La grabación comenzó mientras Ragonese, convencido de haberse marcado un punto a su favor, miraba al comisario con aire triunfal, sin comprender que había caído en una trampa.
Primero se oyó sonar varias veces el teléfono, luego el ruido del auricular al ser levantado, y por último la reconocible voz de Ragonese.
—¿Sí?
—¿Hablo con… con Televigàta?
—Sí.
—¿Con el telediario?
—Sí.
—Pero ¿quién está al aparato?
—¿Quién llama?
—Dime quién está al aparato.
—Soy Ragonese, el director.
—Contigo es con quien quería hablar. Es… escúchame con atención. Esta noche, hacia las ocho y media, en Marinella, el comisario Mo… Montalbano irá a ver a la señora Lombardo, que vive en el cha… chalet que está al lado del suyo. ¿Está claro o quieres que te lo re… repita? Esta noche el comisario Mo… Montalbano…
—Sí, lo he oído, pero no veo qué interés puede tener eso para nosotros. Y haga el favor de decirme su nombre.
—Ol… olvídate de eso y escúchame. Tal co… como están las cosas, es más que se… seguro que acaben en la cama. Y tú podrías filmarlos mientras están chi… chingando. ¿Qué, te interesa ahora el asunto?
—Sí, vale, le agradezco la información. Le estoy realmente agradecido, pero…
—Intenta no perder tiempo.
La comunicación se cortó.
Montalbano, que había sentido cómo le hervía la sangre mientras escuchaba la grabación, se levantó mirando asqueado a Ragonese.
—Le ruego que salga inmediatamente y sin discutir de mi despacho. Abogado, le comunico que en mi informe al ministerio público acusaré a su cliente de intento de chantaje.
—¡Era una exclusiva, no un chantaje! —protestó Ragonese, y se puso a dar voces—: ¡Esto es un atentado contra la libertad de información, contra el ejercicio de la libertad de prensa! ¡Denunciaré públicamente sus métodos de actuación!
—¡No levante la voz! ¡Y avergüéncese de lo que ha hecho! ¡Usted no es un periodista, sino un chantajista!
—¡Exijo la devolución inmediata de la cámara y el material grabado!
—Presente esa petición ante quien corresponda. Y lo conmino a no destruir la grabación de la llamada, que sin duda le pedirá el ministerio público. Y ahora les ruego que salgan. Fazio, acompaña a los señores.
Fazio salió con los dos mientras el comisario daba vueltas alrededor de la mesa para calmarse.
Por supuesto, no podía sostener la tesis del chantaje; lo había dicho en un acceso de ira. Pero precisamente eso lo cabreaba más.
Fazio volvió como una pelota rebotada. Respiraba entrecortadamente, como si hubiera echado una larga carrera.
—¡Ah, dottore!
Era idéntico a Catarella cuando llamaba el señor jefe superior. Entre una cosa y otra, Montalbano se alarmó.
—¿Qué pasa?
—¡He reconocido la voz del que llamó por teléfono!
—¿Estás seguro?
—¡Segurísimo! ¿No se ha fijado usía en su tartamudeo?
—Sí. ¿Y quién es?
—Nicotra. Carlo Nicotra.
Montalbano se quedó atónito. Se sentó.
—¿Nicotra? ¿El que controla la venta de droga por cuenta de los Sinagra y vive en via Pisacane?
—Ese mismo.
—¿Y qué carajo pinta en este asunto?
Era una complicación imprevisible, un hecho nuevo que podía aclarar muchas cosas o hacer que se perdieran para siempre en la bruma.
El comisario se sentía como una barca sin remos en medio de una tempestad. Pero la desorientación le duró poco.
—Intentemos razonar.
Fazio se sentó.
¿Razonar? Por supuesto, se podía y se debía. Pero la cosa se alargaría no poco.
—La primera pregunta que se me ocurre, y la más natural —empezó Montalbano—, es ésta: ¿cómo se enteró Nicotra de mi cena con Liliana Lombardo?
