Todo se desarrolló sin tropiezos. Montalbano tuvo tiempo de repasar la tabla del siete antes de que una voz decidida, propia de quien está acostumbrado a mandar, preguntara:
—¿Sí? ¿Con quién hablo?
Más que una pregunta, parecía una orden, un: «¿Quién va?» Por toda respuesta, el comisario adoptó el tono de quien considera una soberana pérdida de tiempo hablar con el común de los mortales y por ello escatima las pausas entre una palabra y otra.
—Creoqueyaselohandicho. Soyelhonorablediputado. OrazioRizzopinnadeCastelbuono, miembrosubsidiarioypermanente delacomisiónnacionalparlamentaria paraeltrabajosubalterno.
Se le había olvidado que pertenecía a la comisión antimafia.
Sabía por experiencia que los nombres largos y los cargos complicados causaban cierto efecto. De hecho, la voz de su interlocutor perdió al instante toda autoridad.
—Buenos días, honorable diputado, a sus órdenes.
—¿Puedosaberquiénestáalaparato?
—Gianni Brambilla, jefe de personal.
—¡Ah,porfin!Deseounainformación.
—A su disposición.
—¿Losrepresentantesexclusivos desuempresadependen desudepartamento?
—Por supuesto.
—¿Puededecirmesiunoquesellama… espereunmomento…sí,AdrianoLombardo, sí,él,Lombardo,siguesiendo surepresentanteúnico paratodalaregióndeSicilia?
—Honorable, ¿podría aguardar un momento al aparato?
—Rápido,porfavor.
Gallo lo observaba admirado.
Brambilla no tardó en volver.
—¿Honorable? Lombardo fue despedido hace tres meses. Ya no es representante nuestro. Bajo rendimiento. Devolvió el material en depósito.
—Muchasgracias.
Lo que imaginaba. En el fondo, la idea no era tan descabellada como había creído.
—¿Me necesita todavía? —preguntó Gallo.
—No, gracias. Y por favor, no le cuentes a Catarella lo que te he pedido que hagas, que seguro que se lleva un disgusto.
En cuanto salió Gallo, mandó llamar a Augello.
—¿Qué tal con la dependienta?
—Fue algo en parte placentero y en parte no.
—¿Por qué?
—¡Porque habla por los codos! ¡Madre mía, no está callada ni un segundo! Es capaz de seguir hablando hasta cuando…
Montalbano prefirió que no entrara en detalles.
—¿Ah, sí? ¿Y por casualidad te dijo, hablando de esto y lo otro, si Arturo Tallarita vende droga?
—No mencionó nada de eso, ni remotamente. Ahora conozco vida y milagros de todos los que trabajan en esa tienda, así que estoy convencido de que, si ése vendiera droga, Lucia me lo habría dicho.
—¿Sabes que Arturo y Liliana Lombardo han desaparecido?
Augello no se inmutó.
—¿Una escapada amorosa?
—No lo creo.
—Entonces, ¿qué?
El comisario se lo contó todo. Desde la tentativa de homicidio de Liliana hasta el último descubrimiento de que a Adriano Lombardo lo habían despedido de la empresa.
—Es posible que esto último no signifique nada —dijo Mimì—. A lo mejor recibió una oferta de la competencia y aceptó.
En efecto, era posible. Pero, en tal caso, ¿por qué Liliana decía que seguía trabajando de representante y por qué él daba más vueltas que una peonza?
—¿Tú qué harías para localizarlo?
—¿A Lombardo? ¡Será difícil! Es posible que a estas horas ya no esté en Sicilia.
—Pero si aún estuviera aquí…
—Bueno, las comisarías…
—¡Fazio y tú estáis como tontos con las comisarías! Una petición así, si no está bien motivada, se la pasan por la entrepierna. O no te contestan o te contestan al cabo de un mes.
—Pues motívala.
—¿Y qué hago, pongo que se lo busca por homicidio?
—Con menos es suficiente.
—Ponme un ejemplo.
—Bueno, puedes decir que su mujer, sobre la que estamos indagando, cosa que es cierta dado que han intentado matarla, ha desaparecido sin dejar rastro y por eso necesitamos imperiosamente ponernos en contacto con el marido.
