EL MARGEN

El informe de lectura de LaVon era una estupidez, por supuesto. Carpenter lo sabía incluso antes de preguntarle. Después de su advertencia la semana anterior, sabía que LaVon le traería un informe de lectura: el padre de LaVon no dejaría que lo suspendieran. Pero LaVon era demasiado tozudo, demasiado matón, demasiado líder de la rebelión permanente de los otros chicos de dieciséis años contra la autoridad como para dejar que Carpenter obtuviera un triunfo completo.

—De verdad, en serio que me encantó Hombrecitos —dijo LaVon—. Me puso la piel de gallina.

La clase rió. Excelente salida cómica. «Y muy oportuna —pensó Carpenter para sus adentros—. Pero el único lugar en que la comedia es útil aquí, en el país de la Nueva Tierra, es en los teatros ambulantes de los gitanos. Para eso te estás preparando, LaVon, para una carrera como parásito ambulante que vive de sorber la risa de los granjeros cansados».

—En este libro, todos los que son buenos, tienen nombres que empiezan por «D». Demi es un niñito dulce que nunca hace nada malo. Daisy es tan buena que podría tener siete hijos y seguir siendo virgen.

Ahora se estaba pasando de la raya. A mucha gente seguía molestándole la mención de las cosas sexuales en la escuela, y si algún chico cabeza hueca informaba al respecto, la historia podía manipularse y después ser utilizada contra Carpenter. Allí, junto al margen, la gente se volvía loca por un poco de entretenimiento. Una cruzada para echar a un maestro por corromper la moral de los jóvenes sería más divertida que un espectáculo ambulante, porque todo el mundo podría sentirse recto y bueno y seguro cuando él se hubiera ido. Carpenter ya lo había visto antes. No porque tuviera miedo como la mayoría de los maestros. Él tenía una carrera. Pasara lo que pasase, la universidad lo aceptaría de nuevo, y con muchas ganas; pensaban que estaba loco por haber querido enseñar en enseñanza media. «Estoy seguro, absolutamente seguro —pensó—. No pueden arruinar mi carrera. Y no voy a ponerme quisquilloso por una palabra absolutamente correcta como virgen…»

—Dan parece un mal chico, pero tiene un corazón de oro, aunque a veces dice palabras muy, pero que muy feas como diablo. —LaVon se detuvo, esperando que Carpenter reaccionara. Así que Carpenter no reaccionó—. Lo más triste de todo es lo del pobre Nat, el hijo del violinista callejero. Trata de hacer algo, de integrarse, pero nunca logra nada en el libro porque su nombre no empieza por «D».

Fin. LaVon puso el solitario papel sobre el escritorio de Carpenter, después volvió a su asiento. Caminaba con la cuidadosa elegancia de una araña, cada pata larga como desconectada del resto del cuerpo, y de ese modo ni siquiera la caminata perturbaba la perfecta calma de su porte. «El muchacho cabalga sobre su cuerpo como yo sobre mi silla de ruedas. Pero él está lleno de gracia y hermosura, tiene quince años y ya es un maestro en el arte de ganarse la devoción de los chicos de corazón blando. Él es el enemigo, el torturador, el fuerte, el hermoso que tiene que confirmar su hermosura alimentándose de los débiles. Yo no soy tan débil como crees».

El informe de lectura de LaVon era arrogante, demasiado corto, y flagrantemente rebelde. Eso era deliberado, calculado para irritar a Carpenter. Y por lo tanto, Carpenter no pensaba mostrar ni el más mínimo rastro de irritación. El informe también era inteligente, irónico y divertido. Ese muchacho, a pesar de su máscara de languidez y estupidez, tenía ideas. Era mejor que la gente de aquella ciudad de granjeros; podía hacer algo importante en el mundo, algo más que conducir un tractor siguiendo las curvas de interminables dibujos sobre los campo.

Pero viendo el modo en que siempre había tenido a la chica de los Fisher en la palma de la mano, no había duda de que tendría un bebé y una esposa muy pronto y se quedaría allí para siempre. Tal vez se transformaría en un pez gordo como su padre, pero nunca dejaría huella en el mundo, nada que demostrara que había pasado por él. Un desperdicio trágico, tonto.

«Pero no voy a mostrar mi enojo. Los muchachos lo entenderían mal, pensarán que estoy enfadado por la rebeldía de LaVon, y eso solamente lo convertiría en un héroe a sus ojos. Los muchachos eligen a sus héroes con una estupidez ineludible. Catorce, quince, dieciséis años, lo único que saben de la vida lo han aprendido en clases frías y sin libros, interrumpidas una o dos veces por año por la lucha cuerpo a cuerpo con la tierra pedregosa, siempre odiando al adulto que los hace trabajar, siempre adorando al tonto que les proporciona la ilusión de ser libres. Vosotros, muchachos, no tenéis práctica en el arte de sobrevivir entre las ruinas de vuestros propios errores. Nosotros, los adultos, que conocimos el mundo antes de la caída, sentimos el peso de esos escombros sobre nuestros hombros».

Esperaban la respuesta de Carpenter. Él se estiró hacia el teclado del ordenador incorporado en su silla de ruedas. Golpeó con unas manos como patas de perro sobre las enormes teclas. Sus dedos eran demasiado torpes para usarlos de uno en uno. Se le crispaban cuando trataba de trabajar con ellos, se le paralizaban en un puño, un martillito para golpear, romper, atacar; no podía usarlos para coger, ni para sostener. «La mitad de los verbos del mundo son imposibles para mí —pensó como hacía a menudo—. Los aprendo como aprenden los ciegos las palabras referentes a la visión, de memoria, sin tener ninguna esperanza de saber lo que significan en realidad».

El sintetizador de habla repitió en un tono lento y arrastrado los términos que él pulsaba.

—Un ensayo brillante, señor Jensen. Con una poderosa ironía, y una fuerza sorprendente. Desgraciadamente, también revela la pobreza de su espíritu. El título de Alcott es irónico, porque ella quería mostrar que, a pesar de su tamaño y de su edad, los muchachos de su libro tenían un corazón grande. Usted, en cambio, a pesar de su enorme tamaño, tiene un corazón realmente pequeño.

LaVon lo miró a través de ojos entrecerrados. ¿Odio? Sí, el odio estaba allí. «Ódiame, hijo. Ódiame lo suficiente como para demostrarme que puedes hacer lo que yo te pida, sea lo que fuere. Entonces seré tu dueño, entonces podré hacer algo decente contigo, y devolverte a ti mismo como ser humano digno de estar vivo».

Carpenter hizo fuerza hacia fuera sobre las dos palancas y la silla de ruedas retrocedió. El día ya casi había terminado y sabía que aquella noche algunas cosas iban a cambiar, un cambio doloroso en la vida del pueblo de Reefrock. Y como los arrestos eran en parte su responsabilidad, y porque el encarcelamiento de un padre causaría dolor y angustia en algunas de las familias de esos chicos, sentía que era su deber prepararlos lo mejor que pudiera para entender la razón del cambio, para que supieran por qué, a la larga, estaba bien que sucediera. Era demasiado pedir que realmente lo entendieran ese día. Pero tal vez recordarían, tal vez lo perdonarían alguna vez por lo que descubrirían que él les había hecho. Y lo descubrirían muy pronto.

Así que volvió a golpear las teclas.

—Economía —dijo el ordenador—. Puesto que el señor Jensen ha acabado con la literatura por el día de hoy.

