14

Nada más salir del pueblo por la parte de Montereale, Gallo tomó una carretera que se extendía a campo través. Después de unos kilómetros, giró a la izquierda para enfilar un camino tan lleno de baches y socavones que uno tenía la sensación de estar en una barca durante una tormenta.

Pese a la recomendación que le había hecho y las condiciones del camino, Gallo corría igualmente y a Montalbano le costaba seguirlo de cerca.

El resultado fue una sarta de reniegos.

Al cabo de un cuarto de hora, durante el cual no encontraron ni un alma —sólo un perro con tres patas y un pájaro volando—, antes de una curva vieron en medio del camino a un hombre que les hacía señas de que pararan.

Se detuvieron. El hombre se acercó. Era un campesino cincuentón, flaco como una escoba, alto y con la cara curtida por el sol.

—¿Es usted el señor Melluso?

—Sí, señor, soy yo. Donato Melluso.

—¿Dónde está el coche?

—Justo después de la curva.

El coche quemado estaba detrás de un abrevadero que llevaba sin agua un centenar de años. El fuego había chamuscado asimismo un árbol, seco también desde hacía tiempo.

Del automóvil quedaba un esqueleto de metal que había adquirido un tono marrón oscuro por el fuego. No tenía matrícula y no se distinguía la marca.

En lo que debió de ser el asiento posterior había una cosa negra, un cuerpo humano retorcido en una posición extraña.

¿Hombre o mujer?

Montalbano se acercó para mirar mejor, se inclinó y sólo entonces le llegó de improviso el terrible y penetrante olor de la carne quemada.

No era fuerte; se había disuelto en gran parte en el aire, lo que indicaba que el coche llevaba algún tiempo allí, pero bastó para provocarle una arcada.

Antes de alejarse apresuradamente le dijo a Fazio, que continuaba mirando:

—Avisa a todo el circo: Pasquano, el ministerio público, la Científica… —Y fue a preguntarle a Melluso—: ¿Cuándo lo ha encontrado?

—Hace una hora y media como máximo, al pasar para ir a mi terreno. Me he acercado a mirar por curiosidad. Los he llamado al ver que dentro había un cadáver.

—¿Cómo ha llamado?

Melluso lo miró desconcertado.

—¿Cómo quiere que llamara? Con el móvil.

Y, como prueba fehaciente, lo sacó del bolsillo.

Montalbano se mordió la lengua. No asimilar que ahora tenían móvil hasta los ermitaños era uno de los muchos signos de vejez.

—¿Ayer no estaba el coche?

—No lo sé.

—¿Por qué?

—Porque he estado enfermo y hace una semana que no vengo. Yo vivo en Vigàta.

—Pero ¿por este camino no pasa nadie?

—Pasan, pasan.

—Estoy seguro de que el coche lleva días aquí.

—¿Ah, sí?

—¿Cómo explica que no nos hayan llamado antes?

—¿A mí me lo pregunta? Pregúnteselo a los que seguro que pasaron por aquí y no lo hicieron.

Algo en la voz de Melluso llevó a Montalbano a inquirir:

—¿Este camino continúa mucho más?

—Alrededor de un kilómetro.

—¿Hay viviendas?

—Dos casas. En una vive Peppi Lanzetta, y en la otra, Japico Indelicato.

Como quien no quiere la cosa, le había dado dos indicaciones precisas.

El comisario dejó a Melluso y se acercó a Fazio.

—¿Has llamado?

—Sí, señor. Pero, por lo que he entendido, aquí antes de una hora o más no llega nadie.

—Oye, yo aprovecho para ir a hablar con dos vecinos que viven aquí cerca.

—Un momento, quería decirle una cosa. En mi opinión, al hombre lo quemaron vivo.

—¿Y cómo puedes saberlo?

—Lo habían atado.

—¿Y el fuego no quemó la cuerda?

—No utilizaron una cuerda, sino una cadena. Si usía me acompaña, se la enseño.

—¡Ni loco! Me fío de ti.

Peppi Lanzetta podía tener tanto sesenta años como noventa. Trabajar mañana y tarde labrando la tierra lo había dejado más arrugado que un olivo sarraceno.

Llevaba gafas de culo de botella.