Fazio se revolvió en la silla antes de decidirse a hablar.
—Dottore, voy a decirle cómo lo veo yo, pero usía no debe ofenderse por mis palabras.
—¿Estás de broma?
—Es una idea que se me ha ocurrido de manera espontánea, sin pensar. Se la digo tal cual: ¿no podría ser que a Nicotra lo hubiera informado la propia señora Lombardo?
El comisario guardó silencio; por un instante había tenido la misma idea, pero la había descartado. Lo mejor era averiguar por qué Fazio había pensado lo mismo, así que preguntó:
—¿Acaso presupones que la señora Lombardo y Nicotra se conocen?
—No, señor; no me he explicado bien. Ella no conoce a Nicotra, pondría la mano en el fuego; pero Arturo Tallarita sí. Su padre, que actualmente está en la cárcel, trabajaba y trabaja a las órdenes de Nicotra. Y a lo mejor el chico hasta estaba presente durante la llamada que le hizo la señora Lombardo.
Montalbano llegó a la conclusión lógica de estas palabras.
—O sea que, según tú, Arturo está al corriente de las intenciones de Liliana respecto a mí.
—Sí, señor.
—¿Y por qué razón se presta a ser cornudo?
—Porque están conchabados.
Eso no lo había pensado ni por asomo. Pero era una suposición con cierto fundamento sobre la que se podía trabajar.
—Lo utilizan a usía —continuó Fazio— para hacer creer que entre ellos ya no hay nada, que se han separado. ¿Y qué mejor que demostrarlo públicamente con una grabación televisiva?
—Planteado así, me convence. Estoy de acuerdo. Pero creo que Arturo tomó la iniciativa de avisar a Nicotra sin decírselo a Liliana.
—Entonces, ¿usía está convencido de que la señora no sabía nada?
—Me convencí casi del todo al oír lo que dijo Savagnoli. Antes pensaba otra cosa, estaba seguro de que Liliana estaba metida hasta el cuello. Pero en tu razonamiento hay algo que no me cuadra.
—¿Qué?
—¿Qué necesidad tenía Arturo Tallarita de meter por medio a Nicotra? Podía telefonear él mismo a Ragonese, a espaldas o no de Liliana.
—Es verdad.
Se quedaron un rato en silencio, pensativos.
—A no ser que… —dijo de pronto el comisario.
—¿A no ser que qué?
—Una vez me dijiste que probablemente Arturo, sabiendo que por ahí se decía que su padre tenía intención de colaborar, temía la reacción de Nicotra. ¿Es así?
—Sí, señor.
—Ahora imagina que Nicotra tiene bajo vigilancia a Arturo, para lo cual cuenta con alguien en la tienda de Montelusa que le sirve de informador. ¿No podría ser que ese alguien hubiera oído la llamada que me hizo Liliana y se lo dijera a Nicotra?
—Es una hipótesis plausible. Pero… —repuso Fazio, cauteloso.
Parecía que los dos fueran pisando huevos; antes de decir media palabra, sopesaban todas sus implicaciones.
—Pero ¿qué? —lo apremió el comisario.
—No acabo de entender qué le va ni le viene en este asunto a Nicotra —concluyó Fazio.
—¡Hombre, si estallaba el escándalo, sin duda a mí me trasladarían! ¿Te parece poco?
—Pues no me parece motivo suficiente. En el fondo tiene que haber algo más importante.
La verdad era que tampoco a Montalbano le parecía suficiente. De repente, una idea estrafalaria le pasó por la cabeza.
—¿Y si la exclusiva no era para perjudicarme a mí?
—¿Para perjudicar a la señora Lombardo, entonces?
—En cierto sentido…
—Explíquese mejor.
—Supón que Arturo no sabe nada del comportamiento de Liliana conmigo y que ella actúa así por un motivo que todavía desconocemos. ¿Cómo reaccionaría el chico con su amante al ver esas imágenes? Seguro que la dejaría. Quizá era ése el resultado que perseguía Nicotra.
Fazio negó con la cabeza.
