. Deaver lo miró un momento, fascinado, sabiendo que Parley lloraba y sintiendo que no quería saberlo. Un hombre no tiene que esperar a perder sus capacidades para retirarse. Un hombre debería dejar de trabajar cuando todavía siente que puede hacer algo. Pero aquello…, tener que seguir y seguir, y fallar y fallar noche tras noche…

Deaver no se atrevió a hablarle; ¿habían hablado alguna vez él y Parley? No lo recordaba. ¿Y qué significaba Parley para él? Un viejo, un desconocido. Deaver dio un paso hacia él, otro, tendió la mano, la apoyó en el hombro de Parley. Parley no se movió, ni para alejarse, ni para demostrar que sentía el peso de la mano y la aceptaba. Después de un rato, Deaver sacó la mano y dio la vuelta alrededor del camión para ver el espectáculo desde un costado, donde había estado antes.

Le llevó un rato meterse de nuevo en la obra, entender lo que estaba pasando. Dusty estaba en el escenario con la cara pintada de negro, el esclavo liberado por Lincoln; Marshall era un Lincoln imponente, un Lincoln que daba gusto. Pero Deaver también observaba al público. Nunca había visto una multitud como aquella. El sol había desaparecido hacía ya mucho, el cielo estaba negro, así que sólo podía ver a la gente de las primeras filas, sobre cuyas caras caía la luz del escenario. Miraban al escenario con la boca abierta, sin moverse, como si fueran máquinas esperando que alguien las pusiera en marcha. Y ahora, sobre el escenario, la mano de Lincoln se tendía hacia el joven esclavo y lo liberaba de su condición.

—¡Ah, día feliz! —exclamó Dusty. La música repitió el estribillo. «Ah, día feliz». El Coro del Tabernáculo lo cantó.

Después Lincoln levantó las dos manos para abrazar al muchacho y Dusty saltó en un impulso y abrazó a Lincoln por el cuello. El público rió a carcajadas; Deaver veía cómo, casi en un solo movimiento, las cabezas de todos se inclinaban hacia atrás, después hacia delante de nuevo; se removieron en sus asientos, después volvieron a acomodarse. El momento cómico había aflojado la tensión. Se relajaron de nuevo. Después estallaron en aplausos por alguna otra cosa. Deaver ni siquiera se molestó en mirar al escenario. El público era un espectáculo por sí mismo. Todos se movían, cambiaban de postura, reían, aplaudían, siempre al mismo tiempo, como si fueran parte de la misma alma.

Toolie fue Brigham Young, que llevaba a los mormones hacia Utah. Deaver recordaba vagamente que la fundación de Utah era anterior a la guerra civil, pero eso no parecía importante: con esa variación, el espectáculo funcionaba mejor. A Deaver le parecía un poco raro que un espectáculo llamado Gloria de Estados Unidos estuviera formado por una mezcla a partes iguales de historia mormona e historia de Estados Unidos. Pero para esa gente era la misma historia. George Washington, Betsy Ross, Joseph Smith, Abraham Lincoln, Brigham Young, todos formaban parte del mismo relato. El pasado de todos.

Después de un rato, perdió interés por el público. Siempre hacían lo mismo: quedarse quietos, embelesados; reír, aplaudir; retener el aliento frente a algo que les emocionaba. Deaver se volvió y observó lo que pasaba en el escenario.

Era el momento del cohete. Aunque parecía más bien un misil, y no tenía nada que ver con los lanzamientos de las naves Apolo, era algo emocionante ver a Marshall con el casco en la cabeza, trepando hacia la nave. Todo erróneo, un hombre en lugar de tres, la cabina en el propio cohete. Las escuelas de Deseret enseñaban mucho mejor las cosas. Pero todos lo comprendían. No había forma de meter un cohete Saturno en el camión de un teatro ambulante. Lo que importaba era que fuese un cohete con letras NASA y USA escritas en el fuselaje, y que el hombre que entraba en él fuese Neil Armstrong. Una humareda blanca representó el lanzamiento. Después, la puerta se abrió de nuevo. Marshall volvió a salir. La música era suave, un violín agudo, emocionante. Marshall colocó la bandera rígida de Estados Unidos sobre el pequeño mástil y la plantó en el suelo frente a sí.

—Un pequeño paso para un hombre —dijo—. Un salto de gigante para la humanidad.

La música se alzó en un clímax. Los ojos de Deaver se llenaron de lágrimas. Aquél fue el momento. El clímax de Estados Unidos, el logro supremo, la marca más alta, y entonces nadie lo había sabido. ¿La gente de 1969 no veía las grietas, no sentía que el suelo se estremecía a su alrededor? Tal vez no, pero menos de treinta años después todo había terminado. La NASA, USA, todo acabado, apenas un recuerdo. Solamente los indios del sur tenían naciones, se llamaban americanos, decían que los blancos de Norteamérica eran europeos, invasores…, ¿y quién podía negarlo? Estados Unidos se había terminado. Había crecido durante doscientos años y devorado al mundo, e ido incluso más allá, hasta tocar la Luna, y ahora el nombre no significaba nada. No quedaba nada, excepto fragmentos, ruinas.

«Y sin embargo, estuvimos allá. Esa banderita sigue en la Luna, las huellas no fueron borradas por ningún viento».

Solamente después un rato, Deaver se dio cuenta de que alguien decía en voz alta lo que estaba pensando. Oyó las palabras susurradas en la voz temblorosa de Scarlett Aal.

—Las huellas todavía están allí, y si volvemos, las reconoceremos. Son nuestras huellas.

Deaver volvió a mirar al público. Más de una mano enjugaba una lágrima. Y la mano de Deaver se alzó hasta su mejilla.

Ahora el colapso. Música cacofónica. Parley como el malvado tirano soviético, Marshall como el tonto presidente de Estados Unidos. Juntos dieron el tropezón que llevó a la guerra. Deaver no podía creer que los Aal hubieran elegido mostrar el fin del mundo como un baile cómico. Pero era irresistiblemente divertido. El público aullaba de risa mientras el tirano soviético pisaba los pies del presidente, y el presidente se inclinaba y pedía disculpas, levantaba su pie lastimado y se lo golpeaba él mismo, y finalmente le daba la mano al ruso como si llegara a un acuerdo con él y después se pisaba su propio pie. Cada grito de dolor fingido hacía estallar otra carcajada en la multitud. Lo que se estaba representando era la destrucción de esa gente, y sin embargo, Deaver tampoco podía dejar de reír. Se estaba secando las lágrimas otra vez, pero esta vez era para poder ver el escenario a través de la niebla de su propia risa.

El ruso le quitó el sombrero al presidente. Cuando el presidente se inclinó para recogerlo el ruso le dio un fuerte puntapié en el trasero y el presidente se derrumbó sobre el escenario. Entonces Parley hizo un gesto para que se acercaran Janie y Dusty, vestidos como soldados rusos, y terminaron con él.

De repente, la cosa dejó de ser cómica. Los dos jóvenes llevaban armas, subfusiles automáticos, y golpeaban con las culatas una y otra vez en el cuerpo del presidente. Y aunque Deaver sabía que los golpes eran fingidos, los sentía en su propio cuerpo, un dolor terrible, brutal, injusto, y seguía y seguía, golpe tras golpe tras golpe.

La multitud se había callado ahora. Deaver sentía lo que todos sentían. «Eso tiene que detenerse. Ahora mismo. No aguanto más».

Justo en el momento en que se dio la vuelta para alejarse, para no ver, empezó a sonar un tambor. Entonces entró Toolie, y para asombro de Deaver iba vestido como Royal Aal. La camisa a cuadros, dos pistolas en la cintura, la larga barba…; no, no había error posible. El público lo reconoció enseguida y lanzó vítores de entusiasmo. Todos se pusieron de pie, aplaudiendo y moviendo los brazos.

