Una introducción a
«Los Pilares de la Tierra»

Nada ocurre tal como se planea.

La novela Los Pilares de la Tierra sorprendió a mucha gente, incluido yo mismo. Se me conocía como autor de thrillers. En el mundo editorial, cuando uno alcanza el éxito con un libro, lo inteligente es escribir algo en la misma línea una vez al año durante el resto de la vida. Los payasos no deberían tratar de interpretar el papel de Hamlet y las estrellas del pop no deberían componer sinfonías. Y yo no debería haber puesto en peligro mi reputación escribiendo un libro impropio de mí y en exceso ambicioso.

Además, no creo en Dios. No soy lo que suele entenderse por una «persona espiritual». Según mi agente, mi mayor problema como escritor es que no soy un espíritu atormentado. Lo último que cabía esperar de mí era una historia sobre la construcción de una iglesia.

Así pues, era poco probable que escribiese un libro como Pilares, y de hecho estuve a punto de no hacerlo. Lo empecé, lo dejé y no volví a mirarlo hasta pasados diez años.

Ocurrió de este modo.

Cuando era niño, toda mi familia pertenecía a un grupo religioso puritano llamado los Hermanos de Plymouth. Para nosotros, una iglesia era una escueta sala con hileras de sillas en torno a una mesa central. Estaban prohibidos los cuadros, las estatuas y cualquier otra forma de ornamentación. La secta tampoco veía con buenos ojos las visitas de los miembros a iglesias de la competencia. Por tanto, crecí sin saber apenas nada de la gran riqueza arquitectónica de las iglesias europeas.

Comencé a escribir novelas hacia los veinticinco años, siendo reportero del Evening News de Londres. Me di cuenta por aquel entonces de que nunca había prestado mucha atención al paisaje urbano que me rodeaba y carecía de vocabulario para describir los edificios donde se desarrollaban las aventuras de mis personajes. De modo que compré A History of European Architecture, de Nikolaus Pevsner. Tras la lectura de ese libro empecé a ver de otra manera los edificios en general y las iglesias en particular. Pevsner escribía con verdadero fervor cuando hacía referencia a las catedrales góticas. La invención del arco ojival, afirmaba, fue un singular acontecimiento en la historia, resolviendo un problema técnico —cómo construir iglesias más altas— mediante una solución que era a la vez de una belleza sublime.

Poco después de leer el libro de Pevsner, mi periódico me envió a la ciudad de Peterborough, en East Anglia. No recuerdo ya qué noticia debía cubrir, pero nunca olvidaré lo que hice una vez transmitido el artículo. Tenía que esperar aproximadamente una hora para tomar el tren de regreso a Londres y, recordando las fascinantes y apasionadas descripciones de Pevsner sobre la arquitectura medieval, fui a visitar la catedral de Peterborough.

Fue uno de esos momentos reveladores.

La fachada occidental de la catedral de Peterborough cuenta con tres enormes arcos góticos semejantes a puertas para gigantes. El interior es más antiguo que la fachada, y una serie de arcos de medio punto en majestuosa procesión delimita la nave lateral. Como todas las grandes iglesias, es a la vez tranquila y hermosa. Pero yo percibí algo más que eso. Gracias al libro de Pevsner, intuí el esfuerzo que había requerido aquella obra. Conocía los esfuerzos de la humanidad por construir iglesias cada vez más altas y bellas. Comprendía el lugar de aquel edificio en la historia, mi historia.

La catedral de Peterborough me embelesó.

A partir de ese momento visitar catedrales se convirtió en uno de mis pasatiempos. Cada tantos meses viajaba a alguna ciudad antigua de Inglaterra, me alojaba en un hotel y estudiaba la iglesia. Así conocí las catedrales de Canterbury, Salisbury, Winchester, Gloucester y Lincoln, cada una de ellas una pieza única, cada una poseedora de una apasionante historia que contar. La mayoría de la gente dedica una o dos horas a una catedral; yo, en cambio, prefiero emplear un par de días.

