Ese verano le fue muy bien en el viaje a la costa para rebuscar en la basura. Jamie Teague tenía un cargamento lleno antes incluso de llegar a Marina. Las cosas estaban tranquilas por allí y tal vez se habría quedado, tanto lo apreciaban. Pero a principios de agosto, se despidió de todos y enfiló hacia el oeste de nuevo. Debía llegar a las montañas antes que la nieve.
El viaje de vuelta fue rápido. En septiembre ya estaba al oeste de Winston, pero tenía tanta hambre que el kudzú empezaba a parecerle ensalada.
No es que el hambre fuera nada nuevo. Cada vez que hacía esos viajes de varios meses desde su cabaña en las Great Smokies hasta la costa y luego de regreso, había días en que no encontraba nada para comer. Jamie era un campeón como buscador, pero la mayoría de las casas y los viejos almacenes ya habían sido saqueados hacía mucho. Además, ¿qué sentido tenía buscar comida? La mayor parte de lo que había en las latas estaba en mal estado. Lo que Jamie buscaba era metal, cosas que la gente ya no fabricaba. Martillos. Agujas. Clavos. Serruchos. Una vez encontró ese pequeño negocio de herramientas aislado, cerca de Checowinity, con toda una colección de tornillos, incluso de los grandes, y sin una mota de óxido. Casi lo mató llevarse todo eso de vuelta pero no pudo dejar nada. No iba a menudo hasta la costa misma, y si dejaba algo, no había duda de que alguna otra persona lo encontraría.
Este viaje no había sido tan bueno como aquél, pero era un buen viaje, sobre todo teniendo en cuenta que, de todos modos la mayor parte de la zona ya estaba saqueada. Encontró algunas agujas. Dos carretes de hilo de pescar y una docena de bobinas de cordel elástico. Y muchas cosas corrientes, además. Y cosas que no podía poner en su equipaje: la larga estancia en Marina, en la costa; la buena gente al norte de Kenansville, que lo había acogido y escuchado sus historias. La gente de Kenansville hasta lo había invitado a quedarse, y lo había alimentado hasta el hartazgo con jamón de campo y galletitas y embutidos en la frescura del interior de la casa en aquellas calientes mañanas de agosto. Pero Jamie Teague sabía lo que pasaba si uno se quedaba mucho tiempo con la misma gente, así que siguió adelante. Ahora el recuerdo de esos manjares excitaba su deseo, aquí, en el límite de Winston, después de casi tres días sin comer.
Había pasado hambre muchas veces antes y volvería a pasarla, pero eso no significaba que no le importara. No significaba que no se sintiera al borde del desmayo hacia el mediodía. No significaba que no pudiera trepar a un árbol y quedarse allí sentado, descansando, mirando desde arriba la I—40 y escuchando a los pájaros que se decían tonterías sobre lo hermoso que era el día, tuit, tuit, tuite, un hermoso día, en serio.
Al día siguiente habría mucho que comer. Al día siguiente estaría al oeste de Winston y en zona salvaje, donde podría matar una ardilla con una piedra. Simplemente, en esos días no había mucho que comer en la zona que acababa de atravesar, entre Greensboro y Winston. Parecía que todos los que tenían un revólver o una honda habían salido a matar ardillas y conejos y zarigüeyas y no quedara ni uno.
Ése era uno de los problemas, junto con el hecho de que esa parte de Carolina todavía tuviera un gobierno y todo eso. Casi la mitad de la gente estaba viva, probablemente. Eso significaba un cuarto de millón en los condados de Guilford y Forsyth. Era imposible que esa multitud se mantuviera solamente con la carne de las granjas, no sin gasolina para los tractores y fertilizantes para los campos.
Greensboro y Winston no sabían que estaban condenados, todavía no. Todavía creían que ellos eran los afortunados que no habían sufrido ni la mitad del horror que había dividido las grandes ciudades y convertido en desiertos a estados completos.
Pero Jamie Teague había estado en el norte y escuchado historias que venían de todavía más al norte, y lo aprendido era esto: cuando terminó el derramamiento de sangre, los supervivientes tuvieron tierra y herramientas suficientes para poder alimentarse. Había posibilidades de vida, si lograban echar a los vagabundos y asaltantes y si el invierno no los mataba y si no se contaminaban con una de esas enfermedades que aun provocaban mutaciones y si no estaban demasiado cerca de alguno de los sitios donde habían caído las bombas. Había suficiente. Podían vivir.
Pero no aquí. Los árboles que alguna vez habían hecho hermosa la zona estaban muriendo con rapidez —los cortaban para hacer leña— y, poco a poco, la gente de ese lugar se congelaría o moriría de hambre, o se matarían mutuamente hasta que la población descendiera. Las cosas se pondrían muy feas.
Por lo que había oído, Jamie pensaba que las cosas ya se estaban poniendo feas.
Y por eso había rodeado Greensboro hacia el norte, con los ojos siempre bien abiertos: había visto a la mayoría de los que se cruzaron con él antes de que ellos detectaran su presencia. No, la verdad era que había avistado a todos antes de que ellos lo vieran, y se había asegurado de que no lo descubrieran en ningún momento. Así se mantenía uno vivo en esos días. Sobre todo un viajero, un hombre que iba a pie, como él. En algunos lugares, ser un forastero era lo mismo que estar sentenciado a muerte, a veces se podía conseguir un aplazamiento, aunque lo más probable era que no fuera así. Ser invisible excepto cuando él quería que lo vieran lo había mantenido con vida incluso en los peores tiempos de los últimos cinco años, cuando todo el mundo se iba a la mierda. Jamie había aprendido a caminar por los bosques en un silencio absoluto, tanto que casi podía oír a las ardillas; y era tan bueno tirando piedras que nunca disparaba el rifle, no para comer por lo menos. Una piedra era todo lo que necesitaba para una zarigüeya, un conejo, una ardilla, un mapache o un puercoespín, y cualquier cosa mayor hubiera supuesto más carne de la que podía llevar a cuestas. Un hombre que andaba a pie no podía cargar con un ciervo y quedarse en el mismo sitio el tiempo suficiente para ahumarlo o ponerle sal o cualquiera de esas cosas. Así que Jamie no buscaba presas grandes. Una ardilla era suficiente carne para él. Las bayas silvestres y las huertas abandonadas y la comida en lata dentro de las casas deshabitadas proveían el resto de su dieta de viaje.
Sobre todo, un hombre que anda a pie no puede permitirse el sentimiento de la soledad. Uno empieza a pensar que tiene que hablar con alguna cara humana o va a estallar, y entonces, ¿qué pasa? Uno saluda a alguien que no conoce y ese alguien le vuela la cabeza. O se queda con alguna familia del bosque y ésta le corta el cuello por la noche y hace cucharas con los huesos y bolsas de cuero con la piel, y los músculos terminan en el ahumadero para ser curados. Siempre terminaba mal eso de desear compañía, así que Jamie nunca la deseaba.
Por eso estaba instalándose en un árbol sobre la cerca de cadenas que marcaba el borde de la I—40, cuando oyó gente que cantaba, tan fuerte que se la oía mucho antes de verla. Increíble. Cantando, directamente en la ruta, en la autopista, que es lo mismo que decir que estaban totalmente locos. El hacer ruido mientras uno viajaba por la I—40 era algo tan escandaloso que al principio Jamie pensó que eran salteadores. Pero no, Winston y Greensboro tenían una patrulla de caminos bastante buena que recorría la zona a caballo, y esa gente venía de Winston en dirección oeste, así que no, no podían ser salteadores. Eran demasiado tontos para vivir, eso era todo, ciudadanos normales, refugiados o algo así, gente que todavía creía que el mundo era lo suficientemente seguro como para cantar en él.
Cuando los descubrió, le parecieron el grupo más raro que hubiera visto desde el principio de la plaga. En cabeza caminaba una mujer grande y gorda que parecía un silo dentro de una tienda de campaña. Ella daba la pauta a los demás en una canción. Dos hombres, uno blanco y otro negro, empujaban carros fabricados con bicicletas unidas de dos en dos, cargadas con cosas y cubiertas con cartones. Había dos muchachas negras de unos dieciocho años y una mujer blanca y rubia de unos treinta y cinco, y media docena de niños blancos. Parecía un anuncio a favor de la unidad racial, un anuncio de los tiempos anteriores a la plaga.
En estos días, uno no veía negros y blancos juntos, simplemente no se daba. La gente iba con su propia gente. No era que hubiese mucho odio racial, lo único que pasaba era que blancos y negros no tenían demasiado que ver unos con otros. Como en Marina, de donde venía Jamie. Todos fingían ser parte de una misma ciudad pero tenían policía separada y jueces distintos, y la gente simplemente no entraba en la otra parte de la ciudad, la de los otros. No se hacía, eso era todo. Y era así en todos los sitios que había visitado Jamie.
Y sin embargo, allí estaban, blancos y negros, caminando juntos como si fueran parientes. Jamie se dio cuenta enseguida de que no llevaban mucho tiempo viajando juntos: actuaban como si todavía confiaran los unos en los otros y no les importara la compañía. Así era los primeros días en que se viajaba en grupo, y así era de nuevo después de unos años. Y al ver los descuidados que eran, Jamie supo inmediatamente que no vivirían ni una semana, por no hablar de los años que hacían falta para conseguir esa confianza basada en el tiempo. Además, pensó Jamie con un gusto amargo en la boca, hay algunos en los que no se puede confiar, no importa lo mucho que uno haya estado con ellos, aunque haya pasado con ellos toda la vida.
La gorda cantaba en voz bien alta, jadeando entre palabra y palabra —era obvio que le faltaba el aliento— y los chicos cantaban con ella, pero los adultos no.
«Los hijos de los pioneros cantaban mientras andaban y andaban y andaban».
La canción seguía así, lo mismo una y otra vez. Y cuando la gorda dejaba de cantar «y andaban y andaban», uno de los chicos se desbandaba y seguía diciendo «y andaban y andaban y andaban y andaban y andaban y andaban», hasta que Jamie sentía que alguien iba a darle un cachete y decirle que se callara. Pero nadie lo hacía. Los adultos seguía caminando y no prestaban atención. Arrastraban los carros de bicicletas o llevaban los paquetes en brazos.
Ni un revólver. Ni un rifle, ni una pistola. Nada de nada.
Éste era un grupo de gente muerta, Jamie estaba seguro de eso, tan seguro como que los chicos desafinaban. Estaban llegando a la última frontera de la civilización entre ese lugar y la reserva cheroqui. Iban a cantar hasta que cayeran por el borde del mundo.
Jamie no tuvo dudas sobre lo que tenía que hacer. No lo pensó ni dos veces. Sabía que estaba en sus manos hacer algo para impedir que esa gente muriera, así que les tendió la mano.
Mejor dicho, dio un paso hacia ellos. Se colgó el rifle del hombro y se deslizó por la rama que colgaba sobre la cerca de cadenas, después se dejó caer. Levantó el paquete y se lo puso en los hombros. Caminó por el terraplén. Estaba lleno de árboles pequeños y no era fácil caminar por allí. Para cuando llegó al camino, estaban a unos cien metros y seguían cantando. Una canción distinta esta vez, algo sobre dar —«Da, dijo el arroyito, da, oh, da, oh, da»—, pero en el fondo era lo mismo. Él los oía claramente pero ellos ni siquiera lo habían oído cuando pasaron rozando los árboles, a pesar de todo el ruido que había hecho al bajar.
—Buenas noches —saludó.
Entonces sí dejaron de cantar. Los carros dejaron de moverse y los chicos estaban de pronto en brazos de los adultos, y la mayoría iba hacia el borde de la carretera antes de que el eco de la voz de Jamie se apagara en el aire. Por lo menos sabían lo suficiente como para asustarse, aunque cuando un salteador le dirigía la palabra a alguien ya no había escapatoria, por lo menos no con una simple carrera. Y ni uno solo de ellos había sacado un arma, ni siquiera entonces.
—Tranquilos —dijo Jamie—. Si hubiera pensado en matarles, ya estarían muertos. Hace cinco minutos que les observo. Y hace diez que les oigo, se lo aseguro.
Ellos dejaron de moverse.
—Además, están ustedes corriendo hacia la faja intermedia, y eso es actuar como un pollo que se mete en la cacerola para esconderse del granjero que le persigue.
Todos se quedaron donde estaban, excepto el negro, que volvió hasta la mitad del carril del oeste. La gorda todavía estaba allí, la mano sobre uno de los carros. No parecía asustada como los demás. No parecía tener la capacidad de asustarse.
Jamie siguió hablando. Sabía que su voz relajada los calmaría.
—Miren, los salteadores, cuando deciden cargarse a alguien, nunca atacan por un único lado. Si ustedes corren hacia la faja intermedia, seguramente encontrarán a más de uno esperando para atraparles.
—Parece que sabe mucho de salteadores —dijo el negro.
—Estoy vivo y estoy en la carretera y estoy solo —contestó Jamie—. Claro que sé mucho de salteadores. Los que no aprenden algo de eso mueren muy pronto. Como ustedes.
—Nosotros no estamos muertos —replicó la gorda.
—Bueno, supongo que es cuestión de opinión —continuó Jamie—. A mí me parecen muertos. Claro, aún caminan. Todavía cantan a viva voz. Pero perdónenme si me equivoco. Sigo pensando que lo que cantan es: «Venid y matadnos, vamos, venid y quitadnos lo que tenemos».
—Estábamos cantando «Da, dijo el arroyito» —intervino uno de los pequeños, una niña rubia de unos diez años.
—Lo que quiere decir es que deberíamos marchar con la boca cerrada —explicó una de las chicas negras. La flaca.
—Eso fue lo que yo dije cuando salimos de Kernesville —observó la que tenía unos senos que parecían a punto de estallar debajo de su corpiño.
El negro les echó una mirada de enojo. Ellas parecieron disgustadas pero se callaron.
—Me llamo Jamie Teague y pensé que era mejor que les diera algunos consejos para que siguieran vivos algunos kilómetros por lo menos.
—Todavía estamos a salvo. Estamos en Winston.
—Acaban de pasar la ruta de Silas Creek. La patrulla de caminos de Winston no viene aquí muy a menudo. Y una vez que pasen la salida de la 421, estarán fuera de su territorio.
—Pero las bandas ocultas en los arbustos no llegarían tan cerca de Winston, ¿no es cierto? —preguntó la gorda.
La gente era tan tonta a veces…
—Señora, ¿piensa que van a esperar en medio de la nada a ver si viene algún grupo de viajeros que ya se escapó de todas las otras bandas de asaltantes desde la ciudad hasta allá? Las presas fáciles están cerca de las ciudades. ¿No se lo dijeron los de la patrulla?
El negro miró a la gorda.
—No —contestó.
—Bueno —prosiguió Jamie—, entonces será que los han ofendido de alguna forma porque ellos saben que el cruce con la 421 es un lugar muy peligroso para pasarlo caminando, y, según veo, les dejaron ir directos hacia allá.
La cara de la gorda se puso todavía más fea.
—Estoy segura de que eran cristianos —declaró. No escupió pero fue como si lo hubiera hecho.
Una idea súbita cruzó la mente de Jamie.
—¿Ustedes no son cristianos?
—Siempre pensamos que lo éramos —dijo el blanco.
Todavía estaba a un lado del camino, el brazo sobre los hombros de la mujer rubia. Hablaba en voz baja, pero parecía fuerte. Era casi un alivio que hablara. Era raro que un negro hablara por todos cuando había un blanco en el grupo. No es que Jamie pensara que hubiese que ser al revés. Pero nunca había visto un grupo integrado por ambas razas en el que el negro fuera el representante de los demás.
Entonces el negro lo interrumpió:
—Gracias por su… consejo, señor… ¿Teague, dijo?
—No era un consejo. Lo que les he presentado son hechos. La única forma segura de salir de la ciudad para un grupo del tamaño del de ustedes, que necesita un camino para bicicletas, es volver a la ruta de Silas Creek, ir hacia el norte por el camino de Country Club y salir al oeste por allí. Después pueden subir a la 421 más adelante, y ya no será tan peligroso.
—Pero si vamos por la I—40 todo el camino —dijo la gorda.
—El camino al infierno, tal vez. ¿Adónde piensan ir? —preguntó Jamie.
—No es asunto suyo —respondió la rubia. Tenía una voz que golpeaba como un látigo. Era del tipo de las que sospechan de todo.
—Cada uno de los cruces de la interestatal está tomado por un grupo de salteadores —indicó Jamie—. Es un lugar de refugio para ellos, y es fácil volver allí después de haber violado y matado por el campo. Y aunque cada uno de ustedes tuviera una ametralladora y los carros llenos de municiones, se les terminarían antes de llegar a Hickory y estarían muertos antes de Morganton.
—¿Cómo sabemos que lo que nos dice es cierto? —preguntó la rubia.
—Porque sé lo que estoy diciendo —contestó Jamie—. Y se lo estoy diciendo porque es evidente que no lo saben. Cualquier persona que sepa eso y siga utilizando la autopista tiene que querer morir.
Hubo una pausa, una décima de segundo en la que nadie intervino y a Jamie se le ocurrió que tal vez era así. Que tal vez en cierto modo esa gente quería morir, aunque fuera a medias. Definitivamente estaban locos. Pero ¿quién no lo estaba en esos días? Cualquiera que estuviera vivo todavía tenía que haber visto cosas terribles, las suficientes para perder la razón. Jamie suponía que en muchos casos la cordura apenas se sostenía de las orejas y el cabello de la gente, lista para desaparecer a la primera señal de peligro y dejarlos a todos más idos que una…
—No queremos morir —dijo el blanco.
—Aunque el Señor puede tener sus propios planes con respecto a nosotros, claro —añadió la gorda.
—Tal vez —observó Jamie—. Pero no he visto que el Señor haga muchos milagros últimamente.
—Yo tampoco —señaló la rubia.
Ah, ésa sí que estaba amargada.
—Yo he visto muchos —objetó el blanco, que debía de ser su esposo.
—Les voy a decir algo acerca de los milagros —dijo Jamie. Estaba disfrutando con todo aquello; no había hablado tanto en diez días, no desde que había dejado a la gente de Marina, o Campamento Lejeune, como la llamaban. Y Jamie era hombre de palabras—. Si ustedes siguen tal como van, en los próximos diez kilómetros acabarán con toda su cuota de milagros y en el kilómetro once les matarán.
El negro le creía ahora.
—¿Así que volvemos a la ruta de Silas Creek, vamos al norte hacia Country Club y después salimos de la ciudad por allí?
—Supongo que sí.
—Es una trampa —replicó la rubia—. Tiene una banda de salteadores en Country Club y quiere que vayamos allá para asaltarnos.
—Madam —dijo Jamie—. Supongo que eso es posible. Pero también esto es posible. —Sacó el rifle de la funda y apuntó al negro con un movimiento tan rápido que nadie pudo ni parpadear mientras lo hacía—. Bang —exclamó. Después señaló con el arma a cada uno de los adultos, uno a uno—. Bang, bang, bang, bang. No necesito un grupo de salteadores.
Jamie no esperaba la reacción. Dos de los chicos se echaron a llorar. Uno de ellos temblaba. Otro par corrió a esconderse detrás de la gorda, mientras lo miraban como si esperaran que los asesinara a todos, uno por uno, los niños también. Y los adultos reaccionaron peor, si es que tal cosa era posible. Parecía como si estuvieran dándole la bienvenida al arma, como si la esperaran desde hacía tiempo, como si fuera un alivio que la muerte hubiera llegado a ellos por fin. El negro cerró los ojos: esperaba la bala como un beso de novia.
La única que no se asustó fue la gorda.
—No vuelvas a apuntarnos con un arma, muchacho —dijo con frialdad—. No a menos que pienses usarla.
—Lo lamento —se excusó Jamie. Volvió a guardar el arma—. Solamente quedaría mostrarles lo fácil que es…
—El Señor ha visto su bondad para con nosotros —intervino el negro—. Y le recompensará por eso.
—Tal vez —respondió Jamie, para ser amable.
—Usted fue amable con las últimas de sus ovejas —insistió el negro— y eso también vale.
—Las últimas de sus ovejas somos, evidentemente, nosotros —dijo la gorda.
—Si, bueno, buena suerte entonces. —Jamie se volvió y enfiló hacia el terraplén.
—Espere un minuto —dijo el blanco—. ¿Adónde va?
—Eso no es asunto nuestro —le señaló el negro—. No tiene por qué decírnoslo.
—Solamente pensé que si va al oeste, como nosotros, tal vez pudiéramos ir juntos.
Jamie se volvió para mirarlo.
—Nada de eso —contestó.
—¿Por qué no? —preguntó la rubia, como si se hubiera ofendido.
Jamie no le contestó.
