11

A Montalbano no lo sorprendió demasiado. Se habían separado en una situación demasiado confusa; él la había dejado plantada, y era evidente que antes o después ella le pediría una explicación.

—¿Has llamado tú hace un rato? —preguntó el comisario, en vista de que Liliana no seguía hablando.

—Sí, he oído tu coche y no he…

Se interrumpió de nuevo. ¿Iba a decir «resistido»? La entonación que le había dado a la frase sugería esa conclusión.

—¿Por qué has colgado?

—No lo sé.

Si hubiera estado en la comisaría, habría insistido: ¿y por qué me llamas ahora otra vez? Pero se quedó callado. Y Liliana también. Al cabo de un momento, ella dijo, y parecía incómoda:

—¿Me creerás si te digo que no recuerdo casi nada de lo que sucedió anoche?

Déjala hablar; no te arriesgues a abrir la boca, Montalbà.

—Bebí demasiado —prosiguió Liliana— y debí de hacer cosas… cómo diría… inapropiadas, para que escaparas de aquel modo. Tengo que darte las gracias.

—¿Por qué?

—Por no haberte… aprovechado.

Era muy hábil, no cabía duda. Le había dado la vuelta a la tortilla y le había pasado la patata caliente con desenvoltura y elegancia. Ahora le tocaba a él mover ficha, y debía estar atento a las palabras que pronunciaba.

—Me fui porque me necesitaban en comisaría.

—El deber ante todo, ¿eh?

¿Lo decía con ironía?

—En ese caso —prosiguió—, me siento más tranquila. No fue porque yo te incomodara.

Hubo otra pausa. El comisario quería que ahora fuese ella la que echara la primera carta.

—Me gustaría hablar contigo —añadió.

Tenía la clara intención de volver a empezar toda la historia desde el principio. Entonces el comisario decidió intervenir. Era una buena jugada, y un buen momento, para entender algo de las verdaderas relaciones de Liliana con su marido, un hombre que aparecía y desaparecía continuamente y del que, en definitiva, nadie sabía nada.

—Por cierto, ¿podrías decirme dónde se encuentra actualmente tu marido?

—¿Adriano?

—¿Tienes otro con un nombre distinto?

Ella estaba demasiado desconcertada por la pregunta para replicar al comentario socarrón.

—Pero ¿qué ha pasado? ¿Para qué quieres saberlo?

Parecía sinceramente preocupada; su tono era temeroso.

—Hemos recibido una denuncia contra él —improvisó Montalbano— por una pelea que se produjo hace unos días.

—¿Estás seguro de que se trata de Adriano?

—Precisamente por eso quisiera hablar con él.

Liliana vaciló antes de contestar.

—Verás, no sé dónde está en este momento, pero si quieres lo llamo y le digo que te telefonee a casa.

Era evidente que no quería darle el número de teléfono de su marido. Y ahí era a donde quería llegar Montalbano. ¿Por qué Adriano se protegía las espaldas de ese modo?

—No hay tanta prisa. Además, tú podrías ayudarme.

—¿Cómo?

—Te digo los datos que constan en la denuncia: Adriano Lombardo, hijo de Giovanni y de Nicoletta Valenza…

—¡No, no! —lo interrumpió Liliana—. El padre de Adriano se llamaba Stefano y murió hace seis años, y su madre se llama Maria Donati.

—Entonces se trata de un caso de homonimia. Mejor así. Asunto resuelto.

—Me alegro. ¿Y nosotros cómo quedamos?

Montalbano se hizo el tonto para no meter la pata.

—¿En qué sentido?

—¿Cuándo volvemos a vernos?

Insistente, la chica.

—Pues esta noche no es posible porque espero llamadas de trabajo.

—Entonces, ¿cuándo?

—¿Mañana vas a trabajar?

—Sí, claro.

—Creo que todavía no te han devuelto el coche.

—No.

—Entonces nos vemos mañana a las ocho, y acordamos cuándo y dónde. ¿Te parece bien?

—Si no hay más remedio…

Estaba decepcionada, y se lo insinuaba.

Colgaron.

«Así —pensó el comisario—, mañana por la mañana colaboro para que conozcas a mi segundo, el dottor Mimì Augello, hombre capaz de dar sopas con honda a don Juan».