—¡Royal! ¡Royal! ¡Royal! —gritaban.

Toolie caminó hasta donde los soldados rusos seguían golpeando al presidente. Con ambas manos los apartó del presidente y los derribó. Después, se acercó al cuerpo del presidente. ¿Para levantarlo? No, para sacar de entre sus ropas la colmena verde y oro de la bandera de Deseret. Los vítores aumentaron.

Royal fue hasta el mástil y la colocó donde había estado la bandera de Estados Unidos. Esta vez la bandera se levantó lentamente, y se empezó a oír el himno de Deseret. El que no estaba de pie todavía, se levantó entonces; y la multitud empezó a cantar con la música, más y más voces que se convertían espontáneamente en parte del espectáculo.

Mientras cantaban, la bandera de Deseret salió volando repentinamente y desapareció, y la de Estados Unidos tomó su lugar. Entonces la de Estados Unidos desapareció a su vez y la de Deseret la reemplazó. Una y otra vez ambas banderas cambiaron de lugar. Y aunque Deaver había ayudado a Katie a preparar el efecto y sabía exactamente cómo funcionaba, no pudo dejar de sentir la emoción del momento. Incluso cantó con los demás cuando llegaron al coro final.

—¡Cantaremos y gritaremos con los ejércitos del cielo! ¡Hosanna! ¡Hosanna a Dios y al rey! ¡Que en las alturas les dé la gloria, desde hoy y para siempre, amén y amén!

Las luces se apagaron en el escenario. Solamente quedó iluminada la bandera, que se había detenido y era la de Estados Unidos. El espectáculo podría haber terminado allí. Pero no. Apareció una luz en el escenario, iluminando a Katie, vestida como Betsy Ross.

—¿Sigue ondeando? —preguntó, mirando al público.

—¡Sí! —exclamaron ellos.

—¿Dónde ondea? —gritó ella—. ¿Dónde está?

Marshall, vestido ahora con traje y corbata, y una máscara que lo hacía parecerse bastante al gobernador Monson, caminó hasta ponerse bajo la luz.

—¡Sobre la tierra de los libres! —exclamó. El público vitoreó.

Toolie, vestido todavía como Royal Aal, entró por el otro lado.

—¡Y la casa de los valientes!

La música cambió. Se empezó a oír La bandera de las estrellas y las luces se apagaron por completo. El público gritó y aplaudió. Deaver aplaudió hasta que sintió punzadas en las palmas y siguió aplaudiendo hasta que le dolieron las manos y las muñecas. Su voz se perdía entre los gritos de la multitud, no, más bien, la voz de la multitud se transformó en la suya propia el grito más fuerte que hubiera logrado expresar en su vida. Parecía que iba a durar siempre, una gran voz, un sólo grito de alegría y orgullo, una sola alma, un gran ser indivisible.

Después, los gritos se apagaron, los aplausos disminuyeron. Las luces bajas del público se encendieron. Algunas voces, charlas entre la multitud. El aplauso había terminado. La unidad se había roto. El público se había convertido en los mil ciudadanos de Hatchville. Los niños trepaban a los brazos de sus padres. Las familias se iban juntas hacia la oscuridad, muchas de ellas con linternas que habían traído para la vuelta a casa en medio de la noche. Deaver vio a un hombre que conocía, aunque no sabía de dónde; el hombre sonrió, levantó a su niñita en brazos, pasó el brazo por la cintura de su esposa, y miró a un niñito que intentaba palabras nuevas…; todos reían, se sentían felices, llenos. Entonces se acordó de quién era el hombre. El secretario de la oficina del intendente. Deaver no lo había reconocido al principio. Por la sonrisa. Era como si de pronto fuera otro. Como si el espectáculo lo hubiera cambiado.

De pronto, Deaver se dio cuenta de algo. Durante el espectáculo, cuando se había sentido parte del público, como si la risa de todos ellos fuera su risa, las lágrimas de todos, sus propias lágrimas… en ese momento, el secretario también había sido parte del público. Durante un rato, esa noche, habían visto y oído y sentido lo mismo. Y ahora se llevaban los mismos recuerdos, es decir que hasta cierto punto habían sido la misma persona. Uno.

La idea dejó a Deaver sin aliento. No eran solamente él y el secretario, eran también los niños todos los que habían estado allí. Todos la misma persona en algún lugar oculto de la memoria.

Una vez más, Deaver estaba solo en el espacio entre el camión y el pueblo, sin pertenecer a ninguno de los dos…, y sin embargo, ahora, tras el espectáculo, era un poco parte de ambos mundos.

En medio de la multitud vio a Ollie, detrás del panel de control de luces y sonidos. La muchacha del huerto —¿Nance?— estaba de pie a su lado. A Deaver le entristeció el verla, el pensar que ella traduciría todos los sentimientos que le hubiera despertado la obra en su pasión por Ollie. Pero no había nada de qué preocuparse. El padre de la muchacha estaba con ella, llevándosela de la mano. El pueblo estaba advertido. Ollie no podría hacer de las suyas esa noche.

Deaver dio la vuelta al camión. Todavía se sentía emocionalmente exhausto. Toolie había abierto la puerta del camión y se quitaba la barba para guardarla en la caja, a la luz de la cabina.

—¿Te gustó? —preguntó a Deaver.

—Sí —respondió Deaver. Tenía la voz ronca de tanto gritar.

Toolie levantó la vista y estudió la cara de su amigo durante un rato.

—Oye —dijo—. Me alegro mucho.

—¿Dónde están los demás?

—En las tiendas, cambiándose. Yo me quedé fuera para asegurarme de que no se lleven nada del camión. Ollie está delante.

Deaver no podía creer que nadie pensara en robar a la gente que les había ofrecido tal espectáculo, pero no comentó nada.

—Puedo vigilar yo —dijo—. Ve a cambiarte.

—Gracias —contestó Toolie. Cerró la caja inmediatamente, cerró la puerta de la cabina y se alejó al trote hacia la tienda.

Deaver caminó por el espacio entre las tiendas y el camión. Como se suponía que estaba montando guardia, miró el camión, observándolo con cuidado. Pero su mente estaba en la gente de las tiendas, a su espalda. Los oía hablar, a veces reír. ¿Sabían lo que le habían hecho?

«Esta noche, estuve en ambos lados —pensó—. Lo vi, fui parte del público. Pero también levanté la bandera en la primera parte, la hice flamear. Fui parte del espectáculo. Parte de las dos partes. Soy uno de vosotros. Por una hora, esta noche, soy uno de vosotros».

Katie salió de la tienda de las mujeres, miró a su alrededor, caminó hasta Deaver.

—Tonto, ¿no?

A Deaver le llevó un segundo entender que hablaba del espectáculo.

—Naturalmente la historia es una tontería —prosiguió Katie—, y no hay ni un solo personaje genuino en toda la obra. No es como actuar de verdad. Cuando ves un espectáculo como éste, creerías que ninguno de los que actúan en él tienen talento. —Sonaba enojada, amarga. ¿No había oído a la multitud? ¿No se daba cuenta de lo que les había hecho el espectáculo? ¿De lo que le había hecho a él?

Ella lo observaba, y finalmente se dio cuenta de que su silencio no significaba que estuviera de acuerdo con ella.

—¡Oye! A ti te gustó, ¿verdad?

—Sí —contestó él.

Ella dio un paso hacia atrás.

—Lo lamento. Me olvidé de que tú…, supongo que no has visto demasiados espectáculos…

—No era tonto.

—Bueno, sí es tonto, ¿sabes? Cuando lo haces una y otra vez, como nosotros. Es como repetir la misma palabra hasta que ya no significa nada.

—Pero significaba mucho.

—Para mí no.

