—¿Estás dispuesto a perder unas horas de sueño por mí? —continuó el comisario.
Catarella se puso en pie. Tenía la cara congestionada. Un ligero temblor le recorría todo el cuerpo.
—¡Dottori, yo por usía estaría disponible completamente al completo para pasar un mes entero sin pegar ojo! ¿Qué digo un mes? ¡Un año! ¿Qué digo un año? ¡Hasta que usía viniera a dicirme: «Catarè, duérmete»!
Montalbano estaba casi conmovido.
—Entonces ven esta noche a las doce a mi casa, a Marinella.
—¡A sus órdenes, dottori!
—Y tráete lo necesario para reparar un ordenador.
—¡Sí, siñor!
—Y no se lo digas a nadie.
—¡Soy una tumba, dottori!
—Ahora vuelve a la centralita.
Catarella se desplazó hacia la puerta sin conseguir doblar las rodillas. Parecía realmente una marioneta. La felicidad de llevar a cabo una misión secreta con Montalbano le había causado ese efecto.
Una hora después, Catarella lo llamó.
—Dottori, está en la línea ese amigo suyo que es mismamente el periodista Pito.
Nicolò Zito.
—Tengo que hablar urgentemente contigo.
—Dime.
—Por teléfono no. Si dentro de media hora como máximo estoy en Vigàta, ¿te encuentro en la oficina?
—Sí. Pero quizá pueda ahorrarte el viaje. Creo que sé de qué quieres hablarme.
—¿Has oído a Ragonese?
—Sí.
—¿Has entendido a qué se refería?
—Perfectamente.
—¿Seguro que lo has entendido?
—Se refería a mí.
—¿Y qué quieres hacer? ¿Quieres que te entreviste? Mi televisión está a tu disposición.
—Sé que eres un amigo. Pero ¿tú cómo te has enterado?
—Por una llamada anónima.
—Deben de haber hecho lo mismo con Ragonese.
—Sí. Entonces, ¿qué quieres hacer?
—Por el momento, nada.
—Como prefieras.
No; esta vez quería ver hasta qué punto confiaban los demás en él.
Cuando se disponía a irse a Marinella, recibió otra llamada de Pasquano.
Pero ¿cuándo se había producido un fenómeno semejante? ¿Acaso había habido un terremoto? ¿El fin del mundo estaba al caer?
—Sea sincero conmigo, doctor, ¿se ha enamorado perdidamente de mí?
La respuesta no se hizo esperar.
—¿De verdad cree que, en el caso de que me decidiera a dar el salto a la acera de enfrente, escogería a un viejo decrépito como usted?
Las formalidades podían considerarse finalizadas.
—¿A qué debo el honor?
—¿No le he dicho que hoy es para mí el día de la generosidad? He terminado ahora mismo de trabajar con la mujer.
—¿Novedades?
—Ninguna; lo confirmo todo. La tuvieron bastante tiempo atada, la mataron entre las doce de la noche y las dos de la madrugada, la violaron con especial brutalidad, incluso la hirieron y penetraron con el cuchillo, pero no hubo eyaculación. Curioso, ¿no?
Si las cosas estaban como Montalbano pensaba, no tenía nada de curioso.
Más aún, era otra confirmación.
Se marchó a Marinella. Adelina le había preparado una fuente de berenjenas a la parmesana. Las degustó sentado en la galería, despacio, de tal forma que el sabor tuviera tiempo de llegar del paladar al corazón, al cerebro, al alma.
Después entró para encender el televisor. Sintonizó Televigàta, donde Pippo Ragonese habló del problema de dos fábricas que habían cerrado en la provincia y manifestó su convencimiento de que el gobierno intervendría y los trabajadores despedidos serían readmitidos.
«Espérate sentado», pensó Montalbano.
Del caso Lombardo, Ragonese hizo sólo una breve mención al final:
«Los rumores sobre graves consecuencias se hacen cada vez más consistentes. Estamos seguros de que pronto podremos informar de ello a nuestra audiencia. En cualquier caso, podemos ponerlos ya en el buen camino invitándolos a ver de nuevo una estupenda película italiana, protagonizada por el inolvidable Gian Maria Volontè: Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha. Que disfruten».
Montalbano la recordaba perfectamente. Volontè era un comisario que había asesinado a su amante y manipulaba la investigación a su conveniencia. Ese hijo de perra de Ragonese había estado muy hábil. Cambió de canal y empezó a ver una película de tiros. A las once apagó la tele, fue a la cocina, cogió unos guantes de látex, se los puso, se metió en el bolsillo el manojo de ganzúas y la linterna, y salió de casa dejando la puerta entornada. No quería que Catarella supiese de dónde procedían las cosas con las que debía trabajar. Para evitar que lo viera algún automovilista desde la carretera, tomó el camino de la playa para ir al chalet de los Lombardo. Sin embargo, no pudo entrar por la galería porque la habían tapiado con tablas. Tuvo que entrar forzosamente por la puerta principal, a riesgo de que alguien lo viera.