Unas pocas teclas más y empezó la conferencia. Carpenter tecleaba todas sus conferencias y las archivaba en la memoria, para poder sentarse como una estatua de hielo en su silla, mirando fijamente a cada alumno, uno por uno, desafiándolos a no prestar atención. Había muchas ventajas en hacer que una máquina hablara por uno. Él había aprendido hacía ya muchos años que la gente se asustaba al oír sus palabras flotando con voz mecánica mientras sus labios permanecían quietos. Era monstruoso, lo hacía parecer peligroso y extraño. Y él prefería eso a su verdadero aspecto débil como un gusano, el cuerpo flacucho, retorcido, paralizado, rígido en su silla; tenía un cuerpo extraño pero patético. Solamente cuando el sintetizador hablaba con sus palabras ácidas podía ganarse el respeto de la gente que siempre, siempre lo despreciaba.

—Aquí en los asentamientos que quedan justo en el margen —seguía su voz—, no tenemos un lujo de una economía libre.

Las lluvias caen sobre este antiguo desierto y no encuentran nada excepto unas pocas plantas que crecen en la arena. Hace treinta años no había nada; hasta las lagartijas tenían que quedarse donde por lo menos hubiera insectos que comer y agua que beber. Después, los fuegos que encendimos pusieron una cortina en el cielo y el hielo se desplazó hacia el sur y las lluvias que siempre habían pasado al norte de nosotros cayeron y golpearon el desierto. Ésa fue la gran oportunidad.

LaVon sonrió con petulancia mientras Kippie hacía signos evidentes de que estaba tan aburrido que casi se dormía. Carpenter tecleó una interrupción a su conferencia.

—Kippie, ¿te parece que dormirás mejor si te mando a casa a hacer la siesta?

Kippie se sentó derecho, aparentando un miedo terrible. Pero esa simulación también era una simulación. Tenía miedo y para ocultarlo fingía que estaba fingiendo que tenía miedo. «Muy compleja, la vida interior de los chicos», pensó Carpenter.

—Mientras las viejas poblaciones se hundían bajo el Gran Lago Salado, los padres y las madres de todos vosotros empezaron a trasladarse hacia el desierto. Pero no estaban solos. En este sitio no podemos hacer nada solos. La gente del margen sembró. El pasto alimenta el ganado y echa raíces en la arena. Las raíces se transforman en humus, rico en nitrógeno. En tres años, al margen le ha salido una franja estrecha de suelo rico sobre su cuerpo. Si en algún punto un habitante del margen deja de sembrar, si el suelo se quiebra en algún punto, entonces las lluvias cavan canales en ese punto, arrancan los bordes de ambos lados y se introducen en la tierra de cultivos que haya detrás. Así que cada uno de los habitantes del margen es responsable ante todos los demás, y ante nosotros. ¿Qué pensaríais de un habitante del margen que fracasara?

—Lo mismo que pienso de un habitante del margen que tuviera éxito —dijo Pope.

Era el más joven de los muchachos del sexto grado, tenía solamente trece años y por desgracia perseguía y adoraba a LaVon.

Carpenter tecleó una palabra.

—¿Y qué es? —preguntó la voz metálica.

El coraje de Pope se evaporó.

—Lo lamento.

Carpenter no lo dejó ir.

—¿Cómo llamáis a los pobladores del margen? —preguntó. Miró de un muchacho a otro y nadie le devolvió la mirada. Sólo LaVon—. ¿Cómo los llamáis?

—Si lo digo, me van a expulsar de la escuela —contestó LaVon—. ¿Quiere que me echen de la escuela?

—Los acusáis de fornicar con el ganado, ¿verdad?

Unas risitas dispersas.

—Sí, señor —continuó LaVon—. Los llamamos fornicavacas, sí.

Carpenter tecleó su respuesta mientras todos reían. Cuando la habitación quedó de nuevo en silencio, la pasó.

—El pan que coméis crece en la tierra que ellos crearon y la bosta de su ganado es la fuerza de vuestros cuerpos. Sin esos pobladores, llevaríais una vida miserable a orillas del mar Mormón, comiendo pescado y tomando té de salvia, y eso no debéis olvidarlo. —Había bajado el volumen del sintetizador paulatinamente así que, al final, todos tenían que esforzarse por oírlo.

Después siguió adelante con la conferencia.

—Después de los pobladores del margen, llegaron vuestros padres y vuestras madres y sembraron con un orden planificado y científico: dos filas de manzanos, después seis metros de trigo, después seis metros de maíz, después seis metros de pepinos, y así, año tras año, moviéndose siempre seis metros hacia fuera, siguiendo a los pobladores del margen, ganando más tierra, más comida. Si alguien no siembra lo que le dicen que plante y la cosecha no se hace en el día preciso, si alguien no trabaja hombro con hombro en los campos cuando hace falta, entonces las plantas mueren, la lluvia se las lleva. ¿Qué pensaríais de un granjero que no hace su trabajo o no cumple con su turno en el trabajo común?

—Escoria —dijo un chico.

Y otro:

—Es un mierda, eso es lo que es.

—Para que esta tierra esté viva de veras, hay que sembrarla siguiendo un plan cuidadoso durante dieciocho años. Solamente entonces, vuestras familias podrán darse el lujo de decidir qué plantar. Solamente entonces, podréis hacer el vago si os apetece o trabajar mucho más duro y beneficiaros de ello. Entonces, algunos de vosotros podréis haceros ricos y otros, pobres. Pero ahora, hoy, lo hacemos todo juntos, por igual y, por lo tanto, repartimos equitativamente el fruto de nuestro trabajo.

LaVon murmuró algo.

—¿Sí, LaVon? —preguntó Carpenter. Había hecho que el ordenador hablara en tono muy alto. Eso asustó a los chicos.

—Nada —contestó LaVon.

—Dijiste: «Excepto los maestros».

—¿Y si dije eso, qué?

—Tienes razón —convino Carpenter—. Los maestros no aran ni siembran en los campos como vuestros padres. Los maestros lo hacen en una tierra mucho más estéril que trabajar y la mayor parte del tiempo las pocas semillas que plantamos se las llevan las primeras lluvias de primavera. Vosotros sois una prueba viviente de la futilidad de nuestro trabajo. Pero lo intentamos, señor Jensen, aunque el esfuerzo sea una estupidez. ¿Podemos continuar?

LaVon asintió. Se había ruborizado. Carpenter estaba satisfecho. El muchacho no era irrecuperable, había esperanzas, todavía sentía vergüenza por haber atacado la forma de ganarse la vida de un hombre.

—Hay algunos entre nosotros —siguió la conferencia— que creen que deberían sacar más partido del trabajo de todos. Esa gente roba el almacén comunitario y vende las cosechas que se obtuvieron gracias al trabajo de todos. El mercado negro paga un alto precio por el grano robado y los ladrones se hacen ricos. Cuando se hacen lo suficientemente ricos, se van del margen, vuelven a las grandes ciudades de los altos valles. Sus esposas visten ropa fina, sus hijos tienen reloj de pulsera, sus hijas tienen tierras y se casan bien. Y mientras tanto, sus amigos y vecinos, que confiaban en ellos, no tienen nada, siguen cultivando la comida que alimenta a los ladrones. Decidme, ¿qué pensáis de los que controlan el mercado negro?

Observó las caras. Sí, lo sabían. Veía cómo miraban disimuladamente los zapatos nuevos de Dick, el reloj de pulsera de Kippie. La nueva blusa comprada en la ciudad que llevaba Yotonna. Los vaqueros de LaVon. Sabían, y no decían nada por miedo. O tal vez no era miedo. Tal vez era la esperanza de que sus propios padres fueran lo suficientemente inteligentes para robar de la cosecha y así la familia pudiera irse a otro sitio en lugar de desperdiciar sus dieciocho años.

—Algunas personas piensan que esos ladrones son inteligentes. Pero yo os digo que son exactamente como los asaltantes de las praderas. Son los enemigos de la civilización.

¿Esto es la civilización? —preguntó LaVon.

