El camino subía muy escarpado desde la misma salida del ferry, así que el camión no podía aumentar la velocidad. Deaver se limitó a seguir cambiando de marcha, cada vez más baja, y apretaba los labios al oír el quejido del motor. Sonaba casi como si los engranajes estuvieran masticándose a sí mismos hasta hacerse arena. Deaver había venido mimando al camión por toda Nevada, y si el ferry de Wendover no lo hubiera llevado esas últimas millas sobre el mar Mormón, habría tenido un buen viaje. Suerte. Era una buena señal. Las cosas iban a salir como quería Deaver durante un tiempo.
El mecánico frunció el ceño cuando Deaver entró traqueteando por el muelle de carga.
—Estuviste maltratando el embrague, ¿eh, chico?
Deaver se bajó de la cabina.
—¿Embrague? ¿Qué es un embrague?
El mecánico no sonrió.
—¿No oías que las marchas entraban mal, que estaban muertas?
—Nevada estaba llena de mecánicos que querían arreglarlo, pero les dije que lo guardaba para ti.
El mecánico lo miró como se mira a un loco.
—No hay mecánicos en Nevada.
«Si no fueras más bobo que un pájaro bobo —pensó Deaver—, te habrías dado cuenta de que era una broma». Esos mormones viejos eran tan rectos que algunos no se podían ni sentar. Pero Deaver no dijo nada. Solamente sonrió.
—Este camión se va a quedar por aquí unos días —dijo el mecánico.
«De acuerdo —pensó Deaver—. Tengo planes».
—¿Cuántos días?
—Piensa en tres por ahora. Yo te lo termino.
—Mi nombre es Deaver Teague.
—Díselo al capataz. Él lo apuntará. —El mecánico levantó el capó para realizar los controles de rutina mientras los del muelle bajaban las viejas lavadoras y las neveras y las demás cosas que había recogido Deaver en su viaje. Deaver llevó los datos del kilometraje a la ventanilla y el capataz le pagó.
Siete dólares por cinco días conduciendo y cargando, durmiendo en la cabina y comiendo lo que pudieran darle los granjeros. Era más de lo que tenían muchos, pero no había futuro en eso. Las recuperaciones no durarían siempre. Algún día, recogería el último lavavajillas roto procedente de los viejos tiempos, y se quedaría sin trabajo.
Bueno, Deaver Teague no iba a esperar a que eso pasara. Sabía dónde estaba el oro, había estado planeando cómo llegar a él durante semanas, y si Lehi tenía el equipo de buceo como había prometido, a la mañana siguiente harían algo de recuperación por su cuenta. Si tenían suerte, volverían a casa ricos.
Deaver tenía las piernas entumecidas pero las puso en funcionamiento con rapidez y salió al trote por los corredores del Centro de Recuperación. Subió las escaleras saltando los escalones de dos en dos, entró en un vestíbulo y cuando llegó a un cartel que decía RECUPERACIÓN DE ORDENADORES PEQUEÑOS, cruzó el umbral y aterrizó en la habitación.
—¡Eh, Lehi! —dijo—. ¡Eh, es hora de salir! Lehi McKay no le prestó atención. Estaba sentado frente a un televisor, sacudiendo una caja negra que tenía sobre la falda.
—Si sigues haciendo eso, te vas a quedar ciego —le advirtió Deaver.
—Cállate, cara de carpa. —Lehi no dejó de mirar la pantalla. Tocó un botón de la caja negra y retorció el palo que surgía desde el botón. Una mancha de colores estalló en la pantalla y se dividió en cuatro manchas más pequeñas.
—Tengo tres días de vacaciones mientras me arreglan el cambio de marchas del camión —comentó Deaver—. Así que mañana será el día de la expedición al templo.
Lehi hizo desaparecer la última mancha en la pantalla. Aparecieron otras.
—Eso sí que es divertido —dijo Deaver—, como cuando acabas de «barrer la calle y acto seguido traen otro tropel de caballos».
—Es un Atari. De los sesenta o setenta o algo así. De los ochenta. Viejo. Ya no se puede hacer mucho con los recambios, esto es algo de los ochenta y no muy extraordinario. Todos esos años en el desván de alguien en Logan, y el trasto todavía funciona.
—Viejos que seguramente ni sabían que lo tenían.
—Seguramente.
Deaver miró el juego. Lo mismo una y otra vez.
—¿Cuánto costaba una cosa como ésta en aquellos tiempos?
—Mucho. Quince, tal vez veinte pavos.
—Dan ganas de gritar. Aquí tenemos a Lehi McKay rompiéndose el coco, como hacían los de los viejos tiempos. Lo único que conseguían era dolor de coco, Lehi. Y reblandecerse el cerebro.
—Cállate. Estoy tratando de concentrarme.
El juego terminó. Lehi puso la caja negra sobre el banco de trabajo, apagó la máquina y se puso de pie.
—¿Tienes todo lo que necesitamos para bajar mañana? —preguntó Deaver.
—Ese fue un bonito juego. Divertirse debía de ocuparles la mayor parte del tiempo en los viejos días. Mi madre dice que los chicos no podían trabajar hasta los dieciséis. Era la ley.
—No me digas —dijo Deaver.
—Es cierto.
—No distingues un toro de un tiro, Lehi. O un pedo de un pelo.
—¿Quieres que nos echen de aquí? No hables así.
—Ahora no tengo que seguir las reglas de la escuela, ya me he graduado. Y tengo diecinueve años, y hace cinco que me las arreglo solo. —Sacó sus siete dólares del bolsillo, los sacudió en el aire una vez y se los metió de nuevo en el mismo lugar con descuido—. Me va bien y hablo como quiero. ¿Crees que le tengo miedo al obispo?
—El obispo no me da miedo. Ni siquiera iría a la iglesia si no fuera por mamá. Son todos unos mierdas.
Lehi rió pero Deaver se daba cuenta de que lo asustaba un poco hablar así. «Dieciséis años —pensó Deaver—, está crecido y es inteligente pero es como un niño. No sabe lo que es ser hombre».
—Viene lluvia.
