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—Perdona —dijo Montalbano—, pero si Tallarita está en la cárcel, ¿quién vive en su piso de via Pisacane?

Fazio sacó otra vez el papel y miró a su jefe como pidiéndole permiso. El comisario se encogió de hombros y abrió los brazos. Fazio leyó con expresión beatífica; no podía negar que estaba disfrutando.

—Su mujer, Francesca Calcedonio, nacida en Montereale, de cuarenta y cinco años, su hijo Arturo, de veintitrés, y su hija Stella, de veinte.

—¿Qué hace Arturo?

—Sé que trabaja en Montelusa, me parece que como dependiente en una gran tienda de ropa de hombre y de mujer.

—¿Y la hija?

—Estudia en la Universidad de Palermo.

—¿Te parecen personas a las que alguien pondría una bomba?

—No, señor.

—Entonces, o estaba destinada a Arnone o, en contra de nuestra opinión, a Nicotra.

—¿Qué hago?

—Continúa trabajando sobre estos dos.

Fazio hizo ademán de levantarse, pero el comisario lo detuvo con un gesto. El inspector se sentó de nuevo y esperó a que le preguntara algo, pero Montalbano permaneció callado. El caso era que no sabía por dónde empezar. Por fin se decidió.

—¿Te acuerdas de que hace tiempo te pregunté por mis vecinos?

—¿Los Lombardo? Sí, señor.

¡Qué prodigiosa memoria de auténtico policía tenía Fazio!

—¿A él lo conoces?

—La primera vez que lo vi fue cuando vino a la comisaría para denunciar el robo de una maleta que había dejado en el asiento trasero de su coche.

—¿Rompieron la puerta?

—Sí, señor.

—¿Qué contenía la maleta?

—Según él, efectos personales. Se disponía a hacer un recorrido por la isla. Me parece que es representante de ordenadores. A decir verdad, Lombardo no tenía mucha intención de denunciarlo.

Entonces debía de ser una costumbre de familia, eso de rehuir presentar denuncias.

—Explícate mejor.

—Antes de salir de Vigàta, él fue al bar Castiglione a tomar un café. Y mientras estaba allí, un motorista rompió el cristal, se cargó la puerta y le birló la maleta. En ese momento llegó un guardia municipal, que fue quien hizo la denuncia, porque Lombardo quería irse sin más, con la puerta destrozada.

—¿A su mujer la has visto alguna vez?

—Sólo una. Y no la he olvidado.

Lo comprendía. Montalbano decidió entonces contarle toda la historia, desde el momento en que había visto a Liliana mirando el motor hasta la noche anterior y esa misma mañana, cuando la había llevado a Vigàta.

—¿A ti qué te parece? —le preguntó al acabar.

Dottore, puede ser la venganza de un amante despechado, como piensa usía, o cualquier otra cosa. Con una mujer así, todo es posible. Y está claro que ella sabe perfectamente quién ha sido y no tiene ninguna intención de denunciarlo.

No le preguntó a Montalbano por qué estaba interesado en el asunto, pero se lo veía perplejo.

—¿Qué pasa?

—Perdone, dottore, pero hay algo que… —Se interrumpió; parecía confuso.

—Bueno, ¿qué? ¿Vas a decirme lo que te pasa?

—¿Qué hora era más o menos cuando usía oyó a la señora Lombardo haciendo el amor?

Montalbano lo pensó un momento.

—Entre las once y las once y cuarto.

—Seguro que estoy equivocado —dijo Fazio.

—Adelante, dímelo de todos modos.

—¿Recuerda la primera vez que vi a Lombardo? He dicho la primera vez porque ha habido otra.

—¿Cuándo?

—Ayer a las ocho fuimos a cenar a casa de mi cuñada, de donde salimos a las diez y media. No habíamos cogido el coche porque vivimos cerca. Había un borracho en medio de la calle y un automóvil tuvo que aminorar la marcha. Era un coche grande, deportivo, y me pareció que al volante iba precisamente él, Lombardo.

—¿Y en qué dirección iba?

—Hacia Marinella.

—¿Seguro que el coche no era un Volvo verde?

Dottore, ¿es una broma?

