Montalbano pensó que un ligero empujoncito en ese momento sería muy conveniente.
—Señor Miccichè, tenga en cuenta que no es un delito prestar el coche a alguien de vez en cuando. Yo también se lo presto a veces a mi mujer o mi hermano. —Era tranquilizador dar una imagen de policía con familia, y, por tanto, de ser una persona como las demás.
Miccichè se quedó pensando un momento antes de hablar.
—Ya sé que no es delito.
¿No era suficiente el empujoncito? ¿Había que recurrir a la amenaza de las tenazas?
Montalbano se puso serio.
—Quiero recordarle que soy un funcionario público y que está usted obligado a responder a mis preguntas.
Miccichè suspiró.
—No es que no quiera responder… pero es que se trata de un asunto bastante reservado. No desearía perjudicar…
—Le aseguro formalmente que todo lo que me cuente ahora quedará entre usted y yo.
Finalmente, Miccichè se decidió.
—En este mismo rellano vive la familia Tallarita. Cuando me ocurrió la desgracia, fueron de gran ayuda para mí. Les estoy muy agradecido. Un día Arturo, que es el hijo, vino a pedirme en secreto que le prestara el coche. Me rogó que no le contara nada a nadie, ni siquiera a su madre. Tenía una relación con una mujer casada que vive fuera del pueblo. Luego, como yo ya no podía utilizar el coche y quería venderlo, me convenció de que me lo quedara; él pagaría el alquiler del garaje, el impuesto, el seguro. Entonces yo le dije que se lo vendía a él, que me lo pagara poco a poco. Pero me contestó que no, que no quería aparecer como propietario de un vehículo. Además, a mí me gusta seguir teniendo el coche y pensar que quizá un día podré volver a conducirlo… Resumiendo, le di las llaves del garaje, puesto que sólo utiliza el automóvil de noche.
Otra pieza colocada en su sitio.
La hipótesis formulada en el muelle había resultado correcta: Liliana tenía un solo amante, Arturo.
Pero ¿por qué hacía lo posible y lo imposible para que se creyera que su relación había terminado?
Si a su marido le tenía sin cuidado lo que hacía y no había otro hombre por medio, ¿qué necesidad había de ocultar que eran amantes?
Por otro lado, Arturo también quería mantenerlo en secreto, no quería que nadie se enterara. En su caso podía haber una explicación: era probable que estuviese comprometido con alguna chica de Vigàta, y si el asunto salía a la luz, igual el noviazgo se iba a paseo.
Como conducía distraído, al entrar en la calle principal advirtió demasiado tarde que no había respetado el stop. Un potente coche que apareció a gran velocidad estuvo en un tris de embestirlo, pero consiguió frenar a un centímetro del suyo. Montalbano, instintivamente, también frenó. Al volante del deportivo de dos plazas iba un individuo que permaneció inmóvil. El comisario no sabía si estaba cediéndole el paso y, por prudencia, no se movió.
Entonces el deportivo retrocedió un poco y salió disparado con un chirrido de neumáticos, rozando el morro del vehículo de Montalbano, en dirección a Montelusa.
El comisario no tuvo tiempo de ver la matrícula, pero estaba seguro de que la cara del conductor era la del señor Lombardo, el marido de Liliana.
¿Venía del chalet?
Acababa de llegar a la comisaría cuando recibió una llamada interior de Catarella.
—Dottori, está en la línea la siñora Lombarda, la cual querría…
—¿Lombarda o Lombardo?
—Lombarda.
—¿Seguro?
—Seguro que es un apellido fiminino, dottori.
Era Liliana, que empezó a hablar en cuanto oyó el clic indicativo de que le pasaban la llamada, de modo que el comisario sólo llegó a decir una sílaba:
—Di…
—Hola. Oye, Salvo, perdona que te moleste en el trabajo, pero no podía hacer otra cosa.
—No me digas.
—Tengo una propuesta que hacerte.
—Házmela.
Risita.
—Primero dime que sí.
—Pero, si no me la haces, ¿cómo voy a…?
