Capítulo Dieciocho

1

La carta del rey llegó mientras los monjes se encontraban cantando las capítulas.

Jack había construido una nueva sala capitular para acomodar a los ciento cincuenta monjes, el mayor número que, en toda Inglaterra, había en un solo monasterio. El edificio, redondo, tenía un techo bordeado de piedras y filas de graderías para que los monjes tomaran asiento. Los dignatarios monásticos se sentaban en bancos de piedra adosados a los muros, a una altura un poco superior al nivel del resto.

Philip y Jonathan ocupaban tronos esculpidos en la piedra del muro frente a la puerta.

Un monje joven estaba leyendo el capítulo séptimo de la Regla de San Benito: «El sexto peldaño de humildad se alcanza cuando un monje se contenta con todo cuanto es pobre y bajo». Philip se dio cuenta de que no sabía el nombre del monje que estaba leyendo. ¿Se debería a que se estaba volviendo viejo o a que la comunidad había llegado a ser muy grande? «El séptimo peldaño de humildad se alcanza cuando un hombre no sólo confiesa con su lengua que es más humilde e inferior a otros, sino que así lo cree en lo más profundo de su corazón». Philip sabía que no había llegado todavía a ese grado de humildad. Había alcanzado mucha durante sus setenta y dos años; la logró mediante valor y decisión, y también utilizando el cerebro; y necesitaba recordarse de manera constante que la verdadera razón de su éxito era la de haberse beneficiado de la ayuda de Dios, sin la que todos sus esfuerzos hubieran resultado vanos.

A su lado, Jonathan se agitaba inquieto. Había tenido más dificultades todavía con la virtud de la humildad que el propio Philip. La arrogancia era el defecto de los grandes líderes. Jonathan estaba ya preparado para hacerse cargo del priorato y se mostraba impaciente. Había estado hablando con Aliena y se hallaba ansioso por poner a prueba sus técnicas de cultivos, como la de arar con caballos y la de plantar guisantes y avena en tierras de barbecho para cosechar en primavera. Hace treinta y cinco años yo también estaba impaciente por criar ovejas para lana, se dijo Philip.

Sabía que lo que tenía que hacer era retirarse y dejar que Jonathan ocupara su puesto de prior. Él debería pasar sus últimos años en oración y meditación. Desde luego era lo que solía aconsejar a otros. Pero ahora que ya era lo bastante viejo para retirarse, la perspectiva le aterraba. Su estado físico era perfecto y tenía la mente tan despierta como siempre.

Una vida de plegarias y meditación le volvería loco.

Sin embargo, Jonathan no esperaría eternamente. Dios le había dado las dotes para llevar un importante monasterio y no pensaba despreciar sus cualidades. Había visitado numerosas abadías a lo largo de los años y en todas partes causó una excelente impresión. Cualquier día, a la muerte de un abad, los monjes pedirían a Jonathan que se presentara a la elección, y a Philip le sería difícil negar su permiso.

El joven monje, cuyo nombre Philip no podía recordar, estaba terminando un capítulo cuando dieron con los nudillos en la puerta y entró el portero.

El hermano Stephen, el admonitor, lo miró con el ceño fruncido.

No debía interrumpir a los monjes durante las capítulas. El admonitor era el responsable de la disciplina y, al igual que cuantos tenían esa tarea a su cargo, Stephen era un observador a ultranza de las reglas.

—¡Ha llegado un mensajero del rey! —dijo el portero con un fuerte susurro.

—Ocúpate de ello, ¿quieres? —dijo Philip a Jonathan.

El mensajero insistía en entregar su carta a uno de los dignatarios monásticos. Jonathan salió de la sala. Los monjes murmuraban entre sí.

—Continuaremos con la necrología —dijo Philip con firmeza.

Al comenzar las oraciones por los difuntos se preguntaba qué tendría que decir el segundo rey Henry al priorato de Kingsbridge.

Con toda seguridad no se trataría de buenas noticias.

Henry había andado a la greña con la Iglesia durante seis largos años. La disputa empezó con motivo de la jurisdicción de los tribunales eclesiásticos, pero el empecinamiento del rey y la religiosidad de Thomas Becket, arcediano de Canterbury, habían impedido cualquier posible compromiso. La disputa llegó a convertirse en crisis. Becket se había visto obligado a exiliarse.

Pero lo más triste era que la Iglesia de Inglaterra no se mostraba unánime en su apoyo a Becket. Obispos como Waleran Bigod se habían puesto del lado del rey para obtener el favor real. Sin embargo, el Papa estaba presionando a Henry para que hiciera la paz con Becket. Acaso la peor consecuencia de aquel enfrentamiento fuera que, al necesitar apoyo Henry en el seno de la Iglesia inglesa, resultara en una mayor influencia en la corte de obispos ansiosos de poder, como Waleran.

Jonathan regresó y entregó a Philip un rollo de pergamino lacrado. El lacre llevaba impreso un inmenso sello real. Todas las miradas de los monjes estaban fijas en él. Philip llegó a la conclusión de que sería demasiado pedirles que se concentraran en rezar por los difuntos teniendo semejante carta en la mano.

—Muy bien —dijo—. Seguiremos con las oraciones más tarde.

Rompió el sello y abrió la carta. Echó una ojeada al saludo y luego se la entregó a Jonathan, que tenía mejor vista.

—Léenosla, por favor.

Después de los saludos de rigor el rey escribía: «He nombrado nuevo obispo de Lincoln a Waleran Bigod, en la actualidad obispo de Kingsbridge». La voz de Jonathan quedó ahogada por el zumbido de las voces. Philip movió la cabeza disgustado. Desde las revelaciones durante el juicio de Philip, Waleran había perdido toda credibilidad en aquella comarca. No había manera de que continuara como obispo. De modo que había convencido al rey para que lo nombrara prelado de Lincoln, uno de los obispados más ricos del mundo.

Lincoln era la tercera diócesis más importante del reino después de Canterbury y York. De ahí al arzobispado no había más que un paso.

Henry podía estar incluso preparando a Waleran para ocupar el puesto de Thomas Becket. La idea de Waleran como arzobispo de Canterbury, jefe de la Iglesia de Inglaterra, era tan aterradora que Philip casi se sentía enfermo.

Una vez que se hubieron calmado los monjes, Jonathan reanudó su lectura.

—… y recomiendo al deán y capítulo de Lincoln que lo elijan.

Bueno, pensó Philip, eso resulta más fácil de decir que de hacer. Una recomendación real era casi una orden; pero no del todo.

Si el capítulo de Lincoln fuera contrario a Waleran o tuviera un candidato propio, podía crear dificultades al rey. Probablemente este se saldría al final con la suya; pero no era en modo alguno una solución predeterminada.

—«Y ordeno al capítulo del priorato de Kingsbridge que celebre una elección para el nombramiento del nuevo obispo de Kingsbridge; y recomiendo la elección como obispo de mi servidor Peter de Wareham, arcediano de Canterbury».

Entre los monjes allí reunidos se alzó una protesta colectiva.

Philip se quedó paralizado por el horror. ¡El arcediano Peter, arrogante, vengativo y farisaico, era el elegido por el rey como nuevo obispo de Kingsbridge! Peter era un calco exacto de Waleran. Ambos eran hombres piadosos y temerosos de Dios; pero no tenían el sentido de su propia falibilidad, de tal manera que consideraban que sus deseos personales eran la voluntad de Dios. En consecuencia, perseguían sus objetivos de manera implacable. Con Peter de obispo, Jonathan pasaría su vida como prior luchando por la justicia y la honradez en un Condado gobernado con puño de hierro por un hombre sin corazón.

Y si Waleran llegaba a ser nombrado arzobispo, no habría perspectivas de cambio.

Philip vio ante sí una era larga y sombría como durante el peor periodo de la guerra civil, cuando los condes del tipo de William hacían lo que les venía en gana, mientras sacerdotes arrogantes abandonaban a sus gentes. El priorato se hundiría una vez más, convirtiéndose en la debilitada sombra de su antiguo ser. Pero no era el único en sentir cólera.

—¡No será así! —clamó Steven Circuitor poniéndose en pie con el rostro congestionado pese a la regla impuesta por Philip de que durante el capítulo todos habían de hablar con calma y en voz queda.

Los monjes lo vitorearon.

—¿Qué podemos hacer? —Jonathan hizo esa pregunta crucial demostrando su prudencia.

—¡Tenemos que rechazar la petición del rey! —dijo Bernard Kitchener, gordo como siempre.

Varios monjes expresaron su acuerdo.

—¡Debemos escribir al rey diciéndole que nosotros elegiremos a quien nos parezca bien! —decidió Steven para añadir al cabo de un instante con timidez—: Con la ayuda de Dios, claro está.

—No estoy de acuerdo en que nos neguemos en redondo. Cuanto más pronto desafiemos al rey, antes descargará su furor sobre nuestras cabezas —expuso Jonathan.

—Jonathan tiene razón. Un hombre que pierda una batalla con el rey puede obtener el perdón, pero el hombre que la gane estará condenado —sentenció Philip.

—¡Pero estaremos cediendo! —explotó Steven.

Philip se sentía tan preocupado y temeroso como todos los demás pero tenía que aparentar calma.

—Tranquilízate, Steven, por favor —dijo—. Claro está que tenemos que luchar contra ese terrible nombramiento. Pero hemos de hacerlo con cuidado e inteligencia evitando en todo momento un claro enfrentamiento.

—Entonces, ¿qué vais a hacer? —preguntó Steven.

—Todavía no estoy seguro —repuso Philip.

En un principio se había sentido desalentado. Pero ya empezaba a recuperar su espíritu combativo. Se había pasado la vida librando esa batalla una y otra vez. Lo había hecho en el priorato cuando derrotó a Remigius y fue elegido prior. Y también en el Condado contra William Hamleigh y Waleran Bigod. Y ahora lo haría a escala nacional.

En esta ocasión sería frente al rey.

—Creo que iré a Francia —dijo—. A ver al arzobispo Thomas Becket.

A lo largo de toda su vida y en cuantas crisis se presentaban, Philip había sido capaz de concebir un plan. Siempre que su priorato, su ciudad o él mismo se habían visto amenazados por las fuerzas de la injusticia o de la barbarie, encontró una forma de defensa y de contraataque. No siempre estuvo seguro de alcanzar el éxito, pero jamás se había sentido sin saber qué hacer. Hasta ahora.

Al llegar a la ciudad de Sens, al sureste de París en el reino de Francia, todavía se sentía desconcertado. La catedral de Sens era la más grande edificación que jamás había visto. La nave debía medir cincuenta pies en cruz. Comparada con la catedral de Kingsbridge, Sens daba la impresión de espacio más que de luz.

Viajando a través de Francia se dio cuenta por primera vez en su vida de que había más diversidad de iglesias en el mundo de las que él imaginara y comprendió los efectos revolucionarios que el hecho de viajar había tenido en la mente de Jack Jackson. A su paso por París, Philip no dejó de visitar la iglesia abadía de Saint-Denis y pudo ver de dónde había sacado Jack algunas de sus ideas. También había visto dos iglesias con arbotantes como los de Kingsbridge. Era evidente que otros maestros de obras se habían visto enfrentados al mismo problema de Jack, y le dieron la misma solución.

Philip fue a presentar sus respetos al arzobispo de Sens, William Whitehands, un clérigo joven e inteligente que era sobrino del difunto rey Stephen. El arzobispo William invitó a almorzar a Philip, el cual se mostró halagado pero declinó la invitación. Había recorrido un largo camino para ver a Thomas Becket y al encontrarse ya cerca se sentía impaciente. Después de asistir a la misa en la catedral siguió el curso del río Yonne hacia el norte de la ciudad.

Llevaba un reducido acompañamiento para ser el prior de uno de los monasterios más ricos de Inglaterra. Sólo iban con él dos hombres de armas como protección, un monje joven de nombre Michael de Bristol como ayudante y un caballo de carga con un montón de libros sagrados, copiados y bellamente ilustrados en el scriptorium de Kingsbridge, para ofrecerlos de regalo a los abates y los obispos a quienes visitaran durante el viaje. Los costosos libros resultaron regalos impresionantes, contrastando de manera patente con el modesto séquito de Philip. Había sido un gesto deliberado. Quería el respeto de las gentes por el priorato, no para el prior.

