Entre una cosa y otra, cuando Montalbano consiguió meterse en la cama se habían hecho las tres y cuarto. En cuanto cerró los ojos perdió la conciencia de sopetón, como si lo hubieran atizado en la cabeza, y se sumió en un sueño abisal, en una nada absoluta hecha de negrura total y silencio sideral.
Dentro de aquella nada, al cabo de cierto tiempo llegó un sonido constante y molesto, semejante a un taladro, lejano al principio y cada vez más fuerte. Al final se volvió tan agudo, cercano e insoportable que lo despertó.
Sin embargo, cuando abrió los ojos, el sonido, en lugar de desaparecer, como sucede en los sueños, continuó insistente. Encendió la luz para mirar el reloj: las cuatro. Había dormido apenas tres cuartos de hora.
Se sentía aturdido, le faltaban las coordenadas para orientarse, todavía medio cubierto por la capa del sueño. Cuando por fin paró el molesto sonido comprendió que se trataba de una sirena.
Esperó a que llamaran a la puerta. Seguro que era Gallo, que volvía a buscarlo porque había ocurrido algo gordo. Pero no llamó nadie.
Entonces se levantó y fue a abrir la cristalera.
A la izquierda, la playa parecía inestable: se movía con un movimiento ondulatorio, iluminada por una gran llama oscilante que no podía proceder sino del chalet de los Lombardo.
Desde allí no se veía nada más, pero le bastó para comprender que el chalet vecino estaba ardiendo.
Corrió al dormitorio, se puso los vaqueros y la camisa y abrió la puerta de casa. Entonces vio las luces intermitentes de los coches de bomberos y oyó voces exaltadas dando órdenes.
Se precipitó hacia el chalet. Aunque tenía la certeza de que estaba despierto, le parecía seguir soñando.
Las luces intermitentes, las sombras de los bomberos y las siluetas de los coches daban a la escena un tinte ficticio, como si fuera el rodaje de una película.
Tenía la impresión de correr al ralentí.
—Soy Montalbano. Vivo en el chalet de al lado —le dijo a un cabo—. ¿Qué pasa?
El hombre debía de conocerlo.
—Ah, sí. Buenas noches, comisario. Nos ha llamado un automovilista que pasaba por la carretera provincial. Le parecía haber visto un principio de incendio en este chalet. Hemos tardado veinte minutos escasos en venir desde Montelusa. Las llamas están en la parte que da al mar.
Montalbano sabía que cincuenta metros más allá había un paso que permitía bajar a la playa. Los recorrió deprisa y volvió atrás, hacia el chalet, caminando por la arena.
El incendio, que había quemado la galería y llegado hasta la cristalera, estaba ya casi extinguido gracias a los potentes chorros de agua.
Se le acercó el cabo con el que había hablado.
—Por suerte hemos llegado a tiempo. De no ser por esa llamada, el fuego habría destruido todo el chalet.
Al comisario le entró curiosidad:
—¿Ha dicho su nombre, el que ha llamado?
—No; ha preferido mantener el anonimato.
A saber por qué.
—¿Sabe si había alguien en la casa?
—Creo que no.
—Será mejor comprobarlo.
—Antò, ¿puedes venir un momento? —llamó al cabo uno de los bomberos que miraban entre los restos de la galería.
Cuchichearon un poco.
El bombero llevaba en la mano algo difícil de identificar. A continuación, el cabo regresó junto al comisario.
—Parece que es un incendio provocado. Mi compañero ha encontrado los restos de una lata de gasolina.
El comisario ya había pensado en esa posibilidad. Pero ¿qué sentido podía tener?
—Voy a mandar que retiren la cristalera, que todavía quema, y entraré —dijo el cabo.
—¿Puedo ir con usted? —La pregunta le salió sin darse cuenta.
—Si lo desea…
Se acercaron. La luz eléctrica no funcionaba. El cabo pidió una gran linterna y entraron.
El comedor estaba lleno de un humo denso y pegajoso que lo había ennegrecido todo.
El pasillo se encontraba en las mismas condiciones. La puerta de la habitación suplementaria estaba cerrada. El cabo la abrió con una especie de llave maestra que llevaba a la cintura. Allí casi no había humo; la cama, el armario y la estantería con los ordenadores estaban bastante limpios.
