Quinta jornada

Fue Curval quien, aquella mañana, se prestó a las masturbaciones de la escuela, y como las muchachas comenzaban a hacer progresos, le costó mucho esfuerzo resistir a las sacudidas multiplicadas, a las posturas lúbricas y variadas de las ocho encantadoras chiquillas. Pero como quería reservarse, abandonó el lugar, desayunaron, y aquella mañana decidieron que los cuatro jóvenes amantes de los señores, a saber: Zéphire, favorito del duque, Adonis, amado de Curval, Hyacinthe, amigo de Durcet, y Céladon, del obispo, serían a partir de entonces admitidos en todas las comidas al lado de sus amantes, en cuyo dormitorio se acostarían regularmente todas las noches, favor que compartirían con las esposas y los folladores; cosa que dispensó de una ceremonia que se solía hacer, como es sabido, por la mañana, y que consistía en que los cuatro folladores que no se habían acostado trajeran a cuatro muchachos. Vinieron solos y, cuando los señores pasaban al apartamento de los muchachos, sólo les recibían con las ceremonias prescritas los cuatro que quedaban. El duque, que desde hacía dos o tres días se había encaprichado de la Duclos, cuyo culo le parecía soberbio y agradable su conversación, exigió que también ella se acostara en su dormitorio, y, habiendo triunfado este ejemplo, Curval admitió también en la suya a la vieja Fanchon, que le enloquecía. Los dos restantes esperaron todavía algún tiempo antes de ocupar esta cuarta plaza de favor en sus apartamentos por la noche. Se decidió aquella misma mañana que los cuatro jóvenes amantes que acababan de elegir llevarían como atuendo normal, siempre que no estuvieran obligados a sus disfraces, como en los grupos, llevarían, digo, el traje y el atavío que voy a describir. Era una especie de pequeño sobretodo ceñido, ligero, suelto como un uniforme prusiano, pero infinitamente más corto y llegando únicamente a la mitad de los muslos; este pequeño sobretodo, abrochado en el pecho y en los faldones como todos los uniformes, debía ser de satén rosa forrado de tafetán blanco, las vueltas y las bocamangas eran de satén blanco y, debajo, había una especie de chaqueta corta o chaleco, también de satén blanco al igual que el calzón; pero este calzón estaba abierto en forma de corazón por detrás, desde la cintura, de modo que pasando la mano por esta rendija se tocaba el culo sin la menor dificultad; sólo la cerraba un gran nudo de tela y, cuando se quería tener a la criatura completamente desnuda por aquella parte, bastaba con deshacer el nudo, que era del color elegido por el amigo a quien pertenecía el virgo. Sus cabellos, descuidadamente alborotados con algunos rizos por los lados, caían absolutamente libres y flotantes por detrás, sujetos únicamente con una cinta del color prescrito. Unos polvos muy perfumados y de un color entre el gris y el rosa coloreaban su cabellera. Sus cejas muy cuidadas y habitualmente pintadas de negro, junto con un ligero toque de colorete en sus mejillas, acababan de provocar el estallido de su belleza; llevaban la cabeza desnuda; una media de seda blanca con las esquinas bordadas de rosa cubría su pierna que un zapato gris, atado con un gran nudo rosa, calzaba agradablemente. Una corbata de gasa de color crema voluptuosamente anudada armonizaba con una pequeña chorrera de encaje, y, viéndolos así a los cuatro, podía asegurarse que era imposible, sin lugar a dudas, ver algo más encantador en todo el mundo. A partir del momento en que fueron así prohijados, todos los permisos del tipo de los que a veces se concedían por la mañana fueron absolutamente denegados, y se les concedió por otra parte tantos derechos sobre las esposas como tenían los folladores: pudieron maltratarlas a su antojo, no sólo en las comidas, sino también en todos los restantes momentos del día, seguros de que jamás serían castigados. Cumplidas estas ocupaciones, se procedió a las visitas habituales. La bella Fanny, a la que Curval había mandado decir que se encontrara en determinado estado, se encontró en el estado contrario (lo que sigue nos explicará todo esto); fue anotada en el cuaderno de las correcciones. En los muchachos, Giton había hecho lo que estaba prohibido hacer; se le marcó de igual manera. Y después de cumplir las funciones de la capilla, que ofrecieron poquísimos sujetos, se sentaron a la mesa. Fue la primera comida servida en que fueron admitidos los cuatro amantes. Cada uno de ellos se sentó al lado de quien le amaba, quien tenía a éste a su derecha y a su follador favorito a la izquierda. Los encantadores pequeños invitados alegraron la comida; los cuatro eran muy simpáticos, de una gran dulzura, y ya comenzaban a adaptarse al tono de la casa. El obispo, muy animado aquel día, no paró de besar a Céladon durante casi toda la comida y, como la criatura debía formar parte del grupo que servía el café, salió un poco antes de los postres. Cuando monseñor, con la sangre caliente, volvió a verle completamente desnudo en el salón contiguo, ya no se retuvo. «¡Me cago en Dios!», dijo totalmente encendido, «ya que no puedo encularle, le haré por lo menos lo que Curval hizo ayer a su puto». Y, apoderándose de la criatura, diciendo esto lo acostó de bruces y le pasó la polla por los muslos. El libertino estaba en las nubes, el vello de su polla frotaba el lindo agujero que tanto le habría gustado perforar; con una mano sobaba las nalgas del delicioso Amorcillo, y con la otra le masturbaba la polla. Pegaba su boca a la de la hermosa criatura, absorbía el aire de su pecho, tragaba su saliva. El duque, para excitarlo con el espectáculo de su libertinaje, se colocó delante de él examinando el agujero del culo de Cupidon, el segundo de los muchachos que servían el café aquel día. Curval se acercó para que viera cómo se hacía masturbar por Michette, y Durcet le ofreció las nalgas abiertas de Rosette. Todo contribuía a procurarle el éxtasis al que se veía que aspiraba; llegó, sus nervios se estremecieron, sus ojos se inflamaron; habría resultado espantoso para cualquiera que no conociera qué efectos horribles tenía sobre él la voluptuosidad. Al fin soltó la leche y corrió sobre las nalgas de Cupidon, al que en el último momento se ocuparon de colocar debajo de su amiguito, para recibir unas muestras de virilidad que, sin embargo, no le correspondían. Llegó la hora de las narraciones, y se arreglaron. Por una disposición bastante singular tomada aquel día, todos los padres tenían a su propia hija en sus canapés, nadie se escandalizó, y la Duclos prosiguió en estos términos:

«Como no me habéis exigido, señores, que os haga una descripción exacta de lo que me sucedió día a día en casa de Madame Guérin, sino únicamente de los acontecimientos un poco singulares que pudieron señalar alguno de aquellos días, pasaré por alto varias anécdotas poco interesantes de mi infancia, que sólo os ofrecerían unas repeticiones monótonas de lo que ya habéis oído, y os diré que acababa de alcanzar mis dieciséis años, no sin una grandísima experiencia del oficio que practicaba, cuando me tocó en suerte un libertino cuya fantasía cotidiana merece ser referida. Era un grave presidente, con cerca de cincuenta años de edad, y que, si debo creer a Madame Guérin, que me dijo conocerlo desde hacía muchos años, practicaba regularmente todas las mañanas la fantasía con la que me dispongo a entreteneros. Su alcahueta habitual, que acababa de retirarse, lo había recomendado antes a los cuidados de nuestra querida madre, y precisamente conmigo se estrenó en su casa. Se situaba a solas en el agujero del que os he hablado. En mi habitación, que correspondía a este agujero, se encontraba un mozo de cuerda o un saboyano, un hombre del pueblo en fin, pero limpio y sano; era todo lo que deseaba: la edad y el rostro no le importaban. Bajo su mirada, y lo más cerca posible del agujero, comencé a masturbar al buen palurdo, éste al corriente de lo que iba a ocurrir y a quien le parecía muy agradable ganar así un dinero. Después de haberme prestado sin ninguna restricción a todo lo que el buen hombre podía desear de mí, le hice correrse en un platillo de porcelana y, abandonándole allí tan pronto como hubo soltado la última gota, pasé precipitadamente a la otra habitación. Mi hombre me espera allí extasiado, se arroja sobre el platillo, engulle la leche bien caliente; suelta la suya; con una mano colaboro a su eyaculación, con la otra recibo preciosamente lo que cae y, a cada chorro, llevando rapidísimamente mi mano a la boca del libertino y, lo más ágil y lo más hábilmente que puedo, le hago tragar su leche a medida que la desparrama. Eso era todo. No me tocó ni me besó, ni me arremangó las faldas, y, levantándose de su sillón con tanta flema como calor acababa de mostrar, cogió su bastón y se retiró, diciendo que yo masturbaba muy bien y que había comprendido perfectamente sus gustos. A la mañana siguiente, trajeron a otro hombre, pues así como la mujer había que cambiarlo todos los días. Ofició mi hermana; salió contento para repetir al día siguiente; y, durante todo el tiempo que he pasado en casa de Madame Guérin, ni una sola vez le vi olvidar esta ceremonia a las nueve en punto de la mañana, sin que jamás arremangara a una sola muchacha, aunque llegaran a mostrarle algunas encantadoras».