Puso la mesa en la galería y se comió con gusto el sartù, los involtini y un platazo de achicoria silvestre, amarga como el veneno. Después se sentó en una butaca para ver la televisión.

Ragonese se guardó mucho de hablar de lo sucedido; esta vez la tomó con el alcalde y el problema de la recogida de basura.

Algo más tarde telefoneó Livia. Parecía de buen humor.

—Hoy me lo he pasado bien.

—¿Dónde has estado?

—No te lo digo.

—Así vas a hacer que sospeche lo peor.

—Por favor, comisario, no sospeche.

—Entonces dime dónde has estado.

—Una amiga me ha llevado a una quiromántica.

Montalbano se puso hecho un basilisco.

—Pero ¿cómo puedes hacer esas idioteces? ¿Ahora te da por ir a quirománticos? Si sigues así, acabarás consultando brujas.

—Vamos, Salvo…

—¡Ni vamos ni leches! ¡Espero que no te hayas creído sus bobadas!

—¿No tengo que creérmelas?

—¡De ninguna manera! ¡Sería una estupidez!

—Lástima.

—¿Por qué?

—Porque me ha asegurado que me eres de lo más fiel.

Montalbano había caído de cuatro patas en la trampa. Se cabreó todavía más. Y la discusión fue inevitable.

Liliana lo esperaba delante de la verja. Subió al coche, pero no lo besó. Sólo le dijo:

—Hola, Salvo.

No estaba alegre como las otras veces; durante el viaje no hizo más que mirar la carretera. Su actitud no se correspondía con la de la llamada de la víspera. A lo mejor durante la noche, o a primera hora de la mañana, había recibido alguna noticia que la había puesto nerviosa.

Habían quedado en que durante el viaje decidirían dónde y cuándo verse de nuevo, pero ella no habló del asunto. Y Montalbano tampoco se lo recordó.

En la parada del autobús, antes de bajar del coche, Liliana le dijo que lo llamaría por la noche.

—Adiós.

Y punto. Nada de besos ni caricias. Estaba claro que tenía la cabeza en otro sitio.

La primera parte de la mañana transcurrió en calma. Faltaba poco para mediodía cuando Catarella lo llamó para decirle que en la línea estaba el fiscal Tommaseo.

—Buenos días, dottore, dígame.

—He recibido su denuncia contra ese periodista… cómo se llama…

—Ragonese.

—Eso. Y he teni… do… do… ocasión de ver y de re… re… pasar…

«… mi mi, fa fa, sol sol…», continuó mentalmente el comisario.

—… la… la… grabación —concluyó el fiscal.

Faltaba la última nota, pero el fiscal se detuvo ahí, sin aliento. El ataque de tartamudez se lo había producido Liliana medio desnuda en la cama.

El dottor Tommaseo, del que se sabía que no tenía pareja, era un auténtico maníaco sexual que no practicaba el sexo y, por consiguiente, babeaba ante la visión de cualquier mujer guapa, viva o muerta.

—¿Qué le parece?

—¡Espléndi… da… da!

—No me refería a la señora, dottore, sino a la denuncia. ¿Piensa proceder enseguida?

—Cuan… do… do… la haya re… re… visado bien, co… mi… mi… sario. No quiero hacerme una idea fa… fal… sa, sino muy sól… sól… ida de la… la… señora y de la si… si… tuación.

¡Esta vez había conseguido hacer toda la escala!

—¿Quiere convocarla?

—Un… un… careo los dos… dos… cara a cara en el tres… tres… illo…

Dios mío, ¿y ahora se ponía a contar? ¿Hasta dónde tenía intención de llegar? ¿Hasta cien? ¿Hasta mil? A este paso se les echaba la noche encima. El comisario colgó. Si Tommaseo telefoneaba otra vez, le diría que se había cortado la línea. Pero Tommaseo no volvió a llamar.

En cambio, recibió una llamada de Mimì Augello.

—¿No has ido a Montelusa?

—¡Claro que sí! Te estoy llamado precisamente desde delante de la tienda.

—¿Y qué?

