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—Mientras me contabas lo de Aloisi, cada vez me convencía más de una cosa —continuó el comisario.

—¿De qué? —preguntó Fazio con interés.

—Una vez vi una película de Orson Welles. Una escena se desarrollaba en una habitación hecha de espejos y uno no sabía dónde se encontraba; perdía el sentido de la orientación y creía estar hablando con alguien que tenía delante, cuando en realidad lo tenía detrás. Me parece que quieren jugar con nosotros exactamente a eso, quieren llevarnos a una habitación de espejos.

—Explíquese mejor.

—Quieren que perdamos el sentido de la orientación. Están haciendo todo lo posible, y puede que lo imposible, para que no averigüemos a quién iba destinada la advertencia. Para ser claros, ya no pienso que la bomba fuera desplazada casualmente hacia el almacén de Arnone; estoy convencido de que la pusieron allí adrede.

—Empiezo a entender.

—Le mandan la carta anónima a Arnone, y al mismo tiempo propagan el rumor de la colaboración de Tallarita con la brigada de Narcóticos, con el resultado de que nosotros seguimos estando como al principio. Vamos a remolque de sus pensamientos, como perros con correa. Tendríamos que ser nosotros los que lleváramos la iniciativa a partir de ahora.

—Sí, pero ¿cómo?

—Ahí voy. Cuando te dije que vieras quiénes vivían en el veintiséis de via Pisacane, sólo me hablaste de Carlo Nicotra y de dos con antecedentes penales. Y la razón de que lo hicieras fue que, desde tu punto de vista de policía, eran las únicas personas interesantes. ¿Es así?

—Sí, señor.

—Pues seguramente cometimos un gran error.

—¿Cuál?

—Limitarnos a esos tres. ¿Y si la bomba iba destinada a otro inquilino, uno sin antecedentes penales, alguien fuera de toda sospecha, alguien de quien todavía no sabemos nada? Tal vez se esfuerzan en impedir que lleguemos hasta él.

Fazio parpadeó.

—Es verdad.

—¿Cuántas familias viven en el veintiséis?

—Nueve. Tres por planta.

—Y nosotros nos hemos limitado a un tercio de los inquilinos. Así que…

—Así que me ocupo de eso ahora mismo.

Una vez que Fazio hubo salido, Montalbano miró el correo. La primera carta iba dirigida a él y en el sobre ponía «personal».

La abrió. Enseguida notó que era una misiva anónima, aunque no estaba escrita a mano ni en letras de molde, sino con ordenador. Leyó:

Cecè Giannino es un ladrón con mala suerte. Ha robado lo que no debía y no quiere devolvérselo a su propietario.

Le entraron ganas de reír. Era la prueba palpable de lo que acababa de decirle a Fazio. Lo llamó por teléfono para que fuera a verlo. Y cuando Fazio llegó, le enseñó la carta.

—Lee. Han añadido otro espejo.

Fazio también sonrió.

El comisario fue el primer cliente que entró en la trattoria; era demasiado pronto. Enzo estaba viendo la televisión, sintonizada en Televigàta. Estaba hablando el periodista número uno de la cadena, Pippo Ragonese, que no sentía ninguna simpatía por el comisario y era ampliamente correspondido.

«… volviendo a la explosión de la bomba de via Pisacane, hemos sido informados, de forma absolutamente confidencial, de que voluntariosos ciudadanos han indicado al comisario Montalbano algunas pistas, esencialmente testimonios, ninguna de las cuales, sin embargo, ha sido tenida en cuenta por el inefable funcionario. En consecuencia, varios días después de la explosión, el brillante resultado obtenido es que no se sabe quiénes son los autores del atentado. ¿Tendremos que esperar a que estalle otra bomba para que el comisario Montalbano despierte de su largo sueño?»

—Voy a apagar el televisor, o ese grandísimo cabrón acabará por quitarle el apetito —dijo Enzo.

—Lo veo difícil. ¿Qué vas a traerme?

Se comió una ración doble de antipasti de marisco en la cara de Ragonese.

Después dio su paseo por el muelle, pero no estuvo mucho rato sentado en la roca plana. Se le había ocurrido una idea.

Al volver a la oficina llamó a Nicolò Zito, amigo suyo y director del telediario de Retelibera.