Las propias piedras revelan la historia de su construcción: interrupciones e inicios, daños y reconstrucciones, ampliaciones en épocas de prosperidad, y homenajes en forma de vidriera a los hombres ricos que por lo general pagaban las facturas. La situación de la iglesia en el pueblo cuenta otra historia. La catedral de Lincoln se halla justo frente al castillo: los poderes religioso y militar cara a cara. En torno a la de Winchester se extiende una ordenada cuadrícula de calles, trazada por un obispo medieval con ínfulas de urbanista. La de Salisbury fue trasladada en el siglo XIII de un emplazamiento defensivo en lo alto de una colina —donde se ven aún las ruinas de la vieja catedral— a un despejado llano en señal de que había llegado una paz permanente.

Pero una duda me asaltaba sin cesar: ¿Por qué se construyeron esas iglesias?

Hay respuestas sencillas —para glorificar a Dios, para satisfacer la vanidad de los obispos, etc.—, pero a mí no me bastaban. Los constructores carecían de la maquinaria adecuada, desconocían el cálculo de estructuras, y eran pobres: el príncipe más rico vivía peor que, pongamos por caso, un recluso en una cárcel moderna. Aun así, lograron erigir los edificios más hermosos jamás creados y los construyeron tan bien que cientos de años después todavía siguen en pie para que nosotros los estudiemos y admiremos.

Empecé a leer acerca de estas iglesias, pero los libros me resultaban poco convincentes. Encontraba mucha palabrería estética sobre las fachadas pero casi nada respecto a la parte viva de las construcciones. Finalmente descubrí The Cathedral Builders de Jean Gimpel. Gimpel, la oveja negra de una familia francesa de marchantes, se impacientaba tanto como yo al leer sobre la «eficacia» estética de un triforio. Su libro hablaba de la gente real que vivía en míseras casuchas y levantó sin embargo esos fabulosos edificios. Gimpel examinó los libros de cuentas de los monasterios y se interesó en la identidad de los constructores y su remuneración. Fue el primero en advertir, por ejemplo, que una minoría digna de mención eran mujeres. La Iglesia medieval era sexista, pero también las mujeres contribuyeron a la construcción de las catedrales.

Gracias a otra obra de Gimpel, The Medieval Machine, supe que la Edad Media fue una época de rápida innovación tecnológica durante la cual se aprovechó la energía de los molinos de agua para diversos usos industriales. No tardé en sentir interés por la vida medieval en general. Y empecé a forjarme una idea de los motivos que impulsaron a las gentes de la Edad Media a ver la construcción de catedrales como algo lógico y normal.

La explicación no resulta sencilla. Es en cierto modo como tratar de entender por qué el hombre del siglo XX destina tan grandes sumas de dinero a explorar el espacio exterior. En ambos casos interviene toda una red de influencias: curiosidad científica, intereses comerciales, rivalidades políticas y las aspiraciones espirituales de una humanidad atada a este mundo. Y tuve la impresión de que existía una sola manera de trazar el esquema de esa red: escribir una novela.

En algún momento de 1976 escribí las líneas generales y unos cuatro capítulos de la novela. Se la envié a mi agente, Al Zuckerman, que me contestó en una carta: «Has creado un tapiz. Lo que necesitas es una serie de melodramas enlazados».

Volviendo la vista atrás, comprendo que a la edad de veintisiete años no era capaz de escribir una novela de esas características. Era como si un aprendiz de acuarelista proyectase un óleo de grandes proporciones. Para tratar el tema como merecía, el libro debía ser muy extenso, abarcar un período de varias décadas y dar vida al complejo marco de la Europa medieval. Por entonces yo escribía libros mucho menos ambiciosos, y así y todo no dominaba aún el oficio.

Abandoné el libro sobre la catedral y se me ocurrió otra idea, un thriller acerca de un espía alemán en territorio inglés durante la guerra. Afortunadamente ese proyecto sí estaba a mi alcance, y con el título La isla de las tormentas se convirtió en mi primer best seller.

En la década siguiente escribí thrillers, pero continué visitando catedrales, y la idea de la novela sobre una catedral nunca llegó a desvanecerse por completo. La resucité en enero de 1986, después de terminar mi sexto thriller, El valle de los leones.

Mis editores se pusieron nerviosos. Querían otra historia de espías. Mis amigos albergaban también sus temores. No soy la clase de autor capaz de eludir un fracaso amparándome en que el libro era bueno pero los lectores no habían estado a la altura. Escribo para entretener, y ello me complace. Un fracaso me hundiría. Nadie trató de disuadirme, pero muchos expresaron sus reservas.