Algo delante de la puerta norte de Sens, en una soleada pradera junto al río, se alzaba la venerable abadía de Sainte-Colombe, donde el arzobispo Thomas había estado viviendo durante los últimos tres años. Uno de los sacerdotes de Thomas acogió calurosamente a Philip. Llamó a los sirvientes para que se ocuparan de sus caballos y equipaje y les hizo pasar a la casa de invitados donde se alojaba el arzobispo. Philip pensó que los exiliados debían sentirse contentos de recibir visitantes de casa, no sólo por motivos sentimentales, sino por ser una muestra de apoyo.

Ofrecieron comida y vino a Philip y a su ayudante y luego les presentaron a sus familiares. Casi todos sus hombres eran sacerdotes, en su mayoría jóvenes, y Philip pensó que muy inteligentes. Al cabo de un corto tiempo Michael discutía con uno de ellos sobre transustanciación. Philip saboreaba su copa de vino y escuchaba sin intervenir.

—¿Qué opináis sobre ello, padre Philip? Aún no habéis dicho ni una palabra —le preguntó uno de los sacerdotes.

—Por el momento los problemas teológicos espinosos son los que menos me preocupan.

—¿Por qué?

—Porque todos quedarán resueltos en el futuro y entretanto se conservan guardados de forma debida.

—¡Bien dicho!

Era una voz nueva y al levantar Philip la vista se encontró con el arzobispo Thomas de Canterbury.

Comprendió al punto que estaba ante un hombre notable. Thomas era alto, delgado y de facciones muy hermosas, una frente ancha y despejada, ojos brillantes, tez clara y pelo oscuro. Tendría unos diez años menos que Philip, rondaría los cincuenta o cincuenta y uno. Pese a sus infortunios su expresión era alegre y respiraba vitalidad.

Philip observó de inmediato que era un hombre de personalidad muy atrayente. Y ello explicaba en parte su notable ascenso desde unos humildes orígenes.

Philip se arrodilló y le besó la mano.

—¡Me siento tan contento de conocerte! Siempre he querido visitar Kingsbridge… He oído hablar mucho de su priorato y de su maravillosa catedral nueva —dijo Thomas.

Philip se sentía encantado y halagado.

—He venido a veros porque todo cuanto hemos logrado está siendo puesto en peligro por el rey.

—Quiero saberlo todo de inmediato —dijo Thomas—. Ven a mi cámara.

Dio media vuelta y salió.

Philip lo siguió sintiéndose a la vez complacido y aprensivo.

Thomas lo condujo a una habitación más pequeña. Había una suntuosa cama de madera y cuero con sábanas de hilo fino y una colcha bordada. Pero Philip también vio un delgado colchón enrollado en un rincón y recordó las historias que se contaban de que Thomas jamás utilizaba los lujosos muebles ofrecidos por sus anfitriones. Philip se sintió por un instante culpable recordando su confortable lecho en Kingsbridge mientras que el primado de Inglaterra dormía en el suelo.

—Y hablando de catedrales, ¿qué te parece la de Sens? —le preguntó Thomas.

—Asombrosa —repuso Philip—. ¿Quién es el maestro de obras?

—William de Sense. Espero algún día poder inducirle a que acuda a Canterbury. Siéntate. Y ahora dime lo que está ocurriendo en Kingsbridge.

Philip contó a Thomas todo lo referente al obispo Waleran y al arcediano Peter. Thomas parecía interesadísimo en cuanto decía Philip, y le hacía algunas preguntas que demostraban percepción y sutileza. Además de buena presencia y simpatía tenía cerebro. Tuvo que necesitar de todo para alcanzar una posición desde la cual pudiera doblegar la voluntad de uno de los reyes más fuertes que Inglaterra había tenido. Se decía que debajo de su indumentaria arzobispal Thomas llevaba un cilicio y Philip se forzó a recordar que debajo de su atractivo exterior había una voluntad de hierro.

Una vez el prior hubo terminado su historia, Thomas se mostró grave.

—No debe permitirse que eso ocurra —dijo.

—Así es —asintió Philip; el tono firme de Thomas era alentador—. ¿Podéis evitarlo?

—Únicamente si se me incorpora de nuevo a Canterbury.

Aquella no era la respuesta que Philip hubiera esperado.

—Pero incluso ahora, ¿no podéis escribir al Papa?

—Lo haré —respondió Thomas—. Te prometo que el Papa no reconocerá a Peter como obispo de Kingsbridge. Pero no podemos permitirle que se instale en el palacio del obispo como tampoco nombrar a otro.

Philip se sentía sobresaltado y desmoralizado ante la contundente negativa de Thomas. Durante todo su viaje hasta allí había abrigado la esperanza de que Thomas haría lo que él no había podido hacer y encontraría la manera de dar al traste con la trama de Waleran. Pero el inteligente Thomas se encontraba también inerme. Todo cuanto podía ofrecerle era la esperanza de ser restaurado en Canterbury. Allí, naturalmente, tendría el poder de vetar los nombramientos episcopales.

—¿Existe alguna esperanza de que volváis pronto? —preguntó con tristeza.

—Alguna, si eres optimista —replicó Thomas—. El Papa ha concebido un tratado de paz y nos apremia, tanto a Henry como a mí, para que lo aceptemos. Para mí las condiciones son aceptables. Ese tratado me da todo por lo que he estado luchando. Henry dice que también es aceptable para él. He insistido en que demuestre su sinceridad otorgándome el beso de la paz. Se niega.

La voz de Thomas cambió a medida que hablaba. Cesaron los altibajos propios de una conversación y quedó reducida a una insistente monotonía. De su rostro desapareció toda vitalidad y adquirió el aspecto de un sacerdote dando un sermón sobre abnegación a unos fieles distraídos. Philip descubrió en su expresión la tenacidad y el orgullo que le habían mantenido luchando todos aquellos años.

—La negativa del beso es una prueba de que planea atraerme de nuevo a Inglaterra y una vez allí denunciar los términos del tratado.

Philip asintió. El beso de la paz, que formaba parte del ritual de la misa, era el símbolo de confianza y ningún contrato, desde el matrimonio hasta una tregua, quedaba completo sin él.

—¿Qué puedo hacer? —se preguntó Philip, tanto como para sí como dirigiéndose a Thomas.

—Vuelve a Inglaterra y haz campaña a mi favor —dijo Thomas—. Escribe cartas a los priores y abates. Envía desde Kingsbridge una delegación al Papa. Suplica al rey. Pronuncia sermones en tu famosa catedral diciendo a la gente del Condado que su más alto sacerdote ha sido menospreciado por su rey.

Philip asintió. No pensaba hacer nada por el estilo. Lo que Thomas le estaba diciendo era que se uniera a la oposición en contra del rey. Era posible. Aquello podía contribuir a levantar la moral de Thomas, pero a Kingsbridge no le serviría de nada.

Acababa de ocurrírsele una cosa mejor. Si Henry y Thomas habían llegado a acercarse tanto, tal vez no fuera muy difícil unirles definitivamente. Philip reflexionó esperanzado. Acaso hubiera algo que él podía hacer. Aquella idea le hizo volver a sentirse optimista. Tal vez fuera algo descabellado, pero no tenía nada que perder.

Después de todo sólo discutían por un beso.

Philip se sintió desazonado al ver hasta qué punto había envejecido su hermano.

Francis tenía el pelo gris, unas orejas apergaminadas y su tez parecía reseca. Claro que en realidad tenía ya sesenta años, por lo que tal vez no fuera sorprendente. Pero su mirada era viva y parecía animado.

Philip llegó a la conclusión de que lo que le preocupaba era su propia edad. Como siempre, cada vez que veía a su hermano se daba cuenta de lo que él mismo había envejecido. Hacía años que no había visto un espejo. Se preguntó si también él tendría bolsas debajo de los ojos. Se palpó la cara. Era difícil saberlo.

—¿Qué tal trabajas con Henry? —preguntó Philip curioso por averiguar, como todo el mundo, cómo eran los reyes en privado.

—Mejor que con Maud —contestó Francis—. Ella era más inteligente pero demasiado tortuosa. Henry es muy franco. Siempre se sabe lo que está pensando.

Se encontraban sentados en el claustro de un monasterio de Bayeux donde se alojaba Philip. La corte del rey Henry estaba aposentada en las cercanías. Francis todavía seguía trabajando para Henry durante los últimos veinte años. Ya era jefe de la cancillería, donde se escribían todas las cartas y cédulas reales. Era un cargo importante y poderoso.

—¿Franco? ¿Henry? El arzobispo Thomas no opina igual.

—Tremendo error de Thomas —dijo Francis con desdén.

Philip se dijo que Francis no debiera mostrarse tan despreciativo con el arzobispo.

—Thomas es un gran hombre —objetó.

—Thomas quiere ser rey —afirmó tajante Francis.

—Y Henry, a su vez, quiere ser arzobispo —le replicó Philip.

Se miraron irritados. Si vamos a empezar a pelearnos, se dijo Philip, no es de extrañar que Henry y Thomas luchen tan encarnizadamente.

—De cualquier manera tú y yo no vamos a discutir por ello —dijo sonriendo.

El rostro de Francis se serenó.

—No, claro que no. Recuerda que esta discusión me ha atormentado la vida desde hace ya seis años. Me resulta imposible ser tan objetivo como tú.

Philip hizo un ademán de asentimiento.

—¿Pero por qué Henry no quiere aceptar el plan de paz del Papa?

—Sí que quiere —rectificó Francis—. Estamos a un paso de la reconciliación. Pero Thomas pretende más. Se empecina en el beso de la paz.

—Pero si el rey es sincero, ¿por qué ha de importarle dar el beso de paz como garantía?

Francis alzó la voz.

—¡No figura en el plan! —dijo con tono exasperado.

—A pesar de eso, ¿por qué no darlo? —arguyó Philip.

Francis suspiró.

—Lo haría gustoso. Pero en cierta ocasión juró en público que jamás daría a Thomas el beso de la paz.

—Son muchos los reyes que han quebrantado sus juramentos —insistió Philip.

—Reyes de carácter débil. Henry jamás rompería un juramento público. Ese tipo de cosas son las que le hace tan diferente del lamentable rey Stephen.

—Entonces la Iglesia no debería intentar persuadirle de lo contrario —concedió Philip reacio.

—¿Y por qué Thomas insiste tanto en el beso? —preguntó Francis exasperado.

—Porque no confía en Henry, pues nada hay que le impida denunciar el tratado. ¿Y qué puede hacer Thomas al respecto? ¿Exiliarse de nuevo? Sus partidarios se han mostrado leales; pero están cansados. Thomas no puede pasar de nuevo por todo ello. De manera que antes de aceptar ha de tener garantías férreas.

Francis movió la cabeza con aire triste.

—Sin embargo, ahora se ha convertido en una cuestión de orgullo —dijo—. Sé que Henry no tiene intención de engañar a Thomas. Pero no permitirá que lo obliguen. Aborrece sentirse coaccionado.

—Y creo que lo mismo le pasa a Thomas —opinó Philip—. Ha pedido su garantía y no se volverá atrás.

Volvió a mover tristemente la cabeza. Había pensado que acaso Francis fuera capaz de sugerir alguna manera de acercar a los dos hombres. Pero la tarea parecía imposible.

—La ironía de todo ello es que Henry besaría complacido a Thomas después de que se hubieran reconciliado —dijo Francis—. Lo único que no quiere es que se lo impongan como condición previa.

—¿Lo ha dicho así? —preguntó Philip.

—Sí.

—¡Pues entonces eso lo cambia todo! —exclamó excitado Philip—. ¿Qué dijo exactamente?

—Dijo: Le besaré la boca, le besaré los pies, y le oiré decir misa. Una vez que haya regresado. Yo mismo se lo oí decir.

—Voy a comunicárselo a Thomas.

—¿Crees que podría aceptarlo? —preguntó ansioso Francis.

—Lo ignoro. —Philip no quería albergar demasiadas esperanzas—. Parece una condición tan insignificante. Recibiría el beso sólo un poco después de lo que él quería.

—Y por su parte, Henry apenas sí cede un poco —exclamó Francis con creciente excitación—. Da el beso pero de forma voluntaria, no obligado. Por Dios que puede dar resultado.