«Si me ven, Ragonese no dejará escapar la ocasión de decir que el asesino siempre vuelve al lugar del crimen», pensó mientras quitaba los precintos.
No dirigió la linterna hacia el interior del dormitorio, a pesar de que el cuerpo de Liliana ya no se encontraba allí; estaba seguro de que la habría visto desnuda y muerta, una imagen difícil de borrar de la mente.
Unos cuarenta minutos después dejaba encima de la mesa de su comedor un ordenador y una impresora. Al lado puso los guantes.
Catarella llegó puntual, con una bolsa en la mano. Estaba tan emocionado que balbuceaba:
—¡A sus… a sus… a sus órdenes, do… dottori!
Montalbano lo llevó al comedor.
—Siéntate.
—¿Es una orden?
—Es una orden.
Catarella obedeció.
—Ponte estos guantes —dijo el comisario.
Catarella se los puso.
—Ahora desmonta el ordenador.
—Enseguidísima. Pero si usía se queda aquí mirándome mientras trabajo, me imprisiono.
—Me voy a la galería a fumar.
Salió. No estaba nervioso ni por asomo; tenía la certeza de hallarse en el buen camino.
Pasados cinco minutos, oyó la voz de sorpresa de Catarella:
—¡Virgen santa, dottori! ¡Venga aquí!
Montalbano no se movió; no necesitaba ir a ver. Sabía lo que había encontrado Catarella.
—Ahora vuelve a montar el ordenador y haz lo mismo con la impresora —dijo desde la galería.
Tres cuartos de hora más tarde, cuando Catarella se hubo ido, Montalbano llevó de vuelta al chalet el ordenador y la impresora, puso de nuevo los precintos, se fue a la cama y durmió el sueño de los justos.
Lo despertó el prolongado campanilleo del timbre. La luz de las primeras horas de la mañana entraba por la ventana. El que tocaba el timbre se había olvidado de retirar el dedo del pulsador.
Bostezó, se desperezó, bajó de la cama y se puso los calzoncillos.
—¡Ya voy!
Al abrir la puerta, se encontró ante un inspector de uniforme al que conocía y que estaba destinado en la Jefatura Superior de Montelusa. Detrás de él había un coche de servicio con un agente al volante.
—Buenos días, dottore. He venido a buscarlo por orden del señor jefe superior. Desea verlo inmediatamente.
Montalbano no quiso mostrarse extrañado por la extemporánea convocatoria.
—Voy a ducharme y vestirme. Seré rápido. Si quiere sentarse mientras tanto…
—No, gracias.
Dejó entornada la puerta, puso la cafetera al fuego, se afeitó, tomó el café, fue a ducharse y se vistió.
No podía evitar que de vez en cuando se le escapara una risita. Las graves consecuencias anunciadas por el cabronazo de Ragonese estaban empezando.
—Ya estoy listo.
El inspector le indicó que se acomodara en el asiento posterior y se pusieron en marcha. El agente conectó la sirena y empezó a correr más que Gallo. Pero ¿es que todos tenían la misma manía? ¿Por qué corrían tanto cuando no había ninguna necesidad?
Sentado en una de las dos sillas delante de la mesa del jefe superior, Bonetti-Alderighi, estaba Arquà, el jefe de la Policía Científica. Era algo que Montalbano ya había previsto.
—Siéntese —indicó el jefe superior. Tenía el semblante sombrío.
Montalbano se sentó en la silla libre. Arquà y él no se habían saludado.
—Entro directamente en materia —empezó el jefe superior.
Sin embargo, no entró directamente. Primero abrió y cerró un cajón de la mesa, luego miró la punta de un lápiz como si no entendiera para qué podía servir, y por último dijo:
—Es mejor que hable usted, Arquà.
El jefe de la Científica habló mirándose las puntas de los zapatos.
—Durante la recogida de muestras en el chalet de los Lombardo encontramos muchas huellas dactilares suyas.
—¿Suyas de quién? —preguntó Montalbano.
—Tuyas —se corrigió Arquà.
—¿Y cómo has podido saber que eran mías?
—Igual que con cualesquiera otras. Comparándolas. Todas nuestras huellas están archivadas.
—Comprendo. O sea que tú, nada más ver las huellas del chalet, te dijiste: «¿Qué te apuestas a que son de Montalbano?» Y en efecto, lo eran. Te felicito por tu intuición. Dime: ¿ha sido así?