—Pero ¿tú te das cuenta de lo que me estás diciendo? No; es absolutamente imposible que…

—En efecto. Me habré equivocado.

Dottori, está en la línea su asistenta Adilina.

—Pásamela. Adelì, ¿qué ocurre?

Dottori, esta noche voy a preparar arancini y quería saber si usía me haría el hunor de venir a cenar a mi casa.

Un destello de felicidad y otro de infelicidad asaltaron a la vez al comisario. Degustar los arancini de Adelina era una experiencia absoluta, existencial; una vez que uno los había probado, conservaba recuerdo eterno de ellos como de un paraíso perdido. Por eso, el ofrecimiento de volver una noche al jardín del Edén no era algo que pudiese rechazar a la ligera.

Pero se había comprometido con Liliana y no le parecía bien echarse atrás. Y aunque quisiera, no podría hacerlo, puesto que no tenía su número de móvil.

—Adelì, te lo agradezco, pero no puedo ir.

—¿Por qué? Estarán también mi hijo Pasquali, mi nuera y mi nieto Salvuzzo, que hoy cumple años.

El hijo de Pasquali era su ahijado; lo había tenido él en brazos en el bautizo.

—Adelì, no puedo ir porque estoy invitado en casa de mi vecina, la del chalet de…

—¡La conozco! ¡He hablado con ella! ¡Qué pedazo de mujer! ¡Y muy amable, además! ¿Estará también su marido?

—No; está fuera.

—Pues entonces, ¡tráigala! ¡Se lo digo por su propio interés! ¡Usía ya sabe que los arancini hacen milagros! —dijo Adelina con segundas, y se echó a reír.

La asistenta de Montalbano no soportaba a Livia, y el sentimiento era mutuo. Cuando Livia acudía a pasar unos días en Marinella, Adelina desaparecía; no se dejaba ver hasta que el comisario volvía a quedarse solo. Por eso estaría encantada si Montalbano le pusiera los cuernos a Livia.

—No sé cómo localizarla.

—¡Ja! ¿El cumisario Montalbano no sabe cómo incontrar a una mujer?

Justo en ese momento se le ocurrió lo que podía hacer.

—Te llamo dentro de diez minutos, Adelì.

Telefoneó al taller de Francischino, le pidió el número de Liliana y la llamó.

—Soy Montalbano.

—¡No me diga que no puede venir esta noche!

El comisario le contó lo de la invitación de Adelina.

—Son personas muy sencillas —añadió.

Omitió decirle que Pasquali era un delincuente habitual y que él mismo lo había mandado dos o tres veces a chirona.

—De acuerdo. Pero ¿esos arancini son como los que se comen en el transbordador?

—¡No lo diga ni en broma! —replicó el comisario, indignado.

Ella se echó a reír.

—¿A qué hora pasará a recogerme?

—¿A las ocho y media?

—Muy bien. Pero esto no anula la invitación.

—No comprendo.

—Que sigo debiéndole una invitación en mi casa.

Montalbano llamó a Adelina para decirle que iría con la señora Lombardo. La asistenta se alegró.

En la trattoria de Enzo comió ligero en previsión de los arancini vespertinos; se saltó los antipasti y no repitió del segundo plato.

Aun así, dio el paseo por el muelle, no con finalidad digestiva sino meditativa.

Lo que le había contado Fazio, o sea, que había visto en Vigàta al marido de Liliana mientras ella estaba en la cama con un amante, lo había inquietado.

Es verdad que Fazio había admitido su error, pero por una cuestión de lógica, porque si Lombardo estaba en Vigàta, las cosas no podían haber sucedido con tanta tranquilidad. Sin embargo, su primer instinto, el de policía, había reconocido a Lombardo en el interior del coche deportivo. Y Montalbano confiaba mucho en el instinto de Fazio. Por consiguiente, había que tomar en consideración, al menos en el plano teórico, la hipótesis de que Lombardo se dirigía esa noche a Marinella después de haber estado unos días fuera.

¿Cómo se explicaba, entonces, que no hubiera sorprendido a Liliana con otro hombre? ¿No había querido hacerlo?

Primera respuesta: Lombardo no se dirige a su casa; va camino de Montereale, o Fiacca, o Trapani, o él sabrá adónde, y tiene prisa, por eso no ha previsto parar para saludar a su mujer.

