La revelación tuvo un efecto bastante curioso en el comisario. La sorpresa, la incredulidad y el estupor le duraron menos que nada, porque de pronto salieron a flote, como un balón lleno de aire que se libera de la piedra que lo retiene en el fondo del mar, la plena conciencia, el convencimiento absoluto de haber sospechado siempre que Liliana no sólo no era quien parecía, sino que encerraba casi todas las respuestas a las preguntas que lo habían asaltado los últimos días.
En cualquier caso, la confirmación cambiaba la perspectiva de todo lo sucedido hasta entonces.
Ahora era preciso examinar desde el principio el conjunto desde otro punto de vista. Porque ya no se trataba de mentiras, desfiles por la pasarela y exclusivas frustradas, sino de un intento de homicidio.
El salto cualitativo era notable, barría de un plumazo ese aire de juego que había marcado su relación con aquella mujer.
A lo mejor, lo que ella buscaba haciendo creer a todos que era su amante era ayuda, protección.
¿Y qué pasos convenía dar ahora?
¿Esperar a que Liliana volviera, antes o después, al chalet? ¿Ir a buscarla? Y una vez que la encontrara, ¿decirle qué?
¿Debía someterla a interrogatorio? ¿Basándose en qué elementos concretos?
Necesitaba ayuda. No era cuestión de recurrir a Mimì precisamente esa noche, así que telefoneó a Fazio.
—Perdona que te llame a estas horas. ¿Has terminado de cenar?
—Ahora mismo.
—¿Te da mucha pereza venir a mi casa?
—Ahora voy.
Ni siquiera pidió explicaciones.
Veinte minutos después, Fazio llamaba a la puerta. Se había dado prisa. La curiosidad lo reconcomía.
—¿Hay luz en el chalet de los Lombardo?
—No, señor; está completamente a oscuras.
Lo hizo pasar a la galería y le contó lo que había recordado.
Fazio se quedó impresionado, pero su sensatez no tardó en imponerse.
—Dottore, en conclusión, nada demuestra que quisieran matarla porque esté directamente implicada en algún asunto, sino quizá para vengarse de un agravio cometido por uno de sus dos hombres, Arturo o su marido. Una venganza transversal.
—Es posible. Pero está claro que tenemos que insistir con ella.
—¿Qué piensa hacer? —le preguntó Fazio con semblante sombrío.
—Te he llamado porque dos cabezas piensan mejor que una. En mi opinión, lo primero es localizar a Liliana.
—En la mía también.
—Pero ¿cómo procedemos? Al parecer, está con Arturo, pero no es seguro.
—Podemos hacer una comprobación en todos los hoteles de la provincia.
—Puede que perdamos el tiempo.
—¿Y si enviamos un aviso de búsqueda a todas las comisarías?
—Me parece otra pérdida de tiempo. Necesitamos localizarla rápidamente. Si lo han intentado una vez, ten por seguro que repetirán. —Mientras pronunciaba estas palabras, de repente se le ocurrió una idea.
—Dígame —le pidió Fazio.
Montalbano lo miró perplejo.
—Pero ¡si no he abierto la boca!
—Dottore, lo conozco desde hace demasiado tiempo para no darme cuenta de lo que le pasa por la cabeza. ¿Qué ha pensado?
—He pensado que es posible que en este momento Liliana y Arturo se encuentren a dos pasos de nosotros, en el chalet. Y permanecen a oscuras para que todo el mundo crea que no hay nadie.
—Pero, si va a llamar a la puerta, no abrirán.
—¿Y quién te dice que voy a llamar a la puerta?
Fazio pilló al vuelo la idea de Montalbano.
—Coja los guantes.
—¡No me hagas reír! ¡Ahí dentro hay huellas dactilares mías a porrillo! ¿Sabes la de cosas que toqué la noche que fui a cenar? ¡El que tiene que ponérselos eres tú!
Para abrir la puerta, Montalbano utilizó un manojo de ganzúas que le había regalado un ladrón retirado. Tardó un segundo y no hizo el menor ruido.
Fazio lo siguió.
Nada más entrar, el comisario olfateó el aire. Se percibía aún el aroma del café de la mañana. Aguzó el oído. Ningún ruido. En el profundo silencio que reinaba, se habría oído incluso la respiración de una persona.