—No, señor, no he visto nada, hace diez días que no me muevo de casa.

—¿No va al pueblo?

—¿Y qué voy a hacer yo allí? Aquí tengo todo lo que necesito. Y además casi no veo, tengo miedo de que me pille un coche.

Japico Indelicato era, en cambio, un treintañero robusto, con el aspecto de alguien que no se amedrenta ante nada.

—No, señor, no sé nada de un coche quemado. Le estoy diciendo la verdad, no tengo nada que ocultar. Hace tres días que no voy al pueblo. Pero mañana sí tengo que ir.

—Entonces, ¿hace tres días el coche no estaba?

—A lo mejor estaba, pero aún no se había quemado.

—Explíquese mejor.

—Verá, al anochecer iba en mi Fiat 500 a cenar a casa de mi novia, y a la altura del abrevadero tuve que aminorar para dejar pasar a dos coches que luego pararon justo detrás del abrevadero. Había recorrido un centenar de metros cuando me llamó mi novia para decirme que su madre no se encontraba bien y que era mejor dejarlo para otro día. Di media vuelta y, al pasar, los automóviles todavía estaban allí.

—¿Y no había nadie?

—¡Claro que sí! Al lado de los coches había tres personas hablando.

—¿Consiguió verles la cara?

—Mal. Estaba muy oscuro.

—¿Puede decirme algo de los vehículos?

—Yo no entiendo de marcas de coches. Sólo puedo decirle que uno era blanco y pequeño, y el otro, grande y marrón claro.

Debían de haber quemado el pequeño.

Decepcionado, Montalbano le tendió la mano al joven. Éste no se la estrechó. No se había dado cuenta; estaba pensando en otra cosa.

—Pero…

—¿Sí?

—No sé si le servirá…

—Comprobémoslo.

—Yo tengo la costumbre de jugar al Lotto.

Fantástico. ¿Y eso qué tenía que ver?

—¿Ah, sí?

—Sí, señor. Por eso memoricé los números de las dos matrículas. Mañana iré a jugármelos.

El comisario se puso más contento que unas pascuas.

—¿Tiene las matrículas?

—No las matrículas enteras, sólo los números.

Mejor eso que nada.

—Dígamelos.

Japico Indelicato sacó un papel del bolsillo.

—Después los escribí. El número del coche pequeño era doscientos veinticinco, y el del grande, ochocientos sesenta y seis.

Montalbano los apuntó.

—Voy a jugar un terno —dijo el joven—. Veintidós, cincuenta y ocho y sesenta y seis.

—Suerte.

Pero Indelicato no contestó; había vuelto a perderse detrás de un pensamiento.

—Estoy acordándome…

Montalbano contuvo la respiración.

—Cuando me paré para dejar pasar a los coches, leí la matrícula del pequeño, que iba delante, pero también conseguí ver la del grande por el retrovisor. —Otro juego de espejos—. Y aparte del número, las letras del grande me sugirieron algo… pero ahora mismo no recuerdo qué era.

—Si por casualidad lo recuerda, ¿me llamará?

—Claro.

Cuando el comisario llegó al abrevadero, el circo aún no había empezado. Se despidió con la mano de Fazio y pasó de largo.

Total, ¿qué iba a hacer allí?

Durante el trayecto hasta la comisaría, se sintió bastante inquieto y desasosegado. Había algo que le rondaba por la cabeza, pero no acababa de saber qué era.

—Catarè, ¿alguna novedad?

—Ningunísima, dottori.

—¿Está el dottor Augello?

—Sí, siñor, in situ está.

—Mándamelo.

Mimì entró con aire triunfal.

—¿Quieres que te cante la marcha de Aida? —dijo Montalbano.

Augello ni lo oyó.

—¡Y tú que no confías en los colegas!

—Cuéntame.

—Mandé el aviso de búsqueda, y hace justo cinco minutos me han llamado de San Cataldo.

—¿Qué han dicho?

—Que una patrulla de carretera ha parado a Adriano Lombardo por exceso de velocidad. Venía de Catania.

—¿Lo han dejado irse?

—Claro. ¿Qué querías, que lo arrestaran? Le caerá un multazo y le quitarán unos cuantos puntos. Pero por lo menos sabemos que no ha salido de la isla y que sigue en los alrededores.

