Dentro de la casa, sin embargo, el calor era casi insoportable. Terminaron los antipasti con ayuda del vino, que por suerte estaba helado y entraba la mar de bien.
El vino le confirió a Liliana valor para salir del punto muerto.
—Me estás dando pena —dijo sonriendo—. ¿Cómo puedes aguantar? Quítate la americana y desabróchate la camisa; si no, te derretirás como un helado.
No era verdad; el comisario habría sudado poco incluso en el Ecuador, pero le siguió la corriente.
—Te lo agradezco.
Se quedó en mangas de camisa, con el cuello desabrochado. ¿Y ahora qué haría ella? ¿Empezaría una especie de partida de strip póquer?
En vista de que no hacía nada, la provocó.
—¿Y tú?
—Yo todavía puedo resistir.
Quería reservarse el plato fuerte para más tarde, en una atmósfera más propicia.
Liliana se levantó y llevó a la mesa pasta con salsa de salmón. Montalbano se echó a temblar: si la pasta estaba pasada de cocción, no podría comérsela. Pero enseguida comprobó que, aunque no era excelente, al menos era comestible. Y sirvió vino hasta vaciar la segunda botella.
Aun así, le resultó un poco difícil comerse la pasta, porque de vez en cuando, mientras se llevaba el tenedor a la boca, Liliana le cogía de pronto la mano, se la acercaba a los labios y la besaba.
Después, Montalbano la ayudó a llevar los platos vacíos y los cubiertos a la cocina.
De segundo había filetitos de ternera con un condimento picante que él nunca había probado.
El picante exigía más vino. Montalbano no sabía muy bien si Liliana había empezado a acusar realmente sus efectos o si lo fingía.
Primero le entró la risa.
—Tu bigote… ¡ji, ji, ji!… Mira qué miguerío… ¡ji, ji, ji!…
Luego se le cayó el tenedor de las manos y él se inclinó para recogerlo. Mientras estaba agachado, el pie de ella, desnudo, se posó entre sus hombros.
—Te nombro caballero de mi…
Montalbano no supo de qué título honorífico lo había investido porque Liliana, a punto de caerse de la silla, no llegó a terminar la frase.
A continuación se levantó y declaró que ya no soportaba el calor y que necesitaba cambiarse, que estaba incómoda con el vestido húmedo de sudor.
—Vuelvo en cinco minutos. —Y se dirigió hacia la puerta.
Pero, después de dar tres pasos, retrocedió hacia Montalbano, que se había levantado por educación, le rodeó la cintura con los brazos, acercó la boca a la de él, presionó y, lentísimamente, entreabrió los labios.
Fue un largo beso.
Decir que Montalbano colaboró sólo por cumplir con su deber de policía habría sido una mentira como una casa.
De hecho, su cuerpo empezó a comportarse como dicen que se comportaban los garibaldinos, que se lanzaban al ataque sin que los generales lo hubieran ordenado. Por ejemplo, sus manos aterrizaron por cuenta propia sobre el trasero de la mujer.
Luego ella lo cogió de la mano y, tambaleándose un poco, lo llevó al dormitorio.
Encendió la luz; la ventana estaba abierta.
Tardó menos de un segundo en quitarse el vestido. No llevaba sujetador, y sólo un simulacro de braguitas.
Se tendió en la cama y alargó los brazos hacia Montalbano sonriendo.
Llegados a ese punto, el comisario se vio completamente perdido.
Su pie derecho dio un paso hacia la cama a pesar de que el cerebro le ordenaba que se estuviera quieto, que no se moviera. El pie izquierdo siguió a su colega con el mismo entusiasmo.
Sólo una intervención sobrenatural podía salvar a Montalbano del abismo en el cual estaba destinado a hundirse.
—¡Vamos, ven!
La voz de Liliana provocó que el comisario diera un saltito adelante, puesto que los dos pies respondieron a la invitación al unísono.
Sólo san Antonio habría podido resistirse, y no era seguro. Y san Antonio, implicado en la causa, intervino con presteza.
El móvil, que Montalbano había trasladado de la americana al bolsillo de los pantalones, sonó.
La vuelta a la realidad fue tan violenta que el comisario profirió una especie de lamento de dolor.
Era Fazio.
—Los hemos pillado y estamos llevándolos a la comisaría. Ahora, si quiere, puede continuar sin peligro.
¿Había cierta ironía en las últimas palabras?
—No; voy enseguida. —Y dirigiéndose a Liliana, dijo—: Lo siento, pero tengo que irme.
—Pero ¿estás loco? ¿Hablas en serio?
Se había medio incorporado y lo miraba con unos ojos que podían incendiarlo si seguía un segundo más allí parado.
No le contestó; corrió a coger la americana, saltó por la galería, fue por la playa hasta su casa, montó en el coche y se alejó.
Tardó menos de la mitad del tiempo que tardaba habitualmente en llegar de su casa a la comisaría, pero no sabía si corría tanto porque estaba escapando de Liliana o porque quería interrogar a los dos arrestados.
Fazio lo esperaba paseando por el aparcamiento de la comisaría, prácticamente desierto.
El comisario lo miró con expresión interrogativa.
—Dentro hace demasiado calor —le explicó el inspector.
—¿Dónde están?
—Los hemos metido en el calabozo. A Gallo, que estaba conmigo, lo he mandado a dormir.
—Has hecho bien. ¿Han protestado mucho?
—Lo normal.
—¿Dónde los habéis sorprendido?
—Justo debajo de la ventana del dormitorio. Habían saltado la verja.
Montalbano se quedó sorprendido.
—¿Debajo de la ventana? ¿Y cómo es que no he oído nada?
Fazio respondió un poco incómodo:
—Dottore, hemos hecho algo de ruido, pero usía estaba… en ese momento usía tenía la cabeza en otro sitio.
Menos mal que en el aparcamiento había poca iluminación, así Fazio no se percató de que se había sonrojado.
Entraron en la oficina. Justo en medio de la mesa había, bien a la vista, una diminuta cámara de televisión.
—Lo han filmado con esta cámara —dijo Fazio—. Si quiere verse… Lleva monitor incorporado.
Montalbano se quedó helado. ¿Tenía que verse en calidad de actor protagonista de películas porno tipo El comisario y la criminal de la garganta profunda o Investigaciones húmedas? Le faltó el aliento necesario para decir que sí.
Movió la cabeza en señal de asentimiento mientras le fallaban las piernas y se dejaba caer en la silla.
Fazio, fingiendo no notar su incomodidad, se colocó a su lado y le puso la cámara ante los ojos.
—¿Preparado?
—S… sí.
Fazio presionó un botón.
La toma empezaba cuando Liliana encendía la luz del dormitorio.
Después de que ella se hubiera quitado el vestido y tumbado en la cama, el cabronazo e hijo de la gran puta del cámara hizo un zoom sobre la cara del comisario.
Óscar al mejor actor de reparto.
Su expresión estaba a medio camino entre la de un perro hambriento al que enseñan un trozo de carne y la del casto José queriendo escapar de la esposa de Putifar.
Tenía los ojos desorbitados y los labios parecían los de un niño a punto de llorar.
Decir ridículo era poco. Si se hubieran difundido esas imágenes, toda Vigàta se habría reído a sus espaldas.
No tuvo que apurar el amargo cáliz hasta las heces: la toma se interrumpía cuando daba el primer paso hacia la cama con el aspecto de un robot que se pone en marcha.
¡Virgen santa, qué vergüenza!
¡Y menos mal que no habían filmado el beso en el comedor!
—¿Los habéis…? —Le salió una voz rara, de pavo. Se aclaró la garganta y empezó de nuevo—: ¿Los habéis identificado?
—Sí, señor. El cámara se llama Marcello Savagnoli, y el ayudante, Amedeo Borsellino. Los dos son trabajadores en plantilla de Televigàta. ¿Quiere que se los traiga aquí?
¿Sería capaz de controlarse y no darles de hostias hasta en el carnet de identidad?
Tal vez sí, tal vez no. En cualquier caso, podía intentarlo.
—Sí, tráelos.
Savagnoli, de estatura media, con camisa desabrochada, crucifijo de oro entre el vello pectoral y pulsera en la muñeca, tenía aires de chulo, mientras que Borsellino parecía más bien asustado.