—Siempre viene lluvia. ¿Qué diablos crees que llenó este lago? —Lehi sonrió presumido mientras desconectaba todo lo que había en su banco de trabajo.
—Me refiero a Lorraine Wilson[1].
—Sé a qué te refieres. ¿Tienes el bote?
—Y también un par de tetas sensacionales. —Deaver dibujó la forma con las manos—. Lo único que les hace falta es un poco de lustre.
—¿Por qué tienes la boca tan sucia, Deaver? Desde que empezaste a hacer recuperación hablas como una cloaca. Además, ella tiene la forma de un saco.
—Tiene casi cincuenta años, ¿qué esperabas? —A Deaver se le ocurrió que Lehi parecía estar dudando. Lo que probablemente significaba que acababa de arruinarlo todo con su bocaza, como siempre—. ¿Conseguiste el equipo de buceo?
—Sí, lo tengo. Creías que lo había hecho todo mal, ¿eh? —Lehi sonrió, presumiendo de nuevo.
—¿Tú? ¿Hacer mal algo? A ti te puedo confiar lo que sea, lo que sea. —Deaver se alejó hacia la puerta. Oía a Lehi detrás, cerrando algunas cosas. Usaban mucha electricidad en ese lugar. Claro que tenían que hacerlo porque necesitaban ordenadores continuamente y la recuperación era la única forma de conseguirlos. Pero cuando Deaver vio que usaban toda esa electricidad al mismo tiempo, le pareció que estaba mirando su propio futuro. Todas las máquinas que pudiese desear, nuevas, y toda la energía que necesitase… Ropas que nadie hubiese usado, un caballo que fuera suyo y una carreta, o tal vez incluso un coche. Tal vez él estaba destinado a ser el tipo que empezara a hacer coches de nuevo. No necesitaba tontos juegos que aturdían el cerebro, los juegos del pasado—. Esas cosas están muertas, bocazas, muertas y enterradas.
—¿De qué hablas? —preguntó Lehi.
—Muertos y enterrados. Todos tus ordenadores.
Eso bastaba para lastimar a Lehi, siempre era así. Deaver sonrió y se sintió malo y fuerte mientras Lehi rezongaba a su espalda. Sobre cómo ahora los ordenadores se usaban más de lo que se habían usado en los viejos tiempos. Los ordenadores mantenían todo en funcionamiento siempre, y eso era estupendo. A Deaver le gustaba Lehi, el chico sentía las cosas con gran intensidad. Como si todo significara el fin del mundo. Deaver sabía más sobre esas cosas. El mundo estaba muerto, ya había terminado, así que nada importaba, podían tirar al lago todas esas cosas y no pasaría nada.
Salieron del centro y caminaron por el muro de contención que bordeaba el lago. Allí abajo quedaba el puerto, un pequeño círculo de agua en el fondo de un bol, con la ciudad de Bingham colgando del borde. En otro tiempo había habido un yacimiento abierto de cobre, y cuando el agua se elevó abrieron un canal hasta él y ahora había un bonito puerto en la isla Oquirrh, en medio del mar Mormón, donde las fábricas podían convertir el cielo en humo y llenar el aire de olores sin que los vecinos se quejaran.
En el escarpado camino y sucio que llevaba al puerto se les unieron muchos otros. Nadie vivía en la ciudad de Bingham: era solamente un lugar de trabajo, de día y de noche. Turnos que entraban, turnos que salían. Lehi era de los que trabajaban en los turnos, vivía con su familia al otro lado del istmo de Jordan, en Point-of-the-Mountain, que era uno de los peores lugares que se hubieran inventado para vivir, marchaba en el ferry todos los días a las cinco de la mañana y volvía todas las tardes a las cuatro. Se suponía que después de eso iba a la escuela un par de horas, pero Deaver pensaba que era una estupidez, se lo decía a Lehi continuamente, y ahora se lo estaba diciendo otra vez. La escuela exigía demasiado tiempo y daba demasiado poco, es decir, era una pérdida de tiempo.
—Tengo que ir a la escuela —dijo Lehi.
—Dime cuántos son dos y dos, ¿ya sabes cuántos son?
—Tú terminaste, ¿no?
—Nadie necesita seguir después del cuarto grado. —Deaver empujó a Lehi. Generalmente Lehi lo empujaba también, pero esta vez no lo hizo.
—Pero trata de conseguir un trabajo de veras sin el diploma de sexto grado. Y ya me falta poco. —Estaban en el muelle del ferry. Lehi sacó el pase.
—¿Vienes conmigo mañana o no? Lehi hizo una mueca.
—No sé, Deaver. Te pueden arrestar por ir allí. Es una locura. Dicen que hay cosas muy raras en los viejos rascacielos.
—No vamos a ir a los rascacielos.
—Entonces peor, Deaver. No quiero ir.
—Sí, claro, seguramente el ángel Moroni está esperando para saltarnos encima y decir buuu, buuu, buuu.
—No hables de eso, Deaver. —Deaver le estaba haciendo cosquillas. Lehi rió y trató de alejarse—. Basta, tonto. Vamos. Además, se llevaron la estatua de Moroni al monumento de Salt Lake en la montaña. Y tienen un guardia ahí permanentemente. —Y además, la estatua está chapada en oro solamente. Te digo que esos mormones escondieron toneladas de oro en el templo, y ese oro sigue allí, esperando a alguien que no le tenga miedo al fantasma del Joven Bigamo…
—¡Cierra la bocaza, estúpido! ¡Te pueden oír! Mira a tu alrededor, no estamos solos…
Era verdad, por supuesto. Algunos de los viejos los miraban con furia. Pero Deaver sabía que los viejos solían mirar así a los jóvenes. Eso les hacía sentirse mejor a pesar de su edad. Es como si dijeran: «De acuerdo, me estoy muriendo, pero tú, tú eres un estúpido». Así que Deaver miró fijamente a una mujer que lo observaba y murmuró:
—De acuerdo, yo seré estúpido, pero por lo menos no me voy a morir.
—Deaver, ¿siempre tienes que decir cosas así cuando te pueden oír? —Sí.
—En primer lugar, Deaver, no se están muriendo. En segundo lugar, es cierto que tú eres estúpido. Y en tercer lugar, llegó el ferry. —Lehi le dio un puñetazo en el estómago.