—Porque cree que somos tan tontos que de todos modos nos van a matar —dijo el blanco—, y no quiere que le maten con nosotros, ¿no es cierto?
Jamie no abrió la boca, pero eso también era una respuesta.
—Usted sabe cómo moverse por aquí —insistió el blanco—. Pensé que tal vez podríamos pagarle para que nos guíe. Parte del camino, por lo menos.
¡Pagarle! ¿Con qué dinero? ¿Qué moneda valía algo en esos tiempos?
—No me convence —repuso Jamie.
—A mí tampoco —opinó la gorda.
—No creemos en el brazo de la carne —dijo el negro, con voz pía.
¿Era el cura del grupo entonces?
—Oh, sí, el Señor es nuestro Pastor —recitó la gorda. Y ella no lo hizo con voz piadosa.
El negro la miró con furia.
El blanco lo intentó de nuevo.
—Bueno, se me ocurre que tal vez el Señor nos ha guiado hasta aquí para encontrarnos con este hombre. Tiene un arma, ha viajado mucho y sabe lo que hace, que es más de lo que podemos alardear. Seríamos unos tontos si no procuramos tenerlo a nuestro lado mientras podamos.
—Es que no pueden —dijo Jamie.
Advertirles era una cosa. Morir con ellos otra distinta. Les dio la espalda una vez más y caminó hacia la selva al costado del camino.
Los oyó hablar a su espalda.
—¿Dónde está? Parece que haya desaparecido como si tal cosa.
Sí, y eso sin que Jamie hubiera intentado esconderse demasiado. Esa gente nunca vería a los salteadores. Gente de la ciudad…, diablos…
Pero una vez hubo llegado a los árboles altos, no siguió su propio camino hacia el oeste. Sin tomar una decisión racional, trepó otra vez al árbol para ver qué decidía aquella gente. Naturalmente, estaban dando la vuelta con sus carros sobre el camino. Hacia el este de nuevo.
Muy bien. Jamie ya había cumplido. Había hecho lo que había podido.
¿Entonces por qué estaba caminando también hacia el este, en una ruta paralela a la de ellos? «El Señor es su pastor, no yo» pensó Jamie. Pero había algo que lo molestaba, un miedo que no podía localizar del todo, y como sentía que se había hecho en parte responsable de ellos, ahora le parecía que esa responsabilidad estaba aumentando.
Ni siquiera pudieron llegar a la ruta de Silas Creek. Doce hombres de la patrulla, desmontados y con las armas listas estaban en medio de la carretera. Jamie nunca había visto tantos en un solo lugar. ¿Esperaban una invasión o a los salteadores?
No. Esperaban a ese pequeño grupo de viajeros. Para eso habían venido. Jamie no oía lo que decían, pero entendió el mensaje perfectamente bien, por los gestos, las actitudes, la desesperación cada vez mayor del grupito de refugiados. La patrulla no pensaba dejarlos pasar por Winston de nuevo, ni siquiera lo suficiente como para tomar la ruta hacia Country Club y salir de nuevo. Jamie se sintió descompuesto. Estaba absolutamente seguro de que esa patrulla sabía lo que significaba caminar por la I—40, sabía lo que seguramente pasaría en el cruce de la 421. La patrulla pensaba hacer que los salteadores mataran por ella. Por alguna razón, los de los caballos querían ver a aquella gente muerta. Probablemente se habían reunido allí para después salir, contar los cuerpos y hacer un informe.
Bonito favor les había hecho Jamie. Antes del encuentro con él, cuando cantaban todos juntos, había tenido algún tipo de esperanza; ahora la esperanza ya no estaba, no había alegría en el paso de los niños. Ahora sabían que iban hacia la muerte y había visto las caras de la gente que se la deseaba.
Habían visto esas caras antes, Jamie estaba seguro. Los adultos no se habían impresionado cuando Jamie les apuntó con el rifle y no habían mostrado rabia frente a la patrulla de caminos. Estaban convencidos de que no había salida, de que no tenían amigos, ni en las ciudades civilizadas, y desde luego no entre las bandas de los arbustos. Con razón la rubia había sospechado de él.
Pero el blanco había mostrado algún tipo de esperanza en la idea de que un extraño los ayudara en el camino. Había pensado que podía hacer un trato con Jamie Teague. Jamie se había sentido bien, amable y malo a un tiempo por el hecho de que ese tipo hubiera encontrado esperanza en él. Por eso, cuando el grupo dio la vuelta hacia el oeste de nuevo, Jamie se encontró caminando en una dirección paralela otra vez. Ahora iba más rápido, por delante, cruzando el camino de un lado a otro, como si estuviera vigilando, haciendo de rastreador y guía para ellos.
«Estoy haciendo de guía para ellos», tuvo que reconocer.
Y así Jamie llegó al cruce con la 421, en silencio y con cuidado, moviéndose en la parte más espesa del bosque. Vio dos vigías de los salteadores, uno de ellos dormido y el otro no muy alerta. Y ahora tenía que tomar una decisión. ¿Los mataría? Podía hacerlo con facilidad, por lo menos a esos dos. Y quién sabía cuántos asesinatos por año cometían esos salteadores, asesinatos que hubieran supuesto la pena de muerte dos veces para cada uno. La pregunta que se hacía era: «¿Me meto en una batalla de mierda con esas bandas de los arbustos o hay otra manera de salir de esto?» No debía esperar mucha ayuda del grupo que venía detrás: no había ni un arma en todo el grupo y, probablemente, nadie que supiera pelear aun en el caso de que tuvieran algún rifle. Si había lucha, él tendría que hacerlo todo, y solo.
No los mató. No decidió no hacerlo, simplemente decidió que tenía tiempo para echar una mirada a la ciudad de los asaltantes que estaba debajo del cruce y después volver y matar a esos dos si hacía falta.
La ciudad estaba construida en el lado oeste de la I—40, oculta bajo el cruce de la 421. Era como la mayoría de esas ciudades: fabricada con coches viejos que formaban callecitas estrechas de por lo menos cuatro coches de largo por debajo del cruce. En algunas partes, habían extendido telas de coche a coche para dar sombra exterior; algunos niños desnudos corrían gritando, algunas mujeres cansinas los maldecían o cocinaban frente a un fuego, y también había hombres tumbados, durmiendo o sin hacer nada, todos con las armas bien a mano. Un recuento rápido; allí abajo eran por lo menos veinte a combatir. No había esperanza de que Jaime pudiera vencerlos solo. Por sorpresa, quizá mataría a media docena —era bueno disparando y muy rápido— pero eso todavía dejaría a muchos para perseguirlo después por los bosques mientras otros se quedaban y hacían lo que querían con los refugiados que subían por el camino. Jamie no estaba contra la idea de matar a esa escoria, no en principio, pero le parecía que solamente tenía sentido si uno contaba con posibilidades de ganar.
En ese momento, debería haber seguido adelante, debería haberse dado cuenta de que no se podía hacer nada por ese grupo. Era solamente un dato en la estadística, otro grupo asesinado por la destrucción de la sociedad. La caída de la civilización tenía que aplastar a algunas personas. No era culpa de Jamie ni era su trabajo tratar de impedirlo.
El problema era que había visto a esta gente de cerca. No eran números simplemente. No eran los cadáveres que él había descubierto muy a menudo en las granjas abandonadas, en los coches destrozados o en los bosques, más afuera. Esta gente tenía rostro. Él había oído cantar a sus niños. Los había sacado del camino hacia la destrucción una vez y era su deber encontrar la forma de hacerlo de nuevo.
¿Cómo sabía eso? Nadie le había hablado de ese deber. Solamente sabía que eso es lo que hace una persona decente: ayuda si puede. Y como él deseaba tanto ser una persona decente, aunque sabía como siempre que seguramente la suya era el alma más inhumana que había caminado sobre la faz de la Tierra, dio la vuelta, pasó de nuevo junto a los vigías dormidos y volvió hacia los refugiados antes de que llegaran al lugar donde los habían encontrado por primera vez.
No era que pensara unirse a ellos, no en realidad. Tal vez los llevaría hasta el Acantilado Azul, ya que de todos modos iba hacia allí, pero después los dejaría solos. Cada uno a lo suyo. Para entonces, habría hecho su parte, más de lo que debía, y después de eso, lo que pudiera pasarles no era asunto suyo.
Tina mantenía el paso. No decía nada. Pero pensaba cosas, ah, sí, se decía a sí misma un sermón como hacía mamá antes de morir de un ataque, antes de que el mundo se rompiera en pedazos, gracias a Dios. Era la voz de mamá en su cabeza. No tenía sentido irritarse por eso. No tenía sentido dejar que el estómago se le revolviera a una por dentro y le diera colitis, no tenía sentido dejar que las cosas la obligaran a una a hacer locuras. No tenía sentido aullar contra esos hombres de la patrulla de caminos, esas caras beatas, caras de moco, orgullosos de sus uniformes, con los caballos adornados y las brillantes pistolas en las fundas de los cinturones. No tenía sentido decirles: «Ustedes no son mejores que esas basuras que masacraron bebés en la calle de Pinetop. ¿Creen que son mejores porque no aprietan el gatillo ustedes mismos? Eso significa que además de ser asesinados son cobardes, eso es lo que significa».
No tenía sentido decirlo.
Pero Tina estaba segura de que aunque no dijera nada, todos sabían lo que estaba pensando. Había descubierto hacía mucho que todos los malos sentimientos se reflejaban como escritos con grandes letras en su cara. Los sentimientos tiernos no. Los sentimientos suaves eran invisibles. Pero si sentía el menor indicio de enojo, la gente empezaba a apartarse de ella. «Tina se ha pintado la cara para la guerra —decían—. Está furiosa. Espero que no sea conmigo». A veces no le gustaba ser tan transparente, pero esta vez se alegraba mucho. Porque vio cómo los hombres de la patrulla la miraban mientras el comandante decía sus mentiras y cómo todos desviaban la vista, miraban al suelo y hasta trataban de parecer más duros y malos de lo que eran. De todos modos, esos gestos expresaban siempre lo mismo. Sabían lo que estaban haciendo.
Y Tina terminó de expresar su rabia dándole la espalda al comandante mientras él seguía explicando que él no hacía las reglas, que era el concejo de la ciudad. Le dio la espalda y empezó a caminar. Caminó despacio, porque la gente que tiene el tamaño de Tina no puede salir dando zancadas, pero de todos modos caminó, alejándose. Los niños huérfanos de su Primaria, Scotty y Mick y Valerie y Cheri Ann, se volvieron y la siguieron inmediatamente y detrás de ellos, los niños de la familia Cinn, Nat y Donna. Y después los padres, Pete y Annalee; y después las dos muchachas negras de la Sala Bennet, Marie y Rona; y después de eso, cuando todos estaban caminando ya hacia el oeste, solamente entonces, el hermano Deaver dejó de tratar de convencer a aquel aprendiz de Hitler de que los dejara pasar.
Tina se sintió culpable por eso. Darse la vuelta y empezar a caminar, avergonzando al hermano Deaver. El hermano Deaver ya tenía poca autoridad sin eso porque era segundo consejero de un obispado que ya no existía, con el obispo y el primer consejero muertos. No, no hacía falta que ella también discutiera su autoridad. Pero ella siempre había tenido problemas para apoyar a los sacerdotes. No en su corazón, ahí siempre había sido obediente, un puntal de apoyo. Lo que pasaba era que algunos de sus actos hacían parecer a los hombres indecisos si se comparaban con ella. Esta vez también. No había pensado que todos la seguirían. Simplemente no había podido tolerarlo; la única forma que tenía de demostrar su desprecio por los hombres de la patrulla era darse la vuelta y marcharse mientras ellos todavía estaban hablando. Dejarlos cuando todavía era elección suya, en lugar de hacerlo cuando ellos se cansaran y levantaran las pistolas y los apuntaran a todos y asustaran a los niños. Era el momento exacto para partir, y si el hermano Deaver no se daba cuenta, bueno, ¿acaso Tina tenía la culpa?
Le dolían las piernas. No, eso era demasiado vago. Cada vez que daba un paso, le crujían las articulaciones, le ardían los tobillos, se le doblaban las rodillas, le parecía que se le clavaban agujas en las plantas de los pies, se le torcía la espalda, los hombros se le endurecían. «Vaya, esto en realidad es un programa de ejercicios —se dio cuenta de pronto—, caminar los treinta kilómetros desde la Universidad de Guilford hasta el lugar en que vamos a morir. Pensé que mis músculos estaban en buenas condiciones después de mi trabajo como guarda en la casa de reuniones, tanto limpiar y encerar y lustrar y mover sillas y cerrar mesas. No tenía idea de que caminar treinta kilómetros me haría sentir como un ratón convertido en juguete de un gato medio ciego».
Tina se detuvo en medio del camino, inmóvil.
Todos los demás se detuvieron con ella.
—¿Qué pasa? —preguntó Peter.
—¿Ves algo? —preguntó Rona.
—Estoy cansada —contestó Tina—. Me duele todo y estoy cansada y quiero descansar.
—Pero si sólo son las tres de la tarde —observó el hermano Deaver—. Tenemos tres horas de caminata todavía.
—¿Tienes alguna prisa por llegar al cruce con la 421? —preguntó Tina.
—Tal vez lo que dijo ese hombre no sea cierto —dijo Annalee Davenport. Siempre estaba a la contra.
A Tina no le importaba. Estaba acostumbrada.
Además, Peter sabía cómo contradecir a Annalee Davenport sin ponerla nerviosa. Por eso se había casado, pensaba Tina. El mundo entero habría tenido problemas para manejar a Annalee sin alguien cerca de ella que supiera llevarle la contraria sin ponerla nerviosa.
—Yo también pensé eso, mi amor —señaló Peter—, hasta que ese policía nos mandó de vuelta. Él sí sabe que la 421 es nuestra muerte.
—El verdadero nombre de la Bestia —dijo Rona.
Tina frunció el ceño y se encogió. Quienquiera que hubiera convencido a Rona para que leyera la «Revelación» tenía que haber estado…
—Ah, vamos, sabes muy bien que nunca creíste que mintiera —interrumpió Annalee—, querías que viniera con nosotros…
—Bueno, me doy perfecta cuenta de la razón por la que no lo hizo —declaró Tina—. Todo el mundo habla como si lamentara lo que pasó, pero todos hubieran querido que los de la pandilla terminaran el trabajo para no tener que preocuparse de esos mormones supervivientes que se quedaron atrás.
—No les llames «los de la pandilla» —intervino el hermano Deaver—. Eso hace que suene como si fuesen de fuera. Y eso es lo que quieren que pensemos…, que nadie de Greensboro…
—No hables de ellos. Punto —concluyó Donna Cinn.
Para ser una niña de once años, se expresaba con palabras bastante directas. No mencionaba ni «señor» ni «señora». Pero había mucho sentido común en lo que decía.
—Donna tiene razón —opinó Tina—. Y yo también. Podemos descansar aquí a la orilla del camino. Me vendría bien algo de tiempo para prepararme.
—A mí también —dijo Scotty.
Fue la voz del niño más pequeño lo que les decidió. Así que se sentaron en la hierba de la faja intermedia bajo la sombra de un tulipán, y allí estaban cuando volvió Jamie.
—Este árbol no es muy grande —señaló Annalee—. ¿Os acordáis de cuando dividieron la Primera Sala en Guilford y Sumit?
Era una pregunta que no necesitaba respuesta. Solía haber tantos mormones en Greensboro que el aparcamiento se llenaba todos los domingos. Ahora cabían todos bajo la sombra de un solo tulipán.
—Todavía hay trescientas familias en la Sala Bennet —les recordó Rona.
Y eso era cierto. Pero, de todos modos, para Tina era una cuestión dolorosa. La parte negra de la ciudad estaba bien. Nadie iba a echarlos a ellos. Quién habría pensado cuando fundaron toda una sala en la parte negra de la ciudad que, seis años más tarde, sería la única congregación de Greensboro, que la mayoría de los blancos estarían muertos y todos los supervivientes en medio de un viaje sin esperanza hacia Utah, junto con un manojo de negros como Deaver, por ejemplo. Era difícil saber si los negros que se habían quedado eran los más inteligentes o los más temerosos y faltos de fe. «No soy yo la que debe juzgarlo, de todos modos», decidió Tina.
—Ellos están en la Sala Bennet —observó el hermano Deaver—. Y nosotros estamos aquí.
—Eso ya lo sé —dijo Rona.
Todo el mundo lo sabía. También sabían lo que significaba. Que los mormones negros de la Sala Bennet iban a quedarse allí, en Greensboro: que de todos ellos, solamente esas dos niñas, por ignotas razones, solamente Rona Harrison y Marie Speaks, se habían prestado a viajar al oeste. Tina no había decidido todavía si eso significaba que tenían fe o que estaban locas. O las dos cosas. Tina sabía que era posible que fueran las dos cosas al mismo tiempo.
De todos modos, fue en ese silencio, después de que hablara Rona, cuando advirtieron que Jamie Teague estaba allí otra vez. Había venido por el lado sur del camino y estaba allí, de pie, a la vista de todos, mirándoles.
Pete dio un salto y el hermano Deaver se puso furioso.
—¡No aparezca así sin avisar!
—No levante la voz —dijo Teague con suavidad.
A Tina no le gustaba la forma en que hablaba, siempre tan bajo. Como un pistolero. Como si no tuviera que hablar alto: eran los demás quienes tenían que preocuparse por oírlo.
—¿Para qué ha vuelto? —preguntó Annalee. Sonaba dura y suspicaz. «Espero que Teague no piense que realmente le está agrediendo».
—Vi cómo los rechazaba la patrulla —contestó Teague.
—Eso fue hace una hora —observó el hermano Deaver.
—Quizá más.
—También me adelanté para ver si tal vez los de la pandilla de la 421 no eran demasiados para hacerles frente.
—¿Y? —preguntó Pete.
—Son más de veinte hombres, y quién sabe cuántas de las mujeres saben disparar.
Tina oyó que los demás suspiraban, aunque no hicieron ruido; oyó cómo salía el aliento de sus bocas como el vapor de una olla a punto de hervir. Veinte hombres. Ésa era la cantidad de armas que los apuntarían. «Tantos días para al final tener que enfrentarnos a esas armas a pesar de todo».
—Lo que quiero decirles es: ¿piensan quedarse aquí hasta que uno de ellos llegue hasta este árbol y los encuentre? ¿O qué?
Nadie tenía una respuesta, así que nadie contestó nada.
—Lo que estoy tratando de averiguar —dijo Teague— es si ustedes quieren morir o si vale la pena tratar de ayudarles a salir de esto con vida.
—Y lo que yo estoy tratando de averiguar es qué puede importarle a usted —replicó Annalee.
—Cierra la boca, Annalee —ordenó Tina, con suavidad—. Quiero saber lo que tiene en mente, señor Teague.
—Bueno, no es como si fueran en coche, o algo así, ¿no es cierto? No tienen que esperar a llegar a una salida oficial para dejar la autopista.
—Tenemos estos carros —señaló Pete.
—¿Valen tanto como para morir por ellos?
—Llevamos toda la comida ahí —le contestó el hermano Deaver.
—Pero se pueden desmontar —prosiguió Tina.
Los demás la miraron.
—Mi esposo los diseñó para poder desmontarlos en cualquier momento —les comunicó ella—. Para cruzar ríos. Pensó que nos encontraríamos con al menos un puente destruido.
—Su esposo es un hombre inteligente —observó Teague. Pero había una pregunta en sus ojos.
—Murió —dijo Tina—. Pero los dos sabíamos desde las primeras plagas que terminaríamos haciendo este viaje sin gasolina. Supongo que la mayoría de los mormones pensamos que llegaría un momento en que tendríamos que irnos a Utah.
—O al condado de Jackson —replicó Annalee.
—A alguna parte —concluyó Tina—. Y él pensó que los carros no serían útiles si no podíamos cruzar un río con ellos. Pero en este caso, supongo que estamos cruzando una autopista.
—Más bien vamos por tierra para rodear unos rápidos —señaló Teague.
—Me gusta eso —intervino Pete—. Esos carros son botes, la autopista es el río y los cruces son cataratas.
—Una metáfora —puntualizó el hermano Deaver.
Sonreía. Siempre parecía sentir excitación cuando sabía el nombre más raro de las cosas.
En cierto modo, Teague los había sacado de la desesperación y había vuelto a llevarlos hacia la esperanza. Hizo que todos se planteasen por qué nadie había pensado en desmontar los carros y caminar por los bosques. Tal vez era porque eran gente de ciudad que pensaba en las autopistas como lugares de los que no se salía a menos que hubiera una flecha y la palabra «SALIDA» encima. Pero Tina pensó que probablemente era porque todos esperaban morir: tal vez algunos hasta estaban desilusionados por el hecho de que todavía vivían. Bueno, no desilusionados, no exactamente. Avergonzados. Vivir no tenía demasiado atractivo para ellos. Incluso para los pequeños. No estaban prestos a seguir caminando y dar la bienvenida a la muerte con himnos y alegría, pero podrían haberse quedado allí sentados esperando a que la muerte se tropezara con ellos. Hasta que volvió Teague.