Esa respuesta no era válida, porque tomando esa carretera tenía que pasar forzosamente por delante del chalet. Y no podría dejar de ver que junto a la verja había un Volvo. Como mínimo, la curiosidad lo habría obligado a detenerse.

Segunda respuesta: Lombardo se dirige a su casa pero, al ver el Volvo y comprender que Liliana está acompañada, continúa sin parar. Es posible que él y su mujer sean una pareja abierta en la que cada cual va a su aire.

Sin embargo, en este caso tampoco era válida la respuesta. Porque podría haber esperado en las inmediaciones a que acabara el encuentro de Liliana y luego presentarse en casa. En cambio, no había ni rastro de él cuando Montalbano había recogido a Liliana por la mañana.

Tercera respuesta: Lombardo telefonea a su mujer para decirle que, como esa noche tiene que pasar por delante de casa, parará un momento para saludar. Es la llamada que ella recibe mientras Montalbano está en el chalet. Liliana le dice que no pase porque tiene un compromiso. Discuten. Y al final él cede.

Conclusión inevitable: a Lombardo le tiene sin cuidado cómo se comporte Liliana.

Todo eso suponiendo que Fazio no se hubiera equivocado de persona.

—¡Ah, dottori! Hay uno que se llama Arrigone que quiere hablar urgentísimamente con usía pirsonalmente en pirsona.

—¿Está al teléfono o in situ?

In situ.

—¿Te ha dicho qué quiere?

—No, siñor.

—Está bien, acompáñalo hasta aquí.

En la puerta apareció Catarella y, haciéndose a un lado, anunció:

—El siñor Arrigone.

—Arnone, Angelino Arnone —lo corrigió el hombre, entrando.

Era un sexagenario calvo y bajito que, pese al traje de marca y unos zapatos que debían de costar un ojo de la cara, se veía a la legua que era de origen campesino.

—Espera —le dijo el comisario a Catarella. Y dirigiéndose a Arnone—: Si no recuerdo mal, usted es el propietario del almacén que…

—Exacto.

—Catarella, si están, diles a Fazio y al dottor Augello que vengan.

—Ahora mismito, dottori.

—Siéntese, por favor, señor Arnone.

El hombre se sentó en el borde de la silla. Debía de estar nervioso, pues se secó la frente con un pañuelo. O quizá el pobre simplemente padecía el calor.

Entraron Augello y Fazio.

—Ya se conocen, ¿verdad? —preguntó el comisario.

—Sí, sí —dijeron los tres a coro.

Cuando se hubieron sentado todos, Montalbano dirigió una mirada interrogativa a Arnone, el cual, antes de responder a la pregunta muda, se pasó el pañuelo por la cara y el cuello. No, no era calor; era nerviosismo.

—Yo… yo no pensaba que la bomba… en fin, creía que la cosa no iba conmigo. Y se lo dije a estos señores.

—¿Quiere repetírmelo a mí?

—¿Qué quiere que repita?

—El motivo por el que estaba convencido de que la bomba no iba con usted.

—Bueno… —empezó Arnone. Y se detuvo.

—Un «bueno» no me parece suficiente —dijo el comisario.

—Bueno… En primer lugar, yo no tengo enemigos.

—Señor Arnone, dado que está usted ofendiéndome, le ruego que salga de este despacho.

Arnone se puso a sudar a mares. El pañuelo estaba ya empapado.

—¿Yo… yo… lo he ofendido?

—Me ha tratado indirectamente de idiota queriendo hacerme creer que no tiene enemigos. Así que, o dice a las claras la razón por la que ha venido, o se va.

—He recibido una carta anónima.

—¿Cuándo?

—Esta mañana.

—¿La ha traído?

—Sí.

—Démela.

Arnone sacó un sobre de un bolsillo de la americana y lo dejó encima de la mesa. Montalbano no lo tocó.

—¿Cuántas líneas tiene? —preguntó.

Arnone pareció desconcertado. Miró a Fazio, a Augello, y después de nuevo al comisario.

—No comprendo.

—Le pregunto simplemente si recuerda cuántas líneas tiene la carta. Fazio, ¿hay algo para que el señor se seque el sudor?

