18

Carlo Nicotra, un sexagenario menudo de facciones finas, con gafas de montura dorada y cuyo aspecto, cuidadísimo, estaba a medio camino entre un director médico de una unidad hospitalaria y un jefe de departamento ministerial, era conocido por su sangre fría. De él se decía que jamás, en ninguna ocasión, había perdido la calma. No manifestaba ningún desasosiego; parecía encontrarse en una reunión de amigos.

Montalbano y Zaccaria se saludaron inclinando apenas la cabeza. Cuando todos se hubieron sentado, el comisario habló dirigiéndose al abogado.

—Anticipo que, por mi parte, en esta oficina no se realizará ningún interrogatorio. Lo considero superfluo. No obstante, antes de conducir al arrestado ante el ministerio público, creo que es mi deber ponerle esta entrevista que me han hecho y que se emitirá esta noche a las ocho y en los telediarios sucesivos.

Nicotra, que estaba sorprendido, por supuesto, pero no lo dejó traslucir, le habló al oído al abogado, y éste, después de escucharlo, hizo lo mismo con él.

—¿Tienen alguna objeción? —preguntó Montalbano.

—Ninguna —respondió el abogado.

El comisario le indicó a Fazio que empezara.

Cuando se oyó llamar «chapucero», Nicotra se puso rojo como un tomate y se revolvió en la silla. Pero cuando Montalbano sugirió que quizá estaba enamorado de Arturo Tallarita, de repente, con una especie de rugido leonino, se levantó y se abalanzó sobre el comisario. Fazio lo agarró al vuelo por los hombros y lo obligó a sentarse.

—¿Puede retroceder un poco? —pidió el abogado sin alterarse lo más mínimo—. Con el jaleo, me he perdido algo.

Parecía bastante interesado. Nicotra, en cambio, mantuvo los ojos clavados en el suelo.

—Y ahora —dijo Montalbano al acabar—, el dottor Augello acompañará al arrestado ante el ministerio público. Buenos días.

—Un momento —pidió Zaccaria—. Como tengo otro compromiso urgente, un colaborador mío, el abogado Cusumano, será quien acompañe al señor Nicotra en su comparecencia ante el ministerio público. De modo que le ruego, señor comisario, que espere a que llegue mi colega, al que haré venir enseguida. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Buenos días y gracias —se despidió Zaccaria, saliendo a toda prisa.

—Fazio, lleva al detenido al calabozo y vuelve aquí.

En cuanto se quedó a solas con Augello, el comisario se echó a reír. Mimì lo miró irritado.

—¿De qué te ríes? No he entendido esa entrevista.

—No me digas. Esperemos a que vuelva Fazio y os la explico.

Fazio volvió.

—¡Ahora lo entiendo todo! —exclamó.

—Pues si queréis hacer partícipe de vuestra sapiencia a este pobre ignorante… —rezongó Augello, cada vez más molesto.

—Mimì, de esta entrevista se deduce, en primer lugar, que yo soy un tonto irrecuperable que todavía no ha entendido un carajo sobre el móvil del doble homicidio, es decir, la venta de droga. Y por eso nuestro querido abogado se ha apresurado a ir a informar de mi ignorancia a los Sinagra, los cuales harán lo posible para demostrarme que tengo razón y que Nicotra siempre ha sido gay. ¿Está claro?

—Tal como lo expones, la cosa está clara. Pero ¿con qué finalidad?

—Espera. En segundo lugar, he dejado caer que en el chalet todavía hay algunos ordenadores e impresoras de Lombardo. Como te habrá dicho Fazio, son contenedores de droga, pero yo he fingido no saberlo. En conclusión, me juego las pelotas a que esta misma noche el chalet estará abarrotado.

—Empiezo a entender. Estás preparando una trampa para Lombardo.

—Lombardo es el primero de la lista. Sabiendo que Nicotra está en la cárcel, se sentirá seguro y correrá a recuperar la mercancía antes de que la magistratura se incaute de todo. Pero la trampa no es sólo para él.