—Podrían celebrar el acto de reconciliación en Canterbury. Podría anunciarse previamente el acuerdo de tal manera que ninguno de los dos pudiera cambiar las cosas en el último momento. Thomas podría decir misa y Henry darle el beso en la catedral.

Y entonces, se dijo en su fuero interno, Thomas podría impedir los diabólicos planes de Waleran.

—Voy a proponérselo al rey —le comunicó Francis.

—Y yo a Thomas.

Sonó la campana del monasterio. Los dos hermanos se pusieron en pie.

—Muéstrate persuasivo —pidió Philip—. Si esto da resultado, Thomas podrá volver a Canterbury y si Thomas regresa, Waleran Bigod estará acabado.

Se reunieron en una bonita pradera a la orilla de un río, en la frontera entre Normandía y el reino de Francia, cerca de las ciudades Friteval y Vievy-le-Raye. El rey Henry se encontraba ya allí cuando Thomas llegó con el arzobispo William de Sens. Philip, que formaba parte del séquito de Thomas, divisó a su hermano Francis. Estaba con el rey en el extremo más alejado del campo.

Henry y Thomas habían llegado a un acuerdo. En teoría.

Ambos habían aceptado el compromiso por el cual el beso de paz se daría durante una misa de reconciliación cuando Becket hubiera regresado a Inglaterra. Sin embargo, el trato no quedaba cerrado hasta que ellos dos no se hubieran reunido.

Thomas cabalgó hasta el centro del campo, dejando atrás a su gente y Henry hizo lo mismo, mientras todos les observaban conteniendo el aliento.

Hablaron durante muchas horas.

Nadie podía oír lo que estaban diciendo. Pero todos podían imaginarlo. Hablaban de las ofensas de Henry a la Iglesia, de la manera en que los obispos ingleses habían desobedecido a Thomas, de las controvertidas Constituciones de Clarendon, del exilio de Thomas, del papel desempeñado por el Papa. En un principio Philip había temido una furiosa discusión entre ellos y que se separaran más enemigos que nunca. Con anterioridad habían estado ya a punto de llegar a un acuerdo, reuniéndose como ahora; y, de repente, había surgido algo que hirió la susceptibilidad de alguno de ellos o de ambos, se produjo un intercambio de ásperas palabras, y se separaron furiosos, cada uno de ellos culpando al otro por su intransigencia. Pero cuanto más se prolongaba la conversación más optimista se sentía Philip. Tenía la impresión de que si alguno de los dos estuviera dispuesto a hacer un plante y marcharse, esto habría ocurrido hacía tiempo.

La calurosa tarde estival empezó a refrescar y la sombra de los olmos se alargaba a través del río, la tensión era ya insoportable.

Al final algo sucedió. Thomas se movió.

¿Se disponía a alejarse cabalgando? No. Estaba desmontando.

¿Qué significaría eso? Philip vigilaba conteniendo el aliento. Thomas, una vez en tierra firme, se acercó a Henry y se arrodilló a los pies del rey.

El rey bajó a su vez del caballo y abrazó a Thomas.

Los cortesanos de ambos lados empezaron a vitorear y a lanzar los sombreros al aire.

Philip sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. El conflicto había quedado resuelto, gracias al sentido común y a la buena voluntad. Así era como deberían solucionarse todas las cosas.

Tal vez fuera un presagio.

2

Era el día de Navidad y el rey estaba fuera de sí. William Hamleigh se sentía aterrado. Sólo había conocido a una persona con un genio como el del rey Henry y esa persona era su madre. Henry resultaba casi tan aterrador como ella. De cualquier manera era un hombre intimidador con aquellos hombros anchos, con su pecho poderoso y la enorme cabeza. Pero cuando se enfurecía, se le inyectaban en sangre los ojos de un azul grisáceo, se le congestionaba la cara pecosa y su habitual inquietud se transformaba en el furioso deambular de un oso enfurecido.

Se encontraban en Bur-le-Roi, un pabellón de caza de Henry que se alzaba en un parque cerca de la costa de Normandía. El monarca debería haberse sentido feliz. Lo que más le gustaba en el mundo era cazar y aquel era uno de sus lugares favoritos. Pero estaba furioso.

Y el motivo era el arzobispo Thomas de Canterbury.

—¡Thomas, Thomas, Thomas! ¡Eso es cuanto oigo de vuestros apestosos prelados! ¡Thomas hace esto, Thomas hace aquello, Thomas os ha insultado. Thomas es injusto con vos! ¡Estoy harto de Thomas!

William observaba de manera furtiva las caras de los condes, los obispos y otros dignatarios sentados a la mesa de la comida de navidad en el gran salón. La mayoría de ellos parecían nerviosos.

Sólo uno se mostraba satisfecho. Waleran Bigod.

Waleran había predicho que Henry volvería a pelearse pronto con Thomas. Decía que Thomas había ganado con demasiada autoridad, que el plan del Papa obligaba al rey a consentir en exceso y que surgirían nuevas disputas cuando Thomas intentara beneficiarse de las promesas reales. Pero Waleran no se había limitado a sentarse y ver lo que ocurría. Había trabajado con ahínco para que su predicción se hiciera realidad. Con la ayuda de William, presentaba continuas quejas ante Henry sobre lo que Thomas estaba haciendo desde que regresó de Inglaterra. Cabalgaba por todo el país con un ejército de caballeros, visitando a sus compinches, tramando todo tipo de planes traicioneros y castigando a los clérigos que habían ayudado al rey durante su exilio. Waleran bordaba todos aquellos informes antes de pasárselos al rey. Pero en cuanto decía había algo de verdad. Sin embargo, estaba animando las llamas de una hoguera que ya ardía bien. Todos aquellos que abandonaran a Thomas durante los seis años que duró la disputa y que en esos momentos vivían con el temor de la venganza, estaban más que dispuestos a difamarle ante el soberano.

De manera que Waleran se mostraba satisfechísimo cuando Henry se enfureció. Y no dejaba de ser comprensible ya que era uno de los más perjudicados con el regreso del arzobispo, el cual se había negado a confirmar el nombramiento de Waleran como obispo de Lincoln. Y por otra parte había presentado su propio candidato para el obispado de Kingsbridge. El prior Philip. De manera que, si Thomas se salía con la suya, Waleran perdería Kingsbridge y no obtendría Lincoln. Quedaría arruinado.

También se resentiría la posición de William. Con Aliena sustituyendo al conde, Waleran anulado, Philip confirmado obispo y sin duda Jonathan prior de Kingsbridge, William quedaría aislado, sin un solo aliado en el Condado. Ese era el motivo de que se hubiera unido a Waleran en la corte real para colaborar en la tarea de socavar el ya débil acuerdo entre el rey Henry y el arzobispo Thomas.

Nadie había comido mucho de los cisnes, gansos, pavos reales y patos presentados en la mesa. William que, siempre comía y bebía hasta hartarse, sólo mordisqueaba pan y tomaba sorbos de «posset», una bebida hecha con cerveza, leche, huevos y nuez moscada para tranquilizar su bilioso estómago.

La ira de Henry había estallado ante la noticia de que Thomas había enviado una delegación a Tours, donde se encontraba el Papa Alejandro, quejándose de que Henry no había cumplido con su parte del tratado de paz.

—No habrá paz hasta que hagáis ejecutar a Thomas —dijo Enjuger de Bohun, uno de los viejos consejeros del rey.

William quedó atónito.

—¡Esa es la verdad! —rugió Henry.

William estaba convencido de que Henry había considerado aquella observación como una reflexión pesimista y no como una sugerencia seria. A pesar de ello tenía la sensación de que Enjuger no lo había dicho a la ligera.

—Cuando estuve de paso en Roma a mi regreso de Jerusalén, oí hablar de un Papa que había sido ejecutado por su insufrible insolencia. Maldito si recuerdo ahora su nombre —terció William Malvoisin a modo de comentario indiferente.

—Parece que no se puede hacer nada más con Thomas. Mientras siga viviendo fomentará la sedición dentro y fuera del país —manifestó el arzobispo de York.

Aquellas tres declaraciones parecieron a William orquestadas.

Miró a Waleran, que en ese mismo instante tomó la palabra.

—Ciertamente resulta inútil apelar al buen sentido de Thomas.

—¡Callaos todos vosotros! —vociferó el rey—. ¡Ya he oído suficiente! ¡No hacéis otra cosa que lamentaros! ¿Cuándo moveréis vuestros traseros y haréis algo al respecto? —Se echó al coleto un trago de cerveza de su cubilete—. ¡Esta cerveza sabe a orines! —gritó furioso.

Apartó la silla y todos se apresuraron a ponerse en pie. Se levantó y, con paso airado, salió de la habitación.

Se hizo un silencio inquieto.

—El mensaje no puede estar más claro, mis Lores. Hemos de levantarnos de nuestros asientos y hacer algo respecto a Thomas —dijo por fin Waleran.

—Creo que debemos enviar una delegación a Thomas para llamarle al orden —sugirió William Mandeville, el conde de Essex.

—¿Y qué haréis si se niega a atenerse a razones? —preguntó Waleran.

—Creo que entonces deberíamos arrestarle en nombre del rey.

Varios de ellos empezaron a hablar a la vez. La asamblea se disolvió en grupos más pequeños. Quienes rodeaban al conde Essex empezaron a proyectar su delegación a Canterbury. William vio a Waleran con dos o tres caballeros jóvenes. Entonces, lo buscó a él con la mirada y le hizo seña de que se acercara.

—La delegación de William Mandeville no servirá de nada. Thomas los puede manejar con una mano atada a la espalda.

—Algunos de nosotros pensamos que ha llegado el momento de medidas más drásticas —planteó Reginald Fitzurse mirando con frialdad a William.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó este.

—Ya has oído lo que ha dicho Enjuger.

—Ejecución —espetó Richard le Bret, un muchacho de unos dieciocho años.

William se quedó helado al oír aquella palabra. Así que iba en serio. Miró a Waleran.

—¿Pediréis la bendición del rey?

Fue Reginald el que contestó.

—Imposible. No puede sancionar algo así de antemano —sonrió diabólico—. Pero después sí que puede recompensar a sus leales servidores.

—Bien, William. ¿Estás con nosotros? —le preguntó el joven Richard.

—No estoy seguro —repuso William. Se hallaba excitado y asustado a un tiempo—. Tengo que pensarlo.

—No hay tiempo para pensar. Tendremos que ir ahora. Hemos de llegar a Canterbury antes que William Mandeville, de lo contrario los suyos nos estorbarán.

—Necesitarán ir acompañados de un hombre mayor para dirigirles y planear la operación —dijo Waleran a William.

William estaba desesperadamente ansioso por aceptar. Aunque no sólo resolvería todos sus problemas sino que probablemente el rey le concedería un condado por ello.

—¡Pero matar a un arzobispo debe ser un pecado terrible! —dijo.

—No te preocupes por eso —le aseguró Waleran—. Yo te daré la absolución.

La enormidad de lo que iban a hacer planeaba sobre William como un nubarrón tormentoso mientras el grupo de asesinos cabalgaba a través de Inglaterra. No podía pensar en otra cosa. Le era imposible comer o dormir. Se comportaba de manera extraña y hablaba distraído. Cuando el barco arribó a Dover se encontraba dispuesto a abandonar el proyecto.

Llegaron al castillo de Saltwood, en Kent, tres días después de Navidad, un lunes por la noche. El castillo pertenecía al arzobispo de Canterbury, pero durante el exilio lo había ocupado Ranulf de Broc, quien se había negado a devolverlo. En realidad una de las quejas que había presentado Thomas al Papa era la de que el rey Henry no le había devuelto el castillo.

Ranulf hizo cambiar de idea a William.

En ausencia del arzobispo, Ranulf había asolado Kent, aprovechándose de la falta de autoridad al igual que hizo William en otros tiempos. Y estaba dispuesto a cualquier cosa para poder seguir haciendo lo que le viniera en gana. Se mostró entusiasta con el plan y expresó su satisfacción ante la oportunidad de tomar parte. Empezó a discutir los detalles de inmediato con evidente fruición. Su enfoque realista despejó la bruma de temor supersticioso que enturbiara la visión de William, y empezó a imaginar una vez más lo que sería volver a ser conde, sin que nadie le dijera lo que había de hacer.

Se pasaron la mayor parte de la noche planificando la operación.