Deaver se dobló en dos, fingiendo dolor.
—Ay, el chico no sabe lo que es ser agradecido, le doy mi último trozo de pan y esto es lo que consigo…
—¡Nadie tiene un acento como ése, Deaver! —gritó Lehi. El bote empezó a alejarse.
—Mañana a las cinco y media —dijo Deaver.
—Tú no te vas a levantar a las cuatro y media, no me vas a hacer creer eso, tú no te vas a… —Pero el ferry y el ruido de las fábricas y las máquinas y los camiones ahogó el resto de sus insultos.
Deaver los conocía de todos modos. Lehi tal vez tuviese dieciséis años, pero estaba bien. Algún día, Deaver se casaría, pero a su esposa le gustaría Lehi. Y Lehi también se casaría, y a su esposa también le gustaría Deaver. Sería mejor que le gustara o tendría que volverse a su casa.
Tomó el trolebús en Fuerte Douglas y caminó hacia los viejos barracones en los que Lluvia le dejaba alojarse. Se suponía que servían de almacén, pero ella guardaba las escobas y los jabones y todo eso en su casa para dejarle un lugar para el jergón. No mucho más, pero estaba en la isla Oquirrh sin estar en medio de los olores, el humo y el ruido. Podía dormir y eso era suficiente, porque la mayor parte del tiempo estaba fuera de la ciudad, en el camión.
Realmente, aquella habitación no era un hogar. Su hogar era la casa de Lluvia, una habitación llena de corrientes de aire al final de los barracones con una señora desaliñada y rechoncha que le servía buena comida, y mucha, además. Ahí era adonde iba ahora. Entró directamente y le sorprendió en la cocina. Ella le gritó por haberla asustado, le gritó porque estaba sucio y le estaba manchando el suelo, y le dio un trozo de manzana para después gritarle por comer antes de la cena.
Él recorrió la casa cambiando las bombillas de cinco habitaciones antes de comer. Las familias que vivían allí estaban hacinadas en un máximo de dos habitaciones cada una, y la mayoría tenía que compartir la cocina y comer por turnos. Algunas de las habitaciones eran lugares muy poco agradables, y la guerra familiar se detenía apenas el tiempo suficiente para que él cambiara la bombilla. A veces ni siquiera se respetaba esa tregua. Otros estaban bien, el lugar era pequeño pero se gustaban unos a otros. Deaver estaba seguro de que su familia había sido una de las buenas, porque si hubiera habido gritos, estaba convencido de que los habría recordado con claridad.
Lluvia y Deaver cenaron y después apagaron la luz mientras ella ponía discos en el viejo tocadiscos que Deaver le había sacado a Lehi. Objetos así no estaban permitidos, pero pensaron que, dado que no quemaba ninguna bombilla, no gastaba demasiada electricidad, y lo ponían en marcha apenas alguien se lo pedía.
Lluvia tenía algunos discos de cuando era niña. Las canciones tenían ritmos fuertes, y esa noche, Lluvia se levantó como hacía a veces y se movió al son de la música, bailando danzas extrañas y antiguas que Deaver no comprendía, a menos que se imaginara a Lluvia como una niña flexible, se figurara su cuerpo tal como debía de haber sido. No era difícil imaginarlo, estaba allí, en los ojos de Lluvia y en su sonrisa permanente, y sus movimientos dejaban escapar secretos que años de comida nada sana y falta de ejercicio habían disfrazado.
Después, como siempre, los pensamientos de Deaver pasaron a algunas chicas que había conocido desde la ventanilla de su camión, cuando conducía a través de los campos sobre los que ellas se inclinaban en sus tareas, hasta que oían el camión y entonces se enderezaban y hacían gestos con las manos. Todo el mundo saludaba al camión de recuperación, a veces era la única cosa con motor que veían, su único contacto con las viejas máquinas. Todos los tractores, toda la electricidad, estaban reservados para las Nuevas Tierras; los viejos lugares se estaban muriendo. Eso hacía que Deaver se entristeciera y odiaba estar triste, toda esa gente aferrada a un pasado que nunca había existido.
—Nunca existió —dijo en voz alta.
—Sí que existió —susurró Lluvia—. Las chicas solamente quieren bai, bai, bailar —canturreó con el disco—. Yo odiaba esta canción cuando era chica. O tal vez era mi madre la que la odiaba.
—¿Vivías aquí, entonces?
—En Indiana —dijo ella—. Uno de los estados, hacia el este.
—¿Tú también fuiste una refugiada?
—No. Nos mudamos aquí cuando yo tenía dieciséis, diecisiete años, no me acuerdo bien. Cada vez que las cosas se ponían difíciles en el mundo, muchos mormones se iban a casa. Esto siempre fue «casa», pasara lo que pasase. El disco terminó. Ella apagó la máquina, encendió las luces.
—¿Ya has puesto gasolina en el bote? —preguntó Deaver.
—No quiero ir allí —dijo ella.
—Si hay oro allá abajo, quiero que sea nuestro.
—Si allí hubiera oro, Deaver, ya se lo habrían llevado antes de que el agua lo cubriera. No fue sin aviso, ya sabes. El mar Mormón no fue una inundación repentina.
—Si no está ahí abajo, ¿qué es todo ese secreto? ¿Por qué los de la patrulla del lago no dejan que nadie se acerque?
—No lo sé, Deaver. Tal vez porque mucha gente siente que es un lugar sagrado.
Deaver estaba acostumbrado a eso. Lluvia nunca iba a la iglesia, pero hablaba como una mormona. La mayor parte de la gente lo hacía cuando uno le tocaba la fibra sensible. A Deaver no le gustaba que la gente se pusiera en plan religioso.
—¿Los ángeles necesitan protección, entonces?
—Era un lugar muy pero que muy importante para los mormones en otros tiempos, Deaver. —Lluvia se sentó en el suelo, y se reclinó contra la pared bajo la ventana.
—Bueno, ahora no es nada. Ya tienen otros templos, ¿no es cierto? Y están construyendo uno nuevo en Zarahemla, ¿no?
