A media mañana lo llamó Catarella. A Montalbano le costó un poco levantar el auricular, tenía el brazo anquilosado. Se le estaba desgastando a fuerza de firmar papeles.
—Dottori, no está en la línea en tanto en cuanto se encuentra in situ el siñor chapista, que desea hablar con usía personalmente en persona.
—¿Cómo has dicho que se llama? ¿Chapista?
Catarella no respondió.
—¿Te has quedado mudo?
—No, siñor; yo hablo, pero pido comprensión y perdón, dottori: no sé cómo se llama. Si usía lo desea, se lo pregunto.
—Entonces, ¿por qué has dicho que es el señor Chapista?
—Porque es chapista.
Ah, claro, debía de ser Todaro, el chapista que estaba trabajando en su coche.
—Hazlo pasar.
Todaro era un hombretón alto, gordo y pelirrojo, y al comisario le caía bien. Pese a ser una mole, de carácter era más bien tímido.
El comisario le estrechó la mano y le ofreció asiento.
—Dime.
—Perdone, dottore, pero ¿no está Fazio?
—No; acaba de salir.
Todaro torció la boca.
—Lástima, sería mejor que estuviera.
—¿Por qué?
—Para confirmar lo que creo que me dijo cuando me trajo su coche.
—¿Qué te dijo?
—Que el agujero era muy reciente, de ese día, ya que usía se había encontrado esa misma tarde en medio de un tiroteo de los carabineros.
Montalbano prefirió no decirle que en realidad no se sabía cómo había sucedido.
—Lo que Fazio te dijo es correcto.
Todaro pareció no saber qué hacer.
—Entonces, si usía lo confirma… —replicó al cabo de un momento, haciendo ademán de levantarse.
—Espera. ¿Qué querías decirme?
—Es que ahora ya no sé si viene a cuento.
—Adelante. ¿Hay algo que no te cuadra?
—No quisiera entrometerme… Si usía y Fazio me dicen una cosa, para mí es como la Biblia.
Mientras tanto, el comisario estaba recordando todas las dudas que lo habían asaltado después de que Vannutelli descartara la posibilidad de que hubieran disparado con fusil desde uno de los coches de la fila. Quizá el chapista había descubierto algo que podía servir para explicar el misterio.
—Olvídate de la Biblia y habla claro.
—Perdone si antes le hago una pregunta… ¿Puedo?
¡Joder, qué pesado!
—Hazla.
—Usía, después del tiroteo, ¿circuló mucho rato por algún camino rural o sin asfaltar?
—¡Qué va! Llegué a Montelusa, paré en un aparcamiento asfaltado y después volví aquí.
—¡Ah!
—Pero ¿qué es lo que no te convence?
—Que, en mi opinión, el agujero fue hecho antes.
Montalbano aguzó el oído.
—¿Estás seguro?
Todaro se revolvió en la silla.
—No es que el asunto me importe, ni que tenga curiosidad, pero me parecía que era mi deber…
—Está bien, está bien, pero cuéntame cómo has llegado a esa conclusión, por favor.
Todaro se armó de valor.
—La misma tarde que Fazio me trajo el coche, puse manos a la obra y me di cuenta de lo que voy a decirle. No le informé enseguida porque me parecía que no era de mi incumbencia, pero al final me decidí. Así que lo busqué ayer por la tarde en la comisaría, pero me dijeron que se había ido a Marinella; lo busqué en Marinella, pero no me contestó nadie.
El comisario estaba a punto de perder la paciencia.
—Está bien, pero ¿de qué te diste cuenta?
—Dottore, el orificio de entrada del proyectil levantó la pintura de alrededor, pero no tanto como para que saltara. Se formó como una borbolla. ¿Me explico?
—Te explicas perfectamente.
—Dentro de esa borbolla encontré demasiado polvo, más del que se puede acumular en medio día.
Tenía buen ojo, el chapista.
—Y hay otra cosa —continuó Todaro.
—Dímela.