—Tienes que fiarte.
Era lo último que había que hacer con alguien como Liliana. Era capaz de llevarlo a pasear por la calle principal o a un lugar muy concurrido y comportarse como si acabaran de levantarse de la misma cama. Sí, bueno, ¿y qué? ¿Qué le pasaba? ¿Ahora lo asustaban las trampas, por lo demás bastante ingenuas, de una mujer? El problema era que de esa mujer le gustaba todo. Hasta la falsedad.
—Sí —dijo.
—Como puedo salir una hora antes, esta noche estaré disponible para corresponder a tu invitación a cenar. ¿Estás libre?
Le estaba ofreciendo una excusa perfecta. Podría inventarse cualquier compromiso…
—¿Sí o no?
«Decídete, Montalbà. Recuerda lo mal que acaban todos los indecisos, desde el asno de Buridán hasta Hamlet».
—Sí.
—Entonces vienes, ¿eh? Recuerda que ya me has dicho que sí; si ahora dices que no, faltarás a tu palabra.
—Iré.
—¿Lo juras?
—Lo juro.
—No sabes la alegría que me das. —Y le mandó un sonoro beso a través de la línea.
—Oye, Liliana, perdona, pero me ha parecido ver a tu marido hace un rato.
Otra risita.
—Es posible.
—Entonces, ¿lo conoceré esta noche?
—¡No, no! Debe de haber pasado por Marinella para recoger algo que necesitaba. No te preocupes; estaremos tú y yo solos.
Había bastantes probabilidades de que hubiera hecho la llamada en presencia de otros.
Liliana se estaba embalando. ¿Qué necesidad tenía de hacerlo? ¿Cuántas mentiras más le contaría?
Y por cierto, ¿su marido estaba siempre de paso? ¿Nunca se quedaba unos días en Marinella?
Esa pregunta lo llevó a otras que estaban como engarzadas, a la manera de las cerezas.
Un representante de ordenadores que tenía la exclusiva de determinada marca para toda la isla, ¿contaba con un muestrario?
¿Tenía en depósito algunos ordenadores para dejar en una empresa o una oficina a fin de que los probaran?
¿Y dónde se encontraba ese posible depósito?
¿En el chalet de Marinella?
¿Y por qué se le habían ocurrido de repente esas preguntas acerca del marido de Liliana?
¿Qué utilidad tenían?
¿Y qué iba a llevarle a Liliana?
¿Rosas o cannoli?
«Sabes de sobra que ya has elegido los cannoli», intervino el pesado de Montalbano segundo.
¿Y no valía más acabar de una puñetera vez con todas esas preguntas que estaban dándole dolor de cabeza?
Llamó a Fazio para que fuera a su despacho.
—¿Qué estabas haciendo?
—Nada. Estaba preguntándome por qué ponen bombas delante de almacenes vacíos.
—¿A mí me lo dices? No paro de estrujarme el cerebro con ese asunto. ¿Y has llegado a alguna conclusión?
—No, señor.
—Yo tampoco.
—¿Quería algo?
—Sí. Te he llamado para preguntarte si te consta que Arturo Tallarita tenga un coche.
—Me he informado. Incluso en el Automóvil Club. No consta que tenga ningún coche.
—Porque el que utiliza no es suyo. Se lo prestan. Y resulta que es un Volvo verde.
Fazio estaba atónito. Y el comisario se lo contó todo.
—Así, ¿la señora Lombardo sólo tiene un amante?
—Eso parece.
Fazio se quedó pensativo.
—Lo que no entiendo es por qué le contó a usía que había roto con el chaval.
—Quizá porque está haciendo todo lo posible y más para atraparme a mí. Y quiere convencerme de que disfrutaré yo solito del pastel, de que no tengo que compartirlo con nadie, ni siquiera con su marido.
Fazio lo miraba perplejo.
—Pero ¿por qué lo hace?
Montalbano fingió que se mosqueaba.