«¿Quería ver el culo del mozo de cuerda?», dijo Curval. «Sí, monseñor», contestó la Duclos, «había que procurar, cuando se divertía al hombre cuya leche comía, hacerle dar vueltas y más vueltas, y también era preciso que el palurdo hiciera dar vueltas a la muchacha en todos los sentidos». «¡Ah! Ahora lo entiendo», dijo Curval, «si no, no lo entendía».

«Poco después», prosiguió Duclos, «vimos llegar al serrallo a una mujer de unos treinta años, bastante bonita, pero pelirroja como Judas. Al principio creímos que era una nueva compañera, pero ella no tardó en desengañarnos diciendo que sólo venía para una sesión. El hombre a quien le estaba destinada esta nueva heroína llegó pronto por su cuenta. Era un gran financiero de bastante buen aspecto, y la singularidad de su gusto, puesto que a él se destinaba una mujer que sin duda nadie más hubiera querido, esta singularidad, digo, me dio muchísimas ganas de ir a observarles. Tan pronto como estuvieron en la misma habitación, la mujer se desnudó por completo y nos mostró un cuerpo muy blanco y muy rollizo. “¡Vamos, salta, salta!”, le dijo el financiero, “acalórate, sabes perfectamente que quiero que sudes”. Y ya tenéis a la pelirroja haciendo cabriolas, corriendo por la habitación, saltando como una cabritilla, y nuestro hombre examinándola mientras se masturba, y todo ello sin que yo consiguiera adivinar todavía el objetivo de la aventura. Cuando la criatura estuvo empapada de sudor, se acercó al libertino, alzó un brazo y le dio a oler el sobaco, cuyos pelos chorreaban de sudor. “¡Ah, eso, eso es!”, dijo nuestro hombre contemplando enardecido aquel brazo pegajoso bajo su nariz, “¡qué aroma, me encanta!” Después, arrodillándose ante ella, olió y respiró de igual manera en el interior de la vagina y en el agujero del culo, pero volvía siempre a los sobacos, bien porque esta parte le gustara más, bien porque encontrara ahí más husmo; siempre era ahí donde su boca y su nariz se dirigían con mayor celo. Finalmente una polla bastante larga, aunque poco gruesa, polla que llevaba meneando vigorosamente desde hacía más de una hora sin éxito alguno, comienza a alzar la cabeza. La mujer se coloca, el financiero acude por detrás a hundirle su picha bajo la axila, ella aprieta el brazo, estrechando notablemente, por lo que me parece, aquel espacio. Mientras tanto, a juzgar por su actitud, disfrutaba de la visión y del aroma del otro sobaco; se adueña de él, hunde ahí toda su verga y se corre lamiendo y devorando esta parte que le proporciona tanto placer».

«¿Y era preciso», dijo el obispo, «que esta criatura fuera totalmente pelirroja?» «Sí, del todo», dijo la Duclos. «Vos no ignoráis, monseñor, que esas mujeres tienen en esta parte un husmo infinitamente más violento, y el sentido del olfato era sin duda aquel que, una vez zaherido por unas cosas fuertes, mejor despertaba en él los órganos del placer». «De acuerdo», continuó el obispo, «pero me parece, ¡caramba!, que yo habría preferido husmear a esa mujer en el culo que olería debajo de los brazos». «¡Ah, ah!», dijo Curval, «los dos tienen sus atractivos, y os aseguro que si lo hubierais probado habríais visto que es muy delicioso». «¿Eso quiere decir, señor presidente», dijo el obispo, «que ese guiso también os divierte?» «Pero es que yo lo he probado», dijo Curval, «y, añadiéndole unas cuantas cosas, os afirmo que nunca ha sido sin correrme». «¡Bien!, me imagino esos añadidos. ¿Verdad que olía el culo?…», replicó el obispo. «Bueno, bueno», interrumpió el duque. «No le obligue a confesarse, monseñor; nos contaría cosas que todavía no debemos escuchar. Sigue, Duclos, y no dejes que esos charlatanes te pisen el terreno».