Con la punta de un cuchillo, Ranulf dibujó sobre la mesa un plano del recinto de la catedral y del palacio arzobispal. Los edificios monásticos se encontraban en el lado norte de la iglesia, lo que era desusado, pues lo normal era que estuvieran en la parte sur, como en Kingsbridge. El palacio del arzobispo se hallaba unido a la esquina noroeste del templo. Se entraba en él desde el patio de la cocina. Mientras elaboraban el plan, Ranulf envió jinetes a sus guarniciones de Dover, Rochester y Blethingley, ordenando a sus caballeros que se reunieran con él por la mañana en el camino de Canterbury. Hacia el amanecer los conspiradores se fueron a dormir una hora o dos.

Después del largo viaje a William le dolían las piernas de una forma espantosa. Confiaba en que esa fuera la última operación militar que tuviese que hacer. Pronto cumpliría los cincuenta y cinco, si había calculado bien, y se estaba haciendo demasiado viejo para tales cosas.

Pese a su cansancio y a la animosa influencia de Ranulf seguía sin poder dormir. La idea de matar a un arzobispo era demasiado aterradora, a pesar de que ya hubiera sido absuelto de su pecado. Tenía miedo de las pesadillas que pudieran atormentarle si llegara a dormirse.

Habían concebido un buen plan de ataque. Desde luego saldría mal. Siempre había algo que iba mal. Lo importante era mostrarse lo bastante flexible para poder habérselas con los imprevistos. Pero fuese como fuese no resultaría demasiado difícil, para un grupo de luchadores profesionales, dominar a un puñado de monjes afeminados.

La luz difusa de una gris mañana invernal penetró en la habitación a través de las ventanas semejantes a flechas. Al cabo de un rato William se levantó. Intentó decir sus oraciones pero le fue imposible. Los otros también se levantaron temprano. Desayunaron juntos en el zaguán. Además de William y Ranulf se encontraban allí Reginald Fitzurse, el que William había designado jefe del grupo de ataque, Richard le Bret, el jovenzuelo del grupo, William Tracy, el de más edad y Hugh Morville, el de más alto rango.

Se endosaron las armaduras y se pusieron en camino, montando caballos de Ranulf. Hacía un frío glacial y el cielo estaba oscuro, cubierto de nubes grises y bajas como si fuera a nevar. Siguieron por el viejo camino llamado Stone Street. Al cabo de dos horas y media, se les unieron otros varios caballeros.

Tenían como punto de reunión definitivo la abadía de Saint Agustine, en las afueras de la ciudad. Ranulf había asegurado a William que el abad era un antiguo enemigo de Thomas. De todos modos, William había decidido decirle que estaban allí para detener a Thomas, no para matarle. Debían mantener la ficción hasta el último momento. Nadie debería saber el verdadero objetivo real de la operación salvo el propio William, Ranulf y los cuatro caballeros venidos de Francia.

Llegaron a la abadía a las doce del mediodía. Allí se encontraban esperando los hombres convocados por Ranulf. El abad les dio de almorzar. El vino era muy bueno y bebieron hasta saciarse. Ranulf dio la orden a los hombres de armas que rodearan todo el recinto de la catedral e impidieran que nadie saliera de ella.

William seguía temblando, incluso cuando se encontraba allí de pie, junto al fuego de la casa de invitados. Había de ser una operación sencilla. Pero si llegaran a fracasar, el castigo sería la muerte, con toda probabilidad. El rey encontraría una manera de justificar el asesinato de Thomas. Lo que jamás respaldaría sería un intento de asesinato. Habría de negar todo conocimiento respecto al hecho y ahorcar a quienes lo hubieran perpetrado. William había ahorcado a mucha gente en su calidad de sheriff de Shiring. Pero la idea de su propio cuerpo colgando del extremo de una cuerda todavía le hacía estremecerse.

Desvió sus pensamientos al Condado que le cabía esperar como recompensa por el éxito. Sería agradable volver a ser conde y pasar la vejez respetado, considerado y obedecido sin excusa alguna. Tal vez Richard, el hermano de Aliena, muriera en Tierra Santa y el rey Henry diera a William otra vez sus antiguas propiedades. Aquella idea le caldeó más que el fuego.

Al dejar la abadía eran ya un pequeño ejército. Sin embargo, no encontraron dificultad alguna para entrar en Canterbury. Gozaba de más preponderancia que Thomas, lo que sin duda alguna había inducido a este a presentar su amarga queja al Papa. Tan pronto como estuvieron dentro los hombres de armas se dispersaron por todo el recinto de la catedral bloqueando las salidas.

Había empezado la operación. Hasta aquel instante se podía, teóricamente, suspenderla sin sufrir menoscabo alguno. Pero a partir de ese momento la suerte estaba echada, se dijo William con un escalofrío de temor.

Dejó a Ranulf a cargo del cerco, llevó consigo un grupo de caballeros y hombres a una casa situada enfrente de la entrada principal del recinto catedralicio. Luego atravesó la puerta con el resto de ellos. Reginald Fitzurse y los otros tres conspiradores cabalgaron hasta el patio de la cocina como si fueran visitantes oficiales y no intrusos armados. Pero William corrió hasta la casa de guardia, manteniendo quieto al aterrado portero a punta de espada.

El ataque estaba en marcha.

Con el corazón en la boca William ordenó a uno de los hombres de armas que maniatara al portero. A los demás les dejó que se metieran en la casa de guardia y cerraran la puerta. Ya nadie podía entrar ni salir. Había tomado un monasterio por las armas. Siguió a los cuatro conspiradores hasta el patio de la cocina. En la parte norte había cuadras, pero los cuatro habían atado sus caballos a una morera que había en el centro. Se quitaron cintos y yelmos, pues habían de mantener por algún tiempo la actitud de una visita pacífica.

William los alcanzó y dejó caer sus armas debajo del árbol. Reginald lo miró inquisitivo.

—Todo marcha bien —aseguró William—. El lugar está aislado.

Atravesaron el patio y se dirigieron al palacio. Entraron en el pórtico. William dejó de guardia en el porche a un caballero local. Los otros penetraron en el gran salón.

Los servidores de palacio estaban sentados y se disponían a cenar, lo cual significaba que ya habían servido a Thomas así como a los sacerdotes y monjes que se encontraban con él. Uno de los servidores se puso en pie.

—Somos hombres del rey —le dijo Reginald.

En el salón se hizo el silencio.

—Bienvenidos, mis señores —dijo, el que se había levantado—. Soy William Fitzanel, el mayordomo del salón. Pasad, por favor. ¿Deseáis cenar algo?

Se mostraba muy cordial, se dijo William, teniendo en cuenta que su señor se andaba a la greña con el rey. Probablemente le habrían sobornado.

—Nada de cena. Gracias —respondió Reginald.

—¿Una copa para reponerse del viaje?

—Tenemos un mensaje del rey para su señor —dijo impaciente Reginald—. Anúncianos de inmediato, por favor.

—Muy bien —contestó el mayordomo inclinándose. Como no iban armados no tenía motivo para negarse. Dejó la mesa y se encaminó hacia el lado opuesto al salón.

William y los caballeros le siguieron. Las miradas de los silenciosos servidores no se apartaban de ellos. William estaba temblando como solía ocurrirle antes de las batallas y ansiaba que comenzara la lucha, ya que entonces se serenaba.

Subieron una escalera hasta el piso superior.

Al final se encontraron en una espaciosa sala de recepción con bancos adosados a las paredes, en el centro de una de las cuales había un gran sitial. En los bancos se encontraban sentados varios sacerdotes y monjes con vestiduras negras, pero el sitial aparecía vacío.

El mayordomo recorrió la habitación hasta llegar junto a una puerta abierta.

—Mensajeros del rey, mi señor arzobispo —dijo con voz fuerte.

No pudo oírse la respuesta pero el arzobispo debió de haber dado su permiso, porque el mayordomo les hizo ademán de que entraran. Los monjes y sacerdotes miraron con ojos asombrados a los caballeros que atravesaban la estancia y entraban en la cámara interior. Thomas Becket, con sus ropajes de arzobispo, estaba sentado en el borde de la cama. Sólo había otra persona en la habitación, un monje sentado a los pies de Thomas y escuchando. William encontró la mirada del monje y se sobresaltó al reconocer al prior Philip de Kingsbridge. ¿Qué estaba haciendo allí? Adulando sin duda y buscando favores. Philip había sido elegido obispo de Kingsbridge pero aún no le habían confirmado. Ahora ya jamás lo será, pensó William con brutal regocijo.

Philip también se sobresaltó al ver a William. Sin embargo, Thomas seguía hablando sin dar muestras de haber visto a los caballeros. Aquello era un alarde de descortesía calculada, se dijo William. Los caballeros tomaron asiento en los taburetes bajos y en los bancos alrededor de la cama. William hubiera preferido que no lo hicieran ya que así parecía que la visita era social y tuvo la impresión que, de alguna manera, habían perdido ímpetu. Tal vez fuera ese el propósito de Thomas.

El arzobispo los miró al fin. No se levantó para saludarles. Los conocía a todos salvo a William y sus ojos se detuvieron en Hugh Morville, el de más alta graduación.

—¡Ah, Hugh! —dijo.

William había encargado aquella parte de la operación a Reginald, de manera que fue él y no Hugh quien habló.

—Nos envía el rey desde Normandía. ¿Queréis oír su mensaje en público o en privado?

Thomas miró irritado de Reginald a Hugh y de nuevo al primero, como si le molestara tratar con un miembro de inferior rango a la delegación.

—Déjame, Philip —dijo suspirando.

Philip se levantó, pasando junto a los caballeros con aspecto preocupado.

—Pero no cierres la puerta —le advirtió Thomas mientras salía.

—Os requiero en nombre del rey para que nos acompañéis a Winchester a responder de acusaciones formuladas contra vos —expuso en cuanto Philip salió.

William tuvo la satisfacción de ver palidecer a Thomas.

—Así que esas tenemos —comentó el arzobispo con calma, y alzó los ojos hacia el mayordomo que esperaba junto a la puerta—. Haz entrar a todos —le dijo Thomas—. Quiero que oigan esto.

Empezaron a desfilar monjes y sacerdotes, Philip entre ellos. Algunos se sentaron y otros se quedaron en pie recostados contra las paredes. William no tenía objeción alguna que hacer sino al contrario, cuanto más gente estuviera presente tanto mejor, ya que el objeto de ese encuentro era el de dejar establecido ante testigos que Thomas se había negado a cumplir una orden real.

Una vez todos se hubieron instalado, Thomas miró a Reginald.

—Repetidlo —le dijo.

—Os requiero en nombre del rey para que nos acompañéis a Winchester a responder de las acusaciones contra vos —repitió Reginald.

—¿De qué acusaciones se trata? —preguntó Thomas con tranquilidad.

—¡De traición!

Thomas movió la cabeza.

—Henry no me juzgará —aseguró con calma—. Bien sabe Dios que no he cometido delito alguno.

—Habéis excomulgado a servidores reales.

—No fui yo sino el Papa quien lo hizo.

—Habéis suspendido a otros obispos.

—He ofrecido restablecerlos en condiciones clementes. Lo han rechazado. Mi oferta sigue en pie.

—Habéis amenazado la sucesión al trono, menospreciando la coronación del hijo del rey.

—No he hecho semejante cosa. El arzobispo de York no tiene derecho a coronar a nadie y el Papa le ha reprendido por su desfachatez. Pero nadie ha sugerido que la coronación no sea válida.

—Una cosa conduce a la otra, condenado loco —exclamó Reginald exasperado.

—¡Ya he tenido suficiente! —clamó Thomas.

—Y nosotros ya te hemos aguantado bastante, Thomas Becket —gritó Reginald—. Por las llagas de Cristo que estamos hartos de ti, de tu arrogancia, de tus injurias y de tu traición.

Thomas se puso en pie.

—Los castillos del arzobispo están ocupados por los hombres del rey —clamó—. Las rentas del arzobispo las ha cobrado el rey. Se ha ordenado al arzobispo que no abandone la ciudad de Canterbury. ¿Y me dices que vosotros me habéis aguantado bastante?

—Mi señor, discutamos este asunto en privado —aconsejó uno de los sacerdotes a Thomas en un intento por calmar las cosas.

—¿Con qué fin? —replicó tajante Thomas—. Exigen algo que no debo hacer y no haré.