—No lo sé, Deaver. El de ahí abajo siempre fue el templo verdadero. El centro. —Ella se inclinó hacia el costado, se reclinó sobre una mano, miró el suelo—. Todavía es el centro.
Deaver se dio cuenta de que ella se estaba poniendo sombría, realmente triste. Le pasaba a mucha gente al recordar los viejos tiempos. Como una enfermedad de la que no se curaban nunca. Pero Deaver conocía la cura. Para Lluvia, por lo menos:
—¿Es verdad que mataban gente allí dentro?
Funcionó. Ella lo miró con rabia y su cuerpo abandonó la languidez.
—¿De eso habláis los camioneros todo el día?
Deaver sonrió.
—Se cuentan historias. Dicen que degollaban a la gente si decía dónde estaba el oro.
—Vamos, conoces a muchos mormones por aquí, Deaver, ¿realmente crees que andaríamos por ahí degollando a la gente por revelar secretos?
—No lo sé. Depende del secreto, ¿no te parece? —Él estaba sentado sobre las manos, meciéndose en el jergón.
Veía que ella estaba realmente un poco enojada, y que no quería estarlo. Así que fingiría que se enojaba para jugar. Vio que se sentaba y buscaba una almohada para tirársela.
—¡No! ¡No! —gritó él—. ¡No me degüelles! ¡No me tires a las carpas!
La almohada lo golpeó y él fingió morir lentamente.
—No bromees con esas cosas —dijo ella.
—¿Cosas como qué? De todos modos, ya no crees en todo eso. Nadie cree.
—Tal vez no.
—Jesús iba a venir de nuevo, ¿no? Cayeron bombas atómicas aquí y allá y se suponía que iba a venir de nuevo.
—El profeta dijo que éramos demasiado malos. Que Él no vendría porque amábamos demasiado las cosas del mundo.
—Vamos, si realmente pensaba venir, habría venido, ¿no?
—Tal vez todavía venga —dijo ella.
—Nadie lo cree ya —replicó Deaver—. Los mormones son el gobierno, y eso es todo. El obispo es elegido juez en todas las ciudades, ¿no? El presidente de los mayores es siempre el alcalde, es sólo cuestión de gobierno, de política, nadie cree ahora. Zarahemla es la capital, no la ciudad santa.
Él no podía verla desde su posición boca arriba en el jergón. Cuando ella no le contestó, se incorporó y la miró. Estaba junto al fregadero, inclinada sobre el mostrador. Se deslizó sigilosamente hacia ella. Pensaba hacerle cosquillas, pero algo en su actitud le hizo cambiar de idea. Cuando se acercó, vio que le corrían lágrimas por las mejillas. Era una locura. Toda esa gente de los viejos días se volvía loca a menudo.
—Son bromas, solamente —se excusó.
Ella asintió en silencio.
—Es por todo eso de los viejos días. Ya sabes cómo me ponen esas cosas. Tal vez si me acordara, sería diferente. A veces me gustaría acordarme.
Pero era mentira. Deaver no quería recordar. No le gustaba recordar. Su recuerdo más antiguo era un caballo con un hombre que transpiraba mucho, eso solamente, y cabalgar y cabalgar y cabalgar. Y después todo eran recuerdos recientes: ir a la escuela, pasar de una casa a otra, finalmente ponerse un año con todas sus fuerzas a terminar la escuela y conseguir un trabajo. No se le nublaban los ojos al pensar en nada de eso, en ninguno de esos lugares. Eran lugares por los que había pasado, eso era todo, y eso era todo lo que hacía ahora, nunca había pertenecido a ningún lugar hasta ese momento. Lehi y Lluvia, los dos, eran su hogar. Ahora pertenecía a ese lugar. Aquí, pensó.
—Lo lamento —dijo.
—No importa.
—¿Me vas a llevar?
—Dije que lo haría, ¿verdad?
Sonaba enojada, tal como debía ser, y él supo que podía bromear de nuevo.
—No es probable que llegue el Segundo Advenimiento mientras estemos allí, ¿no? Si lo crees así, me pongo la corbata.
Ella sonrió, después escondió la cara y lo empujó.
—Deaver, a la cama.
—Me voy a levantar a las cuatro y media, Lluvia, y entonces sí que vas a ser de esas chicas que van a bai, bai, bailar.
—No creo que la canción aludiese a viajes en barco a las cuatro de la mañana.
Se quedó lavando los platos mientras él se iba hacia su habitación en el almacén.
Lehi lo esperaba a las cinco y media, justo a tiempo.
—No puedo creerlo —dijo—. Pensé que llegarías tarde.
—Me alegro de que tú hayas llegado a tiempo —replicó Deaver—, porque si no vinieras con nosotros, no tendrías tu parte.
—No vamos a encontrar oro, Deaver Teague.
—¿Entonces por qué me acompañas? No me digas eso, Lehi, tú sabes que el futuro está con Deaver Teague y no quieres quedarte atrás. ¿Dónde está el equipo de buceo?
—No lo llevé a casa, Deaver. ¿No crees que mi madre me habría hecho preguntas?
—Siempre te hace preguntas.
—Es su trabajo —señaló Lluvia.
—Yo no quiero que nadie me pregunte lo que estoy haciendo —repuso Deaver.
—No hace falta —continuó Lluvia—. Siempre nos lo cuentas, te queramos oír o no.
—Si no quieres oírme, no lo hagas.
—No te pongas susceptible —dijo Lluvia.
—Os estáis rajando los dos, así, de pronto. El templo os pone nerviosos, ¿es eso?
—A mí no me importa que mi madre me pregunte cosas. Me parece bien.
Los ferries iban de Point a Bingham día y noche, así que tuvieron que navegar hacia el norte un poco antes de virar al oeste, hacia la isla Oquirrh. La fundición y las otras fábricas ponían nubes de humo de vientres anaranjados en el cielo de la noche, y las barcazas del carbón estaban rodeadas de gente que se afanaba en descargarlas. La actividad era la misma que durante el día. La nube de polvo de carbón era tan espesa y negra que de día parecía como una niebla blanca bajo las luces de los reflectores.