—Pues verás, Salvo, he llegado alrededor de las nueve y media y he recorrido dos veces las tres plantas sin ver a la mujer que me describiste.

—Puede que no la hayas visto porque estaba dentro de un probador con una clienta.

—A mí también se me ha ocurrido eso, ¿qué te crees? Me he situado frente a la hilera de probadores a esperar. Nada, ni rastro. Así que me he acercado a una dependienta y, haciéndome pasar por el marido de una clienta, he entablado conversación con ella. Al cabo de un rato le he preguntado por la señora Lombardo y me ha dicho que su jefa había llegado puntual, pero que cinco minutos después ha recibido una llamada que la ha alterado mucho y se ha ido diciendo que se tomaba el día libre. Te he llamado para informarte. Y ahora te dejo porque la tienda está cerrando.

—¿Y a ti qué te importa que cierre?

—Salvo, piensa un poco. He invitado a comer a la dependienta, que se llama Lucia, y te aseguro que…

Montalbano colgó.

¿Qué le pasaba a Liliana? ¿Algo se le estaba torciendo?

Al salir para la trattoria de Enzo, le preguntó a Catarella por Fazio, al que no había visto en toda la mañana.

Dottori, ha llamado a las ocho para comunicar que iba a Montelusa.

—¿Te ha dicho qué iba a hacer allí?

—No, siñor dottori.

Nada más subir al coche, cambió de idea y se dirigió a Marinella. Quizá Liliana había vuelto a casa. Al pasar por el chalet aminoró la marcha. La verja y las ventanas estaban cerradas. No estaba o, si estaba, fingía no estar.

Se fue a comer.

Había terminado cuando Enzo le avisó de que lo llamaban por teléfono.

Era Mimì Augello.

—Perdona, Salvo, pero como Lucia…

—¿Quién es ésa?

—La dependienta. Estoy comiendo con ella… Por cierto, le he dicho a Beba que esta noche tengo una vigilancia, así que, por favor, no hagas lo de siempre y…

—Está bien, pero ¿qué querías decirme?

—No sé si es importante… Me dijiste que esa tal Liliana se entendía con un dependiente, Arturo Tallarita. ¿Es así?

—Sí.

—Vale, pues Lucia, que es bastante habladora, me ha contado que esta mañana el chico no ha ido a trabajar. Y ni siquiera ha llamado para avisar.

—Gracias, Mimì.

—Por favor, acuérdate, si por casualidad Beba te llama, confirma que esta noche estoy de servicio.

¿A que al final iba a resultar que se trataba de una escapada amorosa, como la que planeaba Mimì? Quizá de un solo día, para estar totalmente libres, sin tener que esconderse de todos…

—¿Qué has ido a hacer a Montelusa?

—He pasado la mañana en la Cámara de Comercio.

—¿Por qué?

—Quería informarme sobre Adriano Lombardo. Y averiguar si quizá tiene un almacén en algún pueblo de la provincia.

—¿Qué has encontrado?

—Nada. Mejor dicho, él comunicó como dirección de la actividad primero el almacén de via Pisacane y después el de via Palermo. Luego escribió informando de que había dejado también el local de via Palermo y que la sede de la actividad se encontraba en Marinella.

—Lo que significa que volvemos a la hipótesis que más o menos ya habíamos formulado, o sea, que el tercer almacén, suponiendo que haya alquilado otro, se encuentra en un pueblo de otra provincia.

—Exacto. ¿Quiere que continúe indagando?

—Sí, pero a ratos perdidos.

—¿Hay noticias del dottor Augello?

—Sí.

—¿Y qué tal son?

—Para él buenas, para nosotros no.

—¿Qué significa eso?

Montalbano se lo explicó. Cuando hubo acabado, Fazio se quedó mirándolo dubitativo.

—¿Usía cree de verdad que se trata de una escapada amorosa?

—¿Tú no?

—Tengo mis dudas.

—Explícate.

—Si desaparecen un día entero de su puesto de trabajo, todos pensarán que tienen una relación o, al menos, que hay entre ellos algún acuerdo. Están haciendo exactamente lo contrario de lo que habían hecho hasta ayer con tanto empeño.

El razonamiento no era incorrecto.

—¿Entonces…?