Los gritos habían atraído a todo el mundo en el palacio y ante la puerta de la cámara había un gran número de oyentes escuchando asombrados. La discusión se había prolongado lo suficiente. Nadie podía negar que Thomas se había resistido a cumplir una orden real. William hizo una seña a Reginald. Fue un ademán discreto, pero no pasó inadvertido para el prior Philip, que enarcó sorprendido las cejas, comprendiendo entonces que el jefe del grupo era William y no Reginald.

—Arzobispo Thomas, habéis dejado de estar bajo la paz y protección del rey —dijo Reginald con tono oficial, miró en derredor y se dirigió a los espectadores—. Desalojad la habitación —les ordenó.

Nadie se movió.

—A vosotros, monjes, os ordeno en nombre del rey que vigiléis al arzobispo e impidáis que se escape.

Claro que nadie lo haría. Y tampoco lo quería William, sino todo lo contrario. Lo que quería era que Thomas intentara realmente escapar ya que así les facilitaría su muerte.

Reginald se volvió hacia el mayordomo, William Fitzneal, quien, técnicamente, era el guardaespaldas del arzobispo.

—Quedas detenido —le dijo.

Cogió al mayordomo por el brazo y le hizo salir de la habitación.

El hombre no opuso resistencia. William y los demás caballeros les siguieron.

Bajaron las escaleras y atravesaron el salón. Richard, el caballero local, seguía de guardia en el pórtico. William se preguntó qué podía hacer con el mayordomo.

—¿Estás con nosotros? —le preguntó.

El hombre estaba aterrado.

—Lo estoy si estáis con el rey.

William consideró que, estuviera de un lado o del otro, se sentía demasiado asustado para representar peligro alguno.

—No lo pierdas de vista —dijo a Richard—. Nadie deberá abandonar el edificio. Mantén cerrada la puerta del pórtico.

Junto con los otros atravesó corriendo el patio hasta la morera.

Empezaron a ponerse presurosos los yelmos y las espadas. Vamos a hacerlo ahora, pensó William con temor. ¡Oh, Dios mío! Vamos a volver allí y a matar al arzobispo de Canterbury. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que William se puso un yelmo, y el borde de la cota de malla que le protegía el cuello y los hombros le creaba dificultades. Maldijo sus dedos poco hábiles. Avistó a un muchacho que lo miraba con la boca abierta.

—¡Eh, tú! ¿Cómo te llamas? —le gritó.

El muchacho volvió la cabeza hacia la cocina, sin saber si contestar a William o salir corriendo.

—Robert, señor —dijo al cabo de un momento—. Me llaman Robert Pipe.

—Ven aquí, Robert Pipe y ayúdame con esto.

El muchacho titubeó de nuevo.

A William se le acabó la paciencia.

—Ven aquí ahora mismo o juro por la sangre de Jesús que te cercenaré la mano con esta espada.

El muchacho avanzó reacio. William le enseñó cómo sujetar la cota de malla mientras él se colocaba el yelmo. Al fin lo logró y Robert Pipe salió corriendo como alma que lleva el diablo. Hablará a sus nietos de esto, se le ocurrió por un instante a William. El yelmo tenía una abertura, con una faldilla de boca que podía correrse y sujetarla con una correa. Los demás habían cerrado las suyas con lo que sus caras quedaban ocultas y ya nadie podía reconocerles. William dejó la suya abierta todavía un momento. Cada uno de ellos blandía una espada en una mano y enarbolaba un hacha en la otra.

—¿Preparados? —preguntó William.

Todos asintieron.

En adelante apenas hablarían. No eran necesarias más órdenes como tampoco tomar nuevas decisiones. No tenían más que volver allí y matar a Thomas.

William se metió dos dedos en la boca y emitió un silbido agudo.

A continuación cerró su mirilla.

De la casa de guardia salió corriendo un hombre de armas que abrió la puerta principal de par en par.

Los caballeros apostados por William en la casa que había enfrente de la catedral cruzaron la calle, se dispersaron por el patio gritando tal como se les había dicho.

—¡Hombres del rey! ¡Hombres del rey!

William volvió corriendo en dirección al palacio.

El caballero Richard y el mayordomo William Fitzneal le abrieron la puerta del pórtico.

Mientras entraba, dos servidores del arzobispo aprovecharon la circunstancia de que Richard y William Fitzneal estaban distraídos y cerraron de golpe la puerta entre el pórtico y el salón.

William descargó todo su peso contra la puerta. Pero era demasiado tarde. La habían asegurado con una barra. Maldijo. ¡El primer contratiempo y demasiado pronto! Los caballeros empezaron a descargar sus hachas sobre la puerta, aunque con poco resultado. Estaba construida para resistir ataques. William empezó a sentir que perdía el control. Luchando contra el pánico que empezaba a embargarle, salió corriendo del pórtico mirando en derredor en busca de otra puerta. Reginald le siguió.

Por aquel lado del edificio no había nada. Se precipitaron hacia el lado oeste del palacio, más allá de la cocina apartada. Se encontraron en el huerto por el lado sur. William gruñó satisfecho. Allí, en el muro sur del palacio, había una escalera que conducía al piso superior. Parecía una entrada privada a las habitaciones del arzobispo. Se desvaneció la sensación del pánico.

William y Reginald fueron rápidos hacia la escalera. Estaba rota en algunos sitios. Cerca había unas herramientas y una escala como si la estuvieran reparando. Reginald colocó la escala contra el lateral de la escalera y trepó saltándose los peldaños estropeados. Llegó arriba. Había una puerta que se abría sobre un mirador, un pequeño balcón cerrado. William vio cómo intentaba abrir la puerta. Estaba cerrada. Junto a ella había una ventana con un postigo. Reginald lo hizo saltar con un golpe de su hacha. Metió la mano, hurgó y, finalmente, abrió la puerta y entró.

William empezó a subir por la escala.

Philip se asustó en cuanto vio a William Hamleigh; pero los sacerdotes y monjes del séquito de Thomas parecieron en un principio complacidos. Luego, al oír los golpes contra la puerta del salón, tuvieron miedo y varios de ellos propusieron refugiarse en la iglesia.

Thomas se mostró desdeñoso.

—¿Refugiarnos? —dijo—. ¿De qué? ¿De esos caballeros? Un arzobispo no puede huir ante unos estúpidos bárbaros.

Philip pensó que tenía razón hasta cierto punto. La condición de arzobispo carecía de significado. El hombre de Dios, seguro al saber que le serán perdonados sus pecados, considera la muerte como un traslado feliz a un lugar mejor y no teme a las espadas. Sin embargo, ni siquiera un arzobispo debería mostrarse tan indiferente por su seguridad hasta el punto de invitar al ataque. Además Philip conocía por experiencia la brutalidad y depravación de William Hamleigh. De manera que cuando oyeron el estropicio de la ventana decidió tomar el mando.

Se asomó y pudo ver que el palacio estaba rodeado de caballeros.

Aquello le atemorizó todavía más. Era, a todas luces, un ataque planeado con todo cuidado y quienes lo perpetraban se hallaban dispuestos a practicar la violencia. Cerró presuroso la puerta del dormitorio, atravesándola con la barra. Los demás le observaban, satisfechos de que alguien decidido se hiciera cargo de la situación. El arzobispo Thomas seguía mostrándose desdeñoso, aunque no intentó detener a Philip.

Philip se mantuvo en pie junto a la puerta, escuchando. Oyó a alguien atravesar el mirador y entrar en la sala de audiencias. Se preguntó cuánto podría resistir la puerta del dormitorio. Sin embargo, el hombre no la atacó sino que atravesó la sala y empezó a bajar la escalera. Philip supuso que iría a abrir la puerta del salón desde el interior y franquear la entrada al resto de los caballeros. Aquello daba a Thomas unos momentos de respiro.

En la esquina del dormitorio, había otra puerta, oculta en parte por la cama.

—¿Adónde conduce? —preguntó Philip señalándola con tono apremiante.

—Al claustro —respondió alguien—. Pero está cerrada a machamartillo.

Philip cruzó la habitación e intentó abrir la puerta. En efecto estaba atrancada.

—¿Tenéis una llave? —preguntó a Thomas, y añadió luego—: Mi señor arzobispo.

Thomas hizo un ademán negativo con la cabeza.

—Que yo recuerde ese pasaje jamás ha sido utilizado —dijo con exasperante calma.

La puerta no parecía demasiado fuerte pero Philip tenía ya sesenta y dos años y la fuerza bruta jamás había sido su cualidad sobresaliente.

Retrocedió y lanzó un puntapié. La puerta sonó como una matraca. Philip, apretando los dientes, golpeó con más fuerza. Y de repente se abrió.

Philip miró a Thomas. Este, al parecer, seguía mostrándose reacio a huir. Acaso todavía no había llegado a comprender, como lo había hecho Philip, que el número de caballeros y la naturaleza bien organizada de la operación revelaban una siniestra y firme intención de hacerle daño. Pero Philip sabía de manera instintiva que sería inútil asustar a Thomas para conseguir que huyera.

—Es la hora de vísperas —le dijo variando de táctica—. No deberíamos cambiar la disciplina de la oración por culpa de unos cuantos salvajes.

Thomas sonrió al ver que se utilizaba contra él su propio argumento.

—Muy bien —respondió poniéndose en pie.

Philip abrió la marcha sintiendo alivio por haber logrado que Thomas se pusiera en movimiento y también temor de que no lo hiciera con suficiente rapidez. El pasaje conducía abajo por un largo tramo de escaleras. No existía más luz que la que llegaba del dormitorio del arzobispo. Al final, había otra puerta. Philip le aplicó el mismo tratamiento que a la anterior. Pero era más fuerte y no cedió.

—¡Ayuda! ¡Abrir la puerta! ¡Deprisa! —empezó a gritar al tiempo que golpeaba contra el batiente.

Percibió la nota de pánico en su propia voz e hizo un esfuerzo por conservar la calma, a pesar de que el corazón le latía descompasado y tenía la certeza de que los caballeros de William debían irles a la zaga muy de cerca.

Los otros se unieron a él. Siguió golpeando la puerta y gritando.

—Dignidad, Philip. Por favor —oyó decir a Thomas.

Pero no hizo caso.

Quería proteger la dignidad del arzobispo. La suya carecía de importancia.

Antes de que Thomas pudiera volver a protestar escuchó el ruido de una barra que estaba siendo retirada y el de una llave que giraba en la cerradura. La puerta se abrió. Philip gruñó aliviado. Allí se encontraban en pie dos cillereros sobresaltados.

—No sabía que esta puerta condujera a parte alguna —comentó uno de ellos.

Philip los apartó impaciente; se encontraba en los almacenes del cillerero. Fue sorteando barriles y sacos para alcanzar otra puerta. La cruzó y salió al aire libre.

Empezaba a oscurecer.

Se encontraba en el paseo sur del claustro.

Con inmenso alivio, vio al otro extremo la puerta que conducía al crucero norte de la catedral de Canterbury.

Ya estaban casi a salvo.

Tenía que hacer entrar a Thomas en la catedral antes de que William y sus caballeros pudieran alcanzarles. El resto del grupo salió de los almacenes.

—A la iglesia. Deprisa —dijo Philip.

—No, Philip. No tan deprisa, entraremos en mi catedral con dignidad —le dijo Thomas.

Philip hubiera gritado.

—Naturalmente, mi señor —se limitó a decir.

Podía oír el ominoso sonido de fuertes pisadas por el pasaje en desuso. Los caballeros habían logrado irrumpir en el dormitorio y descubrieron la puerta del pasadizo. Sabía que la mejor protección del arzobispo era su dignidad, pero no había nada malo en evitar las dificultades.

—¿Dónde está la cruz del arzobispo? —preguntó Thomas—. No puedo entrar en mi iglesia sin mi cruz.

Philip gimió desesperado.

—Yo he traído la cruz. Aquí está —dijo uno de los sacerdotes.

—Llévala delante de mí como es habitual, por favor —pidió Thomas.

El sacerdote la alzó y se dirigió con apresuramiento contenido hacia la puerta de la iglesia.

Thomas le siguió.

El cortejo del arzobispo le precedió en la entrada a la catedral como el protocolo exigía, Philip entró el último y mantuvo la puerta abierta para él. Justo en el momento en que Thomas entraba, dos caballeros salieron precipitadamente de los almacenes del cillerero y se lanzaron corriendo por el paseo sur.