—Sí. —Carpenter pulsó una respuesta—. Vivimos en paz aquí, y vosotros sabéis que el trabajo de hoy trae el pan de mañana. Fuera, en la pradera, no lo saben. Mañana puede venir un asaltante que se comerá vuestro pan, si es que no os mata antes. No hay confianza en el mundo, en ninguna parte, excepto aquí. Y los hombres y mujeres del mercado negro se alimentan de confianza. La confianza de sus vecinos. Cuando se lo hayan comido todo, chicos, ¿de qué vais a vivir vosotros?

No lo entendieron, claro está. Cuando eran problemas del tipo de «un camión va en dirección a otro camión a sesenta y tardan una hora en encontrarse, ¿a qué distancia estaban?», los chicos podían arreglárselas, podían resolverlo laboriosamente con papel, lápiz, plegarias y maldiciones. Pero el problema que realmente importaba les pasaba junto a la cara tal como pequeñas motas de polvo; las notaban, pero su mente febril, egocéntrica, no las tocaba.

Los atormentó con un cuestionario variado sobre historias y treinta palabras a escribir correctamente como deberes, y después los envió a casa.

LaVon no se fue. Se quedó junto a la puerta, la cerró y habló:

—Era un libro estúpido.

Carpenter pulsó las teclas.

—Eso explica la razón por la que escribiste un informe tan estúpido.

—No era un informe estúpido. Era divertido. Leí el maldito libro, ¿no?

—Y yo te puse un notable.

LaVon se calló un momento, después dijo:

—No me haga favores.

—Nunca lo haré.

—Y deje de usar esa maldita voz de máquina. Usted tiene voz. Mi prima tuvo parálisis y le aúlla a la Luna.

—Puede irse ahora, señor Jensen.

—Voy a oírle hablar en su propia voz algún día, señor Máquina.

—Mejor será que se vaya ahora, señor Jensen.

LaVon abrió la puerta para irse, luego se volvió bruscamente y dio unos doce pasos hacia el centro de la clase. Ahora tenía las piernas tensas y poderosas como las patas de los caballos y los brazos ligeros y fuertes. Carpenter lo miró y sintió el mismo miedo antiguo en su cuerpo. Si Dios lo había dejado nacer del modo en que había nacido, lo menos que podía hacer era mantenerlo lejos de las manos de los torturadores.

—¿Qué quiere, señor Jensen?

Pero antes de que el ordenador terminara de pronunciar las palabras de Carpenter, LaVon se estiró y tomó las muñecas de Carpenter, las sostuvo con fuerza. Carpenter no trató de resistirse, si lo hacía tal vez se pondría tenso y rígido y se retorcería en la silla como un gusano en un alfiler caliente. Eso hubiera sido más humillante de lo que podía tolerar, dejar que ese chico lo viera retorcerse. Dejó las manos colgando flojas de los puños poderosos de LaVon.

—Métase en sus propios asuntos —dijo LaVon—. Hace solamente dos años que está aquí, así que no sabe nada, ¿entiende? No vea nada, no comente nada, ¿entiende?

Así que no era el informe. LaVon había entendido la conferencia sobre la civilización y el mercado negro. Y sabía que era su padre, más que ningún otro en la ciudad, el culpable de lo que había descrito la máquina. Nephi Delos Jensen, gran capataz de las granjas de Reefrock. «¿Han arrestado ya a tu padre? Mejor vuelve a casa a ver qué está pasando».

—¿Me entiende?

Pero Carpenter no quería hablar. No sin su ordenador. Ese muchacho no oiría nunca el sonido de su voz de inválido, ese sonido quejumbroso, agudo, como un perro que trata de doblar la lengua y obligarla a decir palabras humanas. «Nunca oirás mi voz, muchacho».

—Intente expulsarme por esto, señor Carpenter, y yo declararé que no pasó nunca. Afirmaré que usted la tiene tomada conmigo.

Después soltó las manos de Carpenter y se fue de la habitación a grandes zancadas. Solamente entonces, las piernas de Carpenter se pusieron rígidas, lo levantaron de la silla con fuerza y únicamente el ordenador que tenía en el regazo le impidió rodar por el suelo. Los brazos hicieron fuerza hacia fuera, se le dobló el cuello, se le abrió la mandíbula. Así reaccionaba su cuerpo cuando sentía miedo y rabia; y por eso él hacia todo lo que podía para evitar esas emociones. O cualquier otra, en realidad. Desapasionado, eso era él. Vivía la vida de la mente porque la vida del cuerpo estaba fuera de su alcance. Se tendió atravesado sobre su silla de ruedas como sobre un grotesco crucifijo, odiando su cuerpo y fingiendo que solamente estaba esperando que ese cuerpo se calmara, se relajara.

Y el cuerpo lo hizo, por supuesto. Apenas pudo controlar las manos de nuevo, apagó el sistema de habla mecánica del ordenado y pidió los datos que había enviado a Zarahemla la mañana del día anterior. Las previsiones de las cosechas de tres años y el peso final del trigo y el maíz cosechados, de las bayas, las manzanas y las judías. Durante los primeros años, las previsiones estaban dentro del dos por ciento del total final. Al tercer año, las previsiones eran mayores, pero la cosecha seguía igual. Era extraño. Después, los archivos de contabilidad del obispo. Era una comunidad enferma. Cuando el obispo se dejaba seducir por ese tipo de cosas, significaba que la podredumbre tocaba todos los rincones de la vida. Las granjas de Reefrock no parecían distintas del centenar de otras aldeas de ese lado del margen, pero estaban enfermas. ¿Sabía Kippie que hasta su padre estaba en el mercado negro? Si uno no podía confiar en el obispo, ¿quién quedaba?

Sus propios pensamientos tenían un gusto amargo en la boca de Carpenter. Enfermos. «No están tan enfermos, Carpenter —se dijo—. La civilización siempre ha tenido parásitos, y se ha sobrevivido. Pero lo ha hecho porque de vez en cuando alguien arrancaba esos parásitos de raíz, los expulsaba y limpiaba el cuerpo. Sin embargo, muchos convertían a los ladrones en héroes y despreciaban a los que los denunciaban. No me agradecerán lo que he hecho. No es amor lo que me estoy ganando. No es amor lo que siento. ¿Puedo fingir que no soy más que un cuerpo enfermo y deforme que se venga de los que tienen suficiente salud para engendrar familias, suficiente salud para desear todos los privilegios posibles para esas familias?»

Tiró de la palanca y la silla empezó a rodar. Maniobró con habilidad entre las sillas pero a pesar de ello le llevó todo un minuto llegar la puerta. «Soy un caracol. Un gusano que vive en un caparazón de metal, un caracol de agua que se arrastra sobre el vidrio de la pecera, tratando de mantenerla limpia de la suciedad de los peces. Soy el odiado, el despreciado. Ellos son los peces dorados que brillan en el agua clara. A ellos los lloran cuando mueren. Pero sin mí, morirían. Soy tan responsable de su belleza como ellos mismos. Más, porque yo trabajo para sostenerla, y ellos, simplemente…, lo son».

Eso ocurría cada vez que trataba de encontrar una justificación para su propia vida. Rodó por el pasillo hacia la puerta principal de la escuela. Tenía clara conciencia de que su trabajo en cuento a la rotación y el tiempo de las cosechas había sido clave para abrir las vastas Tierras Nuevas, allí, en el desierto del este de Utah. ¿No habían inventado una medalla civil para él? Es más, ¿no le habían dado la misma medalla que entregaban a los jinetes de la libertad que salían a traer a los inmigrantes sanos y salvos hasta las montañas? «Soy un héroe, dijeron, este gusano que ha hecho su casa de una silla de ruedas». Pero el gobernador Monson lo había mirado con ojos distantes, llenos de lástima. Él también veía al gusano; Carpenter podía ser un héroe, pero seguía siendo Carpenter.