—Sí que significaba. Allí, al final, cuando hablabas de…

—Cuando dije mis «frases». Son parlamentos memorizados. Papá los escribió y yo los recité, pero la que hacía eso no era yo realmente. Era Betsy Ross, Deaver. Me alegro de que te haya gustado el espectáculo, y lamento haberte desilusionado. No estoy acostumbrada a tener público en la parte de atrás del escenario. —Se dio la vuelta para alejarse.

—No —dijo Deaver.

Ella se detuvo, esperando a que él añadiera algo. Pero él no sabía qué decir. Solamente que sabía que ella estaba equivocada.

Ella se volvió.

—¿Y?

Él pensó en cómo había estado ella esa mañana, cuando se le acercó tanto y se aferró a él. En cómo había pasado una y otra vez de la sinceridad a la interpretación, con tanta suavidad que a él le costaba diferenciar las dos cosas. Pero había una diferencia. Cuando había hablado de Katharine Hepburn y había dicho lo mucho que amaba aquella película, aquello había sido real. Cuando coqueteó con él, era falso. Y esa noche, cuando decía que el espectáculo era tonto, estaba interpretando, era una actitud impostada. Pero su rabia, eso era real.

—¿Por qué estás enojada conmigo?

—No estoy enojada.

—Lo único que hice fue entusiasmarme con el espectáculo —dijo Deaver—. ¿Qué tiene de malo?

—Nada.

Él se quedó allí, de pie, sin aceptar aquella mentira como respuesta. Su silencio era una pregunta y lo era con tanta claridad que ella no podía ignorarla.

—Supongo que yo soy la que se desilusionó. Pensé que eras demasiado inteligente para dejarte llevar por el espectáculo. Pensé que lo verías tal cual es.

—Lo vi tal cual es.

—Viste a Betsy Ross y a George Washington y a Neil Armstrong y…

—¿Tú no?

—Yo vi un escenario y actores y maquillaje y máquinas de trucos y disfraces y efectos especiales. Vi frases que se olvidaban y una bandera que subió un poquitín tarde. Y oí parlamentos que ningún ser humano diría en realidad, un puñado de florituras que no significan nada. Es decir, Deaver, vi lo que hay en realidad, no la ilusión.

—Tonterías.

Ella hizo una mueca como si la palabra la hubiera mordido. Su cara se endureció y se volvió para irse.

Deaver extendió una mano y tomándola del brazo la retuvo.

—Dije que eso son tonterías, Katie, y tú lo sabes.

Ella trató de soltarse.

—Yo también vi todas esas cosas, ¿sabes? —prosiguió Deaver—. Las frases que no salían y los disfraces y todo eso. Yo también estaba en la parte de atrás del escenario. Pero supongo que vi algo que tú no viste.

—Es el primer espectáculo que ves, Deaver, ¿ya has visto algo que yo no vi?

—Vi que convertías a una multitud en una sola persona con una sola alma.

—Estos pueblerinos son todos iguales. Aunque no vayan a un espectáculo.

—¿Yo también? ¿Yo soy como ellos? ¿Eso es lo que estás diciendo? Entonces, ¿por qué trataste tanto de hacer que me enamorara de ti? Si crees que soy como ellos y crees que este espectáculo no vale la pena, ¿por qué trataste tanto de hacer que me quedara?

Los ojos de ella se abrieron en un gesto de intensa sorpresa y después una sonrisa invadió su cara.

—Ah, Deaver Teague, eres más inteligente de lo que creía. Y más tonto, también. No estaba tratando de hacer que te quedaras. Estaba tratando de que me llevaras contigo cuando te fueras.

En cierto sentido, Deaver se sentía furioso porque ella se estaba riendo de él; y estaba furioso también porque no quería que fuera verdad que ella solamente lo había estado utilizando. No quería que fuera verdad que él no la atraía en absoluto. En parte estaba furioso porque el espectáculo le había conmovido profundamente, y veía que ella le despreciaba por eso. Pero sobre todo, estaba tan lleno de emociones que tenía que expresarlas de algún modo y la rabia era una buena forma de hacerlo.

—¿Y después qué? —preguntó. Hablaba en voz baja para que los demás no lo oyeran desde las tiendas—. Supón que me enamorara de ti y te llevara conmigo, ¿entonces qué? ¿Pensabas casarte conmigo y ser esposa de un jinete y tener mis hijos? Tú no, Katie. No, tú ibas a hacer que me quedara colgado de ti y después ibas a buscar algún teatro en alguna parte donde pudieras hacer todas esas mujeres de Shakespeare que siempre quisiste hacer, y si eso suponía que yo tuviese que olvidar mi sueño de ser un exterior, bueno, a ti no te importaba, ¿verdad?, porque no te importa lo que yo tenga que sacrificar, siempre que tú consigas lo que quieras.

—Cállate —susurró ella.

—¿Y tu familia? ¿Qué tipo de espectáculo van a hacer si te vas? ¿Crees que Janie puede hacer tus papeles? ¿O vas a poner a la vieja en el escenario para poder marcharte?

Para su sorpresa, ella estaba llorando.

—¿Y yo, Deaver? Haciendo estos papeles estúpidos toda mi vida…, ¿se supone que tengo que quedarme aquí atrapada para siempre porque ellos me necesitan? ¿Yo nunca necesito nada? ¿No puedo hacer nada que valga la pena con mi vida?

—Este espectáculo vale la pena.

—¡Este espectáculo no vale nada!

—¿Sabes quiénes van a ver las obras de teatro en Zarahemla? Los peces gordos, la gente que trabaja con camisas limpias todo el día. ¿Es para ellos para quienes quieres actuar? ¿Qué puedes darles con tu actuación? Pero esta gente de aquí, ¿qué tienen en la vida excepto lluvia y barro y horribles problemas cotidianos, y trabajos que ya deberían haber terminado y escasez de gente para hacerlos? Y después vienen aquí y ven tu espectáculo, y piensan… ¡eh!, soy parte de algo más grande que este lugar, más grande que Hatchville, más grande que todo el margen. Sé que eso es lo que están pensando porque yo estaba pensándolo, ¿entiendes, Katie? A caballo en los campos, controlando el pasto, solo allá lejos, creí que no valía nada para nadie, pero esta noche me pasó por la cabeza… solamente un minuto, me pasó por la cabeza que era parte de algo, y que ese algo del que soy parte, sea lo que fuere, es bueno. Bueno, tal vez eso no valga nada para ti, tal vez sea tonto. Pero creo que vale mucho más que ir a Zarahemla y actuar como Titanic.

—Titania —susurró ella—. El Titanic es un barco que se hundió.

Él estaba temblando, temblando de rabia y frustración. Por eso había dejado de intentar hablar de cosas importantes hacía ya años. La gente no le escuchaba. Nunca entendía ni una palabra de lo que decía.

—Tú no sabes lo que es real, no entiendes lo que de veras importa.

—¿Y tú sí?

—Mejor que tú.

Ella le dio una bofetada. Buena y dura y fuerte, una bofetada que le ardió mucho.

—Eso fue real —dijo Katie.

Él la tomó por los hombros para sacudirla, pero en lugar de eso se le enredaron los dedos en el cabello de Katie y se descubrió abrazándola y atrayéndola contra su cuerpo, y después hizo lo que realmente quería hacer, lo que había querido hacer desde que se despertara y la hallara sentada a su lado en la cabina del camión. La besó, la besó mucho rato, con fuerza, sosteniéndola bien cerca, para sentir todo ese cuerpo perfecto apretado contra el suyo. Después terminó de besarla. La soltó y ella se escurrió de entre sus brazos y se apartó, y él pudo bajar la mirada y ver su hermoso rostro frente a él.

Eso fue real —dijo Deaver.

—Todo termina siempre en sexo y violencia —murmuró ella.

Estaba bromeando. Deaver sintió que se le revolvía el estómago. La soltó, la soltó completamente.

