17

Llegó a la comisaría casi a las diez, pero durante el paseo había decidido recoger la red con la pesca dentro; ahora ya estaba todo claro. Se habían acabado los juegos de espejos.

—Catarè, mándame al dottor Augello y a Fazio.

—El dottori no está in situ.

—Pues díselo a Fazio.

Decidió no contarle nada del encuentro con el jefe superior y Arquà. Sería una pérdida de tiempo, y él no tenía ganas de seguir perdiéndolo.

—Dígame, dottore.

—Oye, Fazio, necesito que hagas dos cosas urgentemente. La primera es que averigües cuántos coches tiene Carlo Nicotra y sus números de matrícula, y que me informes antes de que termine la mañana.

—¿Y cómo es que ahora sale a relucir Nicotra?

—No sale ahora; ha estado siempre. Recuerda que fuiste tú quien dio su nombre cuando empezó este asunto.

—Es verdad. Pero no acabo de entender cómo y hasta qué punto está implicado.

—Me asombras. Es él quien ha mandado matar a Arturo Tallarita y a Liliana.

—Pero ¿por qué?

—¿Has oído hablar alguna vez de Romeo y Julieta?

—Sí, señor, una vez vi una película.

—Romeo y Julieta pertenecían a dos familias rivales y por eso su amor era imposible.

—Perdone, dottore, pero ¿qué tiene que ver Nicotra con la historia de un amor imposible?

—Pero ¿no me dijiste tú que Tallarita padre vende droga por cuenta de Nicotra? Eso hace que Nicotra pueda ser considerado el jefe de una de las dos familias.

Fazio se quedó pensando.

—Está bien. Pero ¿qué le importaba a él que Arturo tuviera una amante? ¡Y además forastera! ¿Por qué no quería que estuvieran juntos?

—¿No te lo estoy diciendo? Evidentemente, porque Liliana pertenecía a otra familia.

Dottore, ¿de qué familia me habla? ¡Se lo repito: no sólo son forasteros y no tienen amistades aquí, sino que el marido de Liliana es representante de ordenadores!

—Eso es lo que parecía.

Fazio se quedó de piedra.

—¿No lo es?

—Digamos que era una bonita tapadera. O, mejor dicho, es posible que durante un tiempo lo fuera, pero después…

—Entonces, ¿a qué se dedicaba?

—Vendía droga. Al por mayor. La tarea que le habían asignado era apoderarse de la red de Nicotra, sustituyéndolo poco a poco hasta echarlo.

—Pero ¿usía cómo ha llegado a saberlo?

—Le he dado muchas vueltas al asunto. Y al cabo busqué la prueba. Y la encontré.

—¿Cómo?

—Abriendo un ordenador y una impresora que todavía están en el chalet. No funcionan. Son simples contenedores de cocaína.

Fazio se quedó boquiabierto.

—Pero ¡Lombardo no podía actuar solo! ¡Y además no es de aquí! ¿Qué puede saber de la red de venta de droga?

—En mi opinión, lo más probable es que lo contrataran los Cuffaro, que hace algún tiempo fueron suplantados en la venta de droga por los Sinagra. Lombardo no actuaba solo; los Cuffaro le cubrían las espaldas. Trajeron a Lombardo de fuera. Si lo detenemos, seguro que descubrimos que es un gran especialista en la materia.

—Ahora empiezo a comprender.

—Cuando Nicotra descubre que Arturo se entiende con Liliana, se preocupa bastante; teme, con razón, que el chico pueda revelarle a su amante ciertos secretos, ciertos entresijos de la organización de venta de droga que Liliana le contará a su marido.

—¿Y por qué no se encarga de que lo maten inmediatamente?

—No puede porque teme la reacción de Tallarita padre, que está en la cárcel y a lo mejor, para vengarse, se pone a colaborar de verdad con Narcóticos. Por otro lado, ese rumor acerca de la colaboración es una especie de bumerang.

—¿Por qué?

—Porque lo difundió el propio Nicotra cuando quería despistarnos con las bombas. Entonces, ¿qué hace? Habla con la madre de Arturo, le dice que su hijo va con una mujer que puede perjudicarlo mucho, pero no sucede nada.

—Y manda que le destrocen el motor del coche —prosigue Fazio.