Habían construido una rampa para su silla después de que por segunda vez los estudiantes tumbaran la rampa de madera y le obligaron a pedir ayuda por ordenador a través de la red aérea. Recordaba haberse sentado sobre el borde de la galería, mirando hacia las cabañas de la aldea. Si alguien lo veía, entonces era que estaban conformes con tenerlo allí, preso, porque nadie vino a ayudarle. Pero Carpenter lo entendía. Miedo a lo extraño a lo desconocido. Ellos no se sentían cómodos cerca de Carpenter, con su voz mecánica y su silla de ruedas eléctrica. Él lo entendía, de veras lo entendía, era humano también, ¿verdad? Hasta estaba de acuerdo con ellos: «Haz como si Carpenter no estuviera aquí, y a lo mejor se larga».

El helicóptero llegó cuando él rodaba hacia el asfalto de la calle. Aterrizó en el Círculo, entre el depósito y la capilla. Bajaron cuatro oficiales por el flanco y se distribuyeron por la ciudad. Y sucedió que Carpenter estaba justo frente a la casa del obispo Anderson cuando el alguacil llamó a la puerta. No había esperado que hicieran los arrestos estando él todavía en la calle. Su primer impulso fue acelerar, escaparse. No quería verlo. Le gustaba el obispo Anderson. Por lo menos le había gustado antes. No le deseaba ningún mal. Si el obispo hubiera mantenido las manos lejos de la cosecha, si no hubiera traicionado la confianza de todos, no habría sentido miedo al oír el golpe en la puerta ni al ver el bando en las manos del oficial.

Oyó llorar a la hermana Anderson mientras se llevaban a su marido. ¿Estaba Kippie por allí, mirando? ¿Había notado al señor Carpenter que pasaba frente a la puerta? Carpenter sabía lo que les costaría eso a esas familias. No solamente la vergüenza, aunque la vergüenza sería mucha. Mucho peor sería la pérdida del padre durante años, el trabajo extra para los niños. Romper una familia era algo terrible porque los inocentes pagaban un precio tan grande como el culpable, y eso no era justo, porque ellos no habían hecho daño alguno. Pero era necesario, crudamente necesario, si uno quería que la civilización sobreviviera.

Carpenter se obligó a hacer marchar despacio la silla, a oír el llanto en la casa del obispo, a permitirles que, si sabían que él había sido la causa, lo miraran con odio. Y lo sabrían: él había rehusado específicamente el anonimato. «Si puedo imponerles la cruda necesidad, entonces no debo huir de las consecuencias de mis actos. Y voy a aguantar lo que tenga que aguantar, el dolor, el resentimiento, y la rabia de las pocas familias a las que he lastimado para salvar a todas las demás».

El helicóptero despegó antes de que la silla de Carpenter lo llevara a casa. Hizo ruido sobre su cabeza y desapareció en las nubes bajas. Habría lluvia también al día siguiente, claro estaba. Tres días secos, tres días húmedos, así había funcionado el clima toda aquella primavera. La lluvia volvería a caer a raudales esa noche. Cuatro horas hasta el anochecer. Tal vez no cayera hasta entonces.

Levantó la vista del libro. Sí, había oído pasos fuera de su casa. Y cuchicheos. Rodó hacia la ventana con la silla y miró afuera. El cielo estaba un poco más oscuro. El ordenador decía que eran las cuatro y media. Ya se estaba levantando el viento. Pero los sonidos que había oído no habían sido del viento. Eran las tres y media cuando se fueron los alguaciles. Las cuatro y media ahora y había pasos y cuchicheos fuera de su casa. Sintió que se le paralizaban los brazos y las piernas. «Espera —se dijo—. No hay nada que temer. Relájate. Tranquilo. Sí». El cuerpo se le relajó. El corazón le latía con fuerza, pero poco a poco se iba calmando. La puerta se abrió bruscamente. Carpenter se paralizó. Ni siquiera podía bajar las manos para tocar las palancas, dar vuelta a la silla y ver quién era. Se quedó allí, indefenso, en la silla, mientras pasos fuertes se acercaban por el suelo.

—Ahí está. —Era la voz de Kippie.

Unas manos le cogieron por los brazos, lo atraparon. La silla se sacudió cuando le hicieron girar a un costado. Él no podía relajarse.

—El muy hijo de puta está duro como una estatua. —La voz de Pope.

«Sal de aquí, muchachito —se dijo Carpenter—. Te estás metiendo en algo demasiado profundo para ti, demasiado profundo para todos vosotros». Pero obviamente no lo oyeron, porque sus dedos no podían alcanzar el teclado donde guardaba su voz.

—Tal vez eso es lo que hace cuando no está en el colegio. Se sienta y hace de estatua al lado de la ventana. —Kippie rió.

—Está tieso de miedo, eso es lo que pasa.

—Sacadlo, y rápido. —La voz de LaVon sonaba cargada de autoridad.

Trataron de levantarlo de la silla, pero el cuerpo estaba demasiado rígido; le hicieron daño mientras lo intentaban porque los muslos de Carpenter se clavaban en el ordenador con una fuerza cruel y además le estaban torciendo el brazo.

—Traedlo con la silla —dijo LaVon.

Levantaron la silla y la empujaron hacia la puerta. Los brazos de Carpenter golpearon contra los rincones y el marco de la puerta.

—Es como si estuviera muerto o algo así —dijo Kippie—. No dice nada.

Él les estaba gritando mentalmente. «¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Vengándoos? Tontos, ¿creéis que si me castigáis a mí eso os devolverá a vuestros padres?»

Tiraron de la silla y la empujaron hasta meterla en la camioneta cubierta que habían aparcado ante la casa. La camioneta del obispo. Kippie no podría seguir utilizándola durante mucho tiempo. ¿Qué parte del grano robado había sido llevado en esa camioneta?

—Ahí adentro rodará de un lado a otro —advirtió Kippie.

—Voleadlo —ordenó LaVon.

Carpenter sintió que la silla salía volando de debajo de su cuerpo. Por casualidad no aterrizó con el brazo izquierdo debajo de la silla. Por casualidad, no se lo rompió. El impacto con el suelo le dobló el brazo hacia atrás, contra el espasmo de sus propios músculos. Sintió que algo se le desgarraba y su garganta hizo un sonido a pesar de su esfuerzo por tolerarlo todo en silencio.

—¿Oíste? —dijo Pope—. Tiene voz.

—No por mucho tiempo —replicó LaVon. Por primera vez, Carpenter se dio cuenta de que el miedo no era lo único a lo que tenía que temer. Ahora, apenas una hora después de que se llevaran a sus padres, mucho antes de que pudiera enfriarse su rabia, el asesinato latía en sus corazones.

El camino fue suave en la ciudad, pero pronto se volvió irregular y doloroso. De ahí Carpenter dedujo que iban hacia el margen. Sentía el metal frío del suelo ondulado de la camioneta contra la cara, el dolor en el brazo se estaba convirtiendo en un temblor permanente. «Relájate, tranquilo, calma —se decía—. ¿Cuántas veces en tu vida quisiste morir? La muerte no significa nada para ti, tonto, ya lo decidiste hace años, la muerte es solamente la liberación de la condena de este cuerpo. Así que, ¿de qué tienes miedo? Tranquilo, calma». Se le doblaron los brazos, las piernas se le relajaron.

—Se está poniendo blando de nuevo —informó Pope.

Desde la parte delantera de la camioneta, llegó la risotada de Kippie.

—Pequeño y blando, el señor Bicho. Siempre lo llamamos así, ¿me oye, señor Bicho? Siempre hubo dos de ustedes, el señor Máquina y el señor Bicho. El señor Máquina era malo y duro, inteligente, pero el señor Bicho era débil y blandito y feo, con piernas delgadas. Mirar al señor Bicho nos da ganas de vomitar.

