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Al pasar por delante del chalet de los Lombardo a su vuelta a Marinella, observó que el coche de la mujer ya no estaba y que por una ventana abierta de la parte trasera se veía un dormitorio iluminado y a Liliana frente a un armario abierto.

Nada más entrar en casa, antes de tener tiempo de hacer nada, lo asaltó una duda repentina. ¿Cómo debía comportarse con la vecina? Puesto que sin duda Francischino le habría dicho que le habían destrozado el motor a propósito, ¿tenía él, en calidad de comisario, el deber de intervenir ofreciéndole su ayuda para descubrir al autor y protegerla de posibles riesgos futuros? A lo mejor la mujer esperaba un ofrecimiento así por su parte. O bien, dado que no había presentado ninguna denuncia, ¿debía permanecer impasible y callado? Claro que ¿y si ella no había tenido tiempo aún de presentar la denuncia?

Mientras intentaba responderse, lo asaltó otra duda de naturaleza estrictamente personal. Si Liliana, en vez de ser la atractiva mujer que era, fuese una desdichada estrábica, desdentada y con las piernas torcidas, ¿se interesaría por ella del mismo modo?

Sintiéndose profundamente ofendido por haberse planteado él mismo esta segunda duda, se dio una respuesta sincera: sí, se interesaría del mismo modo. Y eso lo convenció de ir a llamar sin perder tiempo al timbre de los Lombardo.

Dada la escasa distancia entre las dos casas, fue andando.

Liliana pareció alegrarse de verlo. De los piamonteses solía decirse que eran falsos y corteses, pero Montalbano no tuvo la impresión de que el buen recibimiento fuera fingido.

—Pase, pase… Acompáñeme, por favor.

Llevaba un vestido ligerísimo, cortísimo y ajustadísimo. Parecía pintado sobre la piel. Montalbano la siguió como un autómata, completamente hipnotizado por la armoniosa ondulación de la esfera andante. Otra esfera celeste para añadir a las cantadas por los poetas.

—¿Nos sentamos en la galería?

—Con mucho gusto.

Era igual que la suya; sólo la mesa y las sillas eran distintas, más modernas y elegantes.

—¿Le apetece tomar algo?

—Gracias, no se moleste.

—Tengo un vodka excelente, comisario, pero si todavía no ha cenado…

—De acuerdo, gracias. Con este calor, apetece algo fresco.

—Se lo traigo enseguida.

Volvió con el vodka en una cubitera, dos vasitos largos y un cenicero.

—Yo también tomaré un poco para acompañarlo. Si quiere fumar… —En el interior sonó un móvil—. ¡Uf, qué pesadez! Discúlpeme. Sírvase mientras tanto.

Liliana entró en la casa, y debió de irse a hablar a la habitación situada más al fondo, el dormitorio, y quizá cerró la puerta, porque al comisario no le llegó ni un lejano murmullo.

La llamada fue tan larga que Montalbano tuvo tiempo de fumarse un cigarrillo entero.

Cuando volvió, Liliana estaba bastante sonrojada y respiraba con agitación. Respiración que, dicho sea entre paréntesis, producía un hermoso efecto evocador de otras esferas celestes, puesto que era evidente que no llevaba sujetador. Habría tenido una discusión acalorada.

—Perdone. Era Adriano, mi marido, un problema imprevisto… Pero ¡todavía no ha bebido! Yo le sirvo…

Vertió dos dedos de vodka en un vasito que le tendió a Montalbano; en el suyo puso una dosis bastante abundante y se la bebió de un trago. ¡Ni una gota, dejó!

—¿A qué debo el placer de su visita, comisario?

—No sé si el mecánico le ha dicho…

—¿Que el motor necesita una reparación a fondo? Sí; de hecho, le he dado permiso para que se lleve el coche al taller. Para mí será un problema ir y volver a Montelusa. Ya sé que hay transporte público, pero tiene unos horarios…

—Yo voy a la comisaría por la mañana, hacia las ocho. Si quiere aprovechar, al menos para la ida…

—Gracias, acepto. Mañana estaré preparada bien temprano.

Montalbano retomó el asunto que le interesaba.

—¿Le ha explicado el mecánico por qué estaba dañado el motor?

Ella se rio. ¡Virgen santa, qué risa tenía! Te provocaba un cosquilleo en el estómago. Parecía una paloma enamorada.

—No me ha hecho falta preguntárselo. Soy muy mala conductora; debo de haber sometido a ese pobre motor a…

—No se trata de eso.

—¿No?