Luego se dirigieron al dormitorio; el cabo iba delante con la linterna.
Al llegar al umbral, el cabo hizo dos cosas en rápida sucesión: dio un grito sofocado y un salto atrás, mientras la linterna se le caía de la mano y se apagaba.
Montalbano, golpeado por la espalda del cabo, se tambaleó, no comprendía qué ocurría.
—¿Qué pasa?
—Hay alguien en la cama —contestó el cabo, agachándose por la linterna.
Montalbano palideció. ¿Quién podía ser?
¿Se trataría de Lombardo, que, mientras lo buscaban por todas partes, estaba escondido en su casa?
¿Dormía?
¿Y cómo es que no se había despertado con todo aquel alboroto?
El cabo iluminó la habitación.
El cuerpo de Liliana, desnudo, estaba atravesado boca abajo sobre las sábanas, ennegrecidas por el humo y en algunas partes rojas de la sangre que había salido del cuello cortado. No se veía la herida, pero estaba claro que la habían degollado.
Encima de una silla, junto a la cama, estaba su ropa.
Montalbano se quedó petrificado y una corriente de alta tensión le recorrió la espina dorsal.
No conseguía razonar más que a trompicones. El hilo de un pensamiento se interrumpía de golpe, y el que lo seguía duraba menos que el primero.
—Tengo que ir a avisar —dijo el cabo con voz trémula.
—Enseguida me reúno con usted. Déjeme un momento la linterna.
Montalbano quería comprobar su primera impresión. Se acercó a la cama para tocar la sábana: todavía estaba húmeda de sangre.
A Liliana la habían matado esa misma noche.
Pero ¿por qué la habían llevado a su casa para matarla? El incendio, de eso estaba seguro, lo habían provocado inmediatamente después para que el cuerpo fuese descubierto enseguida. Y la persona anónima que había llamado era la misma que había provocado el incendio: quería evitar que las llamas quemaran el cadáver.
Volvió a su casa, se lavó rápidamente, se vistió de punta en blanco, cogió el paquete de tabaco y se puso a fumar delante de la puerta, en espera de que llegaran los que tenían que llegar.
El asesinato de Liliana no lo había sorprendido; es más, estaba convencido desde hacía tiempo de que la habían matado.
Sin embargo, verla muerta encima de la cama le había provocado una abrumadora melancolía de la que no lograba liberarse.
El coche conducido por Gallo y con Fazio de copiloto, en vez de detenerse delante del chalet de los Lombardo, siguió hasta donde estaba el comisario. A sus pies había una decena de colillas.
Fazio bajó apresuradamente.
—No he entendido bien. ¿Quién es el muerto?
—La muerta —lo corrigió el comisario—. Es Liliana. Le han cortado el cuello.
Fazio se quedó de piedra.
—Pero ¡ayer no estaba! —dijo bajando la voz.
—Pues ahora sí.
—Pero ¿por qué?
Montalbano cambió de tema.
—¿Has avisado a todos?
—Sí, señor. Ni le cuento la de maldiciones que he tenido que oír. Acababan de llegar cada uno a su casa y han tenido que vestirse otra vez.
—Oye, yo me quedo aquí. Si me necesitáis, llamadme.
—¿Usía no quiere estar presente?
—¿A ti qué te parece? ¡Con una muerta guapa y desnuda ante los ojos, el fiscal Tommaseo perderá la cabeza! ¡Me haría cien mil preguntas! Ten en cuenta, además, que él vio el material de la exclusiva frustrada.
—Tiene razón.
—Ah, una cosa. Cuando termine, quisiera hablar con Pasquano. Convéncelo de que venga a verme, dile que le prepararé un buen café.
Después de dos horas sentado en la galería y dos tazones de café, llamaron a la puerta. Era Pasquano.
Entró rezongando:
—Le advierto que no pienso volver a moverme de casa aunque a lo largo del día maten a medio Vigàta. —Y mirando al comisario de través, le advirtió—: Por su propio bien, espero sinceramente que el café prometido sea excelente.