Sabía que no podía haber sido así. Y quería averiguar quién le había puesto la mosca detrás de la oreja. Arquà se revolvió en la silla, incómodo, y miró al jefe superior. Éste se decidió a intervenir.
—El dottor Arquà recibió una carta anónima a última hora de la mañana de ayer. Me la enseñó de inmediato, la leí y le di permiso para comparar las huellas. Ha actuado más que correctamente. Si quiere leer la carta…
Tras sacarla de un cajón, se la tendió a Montalbano, que no alargó el brazo para cogerla; ni siquiera se movió.
—¿No quiere leerla?
—Perdone, pero me produce cierta repugnancia leer cartas anónimas, sobre todo de buena mañana. De todos modos, no necesito leerla. Puedo imaginar perfectamente su contenido. Pone que yo, perdidamente enamorado de la señora Lombardo, la tenía secuestrada en su chalet mientras hacía que la buscaran por todas partes, y que al final la degollé después de violarla. Y que luego prendí fuego al chalet con la esperanza de ocultar las huellas de mis repetidas visitas. ¿Correcto?
—Sí —respondió el jefe superior.
Suponía que las cosas podían haber ido así, pero al tener la confirmación empezó a cabrearse.
—Y a ti, Arquà —dijo Montalbano, hablándole a uno para que el otro se diera por aludido—, ¿no te avergüenza dar crédito a una carta anónima? ¿Sabes que le han mandado una copia de esa carta difamatoria al periodista Pippo Ragonese, que espera graves consecuencias?
—No he sido yo, desde luego —contestó Arquà.
—No lo pongo en duda. Han sido los mismos asesinos en los que tú depositas tanta confianza.
Arquà no reaccionó. El jefe superior estaba ocupado mirando el techo. El comisario se dirigió directamente a él:
—Perdone, pero ¿usted ha informado al dottor Arquà de que yo había estado en el chalet, invitado a cenar por la señora Lombardo, y de que en esa ocasión fui víctima de un intento de chantaje?
—Sí, y también le he dicho que hay abierta una investigación dirigida por el dottor Tommaseo.
—¿Y entonces? ¡Pues claro que han encontrado huellas mías!
Esta vez fue Bonetti-Alderighi quien miró al jefe de la Científica.
—Hay una huella en particular que no puede ser de la noche de la invitación a cenar —dijo Arquà.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde la has descubierto?
—En la sábana manchada de sangre.
¡Era verdad! Cuando le pidió la linterna al cabo para comprobar si la sangre estaba seca o no. Pero en aquel momento se encontraba solo, no había testigos. Había hecho una solemne tontería.
Dijera lo que dijera, podían no creerlo. Más valía cambiar de actitud.
—Bien —dijo el jefe superior—. ¿Cuál es la explicación?
Un poco de teatro en ese momento no estaba de más. Aunque, ¿era teatro o de verdad se sentía ofendido por la sospecha de que podía ser un asesino? Se levantó de golpe, con semblante sombrío, y habló con la voz alterada.
—En resumidas cuentas, me parece entender que ustedes dos me creen capaz de cometer un crimen tan repugnante. Sólo me resta pedir dos cosas. ¡La primera es una revisión psiquiátrica para el dottor Arquà, exactamente igual a la que tuve que someterme yo por orden del señor jefe superior!
Bonetti-Alderighi lo miró atónito.
—¿Yo le he hecho someterse a una revisión psiquiátrica? ¿Cuándo?
—¡No lo sé! ¡A lo mejor lo he soñado, pero para el caso es lo mismo!
—¡¿Cómo va a ser lo mismo?!
—¡Sí, señor! ¿Acaso no ha leído La vida es sueño, de Calderón de la Barca? Y la segunda petición es ésta: ¡quiero a mi abogado! ¡No responderé a más preguntas si no es en presencia de mi abogado!
Se sentó, sacó un pañuelo y se enjugó la frente, en la que no había ni una gota de sudor.
Bonetti-Alderighi y Arquà se miraron.
—¡Vamos, Montalbano, nadie está acusándolo! —dijo el jefe superior—. Simplemente estamos intentando aclarar…
—¿Basándose en una carta anónima?
—¡No! —terció Arquà—. En una huella dactilar de la que no has podido darnos una explicación.
¿Ésa era la conclusión? ¿Creían realmente Bonetti-Alderighi y Arquà lo que decían? Empezó a sentirse invadido por una rabia sorda. ¿Reaccionaba ahora o dejaba que los dos quedaran en evidencia más tarde? Escogió la segunda opción y permaneció callado.