—No. Lo han dañado de forma deliberada, adrede.

Ella palideció de golpe.

—Es la opinión del mecánico —continuó Montalbano—, que entiende de eso.

Liliana se sirvió otro vodka y se lo bebió. Luego se quedó mirando el mar sin decir nada.

—¿Usted utilizó el coche ayer?

—Sí. Hasta que volví a casa a última hora de la tarde, funcionaba perfectamente.

—O sea, que el hecho se produjo anoche. Alguien saltó la verja, abrió el capó y dejó inutilizable el motor. ¿Oyó usted algún ruido?

—No, nada.

—Pero el coche estaba aparcado muy cerca de la ventana del dormitorio…

—¡Le he dicho que no oí nada!

Montalbano simuló no darse cuenta de que ella se había enfadado y siguió haciendo preguntas. Total, de perdidos, al río.

—¿Tiene idea de quién puede haber sido?

—No.

Pero, inmediatamente después de haber dicho que no, Liliana pareció cambiar de idea. Se volvió y clavó los ojos en los de Montalbano.

—Verá, comisario, con frecuencia paso sola largas temporadas. Y soy bastante atractiva para… Resumiendo, a veces me molestan algunos hombres. Para que se haga una idea, una noche un tipo vino a llamar a la persiana de mi habitación. Así que no sería extraño que algún imbécil haya querido vengarse por mi indiferencia…

—¿Ha recibido proposiciones explícitas?

—Todas las que quiera.

—¿Podría darme el nombre de alguno de sus… cómo llamarlos… cortejadores?

—¿Me creerá si le digo que no sé ni qué aspecto tienen? Telefonean, dicen su nombre, que puede ser inventado, y sueltan una sarta de obscenidades.

Montalbano sacó un papel del bolsillo y escribió.

—Le dejo el número de teléfono de mi casa. Si durante la noche alguien viene a molestarla, no dude en llamarme.

Acto seguido, se levantó y se despidió. Liliana lo acompañó hasta la verja.

—Le agradezco mucho su interés. Hasta mañana.

Después de zamparse un plato de pasta ’ncasciata, con su toque final en el horno, y una generosa ración de berenjenas a la parmesana, todo preparado por su asistenta Adelina, se sentó en la galería.

El cielo estaba tan despejado que las estrellas parecían al alcance de la mano, y se había levantado una brisa que era como una caricia en la piel, pero al cabo de cinco minutos Montalbano sintió que no podía seguir allí. Tenía una necesidad absoluta de dar un largo paseo por la orilla del mar con fines digestivos.

Bajó a la playa, pero en vez de dirigirse hacia la Escalera de los Turcos, a la derecha, como hacía siempre, fue hacia la izquierda, en dirección al pueblo. Así que tuvo que pasar forzosamente por delante de la casa de los Lombardo. Pero no lo había hecho adrede. ¿O sí?

Todas las luces estaban apagadas. No consiguió distinguir si la cristalera de la galería estaba abierta o cerrada. Quizá Liliana había cenado, se había pegado unos lingotazos más de vodka y se había acostado.

En ese momento, en la carretera provincial, un coche hizo un cambio de sentido y sus faros iluminaron durante unos segundos la parte de atrás del chalet. El tiempo suficiente para que Montalbano viera con claridad que había un automóvil junto a la verja.

Se preocupó. A ver si resultaba que el desconocido machacamotores había regresado para causar más estragos… Y a lo mejor Liliana lo había llamado para pedirle ayuda y él no la había oído porque estaba paseando por la playa.

Cambió de dirección y fue hacia el chalet. Cuando llegó, vio que la cristalera de la galería estaba cerrada por dentro. Entonces, con mucha cautela, rodeó la casa hasta el otro lado.

El coche, matrícula XZ 452 BG, era un Volvo verde y estaba aparcado con el morro tocando la verja cerrada. Se filtraba un hilo de luz por las persianas bajadas de la habitación que Montalbano sabía que era el dormitorio. La ventana era suficientemente baja para que la cabeza de una persona llegase a la altura del alféizar.

Se acercó y oyó los gemidos de Liliana. Sin duda, no eran de dolor.

El comisario se alejó rápidamente. Y para que se le pasara el nerviosismo que lo había invadido de pronto, reanudó el paseo junto al mar.

Que su amable y bella vecina le había contado un buen montón de solemnes mentiras era algo que Montalbano ya había visto claro durante la visita a su casa. Y lo que estaba sucediendo en ese momento en el dormitorio del chalet lo confirmaba plenamente.