Llevaron los carros hasta los arbustos del lado norte de la autopista, tan lejos de la carretera misma como pudieron, después los descargaron y llevaron todos los paquetes al otro lado de la cadena. Teague llevaba unos pesados alicates para el alambre —obviamente no era la primera vez que cruzaba un alambrado— y les hizo notar que iba a cortar solamente a ras de suelo.
—Tendrán que cruzar a rastras —indicó—, pero así ellos no podrán ver el corte desde el camino y es menos probable que nos sigan.
—¿Cree que nos pueden seguir? —preguntó Marie, asustada.
—No los de la patrulla —respondió Teague—. No creo que les importe. Pero si los asaltantes ven un corte nuevo en la cerca…
—Nos arrastraremos —anunció Tina.
Y si ella estaba dispuesta a arrastrarse, nadie podía negarse a hacerlo. Pero solamente había dicho lo que los demás necesitaban oír para empezar a moverse, para ponerse a salvo. El que ella fuera a arrastrarse realmente por el suelo estaba todavía por ver.
Una vez descargado el carro, desmantelaron los marcos que unían cada par de bicicletas. Teague no les dejó hacerlo hasta que examinó bien cada punto de unión. A Tina, Teague le gustaba más y más a medida que pasaba el tiempo. No tenía ningún interés en complicar las cosas. Se tomaba el tiempo necesario para asegurarse de que podría poner las cosas a punto otra vez cuando tuviera que hacerlo.
También notó que no trabajaba en la carga y descarga. En lugar de eso, vigilaba constantemente, a ambos lados del camino y también el bosque. De repente subió a la colina corriendo, pasó bajo la cerca y trepó a un árbol con más rapidez que una ardilla. Volvió un minuto después.
—Falsa alarma —les avisó.
—La historia de mi vida —comentó Pete.
—Pete es bombero —señaló Annalee.
—Era —dijo el hermano Deaver.
—Soy bombero —puntualizó Pete—. Hasta que muera, soy bombero. —Hablaba con furia.
El hermano Deaver retrocedió.
—No quise decir nada malo.
Teague perdió los estribos durante un segundo.
—Me importa un…
No terminó porque, justo en ese momento, vio que los ojos de Tina le estaban mirando como si él hubiera sido un niño de primaria pillado en plena travesura. Tina tenía una mirada que podía amansar al hombre más rudo. La usaba con obispos y a veces hasta con presidentes de territorio y se calmaban más rápido que los niños.
El hermano Deaver sintió que tenía que decir lo obvio.
—Espero que, de ahora en adelante, cuide su lenguaje cuando estén los niños presentes.
Teague no apartaba los ojos de la cara de Tina.
—Le aseguro que voy a cuidar mi lenguaje, cuando ella esté presente.
—Tina Monk —advirtió ella.
—Hermana Monk —dijo el hermano Deaver.
—Dígale a esos chicos que no dejen restos por ahí —indicó Teague—. Que caminen por sitios diferentes sobre la zona de hierba.
Las bicicletas y los carros pasaron bien. Y la gente pasó bien, todos menos Teague y Tina. Y allí estaba ella, de pie, mirando aquel agujero diminuto y sintiendo su peso gramo a gramo. Estaba muy cansada. Y simplemente no tenía ganas de agacharse para meterse por allí mientras todos la miraban. Ni siquiera estaba del todo segura de poder hacerlo sin ayuda. Se imaginaba al hermano Deaver o a Pete Cinn aferrándola por las muñecas, tirando, tirando, y finalmente dejándose caer en el suelo, agotados. Tembló de pies a cabeza.
—Bueno, vaya usted —le dijo a Teague—. Yo voy después.
El hermano Deaver y Pete Cinn empezaron a discutir con ella pero Annalee los hizo callarse y seguir adelante hacia la cima de la colina.
—Hermana Monk —anunció—, no vamos a ninguna parte sin usted, así que más vale que se decida y pase por ahí.
—La única forma en que podría cruzar sería que cortaran la cerca de arriba abajo y yo pasara caminando —explicó ella.
—No puede ser —objetó Teague—. Sería como poner un cartel de neón.
—Adiós y que el Señor vaya con todos —se despidió Tina. Se dio la vuelta y empezó a caminar bajando la colina.
Teague se puso a caminar a su lado.
—Tal vez usted sea una tonta después de todo, madam, y eso me parece muy bien. Pero cuando asusté a esos niños, ellos corrieron hacia usted.
—No puedo arrastrarme debajo de esa cerca, no colina arriba —contestó ella.
—Supongo que está agotada —dijo Teague.
—Lo que pasa es que me sobran unos setenta kilos.
—Yo la empujo.
—Si me pone una mano encima, se la rompo.
Él le puso la mano sobre el hombro.
—De acuerdo. Ya la he tocado. Piel con mucha grasa debajo. ¿Y qué? Quédese ahí y yo la ayudaré a pasar el cerco.
Ella tembló cuando él la tocó, pero sabía que Teague tenía razón. Había muchos motivos para morir, pero morir porque una no toleraba la humillación de que un hombre pusiera las manos sobre su grasa y la empujara colina arriba no era un buen motivo.
—Si esto le produce una hernia, no espere que yo le teja una faja —advirtió ella.
Una vez en la cerca, ordenó a Annalee que subiera la colina.
—Que todo el mundo se quede al otro lado. No quiero que nadie me vea.
Tina notó con satisfacción que Annalee, a pesar de lo mucho que le gustaba estar en desacuerdo, no lo hacía cuando hacerlo hubiera sido una tontería. Apenas la vio alejarse por la ladera, se sentó con la espalda hacia la cerca y se tumbó.
—Boca abajo —le aconsejó Teague.
—Pienso hacer fuerza con los talones.
—¿Y entonces cómo la empujo sin ofenderla, madam? No, arrástrese y agárrese a los arbolitos que crecen al otro lado.
Ella rodó y se dio la vuelta. Él le puso las manos sobre las nalgas y empezó a empujar. Eran empujones poderosos, el muchacho tenía mucha fuerza. Y Tina no se sentía humillada. Era una sensación irresistible. La estaba moviendo muy bien sin ayuda. Y hacia arriba, además.
—Tal vez pese un poco menos últimamente —jadeó ella. Con todo el cuerpo sobre los pulmones, no tenía mucho aliento.
—Cierre la boca, madam, y trate de tirar.
Ella cerró la boca, se aferró a un arbolito y tiró. Con toda su fuerza, deslizándose hacia delante, mientras sentía el empuje del hombre sobre las nalgas, sentía la hierba cortarse bajo sus senos y su vientre, el barro meterse en los bolsillos, la cerca aprisionando su espalda. Nunca había tirado así en toda su vida. Casi no podía respirar.
—Ya ha pasado.
Y era cierto. Cubierta de polvo y de sudor desde el cuello a las rodillas, pero al otro lado. Se puso a cuatro patas, después rodó para sentarse y, como siempre que lo hacía, se sintió como un planeta en rotación. Se quedó allí sentada descansando un momento. Mientras, Teague desenrolló el pedazo de cadena cortado y lo fijó de nuevo en su lugar con un pedazo de alambre que tenía en el bolsillo.
—Vamos —dijo. Le tendió una mano. Ella la tomó y él la ayudó a levantarse. Después se quedó allí, tomándola de la cintura y mirándola a la cara—. No quiero que usted lleve nada. Ni siquiera quiero que tome de la mano a un niño cansado.
—Yo puedo llevar mi propio peso —afirmó ella.
—Y eso es lo que va a llevar. Nada más —concluyó él—. Por la forma en que respira, diría que está a diez kilómetros de un golpe al corazón.
—Un ataque —dijo ella—. En mi familia, son «ataques».
—Lo digo en serio —insistió Teague—. Y si se cansa, dígalo. Pararemos y descansará.
—No voy a retrasar a todos porque esté…
—Gorda —dijo él.
—Exacto.
—Escúcheme, madam. Ellos la necesitan y la necesitan viva. Usted no tire de nada, no lleve nada en la mano, tome agua cada vez que tenga sed y descanse cada vez que sienta que lo necesita.
—Y yo le digo que estoy en mejor forma de lo que usted cree. Yo era custodio en la iglesia. Trabajaba con mi cuerpo todo el día, todos los días, y además no he fumado un solo cigarrillo ni tomado una gota de alcohol desde que nací.
—Usted me está explicando las razones por las que no está muerta. Yo le indico cómo no morir mañana. Y óigame bien. Si sobrevive a este viaje, le aseguro que va a perder peso.
—No me diga lo que tengo que hacer.
—Camine hasta allá arriba.
Ella se volvió y empezó a caminar. Con rapidez, para demostrarle que podía. Diez pasos después, su pierna derecha simplemente claudicó. Se dobló en dos y ella tropezó y cayó de cara en el suelo. Una caída sin consecuencias, ya que iba caminando hacia arriba. Él la ayudó a levantarse y ella dejó que la arrastrara a medias el resto de la ascensión. Era evidente que había dado todo lo que podía dar, por lo menos por aquel día. Acamparon allí mismo, al otro lado de la colina, apenas cien metros más allá del sitio en que habían atravesado la cerca. Teague no les dejó encender fuego y se pasó casi toda la tarde hasta que oscureció dando vueltas y vigilando los alrededores o trepando a los árboles para otear desde arriba.
Era una noche templada, así que durmieron allí mismo, en el bosque al otro lado de la colina, en un lugar que no se veía desde la autopista, que no se veía desde ningún lado. Y sin embargo, oían, y no muy lejos, el ruido de un fuego y de gente que reía y hablaba. No se distinguían las palabras pero estaban divirtiéndose.
—¿Asaltantes? —preguntó Pete en un susurro.
—Barbacoa —contestó Teague.
Ciudadanos de Winston. Protegidos por la ley. Y un par de kilómetros más allá, asaltantes que esperaban a los viajeros para matarlos y robarles. Y entre los dos grupos, en silencio, escuchando, Tina Monk, la respiración agitada, el dolor tan fuerte que sus desacostumbrados músculos no la dejaban dormir, mientras el cansancio le decía que era insoportable permanecer despierta. Risas. Compañía agradable. Alguien tenía todas esas cosas esa noche, todas las cosas que vienen con la paz. ¿Cómo se atrevían a tener paz cuando su patrulla de caminos enviaba a una docena de almas a lo que parecía una muerte segura? Ustedes son responsables, ustedes los que se ríen, ustedes amigos y amantes, ustedes son la gente en nombre de la cual actúan esos fríos asesinos. Ustedes.
Después se durmió y soñó que se arrastraba por lugares estrechos. Con el vientre en el suelo de un angosto conducto, la ropa subiéndosele por el cuerpo mientras se esforzaba por seguir adelante, hasta que pudo cerrar la tapa. Después se quedó allí, bajo el calor, en el aire cerrado, oyendo los disparos, el sonido y el eco, amplificado a través del sistema de aire acondicionado, y los gritos. Cada bala era para algún pariente. Hermanos y hermanas, todos ellos, aullando de dolor y de miedo mientras Tina Monk, custodia del edificio, presidenta de la Primaria, líder del coro, se escondía en el sistema de aire acondicionado tratando de no respirar fuerte para que nadie la encontrara. A su marido le dispararon en la parte superior de la escalera y cayó hasta el depósito. Cuando ella abrió la puerta del sistema, lo que tuvo que empujar para poder salir era el cuerpo de Tom. Era la sangre de Tom la que marcó las pisadas de sus zapatos mientras subía las escaleras. Ese rostro tranquilo y paciente que ahora aparecía en su mente mientras dormía un sueño oscuro e inquieto.
Herman Deaver sabía que no tenía autoridad. El obispo Coward podía decir que Deaver estaba al mando —era el único sacerdote del grupo— pero el grupo no necesitaba un liderazgo espiritual. Ése no era un viaje profético; no había ningún Lehi que se despertara con sueños que les dijeran adónde debían ir; no había ningún don divino que les mostrara el sendero. Ni siquiera había rastros de maná en el suelo de la mañana, solamente el rocío, empapándolos y convirtiendo el amanecer en algo duro y miserable.
«Puedo explicar con toda claridad la razón por la que el Hamlet de Shakespeare no está pensando realmente en el suicidio en el “Ser o no ser”, sino decidiendo si debe tolerar el sufrimiento como un cristiano o vengarse». Lo que no podía explicar el hermano Deaver, ni a sí mismo ni a nadie más, era por qué él, un sacerdote de alta categoría, un mormón que siempre había ido al templo, un profesor de literatura, lamentaba tanto estar vivo. «Pido disculpas. Sí, es un error mío. Un descuido. Un error de memoria. Si me hubieras recordado las cosas… Ser o no ser no era la cuestión. En absoluto. A Hamlet no le interesaba ni la venganza ni la justicia. Lo que quería era que volviera su padre. Buenas intenciones…, pero en su lugar tomó la vida del padre de su amigo Laertes. Ahora somos iguales, ¿eh? Iguales, en paces. Levántate, Deaver. Da ejemplo aunque no seas el líder. Ahora eres el jefe de la congregación, eso es lo que eres, así que por lo menos mantén la moral alta: sé enérgico y animoso y jovial. No prestes atención a ese dolor que parece quemarte la próstata. Todavía no es agonía. No hasta que vayas a hacer pis por primera vez en el día».
—El baño de los varones es ese montón de arbustos —dijo la hermana Monk.
Como tenía los ojos cerrados, Deaver no sabía si se refería a él. Pero decidió tomarlo así y se puso de pie con dificultad, los ojos entrecerrados para protegerlos del primer sol que se colaba entre las ramas. Ardía, ardía, ardía, el sol, la próstata, la orina que lo desgarraba al salir de su cuerpo y caer sobre las hojas del año anterior. «Cuando era joven, jamás pensé que sería tan terrible hacer esto. Nunca lo pensé. Lo siento en todos mis huesos».
Una cortesía todavía tuvieron para con él: no empezaron la reunión hasta que volvió. O tal vez todavía no había advertido que él no estaba al mando de las cosas. Que Peter, tan joven y fuerte, era al que más escuchaban; que Tina Monk, siempre imponente y ahora más que nunca, era la que tomaba las decisiones de esa forma tan suya, directa y simple. Tal vez los demás lo vieran como «consejos». Pero la decisión estaba tomada antes de que él hablara. A él no le importaba. Al contrario, le parecía bien. Las decisiones no eran su punto fuerte. Después él les explicaría por qué era una buena idea. Ésa es la habilidad del crítico académico. Explicar después de los hechos la razón por la que alguien fue grande, alguien cuya grandeza de todos modos no está en tela de juicio para nadie. La metáfora de la autopista como río era para él mucho más fácil de comprender que la forma en que aquel gentil, Teague, encontraba sentido a lo que veía cuando contemplaba la pared ininterrumpida de árboles en el bosque.
—Lo necesitamos —estaba diciendo Pete—. No tenemos derecho a pedírselo, pero necesitamos que usted nos guíe o nunca llegaremos.
—¿Llegar adónde?
Ah, una pregunta inteligente. Claro que Teague iba directo al punto. «¿Adónde? Al paraíso, a la gloria celestial, Jamie Teague. A la vida eterna, donde todos conoceremos al verdadero Dios y a Jesucristo, que Él envió a la Tierra».
—A Utah —le aclaró Tina.
«Ah, sí. El destino inmediato. El destino a corto plazo. Siempre mirando más allá de lo que debo. Siempre viendo de más».
—Están locos —dijo Teague.
—Probablemente —respondió Tina.
—No en realidad —intervino Pete—. ¿A qué otro lugar podría ir la gente como nosotros?
—Eso está a dos mil quinientos kilómetros. Por lo que se sabe, cayeron todo tipo de bombas. Tal vez esté tan caliente como Washington D.C.
—La radio siguió funcionando por un tiempo. Utah no fue muy castigada.
—O tal vez una plaga acabó con todo.
—Habrá algo —dijo Pete.
—Es lo que ustedes esperan…
—Lo sabemos. —Pete sonrió—. Tal vez no le parezcamos gran cosa, pero allí son los mormones los que están a cargo de las cosas. Y le aseguro que donde hay cuatro mormones juntos, hay un gobierno. Un presidente, dos consejeros, y alguien que trae los refrescos.
Deaver rió. Recordaba que ese tipo de bromas eran graciosas. Algunos otros se unieron a la risa. Sobre todo los chicos, que no entendían la broma, pero de todos modos estaba bien. A los chicos les hacía bien reír.
Deaver no pudo evitarlo pero le dolió cuando Teague buscó la confirmación de lo que había oído, no en él sino en la hermana Monk.
—Cierto —dijo ella—. Hace años que nos preparamos para esto. Sabíamos que llegaría. Tratamos de advertir a todo el mundo. No confiéis en las armas de la carne. Esas armas no significarán nada. Confiad solamente en el Señor y Él os salvará.
—¿Y cómo se portó el Señor con ustedes? —les preguntó Teague.
Era una pregunta amarga y terrible, así que Deaver se dio cuenta de que él era el único que podía contestarla.
—Usted comprenderá que la promesa se refiere a grandes grupos. A América en general. La Iglesia en general. Muchos individuos van a sufrir y a morir.
Sólo entonces Teague pareció darse cuenta de que tal vez los había ofendido.
—Lo lamento.
—Es una pregunta natural —dijo Deaver—. En el Libro de Mormón, los profetas Alma y Amulek tuvieron que ver cómo sus enemigos arrojaban a familias enteras de fieles al fuego y las quemaban vivas. «¿Por qué Dios no viene y los salva?», preguntó Amulek. Y Alma dijo: «La Muerte les parece dulce, ¿por qué habría de impedirla el Señor? Debe permitirse que los malvados ejerzan sus maldades para que todos sepan que el terrible castigo que les espera es justo». Después Amulek dijo: «Tal vez nos maten a nosotros también». Y Alma respondió: «Si lo hacen, moriremos. Pero creo que el Señor no lo permitirá. No hemos terminado nuestro trabajo».
Deaver sentía los ojos de todos sobre él, podía oír la forma en que se había relajado la respiración de sus fieles. Los niños, sobre todo, le escuchaban, miraban sus labios mientras hablaba. Supo que entendían lo que significaba esa historia para ellos:
«Nuestro trabajo no está hecho todavía, por eso estamos vivos. Pero no me pregunten cuál es nuestro trabajo. No me pregunten qué se supone que vamos a lograr si por milagro sobrevivimos a un viaje de dos mil quinientos kilómetros a través del infierno hasta el reino de Dios en las montañas».
Teague no rompió el silencio. Deaver supo por eso que era un hombre sensible, a pesar de su juventud, a pesar del hecho de que era un gentil. Por primera vez se le ocurrió que Teague podía ser un converso potencial. ¿Y no sería un milagro bautizar a alguien en medio de las tierras salvajes?
—La Iglesia es fuerte en Utah —dijo Tina Monk—. Y le apuesto a que en cualquier otra parte no correremos más riesgo del que corrimos en Greensboro y Winston.
—Son mormones, ¿verdad? —quiso saber Teague.
—No esperará que creamos que acaba de darse cuenta de eso.
Annalee siempre era poco respetuosa y de lengua aguda. Deaver había oído comentar que el matrimonio la había dulcificado. Agradecía no haberla conocido antes.
—Nunca me lo dijeron directamente.
—¿Y eso qué cambia? —preguntó Deaver—. ¿Acaso no piensa ayudarnos ahora que sabe lo que somos…? ¿Cuál es el término? ¿Adoradores del Anticristo? ¿Secretos siervos de Satán? ¿Humanistas seculares que se enmascaran como cristianos para seducir a los jóvenes impresionables y llevarlos a abominaciones impensables?
—Hay una diferencia si van a Utah —dijo Teague.
—Por la I—40 hasta Memphis —explicó Pete—. Después hasta San Luis y por la I—70 hasta Denver. Luego, ¿quién sabe? Tal vez hasta tengan trenes, o autobuses…
—O un vuelo semanal en transbordador espacial —contestó Teague.
—No subestime las capacidades de los mormones —replicó Deaver.
—No subestime los problemas que pueden causar unos cuantos locos, algo de guerra química y la caída de una civilización —respondió Teague—. Para no mencionar la forma en que cambió el clima. ¿Cómo sabe que Utah no está invadida por glaciares?
—No se forman con tanta rapidez —dijo Pete.
—Dos mil quinientos kilómetros —continuó Teague—. Con inviernos cada vez más fríos y más largos… ¿Hasta dónde creen que podrán llegar para septiembre?