—Fue real para mí. A mí me importó. Pero tú estuviste fingiendo todo el día, a ti no te importó nada, y creo que eso apesta. Creo que eso te convierte en una mentirosa. ¿Y sabes qué? No mereces estar en este espectáculo. No eres lo bastante buena.

No quiso oír la respuesta. No quería tener nada que ver con ella. Estaba avergonzado por haberle mostrado la forma en que se sentía con respecto a ella, con respecto al espectáculo, con respecto a todo. Tantos años guardándose las cosas, tantos años sin acercarse a nadie, sin hablar de nada de lo que quería hablar, y ahora cuando por fin dejaba escapar algo que realmente le importaba, tenía que ser ante ella.

Le volvió la espalda y se alejó. Ahora que no estaba tan cerca de ella, ahora que no le estaba prestando tanta atención, se dio cuenta de que había más gente hablando. El sonido viajaba bien en el aire seco y claro de la noche. Probablemente todos los de las tiendas habían oído la conversación. Probablemente hasta se estaban asomando para ver qué pasaba. Ninguna humillación era completa si no había testigos.

Sin embargo, parte de las conversaciones se hicieron más fuertes cuando él rodeó la parte de atrás del camión. Era Marshall y alguien más junto al panel de control. ¿Ollie? No, un desconocido. Aunque no se sentía con ganas de hablar con nadie, Deaver caminó hacia allí porque tenía la sensación de que lo que estaba pasando, fuera lo que fuese, no era nada bueno.

—Puedo volver en diez minutos con una orden de registro y entonces veré si ella está aquí o no —decía el hombre—, pero al juez no le va a gustar tener que firmar una orden a esta hora de la noche, y tal vez eso lo predisponga contra ustedes.

Era el comisario. A Deaver no le llevó mucho tiempo darse cuenta de que habían pillado a Ollie haciendo alguna tontería.

Pero no, eso no podía ser, o el comisario no necesitaría una orden. Una orden significaba que tenían que buscar algo. O a alguien. Fuera lo que fuese, eso suponía que Deaver no había sido lo bastante duro con Ollie. ¿Esa chica no había comentado algo sobre encontrarse con Ollie después del espectáculo, aunque tuviera que escurrirse por la ventana para hacerlo? Debería haberse acordado antes. No debería haber quitado el ojo de encima de Ollie. Todo era culpa suya.

—¿A quién está buscando, comisario? —preguntó.

—No es asunto tuyo, Deaver —dijo Marshall.

—¿Es su hijo? —preguntó el comisario.

—Es jinete local —respondió Marshall—. Lo ayudamos a llegar aquí y él nos ayuda un poco ahora.

—¿Ha visto a una muchacha por aquí? —preguntó el comisario—. De esta altura, de nombre Nancy Pulley. La vieron hablando con el técnico de luces después del espectáculo.

—Vi a una chica hablando con Ollie —dijo Deaver—. Justo después del espectáculo. Pero me pareció que se iba con su padre.

—Sí, bueno, puede ser, pero no está en su casa ahora y estamos casi seguros de que pensaba venir aquí y encontrarse con alguien.

Marshall se metió entre Deaver y el comisario.

—Tenemos a todos los nuestros aquí y no hay ningún extraño.

—¿Entonces por qué no me deja pasar y comprobarlo? Si no tiene nada que ocultar…

Obviamente Deaver sabía por qué Marshall no lo permitía. Seguramente Ollie no estaba. Era demasiado tarde para ir a por él antes de que empezaran los problemas.

—Tenemos derecho a protegernos de registros no razonables, señor —alegó Marshall.

Habría seguido hablando sin duda, pero Deaver lo interrumpió con una pregunta para el comisario.

—Comisario, hace apenas quince minutos que terminó el espectáculo —dijo Deaver—. ¿Cómo sabe que no se fue con una amiga o algo así? ¿Fue a mirar en las casas de sus amigas?

—Mire, chico listo —replicó el comisario—. No me hace falta que nadie me diga cómo hacer mi trabajo.

—Bueno no, claro que no. Creo que usted conoce su trabajo a la perfección —se excusó Deaver—. En realidad, creo que lo conoce tan bien que sabe que esa chica no saldría con una amiga. Apuesto a que esa chica ya le ha causado bastantes problemas anteriormente.

—Eso no es asunto suyo, vigía.

—Lo único que digo es que…

Pero ahora Marshall había entendido lo que quería hacer Deaver y lo reemplazó.

—Estoy alarmado, señor, tengo miedo de que esa chica de su pueblo pueda estar corrompiendo a uno de mis muchachos. Mis hijos tienen muy pocas ocasiones de relacionarse con jóvenes de fuera de la familia, y tal vez una chica experimentada pueda desviarlos del buen camino.

—Muy inteligente —repuso el comisario, mirando a Marshall con furia y después a Deaver y después a Marshall otra vez—. Pero no va a funcionar.

—No sé a qué se refiere —dijo Marshall—. Lo único que sé es que usted conocía que esa chica era aficionada a los encuentros ilícitos con miembros del sexo opuesto, y sin embargo no hizo ningún esfuerzo por proteger a los huéspedes de su pueblo de sus avances.

—Puede olvidarse de eso como defensa ante el juez —dijo el comisario.

—¿Por qué? —inquirió Marshall.

—Porque su padre es el juez, señor Aal. Usted empiece a hablar así y perderá su licencia en un abrir y cerrar de ojos. Puede que la consiga de nuevo en la apelación, pero con el juez Pulley vigilando sus pasos todo el camino, no va a trabajar durante meses.

A Deaver no se le ocurría qué decir.

Para su sorpresa, a Marshall tampoco.

—Así que voy a volver en diez minutos con una orden, y será mejor que tenga a todos sus hijos en el campamento y a ninguna muchacha con ellos, o sus días de andar por ahí sembrando la corrupción en el margen ha terminado.

El comisario caminó unos pasos hacia la calle y después se volvió:

—Voy a llamar al juez por radio, y me quedaré en ese coche vigilando el campamento hasta que él venga con la orden. No quiero perderme nada.

—Claro que no, cretino chupatintas —respondió Marshall. Pero lo dijo en voz muy baja, y Deaver fue el único que lo oyó.

Era evidente lo que estaba planeando el comisario. Esperaba descubrir a Nancy Pulley huyendo del campamento o a Ollie deslizándose de vuelta hacia las tiendas.

—Marshall —dijo Deaver en voz tan baja y tranquila como pudo—. Vi a Ollie con esa chica en la huerta antes del espectáculo.

—No me sorprende —contestó Marshall.

—Supongo que Ollie no está en el campamento.

—No lo he comprobado.

—Pero supone que se fue.

Marshall no respondió. No iba a admitir nada frente a un desconocido, supuso Deaver. Bueno, era lógico. Cuando la familia está en problemas, hay que tener mucho cuidado y no confiar en los desconocidos.

—Haré lo que pueda —prometió Deaver.

—Gracias —dijo Marshall.

Era más de lo que Deaver esperaba que dijese. Tal vez Marshall entendía que la situación era realmente grave y que no podría arreglárselas solo.

Deaver caminó hacia el comisario y llegó hasta él justo cuando el hombre retiraba el micrófono de la radio de su boca. El comisario alzó la mirada esperando una discusión.

—¿Qué quiere, jinete?

—Mi nombre es Deaver Teague, comisario. Y solamente conozco a los Aal desde esta mañana cuando me recogieron en el camino. Pero eso me bastó para conocerlos un poco y tengo que decirle que son buena gente.

—Son actores, hijo. Eso quiere decir que pueden parecer lo que quieran.

—Sí, son buenos actores, ¿no es cierto? Ése sí que fue un espectáculo, ¿no?

El comisario sonrió.

—Nunca dije que no fueran buenos actores.

Deaver sonrió.

Son buenos. Los ayudé a preparar todo hoy. Y trabajaron muy duro para el espectáculo. ¿Alguna vez trató de levantar un generador? ¿O de montar luces como ésas? Convertir un camión cargado en un espectáculo moderno me parecía un día de trabajo honesto.

—¿Quieres ir a alguna parte con todo esto? —preguntó el comisario.

—Solamente le digo que tal vez no tengan granjas como la mayoría de la gente de por aquí, pero lo que hacen es auténtico trabajo. Y es un buen trabajo, creo yo. ¿Vio la cara de todos esos chicos esta noche, mirando el espectáculo? ¿No cree que se fueron a casa orgullosos?

—Vamos, muchacho. Sé que sí. Pero esa gente del espectáculo cree que puede venir aquí y hacer de las suyas con las chicas del pueblo y…

La voz se extinguió de pronto. Deaver se aseguró de no interrumpirlo.

—Ese hombre con el que usted habló, comisario…, el problema no es solamente de él, es de toda la familia. Tiene a su esposa y a sus padres consigo, sus hijos e hijas. ¿Usted tiene hijos, comisario?

—Sí, pero no los dejo salir solos como otros que conozco.

—Ah, pero a veces los hijos hacen cosas que no cumplen con las enseñanzas de los padres. A veces hacen cosas realmente malas y eso rompe el corazón de los padres. No estoy hablando de sus hijos, comisario, pero tal vez los Aal tienen un chico así, y el juez Pulley también. Los Aal y los Pulley hacen todo lo que pueden para que sus hijos no se metan en problemas. Tal vez incluso fingen que cualquier cosa que hagan sus hijos es culpa de otra persona.

El comisario asintió.

—Veo a dónde apunta, señor Teague. Pero eso no cambia las cosas, no cambia mis obligaciones.

—Bueno, ¿y cuáles son sus obligaciones, comisario? ¿Dejar a todo un grupo de buena gente sin trabajo porque tienen un hijo adulto que no pueden controlar? ¿Hacer que la hija del juez Pulley vea su nombre arrastrado por el barro?

El comisario suspiró.

—No sé por qué le escucho, Teague. Siempre oí decir que los jinetes no hablaban mucho.

—Nos lo guardamos para casos como éste.

—¿Tiene un plan, Teague? No puedo irme y olvidar todo esto.

—Usted siga con lo que tiene que hacer, comisario. Pero si Nancy Pulley llega a casa a salvo, entonces espero que no haga nada que perjudique a ninguna de estas familias.

—¿Y por qué ese actor no habló con sentido común como usted en lugar de encararse conmigo?

Deaver se limitó a sonreír. No tenía sentido decir lo que estaba pensando: que Marshall no se habría encarado con el comisario si éste no lo hubiera tratado como si fuera culpable de por lo menos doce crímenes asquerosos. Y si aquel hombre los veía ahora más parecidos a la gente común, ya había conseguido bastante. Así que Deaver palmeó la puerta del coche y se fue caminando hacia el huerto. Ahora lo único que tenía que hacer era encontrar a Ollie.

No fue difícil. Fue como si hubiera querido que lo encontraran. Estaba en el pasto alto, en el extremo más alejado del huerto. Ella se reía. No oyeron llegar a Deaver, no hasta que él estuvo a diez pasos. Ella estaba desnuda, tendida sobre el vestido, que parecía una manta sobre el suelo. Pero Ollie todavía tenía puestos los pantalones, y bien cerrados además. Deaver dudaba que la chica fuera virgen, pero en todo caso no sería culpa de Ollie. Ella estaba jugando con el cierre de los pantalones de Ollie cuando de pronto levantó la vista y vio a Deaver, que los miraba. Pegó un grito y se sentó, pero ni siquiera trató de cubrirse. Por su parte, Ollie recogió la camisa y trató de taparla con ella.

—Tu padre te está buscando —dijo Deaver.

Ella hizo una especie de puchero. Para ella era un juego; perder un asalto no le importaba mucho.

—¿Crees que nos importa? —preguntó Ollie.

—Su padre es el juez de este distrito, Ollie. ¿Te lo dijo?

Era evidente que no.

—Y acabo de hablar con el comisario. Te está buscando. A ti, Ollie. Así que creo que es hora de que Nancy se ponga la ropa.

Ella se levantó haciendo pucheros y metiéndose el vestido por encima de la cabeza.

—Será mejor que te pongas la ropa interior —señaló Deaver. No quería que la muchacha dejara evidencias tiradas por allí.

—No llevaba —dijo Ollie—. Te aseguro que no estaba corrompiendo a una inocente.

Ella había pasado los brazos por las mangas, y a continuación pasó la cabeza por el cuello abullonado y sonrió a Deaver. Sus labios se movieron un poquito, lo suficiente como para hacer que Deaver los mirara. Después, bajó el vestido y se cubrió.

—Lo que te digo —continuó Ollie—: los hombres no somos más que bombas listas para explotar.

Deaver lo ignoró.

—Vete a casa, Nancy. Necesitas descansar…, tienes una larga carrera por delante.

—¿Me estás llamando puta? —exigió saber ella.

—No mientras lo hagas gratis —contestó Deaver—. Y si se te pasa por la cabeza decir que te violaron, recuerda que hay un testigo que te vio desnuda jugando con su cremallera y riéndote de buena gana mientras lo hacías.

—Como si papá fuera a creerte a ti y no a mí —dijo ella, pero giró y se fue caminando entre los árboles. No había duda de que conocía muy bien los caminos de vuelta.

Ollie estaba de pie, y no había hecho ningún movimiento para ponerse la camisa o los zapatos.

—Esto no era asunto tuyo, Deaver. —Había suficiente luz para que Deaver viera que Ollie tenía los puños cerrados—. No tienes derecho a andar vigilándome ni a meterte en mi vida.

—Vamos, Ollie, volvamos al campamento antes de que llegue el juez con una orden de registro.

—Quizá no quiera volver.

Deaver no quería discutir.

—Vamos.

—Trata de obligarme.

Deaver meneó la cabeza. ¿Acaso Ollie no se daba cuenta de que estaba hablando como un niño de párvulos?

—Vamos, Deaver —siguió provocando Ollie—. Dijiste que ibas a proteger a la familia Aal del nene malo de Ollie, así que hazlo. Rómpeme las costillas. Córtame en pedazos y llévame a casa. ¿No tienes un cuchillo escondido en esas botas de jinete? ¿No es así como obligáis a la gente común vosotros los fuertes? ¿No tienes un cuchillo para obligarme a hacer lo que quieras?

Deaver estaba harto.

—Sé hombre, Ollie. ¿O no recibiste el suficiente talento familiar como para fingir decencia?

Ollie perdió sus modos desafiantes y su valentía de un plumazo. Cargó contra Deaver, sacudiendo los brazos en un ataque de rabia enceguecida. Era evidente que quería hacer daño en serio. Y también era evidente que no tenía ni idea de cómo hacerlo. Deaver lo tomó de un brazo y lo echó a un lado. Ollie se derrumbó en el suelo. «Pobre chico —pensó Deaver—. Viajando con este teatro ambulante toda su vida y no ha aprendido siquiera a dar un buen golpe».

Pero Ollie no había terminado. Se levantó y atacó de nuevo, y esta vez un par de sus golpes llegó a destino. Nada malo, pero dolía, y Deaver lo tiró al suelo con más fuerza. Ollie aterrizó mal sobre la muñeca y gritó de dolor. Pero estaba tan furioso que todavía se levantó otra vez, y golpeó de nuevo con la mano derecha solamente, y cuando estuvo lo bastante cerca movió la cabeza de un lado a otro tratando de darle a Deaver en la cara, y cuando Deaver lo tomó de los brazos, Ollie lo pateó, trató de golpearle con las rodillas en el vientre, hasta que finalmente Deaver tuvo que soltarlo y darle un puñetazo en el estómago. Ollie cayó sobre sus rodillas y vomitó.