—¿Para quién más?

—Para los Sinagra. Yo diría que casi están obligados a llevarse los ordenadores e impresoras sin perder un minuto, antes de que yo descubra que contienen droga. Porque, si no lo descubro, ellos quedan fuera del asunto; pero, si lo descubro, están metidos hasta el cuello. ¿Has terminado de entenderlo?

—He terminado.

—¿Cómo nos organizamos? —preguntó Fazio.

—Muy sencillo. La entrevista la emitirán tres veces, a las ocho, las diez y las doce. Estoy seguro de que Lombardo ronda por las cercanías. Pero no aparecerá antes de las dos, cuando ya haya muy poco tráfico en la carretera provincial. Y los Sinagra también se presentarán hacia esa hora. Quiero dos brigadas. Una en el lado del mar contigo, Mimì, y otra en el de tierra con Fazio. Os incorporaréis al servicio a las doce de la noche.

—¿Y tú? —preguntó Mimì.

—Yo, a la misma hora, entro en el chalet y espero en el cuarto donde están los ordenadores.

—Un momento, atemos todos los cabos. ¿Yo cuándo debo intervenir? —preguntó Mimì.

—Si se trata de Lombardo, déjalo entrar, que ya me encargo yo. Pero, si son los hombres de Sinagra, detenlos en cuanto pongan los pies dentro.

—Ya, pero ¿cómo los distinguimos? No llevarán un cartel con su nombre —observó Mimì.

—Hombre, seguro que Lombardo llega solo y, como tiene llaves, entra por la puerta, mientras que los hombres de Sinagra serán como mínimo dos y tratarán de quitar las tablas de la cristalera; estarán más tranquilos trabajando por el lado de la playa.

—¿Y cómo le avisamos a usía que alguien se está acercando? —preguntó Fazio.

—Llevaré el móvil. Prepáramelo para que no suene; con la vibración será suficiente.

En ese momento llamó Catarella para informar de que había llegado el abogado Musulmano. Que, naturalmente, se llamaba Cusumano.

—Yo me voy a Marinella. Si surge algo, podéis llamarme hasta las doce.

—Llévese el arma —le recomendó Fazio antes de salir del despacho.

Lo primero que hizo el comisario una vez en casa fue encender el televisor. Retelibera estaba emitiendo su entrevista. Cambió a Televigàta. Ragonese estaba comentando el acontecimiento del día, es decir, el arresto de Carlo Nicotra. El pobre Zito no había conseguido la exclusiva; por lo visto, los Sinagra se habían apresurado a informar a Ragonese.

«… probablemente la insana pasión por el joven Tallarita empujó a Nicotra a ordenar la muerte de los amantes con particular brutalidad. Piensen que a Arturo Tallarita lo llevaron al lugar de su ejecución en el maletero del Mercedes de Nicotra, le ataron pies y manos con una delgada cadena de acero que también le rodeaba el cuello, y lo metieron en el asiento posterior del Suzuki de la señora Lombardo, que a continuación fue regado con gasolina para prenderle fuego. Nicotra quiso disfrutar hasta el final del horrendo espectáculo del joven, el cual, debatiéndose para liberarse de la cadena, en realidad se estrangulaba lentamente mientras las llamas lo abrasaban… ¿Cómo describir esa terrible agonía? Intentaremos hacer lo posible para que se den cuenta de la atrocidad…»

El comisario rogó que la señora Tallarita no estuviera viendo la televisión y la apagó. Todo estaba yendo según lo previsto. Los Sinagra habían abandonado a Nicotra a su sino. Y en consecuencia, para sostener la tesis de la insana pasión, como había dicho Ragonese, sin peligro de que quedara desmentida, se veían obligados a apoderarse de los ordenadores y las impresoras que estaban en el chalet.