—No esperábamos llegar antes de un año —dijo Deaver.
—Le necesitamos a usted —insistió Pete—. Le pagaremos.
Teague rió.
—¿Y con qué?
—Una casa y un trabajo en Utah.
—¿Me lo puede garantizar? —dijo Teague—. ¿Me garantiza que voy a tener un poco de tierra? ¿Una casa con agua corriente caliente y fría? ¿Un buen empleo? ¿De ocho a cinco? ¿Y qué me dice de la ubicación? No quiero tener que viajar más de quince minutos a…
—Cállese —ordenó Tina.
Teague se calló.
—Podemos jurarle que hay paz en las montañas de Utah. Le aseguramos que si nos lleva hasta allá, será recompensado en la medida en que podamos. Además, le prometemos que en Utah puede cosechar lo que plante, mantener lo que tenga, contar con estar tan seguro mañana como hoy. ¿En qué otro lugar del mundo es eso realidad?
—No pienso convertirme en mormón.
—Nadie lo espera —dijo la hermana Monk.
—Solamente esperan que sea usted un buen hombre —intervino Deaver.
—Entonces, olvídenlo.
—Un buen hombre —repitió Deaver—. No un hombre perfecto.
—¿Hasta dónde se puede ser malo y seguir siendo bueno?
—Tiene que ser bastante bueno si lleva a un grupo indefenso como nosotros dos mil quinientos kilómetros al oeste con ninguna promesa de pago fuera de nuestra palabra.
Deaver vio con satisfacción que Teague se estaba dejando convencer. Sospechaba a medias que Teague quería dejarse convencer. Después de todo, ya había invertido mucho tiempo y esfuerzo en ayudarles a salir de la autopista. Estaba arriesgando mucho también: si la patrulla de caminos los encontraba allí, estarían en serios apuros. Y el hecho de que no hubiera habido tiros la noche anterior tal vez alertaría a la patrulla y entonces vendrían a por ellos.
Tal vez Teague pensaba lo mismo ese momento, porque de pronto se puso de pie.
—Lo pensaré. Pero por ahora tenemos que irnos. Será un camino lento al principio, hasta que podamos volver a montar los carros en otra carretera. Pongan lo más pesado sobre las bicicletas. Espero que esas cosas tengan neumáticos sin aire.
—Claro que sí —contestó Tina—. Mi esposo nunca pensó otra cosa. ¿Para qué sirve una bicicleta en un viaje a través del país si se le desinflan las ruedas cada tres kilómetros?
—Los chicos pueden llevar las maderas de unión de los carros.
Annalee empezó a protestar.
—Son demasiado pesadas para…
—Descansaremos a menudo —dijo Teague—. Vamos a llevarlo todo en un solo viaje. Los adultos llevarán más cosas.
Resultó que Scotty, Mick, Cheri Ann y Valerie solamente podían cargar con dos de las maderas de unión, pero Pete pensó en hacer con las demás una especie de silla de manos que él y Deaver llevaron sobre los hombros, con mucho más peso del que hubieran podido llevar a la espalda.
La hermana Monk se dispuso a levantar un atado de madera seca.
—Deje eso —dijo Teague.
—Es ligero —respondió la hermana Monk.
Teague no agregó nada. Solamente la miró fijamente y ella lo miró también. Para sorpresa de Deaver, fue la hermana Monk la que cedió. Deaver nunca había visto eso en todos sus años en la Iglesia. La hermana Monk no retrocedía ante nadie, hombre o mujer. Pero había retrocedido frente a ese Jamie Teague.
Y en ese momento, Deaver se dio cuenta de lo que seguramente Teague había visto desde el principio: que la hermana Monk no estaba bien físicamente. Deaver estaba tan acostumbrado a que fuera una gorda y a que eso no significara nada porque ella seguía trabajando duro en la Iglesia que no se le había ocurrido que en este viaje fuera diferente. Pero ahora que la insistencia de Teague en que no llevara nada le había llamado la atención sobre el asunto, veía lo enrojecida y débil que parecía, se daba cuenta de que su andar no había sido firme ni regular incluso por la mañana después de una noche de sueño. Por primera vez se le ocurrió que tal vez ella podría no sobrevivir al viaje.
Le enfureció pensar en lo mucho que había dependido de esa mujer mentalmente. ¿No era él quien tenía la autoridad? ¿No se suponía que él era el líder? Y sin embargo era él el que dependía de ella. Bueno, dejaría de sentirlo y eso sería todo. «Nadie es indispensable. Si podemos arreglarnos sin…»
No, no iba a empezar una lista de toda la gente indispensable que había muerto y estaba enterrada en la fosa común del aparcamiento del centro territorial de la calle Pinetop. No tenía sentido hacer un censo ahora. Ellos se habían marchado y en cambio ese pequeño grupo de santos todavía estaba vivo. Eso significaba que la Iglesia también estaba viva y que seguiría así, sostenida por la fe y el Señor y, con suerte, por ese extraño que había salido de ninguna parte y había ofrecido su ayuda sin que nadie se lo hubiese pedido. Un ángel habría sido más útil, pero si ese Jamie Teague era todo lo que el Señor tenía para ofrecerles, tendrían que arreglarse con eso. Si es que era el Señor el que lo había mandado.
Lo hicieron de un solo viaje. Un viaje largo, con paradas frecuentes. Teague no estuvo con ellos todo el tiempo. Se adelantaba, marchaba por el sur y volvía por el norte. La hermana Monk era la que los guiaba, buscando las marcas que había hecho Teague sobre los troncos de los árboles. Al final del día habían vuelto a la ruta. Esta vez era la 421, una carretera de sólo dos carriles, con el cruce varios kilómetros más atrás. A pesar de lo cansados que estaban, Teague les ordenó volver a montar los carros antes de devorar la cena e ir a dormir.
—Tendremos que marcharnos al amanecer —dijo—. No podemos quedarnos sentados por ahí montando los carros. El de atrás es solamente un cruce entre muchos.
Así que volvieron a montar los carros y finalmente les dejó hacer un pequeño fuego en el que hervir algo de sopa y ofrecer una comida decente a los niños. A pesar del hambre que tenían, los niños casi no podían mantener los ojos abiertos para comer. Y cuando se durmieron, Teague les expuso sus condiciones para viajar con ellos.
—No soy lo bastante bueno para llevarles dos mil quinientos kilómetros —dijo mirando a Deaver a los ojos—. Solamente prometo llevarles hasta las Great Smokies. De todos modos nunca fui más al oeste, siempre me quedé entre las montañas y el mar, así que no sé más de esa zona que ustedes. Pero tengo una cabaña allá que servirá para pasar el invierno. Ahí vivo. Conozco a mis vecinos. Tengo cosas que conseguí por trueque en mis viajes y no hay asaltantes. Es todo lo que puedo prometer, pero creo que puedo enseñarles unas cuantas cosas y mejorar sus posibilidades para la primavera que viene.
—Si no va a seguir más allá —dijo Pete—, no podremos pagarle nada. No tenemos nada que usted pueda querer, no hasta que lleguemos a Utah.
Teague arrancó unas briznas de hierba y empezó a dividir las hojas por la mitad, una por una.
—Sí tienen algo que necesito.
—¿Qué es? —preguntó Annalee.
Teague la miró con frialdad.
Deaver ofreció una explicación.
—Tal vez él crea que moriremos si no nos ayuda. Quizá necesite asegurarse de que no vamos a morir.
Deaver vio que la expresión de Teague cambiaba de nuevo. Una mirada inescrutable, que escondía una emoción que no podía ponerse en palabras. «¿Tengo razón? ¿Es altruista el motivo de Teague? ¿O hay algo más? ¿Algo tan vergonzoso que Teague ni siquiera puede admitirlo? ¿Piensa traicionarnos en un momento terrible? No importa. Si el Señor quiere que sigamos con vida, Él nos protegerá de esa traición. Y si no lo quiere, prefiero morir confiando en un hombre que tal vez no sea tan bueno como parece que vivir sospechando de todo y negándome a aceptar a un amigo verdadero».
La hermana Monk cambió de tema.
—Usted, señor Jamie Teague, puede evitar los problemas si está solo, supongo. Puede ser invisible en los bosques y no usar los caminos. Pero con nosotros, los problemas aparecerán. Vamos a utilizar los caminos la mayor parte del tiempo y somos demasiados y demasiado torpes para saber escondernos. Alguien nos verá, por fuerza.
—Tal vez —dijo Teague.
—Usted tiene un arma, Teague. ¿Pero cree que puede matar a un hombre con ella?
—Supongo que sí —admitió Teague.
Una pausa.
—¿Alguna vez ha matado a alguien? —preguntó Pete. Había temor en su voz, como si el hecho de haber matado a alguien fuera un acto mágico que cubriera a ese desconocido de un poder sobrenatural.
—Supongo que sí —dijo Teague.
—No lo creo —gruñó Annalee.
—De todos modos le queremos como guía —insistió Deaver—. No como soldado.
—Donde vamos no creo que eso importe —dijo la hermana Monk—. Usted es profesor de literatura. Pete es bombero, entrenado para salvar vidas, para arriesgar la suya… pero ninguno de nosotros ha matado a nadie nunca, creo yo.
—Ojalá yo lo hubiera hecho —murmuró Pete.
La hermana Monk lo ignoró.
—¿Y si la única forma de salvarnos fuera arrastrarnos para tomar por sorpresa a alguien y matarlo? Por la espalda, sin darle una oportunidad. ¿Usted podría hacer eso, Jamie Teague?
Teague asintió.
—¿Cómo podemos estar seguros? —preguntó Annalee.
Teague hizo un gesto de impaciencia, como para borrarla de su vista.
—Maté a mi madre y a mi padre. Puedo matar al que sea.
—¡Dios mío! —exclamó Rona Harrison.
Deaver se volvió para recriminar a la niña sobre la costumbre de pronunciar el nombre del Señor en vano, Pero después se le ocurrió que ante la confesión de parricidio de Teague, decir «Dios mío» parecía una nadería.
—Bueno, bueno —comentó Pete.
—¿No era eso lo que querían oír? —preguntó Teague—. ¿No querían saber si yo estaba lo bastante sediento de sangre como para hacer la matanza que ustedes necesitan para salvar sus propias vidas? ¿No quieren examinar las referencias del soldado que contrataron?
—No estaba tratando de meterme en cosas de las que usted no quiere hablar —dijo la hermana Monk.
—Se lo merecían —prosiguió Teague—. El tribunal dejó la sentencia en suspenso porque todos estaban de acuerdo en que los dos se lo merecían.
—¿Abusaron de usted? —preguntó Annalee. Esta vez era curiosidad, no sospecha.
«Una mente de chismosa», pensó Deaver.
—Annalee —dijo la Hermana Monk—. Todos nos hemos pasado de la ralla.
—Ya he contestado la pregunta que me hicieron —señaló Teague—. Puedo matar si hace falta. Pero el que decide si hace falta o no soy yo. Yo doy las órdenes, ningún otro. ¿Está claro? Si yo les digo que salgan del camino, lo hacen…, sin discusión. ¿De acuerdo? Porque no tengo ganas de matar a todos los que vengan solamente porque ustedes no tienen ganas de hacer lo que hay que hacer para evitar una pelea.
—Hermano Teague —dijo Deaver. Fingió no darse cuenta de lo mucho que se había sorprendido Teague al oír que lo llamaba por ese nombre—. Con todo gusto aceptaremos su autoridad sobre cómo y cuándo viajar y por qué camino. Y le aseguro que el deseo de nuestros corazones es no matar a nadie, no hacer daño a nadie, dejar las cosas como están en cualquier sitio al que vayamos.
—Yo no quiero que usted mate a nadie por mí —intervino Marie Speaks.
Todos la miraron: había hablado como adolescente durante tanto tiempo que nadie esperaba que tuviera una opinión sobre algo tan serio como eso.
—Prefiero morir primero, ¿entiende?
—Estás loca —dijo Rona—. Estás chiflada, nena.
—Matar a un asaltante no es asesinato —señaló Pete.
—Ni matar a un mormón —replicó Marie—. Eso dicen. —Después se puso de pie y se fue hacia el sitio donde dormían los pequeños.
—Está loca —repitió Rona.
—Es cristiana —puntualizó Deaver.
—Yo también —dijo Pete—, pero sé que hay tiempos en los que el Señor deja que la gente buena se defienda. Piense en el capitán Moroni y el título de libertad. Piense en Helaman y los dos mil jóvenes.
—Pensemos en dormir —sugirió Teague—. No quiero hacer la primera guardia de la noche, estoy demasiado cansado.
—La haré yo —se ofreció Pete.
—No, yo —dijo Deaver.
—Usted, señor Deaver —aprobó Teague—. ¿Ese reloj funciona todavía o lo tiene en la muñeca por nostalgia?
—Es solar. Funciona bien.
—Vigile hasta la medianoche. Después despierte a Pete. Pete, usted despiérteme a las tres.
Tras lo cual Teague se puso de pie y fue hasta los arbustos que habían señalado como aseo de hombres esa noche.
—El asesinato es un pecado imperdonable —insistía Annalee—. No quiero que un asesino nos diga lo que tenemos que hacer.
—No juzgues o así serás juzgado —recordó Deaver—. Que el que no tenga un pecado sobre su conciencia arroje la primera piedra.
Ése fue el final de la discusión, tal como Deaver sabía que sucedería. No había uno solo entre ellos que no se sintiera culpable por una u otra cosa. Aunque sólo fuera por estar vivo cuando había tantos muertos. Tal vez Marie había aprendido la lección correcta después de todo. Tal vez matar nunca valía la pena.
Pero Deaver escuchó a la gente que respiraba a su alrededor, miró un momento cómo se levantaban y bajaban los pechos de los niños y entonces se imaginó qué sentiría si alguien venía y levantaba un cuchillo contra ellos, o les apuntaba con un arma.
«No es lo mismo que si alguien levantara un arma contra mí personalmente. Tal vez entonces tendría el coraje de permanecer impasible y no defenderme. Pero jamás podría dejar que tocaran un solo cabello de las cabezas de esos chicos. Haría volar por los aires al que lo intentara, lo mandaría al infierno. Tal vez eso es ser un asesino, tal vez hay una secreta sed de sangre en mi corazón. Pero no lo creo. Creo que es la ira de Dios. Creo que eso fue lo que pensó Cristo cuando dijo que era mejor atarse una piedra al cuello y saltar al mar que levantar una mano para lastimar a un niño.
»Teague mató a sus padres. Eso sí que es duro. No me corresponde juzgarlo. Pero desde ahora lo voy a mirar de otro modo. Lo voy a vigilar bien de cerca. No escapamos de una banda de asesinos para caer en peores manos. Ya es bastante matar a desconocidos porque a uno no le gusta la religión que tiene, pero matar al padre y la madre…»
Deaver tembló y miró hacia la oscuridad que quedaba más allá de las llamas de la hoguera.
El quinto día después del encuentro con Teague, caminaban hacia Wilkesboro. El viaje estaba tomando un ritmo regular y nadie estaba tan dolorido como el tercer día.
Una o dos veces, Teague había venido corriendo desde sus incursiones más adelante y les había dicho que salieran del camino, pero esta vez el camino no era una autopista y la mayor parte de las veces podían poner las bicicletas detrás de los arbustos sin desmontar los carros. El único cruce que pasaron fue el de la I—77. La mayor parte del viaje era una simple caminata, un pie detrás de otro.
Una de las veces en que tuvieron que esconderse, Rona hizo que Marie espiara a través de arbustos para ver cómo pasaban los jinetes.
Parecían peligrosos y Marie creyó ver que uno de ellos llevaba tres cabezas humanas colgando de la montura. Tres cabezas de seres humanos negros, y eso la hizo temblar.
—Eran cantimploras —dijo Teague.
Pero Marie sabía que no era cierto. Sabía muchas cosas que la gente no creía que supiera. Así que ahora, en la tarde del quinto día desde que habían dejado Winston, con el calor y el cansancio, sintió que quería divertirse un poco, y con cierta mezquindad empezó a meterse con Rona.
—Ya le echaste el ojo.
—Claro que no —replicó Rona. Parecía furiosa. La cosa iba bien.
—Pronunciaste su nombre dormida.
—Lo que tuve fueron pesadillas.
—Estabas pensando en él ahora mismo, cuando te sonreíste.
—Claro que no. Y no me sonreí.
—Entonces ¿cómo sabes de quién estoy hablando?
—Eres una zorra, eso es lo que eres —dijo Rona.
—A mí no me hables así. —Se suponía que la que estaba molestando a la otra era ella, no al revés.
—Deja de portarte como una zorra y la gente no te dirá que lo eres —insistió Rona.
—Por lo menos yo no me caliento por un asesino —repuso Marie.
Eso la detuvo.
—No es un asesino.
—Él mismo lo confesó.
—Dijo que había tenido una buena razón.
—¿Ah sí?
—Lo torturaban.
—¿Te lo ha contado él?
—Lo sé.
—El asesinato es un pecado imperdonable —le recordó Marie—. Él se irá al infierno para siempre, así que ni siquiera te molestes en pensar en casarte con él.
—¡Cierra la boca! ¡No estoy pensando en casarme con él!
—Y es blanco y no es mormón y nunca, nunca te llevaría al templo.
—Tal vez a mí no me importe eso.
—Si no te importa el templo, ¿para qué vas a Utah?
Rona la miró de una forma extraña.
—Bueno, no para ir al templo, desde luego.
Marie no entendió aquello y no quiso averiguar lo que había querido decir Rona. Pero todavía tenía ganas de molestarla. Así que volvió al tema anterior.
—De todos modos irá al infierno.
—¡Claro que no! —Y Rona la empujó con tanta fuerza que Marie casi se cayó sentada.
—¡Ey!
—¿Qué está pasando aquí? —Era el hermano Deaver, por supuesto. Ninguno de los blancos se metía en lo que tenían que hacer o dejar de hacer—. ¿No estamos lo suficientemente mal como para que vosotras dos empecéis a molestaros la una a la otra?
—Yo no la estoy molestando —dijo Marie.
—¡Dice que se va a ir al infierno!
Marie sintió la mano del hermano Deaver sobre su cuello.
—El Señor es el juez de los actos del hombre —le señaló con suavidad.
Marie se encogió para librarse de aquella mano. Ahora tenía dieciocho años, no era una niñita a la que los mayores pudieran sacudir cuando quisieran.
—Así que si no sabes mantener tu corazón libre de culpa, Marie, por lo menos creo que deberías aprender a mantener la boca cerrada. ¿Me escuchas, hija?
Ella logró soltarse finalmente.
—¡No tiene derecho a decirle a una chica negra lo que debe hacer! —protestó, con fuerza, para que los otros la oyeran—. ¡Ocúpese de sus chicos blancos!
Había dicho algo terrible, lo sabía y lo lamentaba. Pero por lo menos logró que él se callara y la dejara en paz, que era lo que había querido desde el principio. Además, él se había casado con una blanca, que era lo mismo que decir que las negras eran basura. Bueno, ahí lo tenía, ya veía adónde lo había llevado eso… Todos muertos con los otros mormones blancos mientras él estaba en A y T, adonde los soldados cristianos no se atrevían a ir. Ésa era la única razón por la que quería perdonar a Teague sus crímenes, porque él también se sentía un asesino, sí, él estaba vivo porque era negro, mientras su esposa y sus hijos habían muerto a tiros y allí estaban, enterrados en una fosa común en un aparcamiento.
Él quería que todos se portaran bien y se lo perdonaran todo. Bueno, sí, pero ella conocía la ley del paraíso, ¿verdad? Ella no era una mormona de escuela dominical, ella estudiaba la doctrina y leía todo el tiempo y sabía que la expiación de Cristo no tenía fuerza sobre ellos como asesinados. Aunque en realidad, la cara de Deaver se veía abatida, como la de alguien a punto de morir y eso era sólo por las palabras crueles que ella había dicho. Sintió que tenía que pedirle disculpas inmediatamente pero, justo en ese momento, oyeron los cascos de los caballos y se abrió el infierno.
Los asaltantes vinieron desde el costado del camino, tranquilos, como si no esperaran problemas. Debían de haber subido después de que Teague recorriera esa ruta en sus viajes de exploración.
Eran solamente dos y durante un minuto Marie pensó que tal vez tendrían suerte y pensarían que ese grupo era demasiado para ellos. Pero se dieron cuenta inmediatamente del tipo de gente que era y no se lo pensaron ni un segundo. Ya habían desenfundado las armas antes de llegar a la 421.
—No queremos hacerles daño… —comenzó el hermano Deaver, pero uno de los hombres bajó del caballo y lo golpeó en la cara con la pistola. Deaver se derrumbó.
