4

Llegó a Marinella a las siete y media, fue a ducharse, se cambió de ropa, y a las ocho y diez, cuando llamaron a la puerta, ya estaba preparado.

Al abrir se encontró con Liliana.

No se había puesto uno de sus vestidos arruinahombres, sino pantalones, blusa y chaqueta.

—Todavía no es la hora.

—Lo sé. Y he aprovechado la ocasión.

—¿La ocasión de qué?

—Me han entrado ganas de ver su casa.

La recorrió toda a conciencia, deteniéndose delante de los cuadros y la librería.

—No parece la vivienda de un comisario. Nuestra casa tiene una habitación más.

—¿Por qué no le parece la vivienda de un comisario?

Ella sonrió, rebosante de encanto. Lo miró a los ojos y, sin responder, fue a sentarse a la galería.

—No tengo ningún aperitivo que ofrecerle. Pero en el frigorífico hay un vino blanco que…

—Vaya por el vino.

El comisario se sirvió un dedo porque tenía que conducir, pero a ella le puso tres cuartos de copa.

—Me he enterado de que tiene usted pareja —dijo Liliana de sopetón.

—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó él mirando el mar.

Ella sonrió.

—Me he informado. Curiosidad femenina. ¿Desde cuándo?

—Desde hace una eternidad.

—¿Cómo se llama?

—Livia. Vive en Génova.

—¿Viene a verlo a menudo?

—No todo lo que yo quisiera.

—Pobrecillo.

Aquel «pobrecillo» molestó a Montalbano.

No le gustaba hablar de sus cosas, no le gustaba que lo compadecieran, y además le pareció percibir un matiz de ironía en su voz. ¿Estaba burlándose de él porque debía padecer largos períodos de castidad? Miró el reloj de forma que ella lo notara. Pero Liliana continuó bebiendo despacio.

De pronto, como movida por una prisa repentina, apuró la copa y se levantó.

—Podemos irnos.

En el coche, ella dijo:

—No quisiera retirarme tarde. Me gustaría estar un rato con usted después. Necesito hablarle de un asunto.

—Podría ganar tiempo empezando ahora.

—Prefiero no hacerlo en el coche.

—Adelánteme al menos el tema.

—No. Perdone, pero es un asunto bastante desagradable y no quiero que me quite el apetito.

Él no insistió.

Antes de llegar a casa de Adelina, el comisario paró delante del café Castiglione y compró una bandeja de quince cannoli.

Cada arancino tenía el tamaño de una naranja grande. Para una persona normal, dos arancini constituirían una cena peligrosamente abundante. Montalbano se zampó cuatro y medio; Liliana, dos.

Hasta llegar a los cannoli, las palabras que cruzaron se redujeron a lo esencial.

Era imposible hablar, en efecto. El sabor y el aroma de los arancini eran tales que todos comían como en éxtasis, con los ojos entornados y una sonrisita de dicha en los labios.

—¡Son una exquisitez! ¡Están deliciosos! ¡Absolutamente increíbles! —exclamó Liliana al terminar.

Adelina le sonrió.

Siñora, he apartado cinco. Si mañana por la noche va a casa del dottori, podrá comer otra vez.

Habría hecho cualquier cosa con tal de perjudicar a su odiada Livia.

Hacia las once, Montalbano dijo que le había prometido a la señora Lombardo que no se retirarían tarde. Fue en ese momento cuando Pasquali le preguntó:

—¿Puedo hablar cinco minutos en privado con usted?

Fueron al dormitorio de Adelina. Pasquali cerró la puerta con pestillo.

—¿Sabía que salí de la cárcel hace tres días?

—No. ¿Por qué estabas dentro?

—Me detuvieron los carabineros de Montelusa. Por complicidad en robo con fuerza.

—¿Qué querías decirme?

—En la cárcel oí un rumor que parece que es algo más que un rumor.

—¿Qué se dice?

—Que los de Narcóticos están trabajándose a Tallarita y que Tallarita, al menos hasta hace unos días, estaba medio convencido de colaborar.

Los arancini y el cannolo habían enlentecido todo el sistema cerebral del comisario.

—¿Y quién es Tallarita?