Y durante todo ese tiempo, Deaver no se había enojado. No entendía la razón: la rabia había estado cerca de la superficie todo el día y sin embargo, en esos momentos, cuando realmente estaba peleando con alguien, no sentía nada. Solamente un deseo frío de terminar la pelea y llevarse a Ollie a casa.

Tal vez era porque ya había gastado toda la rabia que tenía contra Katie. Tal vez era por eso.

Ollie terminó de vomitar. Levantó la camisa y se limpió la boca.

—Ahora vuelve al campamento —dijo Deaver.

—No —respondió Ollie.

—Ollie, no quiero pelear contigo.

—Entonces vete y déjame solo.

Deaver se inclinó para ayudarle a levantarse. Ollie le dio un codazo en las costillas. Dolió. Deaver estaba casi seguro de que Ollie había querido apuntar a la entrepierna. El muchacho no parecía darse cuenta de cuándo estaba vencido.

—¡No pienso volver! —le espetó Ollie—. Y si me tumbas de un puñetazo y me llevas, le diré al comisario lo de la hija del juez. Le diré que perdió la cabeza entre mis cojones…

Ésa era la cosa más estúpida, más malvada que Deaver hubiera oído. Durante un segundo, sintió que quería patear a Ollie en la cabeza, para ver si con eso podía sacudirle un poco lo que tenía dentro. Pero estaba asqueado de lastimar a Ollie, así que se quedó quieto y preguntó:

—¿Por qué?

—Porque tenías razón, Deaver. Lo pensé y tenías razón: quiero escaparme de mi familia. Pero no quiero que me reemplaces. No quiero que nadie me reemplace. No quiero que nadie tenga un lugar aquí, ni el mío ni otro. Quiero que este espectáculo se cierre. Quiero que papá sea un granjero sucio en lugar de estar mandoneando a la gente todo el tiempo. Quiero que el perfecto de Toolie se hunda hasta los sobacos en mierda de cerdo. ¿Me entiendes, Deaver?

Deaver lo miró, allí arrodillado, un montón de basura sobre el pasto, levantando la muñeca lastimada como un niño pequeño diciendo que quería destruir a su familia.

—Tú eres el tipo de hijo que no se merece los padres que tiene.

Ollie estaba llorando, la cara retorcida y la voz aguda y quebrada, pero eso no le impidió contestar:

—De acuerdo, Deaver. ¡Ah, gran juez de esta tierra! Puedes estar seguro de que no me merezco estos padres, coño. Mamá, diciendo todo el día que soy como Royal, y me lo repite y me lo repite hasta que siento que quiero agarrarla del cuello y arrancarle el corazón con las manos. Y papá que decidió que no tengo suficiente talento, así que yo soy el que tengo que hacer todo el trabajo técnico para el espectáculo mientras Toolie aprende los papeles, todos, porque un buen día reemplazará a papá y será el jefe de la compañía, y me dirá a mí lo que tengo que hacer el resto de mi vida hasta que me muera. Bueno, el problema es para Toolie, ¿no es cierto? Porque papá no piensa abandonar su lugar en la compañía, nunca va a aceptar los papeles de viejo, nunca va a dejar que el abuelo se retire porque entonces Toolie sería el actor principal y el jefe de la compañía, claro, y el pobre papá no sería el jefe del universo. ¡Qué pena! Así que Toolie seguirá haciendo de jovencito hasta que tenga ochenta años y papá ciento diez, porque papá nunca va a dejarle paso, nunca va a morirse, seguirá controlando las vidas de todos como si los demás fuéramos títeres, hasta que algún día alguien tenga agallas y lo mate o se vaya. Así que no me vengas con esas gilipolleces, sobre qué me merezco y qué no, Deaver.

Y con eso, de pronto, muchas cosas adquirieron sentido. La razón por la cual Marshall no permitía que Parley se retirara. La razón por la que Marshall era tan duro con Toolie y le repetía que no estaba preparado para tomar decisiones. Porque Ollie tenía razón. Los papeles en el espectáculo establecían el orden de importancia en la familia. Quienquiera que tuviera el papel principal era cabeza de la compañía, y por lo tanto cabeza de la familia. Marshall no quería dejar de serlo.

—No me había dado cuenta de hasta qué punto deseaba irme de esta familia hasta que tú me lo dijiste esta noche, Deaver, pero en ese mismo momento me di cuenta de que irme no es suficiente. Porque bastaría con encontrar a otro que ocupase mi lugar. Tal vez tú. O tal vez Dusty. Alguien, cualquiera, y el teatro ambulante seguiría andando y andando y yo quiero que se quede donde está, que se detenga. Acabar con la licencia de papá, ésa es la única forma de terminar con esto. O no, tengo una forma mejor. Voy a pegarle un tiro a mi tío Royal. Voy a comprar un arma y le volaré la cabeza y entonces papá se podrá retirar. Ésa es la única razón por la que no puede abandonar lo que tiene. Porque Royal está a la cabeza de los exteriores; Royal es el héroe de Deseret, así que papá no puede aguantar la idea de ser ni un centímetro menos de lo que es, aunque arruine la vida de todo el mundo, porque mi padre es tan egocéntrico y egoísta y podrido como mi tío Royal.

Deaver no sabía qué decir. Aquello parecía cierto y, sin embargo, en el fondo, no lo era en absoluto.

—No es cierto —replicó.

—¿Y tú cómo puedes saberlo? No tuviste que vivir con él. No sabes lo que es ser un cero en esta familia, y mientras tanto él se sienta a juzgarte y tú nunca puedes satisfacerlo, nunca eres bueno, lo que haces nunca es suficiente.

—Por lo menos, él no te abandonó —alegó Deaver.

—¡Ojalá lo hubiera hecho!

—No creo que te hubiera gustado que te abandonaran —dijo Deaver.

—Me habría encantado…

—Créeme, Ollie —dijo Deaver con suavidad—. He visto cómo son tus padres y me parecen que están muy bien, comparados…

—¿Comparados con…? —preguntó Ollie con despecho.

—Comparados con nada…

Las palabras quedaron colgadas en el aire, o así le pareció a Deaver. Era como si pudiera ver sus propias palabras, como si pudiera oírlas desde fuera y fuese otro el que las decía. Ahora no estaba diciéndoselo a Ollie, estaba hablándose a sí mismo. Era cierto que Ollie necesitaba liberarse. Sus padres eran terribles para él, eso era verdad. Ollie odiaba su lugar en la familia, y no estaba bien obligarle a quedarse. Pero Deaver no era hijo de nadie. No era el hijo de ninguna familia verdadera. Nunca lo había sido y nunca lo sería. Así que podía hacer el trabajo de Ollie y no sentir el mismo tipo de herida, la herida que se siente por no ser el hijo elegido, el primero. Lo malo de la familia no lo alcanzaría, no de la forma en que lastimaba a Ollie, pero lo bueno… Deaver todavía podía obtener algo de ello. Ser parte de una compañía que lo necesitaba. Ayudar a preparar espectáculos que cambiaban a la gente. Vivir con personas y saber que esas personas, las mismas, no otras, estarían allí al día siguiente y al otro, aunque el resto del mundo cambiara alrededor.

Deaver sintió que realmente quería que Ollie se fuera, no para tomar su lugar, sino para tener la oportunidad de hacerse un lugar propio entre los Aal. No para tener a Katie, se daba cuenta ahora, o por lo menos no solamente para tener a Katie. Quería tenerlos a todos. Al padre, a la madre, al abuelo y a la abuela, a los hermanos y a las hermanas. Algún día, a sus hijos.