«A mí me atormentaron maestros de la tortura cuando era pequeño, Pope Griffith. Tú eres solamente un eco patético de su talento». Las palabras de Carpenter no tenían voz, no mientras sus manos no tocaran las teclas. Sentía la mano izquierda demasiado débil para usarla después de la caída, así que codificó las palabras con torpeza. La mano derecha sola.

—Si desaparezco el día del arresto de su padre, señor Griffith, ¿no cree que se van a dar cuenta de quién lo hizo?

—¡Que no toque esas teclas! —gritó LaVon—. Que no toque el ordenador.

Casi inmediatamente, la camioneta giró y saltó con fuerza al dejar la carretera. Ahora saltaba sobre piso irregular, salvaje. La cabeza (de Carpenter golpeaba contra el suelo de metal, una y otra vez. El dolor lo puso rígido de nuevo. Por suerte, los espasmos siempre le volvían la cabeza a la derecha, así que su rigidez impidió que siguiera golpeándose hasta la inconsciencia.

Pronto, los saltos se detuvieron. El motor calló, Carpenter oyó el viento susurrando sobre la tierra abierta del desierto. Estaban más allá de los campos y las huertas, más allá de la franja de pasto del margen. Las puertas de la camioneta se abrieron. LaVon y Kippie se estiraron hacia dentro y lo sacaron con silla y todo. Arrastraron la silla hasta el borde de la orilla de una cañada. No había agua allá abajo, no todavía.

—Tirémoslo ahí ahora —dijo Kippie—. Rompámosle ese cuello de inválido.

Carpenter no habría creído que la rabia pudiera arder con tanta fuerza en aquellos muchachos lánguidos, burlones.

Pero LaVon no mostraba fuego alguno. Estaba frío y suave como la nieve.

—No quiero matarlo todavía. Primero quiero oírle hablar.

Carpenter se tendió para contestar por el tablero. LaVon le dio un golpe en las manos, tomó el ordenador, puso un pie sobre la silla de ruedas y arrancó la máquina de su soporte. La arrojó contra el arroyo. El aparato golpeó al otro lado y cayó en la cañada seca. Probablemente no había sufrido daños; pero no era por el ordenador por lo que estaba asustado. Hasta ese momento se había aferrado a la esperanza de que solamente quisieran amedrentarlo. Pero era impensable que trataran de aquella forma a su precioso equipo electrónico, no si la civilización todavía tenía algo que decir dentro de la mente de LaVon.

—Con su voz, señor Carpenter. No con la máquina, con su propia voz.

«No para usted, señor Jensen. No me humillo ante usted».

—Vamos —dijo Pope—. Ya sabes en qué quedamos. Lo llevamos hasta la cañada y lo dejamos allí.

—Lo vamos a mandar por el camino rápido —intervino Kippie. Empujó la silla de ruedas, que se tambaleó sobre el borde.

—¡Lo vamos a llevar abajo! —gritó Pope—. ¡No vamos a matarlo! ¡Lo prometiste!

—Poca diferencia hay —señaló Kippie—. Apenas llueva en las montañas, este chupón se va a llenar de agua y se va a dar el baño de su vida.

—No vamos a matarlo —insistió Pope.

—Vamos —dijo LaVon—. Llevémoslo abajo, a la cañada.

Carpenter se concentró en no ponerse rígido de nuevo mientras ellos llevaban la silla cuesta abajo, a trompicones. Las paredes de la cañada no eran rectas, pero sí lo suficientemente empinadas como para que la bajada no fuera fácil. Carpenter trató de concentrarse en problemas matemáticos para no sentir pánico y retorcerse frente a ellos. Finalmente, la silla quedó quieta al fondo de la cañada.

—Usted cree que puede venir aquí y decidir quién es bueno y quién no, ¿verdad? —dijo LaVon—. Cree que puede sentarse en su tronito y decidir al padre de quién manda a la cárcel, ¿no?

Las manos de Carpenter estaban quietas sobre el soporte vacío que antes sostuviera su ordenador. Se sentía desnudo, indefenso sin la voz ácida e hiriente que usaba como látigo para meterlos en vereda. LaVon había sido inteligente al quitarle la voz. LaVon sabía lo que podía hacer Carpenter con las palabras.

—Todo el mundo lo hace —dijo Kippie—. Usted es el único que no se lleva la cosecha al mercado negro y eso es solamente porque no puede.

—Es fácil ser recto cuando no se puede sacar nada de no serlo —añadió Pope.

«Nada es fácil, señor Griffith. Ni siquiera la virtud».

—¡Mi padre es un buen hombre! —gritó Kippie—. ¡Es el obispo, por el amor de Dios! ¡Y usted lo mandó a la cárcel!

—Eso si no lo matan —observó Pope.

—No te matan por traficar en el mercado negro. Ahora ya no —puntualizó LaVon—. Eso era en los viejos tiempos.

Los viejos días. Hacía cinco años. Pero esos días ya eran viejos para esos chicos. «Los niños son inocentes a los ojos de Dios», se recordó Carpenter. Trató de creer que no sabían lo que le estaban haciendo.

Kippie y Pope empezaron a subir el flanco de la cañada.

—Vamos —dijo Pope—. Vamos, LaVon.

—Un momento —repuso LaVon. Se inclinó sobre Carpenter, cerca, y habló con suavidad, con intensidad, el aliento caliente y sucio, la saliva como chispas de fuego sobre la cara de Carpenter—. Solamente pídamelo. Abra la boca y ruégueme, hombrecito, y yo le llevaré de vuelta a la camioneta. Ellos le dejarán vivir si yo se lo digo, usted lo sabe.

Él lo sabía. Pero también sabía que LaVon nunca les ordenaría que lo dejaran.

—Ruégueme, señor Carpenter. Pídame por favor que le deje vivir y vivirá. Mire. Hasta puedo salvar su cacharro parlante.

Recogió el ordenador del fondo arenoso y lo levantó, arrojándolo fuera de la cañada. El aparato pasó sobre la cabeza de Kippie que había llegado ya arriba.

—¿Qué diablos ha sido eso? ¿Estás tratando de matarme?

LaVon volvió a susurrar.

—¿Sabe cuántas veces me humilló? Y ahora tendré que humillarme toda la vida, mi padre está en la cárcel por su culpa.

Tengo hermanos y hermanas, menores. Aunque me odie a mí, ¿qué tiene en contra de ellos, eh?

Una gota de lluvia golpeó a Carpenter en la cara. Cayeron más.

—¿Las siente? —dijo LaVon—. La lluvia en las montañas inunda esto. Siempre. Humíllese ante mí, Carpenter, y yo le llevaré arriba.

Carpenter no se sentía valeroso. Mantenía la boca cerrada y no dejaba escapar ni un solo sonido. Si realmente hubiera creído que LaVon pensaba mantener su promesa, se habría tragado su orgullo y habría suplicado. Pero LaVon mentía. Ahora ya no podía salvar a Carpenter aunque hubiera querido hacerlo. La cosa había llegado demasiado lejos, las consecuencias serían demasiado grandes. Carpenter tenía que morir, ahogarse accidentalmente, sin testigos, una desgracia, un héroe tan conocido y nadie iba a saber nada de los tres muchachos que lo habían llevado al lugar de su muerte.

Si rogaba y gemía con su voz de perro, su voz de gato, su voz bestial, monstruosa, LaVon lo miraría y sonreiría con arrogancia. Le murmuraría:

—Hijo de puta.