—Eso lo tenemos que decir nosotros —replicó el hombre—, y nosotros somos los que vamos a hablar, ¿entiendes? Todo el mundo al suelo…, boca abajo.
—Esa rubia…
—No la toques —intervino Pete. Empezó a levantarse. El más alto, el de la barba larga, le dio un puntapié con tanta fuerza que la cabeza de Pete casi pareció despegarse del cuello.
—Ésa para postre —dijo el alto—. Para la cena, carne oscura, me parece.
Marie pensó que ya estaba todo lo asustada que podía estar, pero ahora, cuando la boca fría de un revólver se apoyó en su frente con fuerza, supo lo que era el terror por primera vez en su vida.
—Por favor —susurró Rona.
—Ahora quédate quieta mientras te saco eso, nenita, y ábrete bien para papito o Zack le va a volar los sesos a tu amiguita.
—¡Yo soy una buena chica! —aulló Rona.
—Y yo te voy a hacer más buena todavía —dijo el de la barba larga.
—¡No!
Marie sintió el movimiento del revólver cuando Zack puso una bala en la recámara.
—No discutas, Rona. —Sabía que era cobarde pedir eso, pero Rona no tenía el revólver sobre su frente.
—Vosotros, niños, cerrad muy bien los ojos —ordenó Zack—. No me gustaría que descubrierais los hechos de la vida demasiado pronto.
Marie oyó que el otro apoyaba el revólver y empezaba a abrirse el pantalón, murmurando que si Rona le pegaba alguna enfermedad iba a colgar su cabeza de la montura, y así Marie supo que sí había visto lo que había creído ver. Sintió que se descomponía de nuevo, como si fuera a derretirse.
—Quédate quieta —dijo Zack—, o no te va a hacer ninguna gracia cuando…
De pronto, la culata del revólver golpeó con fuerza a Marie en la cabeza al tiempo que Zack se derrumbaba. Un segundo después oyó el ruido de un arma no muy lejos. La camisa de Zack reventó y salpicó sangre. Marie tomó el revólver y lo apartó de su cara.
El otro asaltante murmuró algo y buscó el arma, pero después de otro ruido, él también cayó.
—¡Teague! —aulló Marie.
Se puso de pie. Le sangraba la cabeza. Todo el mundo se estaba poniendo en pie. Pete tenía el revólver de Zack en la mano y encañonaba con él a los dos asaltantes, pero estaban muertos, Teague los había matado, un solo disparo para cada uno.
—¡Los caballos! —Era Teague el que gritaba.
Y tenía razón, había que agarrar los caballos, esos caballos podían llevar los carros, cargar paquetes, había que cogerlos.
Pero Marie no podía atraparlos, no con toda aquella sangre sobre los ojos…
—Marie, querida, ¿estás bien? —La hermana Monk se le acercó y le enjugó la frente con un paño. Estaba ardiendo.
—¿Ha disparado a Marie? —Era uno de los chicos.
—Le hundió el revólver en la cabeza cuando se estaba muriendo… Donna Cinn, que los chicos vuelvan al costado del camino. —La hermana Monk se hacía cargo de todo, como siempre. Y, como siempre, todos esperaban que lo hiciera. Pero esta vez, a Marie no le importó, no le importó que esas manotas le limpiaran la sangre de la cara.
Después notó el ruido gutural que hacía Rona y se volvió para mirar. El hermano Deaver tiraba de la manga de Rona pero Rona no dejaba de aplastar la cara del asaltante barbudo con el pie. Había dejado de ser una cara humana pero ella seguía pateándola y finalmente el cráneo se quebró y el pie de ella pareció hundirse en algo.
En ese momento se acercó Teague, llevando uno de los caballos. Le dio las riendas a Deaver, puso un pie a cada lado del cadáver, tomó a Rona entre sus brazos y la sostuvo.
—Estás bien, ahora. Estás bien. Ya pasó.
—Sí que le llevó tiempo llegar —dijo Pete. Tenía el otro caballo cogido de las riendas y sonaba más asustado que furioso.
—Vine apenas oí los caballos. Tenía que asegurarme de que eran los únicos antes de empezar a disparar. Lo lamento, Rona. Lamento que te asustaras tanto. Lamento haberte tratado así pero tenía que esperar a que dejara el revólver en el suelo, ¿te das cuenta?
—Está bien, no le hizo nada —intervino Annalee.
Rona aulló aferrada a la camisa de Teague.
—No me parece que tenerla ahí tirada con la camisa levantada sea «nada» —repuso Teague.
—Me refería a que no…
—A usted no le pasó, así que deje de hablar de lo que significa —dijo Teague.
El hermano Deaver alargó la mano con un pedazo de tela azul entre los dedos.
—Aquí está tu ropa interior, Rona.
Rona se volvió. La hermana Monk arrancó el pedazo de tela de las manos de Deaver.
—¡Por favor, hermano Deaver! ¿No se da cuenta? Él tocó esto. No esperará que ahora se lo vuelva a poner…
—Rona, lo lamento, pero tenemos que irnos —apremió Teague—. Ahora mismo, en este segundo. Esos disparos pueden atraer a otros. Esos dos tal vez tenían veinte compañeros más atrás.
Rona se volvió y se tambaleó hacia la hermana Monk. A Marie no le importó que la hermana Monk dejara de cuidarla a ella. Era evidente que Rona estaba peor.
Teague hizo que los otros dos le ayudaran a llevar los cadáveres hasta los caballos.
—Déjelos aquí —pidió Annalee.
—Tengo que enterrarlos —dijo Teague.
—No se lo merecen.
Pete se lo explicó, con amabilidad.
—Para que nadie los encuentre y nos siga para vengarse.
Un minuto después habían dejado el camino y cortaban a través del borde de un campo de una granja, medio oculto entre los árboles. Teague les insistía para que se apuraran, y caminaran sin hacer ruido. Lo decía en voz muy baja. Finalmente, bajaron la colina hacia un pequeño valle. Teague hizo que el hermano Deaver y el hermano Cinn cavaran una gran fosa, una sola, mientras Annalee hacía que los chicos se alejaran de los caballos.
—Entierren esto también —ordenó Teague.
Ésa fue la primera vez que Marie advirtió que las dos monturas tenían cabezas atadas a la silla. De cerca eran más horrendas que las que Marie había visto de lejos.
—Yo las bajo —se ofreció Rona. Y fue a desatar los nudos de la montura.
—Yo también —dijo Marie. Ni siquiera se permitió pensar si habían sido una muchacha o un chico, un hombre o una mujer.
Teague tomó el rifle y subió a la colina para vigilar el camino.
Marie no vomitó y Rona tampoco. Y durante todo ese tiempo, Marie pensaba en lo agradecida que se sentía de que no fuera su cabeza la que colgaba del caballo. Después Marie ayudó a la hermana Monk a desnudar los cadáveres y vaciar los bolsillos de ambos. Tres docenas de cartuchos. Todo tipo de fósforos y repuestos. Lo pusieron todo en las alforjas, que ya estaban casi llenas con las cosas que los asaltantes habían robado de otra gente ese mismo día. En veinte minutos, los dos cadáveres estaban en el hoyo, enfundados en una ropa interior harapienta, las cabezas a su alrededor, las sucias ropas en un montón por encima. Solamente Marie había notado la forma en que la hermana Monk había envuelto las bragas de Rona en la camisa de uno de los hombres. Rona insistió en ayudar, echando tierra desde arriba hasta que los cuerpos quedaron cubiertos.
Marie no podía dejar de decir algo.
—Eran pobres.
—Todo el mundo es pobre —dijo Pete—. Pero ellos sobrevivían robando lo poco que tenían los demás y seguramente matando también.
—Me parece mal enterrar las cabezas de sus víctimas con ellos —opinó la hermana Monk.
—A las víctimas no les importa —repuso el hermano Deaver—. Y nosotros no tenemos tiempo de cavar más tumbas. Marie, ¿puedes subir a la colina y decirle al hermano Teague que ya hemos terminado?
Pero Teague ya lo había visto desde arriba y bajaba por la ladera.
—No viene nadie. Esos dos debían de ir solos. Se está haciendo tarde. Tal vez podamos acampar más allá, dentro del valle. Si mal no recuerdo, hay agua. Los caballos la necesitan. Podemos pasar el resto de la tarde haciendo un arnés para que los caballos tiren de las bicicletas. —Teague miró la tumba—. Pongan algunas hojas secas encima. Algo que haga que la tierra no parezca recién puesta. Y si pasa de nuevo, quédense con toda la ropa. Los muertos no la necesitan.
—Nunca la usaríamos —dijo el hermano Deaver.
—Sí que lo harían si hiciera el suficiente frío y ustedes estuvieran suficientemente desnudos.
—No creo que pudiera llegar a estar tan desnudo —insistió el hermano Deaver.
Teague se encogió de hombros.
—Hermano Teague —intervino Marie.
—¿Sí?
—Me equivoqué cuando dije que no quería que usted matara por mí.
—Lo sé. —Y ésa fue toda su respuesta—. Señor Deaver, señor Cinn, ¿les molesta quedarse con las armas?
—Si a ellos les molesta, a mí no —dijo la hermana Cinn.
El hermano Deaver y el hermano Cinn se guardaron las objeciones que pudieran tener y se colgaron las armas de los hombros. El hermano Cinn puso unos cartuchos en su bolsillo, después un puñado en el bolsillo del hermano Deaver. El hermano Deaver lo miró sorprendido, después avergonzado. Marie sintió un poco de asco. ¿Acaso no sabían nada los profesores universitarios?
Pero al que más miraba Marie era a Teague. Por eso fue la única que vio cómo Teague apretaba y aflojaba la mandíbula continuamente. Cómo le temblaba la mano. Y esa noche, más tarde, fue la única que se despertó cuando él salió a caminar a la luz de la luna.
Marie se levantó también y le siguió. Él estaba de pie junto a la tumba, sin mirar nada en particular, las manos en los bolsillos. No pareció notar que ella había llegado, pero ella sabía que la había oído venir desde el momento en que se había incorporado.
—Es un mentiroso. No mató usted a sus padres.
Él no contestó.
—No había matado a nadie en toda su vida. Hasta hoy.
—Cree lo que quieras —dijo él.
—Usted nunca había matado.
Él se quedó allí, de pie, las manos en los bolsillos, hasta que ella volvió al campamento. Marie se acostó y se puso a pensar en la razón por la que un hombre podía querer que los demás creyesen que era un asesino cuando no lo era. Después se preguntó por qué ella deseaba tanto creer que ese hombre no era un asesino a pesar de que había visto con sus propios ojos que sí lo era. Se quedó despierta mucho tiempo, pero él no volvió hasta que ella estuvo dormida.
Y en cuanto a Rona, Marie estaba segura de que la chica había estado loca por Teague hasta entonces. Después de que Teague la salvara de que la violaran, tal vez de que colgaran su cabeza de la montura de un asaltante, lo lógico habría sido que se enamorara todavía más que antes. Pero no, Rona no. Desde ese momento, fue como si Teague no existiera para ella, como si fuera solamente otro de los mayores. Como si no tuviera nada especial.
«No hay forma de entender a alguna gente», decidió Marie. Tal vez Rona no podía sentir amor y gratitud al mismo tiempo. Tal vez no podía perdonar a Teague por haber esperado a que los asaltantes le quitaran las bragas para matarlos. O tal vez Rona, no podía pensar en casarse con alguien que le había visto pisotear una y otra vez la cara de un hombre muerto hasta convertirla en papilla. Rona nunca se lo dijo y Marie no se lo preguntó.
Ella tenía una cicatriz en la frente y la tendría toda su vida. De vez en cuando se la tocaba y desde un principio se alegró de tenerla. La recordaba que había cosas peores que tener un revólver apoyado en la frente. Le recordaba que podría haberle tocado estar en el lugar de Rona.
Día tras día se acercaban a las montañas, y allí el camino se hacía tan empinado que tenían que detenerse a descansar cada veinte minutos más o menos. Pete se sentía agradecido de que tuvieran caballos para arrastrar los carros aunque no lo decía en voz alta. No era bueno decir que se alegraba de tenerlos, no estando Rona tan perturbada con respecto a la forma en que los habían conseguido.
Pete se concentraba en los niños, los suyos y los huérfanos. Eran los que más sufrían, él lo sabía. Los más jóvenes, Scotty Porter y Valerie Letterman ni siquiera habían nacido cuando estalló la plaga. Los famosos seis misiles ya habían caído antes de que Scotty y Valerie dijeran sus primeras palabras. Una vez Pete le murmuró a Annalee:
—¿Crees que habrá alguna posibilidad de mandarlos a un parvulario?
Pero ella se había olvidado de toda aquella locura de los viejos días, o tal vez no le pareció gracioso cuando él lo dijo. En general, nada le resultaba gracioso en esos días. Pete sentía lo mismo en realidad. Pero por lo menos, él lo intentaba de vez en cuando. Había horas, hasta días, en que no pensaba en su padre, muerto el día del misil que cayó en Washington D.C., ni en su padrastro, asesinado por saqueadores, ni en su madre y los parientes de Annalee y todos sus hermanos, hermanas y sobrinos y sobrinas amontonados pero sabiéndolo en el fondo, sabiéndolo y aterrorizados por lo que sabían. «Yo actué en obras de teatro en el escenario donde se plantaron aquellos tipos con sus revólveres. Jugué a baloncesto en el suelo que después mellaron las balas e inundó la sangre. Me bautizaron en la fuente detrás del escenario, donde los hombres de la ciudad colgaron los pantalones para lavarse la sangre. Los baptistas ya estaban hablando de convertirla en una biblioteca cristiana cuando Pete fue a dejar flores en el aparcamiento donde había besado por primera vez a Annalee después de un baile, donde ahora sus parientes y amigos yacían en un montón apilado de cuerpos rotos, bajo el polvo».
Ése había sido el mundo de esos chicos. Todo su mundo. Siempre habían vivido en el remolino. ¿Se daban cuenta de que las cosas no tenían por qué ser así? ¿Confiarían en algo o en alguien alguna vez, ahora que les habían arrebatado a sus padres? Una vez, mientras estaban los dos solos, llevando los caballos de la brida, Teague le preguntó:
—¿De quién son esos chicos?
—Donna, la mayor, es mía, y también Nat.
—Eso es evidente, siendo tan rubios —dijo Teague.
—Mick y Scotty Porter, Valerie Letterman y Cheri Ann Bee son huérfanos.
—¿Por qué los trajeron? ¿No había nadie en Greensboro que pudiera hacerse cargo de ellos?
—Por eso nos llevó tanto tiempo salir de allí. Tuvimos que luchar para conseguir que nos dejaran traerlos.
—Pero ¿por qué? ¿No se dan cuenta de la velocidad a la que podríamos ir sin ellos? ¿De cuánto más seguros estaríamos?
Pete se contuvo, se obligó a no enojarse, cosa que siempre trataba de hacer, y casi siempre conseguía.
Es así, Teague. Si los hubiésemos dejado los habrían educado como baptistas.
—Eso no me parece tan terrible —dijo Teague.
Pete volvió a contenerse, esta vez largo rato, antes de poder contestar con calma y tranquilidad.
—Mire, Teague, fueron sobre todo los predicadores baptistas los que se pasaron quince años diciéndole a la gente que los mormones éramos el Anticristo, que realizábamos ritos secretos en el templo, ritos en los que adorábamos a Satán. Que decíamos que Jesús y el diablo eran hermanos y que no éramos cristianos sino que fingíamos serlo para poder raptar a los hijos de los cristianos. Decían que los mormones éramos los dueños de todo y sólo tratábamos de enriquecernos mientras los buenos cristianos se quedaban en la pobreza. Y después, cuando vinieron los malos tiempos, todos esos predicadores baptistas se lavaron las manos y dijeron: «Nosotros no os dijimos que fuerais a matar mormones». Y es cierto, claro. Nunca habían enseñado a matar: Pero inculcaron odio y miedo, y dijeron mentiras, y sabían que las estaban diciendo. ¿Entiende la razón por la que no podíamos dejar que los hijos de los mormones se educaran con gente que decía mentiras sobre la religión por la que murieron sus padres?
Teague lo pensó un poco.
—¿Y por qué sobrevivieron? Me dijeron que los soldados cristianos lo revisaron todo y mataron a los heridos.
Así que Teague sí había oído la historia.
—Esos cuatro iban a la primaria de Guilford. Cuando los soldados cristianos comenzaron a llevarse a la gente, llegaron a la Escuela Primaria de Guilford, y la doctora Sonja Day, la directora, fue a esperarlos a la puerta. No tenía un arma, ni nada. Se limitó a mostrarles las cenizas de los archivos de la escuela, todavía humeantes. Y les dijo: «Todos los chicos de esta escuela son mormones hoy, y yo y todo el personal. Si se llevan a uno, se nos llevan a todos». Les plantó cara y se fueron.
—Agallas.
—Piénselo, Teague. Se llevaron a los hijos de los mormones de cincuenta escuelas del condado. Si hubiera más directoras con agallas…
—Una entre cincuenta no es un gran promedio, Cinn.
—Por eso América se merece todo lo que pasó. Por eso el Señor no nos salvó. América terminó por amar el mal.
—Tal vez simplemente tenían miedo —dijo Teague.
—Miedo o debilidad o maldad, los tres caminos llevan al infierno.
—Lo sé —susurró Teague.
Fue un susurro tan profundo y amargo que Pete se dio cuenta de que había tocado una herida abierta en Teague. Pete no era el tipo de hombre que seguiría preguntando en un momento así. Retrocedió y lo dejó tranquilo. Uno no remueve heridas, eso solamente las infecta. Hay que sacar las manos, dejar que la cosa se cierre, darle tiempo y aire y dulzura.
—Teague, me gustaría que me llevara con usted cuando se adelante para explorar o cazar o lo que sea.
—Necesito que se quede con los demás. No creo que Deaver sea muy bueno con las armas.
—Tal vez no —convino Pete—, pero si usted no piensa acompañarnos más allá de las montañas, alguien tiene que ser capaz de hacer lo que usted hace.
—Hace diez años que ando por los bosques, mucho antes de que llegara la plaga.
—Alguna vez tengo que empezar.
—Cuando lleguemos a la carretera de Blue Ridge, lo llevaré a cazar conmigo. Pero sin armas.
—¿Por qué?
—Tómelo o déjelo. ¿Sabe tirar?
—Sé tirar una pelota de béisbol.
—¿Una piedra?
—Supongo.
—Si no sabe cazar con piedras, no sabe cazar. Las balas son para matar cosas lo bastante grandes como para matarlo a uno. Porque cuando se terminen las balas, no habrá más.
Cuanto más alto subían, más se relajaba Teague. Después de un tiempo, dejó de hacerles buscar refugios, lugares protegidos para acampar. Acampaban allí donde se encontraban, al descubierto.
—Los asaltantes no llegan tan arriba —dijo.
—¿Por qué?
—Porque cuando lo hacen, no vuelven.
En la carretera de Blue Ridge, Teague los reunió para darles nuevas reglas.
—Caminen separados, no amontonados. Quédense sobre el pavimento o cerca de él. Que nadie vaya solo. No lleven nada en la mano, ni siquiera una piedra. Dejen las manos donde cualquiera pueda verlas. Si viene alguien, no alcen las manos por encima de la cintura, ni siquiera para rascarse la nariz. Sigan caminando. Y sobre todo, hagan mucho ruido.
—Por lo que veo ya no tenemos por qué tener miedo de las bandas de los arbustos —dijo el hermano Deaver.
—Esta de aquí es gente de la montaña. Y más allá de Asheville, cheroquis. No roban, pero tampoco hacen muchas preguntas antes de disparar contra un desconocido. Si se les ocurre que ustedes tal vez, sólo tal vez, pueden causarles problemas, estarán muertos allí donde estén plantados. Así que tiene que quedar claro para cualquiera que ustedes no están entrando en el territorio por ninguna razón extraña y que quieran que todos los vean.
—¿Podemos cantar de nuevo? —le preguntó la hermana Monk.
—Todo lo que quieren, menos esa canción de «y caminaron y caminaron y caminaron y caminaron».
Fueron unos días gloriosos. La carretera de Blue Ridge atravesaba las cimas de las colinas, así que tenían todo el cielo alrededor y las montañas estaban tan hermosas como siempre las había visto Pete. Su padre verdadero los había llevado por ese camino, muchos otoños, cuando él todavía estaba en la edad de crecer. Un año fueron desde Harper’s Ferry hasta la reserva cheroquí. Pete y su hermano se estuvieron peleando todo el camino hasta que el padre dijo que iba arrancarles los brazos si no callaban, pero ahora, en el recuerdo, el viaje parecía glorioso. Caminando por allí, especialmente cuando caminaba por delante y no veía a ninguno de los demás, Pete se olvidaba de que era adulto. Aún no había llegado el otoño, aunque ya no estaba lejos; y sin embargo, se sentía bien, se sentía como si volviera a casa. Había oído que otros decían lo mismo sobre Blue Ridge. Sobre los Apalaches en general. Parecía que uno volvía a casa aunque hubiera crecido en un lugar desolado como California o Dakota del Norte.