—Nicolò, ¿todos bien en la familia?

—Todos bien, sí. Dime.

—A la una he visto por casualidad a Ragonese en Televigàta.

—Yo también. Ya estás acostumbrado, ¿no? ¿Quieres contestarle?

—Indirectamente.

—¿Cuándo vienes, entonces?

—En lo que tarde en llegar.

Nada más salir de Vigàta, se encontró con un atasco. Se asomó por la ventanilla para mirar. Había un puesto de control de los carabineros. Soltó una sarta de reniegos. A saber el tiempo que le harían perder. Al cabo de un rato decidió no seguir esperando, abandonar la cola e identificarse. Casi había llegado al principio de la fila cuando un carabinero se dirigió a su encuentro.

—¿Adónde cree que va?

—Soy el comisario Montalbano.

—Apártese a la izquierda.

—Pero…

—¡Apártese a la izquierda y baje del coche!

El carabinero no atendía a razones; estaba enfadado y llevaba una metralleta en la mano. Más valía no enfadarlo más.

Montalbano se apartó, bajó y en ese momento se armó la de Dios es Cristo.

Un coche de los grandes apareció a doscientos por hora, decidido a saltarse el puesto de control. Antes de echarse al suelo, Montalbano pudo ver que un tipo disparaba desde el automóvil en marcha contra los carabineros.

Oyó pasar el coche cerquísima, y a continuación una ráfaga de metralleta. Los militares estaban respondiendo.

Tras un estruendo de motores en marcha, chirridos de neumáticos y sirenas, se hizo un silencio total.

Montalbano se levantó. El puesto de control ya no estaba: los carabineros se habían lanzado a perseguir al vehículo. El comisario tuvo la presencia de ánimo de montar en su coche, arrancar e irse. Los demás automóviles seguían parados; los conductores se habían quedado boquiabiertos, les costaba recuperarse del susto.

Al final consiguió no llegar tarde a su cita con Nicolò, al que encontró bastante agitado.

—Acaban de llamar para decirme que ha habido un enfrentamiento armado en un control de los carabineros nada más salir de Vigàta. ¿Sabes algo?

El comisario puso cara de sorpresa.

—¿En serio? Yo no he visto ningún control.

Si le decía la verdad, igual Nicolò quería entrevistarlo de inmediato como testigo, y él no tenía ningunas ganas.

—Hagamos enseguida la entrevista —dijo su amigo—. Así la emito en el telediario de las siete, y vuelvo a pasarla a las ocho y a las doce. ¿Te parece bien?

—Muy bien.

ZITO: Comisario, antes de nada le agradezco que haya tenido la amabilidad de concedernos esta entrevista. La bomba que explotó en Vigàta no causó muchos daños; sólo destrozó la persiana metálica de un almacén vacío. Sin embargo, es posible que perjudique a la imagen de la policía.

MONTALBANO: ¿Por qué?

ZITO: Se dice que esta vez algunos ciudadanos, a diferencia de lo que es habitual, le han enviado testimonios que al parecer no se han tenido en cuenta. Debido a…

MONTALBANO: Perdone que lo interrumpa, pero me veo obligado a corregirlo. No he recibido ningún testimonio, repito, ninguno, porque no ha habido ningún testigo.

ZITO: ¿Qué me dice, entonces, de las cartas que le han enviado?

MONTALBANO: Quisiera aclarar que se trata de cartas anónimas. Por tanto, de ciudadanos voluntariosos, sí, pero hasta cierto punto. Y no aportan ninguna prueba que avale sus afirmaciones. Además de eso, algunos rumores puestos hábilmente en circulación tampoco han encontrado confirmación.

ZITO: ¿Podría hablarnos del contenido de esas cartas?

MONTALBANO: Contienen suposiciones, mejor dicho, insinuaciones sobre posibles destinatarios de la bomba.

ZITO: No comprendo con qué finalidad las han escrito.

MONTALBANO: Muy sencillo: para despistarnos. Están ofreciéndonos pistas para confundirnos. Y todo ese esfuerzo confirma la opinión que me he formado.

ZITO: ¿Puede decírnosla?