Philip cerró la puerta del crucero. Había una barra introducida en un hueco del muro junto a la jamba de la puerta. Philip la cogió y la colocó atravesada.

Dio media vuelta respirando aliviado y se recostó contra la puerta.

Thomas estaba recorriendo el estrecho crucero en dirección a los escalones que conducían a la nave norte del presbiterio. Pero cuando oyó el golpe de la barra al quedar colocada, se detuvo de repente y se volvió.

—No, Philip —dijo.

A Philip se le cayó el alma a los pies.

—Mi señor arzobispo.

—Esto es una iglesia, no un castillo. Quita esa barra.

La puerta sufrió violentas sacudidas al intentar los caballeros abrirla.

—Me temo que quieren matarnos —dijo Philip.

—Si es así probablemente lo lograrán, con barra o sin ella. ¿Sabes cuántas puertas más tiene esta iglesia? Ábrela.

Hubo una serie de fuertes golpes al atacar los caballeros con sus hachas.

—Podríais esconderos —alegó desesperado Philip—. Hay docenas de lugares… La entrada a la cripta se halla ahí mismo… Está oscureciendo.

—¿Esconderme, Philip? ¿En mi propia iglesia? ¿Lo harías tú?

Philip se quedó mirando a Thomas.

—No, no lo haría —dijo al fin.

—Abre la puerta.

Philip retiró la barra abrumado.

Los caballeros irrumpieron en la iglesia. Eran cinco. Llevaban los rostros ocultos por los yelmos y blandían espadas y hachas. Parecían emisarios infernales.

Philip sabía que no debería sentir miedo, pero sus afiladas armas le hacían temblar de horror.

—¿Dónde está Thomas Becket, traidor al rey y al reino? —gritó uno de ellos.

—¿Dónde está el traidor? ¿Dónde está el arzobispo? —vociferaron los otros.

Ya había oscurecido del todo y la gran iglesia se hallaba apenas iluminada por velas. Todos los monjes iban vestidos de negro y la visión de los caballeros quedaba parcialmente limitada por el yelmo. De repente Philip sintió renacer la esperanza, tal vez en la oscuridad no distinguieran a Thomas. Pero este dio al traste de inmediato con aquel atisbo de esperanza.

—Aquí me tenéis. No soy traidor al rey sino un sacerdote de Dios. ¿Qué queréis? —dijo bajando los escalones en dirección a los caballeros.

Mientras el obispo permanecía enfrentado a los cinco hombres con las espadas desenvainadas, Philip supo de súbito, con toda certeza, que Thomas iba a morir ese día, allí mismo.

Las gentes del séquito debieron tener la misma sensación porque de repente la mayoría de ellos huyeron. Unos desaparecieron entre las sombras del presbiterio, otros se dispersaron por la nave entre los fieles que esperaban para el oficio y uno abrió una puertecita y subió corriendo una escalera de caracol. Philip sentía una profunda desazón.

—¡Deberíais rezar, no correr! —les gritó.

En aquel instante se le ocurrió que tal vez también le mataran a él si no huía. Pero le era imposible apartarse del lado del arzobispo.

—¡Renegad de vuestra traición! —conminó a Thomas uno de los caballeros.

Philip reconoció la voz de Reginald Fitzurse, que era quien había hablado antes.

—¡No tengo nada que renegar! —rechazó Thomas—. No he cometido traición.

Se mostraba mortalmente sereno, pero tenía el rostro lívido. Comprendió que Thomas, al igual que todos los demás, había comprendido que iba a morir.

—¡Huye, eres hombre muerto! —gritó Reginald al arzobispo.

Thomas permaneció inmóvil.

Philip se dijo que ellos querían que huyese. No acababan de decidirse a matarlo a sangre fría. Acaso Thomas también lo había comprendido porque permanecía inconmovible delante de ellos, desafiándoles a que le tocaran. Permanecieron así largo rato, todos inmóviles formando un terrible cuadro, los caballeros reacios a hacer el primer movimiento, el sacerdote demasiado orgulloso para huir.

Fue Thomas quien quiso que la fatalidad rompiera el hechizo.

—Estoy preparado para morir, pero no tocaréis a ninguno de mis hombres, sacerdotes, monjes o seglares.

Reginald fue el primero en hacer un movimiento. Blandió su espada frente a Thomas acercando su punta cada vez más a la cara; este como desafiándose a sí mismo a tocar con la hoja al sacerdote. De súbito, con un rápido giro de la muñeca, Reginald quitó a Thomas la birreta.

De repente Philip volvió a sentirse esperanzado. No se atrevían a hacerlo, tenían miedo de tocarle.

Pero estaba equivocado. La resolución de los caballeros pareció haberse fortalecido con el estúpido gesto de tirar la birreta del arzobispo. Como si al hacerlo hubieran esperado verse golpeados por la mano de Dios y el hecho de haber quedado impunes les hubiera dado valor para seguir adelante con sus aberraciones.

—Lleváoslo de aquí —dijo Reginald.

Los otros caballeros desenvainaron sus espadas y se acercaron a Becket.

Uno de ellos lo cogió por la cintura e intentó levantarlo.

Philip estaba desesperado. Al final lo habían tocado. Estaban dispuestos a poner las manos sobre un hombre de Dios. Philip tuvo una angustiosa sensación de lo profundo de su maldad como si estuviera mirando un negro pozo sin fondo. En lo más íntimo de su ser debían saber que irían al infierno. Sin embargo, lo hicieron.

Thomas perdió el equilibrio, agitó los brazos y empezó a forcejear.

Los demás caballeros unieron sus esfuerzos para intentar levantarle y sacarle de allí. Los únicos del séquito de Thomas que permanecieron allí fueron Philip y un sacerdote de nombre Edward Grim. Ambos se precipitaron a ayudarle. Edward lo agarró del manto, aferrándose a él con fuerza. Uno de los caballeros se volvió descargando sobre Philip el puño armado. El golpe le alcanzó en un lado de la cabeza, derribándolo aturdido.

Cuando se recuperó, los caballeros habían soltado a Thomas, que se encontraba en pie con la testa inclinada y las manos juntas en actitud de plegaria. Uno de los caballeros alzó su espada.

Philip, todavía en el suelo lanzó un largo y desamparado grito de protesta.

—¡Noooo!

Edward Grim levantó el brazo para parar el golpe.

—Me encomiendo a Ti —empezó a decir Thomas.

Cayó la espada.

Alcanzó tanto a Thomas como a Edward. Philip escuchó su propio grito. La espada partió por la mitad el cráneo del arzobispo al tiempo que le cortaba el brazo al sacerdote. Mientras brotaba la sangre del brazo de Edward, Thomas cayó de rodillas. Philip miraba aterrado la espantosa herida en la cabeza de Thomas.

El arzobispo fue descendiendo poco a poco, con las manos por delante. Se apoyó en ellas un momento y se desplomó de bruces sobre el suelo de piedra.

Otro caballero, levantando a su vez la espada, la descargó. Philip lanzó un aullido involuntario de dolor. El segundo golpe dio en el mismo lugar que el primero y desprendió la parte superior del cráneo de Thomas. Llevaba tal fuerza que la espada golpeó el pavimento partiéndose en dos. El caballero arrojó la mitad con la empuñadura. Un tercer caballero cometió un acto que quedaría grabado como a fuego en la memoria de Philip por el resto de sus días. Introdujo la punta de su espada en la cabeza abierta del arzobispo y esparció la masa encefálica por el suelo.

Philip sintió que le flaqueaban las piernas y cayó de rodillas, abrumado por el horror.

—¡Este ya no se levantará! ¡Larguémonos! —dijo el caballero.

Dieron media vuelta y echaron a correr.

Philip les vio atravesar la nave, blandiendo las espadas para apartar a los fieles.

Cuando los asesinos se hubieron ido se hizo por un momento un silencio glacial. El cuerpo del arzobispo yacía de bruces sobre el suelo y la parte superior del cráneo con el pelo se encontraba junto a la cabeza como la tapa de una olla. Philip ocultó la cara entre las manos. Aquel era el final de toda esperanza. Los bárbaros han ganado. Tenía una sensación de vértigo e ingravidez como si estuviera hundido lentamente en un lago profundo, ahogándose en desesperación. Ya no había nada donde agarrarse, todo cuanto había parecido seguro era de súbito inestable.

Se había pasado la vida luchando contra el poder arbitrario de hombres malvados y ahora, en la prueba final, había quedado derrotado. Recordaba la segunda vez que William Hamleigh fue a prender fuego a Kingsbridge y los ciudadanos construyeron una muralla en un día. ¡Qué victoria la de ellos! La fortaleza pacífica de centenares de personas corrientes había vencido a la monstruosa crueldad del conde William. Le acudió asimismo a la memoria que Waleran Bigod había intentado que la catedral se construyera en Shiring a fin de poder controlarla para sus propios fines. Philip había movilizado a la gente de todo el condado. Centenares de ellos, más de un millar, acudieron a Kingsbridge aquel maravilloso domingo de Pentecostés hacía ya treinta y tres años, y la propia fuerza de su ardor derrotó a Waleran. Pero ahora ya no había esperanza. Todas las gentes corrientes de Canterbury, ni siquiera la población entera de la cristiandad, bastarían para volver a la vida a Thomas.

Arrodillado sobre las losas del crucero norte de la catedral de Canterbury, vio de nuevo a los hombres que irrumpieron en su hogar y asesinaron a sus padres ante sus propios ojos, hacía ya cincuenta y seis años. La emoción que vivía en ese momento, la de aquel chiquillo, no era miedo, ni siquiera dolor. Era furia. Incapaz de detener a aquellos inmensos hombres de rostro congestionado y ojos inyectados en sangre, había concebido la resplandeciente ambición de inmovilizar a semejantes espadachines, de embotar sus espadas y trabar a sus caballos de batalla, obligándoles a someterse a otra autoridad, a una autoridad más alta que la del reino de la violencia. Instantes después, mientras sus padres yacían muertos en el suelo, había llegado el abad Peter para mostrarle el camino. Desarmado e indefenso detuvo de inmediato aquel mar de sangre, tan sólo con la autoridad de la Iglesia y la fuerza de su bondad. Aquella escena había inspirado a Philip durante toda su vida.

Hasta ese momento creyó que él, y las gentes como él, estaban ganando. Durante el medio siglo transcurrido habían alcanzado algunas victorias notables. Pero en esos instantes, al final ya de su vida, sus enemigos le demostraban que nada había cambiado. Sus triunfos habían sido temporales, su progreso ilusorio. Había vencido en unas cuantas batallas pero, en definitiva, no existían esperanzas para la causa. Unos hombres semejantes a los que mataron a sus padres habían asesinado ahora a un arzobispo en una catedral, como para demostrar, más allá de toda duda, que no había autoridad capaz de prevalecer contra la tiranía de un hombre con espada.

Jamás pensó que se atrevieran a asesinar al arzobispo Thomas, y menos en una iglesia. Pero tampoco pensó nunca que alguien pudiera matar a su padre. Y los mismos hombres sedientos de sangre, con espadas y yelmos le habían demostrado en ambos casos la espantosa verdad. Ahora, a los sesenta y dos años, mientras contemplaba el terrible espectáculo del cuerpo de Thomas Becket, se sentía poseído por la misma furia infantil, irrazonable y avasalladora del chiquillo de seis años cuyo padre ha muerto.

Se puso en pie. En la iglesia se palpaba la emoción mientras las gentes se agolpaban alrededor del cuerpo del arzobispo. Sacerdotes, monjes y fieles se iban acercando cada vez más, lentamente, aturdidos y embargados de horror. Philip comprendió que detrás de todas aquellas expresiones horrorizadas palpitaba una furia semejante a la suya. Había quien musitaba oraciones. Se escuchaba algún gemido.

Una mujer se inclinó rápidamente y tocó el cuerpo sin vida, como buscando la suerte. Otros la imitaron. Entonces Philip vio a la primera mujer recoger furtivamente un poco de sangre en un minúsculo frasco, como si Thomas fuera un mártir.