Carpenter lo conocía muy bien. Tal vez por la mañana LaVon se arrepentiría, pero ahora no habría dudas. No se ablandaría. Solamente quería que su triunfo fuera completo, por eso agitaba la esperanza frente a sus ojos. Quería ver cómo Carpenter se retorcía, quería verlo arrastrarse como un gusano y aullar como un perro antes de morir. Guardar silencio era una victoria. «Que se acuerde de mí en sus pesadillas, que se acuerde de que tuve el valor necesario para no gemir».

LaVon le escupió. La saliva le golpeó el pecho.

—Ni siquiera puedo darte en esa cara de gusano —dijo. Empujó la silla y se alejó por la ladera de la cañada.

Durante un momento, la silla colgó en equilibrio. Después se volcó. Esta vez Carpenter se relajó en la caída y rodó lejos de la silla sin lastimarse. Estaba de espaldas a la pendiente por la que ellos habían subido; no podía ver sí le estaban mirando o no. Así que se quedó quieto, salvo por el latido leve en el brazo izquierdo lastimado. Después de un rato oyó que la camioneta se marchaba.

Solamente entonces empezó a tender los brazos para alcanzar la arena del fondo del arroyo. Tenía las piernas absolutamente paralizadas, eran como un peso al final de su cuerpo. Pero no era totalmente inútil sin su silla. Controlaba los brazos, y estirándolos y apoyándolos y apoyándose en los codos podía moverse bien por el lecho de arena. ¿Cómo creían los chicos que lograba ir de la silla hasta la cama o ir al baño? ¿No le habían visto usar los brazos y las manos? Claro que lo habían visto, pero pensaban que siendo sus brazos débiles, también debían de ser inútiles.

Cuando llegó a la pared del arroyo, se dio cuenta de que sí eran inútiles. Apenas empezaba a trepar la ladera el brazo izquierdo le dolía mucho. Y la ladera era empinada. Si no lograba usar los dedos para aferrarse a los arbustos de salvia o a los brotes de árboles, no lograría subir todo aquello.

El rayo parpadeaba en la distancia y Carpenter oyó el trueno. La lluvia allí era un constante gotear sobre la arena, un ruidito agudo sobre las pocas hojas del lugar. Ya debía de estar lloviendo con fuerza en las montañas. Pronto llegaría el agua.

A pesar del dolor, se arrastró un metro más ladera arriba. La arena le arañaba los hombros cuando los hundía para apoyarse. La lluvia caía con fuerza ahora, a grandes gotas, pero todavía no era un diluvio. Eso no era mucho consuelo para Carpenter. El agua estaba empezando a deslizarse por los costados de la cañada y/a formar pequeños charcos en el fondo.

Con humor amargo, se imaginó diciéndole al decano Wintz: «Pensándolo bien, no quiero ir a enseñar en sexto grado. Voy a seguir enseñando aquí a los que salen de las granjas. Solamente a los pocos que quieran aprender algo más de lo que se enseña hasta sexto, que quieran una educación universitaria. A los que aman los libros y los números y las lenguas, a los que comprenden la civilización y quieren que sobreviva. Deme usted a los chicos que quieren aprender, en lugar de a esos pobres destripaterrones que solamente van a la escuela porque la ley exige que seis de sus primeros quince años los pasen como presos en esa cárcel del conocimiento.

»¿Por qué salen los tragafuegos a buscar los lugares donde cayeron los misiles y arriesgan la vida desmontándolos? Para preservar la civilización. ¿Por qué dejan sus hogares seguros los jinetes de la libertad y salen a guiar a los refugiados solitarios y asustados hasta la seguridad de las montañas? Para preservar la civilización».

¿Y por qué informó Timothy Carpenter a los alguaciles sobre el mercado negro que había descubierto en las granjas de Reefrock? ¿Fue realmente para preservar la civilización?

«Sí», insistía para sí mismo.

El agua fluía ahora por el fondo de la cañada. Los pies de Carpenter estaban cerca del arroyo. Se arrastró con mucho dolor un poco más arriba, otro metro. Tenía que mantener el cuerpo paralelo a la pendiente de la cañada o no podría impedir el rodar de costado. Descubrió que si empujaba con las piernas a su modo espasmódico y descontrolado, podían apoyar los talones de los zapatos en la arena y así descansar los brazos por un momento. No, se dijo. No había sido solamente para preservar la civilización. Había sido por la forma en que se contoneaban esos muchachos, con sus ropas robadas, con los vientres llenos y la piel sana y el cabello sano, como matones, como solamente la seguridad puede hacer sentir a un muchacho. Suficiente y más que suficiente, eso era lo que tenían mientras los pobres tontos que los rodeaban se preguntaban si habría comida suficiente para el invierno y si la madre estaba comiendo la cantidad necesaria para que no le faltara leche al bebé, y si los zapatos aguantarían otro verano. Los ladrones podían llevarse una carreta por el largo camino a Price o incluso a Zarahemla, la ciudad brillante sobre el mar Mormón, mientras los hijos de los hombres honestos nunca veían otra cosa que el polvo y la arena y las montañas ásperas. Carpenter los odiaba por eso, por todas las diferencias del mundo, por los muchachos que tenían piernas y no llegaban a ningún lugar importante, por los muchachos que tenían voz y la usaban para decir estupideces, por los que tenían dedos hábiles e inteligentes y los empleaban para asustar y dominar a los débiles. Por todas las desigualdades del mundo, los odiaba y quería que pagaran por todo. No podían ir a la cárcel por tener brazos y lenguas y piernas obedientes pero podían ir, ah, sí, podían ir a robar la cosecha ganada con el sudor de hombres y mujeres honrados. Cualesquiera que fuesen sus motivos personales, eso era suficiente para llamarlo justicia.

El agua subía a razón de algunos centímetros por minuto. La corriente le tiraba de los pies. Levantó los codos para ganar un nuevo trecho, para elevarse un poco más por la ladera, pero apenas estiró los brazos se deslizó hacia abajo y la corriente tiró de él con más fuerza. Le llevó mucho esfuerzo volver al punto de partida y le pareció que el brazo izquierdo le ardía con el dolor de los músculos desgarrados. Y sin embargo, el dolor era vida, ¿no? Fijó el codo izquierdo en su lugar mientras estiraba el brazo derecho y se arrastraba todavía más arriba, una y otra vez. Incluso trató de usar los dedos para aferrarse al suelo, a una rama, a una roca, pero tenía los puños cerrados, no podía abrirlos y lo único que lograba era golpear el suelo como un martillo.

«¿Soy vengativo, cruel, rencoroso? Tal vez sí. Pero sea cual fuera mi motivo, ellos eran ladrones y no debían estar entre la gente a la que traicionaron. Fue duro para los chicos, por supuesto, cruel y duro para ellos ver cómo las autoridades se llevaban a sus padres. Pero ¿cuánto peor sería si los padres se quedaran y los chicos aprendieran que la honradez es para los estúpidos y el honor para los débiles? ¿Qué tipo de gente serían esos chicos si supieran manejar números y letras pero no sostener el plato de otro sin robarle la comida?»

El agua le llegaba a la cintura. La corriente lo mecía levemente, llevándolo con ella. Podía sentir cómo sus piernas flotaban por detrás y el agua subía por la ladera haciendo que la tierra se aflojara bajo sus codos. Así que los chicos, inflamados de furia, lo querían muerto. Moriría por una buena causa, ¿verdad?

Al ver el agua que cada vez se elevaba con mayor rapidez, la corriente que cada vez era más rápida, decidió que el martirio no era lo que se decía. Y se lo pensaba mejor, la vida tampoco era algo a lo que renunciar por unos cuantos inconvenientes. Se las arregló para subir unos centímetros más, pero ahora tenía un escalón de tierra delante. Alguien que tuviese manos podría haberse estirado por encima con facilidad y cogerse del arbusto de salvia que crecía justo por encima.