—Dottore, piénselo. ¿Por qué Nicotra iba a meter cizaña entre Liliana y Arturo? ¡Nada indica que sea gay y que mantenga relaciones con el chico!
En efecto, había que reconocer que también eso era verdad. Montalbano suspiró.
—No estamos entendiendo nada de nada —fue su amarga conclusión.
Al entrar en la trattoria, el comisario se percató de que el cavaleri Ernesto Jocolano estaba sentándose a una mesa, solo.
Era un septuagenario menudo y flaco, con gafas de gruesos cristales, que una vez al mes, a saber por qué, iba a comer a la trattoria de Enzo.
Las dos horas que pasaba allí eran un rato de entretenimiento asegurado, porque el cavaleri no desaprovechaba la ocasión de buscarle las cosquillas a Enzo con los pretextos más peregrinos.
Nada más sentarse, apartó la servilleta que cubría el plato, cogió el plato, se lo llevó a la nariz, lo olió aspirando profundamente y volvió a dejarlo golpeando la mesa.
—¡Enzo, ven aquí ahora mismo! —Tenía una voz superaguda que dañaba los oídos.
—¿Qué pasa?
—¡Voy a denunciarte al departamento de Sanidad!
—¿Por qué?
—¡Porque este plato apesta!
—¡Imposible!
—¡Te digo que apesta tanto que se huele a un kilómetro! ¿Puedes decirme qué había antes aquí?
—¡Y yo qué sé! ¡Los platos, una vez lavados, son todos iguales! ¡Platos limpios!
—¡Pues yo te voy a decir lo que había aquí antes! ¡No hace falta ser adivino! ¡Basta el olfato! ¡Había pescado!
—Cavalè, usía…
El otro lo interrumpió.
—¿Cómo lavas los platos, a mano o en el lavavajillas?
—En el lavavajillas.
—¿Y tú te fías del lavavajillas? ¡Pues haces mal! ¡Cuando coges un plato lavado, tienes que comprobar si está limpio de verdad! ¡Porque es muy posible que hayan quedado huellas de lo que contenía antes!
No se calmó hasta que hubo olfateado a fondo el otro plato que le llevó Enzo, lavado a mano y secado a la vista de él.
Montalbano comió sin ganas y se fue deprisa, porque el cavaleri estaba montando otra bronca.
Fumando en la roca plana, empezó a pensar que raras veces, a lo largo de su carrera, se había encontrado tan falto de ideas. Más valía distraerse con el consabido cangrejo o recordando la escena del cavaleri Jocolano, que…
Un momento, Montalbà.
Quieto ahí.
Hay una cosa que te ha pasado un instante por la mente mientras el cavaleri hablaba, una cosa que se ha encendido como una cerilla en la oscura noche e inmediatamente ha desaparecido.
¿Qué era?
Se esforzó en recordar.
El destello en su cerebro fue tan fuerte e imprevisto que dio un respingo.
¿Puedes decirme qué había antes aquí?
No, no podía.
Y tampoco se lo había preguntado.
Volvió de inmediato a la oficina.
—¡Fazio, hemos sido unos imbéciles!
—¿Por qué, dottori?
—¿Qué había en los dos almacenes frente a los cuales pusieron las bombas?
—Nada, dottore; estaban vacíos.
—Porque los habían metido en el lavavajillas.
Fazio lo miró ojiplático.
—¡¿Los almacenes?! ¡¿En el lavavajillas?!
—Olvídalo. Pero, antes de estar vacíos, algo habría allí, ¿o no?
—Desde luego.
—¿Y tú sabes lo que era?
—No, no lo sé.
—Infórmate ahora mismo.
—Pero ¿usía cree que es importante?
—No sabría decírtelo.
—En un momento lo averiguo.
Fazio volvió a aparecer al cabo de cinco minutos. Antes de hablar, miró a Montalbano con admiración.
—¿Cómo ha llegado hasta ahí?
—Olvídalo —repitió el comisario—. Dime.
—En los dos almacenes había ordenadores, impresoras, cartuchos de tinta…
—Ah.