Fue a abrir el frigorífico. No había nada. Dentro del horno, en cambio, encontró pasta ’ncasciata y una espléndida fritura de gambitas y calamares. Una sorpresa de día de fiesta.

Puso la mesa en la galería y disfrutó de la preciosa noche y la cena tomándoselo con calma.

Después quitó la mesa y llamó a Livia.

—Como más tarde tengo que salir…

—¿Adónde vas?

Sería demasiado largo explicarle todo el asunto.

—Al cine.

—¿Con quién? —Lo dijo con voz alarmada; seguro que pensaba que iba a ir con una mujer.

—Te has saltado una frase.

—No te entiendo.

—Yo te lo explico. Si alguien dice que va al cine, la pregunta inmediata es: «¿Qué vas a ver?» Con quién, si acaso, vendría después.

—A mí no me importa qué película vas a ver; me importa saber con quién vas a ir.

—Voy solo.

—No me lo creo.

La trifulca fue inevitable.

A las diez y media telefoneó Mimì Augello.

—Estoy volviendo a Vigàta. Tommaseo ha interrogado a Nicotra y lo ha mandado a la cárcel; continuará el interrogatorio mañana a las nueve. ¿Novedades?

—Ninguna.

—Entonces voy directamente a comisaría. Hasta luego, Salvo, nos vemos más tarde.

Montalbano se sentó en una butaca y se puso a ver una película que ya había visto y le había gustado.

La segunda vez le gustó más que la primera, y estaba tan absorto que el teléfono lo sobresaltó.

Era Fazio.

Dottore, ¿todo bien? Mi brigada sale ahora para Marinella.

El comisario miró el reloj. Faltaba un cuarto de hora para las doce.

—¿Y Augello?

—Ha salido hace veinte minutos. Ha hablado con Capitanía y ponen a su disposición una lancha neumática.

Para él había llegado también el momento de moverse. Se lavó y se puso sólo vaqueros y una camisa. Hacía demasiado calor. Preparó café y lo pasó a un termo. Luego cogió la pistola, el manojo de llaves y una linterna. Buscó el móvil y no lo encontró. Empezó a soltar un juramento tras otro. Al final lo localizó debajo de un periódico. Se lo guardó en el bolsillo de la camisa y salió de casa con el termo en la mano. Esta vez no tenía necesidad de ponerse guantes.

Quitó los precintos de la puerta, entró y cerró, confiando en que nadie lo hubiera visto desde la carretera. Una vez dentro, abrió la ventana del dormitorio, se encaramó al alféizar y saltó al jardín. Debió de apoyar mal el pie izquierdo, porque sintió un fuerte dolor en el tobillo.

Corrió cojeando hasta la puerta, puso los precintos, entró otra vez por la ventana, la cerró, fue a abrir el cuartito y cerró desde el interior con una llave falsa.

Lombardo no debía sospechar.

El cuartito estaba igual que la última vez que había entrado. Los ordenadores y las impresoras seguían en su sitio.

Se sentó en la cama, apagó la linterna y empezó a masajearse el pie en la oscuridad, pensando con amargura que quizá ya no tenía edad para ir de atleta.

Se había adormilado sin darse cuenta, pese a todo el café que había bebido. Estar quieto en una cama, en la oscuridad y el silencio más absolutos, daba sueño. Por eso la vibración del móvil le produjo el efecto de una descarga eléctrica y a punto estuvo de caerse al suelo. Encendió un instante la linterna: las dos y media. Empuñó la pistola, la amartilló y permaneció con los ojos bien abiertos y el oído muy atento de cara a la puerta, que no se distinguía.

Al poco rato oyó a alguien caminando con sigilo por el pasillo. El intruso no había hecho ningún ruido para entrar o él no lo había oído. El pomo giró con una especie de chirrido, pero la puerta no se abrió porque estaba cerrada con llave.

Entonces sucedió algo increíble. Alguien llamó despacio con los nudillos, y una voz educada dijo:

—Comisario, ¿quiere abrirme, por favor? He perdido la llave del cuartito.