Teague cumplió su promesa. Pete casi se volvió loco las primeras veces, pues su piedra siempre fallaba y la de Teague casi siempre daba en el blanco. Pero después de un tiempo, entendió cómo se hacía. Era como arrojar la pelota en el béisbol, pero el blanco era más reducido. Para cuando rodearon Asheville, sabía limpiar una ardilla en dos minutos y un conejo en tres. También aprendió a elegir el campo de caza. Siempre hay que buscar la cabaña y llegar a ella silbando para que los que estén dentro sepan que uno llega. Después se le pregunta al dueño si está de acuerdo con que uno salga a cazar por allí y si quiere que uno le dé parte de lo que caza. Cuando Pete oía lo que le contestaban los montañeses, pensaba que en realidad se podía cazar donde uno quisiera, pero Teague nunca levantaba una piedra a menos que uno de ellos hubiera dicho «En ese bajo, allí», o «Por esa colina que ve allí», y aunque siempre decían «No tiene por qué traerme nada», Teague siempre les llevaba todo lo que había cazado y les ofrecía la mitad. No se iba hasta que aceptaban por lo menos un animal.
—Si aceptan, no pueden decir que les robamos —explicó Teague—. Y si toman una parte, no hubo allanamiento.
—¿Y qué les impide mentir y decir que uno lo robó? —preguntó Pete.
Teague lo miró como si lo creyera estúpido.
—Son montañeses.
Siempre que volvían de la caza, a Pete le gustaba oír el sonido del canto de los niños, y también el de los adultos, que ahora cantaban más y más. Y sobre todo, le gustaba oír la voz de su Annalee, que cantaba y reía. Habían subido por la ladera de los montes como si hubieran escapado del infierno. «Seguramente así es cómo uno siente la redención —pensaba—. Así te sientes cuando Cristo perdona tus pecados. Como subir a la cima de una verde montaña con tantas nubes por abajo como por arriba, y todos los malos recuerdos lavados por la lluvia, perdidos en la niebla de la mañana. Todos esos malos recuerdos eran problemas de la gente de las tierras bajas, y los dejamos atrás, ya no están». Pete había renacido.
—No quiero bajar de aquí —le dijo a Annalee.
—Lo sé. A mí me ocurre lo mismo.
—Entonces, no bajemos.
Ella lo miró con severidad.
—¿Qué te pasa, Pete? Hablas como Teague, caminas como Teague. Si hubiera querido casarme con un hombre de las montañas, me habría ido al estado de los Apalaches o a Carolina del Oeste.
—Un hombre siente que pertenece a este lugar.
—Un santo del último día pertenece al reino de Dios.
—Mira a tu alrededor, Annalee, y dime si Dios no ama este lugar.
—Aquí no hay seguridad. Te sientes bien porque no tenemos que escondernos todas las noches. Pero la razón de que nos quedemos a campo abierto no es que estemos libres y a salvo; nos quedamos a campo abierto para que nadie venga a volarnos la cabeza de un tiro. Nunca perteneceríamos a este lugar. Pero ya somos ciudadanos de Utah. Todos los mormones son ciudadanos de Utah.
Después de eso, Pete no volvió a mencionar su deseo de quedarse en las montañas, ni a Annalee ni a ninguna otra persona. Sabía que después de un tiempo todos pensarían como él. Cuando uno llega al paraíso ¿para qué seguir adelante? Eso era lo que Pete pensaba.
—Hermana Monk, tu vestido se está alargando —observó Valerie Letterman un día.
—Debo de estar encogiendo —murmuró Tina.
—Está poniéndose muy guapa —murmuró Valerie.
—Tú sí que vas a hacer amigos en el mundo, niña. Pero Valerie tenía razón. Caminar más de doscientos cincuenta kilómetros era tan efectivo como los regímenes que había seguido en los viejos tiempos. Ya había tenido que variar el largo de las faldas de sus vestidos dos veces a medida que su volumen se evaporaba. Sentía cómo se le endurecían los músculos bajo la carne de los brazos y piernas. Podía ponerse de pie de un salto, en lugar de por etapas, a cuatro patas, de rodillas, un pie en el suelo, dos pies en cuclillas, y el último y terrible movimiento para enderezar las rodillas. Ahora eso era agua pasada. Ella misma enrollaba su manta —de noche hacía frío—, y se ponía de pie y sentía que con cada paso saltaba metros por el aire.
Tantas pastillas como había probado, tantos médicos, tantas dietas, tantos ejercicios, y lo único que había funcionado era el caminar de Greensboro a Topton.
No tuvieron ningún problema en las montañas. Ningún peligro que pareciera peligro, excepto unos pocos minutos de tensión en la frontera cheroquí, hasta que llegó alguien que reconoció a Jamie Teague. Y finalmente dejaron el camino asfaltado y subieron por un sendero de tierra, todo lleno de hierbajos ahora que no pasaban coches, hasta una casa de dos plantas que parecía enana junto a los enormes robles que la rodeaban.
—Yo creí haberte oído decir que esto era una cabaña, Jamie Teague.
—Mis padres adoptivos la llamaban así —dijo él—. Venían sólo en verano. Pero yo, apenas tuve la edad suficiente, me quedé todo el año.
Tina recibió esa información y la retuvo. Teague había tenido padres adoptivos antes de ser lo suficientemente adulto como para decidir dónde vivir. Así que lo habían adoptado porque había matado a sus padres. Debía de haberlos matado cuando era pequeño. Tal vez muy pequeño.
La puerta no estaba cerrada con llave. Y sin embargo, en el interior, ni los vándalos ni los ladrones habían tocado nada. La casa estaba llena de polvo e insectos muertos, nadie había entrado este verano, y menos aún a limpiar. Y sin embargo, cada cosa estaba en su lugar y Annalee hizo que todos se pusieran a limpiar inmediatamente. Tina sabía que debería haberse unido a los demás —probablemente sabía más sobre limpieza que todos los demás juntos—, pero por alguna razón sentía aversión a la idea, y no quería hacerlo. Y cuanto más pensaba en que debería estar ayudando, menos sentía que quería hacerlo, hasta que finalmente huyó de la casa.
—Alto —ordenó Teague.
—¿Por qué?
—No se puede salir así como así e ir a donde uno quiera —explicó.
—¿Por qué no?
—Mis vecinos no les conocen todavía.
—Pronto me van a conocer —dijo ella—. Siempre fui una buena vecina.
—No son como los vecinos de la ciudad, señora Monk.
—Si no puedes llamarme hermana Monk, entonces por lo menos llámame Tina.
Teague sonrió.
—Ve adentro y dile a todo el mundo que se prepare para una excursión.
La excursión consistió en un viaje a las casas de cuatro vecinos, cantando y hablando todo el camino. Las casas estaban tan separadas unas de otras que no se veían. Pero eso no importaba. De todos modos, eran vecinos. Eran la razón de que nadie hubiera tocado la casa de Teague. Y eran vecinos que podían resultar mortíferos.
—Señor Bicker —saludó Teague—, veo que obtuvo una buena cosecha de tabaco.
—El tabaco de la montaña es apenas poco mejor que masticar caca de perro —dijo Bicker—, pero de todos modos ahora tengo unas cuantas hojas secándose.
—Señor Bicker, ¿ve a esta gente que viene conmigo?
—¿Cree que soy ciego?
—He viajado con ellos desde Winston, y me han tratado como si fuera uno de sus parientes. Hemos comido de la misma olla y caminamos por el mismo sendero, y estuvimos espalda contra espalda en algunos momentos. Se van a quedar a pasar el invierno conmigo y después se irán. Les mostré hasta dónde llegan las propiedades, y todos saben qué parte de la tierra es mía y cuál suya.
Bicker aspiró por la nariz.
—Nunca supe de alguien de la ciudad que supiera distinguir un árbol de otro.
«Pero sabemos leer —pensó Tina—, y no dejamos que los mocos nos ensucien los labios». Tuvo el buen sentido de no decirlo.
—Sea gente de ciudad o no, señor Bicker, son mi gente. Todos ellos.
—Ahí hay gente de color.
—Yo los llamo «morenos» señor Bicker. O tal vez tengan algo de sangre cheroquí. Pero en primavera se irán y usted casi ni notará que están por aquí.
Bicker entrecerró los ojos.
—Pero van a estar por aquí —continuó Teague—. Todos. Hasta el último, vivos y coleando hasta la primavera.
—Espero que no tengamos gripe —fue la contestación de Bicker.
Después volvió a su cabaña, riéndose sin cesar.
Teague se los llevó a todos.
—Canten —le dijo a Tina. Y ella los llevó cantando.
—Esto es como cantar canciones de casa en casa en Navidad —opinó la niña de Annalee, Donna.
—Pero no cantábamos para que la gente no nos disparara —le señaló Tina.
—Ah, Bicker no es mal tipo —dijo Teague—. Se portará bien.
—¿Bien? Casi cargó su rifle delante de nosotros.
—Ah, es buen vecino, Tina. Solamente hay que saber cómo tratarlo.
—Yo no llamo buen vecino a un señor que se limita a comprometerse a no matarme hasta la primavera.
Pero Tina estaba casi segura de que Teague no sabía bien lo que decía. Después de todo, había sido un niño allí arriba, no una chica. Había un tipo de relación de vecindad entre las hombres que consistía sobre todo en no robarse, en no dormir con la esposa del otro. Pero luego estaba la relación de vecindad entre mujeres, y Teague no sabía nada de eso.
Así que se aseguró de ir siempre con él cuando él empezó a dar sus vueltas para hacer trueques con las cosas que había traído de su viaje a la costa. Todo tipo de metal y herramientas, hilos y agujas, botones, broches, tijeras, cucharas y cuchillos y tenedores. Un precioso par de prismáticos por los que consiguió un colchón digno de una reina. Cartuchos para una docena de armas diferentes. Una botella de vitamina C y una botella de Tylenol reconstituyente, ambas para una dama con artritis.
Y justo cuando él terminaba de hacer un trato, Tina se ponía a comentar que no tenía ni idea de cómo se cocinaban los animales salvajes.
—Puedo hacer un guiso respetable y supongo que para mis recetas de dulces puedo apañarme con miel en lugar de azúcar, pero seguramente usted conocerá diez tipos de hierbas y hortalizas que yo ni siquiera veo, o si las veo, seguro que me creo que son hierbajos. No quiero molestar, pero podría intercambiar costura por lecciones de cocina. Tengo un ojo muy bueno con la aguja.
Al principio, Teague se quedaba mudo de asombro. Era obvio que en ese tiempo él había negociado solamente con los hombres, hablando con palabras de una o dos sílabas en oraciones de tres o cuatro palabras, y nunca había tenido idea de la forma en que una mujer visita a otra ni de la forma en que las mujeres se ayudan unas a otras en lugar de tratar de hacer negocios.
—Se llama civilización —le dijo ella a Teague, entre una visita y otra—. Las mujeres la inventaron y cada vez que ustedes los hombres hacen que vuele por los aires, la inventamos de nuevo.
Para Navidad, tenían a Bicker a cenar todas las noches y él venía con su violín y el recuerdo de miles de viejas canciones, que nunca cantaba sin desafinar. Pero a nadie le importaba excepto a Tina, que había sido maldecida con un oído tan fino que podía cantar cuartos de tonos en la escala cromática. Pero paciencia, así los niños no tenían que vivir con miedo a que alguien les disparara a los pies si cruzaban la línea de las propiedades de Bicker. Y Teague se sentaba allí, cantando y riendo con todos los demás, y de vez en cuando tenía esa mirada de sorpresa; en la cara, como si nunca hubiera pensado que la gente de las montañas podía hacer cosas como ésas.
Tina siguió el sincero consejo de Teague solamente en una cosa: no le dijo a nadie que eran mormones. Ni ella ni ninguno de los demás. Nunca cantaron un himno mormón y los domingos por la mañana, cuando el hermano Deaver y Pete Cinn partían el pan y bendecían el sacramento y lo pasaban y después predicaban, bueno, en esos días tenían las persianas cerradas y nadie cantaba. No era el odio de los predicadores de la televisión ni el de los sacerdotes baptistas lo que les daba miedo. Era un odio más antiguo. Referirse a alguien con una palabra como «mormón» significaba que esa persona dejaba de ser gente y se transformaba en el «otro». Y en ese lugar, la condena más breve para el otro era el ostracismo y la peor morir quemado antes de la siembra de primavera.
Pero fue un buen invierno. Y Tina notó cómo Teague escuchaba de lejos y después empezaba a bajar los domingos de mañana a las reuniones de la iglesia y algunas veces hasta preguntaba sobre el Libro de Mormón o algún punto de la doctrina que nunca antes había oído. A veces meneaba la cabeza como si aquello fuera el lío más grande que hubiera oído. Y a veces casi asentía. En Navidad hasta contó la historia de la Navidad, siguiendo en casi todo a Lucas.
Tina abría la escuela todos los días, primero sólo para los niños del grupo pero pronto también para los niños de la montaña que quisieran venir y pudieran llegar a través de la nieve. Hizo que Rona y Marie se pusieran a enseñar para poder dividir las clases. El hermano Deaver enseñaba gramática a Donna y a los chicos más grandes de las cabañas cercanas. Lo peor era no tener papel para escribir y ningún utensilio de escritura, ni lápices ni plumas ni nada. Escribían con tizones sobre el suelo de la galería y después lo lavaban con nieve y empezaban de nuevo. Pero sobre todo escribían y pensaban la aritmética en la cabeza, y recitaban las respuestas.
Tina se dio cuenta de que se estaba haciendo vieja cuando vio que los chicos se las arreglaban mejor que ella con los números. No podía recordar tantos a un mismo tiempo como los niños. Fue entonces cuando Rona se convirtió en la maestra permanente de aritmética.
No enseñaban geografía. Ya nadie sabía geografía. Todo había cambiado.
Durante todo el invierno, Teague se llevó a Pete con él para enseñarle más sobre caza y rastro de huellas, y Pete aprendía bien, suponía Tina. Por lo menos, Teague pareció acercarse cada vez más a Pete, cada vez parecía aprobarlo más, confiar más en él. Al mismo tiempo, Tina notó que Pete se alejaba más y más de su familia. No había mucho lugar para la intimidad, pero como eran la única pareja de casados, Pete y Annalee tenían una habitación para ellos solos. El día siguiente al de Navidad, Annalee le dijo a Tina que daba lo mismo que durmieran sobre la mesa del comedor dada la frecuencia con que hacían el amor.
—Es lo mismo que si fuera una viuda, ya no me habla. —Y después—: Tina, creo que no piensa ir al oeste con nosotros.
Tina dejó que las cosas siguieran como estaban durante todo enero. Vigilaba. Annalee tenía razón. Pete no tomaba parte en las conversaciones sobre Utah cuando todos imaginaban cómo serían las cosas allí. A veces Teague bromeaba con ellos cuando no había nadie más presente.
—No hay nada al oeste —decía—. Probablemente se fueron a Seattle. Cuando lleguéis a Utah veréis que allí no hay nadie.
—No sé de qué hablas, Jamie Teague —le replicó Tina una vez—. No conoces a nuestra gente. Si las tierras se inundan, nos ponemos a construir botes. Si hay huracanes, aprendemos a volar.
Los demás siguieron con el juego.
—Si falla una cosecha, aprendemos a comer hierba —apuntó Donna.
—Y cuando ya no hay pasto, nos comemos los árboles —dijo Mick Porter.
—¡Y después los insectos! —gritó su hermanito Scotty.
—¡Y los gusanos! —gritó Mick, más fuerte todavía.
Annalee puso una mano sobre la boca de Mick.
—Mejor hablemos bajo.
No quería que los vecinos los oyeran hablar de Utah.
—Te puedo apostar a que están haciendo gasolina con aceite de pizarra —dijo Tina—. No es cuento. Apuesto a que allí todavía hay tractores y fertilizantes.
—Lo del fertilizante me lo creo —admitió Teague, pero sus ojos bailaron un poco, y Tina se dio cuenta. Así que insistió:
—¿Y aquí qué tienes, Jamie?
No fue Teague el que contestó, sino Pete.
—Lo tiene todo. Seguridad. Buena tierra. Suficiente para comer. Buenos vecinos. Y ninguna razón para irse, nunca.
Allí estaba, en el aire, al descubierto.
Pero Tina fingió que todavía hablaba con Teague en lugar de con Pete.
—Eso es este año, Jamie. Tú vas hasta las Carolinas, entras en casas abandonadas, visitas lugares y oyes historias y te dan regalos. ¿Y qué recoges para traer aquí? Agujas, alfileres, tijeras, hilo, herramientas y todas esas cosas que hacen que la vida sea posible a medias. ¡Piénsalo! ¿Crees que esas cosas durarán para siempre? Nadie las hace ahora y algún día esto de buscar en la basura se acabará. Algún día no habrá más hilo ni agujas. ¿Qué te vas a poner entonces? ¿Un harapo hecho a mano? ¿Hay alguien que haya empezado a hilar?
—La mujer de allá abajo, en Murphy, hila y teje muy bien —señaló Teague.
Pete asintió como si eso lo contestara todo.
—¿Suficiente para todos en las colinas? Jamie, ¿no ves que la gente de aquí se ha agarrado a una brizna de hierba para no caer a un abismo? No es tan fácil de ver por qué no vas a dormir con miedo a que te maten todas las noches. Pero todo se está terminando. El mundo se desvanece. Y el que se quede aquí se desvanecerá también. Pero al oeste…
—¡Al oeste pueden estar todos muertos! —dijo Pete.
—Al oeste nuestro templo todavía está en pie y las salas funcionan todavía, como siempre. Están cultivando en tierra buena, en paz, y hay hospitales y medicinas. ¿Y si te casas un día, Jamie? ¿Y si tus hijos enferman? Una tontería como las paperas, y terminan ciegos. Una infección en los riñones. Apendicitis, ¿eh? ¿Te parece que hay muchos doctores por aquí? Cada año que pase vas a retroceder cincuenta.
—Aquí estamos seguros —insistió Pete. Pero su voz sonaba menos firme.
—No es seguro si lo comparas con la seguridad—dijo Tina—. Solamente si lo comparas con las tierras abiertas donde reinan los de las bandas. Y algún día los salteadores subirán aquí también. Habrán matado y robado a todos los demás, a todos los que no estén protegidos por un ejército. Y no van a dedicarse a aprender a cultivar, eso lo sabes. Ni se atreverán a atacar a los cheroquis. Vendrán a lugares como éste…
—Y los mataremos —afirmó Pete.
—Mientras tengáis balas. Después ya no podréis dispararles desde detrás de los árboles. Tendréis que luchar a campo abierto contra fuerzas diez veces mayores, con las manos, hasta que los derrotéis. Te repito que hay un solo lugar seguro en Estados Unidos, un solo lugar que crece en lugar de morir.
—Eso es lo que tú dices —replicó Pete.
—Es lo que dice toda la historia mormona. Nos han echado y atacado y masacrado y lo único que hicimos fue seguir adelante y establecernos en alguna otra parte. Y dondequiera que fuimos llevamos la paz y el progreso. Nunca nos quedamos quietos. Y te apuesto a que ni siquiera tenemos que llegar a las montañas para encontrarlos. Te apuesto a que envían a gente a buscar a los que vienen como nosotros para ayudarlos a llegar. Eso era lo que hacían en los tiempos de las carretas.
Mientras hablaba, Tina miraba solamente a Teague, nunca a Pete. Pero por el rabillo del ojo veía que Pete se desinflaba cuando Teague asentía.
—Supongo que no estáis tan locos después de todo. Solamente me gustaría tener más esperanzas por vosotros, más esperanzas de que pudierais llegar.
—El Señor nos protegerá —dijo Tina.
—No lo estaba haciendo demasiado bien hasta que llegó Teague —repuso Pete.
—Pero Jamie llegó, ¿verdad, Jamie? ¿Por qué crees que estabas ahí justo cuando te necesitábamos?
Teague sonrió.
—Supongo que soy un viejo ángel después de todo.
Y sin embargo, llegó la Pascua y no se había tomado ninguna decisión. El domingo de Pascua tuvieron una reunión en la iglesia, pero nadie predicó esa vez. Solamente dieron testimonio. No era como en los viejos días, cuando la gente se levantaba y recitaba los mismos agradecimientos y testimonios. Esta vez hablaron con el corazón, hablaron de cosas terribles y cosas maravillosas, hablaron del amor de los unos por los otros y de su rabia contra el Señor, y sin embargo, al final hablaron de su fe en que las cosas saldrían bien.