—Muy bien. Y con eso tampoco consigue nada. Así que ordena que le disparen a Liliana mientras va en coche conmigo, pero no le dan. Y la exclusiva, que debería haber alejado a Arturo de Liliana, también resulta una tentativa vana. A todo esto, llega un momento en que Arturo se percata de las intenciones de Nicotra y le sugiere a Liliana que haga creer a todo el mundo que es mi amante. Pero Nicotra sabe que ellos dos continúan viéndose. Entonces empieza a actuar en serio. Primero secuestra a Arturo y luego a Liliana, cuando ésta trata de escapar. Mata a Arturo y…

—Perdone, pero ¿por qué espera un poco para matar a Liliana?

—Quizá quería utilizarla para presionar a Lombardo. Pero éste debe de haber pasado olímpicamente de su mujer.

—¿Y por qué la llevaron al chalet para matarla?

—Para intentar que el homicidio recayera sobre mí. Nicotra quería vengarse por la exclusiva frustrada.

—¿Y las bombas?

—Nicotra mandó ponerlas para comunicarle a Lombardo que lo habían identificado y que lo más conveniente para él era cambiar de aires.

Fazio no hizo más preguntas.

—Está bien, voy a informarme sobre los coches.

—Espera. La otra cosa que quiero que hagas es que telefonees al encargado de estos asuntos y pidas una autorización para visitar al preso Tallarita. La necesito para esta tarde. Por cierto, ¿le han comunicado a la señora la muerte de su hijo?

—Por supuesto. La identificación la ha hecho la hermana de Arturo, que ha venido de Palermo.

Una hora después, Fazio fue a decirle que Carlo Nicotra tenía tres automóviles. Uno era un Mercedes con matrícula GI 866CP.

—Nicotra está jodido —declaró Montalbano.

Fazio se quedó mirándolo, desconcertado.

El comisario se puso a buscar entre los papeles que tenía en el bolsillo. Por fin encontró una nota con el número de móvil que le había dado Japico. Lo llamó.

—Soy Montalbano.

—Dígame, comisario.

—Necesito hablar con usted.

—Estoy en el pueblo.

—¿Podría pasar por la comisaría?

—¿Cuándo?

—Lo antes que pueda.

—Estoy cerca. Tardo cinco minutos en llegar.

Fazio lo miró interrogativo.

—Japico vio dos coches en el abrevadero de Spinoccia antes de que prendieran fuego a uno de ellos. Tomó los números de las matrículas, sólo los números, para jugar al Lotto. Uno era el Suzuki de Liliana; el otro, un coche grande que ahora sabemos que era un Mercedes. El de Carlo Nicotra.

Fazio estaba asombrado.

—¿No te cuadra?

—No es eso; es que me pregunto cómo es posible que alguien como Nicotra se presente con su coche en un sitio donde van a matar a una persona. ¿Cómo es que no toma un mínimo de precauciones?

—Porque son unos cretinos que se creen omnipotentes. Como algunos políticos. Y hacen una gilipollez detrás de otra.

Catarella llamó para decir que estaba in situ un tal Imbilicato, que…

Japico entró en el despacho sonriendo.

—¿Qué ocurre, dottore?

—¿Acertó el terno?

—No, señor.

—A ver si consigue que lo acierte yo.

—¿Cómo quiere que lo haga, dottore?

—¿La matrícula del coche grande que vio por el retrovisor era por casualidad GI 866 CP?

Japico se dio una palmada en la frente.

—¡Eso es! ¿Cómo es posible que no me acordara?

—¿Por qué?

—Porque GI son las iniciales de Giovanni Indelicato, que es mi padre, y CP, las de Carmela Pirro, mi madre.

Montalbano había acertado el terno.

—Ahora deseo que me dé una respuesta clara, señor Indelicato.

—Dígame.

—¿Estaría dispuesto a testificar ahora delante de mí, luego delante del ministerio público y más tarde en los tribunales, que ése es el coche que vio en el abrevadero de Spinoccia junto al otro, el que después incendiaron?

—Claro. ¿Qué problema podría haber?

—Que el coche pertenece a un capo de la mafia.

—No me importa a quién pertenezca; yo digo lo que he visto.

—Se lo agradezco. Fazio, ¿quieres redactar el acta?

Cuando Japico se hubo ido, Fazio comentó:

—¡Ojalá hubiera muchas personas así!

—Las hay, las hay.

—Bien. ¿Y ahora qué hacemos?

—Ahora me voy a comer. Si por casualidad consigues la autorización para visitar a Tallarita, llámame a la trattoria.

En la trattoria de Enzo el televisor estaba sintonizado en Televigàta.

—¿Lo apago o lo dejo? —le preguntó Enzo.

—Déjalo.

—¿Qué le traigo?

—No puedo atiborrarme. Tengo muchas cosas que hacer esta tarde.