Fazio le tendió un pañuelo de papel.

—No me acuerdo.

—Pero ¿usted ha leído la carta?

—Claro.

—¿Cuántas veces?

—Pues… cuatro o cinco.

—¿Y no recuerda cuántas líneas tiene? Qué raro.

Montalbano cogió finalmente el sobre. La dirección estaba escrita en letras de molde:

ANGELINO ARNONE

VIA ALLORO, 122

VIGÀTA

Sacó la cuartilla doblada que había dentro y le pasó el sobre a Augello. La carta también estaba en letras de molde. El comisario leyó en voz alta:

—«No olvides que la bomba era para tu almacén y tú sabes por qué». Apenas una línea y media, señor Arnone.

El hombre no dijo nada.

—¿Usted se lo cree?

—¿El qué?

—Lo que dice esta carta anónima.

—Si me la han mandado…

—Cambia usted muy fácilmente de opinión, si me permite decirlo. Primero no creía que la bomba fuera para su almacén; luego, tras recibir una carta anónima… —Montalbano movió la cabeza, desolado—. Tanto cambio me confunde las ideas, pero, en fin, dejémoslo. Entonces, ¿usted admite ahora que el objetivo de la bomba era su almacén?

—Sí, señor.

—¿No cambiará de idea si le mandan otra carta anónima diciendo lo contrario?

Arnone estaba estupefacto. Negó con la cabeza.

—¿Qué quiere de nosotros, señor Arnone? —continuó el comisario—. ¿Protección?

—Yo he venido… sólo para decirles que… que me había equivocado. Sólo para eso.

—Entonces, ¿ahora reconoce que tiene enemigos?

Arnone abrió los brazos.

—Respóndame con palabras.

—Sí.

—¿Y cómo es que, sabiendo que tiene enemigos, no nos pide protección?

Fazio se compadeció de Arnone y le tendió otro pañuelo.

—Si… si… si quieren dármela… esa protección…

—Para eso es preciso que usted colabore.

—¿Có… cómo?

—Dándome el nombre de alguien que usted considere su enemigo.

El semblante de Arnone viraba hacia el verde.

—Pero… así de pronto… Tengo que pensarlo.

—Lo comprendo muy bien. Piénselo con calma y luego póngase en contacto con el dottor Augello. —Montalbano se levantó y los demás hicieron lo mismo—. Le agradezco que haya cumplido con su deber de ciudadano. Buenos días. Fazio, acompaña al señor.

—¡No comprendo por qué lo has tratado así! —exclamó Augello una vez que Arnone y Fazio hubieron salido.

—Mimì, estás perdiendo facultades.

Fazio volvió al despacho.

—¡Qué hijos de puta! —exclamó, sentándose. Se había dado cuenta de todo el montaje, como Montalbano.

—¿Quiénes? —preguntó Augello.

—Mimì —dijo el comisario—, como desde el primer momento te has empeñado en creer que el destinatario de la bomba era Arnone, has pensado que la carta anónima lo confirmaba.

—¿Y no es así?

—No. La carta quiere hacernos creer eso, pero ni a mí ni a Fazio nos convence.

—¿Por qué?

—Si la carta fuera auténtica, ¿tú crees que Arnone nos la habría enseñado?

Augello se limitó a poner cara de duda.

—No, seguro que no la habría traído —continuó el comisario—. Si lo ha hecho, es porque lo han obligado.

—¿Quiénes?

—Los que han puesto la bomba, que probablemente son los mismos mafiosos a los que paga la cuota de protección. Le habrán dicho que iban a mandarle una carta anónima y que tenía que venir a enseñárnosla.

—Entonces, la bomba estaba destinada al número veintiséis, y no al veintiocho —dijo Augello en tono de revelación.

—Exacto. Pero ¿es que ya se te ha olvidado que esa hipótesis la formulaste tú mismo? —le recordó Montalbano. Fazio lo miró, pero no dijo nada—. De hecho, Fazio está indagando sobre los inquilinos del veintiséis —concluyó el comisario.

Por el momento no tenían nada más que decirse.

Al cabo de cinco minutos, Montalbano salió de la comisaría. Había caído en la cuenta de que tenía que comprar un regalo para su ahijado Salvuzzo.