—Mi padre murió ahí mismo, a esta hora más o menos —dijo Lehi.
—¿Cargaba carbón?
—Sí. Había sido vendedor de coches. Ese trabajo desapareció de pronto y lo dejó colgado.
—No estabas allí, ¿verdad?
—Oí el ruido. Estaba durmiendo pero me despertó. Y después gritos y gente que corría. Vivíamos en la isla entonces, siempre oíamos ruido en el puerto. Quedó enterrado bajo una tonelada de carbón que cayó desde unos quince metros.
Deaver no sabía qué decir.
—Tú nunca hablas de tu familia —observó Lehi—. Yo siempre me acuerdo de mi padre, pero tú nunca hablas de tu familia.
Deaver se encogió de hombros.
—No los recuerda —dijo Lluvia con voz tranquila—. Lo encontraron en las praderas, en alguna parte. Los asaltantes mataron a su familia, fueran cuantos fuesen, y él debió de esconderse. Eso es todo lo que se ha podido colegir hasta ahora.
—Bueno, ¿fue así? —preguntó Lehi—. ¿Te escondiste?
Deaver no se sentía cómodo hablando de eso, porque no se acordaba de nada, salvo lo que le había dicho la gente. Sabía que otra gente se acordaba de su infancia, y no le gustaba que siempre se sorprendieran tanto cuando él decía que no recordaba nada. Pero Lehi le estaba preguntando y Deaver sabía que no había que esconder cosas a los amigos.
—Supongo que sí. O tal vez les parecí demasiado tonto y no quisieron matarme. —Se rió—. Debo de haber sido un chico muy tonto. Ni siquiera me acordaba de mi nombre. Pensaron que tenía cinco o seis años, la mayoría de los chicos se acuerda del nombre a esa edad, pero yo no. Los dos tipos que me encontraron se llamaban Teague y Deaver, así que…
—Tienes que acordarte de algo.
—Lehi, ni siquiera me acordaba de cómo se hablaba. Me explicaron que no dije ni una palabra hasta los nueve años. Estamos hablando de un chico que aprendía muy pero que muy despacio.
—¡Guau! —Lehi se quedó callado durante un momento—. ¿Y por qué no decías nada?
—No importa —dijo Lluvia—. Ahora estás recuperando el tiempo, Deaver el charlatán. El campeón de los charlatanes.
Siguieron la costa de la isla hasta que pasaron Magna. Lehi los llevó al depósito de mercancías que tenía Recuperación Submarina en la parte norte de la isla de Oquirrh. No habían echado la llave y estaba repleto de equipos de buceo. El amigo de Lehi había dejado algunos tanques llenos de aire. Buscaron dos trajes y luces que pudiesen usar bajo el agua. Lluvia no iba a bajar, así que no necesitaba nada.
Se alejaron de la isla, hacia el muelle que utilizaban los barcos que zarpaban hacia Wendover. En esa dirección, por lo menos, la gente tenía el sentido suficiente como para no viajar de noche, así que no había mucho tráfico. Después de un rato, estuvieron solos en el agua. Entonces fue cuando Lluvia detuvo el pequeño motor que Deaver le había proporcionado y que Lehi había arreglado para ella.
—Ya es hora de sudar y luchar —dijo Lluvia. Deaver se sentó en el banco del medio, puso los remos en su sitio y empezó a remar.
—No vayas demasiado rápido —aconsejó Lluvia—. Te saldrán ampollas.
Pasó un bote que podría haber sido de la patrulla del lago, pero aparte de eso, nadie se les acercó mientras cruzaron la compuerta abierta. Después vieron elevarse los rascacielos, que ocultaban grandes porciones de la noche estrellada.
—Se dice que hay gente que nunca llegaron a rescatar, gente que todavía vive ahí dentro —susurró Lehi. Lluvia lo miró con desprecio.
—¿Crees que ahí dentro queda algo con qué vivir? Además el agua es aún demasiado salada, no se puede beber.
—¿Quién ha hablado de que estén vivos? —murmuró Deaver con su voz más misteriosa. Un par de años antes, tal vez habría asustado a Lehi hasta hacerle poner los ojos en blanco. Ahora Lehi solamente parecía enojado.
—Vamos, Deaver. No soy un niño.
El que se asustó un poco fue Deaver. Los grandes agujeros de los que habían caído el vidrio y el plástico parecían bocas que esperaban para tragárselo y llevarlo hacia abajo, hacia el agua, a la ciudad de los ahogados. A veces soñaba que miles y miles de personas vivían bajo el agua. Que todavía conducían coches, hacían negocios, compraban, iban al cine. En sus sueños nunca hacían nada malo, sólo se ocupaban de sus cosas. Pero siempre se despertaba sudando y asustado. Sin razón. Asustado, simplemente.
—Creo que deberían hacer volar todo esto antes de que se caiga y lastime a alguien —comentó.
—Tal vez es mejor que se quede así —dijo Lluvia—. Tal vez haya mucha gente a la que le guste recordar lo alto que estuvimos.
—¿Y qué hay que recordar? Construyeron esos edificios altos y después los dejaron tomar un buen baño. ¿Te parece que hay de qué enorgullecerse?
Deaver estaba tratando de que ella no hablara de los viejos tiempos, pero a Lehi parecía encantarle hurgar en ello.
—¿Estuviste aquí antes de que llegara el agua?
Lluvia asintió.
—Vi un desfile por esta zona. No me acuerdo si fue en la Tercera Sur o la Cuarta Sur. En la Tercera, creo. Vi veinticinco caballos, todos juntos. Me acuerdo de haber pensado que aquello sí era algo grande. No se veían tantos caballos en esos día.
—Yo he visto demasiados —dijo Lehi.
—Los que yo odio son los que no se ven —se quejó Deaver—. Deberían hacerles llevar pañales.
Rodearon un edificio y miraron hacia arriba, un pasaje angosto entre torres. Lluvia estaba sentada al timón y lo divisó primero.
—Ahí está. Ya lo ves. Ya no quedan más que las torres más altas.