—Pero ¿tienen su dirección?

—¿Cómo no van a tenerla? Hotel Trinacria, Caltanissetta.

—¿Has llamado?

—Por supuesto. Me han dicho que Lombardo ha dejado el hotel esta mañana.

—¿Estaba solo?

—¡Qué preguntas me haces! Sí, estaba solo.

Lo que significaba, simple y llanamente, que él se había equivocado. Liliana no se había reunido con su marido, el cual parecía haberse convertido en la Pimpinela Escarlata.

—Seguramente llegarán más noticias —lo consoló Mimì.

Era hora de volver a Marinella, pero antes telefoneó a Fazio.

—¿En qué punto estamos?

Dottore, han llegado todos, pero estamos esperando a que venga el grupo electrógeno con los focos. Está anocheciendo y no se ve nada. A este paso se nos va a hacer de día.

—Lo siento.

Nada más entrar en casa, sintió una necesidad imperiosa de ducharse. Y pensó que hacía demasiados días que se ponía el mismo traje, que ya necesitaba también una limpieza y un planchado.

Así que vació la americana de todos los papelitos y notitas que encontró en los bolsillos —había incluso algunos enrollados en el bolsillo interior—, y los dejó en la mesa del comedor. Después fue al cuarto de baño, se dio una larga ducha, se puso unos calzoncillos, abrió el armario, sacó un traje limpio y lo dejó sobre la silla que había junto a la cama.

Y como hacía calor, un poco menos que los días anteriores, pero no dejaba de ser calor, decidió quedarse así; total, no esperaba visitas, y cuando se sentara en la galería para cenar era improbable que pasara alguien por la playa.

Pero, antes de poner la mesa, decidió mirar los papeles que había sacado de los bolsillos. Era una especie de obligada limpieza semanal y estaba seguro de que, como sucedía siempre, como mínimo la mitad de los papelitos irían a parar a la basura, y muchos otros le resultarían absolutamente indescifrables.

Se sentó. En el primer papel había una palabra y un número. «Beso 75». Se quedó estupefacto. ¿Qué significaba aquello? La letra era suya, no cabía duda.

Pero ¿por qué había anotado precisamente esa palabra? Y el número 75, ¿qué quería decir?

En ese momento sonó el teléfono. Livia.

—Te llamo ahora porque después voy a ir al cine con una amiga.

—Que te diviertas —dijo él, un tanto hosco.

—¿Qué te pasa?

Beso 75.

—Nada. Estoy contrariado porque acabo de encontrar entre mis papeles una anotación que no consigo entender.

—¿Puedo ayudarte?

—¿Cómo?

—No sé; tú léemela.

—Beso setenta y cinco.

Livia se echó a reír. El comisario se puso nervioso.

—¡Me gustaría saber qué tiene de gracioso!

—¡No es «beso», hombre!

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque hablamos de eso la otra noche.

Montalbano se quedó atónito.

—¿Tú y yo hablamos la otra noche de besos?

—¡No, no! La palabra no es «beso»; debe de ser «peso».

Era verdad. De pronto se acordó de todo. Livia le había dicho que tenía que comer menos para adelgazar un poco porque su peso ideal era ése, 75 kilos, y se ve que él, distraídamente, lo había anotado, pero mal.

Charlaron cinco minutos más y luego se despidieron. Montalbano se puso otra vez a mirar los papeles.

Cogió uno.

Suzuki GK 225 RT.

Por poco se cae de la silla. Era la matrícula del coche de Liliana que le había dado el mecánico.

Entonces se puso a buscar, frenético, entre todos los papeles, hasta que encontró la nota con los números de matrícula que le había dado Japico Indelicato. Según éste, el del coche pequeño, el que habían quemado, era 225. Y correspondía exactamente con el del mecánico.

Era eso lo que lo atormentaba mientras volvía de Spinoccia, sin conseguir sacarlo a la luz. Había un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que se tratara del coche de Liliana.

Cogió el teléfono y llamó a Fazio.

—Mándame a Gallo con el coche. —Se sentía incapaz de conducir de noche por aquel camino infame.

Se puso en pie y corrió a vestirse: camisa, vaqueros y cazadora.