Y después de un tiempo empezaron a hablar del asunto que habían dejado de lado todos esos meses. El asunto que había pasado en mayo, hacía casi un año. La muerte terrible de tanta gente que conocían y amaban y que ahora extrañaban tanto. Y de lo que era todavía más terrible: que ellos siguieran con vida.
Fue Cheri Ann Bee la que empezó. Tenía siete años ahora y ni siquiera la habían bautizado, pero dio su testimonio y al final dijo algo muy simple que casi rompió el corazón de Tina.
—Lamento no haber enfermado ese día y quedado en casa —dijo—, así podría haberme ido con mamá y papá a visitar al Padre Celestial.
Cheri Ann no lloró ni nada, solamente creía que las cosas eran mejores si podía estar con su madre y su padre. Y mientras estaba sentada allí con lágrimas en los ojos, Tina no se sintió segura de si estaba llorando de lástima por esa niña o porque ella misma no tenía esa fe simple y directa, y le faltaba algo de esa confianza absoluta en que la muerte era solamente ir a visitar a Dios, que invitaría al que llegara a quedarse en su casa a vivir con él.
—Yo también lo lamento —intervino el hermano Deaver; y a continuación lloró lágrimas que le corrieron por las mejillas—. Lamento haber ido a trabajar ese día. Lamento que los soldados cristianos tuvieran miedo de provocar a la comunidad negra, lamento que no vinieran a sacarme de mi clase en A y T y me dejaran sostener a mis bebés entre mis brazos mientras morían.
—Sus hijos no eran bebés —susurró Scotty Porter a Tina—. Eran mayores que yo.
—Todos los hijos son bebés para su padre y su madre —le señaló Tina.
—Yo llamé a mi madre ese día —dijo Annalee, y milagro de milagros, ella también lloraba, y parecía suave y vulnerable como una niña—. Le conté que Pete no había mandado a los chicos a la escuela y que íbamos a una merienda en el cuartel de bomberos. Y ella dijo: «Ojalá pudiera ir». Y añadió: «No puedo seguir hablando, Anny Leedy, llaman al timbre». ¡Llaman al timbre! Los que llamaban al timbre eran ellos, y allí estaba yo, hablándole por teléfono, y ni siquiera le dije que la amaba ni nada.
Hubo silencio durante un rato, como pasa siempre cuando en las reuniones de testimonio nadie se pone de pie para hablar. Siempre había una gran tensión cuando nadie se levantaba, todos se sentían culpables porque estaban perdiendo el tiempo, todos esperaban que alguien se pusiera en pie y hablara porque ellos no tenían ganas de hacerlo. Pero esta vez el silencio era sólo porque todos estaban llenos y porque no había nada que decir.
—Yo lo sabía —intervino Pete finalmente—. Tuve un sueño la noche anterior. Vi cómo los hombres llegaban a las puertas. A mí me fue mostrado. Por eso no quise que los chicos salieran de casa. Por eso los llevé a todos al cuartel.
—Nunca me hablaste de ello —dijo Annalee.
—Pensé que estaba loco, por eso fue. Pensé que era de locos tomar una pesadilla en serio. Pero no podía dejarlos en casa sintiéndome como me sentía. —Pete miró a su alrededor, a los demás—. En mi cuartel, me defendieron. Usaron las máquinas y los rechazaron. Mi capitán les dijo: «Si tocan a cualquier bombero o a la familia de cualquier bombero, no se sorprendan si encuentran después su casa en llamas un día y los bomberos son un poco lentos en salvarla». Así que se fueron y nosotros seguimos con vida. —De pronto, se le torció la cara y sollozó, sollozos terribles, poderosos.
—Pete —dijo Annalee. Le puso un brazo sobre el hombro, pero él se la sacó de encima.
—Dios me lo mostró en una visión, ¿os dais cuenta? Y lo único que hice fue pensar en salvar a mi propia familia. ¡Ni siquiera a mis hermanos y hermanas! Ni siquiera a mamá. Tuve la oportunidad de salvarlos a todos y están muertos porque yo no les avisé.
El hermano Deaver trató de calmarlo con palabras.
—Pete, el Señor no te pidió que les advirtieras. No te ordenó que nos llamaras a todos y nos lo contaras. Así que lo más probable es que quisiera llevarse a los demás consigo y salvar solamente a algunos para que siguieran sufriendo en este valle de lágrimas.
Pete levantó la cabeza de las manos, una máscara de dolor con ojos saltones y enrojecidos, ojos terribles, salvajes.
—Me lo dijo. «Avísalos a todos», me dijo, pero yo pensé que era una pesadilla solamente y me daba vergüenza decir que había tenido una visión, supuse que todo el mundo pensaría que estaba loco. Voy a ir al infierno, ¿no os dais cuenta? No puedo ir a Utah. El Señor me ha rechazado, me ha echado de Su Reino.
—Hasta Jonás fue perdonado —recordó el hermano Deaver.
Pero Pete no tenía ganas de que lo consolaran. Fue el final de la reunión pero había sido una buena reunión, Tina lo sabía. Todo el mundo había dicho las cosas que habían estado escondiendo mucho tiempo o hecho que otros las dijeran por ellos. Habían hecho lo que debían hacer en una reunión de testimonio. Habían confesado sus pecados y ahora había esperanza de perdón.
Fue en la tarde del domingo de Pascua. El día era relativamente cálido y Jamie se quitó la chaqueta y sintió el viento fresco sobre la espalda y los brazos, a través de la camisa, y sintió el sol caliente también, al mismo tiempo. El mejor tipo de clima, el mejor tipo de día.
—Supongo que ya has tenido bastante por hoy.
Jamie se volvió. No podía creer que no hubiese oído llegar a una mujer como Tina. Pero claro, ella ya no estaba tan gruesa en esos días. Y él tenía muchos pensamientos ruidosos dándole vueltas por la cabeza.
—De todos modos, ya me había imaginado parte de esto —contestó Jamie—. Oí hablar de la masacre de Greensboro.
—¿Así la llaman? ¿Dicen que masacraron a nuestra gente?
—A veces. Otras la llaman la «Purificación de Greensboro». Los mismos que después añaden que otros lugares también necesitan purificación.
—Espero que nuestra gente se vaya toda hacia el oeste. Ruego para que tengan la sensatez de marcharse. Deberíamos habernos ido hace años.
—Tal vez —dijo Jamie. Pero sabía que eso no era lo que Tina quería decirle.
—Jamie.
Ahora venía.
—Jamie, ¿qué te retiene aquí?
Jamie miró a su alrededor a los árboles, el pasto brillante de la primavera, las lejanas volutas de humo de dos docenas de chimeneas distribuidas por las colinas.
—Casi no hablas con tus vecinos, o al menos no lo hacías hasta que llegamos aquí, Jamie. No tienes amigos en estas colinas.
—Me dejan tranquilo —dijo Jamie Teague.
—Mal hecho.
—A mí me gusta. Me gusta que me dejen tranquilo.
—No me mientas, Jamie.
—Ya era un solitario antes del colapso, y sigo siéndolo. Lo que pasó no me afectó para nada.
—No te mientas a ti mismo tampoco.
Jamie sintió que la rabia le cegaba.
—No necesito que nadie me trate como si fuera mi madre. Ya tuve una y la maté.
—Tampoco creo esa mentira —dijo Tina.
—¿Por qué? —preguntó Jamie—. ¿Crees que soy tan buena persona que no podría matar a nadie? Entonces no me conoces.
—Sé que hay momentos en que eres capaz de matar. Simplemente no creo que hayas matado a tu padre y a tu madre. Porque si lo hubieras hecho, entonces, ¿cómo podrías seguir sintiendo tanta furia contra ellos?
—Déjame en paz. —Jamie lo dijo con toda el alma.
Pero Tina no parecía tener intención de dejarlo en paz.
—Sé que nos quieres y que no quieres perdernos cuando nos vayamos.
—¿Eso es lo que crees?
—Es lo que sé. Sé lo bueno que eres con los chicos. Sé que has sido un gran amigo para Pete. ¿No ves que ésa es la mitad de la razón por la que quiere quedarse, para estar contigo? Todos contamos contigo, todos nos apoyamos en ti, pero tú también cuentas con nosotros, tú también nos necesitas.
Estaba presionando demasiado. Jamie no iba a tolerarlo.
—Fuera —le dijo—. Vete y déjame en paz.
—Y cuando rezamos, tú te callas y tus labios murmuran amén cuando terminamos.
—Respeto la religión, eso es todo.
—Y hoy, cuando todos confesamos lo más negro que nos lastimaba el alma, tú querías confesar también.
—Ya confesé hace tiempo.
—Confesaste una mentira terrible. Eso es lo que me pregunto, Jamie Teague. ¿Qué pecado escondes? ¿Qué te parece tan malo como para que te sea más fácil confesar haber matado a tu padre y a tu madre que decir la verdad?
—¡Déjame en paz, te digo! —le gritó Jamie. Y después se fue corriendo, huyó de ella colina arriba, lo más rápido que pudo porque así sabía que ella no podría alcanzarlo. No importaba. Ella no le siguió.
Mick Porter llevaba a su hermano Scotty con él a todas partes. Nunca permitía que estuviera fuera de su vista. A un chico como Scotty había que vigilarlo. Siempre se escapaba, siempre se metía en cosas en las que no tenía que meterse.
En los viejos días no había sido así, claro está. En los viejos días, Mick solía quejarse a ma porque Scotty lo imitaba en todo. A veces Mick atacaba a Scotty y éste rompía todo lo que hacía Mick con sus construcciones de plástico o sus cubos de madera, y era como una especie de guerra. Pero eso terminó. No volvió a pasar, simplemente porque ¿quién iba a interrumpir la pelea y mandarlos a sus habitaciones hasta que fueran capaces de tratarse como seres humanos civilizados? Mick sentía que era casi el papá de Scotty. «Soy el único pariente que tiene, y él es mi único pariente, así que tened cuidado todos. Así es, sí».
Así que Mick llevaba a Scotty consigo cuando recogían palos caídos para usarlos como leña y aprendía a arrojar piedras. No podía atrapar ardillas todavía. Todavía tenía dificultades para darle al árbol al que estaba apuntando. Scotty, claro está, no tenía ni idea de lo que era apuntar. Solamente se sentía bien si la piedra volaba un metro, más o menos, en la dirección en que la arrojaba.
Así que no fue una sorpresa cuando Scotty tiró la última piedra y ésta salió ladeada rozando la nariz de Mick y después, punk, directa contra algo suave que estaba apenas a unos metros.
—De acuerdo, estoy muerto. Ahora por favor quitadme la piel despacio para no despertarme.
Mick casi se tragó la lengua de sorpresa. Allí estaba el señor Jamie Teague, sentado justo en ese lugar, y hasta que habló, Mick ni se había dado cuenta de que estaba cerca. Había permanecido inmóvil todo el tiempo.
—¡Le di a algo! —gritó Scotty.
—Le diste a mis pantalones —dijo Teague—. Si fuera una ardilla tal vez no estaría muerto pero seguramente estaría herido.
—A usted no puedo cocinarle.
—Supongo que no —convino el señor Teague—. Lo lamento.
—De todos modos, no comemos gente —le dijo Mick a Scotty.
—Eso ya lo sé —replicó Scotty, con la voz llena de desprecio.
Mick volvió a prestar atención al señor Teague.
—¿Qué hace sentado aquí?
—Estar sentado.
—Eso lo he dicho yo.
—Y estoy pensando.
—Claro que está pensando. Todo el mundo piensa. No se puede dejar de pensar.
—Ah, eso sí que es una lástima, diablos —exclamó el señor Teague.
Scotty jadeó y se cubrió la boca.
—Lo lamento —se excusó el señor Teague—. Crecí en una familia donde «diablos» era una de las expresiones más educadas.
—Yo sé una palabra peor —afirmó Scotty.
—Claro que no —dijo Mick.
—Tal vez sí la sabe —opinó el señor Teague—. Todo es posible.
—Es otra palabra para «caca».
—No digas todo lo que sabes —aconsejó el señor Teague—. Mejor no me la enseñes, Scotty. A ver si se me escapa cuando esté con alguien educado.
Mick se sentó cerca de la pierna del señor Teague y lo miró a los ojos.
—La hermana Monk dice que usted no mató a su mamá y su papá en realidad.
—Ah, ¿sí?
—Yo la oí —dijo Scotty.
—¿Y es cierto? —preguntó Mick.
—Yo soñaba con matarlos. Pero después se nos llevaron a los chicos, y nadie nos volvió a decir dónde estaban. En la cárcel, supongo. Quería buscarlos y matarlos cuando llegase a los dieciocho y me fuese de la casa de mis padres adoptivos, como los llamaban, pero antes vino el colapso y no llegué a empezar la búsqueda. Así que pensaba hacerlo. Y no fue mi culpa si no lo hice. Así que a mi modo de ver lo hice en mi corazón y por eso soy un asesino.
—No, señor —opinó Mick—. Para ser asesino hay que matar a alguien y usted no lo hizo.
—Tal vez —dijo el señor Teague.
—¿Entonces va a venir con nosotros?
El señor Teague rió en voz alta. Levantó las piernas y las apretó contra su propio cuerpo. Eran las piernas más largas que Mick hubiera visto. Más largas que las de papá.
—¿Cree que mi papá es un esqueleto ahora? —le preguntó Mick.
La sonrisa del señor Teague desapareció.
—Tal vez. Es difícil decirlo.
—Los soldados cristianos lo mataron.
—Y a mamá —añadió Scotty.
—Ésos si que son asesinos —afirmó Mick.
—Lo sé —dijo el señor Teague.
—El hermano Deaver asegura que mataron a mamá y a papá porque creemos en un profeta viviente y en que Jesús no es la misma persona que Dios Padre.
—Supongo que es cierto.
—¿En qué creían su papá y su mamá?
El señor Teague respiró hondo. Cruzó los brazos sobre las rodillas y después apoyó el mentón sobre los brazos. Miró directamente entre Mick y Scotty, durante tanto rato que Scotty empezó a quebrar palitos y Mick a pensar que el señor Teague no iba a contestarle o que tal vez estaba enojado.
—No rompas esos palos, Scotty —le advirtió Mick—. No podremos usarlos como leña si están todos rotos.
Scotty dejó de romper palitos. No silbó ni le sacó la lengua ni nada. Ahora todo era diferente.
—Mi mamá y mi papá creían en sobrevivir —dijo el señor Teague.
—¿Sobrevivir a qué?
—Sobrevivir…, nada más.
—¿Y por eso quería matarlos? —preguntó Mick.
El señor Teague meneó la cabeza.
—No lo entiendo, ¿sabe? —dijo Mick.
El señor Teague sonrió.
—Supongo que no.
Estiró un largo brazo y con un largo dedo levantó el mentón de Mick. A Mick no le gustaba que los grandes movieran partes de su cuerpo o le tomaran la mano o algo así, como si Pensaran que era un muñeco. Pero no fue tan malo cuando lo hizo el señor Teague, sobre todo porque no parecía que fuese a hacerle algo o a gritarle o algo así.
—Tú quieres a tu hermanito, ¿verdad?
Mick se encogió de hombros.
Scotty lo miró.
—Claro —dijo Mick.
—No cuando estás enojado conmigo —observó Scotty.
—Ahora nunca me enojo contigo.
—No —admitió Scotty, como si se diera cuenta por primera vez.
—Yo tenía un hermanito —dijo el señor Teague.
—¿Y lo quería? —preguntó Mick.
—Sí —dijo el señor Teague.
—¿Y dónde está?
—Muerto, supongo.
—¿No está seguro?
—Lo metieron en un hospital mental en el mismo momento en que encerraron a mis padres. También a mi hermanita. Después a mí y a mis hermanos mayores nos llevaron con padres adoptivos. Nunca los volví a ver, pero supongo que mi hermanito, como estaba loco, no duró mucho después del colapso.
El señor Teague respiraba raro y no miraba a Mick a los ojos. A Mick eso le daba miedo, era como si el señor Teague estuviera loco también.
—¿Cómo se volvió loco? —quiso saber el niño. Se preguntó si le habría pasado lo mismo que parecía estar pasándole al señor Teague.
—¿Gritaba? —intervino Scotty—. La gente loca grita.
—A veces gritaba. Sobre todo se quedaba sentado, mirando lejos. Nunca miraba a nadie a los ojos. Era como si uno no estuviera ahí. Como si borrara a la gente de su mente. Pero a mí sí me miraba.
—¿Por qué a usted?
—Porque yo le llevaba comida.
—¿Su mamá no?
El señor Teague meneó la cabeza.
—Eso fue cuando yo tenía cinco años. Tu edad, Scotty. Y mi hermanito tenía tres.
—Yo tengo cinco y medio —dijo Scotty.
—Y mi hermanita, solamente dos.
—¿Estaba loca?
—Al principio no. Pero estaba enferma. Y mi hermanito también. Los dos, siempre. Desde que nacieron. Mi hermano tuvo neumonía y lloraba continuamente todo el tiempo. Muchas deudas que pagar. Mi hermanita también lloraba mucho. Yo oía que papá y mamá se gritaban uno a otro continuamente, por el dinero, por demasiados niños de mierda. Peleaban y gritaban y mamá gritaba y decía que ya no lo aguantaba más y que no podía aguantar si nosotros los niños no nos callábamos de una vez y la dejábamos tranquila por un par de horas, eso era todo lo que quería, solamente un par de horas de silencio y las iba a conseguir, Dios, o se mataría. «Ya veréis si no lo hago —decía—, voy a cortarme las venas y me voy a morir si no os calláis», y yo me callaba enseguida, tenía la boca bien cerrada. Y los mayores estaban en el colegio. Pero mi hermanito estaba enfermo y medio loco, y lloraba y gemía, y cuanto más gritaba ella tanto más lo hacía él, y mi hermana se despertó y empezó a llorar más fuerte que mi hermano y gritaba y gritaba y mi mamá gritaba más todavía, y ponía esa cara horrible, y levantó a mi hermana y yo pensaba que la iba a tirar al suelo, pero no lo hizo. Solamente la tomó en brazos y agarró a mi hermano del hombro y lo arrastró hasta el armario del desván, que tenía una cerradura, y lo abrió y los metió adentro y cerró la puerta con llave. «Ya podéis llorar y hacer lo que queráis, que yo ya nos os voy a escuchar más, ¿lo entendéis? No lo aguanto más y quiero tener algo de paz».
—Papá me encerró en el baño una vez que me porté mal —dijo Mick.
—¿Había luz allí? —preguntó Scotty.
—Sí. Había un interruptor y mi hermano se subió en una caja y encendió la luz, pero no les gustaba estar allí. Aullaron, y gritaron y gritaron como si fuera lo peor del mundo, y mi hermano golpeó la puerta y dio vueltas al picaporte y pateó la puerta y el suelo. Pero mamá se fue abajo y puso en marcha el lavavajillas y se fue a la sala y puso la radio y se quedó en el sillón escuchándola hasta que se durmió. De vez en cuando mi hermano y mi hermana dejaban de gritar pero después empezaban de nuevo. Cuando los mayores volvieron del colegio, se dieron cuenta enseguida de que no tenían que acercarse a mamá y ni siquiera preguntaron dónde estaban los pequeños. Sabían que no tenían que meterse con mamá cuando estaba de ese humor. Y mamá se levantó y preparó la cena, y cuando volvió papá comimos, y papá preguntó dónde estaban los niños y mamá le dijo: «Aprendiendo a estar callados». Y cuando ella dijo eso, papá se dio cuenta de que era mejor no meterse con ella. Pero al final de la comida preguntó: «¿No van a comer?» Y mamá puso un poco de comida en un par de platos y cucharas en los platos y después me dio la llave y dijo: «Llévales la cena, Jamie. Pero si los dejas salir, me mato, ¿entiendes?»
—Pues sí que estaba enojada con ellos —interrumpió Scotty—. Cuando abrí la puerta, mi hermano trató de salir, pero yo lo empujé y él gritó y gritó más fuerte que nunca, pero para entonces estaba ronco. Mi hermana estaba sentada en un rincón con la cara toda roja y cubierta de mocos. Él me dio una patada y trató de apartarme de la puerta, pero yo le pegué y después lo volví a tirar al suelo, y entonces empujé los platos con el pie y cerré la puerta de un portazo y eché la llave. Mi hermano pateó y gritó y aulló un rato, pero después se quedó tranquilo y supongo que se comieron la cena. Después aullaron y gritaron otro poco y dijeron que tenían que ir al baño, pero mamá meneó la cabeza y fingió que no los escuchaba. «No van a salir por mucho que griten, no van a salir por mucho que griten».