—No hay nadie —dijo Fazio en voz baja.
—Enciende la linterna.
Se advertía cierto desorden. La primera puerta a la derecha era la del dormitorio. Y ahí el desorden era enorme; el armario estaba abierto de par en par, era evidente que faltaban vestidos, y había bragas y sujetadores esparcidos por el suelo y la cama.
—Liliana debe de haber venido —dijo el comisario—. Ha hecho la maleta y se ha ido.
—Y nosotros también podemos irnos —repuso Fazio, al que no gustaban esas situaciones de peligro que atraían a su jefe.
—Espera que mire una cosa. Alúmbrame.
Se acercó a la habitación suplementaria del chalet. La puerta estaba cerrada con llave; el comisario la abrió con una ganzúa. Había una cama individual y un armario pequeño. En una estantería metálica había apilados cinco ordenadores y cuatro impresoras.
—Demasiado pequeña para ser un depósito. Los ordenadores no los tiene aquí —dijo Fazio.
Salieron y el comisario cerró la puerta.
Volvieron a sentarse en la galería.
—Por lo menos ahora sabemos que Liliana ha volado —dijo Montalbano—. Y que no se trata de un vuelo breve, de un día o poco más. A saber cuándo volveremos a verla.
—Debe de haber regresado aquí en autobús después de recibir la llamada, ha hecho la maleta y se ha largado. Pero ¿cómo? A pie, con la maleta, seguro que no. ¿En un medio de transporte público? ¿Un taxi o un autobús? Y si era un autobús, ¿cuál? Por la carretera provincial pasan muchos, en dirección a Montereale, Fiacca, Trapani, Palermo, Catania…
—Habría que informarse.
—Mañana temprano me ocupo de eso.
Era inútil entretener más a Fazio. El comisario se despidió de él y lo acompañó a la puerta.
Más tarde, asediado por mil pensamientos, le costó Dios y ayuda conciliar el sueño.
A las siete y diez, ya preparado para salir de casa, recibió una llamada de Fazio.
—Me he informado. No pidió un taxi. Puedo probar con los autobuses, pero tardaría mucho tiempo.
—Olvídalo. Yo iré a la oficina más tarde, hacia las ocho y media o las nueve. Espérame.
Salió disparado para Vigàta, pero, en vez de ir a la comisaría, se dirigió a via Pisacane.
Cinco minutos después llamaba a la puerta de la señora Tallarita. Nada más verla, el comisario la compadeció.
Era evidente que la pobre mujer estaba destrozada; había pasado la noche en vela y debía de haber llorado mucho.
Reconoció de inmediato a Montalbano.
—¿Qué le ha pasado a Arturo? —preguntó, asiéndolo de los brazos.
—No sabemos nada de él, señora.
La mujer lo soltó y se echó a llorar.
—¡Nunca había estado tanto tiempo fuera de casa sin decirme nada! ¡Cómo ha cambiado! Desde que conoció a esa puta…
Se calló de golpe y miró de reojo al comisario para observar cómo reaccionaba. Montalbano decidió jugar con las cartas boca arriba. No podía dedicarse a marear la perdiz.
—¿Se refiere a Liliana Lombardo?
La mujer abrió los ojos como platos.
—¿Y usía cómo lo sabe?
—Nosotros, señora, lo sabemos todo —repuso Montalbano en un tono que ni el jefe de la CIA—. Hace tiempo que la vigilamos.
—¡Esa zorra! ¡Esa pelandusca! —explotó la señora Tallarita.
—Señora, le ruego que responda a mis preguntas. Por el interés de su hijo Arturo.
—¿Usía piensa que se ha escapado con ella?
—Es una hipótesis posible.
—Pregunte.
—Quien le habló de la relación que mantienen Arturo y Liliana Lombardo fue el señor Miccichè, ¿no es cierto?
La señora lo miró sorprendida.
—¿Miccichè? ¿Y qué pinta en esto ese pobre hombre? ¡Está inmovilizado en una silla de ruedas!
Era sincera, no cabía duda. Montalbano también se sorprendió; estaba convencido de que la había informado Miccichè, pero no lo dejó traslucir.
—Entonces, ¿quién fue?