—¿Cómo que por qué? ¿Te olvidas de mi atractivo viril? ¿Y de mi prestancia física? ¿Y de mi inteligencia?
Fazio no picó.
—Dottore, si se tratara sólo de atractivo, o de cosas de ese tipo, usía no me habría contado esta historia. Usía sabe que si la señora actúa así es porque tiene en mente un objetivo preciso, alguna otra cosa, aparte de la cama.
Agudo, no cabía duda.
Sonó el teléfono.
—Dottori, lo llama nuevamente la siñora Lombarda.
—Pásamela.
Puso el manos libres para que Fazio pudiera oírla.
—Dime, Liliana.
—Me he acordado de que no tengo absolutamente nada en casa. Debo comprarlo todo.
—¿Quieres que lo dejemos para otro día?
—Ni hablar. Pero quería preguntarte si puedes echarme una mano.
—Encantado. ¿Qué quieres que haga?
—Yo llego dentro de un cuarto de hora con el autobús de Montelusa. Si pudieras recogerme y acompañarme a hacer la compra…
El comisario miró a Fazio, que permaneció impasible. Si había llegado hasta ahí… Decidió continuar con el juego.
—Ahí estaré. Hasta luego.
Y colgó. Fazio lo miró con expresión interrogativa.
—Quiere que hagamos una especie de desfile por la pasarela juntos, ¿comprendes? Mostrar a media ciudad que nos une una relación estrecha, probablemente íntima. De esta forma, aleja la hipótesis de que puede haber otro hombre en su vida, o sea, Arturo.
—De acuerdo. Pero ¿de quién quieren esconderse? ¿De quién tienen miedo? Del marido desde luego no. Y Arturo no está casado.
—¿Y por qué voy yo a cenar? Voy porque es precisamente eso lo que intentaré descubrir esta noche.
Llegó a la parada antes que el autobús. Bajó del coche para fumarse un cigarrillo. Ya había una decena de personas esperando el autobús, que un cuarto de hora más tarde saldría de nuevo para Montelusa.
A quien madruga, Dios lo ayuda.
Lo primero que hizo Liliana al apearse fue correr a su encuentro con los brazos abiertos, soltando exclamaciones de alegría, abrazarlo y darle dos besos en las mejillas. Razón por la cual Montalbano fue inmediatamente odiado por tres o cuatro representantes del sexo masculino que fueron testigos de la escena.
Después empezó el desfile por la pasarela.
En la panadería estuvo cogida de su brazo. En la tienda de comestibles le pasó un brazo por la cintura. En la carnicería encontró la manera de darle un beso de refilón.
—Ya lo tengo todo.
—Quiero comprar unos cannoli.
—Vale, voy contigo.
Liliana no desaprovechó la ocasión. Se las arregló para entrar en el café cogida de su mano y mirándolo extasiada, como si fuera Sean Connery cuando hacía de agente 007.
Montalbano pensó que podría haber ahorrado tiempo y esfuerzo poniendo un anuncio en el periódico que informara de que eran amantes.
—Ahora me acompañas a casa, tú te vas a la tuya y nos vemos a las nueve, no antes.
—Muy bien.
Aquello lo divertía y lo cabreaba a partes iguales. Lo divertía ver cómo y hasta dónde sería capaz Liliana de llevar ese juego peligroso, y lo cabreaba porque a todas luces ella lo consideraba un gilipollas integral, dispuesto a perderse ante la visión de sus piernas.
Sonó el teléfono. Era Nicolò Zito.
—Salvo, te he llamado a la comisaría, pero me han dicho que estabas en Marinella y… ¿Te molesto?
—No, Nicolò. ¿Qué pasa?
—No sé por dónde empezar…
—¿Se trata de algo serio?
—Pfff… no sé… Oye, voy a hacerte una pregunta, pero no pienses que me he trastornado.
—No lo pensaré.
—Si en vez de llamarte ahora, te llamara dentro de… pongamos tres o cuatro horas, ¿te molestaría?
Pero ¿se había trastornado o qué? ¿A qué venía una pregunta como ésa?