El clero empezó a recobrar la razón. Osbert, el camarlengo del arzobispo, con las lágrimas cayéndole por la cara, sacó una navaja, cortó una tira de su propia camisa y se inclinó sobre el cuerpo intentando con desmayo la espantosa tarea de recomponer el cráneo de Thomas, en un esfuerzo patético de devolver un mínimo de dignidad a la persona terriblemente mutilada del arzobispo. Al hacerlo, un sordo gemido colectivo se propagó entre la muchedumbre. Unos monjes llevaban unas parihuelas. Levantaron con sumo cuidado el cadáver de Becket y lo colocaron sobre ellas. Se alargaron muchas manos para ayudarles. Philip vio que el hermoso rostro de Thomas tenía una expresión de paz, siendo la única señal de violencia un delgado hilo de sangre que le caía desde la sien derecha y a través de la nariz hasta la mejilla izquierda.

Mientras levantaban las parihuelas, Philip recogió la parte superior de la espada con la que asesinaran a Thomas. Seguía pensando en la mujer que guardó sangre del arzobispo en una botella como si fuera un santo. Existía algo muy significativo y grande en aquel pequeño acto. Pero Philip todavía no sabía muy bien lo que era.

La gente siguió a las parihuelas como atraída por una fuerza invisible. Philip se incorporó al gentío movido por el mismo impulso misterioso que dominaba a todos. Los monjes condujeron el cuerpo a través del presbiterio, y lo depositaron suavemente en el suelo delante del altar mayor. Las gentes, muchas de ellas rezando en voz alta, observaban a un sacerdote que, habiendo llevado un lienzo limpio, vendaba pulcramente la cabeza, cubriendo luego casi todo el vendaje con una birreta nueva.

Un monje cortó de arriba abajo el manto negro del arzobispo, que estaba todo manchado de sangre y se lo quitó. Pareció no saber qué hacer con aquella prenda y se volvió dispuesto a arrojarla a un lado.

Uno de los fieles se apresuró a adelantarse y lo cogió como si se tratara de un objeto precioso.

La idea que había estado aleteando imprecisa en la mente de Philip adquirió forma con un fogonazo de inspiración. Los ciudadanos consideraban a Thomas un mártir, y se mostraban ansiosos por recoger su sangre y sus ropas como si tuvieran los poderes sobrenaturales de las reliquias de los santos. Philip había estado pensando en el asesinato como una derrota política de la Iglesia, pero la gente no lo entendía así. Lo veía como un martirio, y la muerte de un mártir, aunque fuera considerada como una derrota, al final nunca dejaba de aportar inspiración y fuerza a la Iglesia.

Philip pensó de nuevo en los centenares de personas que habían acudido a Kingsbridge para construir la catedral y en los hombres, mujeres y niños que estuvieron trabajando juntos durante la media noche para levantar la muralla de la ciudad. Si en aquellos momentos pudiera movilizarse a esa misma gente, reflexionaba sintiéndose cada vez más exaltado, podría lanzar un grito tan fuerte de ultraje que se oyera en todo el mundo.

Al mirar a los hombres y mujeres reunidos en derredor del cuerpo, con una expresión en sus caras de dolor y afrenta, Philip comprendió que sólo estaban esperando un líder.

¿Sería posible?

Se dio cuenta de que existía algo familiar en aquella situación. Un cuerpo mutilado, una muchedumbre de espectadores y algunos soldados a cierta distancia. ¿Dónde lo había visto antes? Tenía la impresión de que lo que ocurriría a renglón seguido sería que un pequeño grupo de seguidores del hombre muerto se alinearían contra todo el poder y la autoridad de un poderoso imperio.

Naturalmente. Así empezó la Cristiandad.

Y una vez que lo hubo comprendido supo lo que había de hacer.

Se colocó delante del altar y se volvió hacia el gentío. Todavía llevaba en la mano la espada rota. Por un instante le asaltó la duda. ¿Puedo hacer esto? ¿Puedo empezar aquí ahora mismo un movimiento que llegue a sacudir el trono de Inglaterra? Y vio, en una o dos expresiones, además de dolor y furia, un atisbo de esperanza.

Alzó en alto la espada.

—Esta espada ha matado a un santo —empezó diciendo.

Corrió un murmullo de asentimiento.

—Esta noche hemos sido testigos de un martirio —continuó diciendo Philip alentado.

Los sacerdotes y los monjes parecían sorprendidos. Al igual que Philip, no habían captado de inmediato el significado real del asesinato que habían presenciado. Pero los ciudadanos sí se habían dado cuenta y expresaban su aprobación.

—Cada uno de vosotros debe salir de este lugar y proclamar lo que ha visto.

Varias personas asintieron vigorosamente con la cabeza. Estaban escuchando, pero Philip quería más. Quería inspirarles. La prédica nunca había sido su fuerte. No era uno de esos hombres capaces de tener a la audiencia pendiente de sus labios, de hacerla reír y llorar, de persuadirla que le siguiera por doquier. No sabía hacer trémolos con la voz y lograr que una luz de gloria brillara en sus ojos. Era un hombre práctico, con los pies en la tierra que en ese preciso momento necesitaba hablar como un ángel.

—Muy pronto todos los hombres, mujeres y niños de Canterbury sabrán que los hombres del rey han asesinado al arzobispo Thomas en la catedral. Pero sólo es el comienzo. La noticia se propagará por toda Inglaterra y, luego, por toda la Cristiandad.

Se daba cuenta de que estaba perdiendo su atención. En algunos rostros podía leerse la insatisfacción y la decepción.

—¿Pero qué hemos de hacer? —preguntó a gritos un hombre.

Philip comprendió que necesitaban realizar de inmediato algún tipo de acción. No era posible invocar una cruzada y luego enviar a la gente a la cama.

Una cruzada, se dijo. Era una idea.

—Mañana llevaré esta espada a Rochester. Pasado mañana a Londres. ¿Queréis venir conmigo?

La mayoría de ellos permanecieron impasibles, pero alguien al fondo gritó:

—¡Sí!

Luego, algunos más expresaron su asentimiento.

Philip levantó algo la voz.

—Contaremos nuestra historia en todas las ciudades y aldeas de Inglaterra. Mostraremos a la gente la espada que mató a Santo Thomas, al Santo. Les dejaremos ver las manchas de sangre en sus ropajes arzobispales. —Fue acalorándose y dejó que su ira disminuyese algo—. Lanzaremos un clamor que se extenderá por toda la Cristiandad; sí, incluso hasta Roma. Haremos que todo el mundo civilizado se enfrente a los bárbaros que han perpetrado este crimen terrible y blasfemo.

Esta vez la mayoría de los presentes expresaron su asentimiento.

Habían estado esperando encontrar alguna manera de manifestar sus emociones y Philip se la estaba dando.

—Este crimen —empezó diciendo despacio mientras su voz subía de tono hasta convertirse en un grito—. ¡Jamás, jamás, será olvidado!

Estalló un rugido de aprobación.

De repente, Philip supo adónde ir desde allí.

—¡Empecemos desde este momento nuestra cruzada! —dijo.

—¡Sí!

—¡Llevaremos esta espada por cada una de las calles de Canterbury!

—¡Sí!

—¡Y comunicaremos a todo ciudadano que se encuentre dentro de las murallas de lo que hemos sido testigos esta noche!

—¡Sí!

—¡Traed velas y seguidme!

Con la espada en alto avanzó por el centro de la catedral.

Los demás le siguieron.

Impulsado por una gran fuerza interior atravesó el presbiterio y la crujía bajo la nave. Algunos de los monjes y sacerdotes caminaban junto a él. No necesitó mirar hacia atrás ya que podía escuchar las pisadas de centenares de personas que le seguían. Salió por la puerta principal.

Allí experimentó por un instante inquietud. A través del huerto envuelto en sombras podía ver a hombres de armas saqueando el palacio del arzobispo. Si sus seguidores se enfrentaran a ellos la cruzada podría convertirse en una refriega antes siquiera de haber empezado. De repente se sintió temeroso, se apresuró a dar media vuelta y condujo a la multitud hasta la calle a través de la puerta inmediata.

Uno de los monjes inició un himno. Detrás de los postigos de las ventanas podían verse luces y fuegos encendidos, pero a medida que la procesión pasaba por delante de ellas las gentes abrían sus puertas para ver qué estaba ocurriendo. Algunas personas hacían preguntas a quienes desfilaban. Otros se unían a la procesión.

Al doblar una esquina Philip vio a William Hamleigh.

Se encontraba en pie delante de una cuadra y parecía como si se acabara de quitar la cota de malla, y se dispusiera a montar su caballo y abandonar la ciudad. Había un puñado de hombres con él. Todos parecían expectantes, pues sin duda habían oído los cantos y se preguntaban qué era lo que pasaba.

A medida que iba acercándose la procesión de velas, William pareció en un principio desconcertado. Luego descubrió la espada rota en la mano de Philip. En su mente se hizo la luz. Se quedó mirando despavorido. Por fin habló.

—¡Deteneos! —vociferó—. ¡Os ordeno que os disperséis!

Nadie le hizo caso. Los hombres que estaban con William parecían inquietos. Incluso con sus armas eran vulnerables frente a una muchedumbre de más de cien seguidores fervientes.

—¡En nombre del rey os ordeno que detengáis esto! —dijo William hablando directamente a Philip.

Philip pasó veloz junto a él, empujado hacia delante por la presión del gentío.

—¡Demasiado tarde, William! —le gritó por encima del hombro—. ¡Demasiado tarde!

3

Los chiquillos llegaron temprano para el ahorcamiento.

Ya estaban allí, en la plaza del mercado de Shiring, arrojando piedras a los gatos, burlándose de los mendigos y peleándose entre sí, al llegar Aliena, sola y a pie, cubriéndose con una capa barata y con la capucha echada para ocultar su identidad.

Se detuvo a distancia y se quedó mirando el patíbulo. En un principio no había pensado en acudir. Eran demasiados los ahorcamientos que tuvo que presenciar a lo largo de los años en los que sustituyó al conde. Al no tener ya esa responsabilidad, había pensado que se sentiría feliz de no volver a ver nunca más, en toda su vida, a otro hombre ahorcado. Pero este era distinto.

Ya no había de seguir desempeñando las funciones del conde porque Richard, su hermano, había resultado muerto en Siria y lo irónico del caso era que no ocurrió durante una batalla sino a causa de un terremoto. La noticia le llegó al cabo de seis meses. Hacía quince años que no le había visto y ya no lo vería más. Arriba, en la colina, se abrieron las puertas del castillo y salió el prisionero con su escolta seguido del nuevo conde de Shiring, Tommy, el hijo de Aliena.

Como Richard nunca tuvo hijos, era heredero su sobrino. El rey, anonadado y debilitado por el escándalo Becket, había optado por la línea de menor resistencia, confirmando rápidamente a Tommy como conde. Aliena había renunciado gustosa en favor de la generación más joven. Había logrado con el Condado lo que se propuso. De nuevo era rico y próspero, una tierra de ovejas gordas, verdes campos y activos molinos. Algunos de los terratenientes más importantes e innovadores habían adoptado las novedades que ella introdujo, arando con caballos, alimentándolos con la avena obtenida con el sistema de rotación triple de cosechas. En consecuencia la tierra podía proporcionar alimentos a más gentes todavía que durante el sabio gobierno de su padre.

Tommy sería un buen conde. Había nacido para eso. Durante mucho tiempo Jack se negó a comprenderlo. Quería que su hijo fuera constructor; pero, al final, se vio obligado a admitir la realidad. Tommy nunca fue capaz de cortar una piedra en línea recta y por el contrario era un líder natural. A los veintiocho años se mostraba ya decidido, firme, inteligente y de mente abierta. Ahora solían llamarle Thomas.

Al hacerse él cargo del gobierno, las gentes esperaban que Aliena siguiera viviendo en el castillo, dando la lata a su nuera y jugando con sus nietos. Aliena se rio de ellas. Le gustaba la mujer de Tommy; era una muchacha bonita, una de las hijas pequeñas del conde de Bedford, y adoraba a sus tres nietos, pero a lo que no estaba dispuesta era a retirarse a los cincuenta y dos años. Jack y ella habían tomado una gran casa de piedra cerca del priorato de Kingsbridge y Aliena había vuelto al negocio de la lana, comprando y vendiendo, comerciando con toda su antigua energía y ganando dinero en abundancia.

El grupo de ahorcamiento llegó a la plaza sacando a Aliena de su ensoñación. Miró atentamente al prisionero mientras avanzaba tropezando al final de una cuerda, con las manos atadas a la espalda. Era William Hamleigh.