Deaver remó por el pasaje. Seis torrecillas sobresalían del agua, pero las cuatro más bajas quedaban tan a ras de tierra, que sólo los tejados estaban secos. Las otras dos mostraban ventanas que no habían sido cubiertas por el agua. Deaver se sintió desilusionado. Que resultaran así de accesibles significaba que cualquiera podía haber entrado allí. Era mucho menos peligroso de lo que había esperado. Tal vez Lluvia tenía razón, tal vez allí no había nada.
Ataron el bote en el lado norte y esperaron que llegara el día.
—Si hubiera sabido que era tan fácil —dijo Deaver—, habría podido dormir una hora más.
—Duerme ahora —aconsejó Lluvia.
—Tal vez sea buena idea.
Se deslizó de su banco y se echó en el fondo del bote.
Pero no durmió. La ventana abierta de la torre quedaba apenas a unos metros, negra y profunda, rodeada por el gris del granito del templo, iluminado por las estrellas. Ahí estaba, esperándolo; el futuro, una oportunidad para conseguir algo mejor para sí mismo y para sus dos amigos. Tal vez un pedazo de tierra en el sur, donde el clima era más tibio y la nieve no llegaba al metro y medio en el invierno, donde no había lluvia en el cielo y agua dondequiera que uno mirara. Un lugar donde pudiera vivir durante mucho tiempo y recordar los buenos tiempos con sus amigos, todo eso estaba esperándolo debajo del agua.
Claro que no le habían hablado a él sobre el oro directamente. Había sido en la carretera, en un pequeño lugar de Parowan, donde los camioneros sabían que podían parar porque la mina de hierro funcionaba con turnos tan enfebrecidos que las fondas no cerraban nunca. Allí hasta tenían café, caliente y amargo, porque no había tantos mormones y los mineros no le dejaban todo el poder al obispo. En realidad, hasta lo llamaban juez en lugar de obispo. Los otros camioneros no hablaban con Deaver, por supuesto, hablaban unos con otros, y uno de los tipos contó la historia sobre la forma en que en los tiempos de la locura del oro los mormones guardaron todo el oro que pudieron conseguir y lo escondieron en las habitaciones superiores del templo, adonde nadie podía subir excepto el profeta y los doce apóstoles. Al principio, Deaver no le creyó, pero Bill Norne asentía como si supiera que era verdad y Cal Silber dijo que él no pensaba meterse en líos con el templo mormón, que ésa era una buena forma de morir. Por la forma en que hablaban, con miedo, en voz baja, Deaver se dio cuenta de que lo creían, de que era cierto, y también se dio cuenta de otra cosa: de que si alguien iba a conseguir ese oro, era él.
Aunque fuera muy fácil llegar allá, eso no significaba nada. Él sabía lo que pensaban los mormones del templo. Había preguntado un poco, pero nadie hablaba de eso. Y nadie iba tampoco: había preguntado a varios si alguna vez habían ido a verlo y todos callaban y meneaban la cabeza, no, o cambiaban de tema. ¿Por qué lo vigilaba la patrulla del lago si todo el mundo tenía miedo de ir? Todos menos Deaver Teague y sus amigos.
—Muy bonito —dijo Lluvia.
Deaver se despertó. El sol acababa de llegar a la cima de las montañas. Debía de hacer rato que había amanecido. Él miró hacia donde miraba Lluvia. Era la torre Moroni, sobre la cima de la montaña, sobre el viejo capitolio donde habían puesto la estatua del templo hacia unos años. Era brillante, refulgente, el viejo tipo con su trompeta. Pero justo cuando los mormones esperaban que la trompeta sonara, se había quedado en silencio y la fe de todos se había ahogado. Deaver sabía que se aferraban a ella solamente por amor a los viejos tiempos. Bueno, él vivía para los nuevos.
Lehi le mostró cómo usar el equipo submarino y practicaron la inmersión unas cuantas veces, una de ellas sin los cinturones de pesas y otra con ellos puestos. Deaver y Lehi nadaban como peces, claro, nadar era la primera diversión gratis de todos en esos días. Pero era muy diferente con la máscara y el tanque.
—Esta boquilla parece un freno de caballo —dijo Deaver entre una zambullida y otra.
Lehi se aseguró de que el cinturón de Deaver estuviera bien apretado.
—Eres el único de la isla Oquirrh que puede saberlo.
Después se arrojó de cabeza al agua. Deaver bajó demasiado rápido y el tanque de aire le golpeó en la cabeza, pero no le dolió mucho y no soltó la luz.
Nadó por el exterior del templo, paseando la luz por sobre las piedras. Numerosas plantas acuáticas trepaban por los muros del templo, pero aún no estaba del todo cubierto. Había una gran placa de metal frente al edificio, aproximadamente a un tercio del camino hacia abajo. «LA CASA DEL SEÑOR», decía. Deaver le hizo una señal a Lehi.
Cuando volvieron al bote, Deaver inquirió por ella:
—Parecía dorada.
—Antes había otra placa —le explicó Lluvia—. Era un poco distinta. Tal vez aquélla fuese de oro. Ésta es de plástico. Lo hicieron para que el templo siguiera teniendo una placa, supongo.
—¿Estás segura?
—Me acuerdo de cuando lo hicieron.
Finalmente, Deaver se sintió lo suficientemente seguro como para entrar en el templo. Tuvieron que quitarse los pies de pato para bajar por la estrecha ventanita. Lluvia se los tiró después. Bajo la luz del sol, no había nada que pudiera asustar en esa ventana. Se sentaron en el umbral, con el agua golpeándoles los pies y se pusieron los tanques y los pies de pato.
Cuando estaban casi listos, Lehi se detuvo y se quedó allí sentado.
—No puedo hacerlo —dijo.
—No hay nada de qué asustarse. —Deaver trató de tranquilizarlo—. Vamos, no hay fantasmas ni nada parecido ahí abajo.
—No puedo.
—¡Bien por ti! —exclamó Lluvia desde el bote. Deaver se volvió para mirarla.
—¿De qué estás hablando?
—Creo que no deberíais hacerlo.
—Entonces, ¿para qué me has traído aquí? —Porque tú querías que te trajera. No tenía sentido.
—Es suelo santo, Deaver —dijo Lluvia—. Lehi también lo siente. Por eso no va a bajar.