—He trabajado con montones de coches de la policía con balazos, metralla… Algunos proyectiles, al atravesar una chapa de hierro, producen en la parte interior del orificio cierta oxidación. Ahora bien, ese efecto empieza a notarse al menos veinticuatro horas después, no puede suceder en menos de medio día. Y de hecho ahora está, pero no estaba cuando Fazio me trajo el coche.
El comisario lo miró con admiración.
—¿Por qué no haces que te contraten como asesor en la Científica? Eres mejor que muchos de ellos.
—Gracias, pero soy mejor chapista todavía.
Cuando Todaro se hubo ido, Montalbano estuvo media hora devanándose los sesos con aquel problema.
Había que descartar la posibilidad de que él se encontrara dentro del vehículo cuando dispararon. Habría tenido que darse cuenta forzosamente, eso era impepinable, a menos que hubiera perdido el conocimiento. Y no lo había perdido.
Así que, por lógica, habían disparado contra su coche cuando él no estaba presente.
Pero ¿cuándo? ¿Y dónde?
Desde luego, no mientras estaba aparcado en Retelibera. Y tampoco en Marinella. Si hubiera ocurrido de noche, el tiro lo habría despertado.
En los últimos días no había hecho otra cosa que ir y volver de Vigàta a Marinella, con una visita a Montelusa.
¿Dónde había estado aparcado el coche mucho rato? Ah, sí, delante de casa de Adelina. ¿Le habrían disparado entonces?
—¿Se puede? —dijo desde la puerta Mimì Augello.
—Pasa y siéntate. ¿Qué quería el jefe superior?
—Parece que los sindicatos están organizando una manifestación.
—Pues menuda novedad.
—Se trata de nuestros sindicatos, los de la policía. Una manifestación nacional, delante del Parlamento, para protestar contra los recortes.
—¿Y qué le va ni le viene al señor jefe superior? ¿Le molesta? ¿Quiere intentar impedirla?
—Quería informarse de cuál es la situación en nuestra comisaría.
—¿Y tú qué le has dicho?
—Que no sabía nada. Y es la verdad.
—Has hecho bien. Pero hazme un favor personal: infórmate, intenta averiguar algo.
—¿Por qué?
—Porque no quisiera que hiciésemos un mal papel. Nuestra representación en la manifestación debe ser considerable. ¿Queda claro?
—Clarísimo —dijo Mimì.
Fazio volvió tarde, cuando Montalbano ya estaba pensando en irse a comer.
Tenía la cara de las grandes ocasiones.
—¿Qué hay?
—Traigo un cargamento especial.
—Habla.
—Mi amigo de la Científica dice que se trata de la ojiva de un cartucho no usual utilizado en fusiles de alta precisión, de los que llevan mira telescópica.
—¿Como aquel con que dispararon a Kennedy?
—Sí, más o menos. Pero no ha podido decirme nada más.
—Pues yo sí que tengo algo más que decirte.
Y le contó la visita de Todaro.
—La única explicación posible —dijo Fazio— es que dispararan contra el coche mientras usía no estaba.
—Sí, a esa misma conclusión he llegado yo.
—Y no puede ser una amenaza o una intimidación, porque si no llego a decírselo yo, casi seguro que usía no habría visto el agujero. Si hubieran querido mandarle una advertencia clara, una que le llegara sin lugar a dudas, le habrían disparado una ráfaga de metralleta en todo el lateral.
—¿Entonces…?
—En mi opinión, es una bala perdida de alguien que disparaba para practicar y usía no tiene nada que ver en el asunto.
—Pero ¿dónde fue? ¿Y cuándo?
Fazio abrió los brazos.
—Cambiemos de tema —dijo de pronto el comisario—. Has dicho que traías un cargamento especial.
—Ah, sí. Aprovechando que estaba en Montelusa, he pasado por la tienda de ropa. Total, nadie me iba a reconocer.
—¿Arturo Tallarita tampoco?
—No creo que el chico sepa quién soy. Y de todos modos, suponiendo que me reconociera, tanto mejor, así se pondría más nervioso. Y el nerviosismo empuja a hacer tonterías.