Sin que nadie le dijera nada, el cámara se sentó mirando a Montalbano en actitud insolente.
—De uno en uno —le dijo entonces el comisario a Fazio—. A Borsellino lo interrogaré después.
Después de que Fazio hubiera salido con el ayudante, Montalbano se acercó a Savagnoli y le dijo, sonriendo amablemente:
—¿Puede levantarse, por favor?
En cuanto el tipo estuvo de pie, le atizó una patada en los huevos. Savagnoli se quedó sin respiración y cayó al suelo como un fardo, retorciéndose y quejándose.
—¡Y chitón! —le advirtió Montalbano antes de volver a sentarse.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Fazio al entrar.
—No lo sé —dijo el comisario con cara de no haber roto un plato en su vida—. Le ha dado un retortijón. Ayúdalo a sentarse y dale un vaso de agua.
Cuando Savagnoli se recuperó, su actitud había cambiado por completo. Con la mirada gacha, estaba sudando y ya no tenía aires de chulo.
—¿Cómo los habéis pillado? —le preguntó el comisario a Fazio.
Una parte de la respuesta ya la sabía, pero quería que Savagnoli la oyese.
—Haciendo la habitual ronda nocturna —empezó Fazio—, hemos visto que dos individuos saltaban la verja de un chalet en Marinella, entraban en el jardín y se apostaban debajo de una ventana abierta. Nos hemos quedado escondidos vigilando, a ver qué hacían, y al comprobar que estaban filmando lo que sucedía dentro de la casa, hemos intervenido.
El comisario miró a Savagnoli.
—Me parece que eso basta para una denuncia en toda regla. Allanamiento de morada, violación de la intimidad, intento de chantaje…
—Yo sólo obedecía una orden de mi jefe, el dottor Ragonese —replicó el cámara.
—¿Qué orden te dio?
—Me dijo que había que cubrir una exclusiva, que había recibido una llamada anónima.
—¿Cuándo habéis llegado al chalet?
—Poco antes que usted. Al darnos cuenta de que la galería estaba muy iluminada…
—¿No lo sabíais de antemano?
—¿Quién iba a decírnoslo?
—Continúa.
—En las inmediaciones había una barca en la arena. La hemos cogido fingiendo ser pescadores. Esperábamos que la velada subiera de temperatura pronto. Pero al poco rato se han trasladado al comedor y allí no había manera de filmarlos. Así que nos hemos bajado de la barca para rodear el chalet, y hemos saltado la verja para aguardar en la oscuridad bajo la ventana del dormitorio, con la esperanza de que antes o después…
Entre el calor que hacía y lo que aquel tipo estaba diciendo, Montalbano se sintió al límite. Tenía náuseas; no quería saber nada más.
Se levantó de golpe. Los otros se quedaron mirándolo.
—Dile al dottor Ragonese que, por su propio interés, venga mañana a las nueve a la comisaría —le dijo a Savagnoli. Y luego a Fazio—: Confisca la cámara, redacta el acta y pon en libertad a este capullo. Yo me voy a casa.
Mientras volvía a Marinella, pensó que Liliana se había anotado dos puntos a su favor.
No había puesto adrede la bombilla de cien para permitir la filmación. Y no había acordado nada con el cámara.
Entonces, ¿estaba implicada o no? Y en caso afirmativo, ¿en qué medida? ¿O era totalmente inocente respecto a la trampa que, por suerte, no había llegado a buen puerto? En otras palabras, ¿quien había llamado a Ragonese quería comprometerlo sólo a él o también a ella?
Cuando pasó por delante del chalet de los Lombardo, vio que estaba completamente a oscuras. Liliana debía de haberse ido a dormir, cabreada a más no poder con él.
Estuvo un rato sentado para que se le pasaran los nervios. Se había librado de una buena, gracias a Nicolò. Ragonese habría sido capaz de pasar la filmación hasta el infinito.