Dottore, es un traficante de drogas. Le cuento esto porque su familia vive en via Pisacane.

En un segundo, el sistema cerebral aceleró.

—Gracias, Pasquali.

—¿Sigue queriendo que hablemos? —preguntó Montalbano mientras subían al coche.

—Sí, si no es demasiado tarde para usted…

—No, no, qué va. ¿Vamos a su casa o a la mía?

—A la que quiera.

—En mi casa hay whisky para hacer la digestión; en la suya, vodka. Elija.

—El vodka se ha acabado y no me he acordado de comprar otra botella.

—Entonces no tiene elección.

El peso de los arancini en el estómago le hacía conducir despacio. Había poco tráfico. Liliana se arrellanó en el asiento, apoyó la cabeza en su hombro y cerró los ojos, asaltada quizá por un ataque de sueño. Sin duda había acompañado los arancini con demasiado vino. Para no despertarla, el comisario aminoró tanto la marcha que, justo cuando iba a girar a la izquierda y tomar la estrecha carretera que llevaba a casa, el motor se caló.

Arrancó de nuevo, pero maniobró mal. No sabía qué había hecho, pero el caso es que el coche dio un brusco brinco hacia delante, separándose unos centímetros del suelo. Justo en ese momento oyó un chasquido, como un impacto contra la carrocería, pero no se preocupó; debía de haber saltado una piedra.

—Dios mío, ¿qué ha pasado? —preguntó Liliana, irguiéndose y abriendo los ojos, asustada.

—Nada, nada —la tranquilizó el comisario.

—Perdone, pero me ha entrado muchísimo sueño.

—¿Quiere que lo dejemos para otro momento?

—Si no le importa… Además, Adelina ha decidido que mañana por la noche tengo que ir a comerme los arancini con usted.

—Estoy totalmente de acuerdo con Adelina.

La dejó delante de la verja.

—¿Necesita que la lleve mañana?

—Mañana no voy a trabajar. La tienda permanecerá cerrada por defunción; ha muerto la madre del propietario. Gracias por la velada, ha sido muy agradable. Buenas noches.

Es verdad que las cosas buenas se digieren sin dificultad, pero, si se comen en demasía, digerirlas requiere su tiempo.

Se llevó la botella de whisky, un vaso, el paquete de tabaco y el encendedor a la galería, pero pensó que era mejor telefonear antes a Livia.

—Acabo de llegar —dijo ella.

—¿Has ido al cine?

—No, a cenar con unos amigos. Era el cumpleaños de mi compañera Marilù, ¿te acuerdas de ella?

No tenía la menor idea. Seguro que Livia se la había presentado en alguna de sus visitas a Boccadasse, pero no se acordaba.

—¡Pues claro! ¿Cómo no voy a acordarme de Marilù? ¿Y qué? ¿Estaba buena la cena?

—¡Mejor que esas horribles bazofias que te prepara tu amada Adelina!

¿Cómo se atrevía? Evidentemente, pretendía buscarle las cosquillas, pero esa noche él no tenía ganas de trifulca. Además, un enfado igual le cortaba la digestión, así que decidió darle carrete.

—Es verdad, algunas veces Adelina no… Esta noche no he podido comerme lo que había preparado.

—¿Ves como tengo razón? ¿Y te has quedado sin cenar?

—Casi. He tenido que conformarme con un poco de pan y salchichón.

—¡Pobrecillo!

Era el día de la compasión femenina. Al cabo de un rato se despidieron deseándose buenas noches.

Respecto a lo que ocurrió a continuación, al principio no sabía muy bien si lo estaba soñando o estaba sucediendo de verdad.

Acababa de terminarse la primera copa de whisky cuando distinguió, a la pálida luz de un cuarto de luna, una figura humana que caminaba despacio por la orilla del mar. Al llegar a la altura de la galería, se detuvo, levantó un brazo y lo saludó.

Entonces la reconoció. Era Liliana.

Montalbano cogió el tabaco y el encendedor y bajó a la playa. Ella había seguido andando. La alcanzó y se situó a su lado.

—Nada más entrar en casa, se me ha pasado el sueño —dijo Liliana.

Caminaron en silencio una media hora. Sólo se oía el murmullo de la resaca, como una música constante.