Montalbano se quedó paralizado. La voz, que tenía un ligero acento del Véneto, prosiguió:

—Le aseguro que no estoy armado.

¿Qué había dicho la asistenta? Que Lombardo siempre llevaba el revólver encima. El comisario no se fió. Desplazándose a oscuras, pegó la espalda a la pared de la puerta; luego, con la pistola en la mano izquierda, alargó el brazo derecho y, manteniéndose protegido, metió la llave, la giró y se apartó de inmediato a un lado.

—Entre.

Ahora tenía la linterna encendida en una mano y la pistola en la otra.

La puerta se abrió lentamente y apareció Adriano Lombardo con los brazos levantados.

Era un hombre alto, moreno y elegante. Y estaba absolutamente tranquilo. El comisario lo cacheó; no llevaba armas.

—¿Cómo ha sabido que estaba aquí? —le preguntó.

—No se ofenda, pero era una trampa demasiado ingenua.

—Entonces, ¿por qué ha venido?

—Muy sencillo: para entregarme. Los Cuffaro me abandonaron hace tiempo y los hombres de Sinagra me persiguen. Es preferible la cárcel; total, yo no he matado a nadie.

—¿Por qué dice que los Cuffaro lo han abandonado?

—Enseguida se dieron cuenta de que la empresa de suplantar a los Sinagra en el negocio de la droga era difícil, y me dejaron solo.

Era una situación absurda, estaban charlando como dos viejos conocidos en un café.

En aquel preciso momento se oyó un estruendo en el lado de la galería. Debían de ser los hombres de los Sinagra arrancando los tablones. Luego se oyó una voz:

—¿Dónde coño está ese cuarto?

Siguió un ruido de pasos pesados en el comedor. Pero ¿cómo es que Mimì no intervenía? Montalbano salió al pasillo, vio que avanzaba hacia él la luz de una linterna, y disparó. La linterna se apagó y alguien gritó:

—¡Turì, protégete!

Debían de ser al menos dos. No podía dejarse acorralar en el cuartito. Echó cuerpo a tierra y disparó de nuevo. Pero ¿por qué Augello tardaba tanto? Mientras, dentro de la habitación, Lombardo estaba haciendo algo que el comisario no acababa de entender: había apartado la cama. Los hombres de los Sinagra no se movían; quizá estaban preparando un plan de ataque.

De repente, desde la puerta del comedor partió una ráfaga de metralleta. Demasiado alta. No obstante, Montalbano se vio perdido. El hombre que la empuñaba dio un paso adelante y disparó otra ráfaga. Montalbano levantó la pistola y…

Un tiro seco sonó a su espalda. La metralleta cayó al suelo; el hombre que la tenía entre las manos la siguió sin un lamento.

—¡Turì! ¡Turì! —llamó el otro hombre.

No hubo respuesta. Montalbano oyó sus pasos huyendo. Entonces encendió la linterna y se volvió. Adriano Lombardo le sonreía con un fusil de precisión en la mano.

—Déjelo en el suelo.

—Claro.

Entretanto, fuera se oían voces de «alto, policía» y disparos.

—¿Dónde estaba el fusil?

—Lo tenía escondido en el cuartito. Debajo de la cama hay unas baldosas móviles.

Montalbano tuvo una intuición.

—¿Fue usted quien le disparó a su mujer cuando estaba en el coche conmigo?

—Sí. No era mi mujer; la traje conmigo porque pensaba que podía serme útil. Pero no la habría matado. Soy un tirador excepcional.

—Entonces, ¿por qué le disparó?

—Para conseguir su apoyo contra los Sinagra, comisario. Por cierto, fui yo quien le dijo a Liliana que intentara seducirlo. Estaba seguro de que usted sospecharía de Nicotra y actuaría en consecuencia, quitándomelo de en medio. Pero usted no hizo nada. ¿Por qué?