Sin embargo no deseaba escribir un libro «difícil». Escribiría una historia de aventuras con pintorescos personajes que fuesen ambiciosos, perversos, atractivos, heroicos e inteligentes. Quería lectores corrientes tan fascinados como yo por el aspecto romántico de las catedrales medievales.

Por entonces ya había desarrollado el método de trabajo que sigo usando hoy día. Empiezo con un esquema del argumento que incluye lo que ocurrirá en cada capítulo y mínimos esbozos de los personajes. Pero ese libro no era como los demás. El principio no me dio problemas, pero a medida que el argumento avanzaba década a década y los personajes pasaban de la juventud a la madurez encontraba mayores dificultades para inventar nuevos giros e incidentes en sus vidas. Descubrí que un libro extenso representa un desafío mucho mayor que tres cortos.

El héroe de la historia tenía que ser un religioso o algo parecido. Eso no me resultaba fácil. Me costaría interesarme en un personaje preocupado exclusivamente por la otra vida (como les costaría también a muchos lectores). A fin de que el prior Philip despertase más simpatía, lo doté de una fe muy práctica y realista, un interés por las almas de la gente aquí en la tierra y no sólo en el cielo.

La sexualidad de Philip era otro problema. Teóricamente, todos los monjes y sacerdotes eran célibes en la Edad Media. El recurso obvio habría sido mostrar a un hombre debatiéndose en una terrible lucha con su lujuria. Pero no conseguí entusiasmarme con ese tema. Me formé en los años sesenta, y me inclino siempre del lado de quienes afrontan la tentación cayendo en ella. Finalmente lo presenté como una de esas escasas personas para quienes el sexo no tiene gran importancia. Es el único de mis personajes que sobrelleva el celibato con alegría.

Me puse en contacto con Jean Gimpel, que me había servido de inspiración una década atrás, y para mi asombro descubrí que vivía no sólo en Londres sino en mi misma calle. Contraté sus servicios como asesor, y nos convertimos en amigos y contrincantes en tenis de mesa hasta su muerte.

En marzo del año siguiente, 1987, llevaba dos años trabajando en la novela y tenía sólo un esquema incompleto y unos cuantos capítulos. No podía dedicar el resto de mi vida a ese libro. Pero ¿qué debía hacer? Podía dejarlo y escribir otro thriller. O podía trabajar con más ahínco. Por aquellas fechas escribía de lunes a viernes y me ocupaba de la correspondencia los sábados por la mañana. A partir de enero de 1988 empecé a escribir de lunes a sábado y contestaba las cartas el domingo. Mi rendimiento aumentó de manera espectacular, en parte por el día extra, pero sobre todo por la intensidad con que trabajaba. El problema del final del libro, que no había esbozado, se resolvió mediante una repentina inspiración cuando se me ocurrió involucrar a los personajes principales en el famoso asesinato de Thomas Becket.

Si no recuerdo mal, terminé el primer borrador a mediados de aquel año. Una mezcla de entusiasmo e impaciencia me impulsó a trabajar aún con mayor denuedo en la revisión, y comencé a trabajar los siete días de la semana. Descuidé por completo la correspondencia, pero concluí el libro en marzo de 1989, tres años y tres meses después del inicio.

Estaba agotado pero contento. Tenía la sensación de haber escrito algo especial, no un simple best seller más sino quizá una gran novela popular.

Poca gente se mostró de acuerdo.

Mi editorial norteamericana para tapa dura, William Morrow & Co., imprimió aproximadamente el mismo número de ejemplares que de El valle de los leones, y cuando vendieron igual cantidad, se dieron por satisfechos. Mis editores londinenses demostraron mayor interés, y Pilares se vendió mejor que mis anteriores libros. Pero entre los editores de todo el mundo la reacción inicial fue un suspiro de alivio ante el hecho de que Follett hubiese concluido su disparatado proyecto y salido indemne. El libro no ganó premio alguno, ni llegó siquiera a ser finalista. Unos cuantos críticos lo elogiaron encarecidamente, pero la mayoría mostró sólo indiferencia. Se convirtió en número uno en ventas en Italia, donde los lectores tienen siempre una actitud favorable conmigo. La edición en rústica ocupó la primera posición en las listas de ventas británicas durante una semana.