—Continúa.
—La tienda es realmente grande, ocupa tres plantas. Y está muy bien surtida, hay ropa buena y a buen precio. Vale la pena. Debería pasarse por allí usted también.
El comisario lo miró atónito.
—Pero ¿te pagan por hacerles propaganda?
—No, señor; la hago gratis.
Pero bueno, ¿esa mañana tenían todos ganas de perder el tiempo?
—Al llegar —prosiguió Fazio—, he visto a Tallarita atendiendo a un cliente en la planta baja y a la señora Lombardo en el primer piso. Hay como mínimo una decena de dependientes, entre hombres y mujeres. Después de mirar un rato, he visto un traje que me gustaba. Y un dependiente me ha acompañado a uno de los probadores. Era el penúltimo.
Montalbano resopló.
—Tenga un poco de paciencia. Los probadores están todos en fila, separados por cortinas, y tienen al fondo un gran espejo. Acababa de quitarme los pantalones cuando he oído entrar a dos personas en el probador de al lado, que era el último de la fila. Me he puesto los pantalones nuevos y me he mirado en el espejo.
—¿Cómo te quedaban?
Fazio lo miró, preguntándose si el comisario estaba tomándole el pelo, pero al cabo siguió con su relato.
—Por lo visto no habían corrido del todo la cortina que separaba los dos probadores, porque mi espejo reflejaba la imagen del espejo del probador contiguo y…
—Un momento. Si los espejos de los probadores están uno junto a otro, o sea, orientados en la misma dirección, tu espejo no podía reflejar la imagen que…
—Sí podía, porque el espejo del último probador no está colocado al fondo, justo enfrente de la entrada, como los demás, sino en el lado derecho. ¿Me explico?
—Perfectamente. ¿Y qué has visto?
—A Arturo y la señora Lombardo besándose. Estaban completamente ensimismados.
El mazazo fue fuerte.
Un juego de espejos. Otro. Y esta vez no metafórico, pero que había servido para revelar una verdad.
Montalbano reaccionó ante la noticia que lo había dejado de piedra como sólo él sabía hacer.
—¿Y al final te has comprado el traje?
El comisario fue a la trattoria. Comió sin ganas, indudablemente por culpa de la historia de Fazio. Enzo se dio cuenta.
—¿Qué le pasa?
—Estoy pensativo.
Enzo repitió una frase que le gustaba bastante:
—Panza y pito, de pensar no son amigos.
La cuestión era que los pensamientos tienes que llevarlos encima a la fuerza, no son un paraguas que dejas a la entrada.
Durante el paseo por el muelle y después, sentado en la roca plana, no hizo más que pensar en Liliana y Arturo besándose a escondidas en el probador.
Estaba claro que la vecina no le había contado de la misa ni siquiera la mitad, como él había creído. Quizá un cuarto escaso.
Con toda probabilidad tenía dos amantes a la vez, Arturo y el del Volvo. Y a saber si, en ese laberinto de embustes, era verdad que Arturo le había destrozado el motor.
¿O quizá Fazio había asistido a un violento e imprevisto reavivamiento de la llama de la pasión, cosa, por lo general, bastante peligrosa?
Se encontraba desde hacía días ante una serie de hechos en apariencia erráticos, que podían resumirse en los siguientes puntos:
¿Cuándo, dónde y por qué habían disparado contra su coche?
¿Por qué ponían bombas delante de almacenes vacíos?
¿Por qué Liliana había ido a contarle una sarta de mentiras?
¿Y por qué había querido fingir que mantenía con él una estrecha amistad o algo más?
Bruma densa.
Amargamente desconsolado, pensó que diez años antes habría podido encontrar al menos el principio de una respuesta a una de esas preguntas.
Ahora, en cambio, procedía con lentitud en todo, pasito a pasito, como…
… como un viejo, digámoslo claramente.