—Acabo de hacerlo ahora mismo.
Le ofreció asiento en la galería.
—Lo felicito. Tiene una bonita casa —dijo Pasquano—. Y también tenía una atractiva vecina —añadió.
Montalbano pasó al ataque.
—¿Qué puede decirme sobre eso?
El doctor lo miró con desdén.
—Pero ¿cree usted que puede comprarme con un miserable café apenas bebible?
—¡Jamás se me ocurriría! ¡A una persona tan íntegra como usted! Podría intentar comprarlo, si acaso, con un segundo café y un cigarrillo.
—Hecho.
Pasquano se tomó el segundo café y encendió un cigarrillo.
—Será duro para usted.
—¿Para mí? —saltó el comisario.
—Sí. Pero no me refería a la muerta. Pensaba, compadeciéndolo, en lo difícil que le resultará dejar esta preciosa casa, dentro de unos años, para ir a una residencia de ancianos.
Era la ineludible provocación del doctor. Había que replicar; si no, tendría para rato.
—Como en la residencia compartiremos habitación, la cosa será más soportable. Podremos jugar al póquer con los cuidadores.
Pasquano debió de sentirse satisfecho con la respuesta, porque se echó a reír con ganas.
—Bueno, ¿qué me dice? —insistió Montalbano.
—Le concedo tres preguntas.
—¿Cuándo la mataron?
—Esta misma noche, entre las doce y las dos o dos y media.
—¿Está seguro?
—Lo único seguro, como usted bien sabe, son los impuestos y la muerte. Pero es difícil que mi experiencia se equivoque.
—¿Degollada?
—Sí, un solo corte. Pero…
—¿Pero…?
—Practicado lentamente, no de un tirón, creo. Una hoja afiladísima. Quizá una cuchilla de afeitar.
—¿Hematomas, equimosis u otras marcas en muñecas y tobillos?
Pasquano lo miró receloso.
—Me parece que sabe usted mucho de esta historia. ¿La conocía?
—Sí.
—¿En sentido bíblico?
—No.
—Deben de haberla tenido atada bastante tiempo.
—Gracias.
—¡¿Ya está?! —exclamó Pasquano, decepcionado—. ¿No me hace la pregunta que me ha hecho inmediatamente Tommaseo?
—Está bien, se la hago. ¿Violada?
—Por lo que parece, sí. Podré ser más preciso después de la autopsia.
—¿Puedo hacerle una última pregunta?
—Esta mañana me siento generoso.
—¿Violada en vida o después de muerta?
—En mi opinión, mientras agonizaba.
Montalbano notó que se le cerraba la boca del estómago.
Fazio prácticamente relevó al doctor Pasquano. Se le leía el cansancio en la cara.
—Gracias a Dios, ya se han ido todos. El chalet ha sido vallado y precintado.
—¿Te apetece un café?
—¡Ya lo creo!
Se lo bebió saboreándolo gota a gota.
—Gracias, lo necesitaba. Estaba durmiéndome.
—¿Qué piensas de esta historia?
—Estaba casi seguro de que iban a matarla, después de ver que habían sido capaces de quemar vivo a Tallarita.
—Pues además, según Pasquano, a Liliana la violaron mientras la degollaban.
A Fazio lo recorrió un escalofrío.
—Qué animales.
—Pero ¿quiénes crees que pueden ser?
Fazio abrió los brazos.
—Yo estoy empezando a hacerme una idea —señaló Montalbano.
—¿De verdad?
—Sí, pero por ahora no voy a decírtela.
—No consigo entender por qué la trajeron aquí para matarla.
—Yo sí. Y han cometido un error garrafal.
Fazio lo miró atónito.
—¿En qué sentido?
—Me han dado un gran empujón para ver todo el asunto bajo cierta luz.
—No juegue con mi curiosidad.
—En cuanto llegues a la comisaría, ordena una búsqueda urgente y prioritaria de Lombardo. Cuanto antes lo encuentren, mejor para él. Si pierden tiempo, puede que lo encuentren de todos modos, pero muerto.
Fazio lo miró desconcertado.
—Dottori, está en la línea el siñor y dottori Pisquano.