Apretó la boca con fuerza y levantó el brazo hacia el escalón de tierra. Trató de buscar algún apoyo para el antebrazo pero el suelo estaba resbaladizo. Cuando trató de apoyarse sobre el brazo, se deslizó de nuevo.

Allí estaba, allí venía su muerte, la sentía y en el brusco ataque de miedo sintió que su cuerpo se ponía rígido. Casi inmediatamente, los pies tocaron el lecho de piedra del río y él dejó de deslizarse. En pleno espasmo, las piernas le sirvieron de algo. Estiró el brazo derecho hacia arriba, se cogió del arbusto con el puño y trató de abrir los dedos.

Con un esfuerzo agónico, lo logró. Todos los dedos, menos el meñique, se abrieron para agarrarse del brote. De algo le servía ahora la rigidez que adquiría cuando cerraba el puño. Utilizó el brazo izquierdo sin piedad, ignorando el dolor, para subir un poco más, hasta el escalón. Todavía tenía los pies en el agua pero la cintura ya no, y la corriente ya no lo sacudía tanto.

Era una victoria, pero no demasiado grande. El agua todavía no tenía ni un metro de altura y la corriente no era lo bastante fuerte para llevarse su silla de ruedas. Pero sí lo bastante fuerte para matarlo, si no hubiera subido hasta allí. Y sin embargo,| ¿qué estaba logrando en realidad? En tormentas como ésa, el agua llenaba casi por completo las cañadas; y él llevaría horas muerto cuando la corriente empezara a bajar de nuevo.

Oyó un vehículo aproximarse por la carretera. ¿Habían vuelto para verlo morir? No podían ser tan estúpidos. ¿A qué distancia de la carretera quedaba la cañada? No muy lejos, no habían andado mucho sobre el camino irregular para llegar hasta allí. Pero eso no quería decir nada. Nadie le vería, ni siquiera verían el ordenador que yacía entre las salvias y los cardos en el borde del arroyo. Tal vez pudieran oírle. Era posible. Si tenían la ventanilla abierta…, ¿la ventanilla abierta en medio de una tormenta? Si el motor era silencioso…, ¿pero acaso no lo estaba oyendo él? Imposible, imposible. Y tal vez eran los muchachos que habían venido a oírlo gritar y gemir por su vida. «No voy a gritar ahora, después de tantos años de silencio».

Pero el deseo de vivir era más fuerte que la vergüenza; su voz llegó sin obstáculos a su garganta. Los labios y la lengua y los dientes que en la infancia habían practicado palabras con tanto dolor y sufrimiento, palabras que solamente su familia podía entender, formaron una palabra de nuevo:

—¡Socorro!

Era una palabra difícil, casi le cerraba la boca, le salía demasiado débil para que alguien la oyera. Así que al final aulló simplemente, sin decir nada, excepto el terrible sonido de su voz.

El freno gimió, un ruido largo y fuerte y el vehículo crujió y se detuvo. El motor se apagó. Carpenter aulló de nuevo. Se oyeron puertas de un coche.

—Te digo que es un perro en alguna parte, un perro viejo que…

Carpenter aulló de nuevo.

—Perro o no, está vivo, ¿no?

Corrieron por el borde del arroyo y alguien lo vio.

—¡Un niño!

—¿Qué está haciendo allí abajo?

—Vamos, niño, sube, puedes trepar desde ahí.

«Casi me maté para llegar hasta aquí, idiota. Si pudiera trepar, ¿no crees que ya lo habría hecho? ¡Ayúdame!» Gritó de nuevo.

—No es un niño. Tiene barba…

—¡Agárrese, ya vamos!

—Hay una silla de ruedas en el agua…

—Debe de ser un inválido…

Había varias voces, algunas de mujeres, pero los que llegaron hasta él eran dos hombres jóvenes, con los pies metidos en el agua. Lo colgaron de sus brazos y lo llevaron hasta la cima.

—¿Puede tenerse en pie? ¿Está bien? ¿Puede tenerse en pie?

Carpenter se esforzó para sacar la palabra «No» de entre sus labios.

La mujer de más edad tomó el control de la cuestión.

—Ha tenido parálisis, cualquier tonto puede verlo. Baja y sube la silla de ruedas, Tom, no tiene sentido hacerle esperar a que puedan conseguirle otra. ¡Baja! No está tan mal allá abajo, aún no ha sido completamente inundado.

Tenía la voz severa y clara, hablaba perfectamente, parecía casi extranjera por su precisión en la pronunciación. Ella y la mujer joven llevaron a Carpenter al camión. Era un viejo camión de remolque, y llevaba un montón de formas raras bajo una cubierta de lona. En la lona, Carpenter leyó las palabras TEATRO AMBULANTE DEL MILAGRO DE SWEETWATER. Gente del espectáculo, entonces, corriendo hacia el pueblo para escapar de la lluvia, y que por algún milagro habían oído su voz.

—Sus pobres brazos… —dijo la mujer joven, limpiándole la suciedad y la arena que le había desollado los codos—. ¿Subió hasta ahí con los brazos solamente?

Los jóvenes salieron del arroyo cubiertos de barro, soltando maldiciones, pero traían la silla de ruedas. La ataron con rapidez a la parte trasera del camión; uno de los hombres había encontrado el ordenador y lo metió en la cabina. Había sido diseñada para Soportar los malos tratos, y para alivio de Carpenter todavía funcionaba.

—Gracias —emitió su voz mecánica.

—Les avisé de que había oído algo y me contestaron que estaba loca —dijo la mujer mayor—. ¿Vive en Reefrock?

—Sí —contestó la voz.

—Es extraño lo que pueden hacer esas viejas máquinas a pesar de haberse pasado todo ese tiempo ahí, bajo la lluvia —comentó la mujer mayor—. Bueno, casi se muere, pero ahora está bien, señor, es lo más que se puede pedir. Le llevaremos a ver a un médico.

—No, a casa por favor.

Así que allí fue donde lo llevaron, pero insistieron en ayudarle a bañarse y hacerle la cena. La lluvia caía a cántaros cuando terminaron.

—Lo único que tengo es el suelo —dijo él—. Pero se pueden quedar.

—Mejor que tratar de montar las tiendas con esta tormenta.

Así que se quedaron a pasar la noche.

A Carpenter le dolían demasiado los brazos para poder dormir, aunque estaba agotado. Se quedó despierto, recordando cómo la corriente tiraba de sus piernas, imaginando lo que le habría pasado de no haber aparecido aquel camión, lo lejos que habría viajado por el arroyo antes de ahogarse, el sitio en que podrían haber encontrado su cuerpo. Atrapado en una rama, colgando de un árbol o de una roca cuando bajara el agua, el cuerpo sin vida secándose al sol. Tal vez lejos, en algún lugar del desierto. O quizás el agua de la inundación lo habría llevado hasta el Colorado y lo habría tirado de cabeza por los rápidos, a través de los cañones, más allá de las ruinas de los viejos diques, y finalmente al golfo de California. Entonces habría pasado por territorio navajo, y por el Protectorado Hopi, por áreas que los chihuahuas reclamaban y hasta amenazaban con conquistar por la fuerza. Habría visto más del mundo en ese viaje que en toda su vida.

«Esta noche he visto más del mundo de lo que jamás creí que vería —pensó—. Vi la muerte y vi cuánto miedo me da».

Y se miró hacia dentro, mientras se preguntaba cuánto habría cambiado.