—Entonces le propongo no tomar antipasti; sólo primero y segundo.

Mientras comía la pasta allacarrittera, en el televisor apareció la cara de Ragonese. El periodista habló un buen rato de una medida regional relacionada con la pesca, y sólo al final dijo:

«Respecto a las noticias que han circulado estos días, y de las que hemos informado debidamente, sobre la implicación de una conocida personalidad en el homicidio de la señora Lombardo, la Jefatura Superior de Policía de Montelusa ha difundido un comunicado en que se afirma que aquéllas carecen de todo fundamento y que la investigación sigue a cargo del dottor Salvo Montalbano, al mando de la comisaría de Vigàta. Buenas tardes».

Ragonese había quedado bastante mal. El jefe superior, en cambio, había cumplido su palabra; al menos eso había que reconocérselo.

Estaba pagando la cuenta cuando Fazio lo llamó por teléfono. Antes de contestar, se aseguró de que no hubiera clientes cerca.

—Pueden concederle la visita mañana a las nueve.

Montalbano habló en voz baja:

—Está bien. Tú no te muevas de la oficina, que ahora voy a ver a Tommaseo y le pido una orden de arresto para Nicotra. Diré que te la envíen, así vas a buscarlo sin perder tiempo. Quiero hablar con él antes de llevarlo ante el ministerio público. ¿Está claro?

—Clarísimo.

Colgó y llamó al despacho de Tommaseo.

—¿Puede recibirme dentro de media hora?

—Venga.

Tal como esperaba, Tommaseo opuso cierta resistencia a firmar la orden de arresto.

—Es que un solo testigo…

¡Debía dar gracias al Señor porque hubiera uno! En otros tiempos, no habría habido ni ése.

—Pero podremos tener una prueba decisiva.

—¿Cómo?

—Además de firmar la orden de arresto, ordene la incautación de los automóviles de Nicotra. En particular de un Mercedes.

—¿Por qué?

—Estoy más que convencido de que a Liliana Lombardo la llevaron en el maletero de ese coche al chalet donde la mataron. Realizando un examen a fondo, la Policía Científica podría encontrar… no sé… cabellos de la difunta, por ejemplo. Su cuerpo todavía está en el depósito, por lo que la comparación no sería difícil.

Al final, Tommaseo se dejó convencer y mandó enviar una copia de la orden a Vigàta.

La justicia se había puesto en marcha. Sin embargo, Montalbano no estaba seguro de que la justicia acabara impartiendo justicia. En su recorrido encontraría obstáculos innumerables: abogados pagados a precio de oro, honorables diputados que debían su cargo a la mafia y tenían que saldar su deuda, algunos jueces menos valientes que otros, un centenar de testimonios falsos a favor…

Pero a lo mejor había una manera de joderlo definitivamente.

Al salir del despacho de Tommaseo, paseó media hora para que Fazio tuviera tiempo de hacer lo que tenía que hacer. A continuación cogió el coche y se dirigió hacia Retelibera.

—¡Qué alegría verlo por aquí! —dijo la secretaria de Zito.

—Yo también me alegro de verla; la encuentro espléndida. ¿Está Nicolò?

—Está en su despacho.

Nicolò estaba escribiendo. En cuanto vio a Montalbano, se levantó.

—¡Qué sorpresa tan agradable! He oído a Ragonese. ¿Todo resuelto?

—Todo.

—Mejor así. ¿Necesitas algo?

—Sí. Tendrías que hacerme una entrevista para emitirla esta noche.

—A tu disposición. Pero ¿sobre qué?

—Espera un momento. ¿Me dejas hacer una llamada?

—Claro.

Llamó a Fazio al móvil.

—¿Cómo va la cosa?

—Estamos llevándolo a la comisaría.

—¿Ha opuesto resistencia?

—No. No se lo esperaba.

—¿Cómo ha reaccionado?

—Ha dicho que quiere un abogado.

—Que espere a que vaya yo. Ah, hazme un favor, avisa a Tommaseo de que dentro de unas dos horas como máximo lo tendrá delante. —El comisario cortó la comunicación y se volvió hacia Zito—. Te doy una noticia en exclusiva. He mandado arrestar a Carlo Nicotra por doble homicidio.

—¡Coño! —exclamó Nicolò, saltando de la silla—. ¡Nicotra es el número dos de los Sinagra! ¡Esto es un bombazo! Dame algunos detalles.

Tras dárselos, Montalbano dijo:

—Bueno, ¿me haces la entrevista o no?

—Sí, pero la noticia del arresto la doy aparte, antes.