Seguro que quien la había telefoneado no era su marido, sino otro hombre; pondría la mano en el fuego.

Probablemente, la genial idea de destrozarle el motor se le habría ocurrido a un amante que, en cierto momento, se había puesto más pesado de la cuenta y al que ella había dado el pasaporte para sustituirlo por el del Volvo. O bien había habido una discusión entre ella y el del Volvo, el cual había perdido la cabeza y se había desahogado con el coche. Después había llegado la reconciliación, cuya banda sonora él acababa de oír. Por consiguiente, Liliana no sólo conocía a la perfección nombre, apellido y dirección de los que la telefoneaban, sino que probablemente también se sabía al dedillo su vida y milagros.

Sin embargo, alcanzado este punto, Montalbano llegó a la conclusión de que se trataba de un asunto privado entre Liliana y sus amantes y de que no había razón para que él se inmiscuyera.

Así pues, hecha la habitual llamada de buenas noches a Livia, con cierto conato de trifulca, se fue a la cama.

Al día siguiente, Liliana estaba esperándolo a las ocho en punto. Naturalmente, ya no había ningún Volvo aparcado ni delante de la verja ni en las proximidades. Tal vez porque hacía más calor que el día anterior, la mujer llevaba un vestido como el de la víspera, sólo que éste era azul claro. Causaba el mismo efecto devastador.

Estaba fresca y descansada. E iba perfumada.

—¿Todo bien? —preguntó el comisario, consiguiendo hacerlo sin un toque de malicia.

—Sí, he dormido como un angelito —dijo Liliana con una sonrisa de gata que acaba de zamparse una deliciosa lata de comida y está relamiéndose los bigotes.

«Es muy improbable que los angelitos duerman como tú», pensó Montalbano.

En ese preciso momento, un coche que circulaba en dirección contraria decidió adelantar a toda velocidad al camión que tenía delante.

El choque habría sido inevitable si Montalbano, con una presencia de ánimo y una rapidez de reflejos que lo sorprendieron a él mismo, no hubiera dado un volantazo a la derecha aprovechando un ensanchamiento de dos metros y regresado enseguida a la calzada. Inmediatamente después, sintió el peso del cuerpo de Liliana contra el suyo, y al cabo de un instante su cabeza inerte le golpeó las piernas.

Se había desmayado.

Montalbano se quedó de piedra. Nunca se había encontrado en una situación tan incómoda. ¿Y ahora qué debía hacer?

Mientras maldecía, vio un surtidor de gasolina con un bar detrás.

Aparcó, tumbó mejor a Liliana en el asiento, fue corriendo al bar por una botella de agua mineral y volvió al coche. Se sentó y, rodeándola con los brazos, le pasó por la cara un pañuelo mojado con agua fría. Al cabo de un momento, ella abrió los ojos y, recordando de golpe el peligro corrido, dio un grito y se abrazó al comisario, apoyando la mejilla en la de él.

—Tranquila, tranquila, ya ha pasado todo.

La notaba temblar. Empezó a acariciarle suavemente la espalda y ella lo abrazó más fuerte.

Por suerte no había más coches; si no, le habría incomodado lo que pudieran pensar sus ocupantes.

—Beba un poco de agua.

Liliana lo hizo. Luego bebió también Montalbano.

—Está sudando —dijo ella—. ¿Se ha asustado usted también?

—Pues sí.

Solemne mentira. No había tenido tiempo de pasar miedo. Si sudaba y tenía sed era por una razón que no podía revelarle a su causante.

Además, también estaba enfadado consigo mismo porque lo hubiera trastornado como a un adolescente el hecho de tener entre los brazos a una mujer guapa. Como si fuese la primera vez que le sucedía. ¿Quizá la vejez podía ser una vuelta a la juventud? No, de ninguna manera; si acaso, era un avance hacia la imbecilidad.

Diez minutos después estaban en condiciones de reanudar la marcha.

—¿Dónde la dejo?

—En la parada del autobús para Montelusa. Se me ha hecho tardísimo.

En el momento de despedirse, Liliana le retuvo la mano.

—Ha sido usted tan amable conmigo… ¿Puedo invitarlo a cenar esta noche en mi casa?

¿Sería la noche libre del hombre del Volvo? No obstante, la pregunta importante y un tanto dramática era: si resultaba que la mujer no sabía cocinar, ¿qué terroríficos mejunjes se vería obligado a deglutir? Liliana pareció leerle el pensamiento.

—Tranquilo, soy una cocinera aceptable.