Que era, claro, Pasquano.
—Pero ¿cómo? ¿No me había dicho que iba a quedarse todo el día en casa? —atacó Montalbano.
—¡Mire si soy gilipollas! ¡En vez de irme a descansar, me he venido derecho al instituto!
—Y a lo mejor hasta puede decirme algo más sobre la muerta.
—¡Ésa debe esperar su turno! He trabajado con el chico.
—¿Y qué me dice?
—Creo que no hay necesidad de recurrir al ADN.
—Ah. ¿Por qué?
—Por lo que creo haber entendido, usted conoce de algún modo a los familiares.
—Sí.
—¿Quiere informarse de si, por casualidad, de pequeño se fracturó el brazo izquierdo?
—Enseguida me ocupo. Dígame una cosa.
—Se dice «por favor». ¿No le enseñaron educación cuando era niño? ¿O se le ha olvidado con la vejez?
Paciencia, Montalbà.
—Por favor, quisiera saber si el chico estaba vivo cuando prendieron fuego al coche.
—Sí. Pero debió de morir por autoestrangulamiento antes de que las llamas lo alcanzaran, ya que le habían atado manos y pies a la espalda con una cadena enganchada al cuello.
No se sentía con ánimos de ver de nuevo el semblante angustiado y doliente de la pobre señora Tallarita.
Mandó al agente Mancuso, que era un hombre de cierta edad y buenas maneras.
—Intenta averiguar si su hijo Arturo se rompió un brazo cuando era pequeño. Pero no se lo preguntes directamente para que no se alarme. Hazle unas cuantas preguntas, dile que, cuantos más elementos tengamos, más probabilidades hay de encontrarlo.
Menos de media hora después tuvo una respuesta positiva. Arturo se había roto el brazo cuando tenía diez años.
Llamó al doctor Pasquano.
Después se fue a comer, aunque era pronto y no tenía hambre. Si no para otra cosa, le serviría para pasar el rato.
Enzo estaba viendo el telediario de Televigàta. Ragonese estaba terminando su comentario:
«En ambientes habitualmente bien informados, corre el rumor de que este atroz delito tendrá colosales e imprevistas consecuencias. Al parecer están implicados personajes considerados hasta hoy fuera de toda sospecha. Pero, fieles como somos a la deontología profesional, no diremos nada más sobre este tema candente hasta que tengamos informaciones corroboradas. Naturalmente, las trasladaremos de inmediato a nuestra audiencia».
A Montalbano se le escapó la risa. Estaban cometiendo un error tras otro. Las palabras de Ragonese eran una confirmación indirecta de lo que había empezado a entrever.
De repente recuperó el apetito.
—Dottore, ¿qué le traigo?
—Todo lo que tengas.
—Me parece que hoy tenemos un buen día.
En consecuencia, el paseo por el muelle lo hizo despacio, y estuvo sentado un buen rato en la roca plana, pensando en el movimiento que debía hacer sin equivocarse. Esta vez el cangrejo no se presentó; en cualquier caso, cuando le pareció que había dado con la idea apropiada, volvió a la oficina.
En cuanto llegó, le dijo a Catarella:
—Pon a alguien en la centralita y ven a mi despacho.
—Ahora mismísimo, dottori.
Cinco minutos después llamaba a la puerta.
—A sus órdenes, dottori.
—Entra, cierra y siéntate.
Catarella cerró, pero, en lugar de sentarse, se puso en posición de firmes delante de la mesa.
—Catarè, así me resulta difícil hablarte, pareces un personaje de teatro de marionetas. Siéntate.
—En presencia de usía pirsonalmente en pirsona no puedo; me parece una ofensa.
—Siéntate, es una orden.
Catarella obedeció.
—¿Qué haces esta noche?
—¿Yo?
—Sí, tú.
—Dottori, ¿qué quiere que haga? Veré la tilivisión y luego intentaré acabar un crucigrama con el que llevo trabajando un mes.
—Entendido. ¿Y a qué hora te acuestas normalmente?
—Hacia las doce, dottori.
Catarella sudaba, pero no se atrevía a pedir explicaciones por ese interrogatorio inesperado.