Para ser parte de esa vasta red que se extendía hacia el pasado más allá de lo que cualquiera pudiera recordar, y se tendía hacia el futuro más lejos de lo que todos podían soñar. Ollie había crecido dentro de aquella red y lo único que quería era escapar de ella, pero muy pronto descubriría que eso no era posible en realidad. Como Royal, descubriría que la red lo retenía, para bien o para mal, dondequiera que fuese. Aunque uno trate de lastimar a los demás, aunque les clave algo en el corazón, la gente de uno nunca deja de ser la gente de uno. Esa gente sigue preocupándose por uno más que cualquier otro, uno todavía les importa más que los demás, la red sigue allí, por lo tanto Royal tal vez tuviese un millón de personas a su alrededor, personas que lo adoraban, pero ninguno de ellos lo conocía tan bien como los Aal, ninguno de ellos se preocupaba por él como su hermano Marshall, su nuera Scarlett, sus padres Parley y Donna.

Deaver sabía lo que tenía que hacer. Era tan evidente que no entendía cómo no se había dado cuenta antes.

—Vuelve al campamento esta noche, Ollie, y quédate mañana para enseñarme todo lo que puedas sobre tu trabajo. Después, cuando lleguemos a Moab, yo te cederé mis derechos para solicitar un puesto en los exteriores.

Ollie rió.

—No he montado a caballo en mi vida.

—Tal vez no —dijo Deaver—, pero Royal Aal es tu tío, y le debe a tu padre la vida de su esposa y sus hijos. Tal vez se odian demasiado y no pueden hablarse, pero si Royal Aal es un hombre, él sabe que la deuda existe.

—No quiero que nadie me acepte porque le debo algo a mi padre.

—Tonterías, Ollie, ¿crees que alguien te va a aceptar por tu linda cara? Inténtalo. Averigua si realmente te gusta estar lejos del teatro ambulante. Si quieres volver, de acuerdo. Si quieres irte, también. Te estoy dando una oportunidad.

—¿Por qué?

—Porque tú me estás dando una a mí.

—¿Crees que papá te dejará ser parte de la compañía si me ayudas a escapar?

—No estoy hablando de escapar, Ollie. Hablo de irte, de cara, sin malos sentimientos. No perjudicas a la compañía porque yo me quedo para hacer tu trabajo. Ellos no te perjudican a ti porque tú sigues siendo de la familia aunque ya no seas parte del espectáculo. Eso es lo que no funciona entre vosotros. Creo yo. No sabéis dónde termina el espectáculo y dónde empieza la familia.

Ollie se puso de pie, despacio.

—¿Harías eso por mí?

—Seguro —afirmó Deaver—. Puedo golpearte, darte mis derechos para presentar la solicitud, lo que quieras. Pero vuelve al campamento, Ollie. Podemos hablar con tu padre mañana.

—No —respondió Ollie—. Quiero mi respuesta esta noche. Ahora.

Solamente ahora que Ollie estaba de pie, Deaver le vio los ojos con claridad suficiente para darse cuenta de que el otro no lo estaba mirando. Miraba más allá, a algo que estaba detrás de Deaver, a su espalda. Deaver se volvió. Marshall Aal estaba allí, de pie, a unos quince metros, a la sombra de los árboles. Ahora que Deaver lo había visto, salió a la luz de la luna. Tenía una cara horrible, una mezcla de pena y rabia y amor que casi destrozó el corazón de Deaver con una piedad que lo atemorizó.

—Sabía que estabas ahí, padre —dijo Ollie—. Lo supe todo el tiempo. Quería que lo oyeras.

«Pero entonces, ¿qué diablos estaba haciendo yo aquí?, —pensó Deaver—. ¿Qué importaba yo si Ollie le estaba hablando a su padre en realidad? Solamente serví para convencer al comisario y darle un puñetazo en la panza a Ollie hasta hacerle vomitar. Bueno, me alegro de haber podido ser útil».

No le prestaron atención. Se quedaron allí, de pie, mirándose, hasta que Deaver pensó que de todos modos no era asunto suyo. Lo que estaba pasando no tenía nada que ver con Deaver Teague, tenía que ver con Marshall y Ollie, y Deaver no era parte de la familia. Por ahora no, por lo menos.

Caminó por el huerto y atravesó el campo hasta el camión. El comisario estaba allí, solo, inclinado sobre el capó.

—¿Dónde ha estado, Teague?

—¿El juez no ha venido?

—Vino y ya se fue. Tengo la orden de registro.

—Lamento oír eso.

—La chica está en casa. A salvo —dijo el comisario—. Pero está muy enojada con usted.

Deaver sintió que su corazón se derrumbaba. Ella había hablado. Probablemente mentiras.

—Afirma que solamente se estaban abrazando y besando un poco, y que usted vino y la hizo volver a casa.

Bueno, había mentido, sí, pero era una mentira decente, una que no iba a meter en problemas a nadie.

—Sí, claro —admitió Deaver—. Pero a Ollie no le gustó mucho mi ayuda. Su padre está allí ahora, hablando con él para que vuelva a casa.

—Muy bien —dijo el comisario—. Bueno, a mí me parece que no ha pasado nada malo y el juez tampoco quiere que corra la sangre, pues se cree todo lo que le dice su hijita querida. Así que no pienso utilizar esta orden hoy. Y si todo el mundo se porta bien mañana, estos gitanos pueden hacer su obra y largarse.

—¿No piensa redactar un informe sobre ellos? —preguntó Deaver.

—No hay nada de qué informar —respondió el comisario. Después torció la boca en una especie de sonrisa—. ¡Eh!, usted tenía razón, Teague. Son solamente una familia. Los mismos problemas que tenemos en Hatchville. Pero hablan raro, ¿no le parece?

—Gracias, comisario.

—Buenas noches, jinete. —El comisario se alejó.

Un momento después, Scarlett y Katie y Toolie salieron de las tiendas y fueron hasta donde estaba Deaver. Observaron cómo el comisario daba marcha atrás con el coche para marcharse.

—Gracias —susurró Scarlett.

—Estuviste maravilloso —aprobó Toolie.

—Sí —dijo Deaver—. ¿Dónde duermo?

—Es una noche tibia —respondió Toolie—. Yo me voy al camión si te parece bien.

—Es mejor que acostarse en el suelo —dijo Deaver.

Marshall y Ollie volvieron al campamento cuando él ya se disponía a dormir. Scarlett salió de la tienda y armó todo un escándalo por la muñeca lastimada de su hijo, y le puso un pañuelo como cabestrillo y todo. Deaver trató de no meterse, incluso trató de no mirar, se limitó a salir de su saco de dormir y se quedó allí, apoyado contra la parte del camión que daba al público, escuchando lo que podía de la conversación. Y escuchó bastante, porque Marshall y Scarlett no sabían hablar sin enviar el sonido al otro lado del campo. Apenas hubo comentarios sobre la muñeca lastimada de Ollie.

Pero Marshall dijo algo que posiblemente lo cambiaba todo:

—Creo que será mejor que haga de Washington la próxima vez que hagamos Gloria de Estados Unidos. Tú te sabes la parte de Toolie, ¿no, Ollie? Mientras Deaver esté con nosotros, él puede hacer lo de las luces y tú puedes ocupar un lugar en el escenario. Que papá se vaya a casa y se retire, si quiere.

Deaver no oyó la respuesta de Ollie.

—No tengas prisa en decidirlo —prosiguió Marshall—. Pero si escoges irte con los exteriores, no creo que te hagan falta los derechos de Deaver para solicitar la entrada. Creo que puedo escribirle una carta a Royal, eso te daría una buena oportunidad.

Nuevamente la contestación de Ollie fue demasiado tenue para captarla.

—Simplemente no creo que debamos quitarle a Deaver una de sus oportunidades si no es necesario. De todos modos, me parece que ya es hora de escribir a Royal.

Esta vez fue Scarlett la que contestó, así que Deaver lo oyó perfectamente.

—Puedes escribir a Royal todo lo que quieras, Marsh, pero la única forma en que Parley y Donna pueden retirarse es si Ollie sube al escenario, y la única forma en que puede hacerlo es si Deaver se ocupa de la luz y el sonido.