—Un día me crucé en la escalera con el señor Nicotra…
—¿Carlo Nicotra?
—Ese mismo. Él me lo contó todo, me dijo que en el pueblo se hablaba y se murmuraba, y que esa mujer era muy mala y llevaría a mi hijo a la perdición.
Se echó a llorar de nuevo, desesperada, mientras el comisario digería con dificultad la respuesta.
—Señora, una última pregunta y la dejo en paz. ¿Tiene el número de móvil de Liliana Lombardo?
—N… no.
No era cierto. No sabía mentir.
—Señora, cuanto más me oculte la verdad, menos posibilidades tendremos de encontrar a Arturo.
Eso la convenció.
—Bueno, sí lo tengo.
—¿Ha telefoneado alguna vez a Liliana Lombardo?
—Sí, señor.
—Dígame cuándo.
—Ayer por la mañana, cuando vi que mi hijo aún no había vuelto tras pasar la noche fuera. Me preocupé, me puse a buscar entre sus cosas y encontré una libreta con números de teléfono.
—¿Y la llamó?
—Sí, señor.
—¿Hacia qué hora?
—Las nueve de la mañana.
—¿Y qué le dijo?
—Le pregunté si mi hijo había pasado la noche con ella.
—¿Y qué contestó?
—Sólo dijo que no y colgó. ¡La muy puta! ¡La muy guarra! ¡Si la pillo, le retuerzo el pescuezo como a una gallina!
Cuando se hubo calmado un poco, el comisario le dio las gracias, le prometió que la mantendría informada y se dirigió hacia la puerta.
La señora Tallarita quiso acompañarlo, razón por la cual Montalbano se vio obligado a bajar un tramo de escalera, esperar un poco y a continuación volver a subir con sigilo.
En esta ocasión llamó a la puerta de Miccichè. Le abrió una mujer que llevaba un sombrerito y un carro de la compra.
—¿Qué quiere? Voy a salir.
—Soy el comisario Montalbano. —Habló en voz baja por miedo a que la señora Tallarita lo oyera.
—¿Qué? Hable más fuerte, que no oigo bien.
—No puedo. Estoy afónico.
Mientras tanto había aparecido Miccichè en su silla de ruedas.
—Pase, pase.
La mujer salió renegando contra la gente que le hacía perder tiempo. El comisario entró y cerró la puerta.
—Sólo le robo un minuto. ¿Sabe si Arturo cogió el Volvo anoche?
Miccichè puso cara de preocupación.
—¿Ha pasado algo?
—No se tienen noticias de Arturo. ¿Sabe si cogió el coche o no?
—No lo sé.
—¿Tiene una copia de las llaves del garaje?
—Pues sí.
—Si me las da, se las devuelvo enseguida.
Miccichè se las entregó.
—Es en el número once, ¿verdad?
—Sí.
El Volvo estaba en el garaje con el motor frío. No lo habían usado en varios días. Y eso no era buena señal.
Montalbano le devolvió las llaves a Miccichè, que pareció alegrarse de saber que su coche ni entraba ni salía en el asunto de la desaparición de Arturo.
Sólo faltaba comprobar otra hipótesis. Fue al taller mecánico.
—¿Cómo va la reparación del coche de la señora Lombardo?
El mecánico lo miró asombrado.
—Pero ¿cómo, dottore, la señora no se lo ha dicho?
—¿El qué?
—Ayer por la mañana, hacia las nueve y media, me telefoneó para preguntarme si el coche estaba listo. Yo le contesté que podría entregárselo a mediodía. Y ella me pidió que se lo llevara al chalet.
—¿Y se lo llevaste?
—Claro. Me pagó y adiós muy buenas.
—¿Estaba sola?
—Sí. Pero yo no entré en su casa.
—Hazme un favor. Dime la marca y el número de matrícula.
El mecánico le dio los datos sin hacer comentarios.
—Entonces —dijo Fazio—, se largó con su coche. Y es posible que Arturo también.
—Lo dudo.
—¿Por qué?
—Cuando acompañé a Liliana ayer por la mañana, estaba bastante nerviosa. Pensé que había tenido una discusión con Arturo. En cambio, ahora creo que estaba nerviosa porque no tenía noticias de su amante. Y la llamada que recibió de la señora Tallarita en la tienda le confirmó que Arturo había desaparecido. Eso hizo que le entrara pánico, hasta el punto de coger el coche y huir. Lo que significa que los dos sabían que estaban jugando con fuego.