MONTALBANO: No tengo inconveniente. Detrás de esta bomba se esconde algo muy gordo. No se trata de la habitual advertencia de la mafia por no pagar la cuota, aunque sea eso lo que quisieron hacernos creer en un primer momento. Ni siquiera es un intento de tapar la boca a alguien que se disponía a hablar. Y la tesis de que esa bomba pretende convencer a un ladrón de que devuelva lo robado es ridícula.

ZITO: ¿Y cuál es la conclusión?

MONTALBANO: La investigación sigue abierta. Pero me ha parecido conveniente tranquilizar a los ciudadanos sobre la presunta negligencia de las fuerzas del orden.

—Catarè, ¿está Fazio?

—No, siñor dottori, pero hace como un cuarto de hora que llamó él mismo pirsonalmente en pirsona para decir que llegaría enseguida.

—¿Y el dottor Augello?

—Tampoco. Le pasé una llamada y después se fue.

—¿Adónde?

—No me lo dijo. Perdone, dottori, pero ¿sabe que ha habido un enfrentamiento armado con los carabineros en un puesto de control?

—Lo sé, lo sé.

Entró en su despacho. Había cogido un puñado de papeles del montón para firmarlos cuando se presentó Fazio.

—Un viaje en balde.

—O sea…

—He ido a Montelusa para hablar con alguien de la tienda de ropa, pero estaba cerrada.

—Pues vuelves mañana.

—¿Sabe que tiene un agujero? —preguntó de repente Fazio.

Instintivamente, Montalbano se miró la chaqueta y la camisa. Fazio sonrió.

—No; en el coche. Me he dado cuenta ahora, al aparcar a su lado.

—¡¿En el coche?!

Salió y fue al aparcamiento seguido de Fazio.

El agujero estaba en la puerta derecha, más o menos a la altura del respaldo del asiento del pasajero. Si te fijabas bien, era evidente que se trataba de un disparo.

Montalbano abrió la puerta. El proyectil había traspasado la carrocería y penetrado en el respaldo, en cuyo interior se había quedado.

Fazio estaba mudo, pálido y preocupado.

—No te alarmes —le dijo Montalbano sonriendo—. Ha sido una bala perdida; no iba dirigida a mí.

—¿Y cómo ha sido?

Le contó lo del enfrentamiento armado. Fazio soltó un suspiro de alivio.

—Pero ¡no puede circular por el mundo así!

—¿Qué propones?

—Mandaré que lleven el coche al chapista que trabaja para nosotros, para que le haga un arreglo rápido.

—Dile que saque el proyectil.

—Pero entonces, ¡tendrá que destripar el asiento!

—¡Qué le vamos a hacer! Paciencia…

—Esta noche lo llevará Gallo a Marinella —decidió Fazio—, y por la mañana irá a buscarlo. Si la reparación va para largo, ya veremos cómo lo organizamos.

—De acuerdo.

Media hora después apareció Mimì Augello.

—¿Dónde has estado?

—En via Pisacane.

—¿Por qué?

—He recibido una llamada, pero el tipo no me ha dado su nombre.

—¿Qué te ha dicho?

—Que la bomba explotó por casualidad.

Eso era una novedad.

—¿Cómo que por casualidad?

—Según él, la preparó un tal Russotto Filippo, que vive en el segundo piso del veintiséis de via Pisacane y que de vez en cuando hace bombas para la mafia. Parece que, mientras estaba trasladando la bomba al coche para entregarla a sus clientes, le surgió un contratiempo que no he entendido bien y la dejó en la calle.

—¿Y te lo has creído?

—Calma. Antes de ir he consultado el fichero. No había ningún cargo en su contra. Entonces he buscado el nombre de todos los que han tenido alguna relación con atentados con bombas. Pues bien, en un proceso de hace cinco años, un tipo nombró a Russotto Filippo como la persona que le había facilitado el explosivo, pero no pudo demostrarlo y Russotto salió bien parado de la acusación. Total, que, por si acaso, he decidido ir a ver cómo estaban las cosas.

—¿Y cómo estaban?

—Mal y bien, según cómo se mire.

—Explícate.

—Russotto, tal como me ha dicho su mujer, está ingresado desde hace diez días en el hospital de Montelusa para una serie de pruebas. Al parecer tiene algo en los pulmones. Se ve que quien me ha telefoneado no estaba al corriente de este detalle.