Era verdad.
—Mimì, hazme un favor, ocúpate tú.
—Muy bien.
Fazio regresó al cabo de una hora.
—En Narcóticos no les consta que en esa tienda se venda droga.
Montalbano le contó las últimas novedades.
—Entonces, no nos queda más remedio que esperar —dijo Fazio, resignado.
Pero al comisario le bullía la sangre, no tenía ganas de estar quieto. Se le ocurrió otra idea.
Ante el semblante interrogativo de Fazio, cogió el teléfono y llamó a Adelina, que se alarmó al oírlo:
—¿No estaba buena la cena de anoche?
—Estaba deliciosa. Tengo que preguntarte una cosa.
—Dígame.
—Escúchame bien, Adelì, ¿te acuerdas de la señora Lombardo, la que fue a comer los arancini…?
—¡Cómo no me voy a acordar!
—¿Por casualidad sabes si tiene una asistenta que vaya con regularidad a limpiar la casa?
—Sí, señor, la tiene.
—¿La conoces?
—Sí, señor. Coge conmigo el autobús para ir a Marinella tres veces a la semana.
—¿Sabes cómo se llama?
—Cuncetta Lodigo.
—¿Sabes dónde vive?
—Claro que lo sé. Al lado de mi casa, en el vicolo Gesù e Maria, pero no sé el número.
—Gracias.
Llamó a Catarella por el teléfono interior.
—Catarè, mira si en el listín telefónico sale un tal o una tal… espera un momento… Lodigo.
Catarella se quedó callado; el comisario lo oía respirar.
—Catarè, ¿qué haces?
—Estoy en espera, dottori.
—¿De qué?
—De saber cómo se llama.
—¿Quién?
—La persona de la que me ha dicho espera que te lo digo.
—Catarè, se llama así, Lodigo, igual que tú te llamas Catarella, ¿comprendes?
—Ahora sí, dottori.
Al poco, Catarè hizo oír de nuevo su voz:
—En el listín no sale ningún Lodigo. Lo que hay es un Lofigo. ¿Qué hago? ¿Lo llamo? —Como para Catarella daba igual un apellido que otro…
—No. ¿Sabes qué? —le dijo a Fazio mientras colgaba—. Después de comer iré a verla. Ven tú también, pásate por la trattoria de Enzo dentro de una hora y media.
Quiso hacer una comida ligera para mantener la cabeza lo más despejada posible.
Fazio fue puntual. Se dirigieron al vicolo Gesù e Maria. Afortunadamente, el vicolo en cuestión consistía en tres casuchas de tres plantas a un lado y tres al otro. Y tuvieron un golpe de suerte inesperado.
El primer portal al que se acercaron no tenía interfono, como cabía esperar, pero estaba abierto. Entraron en el patio y a la izquierda vieron a un septuagenario sentado en una silla de paja fumando en pipa.
Debía de haber cocido tabaco mezclado con caca de perro, porque a su alrededor el aire apestaba. Hasta las moscas se mantenían a distancia.
—Disculpe, ¿podría decirme si la señora Cuncetta Lodigo…? —empezó Fazio.
—Es mi hija —lo interrumpió el viejo.
—¿Haría el favor de decirle…?
—Yo con ésa no me hablo y así pienso seguir. Vivimos juntos, pero no nos hablamos. Estamos peleados. Esa desgraciada no me deja fumar en pipa en casa.
Y escupió a un centímetro de los zapatos de Fazio una materia densa y marrón que parecía mermelada.
No hacía tan mal, la hija.
—Dígame entonces en qué piso vive.
—En el primero. Segunda puerta a la izquierda.
—¿Está en casa?
—Si no estuviera en casa, ¿usía cree que yo estaría fumando aquí fuera?
Cuncetta Lodigo era una mujer que rondaba los cincuenta años, gorda, cuyo semblante no podía ocultar que era una porfiadora nata. No debía de estar ni un minuto sin buscar pelea con alguien.
—¿Qué quieren?
—Soy el comisario Montalbano y él es el inspector Fazio.
—No les he preguntado quiénes son, sino qué quieren.
—Queremos hablar con usted.