—¿Adónde habrá ido?
—Tengo una idea al respecto, pero, si la digo, me temo que el jefe superior hará que me sometan a otro reconocimiento.
Fazio se quedó de piedra.
—¿De qué reconocimiento habla?
—Uno para comprobar mi salud mental.
Fazio no salía de su asombro.
—Pero ¿cuándo se lo han hecho?
—No te preocupes; es que lo soñé.
Fazio soltó un suspiro de alivio.
—Dígame a mí esa idea, que yo no soy el jefe superior.
—En mi opinión, Liliana ha ido a reunirse con su marido.
—¿Por qué?
—Una vez me dijiste que Liliana y Arturo podían estar conchabados y que quizá el chico estaba al corriente de todos los tejemanejes de Liliana conmigo. ¿Y si ella se hubiera hecho amante de Arturo después de acordarlo con su marido? O mejor dicho, por orden de su marido.
Fazio pensó un momento.
—¿Con qué finalidad?
—Todavía no lo sé.
—Pero, si fuera así, ¿adónde llevaría ese camino?
—La respuesta es fácil. O a un callejón sin salida o a una autopista que conduce directamente a la verdad.
—Es preciso localizar a Adriano Lombardo. Y sin perder tiempo.
—Sí. Por cierto, ¿tú me dijiste que Carlo Nicotra no tenía ningún interés en Arturo?
—Sí, señor, se lo dije.
—Pues, mira por dónde, el que le puso la mosca tras la oreja a la madre de Arturo, pintándole a Liliana Lombardo como una mujer peligrosa para su hijo, fue precisamente Carlo Nicotra.
—¿En serio?
—Como lo oyes. Resumiendo, Nicotra no será gay, pero está claro que a Arturo lo quiere todo para él.
—Dottore, si es así, Nicotra no lo hace porque esté enamorado de Arturo, sino porque de una u otra manera la droga está por medio; puede poner la mano en el fuego.
—Y la pongo. Y además te hago una pregunta: ¿no es posible que Arturo haya ocupado el puesto de su padre mientras éste está en la cárcel, y por eso Nicotra lo tiene controlado?
Fazio se mostró dubitativo.
—¿Y de dónde saca el tiempo para hacerlo? A no ser que venda la droga en la tienda donde trabaja…
—Podría ser. ¿Por qué no te acercas a Montelusa y hablas con tu amigo de Narcóticos? Ellos saben cuáles son los puntos de venta.
—Voy ahora mismo —dijo Fazio, levantándose.
—Espera.
Fazio volvió a sentarse.
No; esta vez la idea era realmente demasiado descabellada para exponerla. Montalbano decidió obtener la información que deseaba mediante una historia inventada sobre la marcha.
—Se me ha ocurrido que, mientras tú estás en Montelusa, yo puedo intentar localizar a Lombardo.
—¿Va a telefonear a las comisarías?
—Te repito que eso es una pérdida de tiempo. Si estuviera acusado de algo, la cosa sería distinta.
—Entonces, ¿qué quiere hacer?
—Quizá la dirección general de la empresa para la que trabaja esté informada de sus desplazamientos.
—Bien pensado.
—¿Cómo se llama la empresa?
—Star Computer. Tiene la sede en Milán. ¿Quiere que le busque la dirección?
—No hace falta; ya me ocupo yo.
No era cuestión de meter por medio a Catarella; éste podía organizar un lío de mucho cuidado. Mandó llamar a Gallo.
—Cierra la puerta y siéntate.
—A sus órdenes, dottore.
—Llama desde mi teléfono directo a información y pídeles el número de la empresa Star Computer de Milán.
Gallo no tardó nada en tenerlo. Lo anotó en un papel.
—Ahora llama a la centralita de la empresa, di que eres el secretario del honorable diputado Rizzopinna, de la comisión antimafia, y que quieres hablar con el jefe de personal.
—¿Y luego?
—Cuando se ponga al teléfono, le dices: «Le paso con el honorable diputado Rizzopinna». Pon el manos libres.