Aunque, bien pensado, ¿qué clase de exclusiva habría sido? No se trataba de nada delictivo, desde luego, pero él habría quedado en evidencia, bastante más que Liliana. Sin duda alguna, el jefe superior lo habría trasladado. Y quizá era ése, en última instancia, el verdadero objetivo de la exclusiva. Fue a acostarse, pero dio bastantes vueltas en la cama antes de conciliar el sueño. Es verdad que la causa principal era el calor, pero de vez en cuando la visión de Liliana con los brazos tendidos hacia él echaba leña al fuego.
A la mañana siguiente, Liliana no estaba delante de la verja. En el chalet no había señales de vida. Habría cogido el autobús para ir a trabajar. Seguramente era la primera vez que un hombre la rechazaba. Lo más probable era que no volviera a verla, salvo por casualidad. A no ser que la inexplicada necesidad de granjearse su amistad resultara más fuerte que la ofensa recibida.
En realidad, la noche anterior las cosas no habían ido como Montalbano hubiera querido; no había conseguido comprender lo que pretendía Liliana con el tejemaneje que se traía con él.
A las nueve en punto recibió una llamada de Catarella.
—Dottori, está in situ el siñor Fragolese, que dice que tiene una cita con usía, y el abogado Calalasso está con él, o sea, con el susodicho siñor Fragolese.
Debía de ser Ragonese.
—Hazlos pasar y mándame también a Fazio.
El abogado se llamaba Calasso. Montalbano ya lo conocía y lo apreciaba. El comisario no le tendió la mano a Ragonese y éste tampoco a él. Estaban sentándose cuando apareció Fazio con unos papeles en la mano: el acta de la noche anterior.
—¿Empiezo yo? —preguntó Montalbano.
—Forzosamente, puesto que es usted la acusación —dijo Ragonese.
—No —replicó el comisario—; las acusaciones las formulará el ministerio público, al que informaré inmediatamente después de esta reunión, de la cual, si su abogado está de acuerdo, no se levantará acta.
—De acuerdo —aceptó el letrado.
—Bien, los hechos se desarrollaron así. El aquí presente inspector Fazio y el agente Gallo, mientras realizaban anoche la ronda habitual, observaron que dos individuos saltaban la verja de un chalet en Marinella, entraban en el jardín e iban a apostarse bajo una ventana abierta. Poco después, uno de los dos empezó a filmar lo que estaba sucediendo dentro. En ese momento, Fazio y Gallo decidieron intervenir. Todo esto se hizo constar anoche en acta, que fue firmada por los dos arrestados. Si quieren leerla…
Fazio iba a tendérsela al abogado, pero éste lo detuvo.
—No es necesario.
—No estoy de acuerdo —dijo Ragonese.
—¿En qué?
—En que los dos policías se encontraran allí por casualidad. Estoy más que seguro de que al comisario Montalbano lo avisó a tiempo alguien de Televigàta y…
—Abogado, ¿quiere intervenir? —preguntó Montalbano—. ¿Quiere explicarle a su cliente que lo que afirma es una suposición sin ningún fundamento y que, además, el problema no es ése?
Ragonese iba a abrir la boca, pero Calasso le dijo con sequedad:
—Hable sólo cuando yo se lo diga.
—Bien —prosiguió el comisario—. El cámara Savagnoli pidió que constara en acta que había actuado por orden del aquí presente dottor Ragonese, quien, al parecer, organizó la filmación clandestina a raíz de una llamada telefónica anónima. —Hizo una pausa y pronunció lentamente la frase que había preparado y en la que depositaba todas sus esperanzas—: Llamada que, naturalmente, el dottor Ragonese no está en disposición de demostrar que haya existido realmente, y en consecuencia…
—Un momento —dijo Ragonese. Y antes de continuar miró al abogado, el cual afirmó con la cabeza.
Montalbano mostraba un semblante impasible, pero por dentro exultaba. ¡Confiaba tanto, tantísimo, en que Ragonese le dejara oír la llamada!
—Estoy en disposición de demostrar que la llamada existió —declaró Ragonese, triunfal.
—¿Cómo?
—Tengo la costumbre de grabar todas las llamadas que recibo.
Sacó del bolsillo una grabadora, la dejó encima de la mesa y la puso en marcha.
En los oídos de Montalbano empezaron a tañer campanas de júbilo.