«Hacía más de seis semanas», continuó nuestra narradora, «que la Guérin prohibía absolutamente a mi hermana que se lavara y exigía de ella, por el contrario, que se mantuviera en el estado más sucio y más impuro posible, sin que adivináramos sus motivos, cuando llegó finalmente un viejo verde granujiento que, como si estuviera medio borracho, preguntó groseramente a Madame si la puta estaba bien sucia. “¡Oh!, respondo de ello”, dijo la Guérin. Les juntan, les encierran, yo corro al agujero, y nada más llegar veo a mi hermana a horcajadas, desnuda, sobre una gran tinaja llena de vino de Champaña, y allí nuestro hombre, provisto de una gran esponja, la limpiaba, la inundaba, recogiendo con cuidado hasta las menores gotas que caían de su cuerpo o de su esponja. Hacía tanto tiempo que mi hermana no se había lavado ninguna parte de su cuerpo, pues incluso se habían opuesto firmemente a que se limpiara el trasero, que el vino no tardó en adquirir un color oscuro y sucio y verosímilmente un olor que no debía de ser muy agradable. Pero, cuanto más se corrompía este licor con las porquerías de que se llenaba, más gustaba a nuestro libertino. Lo saborea, lo encuentra delicioso, se hace con un vaso y, en media docena de grandes tragos, engulle el vino asqueroso y putrefacto en el que acaba de lavar un cuerpo cubierto desde hace tanto tiempo de porquerías. Cuando ha bebido, agarra a mi hermana, la pone de bruces en la cama y le vomita en las nalgas y en el agujero bien abierto los chorros del impúdico semen que hacían hervir los impuros detalles de su asquerosa manía.

»Pero otra, mucho más marrana todavía, debía ofrecerse inmediatamente a mis miradas. Teníamos en la casa a una de esas mujeres llamadas recaderas, en términos de burdel, y cuyo oficio consiste en correr noche y día para levantar nueva caza. Esta criatura, con más de cuarenta años de edad, unía a unos encantos muy marchitos y que jamás habían sido muy seductores, el asqueroso defecto de unos pies apestosos. Este era exactamente el tipo que convenía al marqués de ***. Llega, le presentan a Dame Louise (así se llamaba la heroína), la encuentra deliciosa, y tan pronto como la tiene en el santuario de los placeres, la hace descalzar. Louise, a la que habían recomendado que no se cambiara de medias ni de zapatos durante más de un mes, ofrece al marqués un pie infecto que hubiera hecho vomitar a cualquiera: pero era precisamente lo que este pie tenía de sucio y de asqueroso lo que inflamaba a nuestro hombre. Lo coge, lo besa con ardor, su boca separa sucesivamente cada dedo y su lengua recoge con el más vivo entusiasmo en cada intersticio esa mugre negruzca y hedionda que la naturaleza deposita allí y que el escaso cuidado de uno mismo multiplica. No sólo la chupa con la boca, sino que la engulle, la saborea, y la leche que pierde masturbándose en este momento es la prueba inequívoca del excesivo placer que le procura».

«¡Ah!, eso sí que no lo entiendo», dijo el obispo. «Veo que tendré que encargarme de hacérselo comprender», dijo Curval. «¡Cómo!, ¿le gusta eso?…», dijo el obispo. «Mírenme», dijo Curval. Se levantan, le rodean, ven al increíble libertino, que reunía todos los gustos de la más crapulosa lujuria, abrazando el asqueroso pie de Fanchon, de la sucia y vieja criada descrita anteriormente, y extasiándose de lujuria al chuparlo. «Yo sí que entiendo todo esto», dijo Durcet, «basta con sentirse hastiado para comprender todas esas infamias; la saciedad las inspira el libertinaje, que las pone en práctica inmediatamente. Estamos cansados de lo sencillo, la imaginación se despecha, y la mediocridad de nuestros medios, la debilidad de nuestras facultades, la corrupción de nuestra mente, nos conducen a tales abominaciones».