Empecé a pensar que me había equivocado. Quizá el libro era sólo una lectura amena como tantas otras, bueno pero no extraordinario.

Hubo no obstante una persona que creyó fervientemente que se trataba de un libro especial. Mi editor alemán, Walter Fritzsche, de Gustav Lübbe Verlag, soñaba desde hacía tiempo con publicar una novela sobre la construcción de una catedral. Incluso había comentado la idea a algunos de sus autores alemanes, sin llegar a ningún resultado. Así que se entusiasmó con lo que estaba escribiendo, y cuando por fin recibió el manuscrito, tuvo la sensación de que sus esperanzas se habían cumplido.

Hasta ese momento mi obra había gozado de moderado éxito en Alemania. (Los villanos de mis libros eran a menudo alemanes, así que no podía quejarme). El entusiasmo de Fritzsche fue tal que pensó que Pilares cambiaría esa tendencia, convirtiéndome en el escritor más popular de Alemania.

Ni siquiera yo le creí.

Sin embargo Fritzsche tenía razón.

Lübbe realizó una excelente edición del libro. Contrató a un joven artista, Achim Kiel, para la portada, pero él insistió en realizar el diseño de todo el libro, tratándolo como un objeto, y Lübbe tuvo el valor de aceptar su propuesta. Kiel cobraba unos honorarios considerables, pero logró transmitir al comprador la sensación de Fritzsche de que el libro era algo especial. (Kiel siguió encargándose de mis ediciones alemanas durante años, creando una imagen que Lübbe utilizó después repetidas veces).

Advertí el primer indicio de que los lectores veían el libro como algo especial cuando Lübbe preparó un anuncio para celebrar los 100 000 ejemplares vendidos. Hasta entonces nunca había alcanzado semejante cifra de ventas con un libro en tapa dura más que en Estados Unidos (que tiene una población cinco veces mayor que Alemania).

Al cabo de dos años Pilares comenzó a aparecer en las listas de best sellers de más larga duración, habiendo entrado unas ochenta veces en la lista alemana de libros más vendidos. Con el paso del tiempo se integró a la lista de manera permanente. (Hasta el día de hoy ha aparecido más de trescientas veces en la lista semanal).

Un día me dediqué a comprobar la hoja de liquidación de los derechos del libro enviada por New American Library, editorial responsable de mis ediciones en rústica para Estados Unidos. Dichas hojas están concebidas para evitar que el autor sepa qué ocurre realmente con su libro, pero después de perseverar durante décadas he aprendido a interpretarlas. Y descubrí que Pilares vendía alrededor de 50 000 ejemplares semestralmente. La isla de las tormentas, en cambio, vendía unos 25 000 ejemplares, como la mayoría de mis otros libros.

Comprobé las ventas en el Reino Unido y vi que se mantenía la misma proporción: Pilares vendía más o menos el doble.

Empecé a advertir que Pilares se mencionaba más que cualquier otro libro en las cartas de mis admiradores. Firmando ejemplares en las librerías, me encontré con que era cada vez mayor el número de lectores que consideraban Pilares su novela preferida. Mucha gente me pidió que escribiese una segunda parte. (Lo haré, algún día). Algunos afirmaban que era el mejor libro que habían leído, un halago que no había recibido por ningún otro título. Una agencia de viajes inglesa se dirigió a mí para plantearme la creación de una festividad de los «Pilares de la Tierra». Empezaba a parecer un libro de culto.

Finalmente comprendía qué ocurría. Era uno de esos libros en que actúa el boca a boca. En el mundo editorial es sabido que la mejor publicidad es aquella que no puede comprarse: la recomendación personal de un lector a otro. Ese era el motivo de las ventas de Pilares. Tú lo has conseguido, querido lector. Editores, agentes, críticos y aquellos que otorgan los premios literarios pasaron por alto en general este libro, pero no vosotros. Vosotros os disteis cuenta de que era distinto y especial, y vosotros lo comunicasteis a vuestros amigos, y al final corrió la voz.

Y así ocurrió. Parecía el libro menos adecuado; yo parecía el autor menos adecuado, y estuve a punto de no escribirlo. Sin embargo es mi mejor libro, y vosotros lo habéis honrado con vuestra lectura.

Os lo agradezco.

KEN FOLLETT

Stevenage, Hertforshire

enero 1999