—¿Volvemos? —propuso ella al cabo.

Al dar media vuelta, sus cuerpos se rozaron. Con toda naturalidad, Liliana lo cogió de la mano y no lo soltó hasta que llegaron frente a la galería. Una vez allí, se detuvo, rozó con los labios los de él y se dirigió hacia su casa.

Montalbano se quedó mirándola hasta que su sombra se desvaneció en la oscuridad.

Ahora estaba seguro de una cosa: si Liliana había decidido no hablar con él esa noche, no era porque le había entrado sueño, sino porque lo que quería decirle no era fácil de decir y le había faltado valor.

Al día siguiente, a las ocho de la mañana, al pasar por el chalet de los Lombardo observó que la ventana del dormitorio todavía estaba cerrada. Sin duda, Liliana aprovechaba que no tenía que ir a trabajar para levantarse más tarde.

En la puerta de la comisaría casi se dio de bruces con Fazio, que salía.

—¿Adónde vas?

—A ver si encuentro alguna información sobre la bomba de via Pisacane.

—¿Tienes prisa?

—No, señor.

—Entonces ven primero conmigo, que tengo que decirte una cosa.

Fazio lo siguió hasta su despacho.

—Anoche obtuve una información que me parece importante. Me la dio el hijo de Adelina.

Y le contó lo que le había dicho Pasquali.

—Según eso, entonces, ¿el destinatario de la bomba era Tallarita? —dijo al final Fazio—. ¿Le mandaron este mensaje: «Ándate con ojo, que si colaboras matamos a alguien de tu familia»?

—Exacto.

Fazio pareció dubitativo.

—¿Qué pasa?

—Me pregunto cómo es que los de Narcóticos, que sin duda se han enterado de la bomba, todavía no han puesto a la familia bajo protección.

—¿Estás seguro?

Dottore, ayer pasé por delante del portal y no vi nada, ni coches ni hombres.

—Habría que averiguar si la familia Tallarita sigue ahí o la han trasladado a otro sitio.

Dottore, siguen en via Pisacane. Estoy más que seguro.

El comisario tomó una decisión repentina.

—¿Cómo has dicho que se llama la mujer?

—Francesca Calcedonio.

—Voy a hablar con ella.

—¿Y yo qué hago?

—Tú ve a informarte con alguien de Narcóticos de cómo están realmente las cosas con Tallarita.

Le abrió un chico bien plantado, alto, moreno, de pelo rizado, aire atlético y ojos negros y brillantes. Iba en mangas de camisa, pero aun así presentaba un aspecto elegante.

—¿Qué desea?

—Soy el comisario Montalbano.

La primera reacción del chico, inmediata, fue darle con la puerta en las narices, pero se controló a tiempo y preguntó:

—¿Y qué quiere?

—Quisiera hablar con la señora Francesca Calcedonio.

¿Fue una impresión o realmente el joven pareció tranquilizarse un poco?

—Mi madre no está; ha salido a hacer la compra.

—¿Usted es Arturo?

Semblante de nuevo alarmado.

—Sí.

—¿Tardará mucho?

—No, señor. —Y de mala gana, en vista de que el comisario no se movía, añadió—: Si quiere entrar y sentarse…

Lo hizo pasar al comedor, modesto pero limpio. En una esquina había un sofá, dos butacas y el indefectible televisor.

—¿Le ha pasado algo a mi padre? —preguntó Arturo.

—Que yo sepa, no. ¿Está preocupado por él?

El chico pareció sinceramente asombrado.

—¿Por qué tendría que estarlo? Le he preguntado por mi padre porque no entiendo…

—¿Por qué he venido?

—Exacto.

El joven se había puesto nervioso. El comisario decidió jugar un poco.

—¿No se lo imagina? —preguntó con expresión enigmática.

Arturo palideció. No, no era el comportamiento de una persona que no tiene nada que ocultar.

—Yo… no…

La puerta de entrada se abrió y se cerró.

—Artù, ya he vuelto —anunció una voz femenina.

—Disculpe un momento —dijo el chico, aprovechando la ocasión para escabullirse.

Los oyó hablar en el recibidor y al cabo de un momento entró sólo la señora Francesca.