«Esta era sin duda la historia», dijo la Duclos volviendo a su discurso, «del viejo comendador Carrières, uno de los mejores clientes de la Guérin. Sólo quería mujeres taradas, o por el libertinaje, o por la naturaleza, o por la mano de la justicia. Sólo las aceptaba, en una palabra, tuertas, ciegas, cojas, jorobadas, tullidas, mancas, desdentadas, con algunos miembros mutilados, o azotadas y marcadas, o claramente mancilladas por algún otro acto de la justicia, y todo ello siempre de la edad más madura. Le habían ofrecido, en la escena que yo sorprendí, una mujer de cincuenta años, marcada como ladrona pública y que, además, era tuerta. Esta doble degradación le pareció un tesoro. Se encierra con ella, la hace desnudarse, besa con arrebato en sus hombros los signos evidentes de su envilecimiento, chupa con ardor cada surco de una llaga que él llamaba honorable. Hecho esto, todo su entusiasmo se trasladaba al agujero del culo, entreabrió sus nalgas, besó deliciosamente el marchito agujero que contenían, lo chupó largo rato y, volviendo a montar a horcajadas sobre la espalda de la mujer, frotó con su polla las marcas que traía de la justicia, elogiándola por haber merecido este triunfo; e, inclinándose sobre su trasero, consumó el sacrificio besando de nuevo el altar al que acababa de tributar un tan prolongado homenaje y derramando una leche abundante sobre las marcas halagadoras con las que tanto se había calentado».

«Me cago en Dios», dijo Curval, a quien la lubricidad enloquecía aquel día, «ved, amigos míos, ved, por esta polla empalmada, hasta qué punto me calienta el relato de esta pasión». Y llamando a la Desgranges: «Ven, bollera impura», le dijo, «ven, tú que te pareces tanto a la que acaban de describir, ven a procurarme el mismo placer que ella dio al comendador». La Desgranges se acerca, Durcet, amigo de estos excesos, ayuda al presidente a desnudarla. Al principio, ella pone algunos reparos; no se la creen, la riñen por ocultar una cosa que la hará más querida por la sociedad. Finalmente, aparece su espalda marcada y muestra, con una V y una M, que ha sufrido dos veces la infamante operación cuyos vestigios inflaman, sin embargo, de manera tan absoluta los impúdicos deseos de nuestros libertinos. El resto del cuerpo gastado y marchito, el culo de tafetán abigarrado, el agujero infecto y ancho que aparece en el centro, la mutilación de una teta y de tres dedos, la pierna corta que la hace cojear, la boca desdentada, todo ello excita y estimula a nuestros dos libertinos. Durcet la chupa por delante, Curval por detrás, y mientras que unos objetos de la mayor belleza y de la más extrema frescura se encuentran allí bajo sus ojos, dispuestos a satisfacer sus más pequeños deseos, será con lo que la naturaleza y el crimen han infamado, han mareado, con el objeto más sucio y más asqueroso, con lo que nuestros dos extasiados libertinos saborearán los más deliciosos placeres… Y después de esto, ¡que me expliquen al hombre! Los dos parecen disputarse aquel cadáver anticipado, como dos dogos encarnizados sobre una carroña, y después de haberse entregado a los más sucios excesos, escupen al final su leche y, pese al agotamiento en que este placer les sume, quizás hubieran recomenzado de nuevo al instante, aun en el mismo tipo de crápula y de infamia, si la hora de la cena no sonara para advertirles de que debían ocuparse de nuevos placeres. El presidente, desesperado por haber perdido su leche, y que en tales casos sólo se reanimaba mediante unos excesos de comida y de bebida, se atiborró como un auténtico cerdo. Quiso que el pequeño Adonis masturbara a Bande-au-ciel, y le hizo tragar la leche, e, insatisfecho de esta última infamia que fue ejecutada inmediatamente, se levantó, dijo que su imaginación le sugería unas cosas mucho más deliciosas y, sin dar mayores explicaciones, arrastró consigo a Fanchon, Adonis y Hercule, fue a encerrarse en el saloncito del fondo y sólo reapareció en el momento de las orgías; pero en un estado tan brillante que todavía fue capaz de entregarse a mil horrores más, a cual más singular, pero que el orden esencial que nos hemos propuesto no nos permite describir todavía a nuestros lectores. Fueron a acostarse, y Curval, el inconsecuente Curval, que teniendo aquella noche a la divina Adélaïde, su hija, por reparto, podía pasar con ella la más deliciosa de las noches, fue hallado a la mañana del día siguiente echado sobre la repugnante Fanchon, con la que había perpetrado nuevos horrores toda la noche, mientras que Adonis y Adélaïde, privados de su cama, estaban, el uno en una camita muy alejada, y la otra en el suelo sobre un colchón.