—Quizá se han visto obligados a hacerlo.

—¿Por quién?

Dottore, qué quiere que le diga. Esperemos a ver cómo se desarrollan los acontecimientos. Ah, casi se me olvida. Deme las llaves del coche.

—¿Por qué?

—Porque voy a devolvérselo al chapista y a recoger el suyo, que ya está arreglado.

Mientras le daba las llaves, a Montalbano se le ocurrió una cosa.

—¿Me haces un favor?

—A su disposición.

—¿Puedes ir ahora a ver a la señora Tallarita?

—Claro. ¿Qué quiere saber?

—Si tiene noticias de su hijo.

—Voy para allá.

—Pero no le des a entender nada, no quisiera alarmarla. Te espero aquí.

Fazio regresó al cabo de una hora.

Dottore, no ha sido necesario tomar precauciones. He encontrado a la señora Tallarita bastante preocupada por su hijo, tanto que casi se desmaya cuando ha sabido quién era yo.

—¿Qué ha pasado?

—No tiene noticias de Arturo desde anoche. Salió de casa después de cenar y dijo que volvería tarde. Pero no volvió. Esta mañana la han llamado de la tienda para preguntar por qué su hijo no había ido a trabajar, y esa llamada la ha dejado aún más preocupada.

—¿Y tú qué le has dicho?

—Que si quería presentar una denuncia por desaparición, estaba a su disposición. Pero se ha negado. —Fazio hizo una pausa y continuó—: Dottore, me ha dado la impresión de que estaba al corriente de la historia de su hijo con Liliana Lombardo.

—¿Ah, sí?

—De repente ha empezado a murmurar sobre una «puta», y después ha mascullado algo sobre Marinella, o eso me ha parecido…

—¿Cómo se habrá enterado?

—Se lo habrá contado el que le presta el Volvo a Arturo, el vecino Miccichè.

Era probable.

—Me voy a recoger el coche.

Augello se presentó inesperadamente.

—¿Te ha dado plantón Lucia?

—Pero ¡qué dices! Hemos quedado a las ocho y media. Quería contarte una cosa. Después de mi llamada desde el restaurante, Lucia ha vuelto a hablar de la señora Lombardo. Dice que, cuando ha colgado el teléfono, Liliana estaba trastornada. Que el director no quería darle permiso para marcharse y que ella le ha contestado de malos modos.

Cuando se hizo la hora, salió del despacho, cogió las llaves que Fazio le había dejado a Catarella y se paró para examinar su coche en el aparcamiento. Todaro había hecho un trabajo excelente.

Se dirigió a Marinella. Y durante el viaje no hizo otra cosa que preguntarse por qué Arturo y Liliana habían desaparecido.

Primero se había ido Arturo, luego Liliana. Probablemente, la llamada que recibió en la tienda era del propio Arturo. Quizá para ponerla sobre aviso de una situación nueva y peligrosa.

Montalbano circulaba tan despacio que, cuando tuvo que detenerse antes de girar a la izquierda para tomar el camino que conducía a su casa, el motor se caló.

Intentó ponerlo en marcha, pero el coche dio un brinco y se detuvo otra vez, atravesado.

Acto seguido, se desató una tormenta de bocinazos e insultos.

Sin embargo, Montalbano ni siquiera los oía. Estaba completamente inmóvil, con las manos sobre el volante y los ojos como platos.

Se había acordado. Era ahí, en ese punto exacto, donde le habían disparado, al cometer el mismo error que en ese momento. La noche que volvía con Liliana después de cenar arancini en casa de Adelina. Y él había confundido el impacto contra la carrocería con el golpe de una piedra rebotada.

Finalmente consiguió hacer la maniobra y entrar en el camino.

El chalet de los Lombardo estaba a oscuras.

Se le había pasado el hambre.

Cogió la botella de whisky y un vaso y fue a sentarse en la galería.

Habían disparado con la intención de matar. Y habían apuntado bien. Pero no podían calcular que, de buenas a primeras, el coche fuera a dar un brinco.

Y el objetivo no era él; si hubieran querido matarlo, el tirador debería haberse situado al otro lado de la carretera.

O sea, que habían intentado eliminar a Liliana.