—Probablemente no te contestaría.
—¿Por qué?
—Porque no estaría en casa. He quedado con una persona.
—¿Hombre o mujer?
Pero ¿a Zito qué le importaba? En cualquier caso, Nicolò era muy buen amigo; seguro que esa llamada tenía algún sentido.
—Mujer.
—¿Lejos de Marinella?
—No; a cuatro pasos de mi casa.
—Oye, no te lo tomes a mal (me da apuro tener que hacerte estas preguntas), pero ¿es un encuentro… cómo decirlo… galante?
—Nicolò, yo ya he dicho bastante, ahora habla tú.
—Tengo que contarte algo de lo que me he enterado por casualidad por un cámara… Él tiene un amigo que trabaja en Televigàta y habían quedado para ir a bailar esta noche, pero ese amigo le ha telefoneado para decirle que no podía, que le habían encargado un trabajo importante, una auténtica exclusiva, por la parte de Marinella…
—¿Y qué?
—No sé por qué, pero he pensado que quizá el asunto podía estar relacionado contigo… Tú eres el único que vive en Marinella que puede interesar de un modo u otro a los de Televigàta.
—Nicolò, te lo agradezco, eres un verdadero amigo.
El comisario colgó. Notaba cierto amargor en la boca. En parte creía que Zito tenía razón y en parte no. Pero, por si acaso, ¿no era mejor cubrirse las espaldas?
Llamó a Fazio y hablaron un buen rato hasta que se pusieron de acuerdo.
La verja estaba cerrada. Liliana fue a abrirle y se ocupó de volver a cerrar. Llevaba un vestido probablemente ganador del premio al modisto que consiguiera utilizar menos tela.
A pesar de que no había testigos, lo besó en los labios y lo condujo de la mano hasta el interior de la casa.
Reía y caminaba con tal ligereza que parecía volar: la viva imagen de la alegría más espontánea.
Como era previsible, había puesto la mesa en la galería. Pero había más luz que la otra vez, tanta que resultaba molesta.
Ella interceptó la mirada de Montalbano hacia el aplique y se justificó:
—Se ha fundido la bombilla y en casa sólo tenía esta de cien.
«Así, mientras comemos, los mosquitos se nos comerán a nosotros», pensó el comisario.
No estaban sentados uno frente a otro, sino que Liliana había puesto dos sillas juntas.
—Así yo también puedo contemplar el mar.
Muy cerca de la orilla se distinguía una barca con dos pescadores a bordo. ¿Qué podían pescar a aquellas horas junto a la costa?
Hacía muchísimo calor.
El inicio del cara a cara, en vez de ser romántico, fue casi cómico. Porque, mientras se miraban sonriendo, Montalbano le dio un súbito manotazo a ella en el hombro izquierdo y después ella le atizó a él una torta.
Los dos primeros mosquitos habían caído, pero estaban llegando refuerzos. Apenas habían comido la mitad de los antipasti cuando los hombros y brazos descubiertos de Liliana ya estaban salpicados de picaduras. Así no se podía seguir.
—Oye —dijo Montalbano—, aquí se están congregando todos los mosquitos de la provincia. La luz es demasiado fuerte. Voy a buscar una bombilla a mi casa o cojo una de las tuyas del comedor para cambiar ésta.
—Apágala —contestó Liliana, molesta.
Él lo hizo. La consecuencia inmediata fue que se quedaron a oscuras; no veían ni dónde tenían la boca. Al comisario le entró risa. ¿Cómo se las arreglaría Liliana para resolver la situación, que amenazaba con convertirse en una farsa?
—Tendremos que trasladarnos al comedor —comentó ella en un momento dado, de mala gana.
Por lo visto, el comedor no era el campo de batalla escogido para su plan de guerra.
Empezaron a entrar y salir transportando botellas, platos, vasos, cubiertos, mantel y servilletas.
En el último viaje, Montalbano observó que los dos pescadores estaban sacando la barca a la arena. Quizá habían comprendido que por el momento no habría pesca.