—Bueno, antes de que lleguemos a Moab le preguntaré a Deaver si quiere quedarse —dijo Marshall—. Y como seguramente nos está escuchando, eso le dará tiempo para decidirse.

Deaver sonrió y meneó la cabeza. Claro que sabían que estaba escuchando: esa gente del espectáculo sabía perfectamente bien cuándo tenía público. En aquel momento Deaver pensó que iba a decir que sí. Seguramente por un tiempo habría tensiones con Ollie, en parte por lo de los golpes de esa noche, pero sobre todo porque Ollie tenía ciertas malas costumbres con las chicas de los pueblos y no se iba a curar en una noche. Tal vez terminara necesitando la libertad, el ingreso en los exteriores. Deaver podía enseñarle a montar a caballo, por si acaso. Y si Ollie se iba, entonces Dusty tendría que hacer papeles de adultos. No pasaría mucho tiempo antes de que cambiara la voz, a juzgar por la altura que tenía.

O tal vez las cosas no salieran bien entre Deaver y Katie, en cuyo caso era una suerte que el derecho a solicitar el ingreso en los jinetes fuera válido por un año. Muchas cosas podían cambiar. Pero todo saldría bien. El cambio más importante era el que había propuesto Marshall esa noche, la decisión de hacer él algunos de los papeles de viejo y dejar los más importantes para Toolie. Significaba un cambio grande en el funcionamiento de la compañía, y cambios así no quedaban en el aire, pasara lo que pasase. No había forma de adivinar el futuro, pero si había algo seguro era que el pasado se había acabado.

Después de un rato, las cosas se tranquilizaron un poco y Deaver se desvistió y se metió en su saco en ropa interior. Trató de cerrar los ojos pero eso no lo ayudó a dormir, así que los abrió de nuevo y miró las estrellas. Entonces fue cuando oyó los pasos que venían desde el frente del camión. No tuvo que mirar para saber que era Katie. Ella llegó hasta donde él yacía, su saco extendido sobre el telón de la pirámide.

—¿Estás bien, Deaver? —preguntó.

—Es la cama más blanda que he tenido en todo un año —contestó él.

—Me refería a… Ollie caminaba de un modo extraño, como doblado, y parecía que le dolía la mano un poco. Me pregunté si tú estabas bien.

—Se cayó un par de veces, eso es todo.

Ella lo miró fijamente durante un rato.

—De acuerdo, supongo que si quisieras contarme lo que pasó, lo harías.

—Supongo que sí.

Katie se quedó allí, quieta, sin decir nada.

—¿De qué va el espectáculo de mañana? —preguntó él.

—El primer Libro de Mormón —le explicó—. No hay papeles decentes para mujeres. Me paso la mitad de la obra haciendo de hombre.

Una risa leve, pero a Deaver le pareció que sonaba cansada. La luz de la luna brillaba sobre su cara. Parecía cansada también, los ojos entrecerrados, el cabello cayéndole a ambos lados de la frente. Un aspecto dulce, así se la veía a la luz de la luna. Él recordó haberse enojado con ella esa noche. Recordó haberla besado. Ambos recuerdos le hicieron sentir vergüenza.

—Lamento haberme enojado contigo hace un rato —dijo.

—Me gustaría que la gente se enojara conmigo sólo por esa razón, porque le guste mi espectáculo más que a mí.

—De todos modos, lo lamento.

—Tal vez tengas razón. Tal vez estas obras sean importantes. Tal vez lo que pase sea que me canso de hacerlas. Creo que ya es hora de que descanse, de que haga una auténtica obra de teatro. Podríamos hacer que la gente de los pueblos hiciera algunos de los papeles. Tal vez nos querrían más si ellos formaran parte del espectáculo.

—Claro. —Deaver estaba cansado y todo le sonaba bien.

—¿Te vas a quedar con nosotros, Deaver? —preguntó ella.

—No me habéis invitado.

—Pero si papá te lo pide…

—Creo que tal vez sí.

—¿Lo vas a echar de menos? ¿Ser un jinete?

Él rió entre dientes.

—No, madam.

Pero sabía que si la pregunta hubiera sido un poco distinta, si ella hubiese preguntado: ¿Vas a echar de menos tu sueño de cabalgar por la llanura con Royal Aal?, entonces la respuesta habría sido: Sí, ya lo estoy echando de menos…

«Pero ahora tengo un sueño nuevo, o tal vez no sea más que un sueño muy viejo que ha vuelto de pronto, un sueño que abandoné hace años. Quizá la esperanza de unirme a los exteriores era solamente un sustituto, un voy-a-contentarme-con. Así que veamos, descubramos cuánto espacio queda en esta familia para otra persona. Porque lo que yo deseo no es entrar en un teatro ambulante. No estoy pidiendo trabajo de técnico de luces. Quiero ser de la familia, y si descubro que, después de todo, no hay lugar para mí, entonces tendré que buscarme otro sueño».

Pensó todo eso, pero no dijo nada. Ya había dicho demasiado esa noche. No había razón para arriesgarse a meterse en más problemas.

—Deaver —susurró ella—. ¿Estás dormido?

—Nada de eso.

—En realidad me gustas mucho y no era todo fingido.

Eso era casi una disculpa y él la aceptó.

—Gracias, Katie. Te creo. —Cerró los ojos.

Oyó un crujido de tela, un ligero movimiento del camión cuando ella se apoyó más sobre él. Iba a besarlo, lo sabía, y esperó el roce de aquellos labios sobre los suyos. Pero el roce no llegó. El camión se movió de nuevo un poquito y ella se fue. Él oyó los pies caminando a través del pasto húmedo hacia las tiendas.

El cielo estaba claro y la noche, fresca. La Luna, bien arriba ahora, ya no subiría más. Al día siguiente, tal vez llovería: habían pasado cuatro días desde la última tormenta y ése era el plazo máximo para aquellos lugares. Así que posiblemente al día siguiente habría tormenta, y eso significaba cubrir las luces y si se ponía muy feo tal vez posponer el espectáculo por una noche. O cancelarlo y seguir adelante. Se sentía extraño al pensar en que estaba atrapado en un nuevo ritmo…, atado al clima, atado a los espectáculos, y a qué pueblos habían visto qué obras en el último año, pero sobre todo atado a aquella gente, a sus deseos y costumbres y hábitos y caprichos. Daba miedo también, sobre todo porque se había estado dejando llevar por la corriente, en vez de hacer las cosas a su modo.

Pero ¿por qué tener miedo? Las cosas tenían que cambiar de todos modos, fuera como fuese. Estando Bette muerta, aunque se quedara con los jinetes, tendría que acostumbrarse a un nuevo caballo. Y si hubiera solicitado el ingreso en los exteriores, sería todo nuevo. Así que, cualquiera que fuese su elección, su vida estaba destinada a ponerse patas arriba.

El sueño llegó antes de lo que esperaba. Fue un sueño profundo y duro, sobre lo que parecía lo más importante de toda su vida. En el sueño recordaba algo acerca de lo cual nunca había podido pensar cuál era su verdadero nombre, el nombre que le habían dado sus padres, antes de que los asaltantes los mataran. En su sueño veía la cara de su madre y oía la voz de su padre. Pero cuando se despertó por la mañana, trató de pensar en aquella voz y lo único que sonó dentro de su cabeza fue un eco de la suya propia, y la cara de su madre se desvaneció en la cara de Katie. Y cuando formó su propio nombre con los labios, en silencio, supo que ya no era cierto. Era el nombre de un niño que se había perdido en alguna parte y que nadie había encontrado nunca. En lugar de eso murmuró el nombre que había pasado toda su vida ganándose:

—Deaver Teague.

Sonrió un poco al oírlo. No era un mal nombre, no, y le gustaba imaginar lo que podría significar algún día.