Ahora sentía que le faltaba ímpetu, lo que te empuja hacia delante, lo que…
«¡No me salgas otra vez con esa monserga de la vejez que se acerca a pasos agigantados! —intervino, fuera de sí, Montalbano segundo—. ¡Estás convirtiéndolo en una coartada que te resulta cómoda! ¡Y encima eres un hipócrita, porque lo sabes de sobra! ¡Así que, si necesitas tu propio hombro para llorar, para desahogarte, adelante, úsalo, pero no más de cinco minutos, porque si no acabas tocándote las pelotas a ti mismo y tocándoselas a los demás!»
Y en ese preciso momento al comisario se le ocurrió una posible respuesta para una de las muchas preguntas que lo asediaban.
«Gracias por la ayuda», le dijo Montalbano primero a Montalbano segundo.
Y se fue a toda prisa a la comisaría.
En el aparcamiento, antes de bajar del coche, cogió un papel y escribió la matrícula del Volvo verde. Si se la decía de viva voz, Catarella era capaz de organizar tal lío que al final nadie entendería nada.
—Catarè, averigua a quién pertenece este coche. Telefonea a Tráfico, al Automóvil Club, a Dios Padre si hace falta, pero dentro de un cuarto de hora como máximo quiero tener la respuesta.
Catarella fue puntual como un reloj suizo. Llamó al comisario en cuanto expiró el plazo.
—Dottori, el susodicho automóvil es propiedad del siñor Addonato Miccichè, que es de aquí, o sea, que vive, en tanto en cuanto es residente, en Vigàta.
—¿Tienes su dirección?
—Sí, siñor. Via Pissaviacane, veintiséis.
Montalbano dio un respingo en la silla. Pero bueno, ¿es que no había más calles en Vigàta?
—¿Estás seguro?
—¿De qué?
—De la dirección.
—Como de la muerte, dottori.
Montalbano se quedó indeciso unos instantes. ¿Qué hacía? ¿Telefoneaba a Miccichè o iba a verlo en persona? Optó por lo segundo. Pillar a las personas desprevenidas tiene la ventaja de que no les das tiempo para construir una verdad a su favor.
Cogió el coche y llegó a via Pisacane.
El piso de Donato Miccichè estaba en el mismo rellano que el de los Tallarita.
Fue a abrirle un sexagenario en silla de ruedas, con barba. Llevaba una chaqueta de pijama vieja y una manta sobre las piernas.
—Soy el comisario Montalbano. ¿Es usted Donato Miccichè?
—Sí.
—Tengo que hablar con usted.
—Pase.
Lo llevó al típico salón comedor con un sofá y dos butacas en una esquina. Se respiraba un aire de pobreza digna.
—¿Le apetece un café?
—No, pero se lo agradezco. No le haré perder mucho tiempo.
—Usted dirá.
—¿Es usted el dueño de un Volvo verde con matrícula XZ 452 BG?
—Sí —respondió Donato Miccichè. Y al cabo de un momento pareció asustarse—: ¿Ha ocurrido algo?
—No; es un control rutinario.
Miccichè pareció aliviado.
—Tengo el seguro en regla.
—No he venido por eso.
—Entonces, ¿qué quiere saber?
—¿Dónde está el vehículo?
—Tengo un garaje alquilado a dos pasos de aquí.
—Dígame la dirección exacta.
—Via Pisacane, once.
¡Cómo no!
—¿Quién lo conduce habitualmente?
—Hasta hace seis meses, siempre yo. Luego, por desgracia, ya no he podido.
—¿Qué le ha pasado?
—Un coche me arrolló mientras cruzaba la calle, en Montelusa, y me destrozó las piernas.
—¿Y lo utiliza alguno de sus familiares?
—Mi mujer no sabe conducir y mis dos hijos trabajan fuera, uno en Roma y el otro en Benevento.
—Entonces, ¿debo deducir, por lógica, que desde hace seis meses su coche está guardado en el garaje?
El malestar de Miccichè fue evidente. Hizo amago de ir a decir algo, pero se arrepintió y se quedó callado.