Deaver miró a Lehi.
—Es que no me parece bien —se excusó Lehi.
—Son piedras, solamente eso —insistió Deaver. Lehi no contestó. Deaver se colocó las gafas de bucear, tomó una luz, se puso la boquilla en la boca y saltó.
El suelo estaba apenas a cuarenta centímetros. Eso le cogió completamente por sorpresa, así que se cayó sentado en apenas unos centímetros de agua. Lehi estaba tan sorprendido como él, pero después empezó a reír y Deaver se rió también. Deaver se puso de pie y empezó a dar vueltas para buscar la escalera. Casi no podía dar un paso con los pies de pato.
—Camina hacia atrás —le indicó Lehi.
—¿Y cómo veo adónde voy?
—Pon la cabeza debajo del agua y mira, tonto. Deaver metió la cabeza en el agua. Volvió a mirar afuera, a Lehi.
Lehi no dijo nada. Deaver iluminó la superficie. Veía bien. Allí estaba la escalera.
Se puso de pie, miró a Lehi. Lehi meneó la cabeza. No iba a bajar.
—Como quieras. —Deaver reculó por el agua hasta el primer escalón. Después se puso la boquilla y bajó.
No fue fácil bajar las escaleras. «Eso está muy bien cuando uno no está flotando —pensó Deaver—, pero es todo un problema cuando uno siente que los tanques lo llevan al techo». Finalmente pensó en agarrarse a la barandilla y tirar hacia abajo. Las escaleras descendían en caracol, vueltas y más vueltas. Al llegar al final encontró un montón de basura en el fondo, un montón de basura que casi bloqueaba la puerta. Deaver nadó por encima de la basura, que parecía compuesta de chatarra y pedazos de madera, y salió a una habitación más grande.
El brillo de la luz no llegaba muy lejos en el agua turbia, así que nadó tanteando las paredes, una y otra vez, arriba, abajo. En ese lugar el agua era fría y nadó con rapidez para mantener el calor. Había una serie de ventanas arqueadas a ambos lados, con filas de ventanas circulares por encima, pero las habían tapado con madera por el lado externo. La única luz era la de la linterna de Deaver. Finalmente, después de un par de veces de girar por el suelo y el techo, se dio cuenta de que no era más que una gran habitación. Y, aparte de la basura que cubría el suelo, estaba vacía.
Ya sentía el profundo dolor de la desilusión. Se obligó a ignorarlo. Después de todo, no iba a estar allí a la vista de todos, en una gran habitación como ésa, ¿verdad? Tenía que haber un escondite secreto.
Había un par de puertas. La más pequeña estaba abierta de par en par en el centro de la pared del fondo. Seguramente alguna vez allí había habido unas escaleras. Deaver nadó y paseó la luz por el lugar. Solamente otra habitación, pero más pequeña. Encontró un par de habitaciones más, pero las habían saqueado hasta dejar solamente la piedra. Nada de nada.
Trató de investigar algunas piedras para ver si había puertas secretas, pero muy pronto se dio por vencido. No veía bien con la linterna y no hubiera podido encontrar una pequeña ranura aunque estuviera allí mismo. Ahora la desilusión era real. Mientras nadaba empezó a preguntarse si los camioneros no habrían sabido que él los escuchaba. Tal vez lo habían inventado todo sabiendo que él caería en la trampa e iría. Qué broma, si ni siquiera iban a poder ver cómo quedaba como un tonto.
Pero no, no, no podía ser. Lo creían, sí, seguro que cuando lo dijeron, lo creían. Pero ahora él sabía lo que ellos no sabían. No importaba lo que hubieran hecho los mormones en los viejos días: ahora no había oro en las habitaciones superiores. Así que allí se quedaba su futuro. Pero, qué diablos, se dijo, he llegado aquí, lo he visto y algo encontraré. No hay razón para no estar contento.
No iba engañarse a sí mismo y no había allí ningún otro a quién engañar. Era un momento amargo. Se había pasado muchos años pensando en barras o bolsas de oro. Siempre se las había imaginado escondidas detrás de una cortina. Él correría la cortina y la cortina temblaría en el agua, y allí estarían las barras de oro, y él las sacaría y entonces serían suyas. Pero no había cortinas, no había agujeros secretos, no había nada de nada, y si él tenía un futuro, tendría que encontrarlo en alguna otra parte.
Nadó de vuelta a la puerta que llevaba a la escalera. Ahora veía la pila de basura con más claridad, y se le ocurrió preguntarse cómo había llegado allí. Todas las otras habitaciones estaban completamente vacías. La basura no podía haber llegado arrastrada por el agua, porque las únicas ventanas abiertas estaban en la torre y por encima de la línea del agua. Se acercó nadando y levantó algo. Era metal. Todo era metal, excepto algunas pocas piedras, y se le ocurrió que después de todo tal vez allí estuviese lo que buscaba. Si uno escondía un tesoro, no lo ponía en barras o en lingotes, lo dejaba ahí para que pareciera basura y la gente no lo tocara.
Cogió todo lo que pudo y nadó con cuidado escaleras arriba. Lehi tendría que bajar y ayudarle a llevar más. Podían hacer bolsas con las camisas para llevarlo más rápidamente.
Salió al aire y subió hacia atrás los últimos escalones. Así cruzó el suelo sumergido. Lehi todavía estaba sentado en el alféizar y ahora Lluvia estaba allí con él, con los pies desnudos meciéndose sobre el agua. Cuando llegó hasta ellos, se volvió y les mostró el metal que tenía entre las manos. No les veía bien las caras porque la parte externa de sus gafas de buceo estaba enturbiada por el agua y reflejaba continuamente la luz del sol.
—Te has hecho daño en una rodilla —observó Lluvia. Deaver le dio la linterna y una vez que tuvo la mano libre se sacó la máscara y los miró. Estaban muy serios. Él les tendió unos pedazos de metal.
—Mirad lo que encontré allá abajo.
Lehi tomó por un par de pedazos. Lluvia no apartaba los ojos de la cara de Deaver.
—Son latas viejas, Deaver —dijo Lehi despacio.