—¿Pasaron la noche allí? —preguntó Mick—. A la mañana siguiente me dio la llave, un bol de cereales y dos cucharas. Esta vez estaban los dos en un rincón. Se habían hecho almohadas y camas o algo así con los trapos viejos, porque allí guardábamos los trapos viejos. Y mi hermana parecía tener miedo de que le pegaran, y olía muy mal porque se había hecho caca en una caja de zapatos, pero ¿qué podía hacer si mamá no la dejaba salir para ir al baño? Se lo dije a mamá y ella dijo: «Vacía la caja y llévala ahí de nuevo». Yo no quería pero uno no discutía con mamá cuando estaba así.
—¡Puaj! —dijo Mick. Scotty miraba al señor Teague con los ojos muy abiertos.
Mick sabía que era porque se había ensuciado los pantalones un par de veces después de que los soldados cristianos mataran a mamá y a papá, y oír decir que alguien había hecho caca en una caja le daba cierta vergüenza.
—Yo seguía pensando: «Mamá los dejará salir pronto». Seguía pensándolo. Pero todas las mañanas les llevaba el desayuno y vaciaba la caja de zapatos y la jarra que les dejábamos para que hicieran pis. Y todas las noches les llevaba la cena en un plato. A veces les oía hablar. A veces, jugaban. Pero eso fue al principio. Después de un tiempo estaban siempre callados y quietos, excepto cuando uno de ellos se puso enfermo y tosía mucho. Cuando la bombilla se fundió se lo dije a mamá, pero ella no dijo nada. Dije: «La bombilla del desván no funciona», pero ella me miró como si nunca hubiera oído hablar del desván. Finalmente hice que mi hermano mayor la cambiara mientras yo vigilaba para que ellos no se escaparan. Sólo esa vez: después no quiso hacerlo más, así que tuve que atar las manos y los pies de mi hermanito para que no se escapara mientras yo lo hacía. Cuando empecé a ir a la escuela, los alimentaba y vaciaba la caja por la mañana, antes de irme, y les llevaba la comida por la noche, siempre lo mismo, día tras día, semana tras semana. La mayor parte del tiempo, mi hermano y mi hermana se quedaban allí cuando yo abría la puerta, sin mirarme, contemplándose el uno al otro o mirando la nada. Pero de vez en cuando mi hermano aullaba y corría hacia mí como si quisiera matarme, y yo lo golpeaba y lo tiraba al suelo y cerraba la puerta y echaba la llave. Era muy malo con él y me sentía furioso y tenía mucho miedo de que alguien averiguara lo que le estaba haciendo a mi propio hermano, a mi propia hermana, cómo los tenía encerrados en un armario. Nadie de mi familia los volvió a ver después de que mi hermano cambiara la primera bombilla. Mamá ni siquiera les hacía la comida. Yo tenía que hacerlo cuando todos los demás se iban de la cocina. Cuando la ropa que tenían ya no les iba bien, traté de darles algo de la mía, pero mamá decía: «¿Qué ha sido de esos pantalones tuyos, qué ha sido de la camisa azul?», y yo decía: «Están en el armario del desván», y ella miraba de aquella forma y decía: «Es ropa en muy buen estado, y si no te va bien, la daremos para los pobres». ¿Podéis creerlo?
—Nosotros dábamos la ropa a la caridad —dijo Scotty.
—Estaban desnudos allí dentro y tenían la piel blanca y parecían fantasmas, los ojos vacíos que no me miraban nunca excepto cuando mi hermano gritaba y se me tiraba encima, y cada vez que lo hacía yo cerraba la puerta de un portazo y echaba la llave. Quería matarlos, quería morirme, odiaba todo aquello. Iba a la escuela y miraba a mi alrededor y sabía que era el más malo de todos los de aquel lugar porque tenía a mi hermanito y a mi hermanita encerrados en un armario. Nadie supo nunca que yo tenía un hermano y una hermana menores que yo. Y yo nunca se lo dije a nadie, nunca fui a ver a una maestra y le dije: «Señorita Erbison, o señora Ryan, o la que fuese, tengo a mi hermanito y hermanita en casa y los tenemos encerrados en el armario desde que tenían tres y dos años». Si lo hubiera hecho, tal vez mi hermano no se habría vuelto loco, tal vez mi hermana no se habría olvidado de cómo caminar, tal vez a ella sí hubieran podido salvarla, pero yo tenía tanto miedo de lo que podía hacer mi mamá, y tenía tanta vergüenza de decirle a cualquiera lo mala persona que yo era, todos pensando que yo era un buen chico…
Dejó de hablar durante un momento.
—¿Y no salieron nunca? —preguntó Scotty.
—Cuando yo estaba en séptimo grado, tuve que hacer un informe sobre la Alemania nazi y los campos de concentración. Y leí las torturas que hacían. Y pensé: «Ese soy yo, soy un nazi». Y leí que los nazis, todos, decían que cumplían órdenes. Y después leí que después de la guerra los juzgaron, a todos esos nazis, y que los sentenciaron a muerte por lo que habían hecho, y después supe que yo había estado en lo cierto todo el tiempo. Supe que merecía morir y que mi mamá y mi papá merecían morir, pero mi hermano y mi hermana merecían irse, ser libres, merecían tener un día de liberación. Así que una tarde en la que mi hermanito me miró otra vez con los ojos llenos de odio y corrió contra mí, no lo golpeé, me aparté y lo dejé salir. Él salió corriendo del armario y miró alrededor, como si nunca hubiera visto el vestíbulo. Y después se sentó en el escalón de arriba de la escalera y bajó a trompicones, mal, como hacía cuando era un bebé, y me di cuenta de que se había olvidado de cómo se hacía para bajar una escalera. Y después de pronto, pensé: «Se va a ir a la cocina y mamá lo va a ver y se va a poner furiosa». Y me asusté y pensé: «Tengo que agarrarlo y meterlo de nuevo o mamá me va a matar». Así que bajé corriendo por la escalera pero él no fue a la cocina, corrió hacia la puerta delantera, desnudo, nunca pensé que haría eso, pero qué podía importarle a él estar desnudo, no había usado ropa en siete años. Corrió por la calle, aullando y aullando como una criatura del espacio y yo corrí tras él. Quería llamarle, quería gritarle que volviera pero no pude.
—¿Por qué? —preguntó Mick.
—No me acordaba de su nombre. —El hermano Teague se puso a llorar—. No me acordaba del nombre de mi hermano.
Solamente entonces, con el hermano Teague llorando como un bebé con la cara cubierta por las manos, Mick notó que la hermana Monk y el hermano Deaver habían llegado desde algún lado y los dos estaban escuchando, probablemente habían oído toda la historia. La hermana Monk se adelantó y se arrodilló junto al hermano Teague y lo abrazó y lo dejó llorar sobre su vestido. Scotty lo notó y bajó la cabeza también, pero como nadie dijo ninguna plegaria, levantó la cabeza y miró a Mick.
Mick no sabía qué hacer, pero sabía que aquélla era una historia terrible, que algo terrible les había pasado a la hermana y al hermano locos del hermano Teague. Mick nunca había oído hablar de nadie que se hubiera olvidado de caminar o de bajar escaleras, o de alguien que se hubiera olvidado del nombre de su hermano. Cuando trató de imaginarse que alguien encerraba a Scotty en un armario y no lo dejaba salir nunca más, se enfureció tanto que sintió que quería matar al que lo hubiera hecho. Pero después trató de imaginarse que fuera su propia madre la que encerrara a Scotty. ¿Entonces qué? ¿Qué haría él entonces? Su mamá nunca habría hecho algo así, pero ¿y si lo hubiera hecho a pesar de todo?
Era demasiado difícil de imaginar por uno mismo. Lo único que sabía era que el hermano Teague lloraba como Mick nunca había oído llorar a nadie en su vida. Finalmente, tuvo que estirarse y tomar el tobillo del hermano Teague, que era la única parte del cuerpo del hermano que podía alcanzar. La mano de Mick era tan chica que ni siquiera podía rodear el tobillo, era como si solamente apretara la mano contra la pierna del hermano Teague.
—No debería sentirse mal, hermano Teague —dijo Mick—. Usted es el que lo dejó salir.
El hermano Teague meneó la cabeza, llorando todavía.
—Ojalá estos niños no hubieran escuchado esa historia.
Era la voz del hermano Deaver.
—Algunas cosas sólo se pueden contar a los niños —dijo la hermana Monk—. No les hará daño.
El hermano Teague retiró la cara del vestido de la hermana Monk.
—Sabía que estaban ahí. Se lo estaba contando a ustedes. ¿No es así como se hace en los testimonios?
—Cierto, Jamie —reconoció la hermana Monk—. Así se hace.
—Ahora comprenderán por qué no puedo valer nada como hombre, sea mormón o no. No hay lugar para mí en el oeste.
—Fue su mamá la que lo obligó —dijo Mick.
—Yo era el que lo empujaba adentro. —La voz del hermano Teague sonaba terrible—. Yo era el que daba vuelta a la llave. —Después buscó dentro de su camisa y sacó una llave colgada de un pedazo de cuero. Una llave común—. Esta llave la guardo desde entonces.
—Pero, hermano Teague —insistió Mick—, usted no tenía ni ocho años cuando empezó todo. Ni siquiera estaba bautizado. ¿No sabe que Jesús no acusa a los niños por lo que hacen antes de los ocho años? Yo voy a cumplir ocho la semana que viene y cuando me bauticen va a ser como si naciera de nuevo, puro y limpio, ¿no es cierto, hermano Deaver?
El hermano Deaver asintió.
—Mmmm —musitó. Él también lloraba, aunque Mick no entendía por qué. El mismo hermano Deaver lo había entrevistado para el bautismo y le había enseñado la mitad de lo que acababa de decir después de la sesión de testimonios de ese mismo día.
Scotty debía de empezar a abrirse ahora que la historia había terminado.
Se levantó y fue hasta donde estaba el hermano Teague y le tocó en el hombro para llamarle la atención.
—Hermano Teague —dijo—. Hermano Teague.
—¿Qué quieres, Scotty? —preguntó el hermano Teague.
—Ahora que lo llamamos hermano Teague, ¿quiere eso decir que va a venir al oeste con nosotros?
El hermano Teague no dijo nada. Se limitó a frotarse los ojos y después se quedó sentado con la cara entre las manos. La hermana Monk y el hermano Deaver se quedaron con él, pero Mick ya no entendía lo que estaba pasando, y además tenía que pensar en la historia, y también tenía que hacer pis y no podía hacerlo en el bosque a menos que estuviera mucho más lejos de la hermana Monk.
Así que se llevó a Scotty de la mano hasta un grupo de arbustos colina arriba.
Durante la semana siguiente, la gente ignoró a Scotty y a Mick y a los otros niños. No hubo escuela, y todos hicieron el equipaje y se prepararon para partir. El sábado fueron hasta un lugar profundo y lento del río y bautizaron a Mick con su ropa interior, porque no tenía ninguna ropa blanca excepto los pantalones cortos y la camiseta, y el hermano Teague tuvo que hacerlo con los pantalones más desvaídos que tenía y con una camiseta que le prestó el hermano Cinn, porque el hermano Teague no tenía ropa blanca. El hermano Teague salió del agua temblando tanto como Mick.
—El agua está fría, ¿no? —dijo Mick.
—¿No? —preguntó la hermana Cinn.
—Condenadamente fría —contestó el hermano Teague. Y lo raro fue que nadie se inmutó cuando el hermano Teague dijo eso, y justo después de su bautismo, encima. Mick no podía decir ni siquiera algo como «mierda», pero el hermano Teague podía maldecir. Y eso demostraba que los chicos nunca podían hacer nada, pensó Mick.
—Eso es todo —dijo el hermano Deaver—. Ahora eres uno de los nuestros.
—Supongo que sí —reconoció el hermano Teague. Parecía tan ridículo como un niño de parvulario con el cabello mojado y pegado y aquella sonrisa en la cara.
—En realidad es un sucio truco mormón —bromeó el hermano Cinn—. Ahora que estás bautizado, ya no tenemos que pagarte por guiarnos.
—Ya me habéis pagado —dijo el hermano Teague.
A la mañana siguiente, tuvieron una reunión matinal de plegarias y se fueron al oeste, hacia Chattanooga. Aquel verano llegaron solamente hasta algún lugar entre San Luis y Kansas City, con todo aquel lío de ser arrestados en Memphis y de que casi los lincharan en Cabo Girardeau.
El invierno era duro tan al norte, pero sobrevivieron, intercambiando cuentos sobre el modo en que habían sufrido los mormones en el invierno fatal de los Cuarteles de Invierno, en Iowa, después de que los echaron de Nauvoo. No hacemos más que seguir sus pasos, vivir su historia.
El verano siguiente, mientras cruzaban las grandes praderas, los conocimientos del hermano Teague, que era fundamentalmente un hombre del bosque, dejaron de serles útiles. Los árboles se hicieron demasiado escasos para esconderse tras ellos, así que tuvieron que aprender a viajar por las partes bajas ente las extensas lomas de la ondulante pradera. Los asaltantes de las praderas tampoco utilizaban las autopistas y podían atacar en cualquier lugar, en cualquier momento. Todos los adultos aprendieron a disparar, valía la pena perder algunos cartuchos ahora, decía el hermano Teague, para asegurarse de no perderlos todos cuando empezara una pelea.
No vieron a ningún asaltante. Pero sí señales de su paso. Y un día avistaron una columna de humo hacia el sur, demasiado gruesa y demasiado negra para ser un fuego de campamento.
—Están quemando a alguien —aventuró el hermano Jamie Teague.
—¿Crees que será mejor que nos escondamos? —preguntó el hermano Cinn.
—Creo que será mejor que vigiléis con cuidado mientras esperáis en esta hondonada —dijo el hermano Teague—. Tengo que ir a ver lo que pasa.
—Es peligroso —señaló la hermana Monk.
—Cierto —admitió el hermano Teague—. Pero tenemos que saber hacia dónde fueron una vez terminaron.
—Voy contigo —se ofreció el hermano Deaver—. Puede haber supervivientes. Tal vez necesites ayuda.
Volvieron de noche. El hermano Teague llevaba a un muchachito en el caballo, con él.
—Podemos encender el fuego para cocinar —dijo—. Se fueron hacia el sur.
El hermano Deaver bajó al niño de la montura del hermano Teague.
—Ven, hijo —le habló—. Tienes que comer.
—¿Qué ha pasado? —preguntó la hermana Monk.
—No creo que sea adecuado hablar de eso ahora —opinó el hermano Deaver. Era obvio que no pensaba decir nada delante del niño.
A la hora de la cena, Mick y Scotty se sentaron a ambos lados del niño nuevo. Era como si fuera extranjero. Miraba la comida como si nunca hubiera visto gachas en su vida. Cuando le hablaron, ni siquiera pareció escucharles.
—¿Eres sordo? —le preguntó Scotty—. ¿Me oyes? ¿Eres sordo?
Esta vez el niño meneó la cabeza ligeramente.
—¡Oye! —gritó Scotty.
—Claro que oye —dijo la hermana Monk, desde el fuego—. No le molestes.
—¿Tu gente murió? —preguntó Mick.
El niño se encogió de hombros.
—La nuestra sí. Nos dispararon en Carolina del Norte hace dos años.
El niño volvió a encogerse de hombros.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Mick.
El niño se quedó inmóvil, como una estatua.
—Tienes nombre, ¿verdad?
Si lo tenía, no lo dijo. Después de la cena, el hermano Teague le dio su propio saco de dormir. El niño no dio las gracias. Era raro.
Raro o no, el hermano Teague no lo dejó nunca el resto del viaje. Siempre al tanto de él, siempre hablándole, señalándole cosas. Mick no podía dejar de sentir celos; el hermano Teague estaba haciendo con ese niño todo lo que antes hacía con Mick, y el niño nuevo ni siquiera se molestaba en contestarle. Fue Scotty el que se lo aclaró a Mick.
—Es como si el hermano Teague estuviera hablando de nuevo con su hermanito —le explicó.
Tenía sentido, así que Mick ya no trató de entrometerse y casi no se molestó al ver que el niño nuevo se subía siempre al caballo del hermano Teague o al del hermano Deaver cuando el hermano Teague se adelantaba para ver cómo estaba el camino, o hacía alguna otra cosa peligrosa.
Menos de dos semanas después, les encontraron los jinetes de Utah y los guiaron el resto del camino a casa, con caballos de refresco incluidos, así que todos pudieron montar. Rodearon con precaución las ruinas de la ciudad de Denver, pero una vez en las montañas, ya estuvieron en territorio mormón.
—No era tan grande antes —dijo la hermana Monk. Se refería al territorio mormón. Pero ahora llegaba hasta allí y la gente del lugar estaba muy conforme con eso, porque los mormones traían ley y orden, y los lugares adonde no habían llegado ellos ya estaban muertos o se estaban muriendo.
Terminaron en una ciudad llamada Zarahemla, que iba a ser la nueva capital; Salt Lake City había sido prácticamente evacuada para entonces, porque los científicos decían que el gran lago estaba empezado a inundar los valles. Tina Monk se llevó a los chicos a la plaza del Templo a merendar para que vieran lo que una vez había sido una gran ciudad mormona.
—Ahora será el mar Mormón. Pero recordad lo que fue. Había barcos de vela sobre la calle de State, y el agua lamía el templo sur. La plaza todavía estaba seca porque había un dique de bolsas de arena. La gente estaba amontonada en la plaza, mirando las cosas, diciendo adiós. El templo era una montaña de granito. Nunca se iría de allí. Pero los niveles bajos ya estaban inundados, y en breve ya no sería parte de la vida de la Iglesia.
—La humanidad ha sido demasiado malvada —dijo la hermana Monk a los niños—. Pero tal vez el Señor sólo quiera esconder el templo a nuestra vista por un tiempo, hasta que seamos lo suficientemente puros como para tenerlo de nuevo.
La historia de la masacre de Greensboro y del viaje de esa comunidad desde Carolina del Norte corrió por todos lados con rapidez. Fueron a ver al nuevo gobernador, Sam Monson, que acababa de ser elegido bajo la nueva Constitución del estado de Deseret. Era un hombre joven, no mucho mayor que el hermano Teague y mucho más joven que el hermano Deaver. Pero les saludó a todos con respeto y prometió empleos para los mayores, y cumplió su promesa.
Lo que no podía hacer era mantenerlos unidos. Las leyes para los huérfanos exigían que los niños que tenían a ambos padres muertos y carecían de parientes fueran adoptados por familias con madre y padre. Había muchos huérfanos en esos días. Lo más que pudieron hacer por Mick y Scotty fue llevados a la misma casa. Mick estaba seguro de que si el hermano Teague hubiera sido un hombre casado, en ese momento, habría adoptado al niño nuevo que habían encontrado. Como no lo era, casi se le rompió el corazón al entregarlo a las autoridades. Pero no podía discutir. Más que ningún otro, ese niño necesitaba una familia que lo cuidara día y noche, algo que el hermano Teague no podía hacer, especialmente ahora que su nuevo trabajo era ser un jinete exterior, es decir buscar a la gente que iba hacia Deseret y guiarla de vuelta para que llegara a salvo. Un buen trabajo para él, y él lo sabía, pero eso suponía que a veces tenía que marcharse durante seis semanas.
Podrían haber perdido contacto unos con otros, en muchos de los grupos había pasado eso. Pero como eran los únicos que habían venido de la masacre de Greensboro, tenían una historia que los unía. Tina Monk los visitaba y se escribía con todos, el hermano Deaver iba de vez en cuando a ver a los demás y llevaba a Mick y Scotty con él cuando iba a la ciudad a hablar sobre la fe en una sala cercana. Al único al que no volvieron a ver fue al niño nuevo, que apenas pasó con ellos dos semanas y que nunca dijo ni una palabra, ni siquiera su nombre. Mick se sentía mal por eso a veces, pero no se podía hacer nada. De todos modos le habían ayudado lo mejor que habían podido, pero él no era uno de ellos, no había hecho todo el viaje con el grupo y eso era todo. Nadie tenía la culpa por haberle perdido el rastro. Así eran las cosas, todo el mundo hacía lo que podía para adaptarse y ayudar a los otros.
Mick recordó el viaje durante toda su vida, con tanta claridad como si hubiera ocurrido el día anterior, y cada vez que veía a Jamie Teague, después de la separación, como el día de la boda de Jamie con Marie Speaks, o en otra ocasión en la que se encontraron en la conferencia, se saludaban y reían y le decían a los demás que tenían la misma edad, que tenían el mismo cumpleaños. Y era verdad, porque los dos habían nacido de nuevo en las aguas frías de un río de los Apalaches en una mañana de primavera.