Aparentaba más edad de la que tenía, estaba gorda y jadeaba. Se dejó caer en una butaca, con un suspiro de cansancio.

—¿No se encuentra bien?

—Padezco del corazón.

—Sólo la entretendré unos minutos.

—Menos mal que Arturo no ha ido hoy a Montelusa a trabajar porque la tienda está cerrada; si no, ya podría haber llamado, que no le hubiera abierto nadie. Mi hija Stella está en Palermo. Dígame.

—Señora, su marido está actualmente recluido en la cárcel de Montelusa cumpliendo una pena por tráfico de drogas.

—Sí, y no es la primera vez.

—¿Y usted vive aquí con sus dos hijos?

—Sí, señor. Pero quien está realmente conmigo es Arturo. Stella, desde hace dos años, va y viene de Palermo porque estudia en la universidad.

—De acuerdo. Lo que yo quisiera saber es si usted o alguno de sus hijos han recibido amenazas en los últimos tiempos.

La señora Francesca se quedó boquiabierta.

—¡¿Cómo dice?!

—Quisiera saber si usted… —empezó Montalbano, paciente, pero la mujer había oído muy bien.

—¿Nosotros? ¿Amenazas? ¿De qué clase?

—No sé, llamadas, cartas anónimas…

—¿Qué quiere que le diga? Puedo jurárselo: aquí, en casa, no he recibido nada de nada. —Se quedó un momento pensando y de pronto dio una voz que sobresaltó a Montalbano—: ¡Artù!

El chico se presentó al punto; quizá estaba escuchando detrás de la puerta.

—¿Qué pasa, mamá?

—¿Has recibido en la tienda de Montelusa amenazas en forma de cartas o llamadas anónimas?

Arturo también puso cara de asombro.

—¡¿Yo?! ¡Nunca! ¿A santo de qué?

Madre e hijo dirigieron una mirada interrogativa al comisario, que se había preparado la respuesta.

—Hemos recibido una información según la cual el padre de un chico muerto por sobredosis quiere vengarse —explicó. Los dos permanecieron mudos, pero Arturo palideció—. Naturalmente, avisaré a mis compañeros de Narcóticos, pero mientras tanto organizaré una protección discreta. Necesito la dirección de Stella en Palermo y la de la tienda donde trabaja usted, Arturo.

Montalbano escribió en un papel las señas que le dieron, se despidió y se fue.

La visita no había sido completamente infructuosa; había obtenido algún resultado. Por ejemplo, a esos dos no les pasaba por la mente ni de refilón que ellos podían ser los destinatarios de la bomba. Y los de Narcóticos no habían contactado con los Tallarita en ningún momento.

Pero, sobre todo, ¿por qué Arturo se había puesto tan nervioso? Quizá había que darle algunas vueltas a esa cuestión.

—He tenido suerte —dijo Fazio—. Cinco minutos después de que usía se fuera, ha venido a saludarme Aloisi, de Narcóticos, que pasaba por aquí.

—¿Le has preguntado por Tallarita?

—Claro. Se ha quedado muy sorprendido.

—¿No sabía nada?

—Nada de nada. Según él, no hay ninguna negociación en marcha con Tallarita.

—¿No será una de esas operaciones supersecretas que los de Narcóticos…?

—Me lo habría dado a entender.

—Entonces, ¿Pasquali me contó un cuento chino?

—No creo que lo hiciera aposta. Es posible que alguien, informado de la relación de usía con Pasquali, se lo dijera sabiendo que antes o después él se lo contaría. Un intento de dar una pista falsa.

—Sí, seguro que es eso. Además, los Tallarita están sin protección y no piensan ni por asomo que la bomba fuera para ellos.

—¿Ve como todo cuadra?

—Sí, pero Arturo, el hijo, no me convence.

—¿En qué sentido?

—En mi opinión, sabe más de lo que dice.

—¿Quiere que siga indagando?

—Sí.

El comisario sacó el papelito en el que había apuntado las direcciones y lo miró.

—La tienda de Montelusa donde trabaja se llama A la Última Moda. Está en el ciento cuatro de via Atenea.

—La conozco.

¡Raro sería que no la conociera!