—Hagamos esto por el momento —dijo el jefe superior—. Usted, Montalbano, queda apartado de la investigación. Y también del servicio. Permanezca disponible. Asignaré las investigaciones de los dos delitos al jefe de la Brigada Móvil.
Sin pronunciar una palabra, sin siquiera despedirse, el comisario salió del despacho.
Pero, en cuanto estuvo fuera, dio media vuelta y entró de nuevo, dirigiéndose con decisión hacia la mesa.
—Se me había olvidado decirles un pequeño detalle: tengo una coartada impecable.
—¿Cuál? —preguntó el jefe superior.
—¿Ha leído el informe del dottor Pasquano?
—Lo tengo aquí, encima de la mesa, pero todavía no he tenido tiempo —respondió, cogiéndolo de entre los papeles y empezando a leerlo.
—¿Y tú? —preguntó Montalbano, volviéndose hacia Arquà.
—Yo tampoco.
—Han preferido leer la carta anónima antes que el informe del médico forense. Si usted, señor jefe superior, me hace el favor de leer en voz alta lo que escribe el doctor sobre la hora del crimen…
—Aquí pone que se produjo entre las doce de la noche y las dos de la madrugada.
—Bien. A esa hora yo me hallaba en Spinoccia, donde se había encontrado el cadáver de…
—¡Mientes! —exclamó Arquà, alterado—. ¡Yo estaba allí y no te vi!
—Cuidado con lo que dices, Arquà. Ya has hecho quedar mal al señor jefe superior; no empeores las cosas. ¿Se te acercó Fazio para preguntarte si el coche quemado podía ser un Suzuki?
—¡Sí, pero eso no significa que tú estuvieras allí!
—Señor jefe superior, le daré los nombres de los que pueden declarar que esa noche yo estaba en Spinoccia con la condición de que el dottor Arquà no esté presente. Si no es así, recurriré a las vías legales para defenderme de esta vil acusación.
El jefe superior no se lo pensó dos veces. Había comprendido que las cosas se estaban poniendo feas.
—¿Quiere esperar fuera? —le pidió a Arquà.
Éste, pálido, salió.
—El agente Gallo, el inspector Fazio, el doctor Pasquano y un camillero del Instituto Médico Anatómico Forense pueden confirmar que, entre las doce de la noche y las dos de la madrugada, yo estaba en Spinoccia y, por tanto, no pude violar y matar a la señora Lombardo —dijo Montalbano de un tirón.
—Pero ¿por qué han intentado involucrarlo?
—Para que me quitaran el control de la investigación, como efectivamente estaba sucediendo. Quizá habían empezado a sospechar que he llegado a un paso de la verdad. Pero no creo que la puesta en escena haya sido premeditada. Los que quemaron vivo al joven Tallarita son los mismos que tenían prisionera a la señora Lombardo. Esa noche debieron de pasar por la carretera desde la que se ve la casa donde vivo. En el maletero transportaban a la pobre mujer; sin duda, estaban llevándola al lugar de su ejecución. Vieron mi coche aparcado delante de mi casa, supusieron lógicamente que yo estaba durmiendo, y entonces decidieron matarla en su chalet y violarla, pero sin eyacular, de modo que yo pudiera ser sospechoso también de eso, ante la imposibilidad de efectuar la prueba de ADN que lo habría desmentido. Pero resulta que yo no estaba en casa. Había pedido que el agente Gallo me llevara a Spinoccia.
—No he entendido bien lo que le ha dicho a Arquà sobre una carta anónima que al parecer ha recibido el periodista Pippo Ragonese.
—No sé si se trata de una carta o de una llamada anónima, pero Ragonese ya ha empezado a hablar de graves consecuencias, incluso ha citado una película en la que un comisario mata a su amante… Está claro que quiere vengarse por la exclusiva frustrada.
—¿Qué puedo hacer?
—Un desmentido genérico sería suficiente.
—Lo haré. Pero… —Tenía una pregunta en la punta de la lengua, pero le faltaba valor para hacerla.
Montalbano comprendió.
—En cuanto a la huella dactilar en la sábana, el dottor Arquà no podía saber que yo entré en el chalet acompañado por un cabo de los bomberos cuando las llamas estuvieron bajo control. Quise comprobar si la sábana estaba todavía húmeda de sangre. El cabo podrá ratificarlo.
Bonetti-Alderighi se levantó y le tendió la mano.
—Gracias por su comprensión.
—No hay de qué.
Y para que se le pasase todo el nerviosismo acumulado, cuando volvía a Vigàta en autobús, bajó en la parada de los templos e hizo el resto del camino paseando tranquilamente.