—¿Y se creen que yo puedo perder el tiempo hablando con usías?
El comisario miró a Fazio y éste intervino:
—Entonces venga a comisaría.
—¿Usía quiere tomarme el pelo?
—O nos deja entrar o la metemos dentro —replicó Fazio muy serio. Y, como por casualidad, entrechocó las esposas que llevaba bajo la americana.
La mujer masculló algo y luego preguntó:
—¿De qué quieren hablar?
—De la señora Lombardo —respondió Montalbano.
La actitud de Cuncetta cambió de golpe. Se volvió más que amigable, cordial incluso.
—Pasen, pasen —dijo entonces, abriendo la puerta de par en par.
Los llevó al comedor y les ofreció asiento.
—¿Quieren un café?
—¿Por qué no? —aceptó el comisario.
Cuncetta los dejó solos. El comisario se levantó y fue a mirar unas fotos enmarcadas que reproducían todas al mismo buen mozo, en una con uniforme de marino, en otra el día de su boda, en otra encaramado a una grúa…
—Es mi hijo ’Ntonio. Trabaja en La Spezia —dijo Cuncetta orgullosa al regresar con el café—. ¿Qué quieren saber de esa grandísima puta? —preguntó para entrar en materia.
Un comienzo feliz a buen puerto lleva.
—¿Por qué la llama así?
—Porque no es una mujer honesta. ¡Es una desvergonzada, no tiene un mínimo de… cómo se dice… de pudor! ¡Yo sé cómo he encontrado la cama algunas mañanas, cuando no estaba su marido! Sólo ver cómo habían quedado las sábanas te hacía pensar unas cosas… ¡Y el marido, ese cornudo, no estaba nunca en casa! ¡Parecía hacerlo aposta para dar pie a las indecencias de su mujer!
—¿Cómo se comportaba la señora con usted?
—¿La señora? ¡No le parecía bien nada ni por casualidad! Yo, con todos los respetos, me partía la crisma trabajando toda la mañana, y ella me telefoneaba desde la tienda para decirme que había encontrado el baño sucio. ¡Claro que quedaba un poco sucio con todas las guarradas que hacían dentro y fuera de la bañera! ¡Y al final me ha jodido, la muy zorra!
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que se ha ido sin más y sin pagarme el último mes.
—¿Cómo se ha enterado de que se ha ido?
—Porque vi que había hecho la maleta y se había largado.
—¿Usted tiene llave del chalet?
—Claro. Si no, ¿cómo iba a entrar?
Montalbano había hecho una pregunta tonta. Últimamente le sucedía demasiado a menudo.
—¿Ha coincidido en alguna ocasión con el marido?
Cuncetta se quedó pensando.
—En cinco meses, una decena de veces.
—¿Hablaba con usted?
—A veces, pero siempre para darme órdenes. Él tampoco ahorraba en antipatía, el muy cornudo.
—¿Cómo eran las relaciones entre marido y mujer?
—¿Quiere decir si chingaban?
—En general.
—No parecían marido y mujer.
—¿Puede explicarse mejor?
—¿Qué quiere que le diga? Mi marido, que en paz descanse, y yo nos peleábamos, hacíamos las paces, nos besábamos, hablábamos de lo que nos había pasado… En cambio, ellos, nada de nada.
—Oiga, señora, ¿y ha presenciado alguna vez, trabajando en el chalet, algo raro, insólito, curioso, algo que la impresionara?
Cuncetta no tuvo necesidad de pensarlo.
—Una mañana hubo disparos.
Montalbano dio un respingo. Fazio se quedó boquiabierto.
—¿Dispararon? ¿A quién?
—Al marido. La señora no estaba; se había ido a trabajar a Montelusa.
—Pero ¿cómo fue?
—Ahora se lo cuento. Él se levantó tarde, eran más de las nueve y media, y se fue al baño. Al salir, como hacía muy buen día, me dijo que le llevara el café a la galería. Lo preparé y, mientras se lo estaba llevando, vi que entraba en casa a toda prisa, diciendo: «No salga, no salga». Yo me quedé en el comedor y él volvió del dormitorio con una pistola en la mano.
—¿Tenía una pistola?