Gallo llegó media hora más tarde.

Las luces de los focos se veían desde lejos, dibujaban un halo claro en el cielo.

Todavía estaban todos in situ, como habría dicho Catarella; por lo visto, el grupo electrógeno había llegado hacía poco.

Fazio corrió a su encuentro.

—¿Qué ocurre?

—Es posible que el coche quemado sea el de Liliana.

Le enseñó las dos anotaciones y se lo explicó todo.

—¿Han sacado el cadáver?

—Todavía no. Los de la Científica no han terminado de recoger muestras. El ministerio público ha autorizado el traslado y se ha ido.

—¿Está el doctor Pasquano?

—Se ha encerrado en su coche. Está furioso porque se ha perdido la partida de póquer en el Círculo.

—Oye, yo no quiero tener ningún trato con Arquà. Mira a ver si consigues averiguar si se trata de un Suzuki.

Esperó a que Fazio se pusiera a hablar con el jefe de la Científica, y luego se armó de valor y fue hasta el coche del doctor Pasquano.

A pesar del calor, el doctor tenía las ventanillas cerradas, y en el interior el humo formaba una densa niebla.

Montalbano dio unos golpes en la puerta con los nudillos. Pasquano levantó la mirada, lo reconoció y articuló claramente:

—¡No-me-toque-los-cojones!

—¡Sólo un minuto!

El doctor abrió la puerta y bajó del coche.

—Me habían dicho que se había ido a casa y yo había respirado aliviado. Pero ¡no, aquí lo tenemos otra vez, el señor comisario ha vuelto aposta para machacarme los mismísimos!

—¿Ha visto al muerto?

—¿A eso llama usted muerto? Pero ¡si no es más que un pedazo de carbón! ¡A ver quién es el guapo que lo identifica!

—Quizá yo podría serle útil.

—¿Cómo? ¿Contándome el cuento de Blancanieves y los siete enanitos?

—Diciéndole que creo que sé quién es.

—¿Ah, sí? En tal caso, póngame al tanto del resultado de sus elucubraciones, aunque no olvidemos que su cerebro está claramente erosionado debido a su avanzada edad.

Montalbano hizo caso omiso de la chanza.

—Probablemente se trata de un chico de poco más de veinte años, del que conozco nombre, dirección y familiares.

—¿Y a mí qué me importan los familiares?

—Se lo decía para ganar tiempo, en caso de que, para llevar a cabo la identificación, fuera necesario recurrir al análisis de ADN.

—¡Coño, qué bien habla esta noche! Un italiano impecable. Me alegro.

En ese momento, una especie de camillero se acercó a Pasquano.

—Doctor, si quiere, podemos sacar el cadáver.

Pasquano se alejó con el camillero sin despedirse de Montalbano, el cual se dirigió al vehículo de servicio. Fazio se reunió con él.

—Arquà dice que no se puede descartar que se trate de un Suzuki. Pero necesita realizar otras comprobaciones.

—Yo estoy convencido de que lo es, y de que el quemado es Arturo Tallarita.

—Yo pienso lo mismo.

—Las cosas no han ido como creíamos. Es posible que Liliana quisiera reunirse con su marido, pero no lo consiguió; la interceptaron antes.

—Por lo visto, la tenían vigilada.

—Sí. Y si al chaval lo han quemado vivo, eso significa que lo han tenido prisionero unos días. Quizá con Liliana, que ahora, suponiendo que siga viva, sabemos que se encuentra en manos de los que dispararon contra ella.

—Pero ¿qué sentido cree usía que tiene toda esta historia?

—Si olvidamos por un momento a Arturo Tallarita, que yo creo que es un asunto aparte, en mi opinión, y puedo equivocarme, están ejerciendo una fortísima presión sobre Adriano Lombardo a través de su mujer.

—¿Para obtener qué?

—Que haga o no haga determinada cosa.

—¿Y cuál podría ser esa cosa?

Montalbano abrió los brazos.

—Me encuentro en la oscuridad más absoluta. Aunque creo estar empezando a comprender algo.

—¿Quiere que lo lleven a casa? —preguntó Fazio.

—No; me meto en el coche y espero a que acabéis.

Acabaron a las dos de la madrugada.