—Es la misma persona la que alquiló primero el de via Pisacane y después se trasladó, porque le resultaba demasiado pequeño, al de via Palermo.
—¿Sabes el nombre de esa persona?
—Sí, señor. —A Fazio le brillaban los ojos—. Lombardo. Adriano Lombardo.
—¿El marido de Liliana?
—Sí, señor.
Se miraron perplejos. Montalbano se recuperó enseguida.
—Un momento, un momento. Eso significa que las dos bombas iban dirigidas a Lombardo, eran advertencias que sólo podía entender él. ¿Correcto?
—Correcto.
—Y ahora yo me pregunto: ¿por qué no le pusieron la bomba en el almacén que tiene actualmente, cuya dirección no conocemos?
—Porque quizá no ha alquilado un tercer almacén.
—¿Y dónde guarda los ordenadores?
—Probablemente en Marinella, en el chalet. Y a lo mejor por eso va allí tan a menudo.
La respuesta del comisario fue inmediata:
—Aparte de que podrían haber puesto una bomba en el chalet y no lo han hecho, no creo que todo el material de Lombardo quepa en el único cuarto adicional que hay allí respecto a mi casa.
Fazio no replicó y el comisario tomó de nuevo la palabra:
—Cabe una hipótesis: que Lombardo haya trasladado el material a algún pueblo cercano y que sus enemigos no sepan a cuál.
—Es posible.
—Y el motivo de las bombas también podría ser el impago de la cuota a la mafia.
Fazio no parecía convencido.
—¿No lo ves claro?
—No, señor. Esas bombas no las pusieron cuando en los almacenes estaba el material de Lombardo, sino una vez vaciados. ¿Qué sentido tiene? Y peor lo veo si Lombardo no ha alquilado ningún almacén en Vigàta y ni siquiera tiene la mercancía en el chalet.
No le faltaba razón.
—Intentemos echarle el guante a Lombardo y pidámosle explicaciones —propuso Fazio.
Montalbano negó con la cabeza.
—Se reirá en nuestra cara. Dirá que las bombas no tienen nada que ver con él, que no sabe nada del asunto.
—Entonces, ¿qué podemos hacer?
—Seguro que Liliana sabe de qué va todo esto. Habría que hablar con ella, pero por el momento yo soy la persona menos indicada. —De pronto se dio una palmada en la frente—. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?
—¿El qué, dottori?
—Mandar a Mimì Augello a comprarse un traje a Montelusa. Llámalo ahora mismo.
Fazio salió y regresó con Augello.
—Mimì, ¿cuánto hace que no te compras un traje nuevo?
Augello lo miró pasmado.
—Un año. ¿Por qué?
—Después te lo explico. ¿Conoces una gran tienda en Montelusa que se llama A la Última Moda?
—Sí, he ido con mi mujer.
—Perdona que te haga una pregunta personal. ¿Cuánto tiempo necesitas para empezar a tratar con confianza a una mujer?
—Se nota que no tienes práctica. Es un tiempo que varía bastante y que depende mucho de la mujer.
—¿Tienes suficiente con una mañana?
—¿A solas?
—No; en presencia de otros.
Mimì no abrió la boca.
—Bueno, ¿qué?
—No te respondo a nada más si antes no me aclaras qué estás tramando.
Montalbano se lo dijo.
En el chalet de los Lombardo había luz, pero no se veía a Liliana. Montalbano estaba metiendo la llave en la cerradura cuando oyó el teléfono. Esta vez llegó a tiempo; consiguió levantar el auricular en mitad de un timbrazo.
—¿Sí?
Sin duda había una persona al otro lado de la línea, pero permanecía callada.
—¿Sí, diga?
Colgaron.
Fue a abrir el frigorífico. Adelina le había preparado sartù de arroz a la calabresa y unos involtini de pez espada. Lo esperaba una estupenda velada.
Encendió el horno para calentar los platos. El teléfono sonó otra vez.
—¿Sí?
—Soy Liliana.