Más tarde, de mañana, cuando despertó, la gente del teatro ambulante se había marchado. Tenían un espectáculo, claro, y tenían que hacer algún tipo de desfile para que la gente lo supiera. La escuela dejaría que los chicos salieran temprano para que el espectáculo no gastara energía de más. No habría escuela esa tarde. Pero ¿y las clases de la mañana? Debía de haber habido cierto estupor al ver que él no comparecía. Sí, alguien debería haber llamado a su casa, y si él no contestaba el teléfono, alguien debería haberse llegado hasta allí. Tal vez la gente del espectáculo todavía estaba allí cuando ese alguien llegó. Y entonces, en la escuela ya sabrían que él seguía con vida.

Trató de imaginarse a LaVon y a Kippie y a Pope cuando les dijeran que el señor Máquina, el señor Bicho, el señor Carpenter estaba vivo. Estarían asustados, claro está. Tal vez desafiantes. Tal vez hasta habrían confesado. No, eso no. LaVon los mantendría callados. Trataría de pensar en una forma de salir de esa situación. Tal vez hasta pensaría en escapar, aunque encontrar un sitio a dónde ir, un lugar que no estuviera controlado por las autoridades de Utah, era todo un problema.

«¿Qué estoy haciendo? ¿Tratando de pensar la forma en que mis enemigos pueden escapar de la justicia? Debería llamar de nuevo a los alguaciles, decirles lo que pasó. Eso si alguien no lo ha hecho antes».

Tenía la silla de ruedas esperando junto a la cama. La gente del espectáculo le había sacado el barro y se la había lustrado. Hasta le habían arreglado la sujeción del ordenador y ahí estaba, de nuevo en su sitio, con una atadura provisional, pero eso no importaba, serviría. ¿Funcionaría el motor después de haber estado bajo el agua? Vio que hasta le habían cambiado las pilas y que las viejas estaban a un lado, para que él las viera. Eran buena gente. No tenían nada que ver con lo que se contaba de los gitanos de los espectáculos. Aunque no había ninguna ley que dijera que los que ayudan a un inválido no piensan seducir a las jóvenes del pueblo al mismo tiempo.

A Carpenter le dolían los brazos, y sentía el izquierdo débil y tembloroso, pero se las arregló para subir a la silla. El dolor le recordó el día anterior. «Estoy vivo hoy y, sin embargo, nada me parece distinto de la semana pasada cuando también estaba vivo. Llegar al borde de la muerte no ha sido suficiente, la única transformación es la muerte misma».

Comió, pues ya casi era mediodía. Y vino Eldon Finch a verlo, con el comisario.

—Soy el nuevo obispo —se anunció Eldon.

—No pierden el tiempo por aquí —comentó Carpenter.

—Tengo que decirle, hermano Carpenter, que las cosas están un poco revueltas hoy. Ayer, también, claro, con eso de que los ángeles vengadores cayeron del cielo y se llevaron a gente en la que confiábamos. Hay algunos que andan diciendo que usted no debería haber hablado y otros que opinan que estuvo bien, y algunos se callan porque tienen miedo de que se haya dicho algo de ellos. Malos tiempos, malos tiempos cuando la gente le roba a sus vecinos.

Finalmente habló el comisario Budd.

—Casi tan malo como tratar de ahogar a alguien. El obispo asintió.

—Naturalmente sabrá la razón por la que vinimos, el comisario Budd y yo. Vinimos a saber quién lo hizo.

—¿Hizo qué?

—Llevarlo a esa cañada, claro. No irá a decirme que usted se fue sólito con su silla hasta allí, al otro lado del margen. ¿Qué? ¿Iba tan rápido que perdió el control y se cayó? Dé paz a mi corazón, hermano Carpenter, dígame la verdad.

El obispo y el comisario rieron juntos. Vaya broma. «Ahora es el momento —pensó Carpenter—. Di lo nombres. El motivo es obvio, se hará justicia. Te hicieron pasar el peor momento de tu vida en el peor de los infiernos, te hicieron gritar para pedir auxilio, te enseñaron el gusto de la muerte. Ahora es el momento de equilibrar las cosas».

Pero no pulsó los nombres en el ordenador. Pensó en la madre de Kippie llorando en la puerta. Cuando el llanto terminara habrían pasado años. Les faltaba demasiado para asegurar su tierra. Kippie había terminado con la escuela. Ya no seguiría, y nunca saldría de allí. El peso de los adultos estaba ahora sobre los hombros de esos chicos, con años de anticipación. ¿Debían sufrir todavía más sus familias con otra generación en la cárcel? Carpenter no ganaría nada y muchos que no tenían culpa alguna perderían demasiado.

—Hermano Carpenter —dijo el alguacil Budd—. ¿Quién fue?

Él tecleó la respuesta.

—No los vi.

—Las voces, ¿las reconoció?

—No.

El obispo lo miró con firmeza.

—Han tratado de matarle, hermano Carpenter. No es una broma. Habría muerto si no llegan a pasar los del espectáculo. Y yo tengo mis propias ideas sobre quién fue, sobre todo sabiendo quién tenía razones para odiarle a muerte ayer.

—Como usted dice, mucha gente piensa que un forastero como yo no tendría que haber metido sus narices en los asuntos de Reefrock.

El obispo frunció el ceño.

—¿Tiene miedo de que lo intenten de nuevo?

—No.

—No hay nada que hacer —se rindió el comisario—. Creo que es usted un tonto del diablo, hermano Carpenter, pero no hay nada que hacer si a usted ni siquiera le importa.

—Gracias por venir.

No fue a la iglesia ese domingo. Pero el lunes apareció en la escuela, a la hora de siempre. Y allí estaban LaVon, y Kippie, y Pope, justo donde debían. Pero no fue como siempre. Las burlas se habían terminado. Cuando él los llamaba, contestaban si podían y no contestaban si no. Cuando él los miraba, desviaban la vista.

Él no sabía si era vergüenza o miedo de que algún día él revelara lo que le habían hecho. No le importaba. La marca estaba en ellos. Se casarían un día, saldrían hacia nuevas tierras más allá de ese margen que siempre avanzaba un poco más. Tendrían hijos, trabajarían hasta que sus cuerpos se agotaran y después caerían en una tumba. Pero recordarían el día en que dejaron a un inválido a su suerte para que muriera. Él no tenía idea de lo que podría significar para ellos, pero lo recordarían.

Algunas semanas después, LaVon y Kippie dejaron la escuela; sin sus padres, había demasiado trabajo en los campos y la escuela era un lujo que sus familias ya no podían permitirse. Pope tenía hermanos mayores que todavía estaban en casa y se quedó todo el año.

Una vez estuvo a punto de hablarle. Era un día ventoso en el que la arena golpeaba contra las ventanas del colegio, y la tormenta que venía por el sur parecía ser una de las malas. Cuando Carpenter terminó la clase, casi todos los chicos agacharon la cabeza y salieron corriendo, para llegar a casa antes de que cayera el chubasco. Algunos se quedaron para hablar con Carpenter de una cosa u otra. Cuando se fue el último, Carpenter vio que Pope estaba allí, de pie, todavía. Tenía el lápiz sobre un pedazo de papel. Levantó la vista y miró a Carpenter, después el lápiz, recogió los libros y se fue hacia la puerta. Se detuvo un momento con la mano sobre el picaporte. Carpenter esperó a que hablara. Pero el chico abrió la puerta y salió.

Carpenter fue con la silla hasta la puerta y lo miró alejarse. El viento le tiraba de la chaqueta. «Como a una cometa —pensó Carpenter—, se lo lleva como a una cometa».

Pero no era cierto. El muchacho no se alzó por los aires, no voló. Y ahora Carpenter veía el viento como una corriente que pasaba por la calle del pueblo, llevándose a Pope. Todos los cuerpos del mundo atrapados en la misma corriente, el mismo viento, arrastrados por los mismos ríos de aire, las mismas calles y descansando al final en alguna rama semihundida, atravesados en alguna puerta, metidos en alguna tumba. Dios sabía dónde y por qué.