—Sí, señor. Cuando estaba en casa, la dejaba encima de la mesilla de noche, y a mí me daba miedo sólo mirarla, y cuando se iba, se la llevaba.
—Continúe.
—Se acercó a la galería y miró hacia fuera. Yo también miré. Una lancha neumática se estaba alejando. En la pared de la galería había un agujero. A un centímetro de su cabeza, cuando estaba sentado.
—¿Y qué le dijo?
—Que debía de haber sido un error.
Adriano y Liliana eran afortunados, no cabía duda.
—¿Ocurrió algo más?
—Enseguida hizo una llamada con el móvil, muy cabreado.
—¿Oyó lo que decía?
—Todo, pero no entendí nada.
—¿Por qué?
—Hablaba en una lengua extranjera.
—¿No entendió nada?
—Un nombre. Nicotra, creo.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Pongamos que hace más de dos meses.
¿Por qué habían disparado a un ex representante de ordenadores? ¿Y por qué tenía él una pistola al alcance de la mano?
—¿Puede decirnos algo más, señora?
—Nada, aparte de una manía que tenían los dos.
—¿Cuál?
—Que yo no debía entrar nunca en la habitación pequeña. El primer día que fui, entré para limpiarla. La señora, que estaba en casa, se puso a dar voces como una condenada, diciendo que yo ahí dentro no podía poner los pies por nada del mundo. Pero, si no me lo había advertido, ¿cómo iba a saberlo yo? Cerró la puerta con llave mirándome mal y se guardó la llave en el bolsillo. Y el marido, cuando estaba en Marinella, hacía lo mismo.
—¿Y en todo este tiempo nunca ha encontrado la puerta abierta?
—Nunca.
Montalbano presintió que era conveniente insistir.
—¿Y nunca le entró curiosidad por…?
—Ya lo creo que me entró…
—¿Y no satisfizo esa curiosidad?
—Bueno…
—Señora, mire que nos haría un verdadero favor si…
—Está bien. Un día, con una horquilla… Una hora tardé. ¿Y saben qué había dentro? Nada. Una cama, un armario y una estantería metálica.
—¿Qué había en la estantería?
—Unos cuantos ordenadores y aparatos para imprimir.
Acababan de salir cuando sonó el móvil de Fazio.
—Es Catarella. ¿Qué pasa? —Estuvo medio minuto escuchando y a continuación dijo—: Vale, vale, vamos enseguida. —Y dirigiéndose a Montalbano, añadió—: No he entendido nada.
Diez minutos después se encontraban delante de un Catarella agitadísimo.
—Ha llamado uno que se llama Spinoccia que dice que él mismo, o sea, Spinoccia, ha encontrado un coche quemado en Melluso, a la altura del abrivadero.
—¿Y armas todo este escándalo por un coche quemado? —preguntó Montalbano.
—No, siñor dottori; el escándalo es en tanto en cuanto que dentro de él, o sea, del coche, el otro él, o sea, Spinoccia, dice que hay un muerto en estado cadavérico.
Siendo así, la cosa cambiaba. El comisario y Fazio se miraron.
—¿Cogemos un coche de servicio? —preguntó Fazio.
—Cógelo tú con Gallo. Yo prefiero seguiros con el mío.
Fue al aparcamiento y esperó a que aparecieran sus hombres.
—Hay un problema —dijo Fazio al llegar—. Ni Gallo ni yo sabemos dónde cae Melluso.
—¿Y qué hacemos?
—Voy a llamar al ayuntamiento.
En ese momento vieron que Catarella se precipitaba hacia ellos con los brazos levantados y dando voces.
—¡Quietos! ¡Quietos!
—¿Qué pasa?
—Cumisario, me temo que me he equivocado.
—¿En qué?
—¿Cómo he dicho que se llama el sitio donde está el coche?
—Melluso —contestaron los tres al unísono.
—Pido comprensión y perdón. Melluso es el propio nombre del que ha tilifoneado; el sitio se llama Spinoccia.
Montalbano blasfemó.
—Lo conozco —dijo Gallo, saliendo disparado hacia su coche.
—¡No corras! —le gritó Montalbano—, o no podré seguirte.