—Como quieras.

ZITO: Dottor Montalbano, ¿qué lo ha llevado a tomar la decisión de pedir una orden de detención para Carlo Nicotra?

MONTALBANO: No puedo revelar lo que se encuentra sometido al secreto de sumario. Me limitaré a decir que, paradójicamente, es el propio Nicotra quien me ha cogido de la mano y me ha guiado hacia la solución.

ZITO: ¿En serio? ¿Puede explicarse mejor?

MONTALBANO: Desde luego. Nicotra ha cometido una serie de errores tan inauditos que al principio casi no me lo creía, incluso pensé que se trataba de pistas falsas.

ZITO: ¿Puede ponernos algún ejemplo?

MONTALBANO: Bien, hizo una llamada anónima a un conocido periodista, pero sin preocuparse de disimular su reconocible voz, y fue con su Mercedes privado a dirigir el asesinato de Arturo Tallarita sin ocultar la matrícula… Unos errores tan mayúsculos que me pregunto con cierto estupor cómo es que sus jefes siguen confiando en semejante chapucero.

ZITO: Pero según usted, y siempre que pueda decírnoslo, ¿cuál sería el móvil de estos dos crueles homicidios?

MONTALBANO: Verá, Arturo Tallarita se había enamorado de la señora Liliana Lombardo, que le correspondía. Nicotra no pudo digerir esta historia. Hizo lo posible para separarlos: destrozó el motor del coche de ella, encargó que la mataran, pero el disparo no dio en el blanco… Hasta que, exasperado, ordenó matarlos a los dos con especial crueldad. Un comportamiento inexplicable. O quizá, teniendo en cuenta que al principio se ensañó sólo con la mujer, fácilmente explicable. Pero esa cuestión no es cosa mía.

ZITO: ¿Me está diciendo que Nicotra consideraba a la señora Lombardo como una rival?

MONTALBANO: Repito: no me corresponde a mí sondear las profundidades del alma de un asesino múltiple como Carlo Nicotra, pero lo que acabo de apuntar es una de las explicaciones posibles.

ZITO: ¿Cómo es que no se tienen noticias del marido de la señora Lombardo?

MONTALBANO: No acierto a darle una respuesta verosímil. Sin embargo, como es representante de una gran empresa de ordenadores, algunos de los cuales todavía están en el chalet, pensamos que quizá aún no se haya enterado de lo sucedido a su mujer. Esperemos que pronto dé señales de vida.

Había dejado a Nicotra bien arreglado. Después de aquella entrevista, era difícil que los Sinagra quisieran invertir mucho en su defensa. Ahora ya no les servía; más aún, podía representar un peligro. Mejor dejar que se pudriera en la cárcel. Además, Montalbano había puesto deliberadamente la guinda al pastel sugiriendo que quizá le gustaban los hombres. Un pecado que sus jefes nunca le perdonarían.

Acabada la entrevista, volvió a llamar a Fazio.

—Dentro de media hora como mucho estoy en la comisaría. Encárgate de que esté también Mimì Augello y de explicarle cómo hemos llegado hasta Nicotra. Será él quien lo lleve ante el ministerio público. Y quiero encontrar encima de mi mesa un televisor provisto de lector de DVD. —Y después de colgar, le dijo a Zito—: ¿Me haces una copia de la entrevista?

Mientras estaba aparcando el coche en la comisaría, Fazio, que evidentemente lo esperaba, fue a abrirle la puerta.

—¿Qué pasa?

—Pasa que ha llegado el abogado Zaccaria. Espera en la salita. Está claro que lo han avisado los Sinagra.

Michele Zaccaria, elegido representante en el Parlamento en las últimas elecciones como miembro del partido mayoritario con un mar de votos, era el abogado número uno de la familia Sinagra. Era bueno en su oficio, uno de los mejores. Llegaba en el momento oportuno.

—¿Habéis conseguido el televisor?

—Sí, señor.

Entraron en el despacho. Montalbano sacó del bolsillo el DVD y se lo dio.

—Ponlo.

—¿Qué es?

—Una entrevista que le he concedido a Zito.

—¿Y por qué quiere que la veamos?

—Lo comprenderás sin necesidad de que te lo explique.

Después dispuso las sillas de forma que Augello, Fazio, Nicotra y Zaccaria pudieran ver el espectáculo. A él no le interesaba; quería disfrutar de otro espectáculo, bastante más interesante: el de la cara de Nicotra y Zaccaria mientras escuchaban la entrevista.

—Hazlos pasar a todos.