—No —replicó Deaver. Pero se miró las manos cargadas de metal y se dio cuenta de que era verdad. Las habían cortado y aplastado, pero eran latas.
—Hay algo escrito encima —advirtió Lehi—. Dice: «Querido Señor, cura a mi niña Jenny, por favor, te lo ruego».
Deaver dejó sobre el alféizar lo que había traído. Después tomó un pedazo y le dio la vuelta para leer lo que había escrito.
«Perdona mi adulterio, no voy a pecar más».
Lehi leyó otro.
«Trae a mi hijo a salvo de las praderas, Señor Dios».
Cada mensaje había sido tallado con una aguja o un pedazo de vidrio, las letras mal formadas, primitivas.
—Se rezaban plegarias todo el día en el templo, y la gente traía nombres y oraba por ellos —explicó Lluvia—. Nadie puede rezar aquí ahora, pero todavía traen los nombres. En metal, para que duren.
—No deberíamos leer esto —dijo Lehi—. Deberíamos ponerlos en su lugar.
Había cientos, tal vez miles de esas plegarias de metal allí abajo. La gente debía de ir allí continuamente, pensó Deaver. Los mormones debían de acudir con regularidad a dejar esas cosas. «Pero a mí nadie me lo dijo».
—¿Sabíais esto?
Lluvia asintió.
—Tú los trajiste aquí.
—A algunos. Durante años.
—Sabías lo que había ahí abajo.
Ella no contestó.
—Ella te dijo que no vinieras —le recordó Lehi.
—¿Tú también lo sabías?
—Sé que había gente que venía. Ignoraba lo que hacían.
Y de pronto, se dio cuenta de la magnitud de la cosa. Lehi y Lluvia los dos lo sabían. Y todos los otros mormones. Todos lo sabían; él les había preguntado una y otra vez y nadie se lo había dicho. Ni siquiera sus amigos.
—¿Por qué me dejasteis venir?
—Tratamos de detenerte —contestó Lluvia.
—¿Por qué no me lo dijisteis?
Ella lo miró a los ojos.
—Deaver, habrías pensado que te mentía, que estaba escurriendo el bulto. Y te habrías reído de esto si te lo decía. Pensé que era mejor que lo vieras. Entonces, tal vez dejarías de decirle a la gente lo tontos que son los mormones.
—¿Crees que habría hecho eso? —Levantó otra plegaria de metal y la leyó en voz alta—: «Ven pronto, Señor Jesús, antes de que muera». —La agitó frente a los ojos de Lluvia—. ¿Crees que me reiría de esta gente?
—Tú te ríes de todo, Deaver.
Deaver miró a Lehi. Eso era algo que Lehi nunca había dicho antes. Deaver nunca se hubiera reído de algo tan importante. Y eso era realmente importante para ellos, para los dos.
—Todo esto es vuestro —dijo Deaver—. Todas estas cosas son vuestras.
—Yo nunca dejé una plegaria aquí —repuso Lehi.
Pero cuando Deaver decía «vuestro» no se refería solamente a ellos, a Lehi y a Lluvia. Hablaba de todos ellos, de toda la gente del mar Mormón, de todos los que lo habían sabido pero nunca le habían dicho nada, aunque él les había preguntado una y otra vez. Toda la gente que pertenecía a ese lugar.
—Vine a buscar algo para mí, y vosotros habéis sabido siempre que solamente había cosas vuestras en este lugar.
Lehi y Lluvia se miraron, después volvieron a mirar a Deaver.
—No es nuestro —se excusó Lluvia.
—Nunca estuve aquí antes —añadió Lehi.
—Son vuestras. —Deaver se sentó en el agua y empezó a quitarse el equipo de buceo.
—No te enojes —dijo Lehi—. Yo no lo sabía.
«Sabías más de lo que me habías contado. Yo pensaba que éramos amigos, pero no era cierto. Vosotros tenías este lugar en común con el resto de la gente, y conmigo no. Todo el mundo menos yo».
Lehi llevó con cuidado las hojas de metal hasta la escalera y las dejó caer. Se hundieron inmediatamente, bajaron despacio a tomar su lugar sobre la pila de súplicas.
Lehi remó de vuelta, entre los rascacielos, hasta el este de la vieja ciudad, y entonces Lluvia encendió el motor y se deslizaron sobre la superficie del lago. La patrulla del lago no los vio pero ahora Deaver sabía que no importaba mucho que lo hiciera. Los de la patrulla del lago eran mormones en su mayoría. Sin duda conocían el tráfico que se desarrollaba en esos lugares y no les importaba, siempre que fuera discreto. Probablemente detenían solamente a la gente que no estaba en el ajo.
Durante todo el camino de vuelta a Magna para devolver el equipo de buceo, Deaver se quedó sentado en la parte delantera del bote, sin hablar con los demás. En el sitio en que estaba sentado, la proa del bote parecía curvarse debajo de él. Cuando más rápido avanzaban, el bote parecía tocar menos el agua. Solamente se deslizaba sobre la superficie, sin tocarla nunca en profundidad; hacía algunas ondas leves pero siempre se alisaba de nuevo.
Esas dos personas, allí, en el extremo del bote. Deaver sentía algo de lástima por ellos. Todavía vivían en la ciudad sumergida, pertenecían a lo que había allá en el fondo, y el no poder ir allí les rompía el corazón. Pero no a Deaver. Su ciudad todavía no estaba construida. Su ciudad era el mañana.
Había conducido un camión de recuperación y había vivido en un almacén por tiempo suficiente. Tal vez había llegado el momento de ir al sur, a las Nuevas Tierras. Tal vez tratar de conseguir un pedazo de tierra. Tener algo, plantar en la tierra, tal vez hasta llegaría a pertenecer a ese lugar. En cuanto a éste, bueno, nunca le había pertenecido en realidad, había sido como las casas de adopción y las escuelas a lo largo del camino, solamente una parada más por un año o dos o tres, él lo había sabido. Nunca había hecho amigos allí, pero eso era lo que quería. No hubiera sido correcto hacer amigos porque se habría tenido que ir, y eso los habría desilusionado. No veía nada bueno en hacerle eso a la gente.