—Se lo contaré en otro momento.

Fue entonces cuando Mimì Augello llamó desde la playa:

—¡Salvo, puedes salir!

Salieron los dos. A la luz de las linternas, Montalbano vio que Mimì estaba empapado. A poca distancia, dos agentes retenían a un tipo.

—Lo hemos pillado. Dice que has matado a su compañero.

—Yo no; el aquí presente Adriano Lombardo. ¿Por qué habéis tardado tanto?

—El motor de la lancha se ha estropeado. Hemos remado un poco, pero al final nos hemos tirado al agua y hemos venido hasta aquí a nado.

Mientras tanto había llegado Fazio con otros dos agentes.

—Mimì, hazte cargo también de Lombardo y mételos a los dos en el calabozo. Mañana por la mañana hablaremos. Tú, Fazio, avisa de que se ha producido un tiroteo y hay un muerto. Luego, incauta y lleva a la comisaría los ordenadores y las impresoras. Yo me voy a la cama. Estoy un poco cansado.

Llegó a la comisaría a las ocho y media. Se sentía descansado pese a que había dormido apenas tres horas.

—Fazio, dispongo de diez minutos escasos. A las nueve tengo que estar en la cárcel de Montelusa para hablar con Tallarita. Tráeme a Lombardo y déjame a solas con él.

Lombardo no tenía aspecto de haber dormido en el catre del calabozo. Su ropa estaba impecable; sólo se notaba que no iba recién afeitado.

—Dentro de un rato el inspector Fazio lo llevará ante el ministerio público. Yo, desgraciadamente, debo ir a otro sitio. Pero espero poder pasar por allí a media mañana. Si tiene revelaciones que hacer, espere a que llegue yo. ¿Tiene abogado?

—No. Pero quiero vengarme de los Cuffaro. Tengo bastantes cosas que decir sobre ellos.

—Me lo imaginaba. Le diré a Augello que le busque un buen abogado.

—¿Por qué se interesa por mí?

—Porque me ha salvado la vida. Se lo diré al fiscal. Y además porque…

Se calló a tiempo. Pero Lombardo le sonrió y completó su pensamiento:

—¿Porque se lo debe a Liliana?

Montalbano no respondió.

Llegó a la puerta de la cárcel con diez minutos de retraso. El responsable de la vigilancia le dijo que esperara y se puso a hablar en voz baja por teléfono. Luego llamó a un guarda y le ordenó que lo acompañara al despacho del director.

¿Qué novedad era ésa? No podía perder tiempo.

—Oiga, yo vengo a visitar a…

—Lo sé, pero el director lo ha dispuesto así.

Montalbano conocía al director. Se llamaba Luparelli y era un hombre respetable, aunque latoso con los procedimientos.

Cuando entró en su despacho, lo encontró intranquilo y sombrío.

—No podrá hablar con Tallarita.

—¿Por qué?

—Ha sucedido algo muy grave. Esta mañana, en las duchas, le ha cortado el cuello a Nicotra con un cuchillo que no sé cómo ha conseguido.

—¿Lo ha matado?

—Sí. Anoche oyó contar a Ragonese en la televisión con todo detalle la agonía de su hijo, y se ha vengado. Luego, empuñando el cuchillo y amenazando a todos, se ha puesto a gritar como un loco que quería ver a los de Narcóticos, que iba a colaborar. Los llamé, vinieron y se lo llevaron.

Había hecho el viaje en balde. Sin embargo, el resultado que buscaba lo había obtenido igualmente. Tenía pensado contarle a Tallarita la terrible muerte de su hijo para provocar su reacción. Pero Ragonese le había ahorrado el trabajo.

Salió de la cárcel, montó en el coche y se dirigió al despacho del fiscal Tommaseo, donde Lombardo estaba dispuesto a arrancarles la piel a tiras a los Cuffaro.

Era un día realmente maravilloso.