—Gracias, iré con mucho gusto.

—Oye, Catarè —dijo el comisario, entrando en el cuartito del recepcionista—, llama al taller de Francischino y pásamelo al despacho.

—Ahora mismito, dottori. ¡Madre mía, qué bien perfumado ha venido esta mañana!

Montalbano se quedó boquiabierto.

—¿Yo?

Catarella acercó la nariz a su americana.

—Sí, siñor, es usía.

El perfume de Liliana.

Fue hacia su despacho soltando tacos, y en cuanto entró levantó el auricular del teléfono, que ya estaba sonando.

—Francischì, sácame de dudas. ¿Le dijiste a la señora Lombardo que habían destrozado el motor adrede?

—Sí, señor.

—Y para destrozarlo, ¿te parece que tuvieron que hacer mucho ruido?

—¡Ya lo creo, dottore! ¡Un buen escándalo! Usaron un martillo, ¡no le digo más!

Por tanto, durante la destrucción del motor, o Liliana se había encerrado en casa asustadísima o… sí, ésta era una hipótesis más probable: había pasado parte de la noche fuera de casa con el hombre del Volvo y, al volver de madrugada, su antiguo amante le había dejado un bonito regalo.

—¿Da usted su permiso? —preguntó Fazio.

—Pasa y siéntate. ¿Alguna novedad?

Fazio olfateó el aire.

—¿Qué es ese perfume?

¡Joder, qué pesados!

—Si no te gusta, tápate la nariz —contestó Montalbano, desabrido.

Fazio advirtió que más valía dejar el asunto.

Dottore, en el edificio de via Pisacane viven dos personas con antecedentes penales y Carlo Nicotra.

Montalbano lo miró con los ojos como platos.

—¡Has dicho Nicotra como si fuera el Papa! ¿Quién demonios es?

—Carlo Nicotra se casó hace seis años con una nieta del viejo Sinagra, y al parecer la familia le dio el cargo de capataz del tráfico de droga en la isla.

—¿Una especie de inspector general?

—Exacto.

De pronto el comisario recordó al personaje. ¿Cómo no había caído antes en la cuenta? «Por lo visto —reflexionó con amargura—, la edad empieza a jugarme malas pasadas».

—Oye, pero ¿no es aquel al que dispararon hace tres años?

—Sí, señor. El proyectil lo alcanzó en el pecho. Cinco centímetros más a la izquierda y le revientan el corazón.

—Espera… espera… ¿Y no es el mismo al que el año pasado le pusieron una bomba en el coche?

—El mismo.

—O sea, que esta bomba de via Pisacane debía de llevar escrita una dirección concreta.

—Eso parece.

—Pero ¿a ti te convence?

—No, señor.

—A mí tampoco. Dime por qué.

Dottore, a Nicotra primero le dispararon, luego tenía que saltar por los aires con el coche en cuanto girara el contacto, pero decidió que cogiera el coche su ayudante y fue éste quien la palmó… Quiero decir que Carlo Nicotra no es un hombre al que se le mandan advertencias; se lo intenta matar y punto.

—Estoy de acuerdo. De todos modos, yo no lo perdería de vista. ¿Y los dos tipos con antecedentes?

Fazio sacó un papel del bolsillo.

Montalbano se puso tenso.

—Si empiezas a leerme el nombre del padre y la madre y la fecha y el lugar de nacimiento de esos sujetos, juro que te hago tragar el papel.

Fazio se sonrojó y no dijo nada.

—Para ti, la felicidad completa sería trabajar en el registro civil —añadió el comisario.

Fazio empezó a guardarse lentamente el papel en el bolsillo. Tenía el aspecto de un sediento al que niegan un vaso de agua. La joven marmota de los boy scouts Salvo Montalbano decidió hacer la buena obra del día.

—Está bien, lee.

El semblante de Fazio se iluminó como una bombilla. Desplegó el papel ante sus ojos.

—El primero es Vincenzo Giannino, hijo del difunto Giuseppe y de Michela Tabita, nacido en Barrafranca el 7 de marzo de 1970. En total, una decena de años de cárcel por atraco, robo con fuerza y agresión a funcionario público. El segundo es Stefano Tallarita, hijo del difunto Salvatore y la difunta Giovanna Tosto, nacido en Vigàta el 22 de agosto de 1958. En la actualidad se encuentra preso en la cárcel de Montelusa, por tráfico de drogas. Anteriormente, cumplió otras cuatro condenas, todas por lo mismo.

Dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo.