6

En el chalet de los Lombardo estaban las luces encendidas. Eso significaba que Liliana se encontraba en casa, aunque no se la veía. ¿Acudiría a comerse los arancini, como había prometido? Montalbano, a saber por qué, se temía que en el último momento buscara una excusa para no ir. Al meter la llave en la cerradura, oyó el teléfono. Era algo que sucedía a menudo, como si el teléfono percibiera a distancia la llegada del coche y empezara a sonar de forma que él no tuviese tiempo de contestar. Se apresuró todo lo que pudo, pero cuando levantó el auricular ya sólo se oía la señal de tono. Fue directamente a la cocina, sacó los arancini del frigorífico y los metió en el horno, que puso a temperatura baja. Se dirigió al cuarto de baño para lavarse un poco y luego encendió el televisor para ver la entrevista que le había hecho Nicolò. Después lo apagó y fue a poner la mesa en la galería.

Al terminar, se sentó en el banco, encendió un cigarrillo y se puso a pensar en lo que lo estaba corroyendo: ¿desde dónde podían haber disparado a su coche?

El orificio de entrada hablaba claro: no presentaba irregularidades, era limpio y perfectamente circular. El arma la había disparado alguien situado en paralelo al coche, por lo que, si la reconstrucción de los carabineros era correcta, el tirador sólo podía encontrarse al otro lado de la fila de vehículos, en el campo que bordeaba la carretera.

Pero eso tampoco era posible, porque en ese caso el proyectil tendría que haber ido a parar forzosamente, antes que a su coche, a uno de los que hacían cola.

A no ser que el tirador estuviera en el primer piso de alguna casa. Pero entonces el orificio de entrada tendría una forma casi ovalada.

No había ninguna explicación.

Miró el reloj: nueve menos cuarto. Liliana estaba tardando mucho. ¿O acaso le había faltado valor de nuevo, como se temía?

Sonó el teléfono. Se quedó un momento dudando si contestar o no. Podía tratarse de Liliana o de algún gilipollas que le estropearía la velada.

Fue a contestar.

—¿Dottor Montalbano?

—Sí.

—Soy Liliana.

—¿No viene?

—He llegado hasta su puerta, pero al ver un coche que no conozco he pensado que…

—No, no; es el mío.

—¿Por qué se lo ha cambiado?

—Me he visto obligado a hacerlo. Luego se lo explico.

—¿Está solo?

—Sí.

—Entonces, voy para allá.

Montalbano fue a abrir y se quedó en la puerta para verla llegar vestida con pantalones y blusa, quizá porque tenía que decirle algo serio. Pero ¡qué guapa era! A modo de saludo, le estrechó la mano con una sonrisa tensa en el semblante pálido.

Él la hizo pasar a la galería y le ofreció asiento. No le gustaba que Liliana estuviera tan seria y ligeramente preocupada, como si fuera a someterse a un interrogatorio; sería mejor que se relajara un poco, de ese modo le resultaría más fácil hablar.

—Tengo en el frigorífico una botella de aquel vino que le gustó.

—¿Por qué no?

Después de beberse media copa, suspiró hondo y recuperó un poco de color.

—¿Por qué ha tenido que cambiar de coche?

El comisario le contó lo del tiroteo en el puesto de control, aunque sin decirle que los carabineros descartaban que la bala procediese de esa situación.

Ella ya estaba más distendida.

—¿Voy a buscar los arancini?

—Lo acompaño.

—Llevemos los platos.

En cuanto Montalbano abrió el horno, salió un olor delicioso, que resucitaría a un muerto.

—Como hay que comerlos bien calientes, cojamos de momento solamente uno por cabeza y después volvemos por más.

—Muy bien.

Se los comieron en un abrir y cerrar de ojos, acompañados del resto del vino.

—¿Vamos? —propuso Liliana.

—Vamos.

Liliana abrió el horno, puso dos arancini en el plato del comisario y el que quedaba en el suyo.

—Así no hacemos más viajes.

Montalbano cogió otra botella de vino.

Esta vez los degustaron poco a poco, sin hablar, sonriéndose sólo con los ojos.

Liliana volvía a ser la de siempre, cordial y sonriente; los arancini habían obrado el milagro de aligerarla del peso de las palabras que tendría que pronunciar.

—Si se ha quedado con hambre, tengo un queso exquisito.

—¿Está de broma?

Liliana ayudó a quitar la mesa y sacar el whisky, los vasos y el cenicero. El comisario observó que se servía una dosis generosa.

—¿Me da un cigarrillo?

Se lo fumó.

—¿Podría apagar la luz, por favor?

Quizá pensaba que la oscuridad le permitiría sentirse más cómoda.

El comisario apagó la luz. Pero, entre la que llegaba del comedor y la claridad de la noche, había suficiente para verse las caras. Liliana empezó a hablar en voz baja.

—Quiero explicarle por qué no he presentado una denuncia por los daños causados a mi coche.

Montalbano guardó silencio. Sabía por experiencia que cualquier pregunta que hiciera en ese momento, incluso el simple sonido de su voz, podía producir un efecto indeseado.

—Sé quién lo hizo.

Esta vez la pausa fue larga.

—Y por nada del mundo quisiera hacerle daño. Su comportamiento fue una reacción infantil, dictada por la rabia. No se repetirá; estoy convencida.

Se sirvió más whisky.

—Ahora viene la parte más difícil para mí.

Llegados a ese punto, el comisario se decidió a hablar.

—Oiga, Liliana, por mí puede dejar el asunto aquí. No está obligada a darme ninguna explicación de sus actos. Menos aún si se trata de motivaciones que supongo que son… cómo diría… estrictamente personales.

—Ya, pero de todos modos quiero decírtelo.

De pronto había pasado al tuteo. El comisario sintió un ligerísimo malestar. Ese «tú» acortaba, y bastante, una distancia que él habría preferido que siguiese siendo la que era.

—¿Por qué?

—Porque quisiera tenerte como amigo. Quisiera poder pedirte consejo, ayuda… Verás… no tengo a nadie con quien hablar, sincerarme… Es una situación que a veces me resulta insoportable. Y tú eres un hombre que transmite tal sensación de solidez, de seguridad…

Como estaban sentados uno al lado del otro en el banco, ella se acercó hasta pegarse al cuerpo de Montalbano y apoyó la cabeza en su hombro mientras seguía hablando.

¿Adónde quería ir a parar?

—Te hablo con el corazón en la mano, sin ocultarte nada. Adriano y yo no mantenemos relaciones desde hace dos años; nos hemos convertido en dos extraños. No sé cómo ha sucedido, pero el hecho es ése. Un mes después de llegar a Vigàta, encontré trabajo en Montelusa como encargada en una gran tienda de ropa de hombre y mujer. Se llama A la Última Moda. Uno de los dependientes es un joven de veintipocos años, un chico muy guapo, alto, atlético…

En la cabeza del comisario apareció un nombre iluminado con luces de neón: «Arturo Tallarita». No obstante, no abrió la boca.

—Resumiendo, me resistí hasta que no pude más. Pero al cabo de un tiempo me di cuenta de que se trataba de un tremendo error. Demasiado joven, impulsivo, posesivo… Y le prohibí que volviera a venir. La otra noche vino a buscarme un amigo, me acompañó muy tarde a casa, y a la mañana siguiente el coche estaba… ya lo viste. Al llegar al trabajo mandé llamarlo y… se echó a llorar, confesó, me suplicó que no lo denunciara. Y eso es todo.

No, no era todo. ¿Y el hombre del Volvo? Pero Liliana estuvo un rato en silencio. Le había pasado un brazo alrededor de los hombros y lo atraía hacia sí.

—¡Qué bien estoy contigo! —susurró, los labios casi tocándole la oreja. Bastaba con que Montalbano volviera un poco la cabeza…

Sonó el teléfono.

—Disculpa —dijo entonces el comisario, liberándose del abrazo.

Era Livia.

—¿Estás solo?

Pero ¿por qué le hacía esa pregunta? ¿Acaso tenía un sexto sentido? ¿O una bola de cristal?

—Sí.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—¡Qué habladores estamos! ¿No puedes hablar o no quieres?

—Te he dicho que…

—Vale, vale, no te molesto más.

Y colgó.

Cuando el comisario volvió a la galería, Liliana estaba apoyada en la barandilla. El momento mágico había pasado. No era probable que, al menos esa noche, se repitiese. Montalbano se puso a su lado y encendió un cigarrillo.

Ella esperó a que se lo terminara antes de decir:

—Se ha hecho tarde. Me voy a casa.

—Si quieres quedarte un poco más, no…

Liliana miró el reloj y se sobresaltó.

—¡Qué tarde se ha hecho! ¡Dios mío, no, gracias; tengo que irme enseguida!

¿Cómo es que le entraba tanta prisa?

—Te acompaño hasta tu casa.

—No.

Fue un «no» tan seco que Montalbano no replicó. Liliana entró en la casa y el comisario la siguió. Al llegar ante la puerta, ella le tendió la mano.

—Gracias por la agradable velada, por los arancini y por toda la paciencia que has tenido conmigo.

—¿Hasta mañana a las ocho?

—Si no es molestia…

De pronto le rodeó el cuello con los brazos, lo besó en la boca, abrió la puerta, salió y cerró a su espalda.

Montalbano volvió a sentarse en la galería.

La querida y atractiva Liliana le había contado la verdad, pero no toda, sólo de la misa la mitad. Aunque era suficiente para explicar el nerviosismo de Arturo cuando él se presentó en casa de los Tallarita. Evidentemente, el chico pensó que Liliana había cambiado de opinión y presentado una denuncia por los daños causados al coche. Tenía que avisar a Fazio para que no indagara sobre Arturo; ahora ya estaba todo claro.

En cambio, lo que seguía de lo más oscuro era el comportamiento de Liliana con él. Había representado, desde luego muy bien, un inicio de seducción en toda regla. Una táctica perfecta. Pero quizá era demasiado pronto para preguntarse la razón; había que esperar a otro encuentro para tener las ideas claras. En cualquier caso, era más que evidente que Liliana quería ponerlo de su parte, tenerlo como aliado.

Pero ¿contra quién? ¿Cuál era la otra mitad de la misa?

Hizo una apuesta consigo mismo. Y mientras la hacía, se echó a reír.

Para averiguar si la había ganado o perdido, quizá era mejor esperar un rato más. Así que se sirvió tres dedos de whisky y se los bebió despacio, con toda tranquilidad.

Luego entró en casa y abrió la puerta principal sin encender la luz del recibidor.

Echó a andar por el estrecho tramo de carretera. Cuando tuvo a la vista la verja del chalet de los Lombardo, sintió una profunda decepción. Se había equivocado de medio a medio.

Dio media vuelta para dirigirse a su casa. Pero aún no había dado tres pasos cuando lo pensó mejor y volvió a girar sobre sus talones para acercarse más al chalet.

Llegó a la verja y desde allí vio el Volvo verde aparcado en el jardín. Por la ventana del dormitorio se filtraba un hilo de luz.

Había ganado la apuesta.

Durmió mal; había sido un error no dar un buen paseo después de los arancini.

Se despertó a las seis y media, pero necesitó un tazón de café para estar en condiciones de llegar al cuarto de baño.

Estaba a punto de meterse en la ducha cuando oyó el teléfono. Era Fazio.

Dottore, perdone, pero quería decirle que esta mañana ha explotado otra bomba.

Soltó un juramento. ¿Le habían cogido el gusto?

—¿Delante de un comercio o de un portal?

—De un almacén.

—¿Daños personales?

—Un transeúnte herido. Lo han llevado al hospital de Montelusa.

—¿Grave?

—No, señor.

—¿Está Augello contigo?

—Sí, señor.

—Entonces no hace falta que vaya yo. Nos vemos más tarde en la comisaría.

Liliana estaba ante la verja. Fresca, descansada y perfumada, con una amplia sonrisa más luminosa que el sol. No llevaba pantalones y blusa, sino uno de sus vestiditos arruinafamilias.

—Hola.

En cuanto estuvo dentro del coche, se volvió hacia Montalbano para besarlo en la mejilla.

—¿Has dormido bien? —le preguntó.

—Más o menos. ¿Y tú?

—De maravilla. Como un tronco, a pesar de los arancini.

Estaba claro que le sentaban bien. Y menos mal que esta vez no había sacado a relucir a los angelitos.

—¿Te dejo en la parada del autobús?

—Sí, pero antes, si no te importa, tendría que pasar un momento por el café Castiglione. Quiero comprar unos cannoli para una dependienta; hoy es su cumpleaños.

Cuando llegaron, Liliana dijo:

—Entra tú también; te invito a un café.

Un café no se rechaza nunca. El local estaba abarrotado de gente desayunando; unos cuantos saludaron al comisario. Liliana pidió diez cannoli en la barra y luego, mientras tomaban el café, se le acercó tanto que lo tocaba con la cadera.

Después se dirigió a la caja para pagar y el comisario se quedó hablando con un conocido.

—Salvo, ¿por casualidad tienes dos euros? —preguntó Liliana en voz alta.

Montalbano se despidió del conocido, fue hasta la caja, le dio los dos euros a Liliana y regresaron al coche.

Mientras se dirigía a la comisaría, después de dejar a su vecina en la parada del autobús, Montalbano no pudo evitar sonreír. Pero ¡qué habilidad había tenido Liliana para que todos los presentes en el café vieran que ellos dos eran amigos! ¡Y quizá algo más que amigos!

Se jugaba las pelotas a que llevaba el bolso lleno de monedas; le había pedido dinero para poder llamarlo por su nombre delante de todos.

Poco a poco, las piezas del puzzle estaban encajando.

—¡Ah, dottori, dottori! ¡Ah, dottori!

Ésa era la letanía especial que entonaba Catarella cuando había una llamada del jefe superior.

—¿Ha llamado el jefe superior?

—Sí, siñor dottori, no hace ni diez minutos. Lo quería a usía o al dottori Augello, y como usía aún no se encontraba in situ, se lo he pasado al dottori Augello, que sí estaba in situ, el cual ha salido enseguida después de hablar con él, que es el antedicho, o sea, el siñor jefe supirior.

En su despacho encontró a Fazio esperándolo.

—¿Sabes qué quería el jefe superior?

—No, señor.

—Bueno, ¿qué me dices de esa bomba?

Dottore, era igual que la de via Pisacane, también estaba metida en una caja de cartón. Ésta la han puesto delante de la persiana metálica de un almacén de via Palermo.

—¿Un almacén de qué?

—Ahí está el busilis. Es otro almacén vacío.

—¿En serio?

—Dejó de estar arrendado hace tres meses.

—¿A quién pertenece?

—Pertenecía a un jubilado, Agostino Cicarello, antiguo empleado de correos. Murió el mes pasado. He hablado con su mujer y me ha dicho que era el único bien que poseía.

—Entonces hay que descartar un impago a la mafia.

—Sin duda. Y otra cosa: no hay posibilidad de error porque se trata de un almacén aislado, sin viviendas contiguas.

—Pero ¿qué quieren demostrar?

—Ufff…, a saber… —dijo Fazio, levantándose.

—¿Adónde vas?

—A Montelusa, a llevarle el proyectil a mi amigo de la Científica, como usía me pidió.

—Ah, sí, gracias. Oye, por cierto, olvídate de Arturo Tallarita.

—¿Por qué?

—Porque me he enterado de por qué estaba tan nervioso. Fue él quien destrozó el motor del coche de la señora Lombardo.

—¿Y cómo lo ha sabido?

—Me lo contó anoche la señora Lombardo.

—Ah —dijo Fazio, y se quedó parado.

—¿Qué pasa?

—Cuando usía me habló de Arturo, pensé que podía estar nervioso por otro motivo.

—¿Cuál?

—Que conocía el rumor de que su padre quería colaborar, y estaba asustado.

—¿Por la bomba?

—No, por la bomba no, por Carlo Nicotra, que vive en el mismo edificio.

—¿Y qué tiene que ver Nicotra?

—Tiene que ver porque Tallarita padre vendía droga a las órdenes de Nicotra.

Montalbano se quedó pensando un momento.

—Continúa indagando sobre Arturo y los otros inquilinos.