Otro intento vano de añadir un espejo.

Fazio volvió y Montalbano lo puso al corriente de lo que le había sucedido a Augello.

—Lo están intentando todo —dijo Fazio.

—¿Cómo ha ido en el chapista?

Dottore, incluso yendo a toda velocidad, no puede tener el coche listo antes de cuatro días.

Montalbano soltó una maldición.

—¿Y cómo voy a arreglármelas?

—Ese asunto ya está resuelto. He pedido un coche que se conduzca igual que el suyo. Está en el aparcamiento: es el gris de al lado del mío. Aquí tiene las llaves. —Las dejó encima de la mesa—. Y éste es el proyectil —añadió.

Montalbano lo cogió para examinarlo.

—¿Seguro que es éste?

Dottore, ¿cuántos proyectiles quiere que hubiera en el relleno de su asiento?

—Pero ¡esto es un proyectil especial de fusil!

—¿Y qué?

—No lo utilizan los carabineros.

—Pero, si no me equivoco, ¿no dice usía que un tipo disparaba desde un coche?

—¡Sí, pero no con un fusil!

—Igual usía no se ha dado cuenta de que había también alguien con un fusil.

Montalbano se quedó pensativo. Hizo memoria para reproducir en su mente la escena del puesto de control y llegó a una conclusión.

—¿Sabes qué voy a hacer? Voy a hablar con el teniente Vannutelli.

Lo llamó por teléfono y el teniente le dijo que lo esperaba en el cuartel.

Prefirió ir a pie; no había tenido tiempo de probar el coche prestado.

—¿Habéis conseguido atraparlos?

—No; se han escapado.

—¿Te han contado que yo estaba allí?

—¡¿Tú?!

Montalbano le relató lo sucedido y le enseñó el proyectil. Vannutelli lo miró y puso cara de perplejidad.

—¿Y esto de dónde ha salido? Se han disparado metralletas, no fusiles.

—Precisamente por eso estoy aquí. El orificio de la puerta de mi coche es perfectamente redondo, así que debieron de disparar desde un punto paralelo a mi vehículo —expuso Montalbano.

Vannutelli siguió mirándolo con expresión interrogativa.

—El carabinero me paró justo a la altura del primer coche de la fila que iba hacia Montelusa. El disparo sólo pudo proceder de ese coche o del que estaba justo detrás.

—Me parece entender que, según tu hipótesis, los que se saltaron el puesto de control tenían cómplices armados.

—Exacto.

—Te agradezco la información. Hablaré con el suboficial que montó el puesto de control y te diré algo.

El comisario entró en la oficina y llamó a Fazio.

—¿Tienes a algún amigo en la Científica?

Montalbano sentía una profunda antipatía por el jefe de la Policía Científica. Sólo de verlo le entraba dolor de tripa. Y era ampliamente correspondido.

—Sí, señor.

Le tendió el proyectil.

—Enséñaselo en privado.

—¿Qué quiere saber?

—Todo lo que sea posible.

—¿Tiene prisa?

—No.

—Entonces se lo llevaré a Montelusa mañana por la mañana.

Cuando se disponía a salir para Marinella, lo llamó el teniente Vannutelli.

—He tenido una larga conversación con el suboficial Capua y con el carabinero de primera De Giovanni, que es el que te dio el alto y se acordaba perfectamente de ti.

—¿Qué te han dicho?

—Que tu hipótesis no se sostiene.

—¿Por qué?

—Porque justo cuando llegó el coche que se saltó el puesto de control, Capua estaba examinando precisamente el primer vehículo de la fila, y está más que seguro de que desde allí no disparó nadie. En cuanto a De Giovanni, después de hacerte parar, estaba dirigiéndose hacia el segundo coche y se pegó a él para protegerse cuando apareció el que iba a toda velocidad. Si hubieran disparado desde ese segundo vehículo, le habrían dado a él.

Una explicación impecable; no dejaba ningún resquicio.

Entonces, ¿cómo se explicaba el agujero?

Fue al aparcamiento, montó en el coche que le había conseguido Fazio y dio tres vueltas de prueba dentro del recinto. Se encontró cómodo conduciéndolo, así que se dirigió hacia Marinella.