Alguien frente a él le escupió. La plaza estaba abarrotada de gente, ya que eran muchos los que se sentían satisfechos de ver desaparecer a William. Incluso a quienes no tenían motivos de rencor contra él les resultaba algo fuera de lo común ver colgar a un antiguo sheriff. Pero William se había visto implicado en el más escandaloso asesinato que jamás tuvo lugar.

Aliena nunca había ni imaginado una reacción semejante a la que se produjo ante el asesinato del arzobispo Thomas. La noticia se había propagado como fuego por toda la Cristiandad, desde Dublín a Jerusalén, y desde Toledo hasta Oslo. El Papa había guardado luto. La mitad continental del imperio del rey Henry había sido puesta bajo interdicción, lo que significaba que todas las iglesias se mantendrían cerradas y no habría oficios sagrados, salvo el bautismo. En Inglaterra las gentes empezaban a peregrinar a Canterbury, igual que si se tratara del sepulcro de un santo como Santiago de Compostela.

Y hubo milagros. El agua teñida con la sangre del mártir y jirones del manto que llevaba cuando le asesinaron, curaban a gente enferma no sólo en Canterbury sino en toda Inglaterra.

Los hombres de William habían intentado robar el cuerpo conservado en la catedral. Pero los monjes ya lo habían previsto, y se apresuraron a ocultarlo. Ahora se encontraba a buen recaudo en el interior de una bóveda de piedra y los peregrinos habían de introducir la cabeza por un hueco en el muro para besar el sarcófago de mármol.

Fue el último crimen de William. Había regresado a hurtadillas a Shiring. Pero Tommy le había detenido acusándole de sacrilegio. Fue considerado culpable por el tribunal del obispo Philip. En circunstancias normales nadie se hubiera atrevido a condenar a un sheriff por tratarse de un funcionario de la corona. Pero en ese caso la situación era a la inversa. Nadie, ni siquiera el rey, se atrevería a defender a uno de los asesinos de Becket.

William iba a tener un mal final.

Tenía los ojos desorbitados, con la mirada fija, la boca abierta y babeante, gemía incoherencias y tenía una mancha en la delantera de su túnica por haberse orinado.

Aliena observó a su viejo enemigo avanzar casi a ciegas y a trompicones hacia la horca. Recordó al muchacho joven, arrogante y cruel que la violó hacía treinta y cinco años. Resultaba difícil creer que se hubiera convertido en semejante ser infrahumano, quejumbroso y aterrado. Ni siquiera se asemejaba al viejo caballero gordo, gotoso y defraudado que fue en los últimos tiempos. A medida que se acercaba al patíbulo empezó a forcejear y a chillar. Los hombres de armas tiraban de la cuerda como si se tratara de un cerdo que llevaran al matadero. Aliena no pudo encontrar piedad en su corazón, lo único que sentía era alivio. William jamás volvería a aterrorizarla.

Mientras le subían a la carreta de bueyes empezó a patalear y a berrear. Parecía un animal, con la cara congestionada, montaraz y sucio; Aunque por otra parte se asemejaba a un niño, balbuceando y sin parar de llorar. Se necesitó la ayuda de cuatro hombres para sujetarle mientras un quinto le echaba el dogal al cuello. Hasta tal punto luchaba, que el nudo se apretó antes de que él cayera, siendo sus propios esfuerzos los que empezaron a estrangularlo. Los hombres de armas retrocedieron. William se contorsionaba, ahogándose mientras su gorda cara adquiría un color púrpura. Aliena miraba espantada. Ni siquiera en los momentos de mayor furia y odio le había deseado una muerte semejante.

No se escuchó ruido alguno cuando ya estaba ahogado. El gentío permanecía inmóvil. Incluso los chiquillos quedaron mudos ante aquel espantoso espectáculo.

Alguien golpeó al buey en el flanco y el animal caminó hacia delante. William cayó al fin; pero la caída no le rompió el cuello y permaneció colgado del extremo de la soga asfixiándose lentamente.

Sus ojos seguían abiertos. Aliena tuvo la sensación de que la estaba mirando. La mueca de su rostro, mientras colgaba retorciéndose en la agonía, le resultaba familiar. Era la misma que tenía cuando la estaba violando, justo antes de tener el último orgasmo. Aquel recuerdo fue como si la apuñalaran, pero se obligó a no apartar la mirada.

Se prolongó durante mucho tiempo; sin embargo, el gentío permanecía allí sin moverse durante todo el proceso. La cara de William se oscurecía más y más. Sus agónicas contorsiones se convirtieron en débiles sacudidas. Finalmente los ojos se le hundieron, los párpados se cerraron y se quedó quieto. De repente y de manera espeluznante, apareció, entre los dientes la lengua, negra e hinchada.

Estaba muerto.

Aliena se sintió exhausta. William había cambiado su vida, hubo un tiempo en que habría dicho que la había destrozado. Pero ahora estaba muerto, imposible ya de volver a hacer daño a ella ni a nadie más.

El gentío empezó a disolverse. Los chiquillos remedaban los unos a los otros las angustias de la muerte, poniendo los ojos en blanco y sacando la lengua. Un hombre de armas subió al patíbulo y descolgó a William.

Aliena encontró la mirada de su hijo. Parecía sorprendido de verla. Se acercó a ella de inmediato y se inclinó para darle un beso.

Mi hijo, se dijo Aliena. Mi formidable hijo, el hijo de Jack.

Recordó lo aterrada que se había sentido ante la posibilidad de tener un hijo de William. Bueno, al fin y al cabo algunas cosas salían bien.

—Pensé que no querrías venir aquí —dijo Tommy.

—Tenía que hacerlo —contestó ella—; tenía que verle muerto.

Tommy pareció sobresaltado. No lo comprendía, en verdad que no. Aliena se alegró. Esperaba que su hijo jamás tuviera que comprender esas cosas.

Tommy le echó el brazo por los hombros y juntos salieron de la plaza.

Aliena no volvió la vista atrás.

Un caluroso día de pleno verano Jack comía con Aliena y Sally a la fresca del crucero norte, en la parte superior de la galería sentados sobre la argamasa cubierta de garabatos de su suelo de dibujo. El cántico de los monjes en el presbiterio, durante el oficio de sexta, era como un murmullo sordo semejante al ímpetu de una cascada lejana.

Comían chuletas de cordero frías con pan tierno de trigo y bebían de un cántaro de cerveza dorada. Jack había pasado la mañana diseñando el trazado de un nuevo presbiterio que empezaría a construir el próximo año. Sally miraba el dibujo mientras hincaba sus bonitos dientes blancos en una chuleta. Jack sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que emitiera algún juicio crítico sobre ello. Miró a Aliena. Ella también había estado leyendo en la expresión de Sally y sabía lo que se avecinaba. Intercambiaron una mirada de entendimiento y sonrieron.

—¿Por qué quieres que el extremo este sea redondeado? —preguntó Sally a su padre.

—Lo basé en un dibujo de Saint-Denis —repuso Jack.

—Pero ¿tiene alguna ventaja?

—Sí. Puedes mantener a los peregrinos en movimiento.

—Y para ello has colocado esa hilera de pequeñas ventanas.

Jack sabía que pronto saldrían a colación las ventanas siendo Sally una vidrierista.

—¿Pequeñas ventanas? —exclamó simulando indignación—. ¡Esas ventanas son inmensas! Cuando por primera vez puse en esta iglesia ventanas de este tamaño, la gente pensó que todo el edificio se vendría abajo por falta de apoyo estructural.

—Si la parte posterior del presbiterio fuera cuadrada, tendrías un muro completamente plano —insistió Sally—. Y entonces sí que podrías poner ventanas realmente grandes.

La idea de Sally parece excelente, se dijo Jack. Con el trazado del ábside redondeado, todo el presbiterio había de tener alrededor una misma elevación continua dividida en las tres tradicionales hiladas de arcada, galería y trifolio. Un extremo cuadrado ofrecería la oportunidad de cambiar el diseño.

—Es posible que haya otra forma de mantener en movimiento a los peregrinos —dijo pensativo.

—Y el sol naciente brillaría a través de las grandes ventanas.

Jack podía ya imaginarlo.

—Podría haber una hilera de altos arcos apuntados semejantes a lanzas en un bastidor.

—O una gran ventana redonda como una rosa.

Era una idea deslumbrante. Para quien estuviera en la nave mirando a lo largo de la iglesia hacia el este, la ventana redonda semejaría un inmenso sol explotando en infinitos fragmentos de maravillosos colores.

Jack podía verlo ya.

—Me pregunto qué tema querrían los monjes.

—La ley y los profetas —dijo Sally.

Jack se quedó mirándola con las cejas enarcadas.

—Eres una astuta zorrilla. Ya has discutido sobre la idea con el prior Jonathan ¿verdad?

Sally parecía sentirse culpable, pero la llegada de Peter Chiser, un joven tallista en piedra, le evitó la respuesta. Era un hombre tímido y desmañado. El rubio pelo le caía sobre los ojos, pero esculpía cosas hermosas, y Jack estaba contento de tenerlo.

—¿Qué puedo hacer por ti, Peter? —le preguntó.

—En realidad vengo buscando a Sally.

—Pues ya la has encontrado.

En ese momento, Sally se levantaba y sacudía las migas de pan de la delantera de su túnica.

—Nos veremos luego —dijo.

Peter y ella salieron por la puerta baja y descendieron la escalera de caracol.

Jack y Aliena se miraron.

—¿Se ha ruborizado? —preguntó Jack.

—Espero que sí —repuso Aliena—. Va siendo hora de que se enamore de alguien, caramba. ¡Tiene veintiséis años!

—Bien, bien. Había perdido toda esperanza. Creí que pensaba convertirse en una solterona.

Aliena meneó la cabeza.

—Eso no va con Sally. Es fogosa como la que más. Pero también es selectiva.

—¿De veras? —preguntó Jack—. Las jóvenes del Condado no hacen cola para casarse con Peter Chiser.

—Las jóvenes del Condado se enamoran de hombres guapos y vigorosos como Tommy, que son magníficos jinetes y llevan la capa forrada de seda roja. Sally es diferente. Necesita a alguien inteligente y sensitivo. Peter es ideal para ella.

Jack asintió. Nunca había pensado en ello, pero sabía de manera intuitiva que Aliena tenía razón.

—Es como su abuela —dijo—. Mi madre se enamoró de un hombre fuera de lo corriente. Alguien especial.

—Sally es como tu madre y Tommy como mi padre —dijo Aliena.

Jack le sonrió. Aliena estaba más hermosa que nunca. Tenía mechas grises en el pelo y la piel de su garganta no mostraba la lisura de mármol como en otros tiempos; había perdido las redondeces de la maternidad, los finos huesos de su rostro encantador se habían hecho más prominentes y había adquirido una belleza casi estructural. Jack alargó la mano y trazó una línea de su mandíbula.

—Como mis arbotantes —dijo.

Aliena sonrió.

Le hizo una fugaz caricia en el cuello y el pecho. Sus senos también habían cambiado. Los recordaba enhiestos, como ingrávidos, con los pezones duros. Luego al quedarse encinta se le habían hecho más grandes, así como los pezones. Ahora los tenía más bajos y blandos y se le movían de una forma atrayente cuando andaba. Jack los había amado a través de todos los cambios. Se preguntó cómo serían cuando Aliena fuera vieja. ¿Se encogerían y arrugarían? Probablemente también los amaré entonces se dijo; sintió que el pezón de Aliena se endurecía bajo su tacto. Se inclinó y la besó en los labios.

—Estamos en la iglesia, Jack —murmuró ella.

—¡Qué importa! —repuso él bajando la mano desde el vientre hasta la ingle.

Se oyeron pasos en las escaleras.

Jack se apartó con actitud culpable.

Aliena hizo una mueca sonriente ante su desconcierto.

—Castigo de Dios —le dijo sin el menor respeto.

—Ya te veré más tarde —musitó Jack con tono burlonamente amenazador.

Las pisadas alcanzaron el final de la escalera y apareció el prior Jonathan, saludó a ambos con solemnidad. Su gesto parecía grave.

—Hay algo que quiero que escuches, Jack —le dijo—. ¿Querrías venir al claustro conmigo?

—Claro. —Jack se puso en seguida en pie.

Jonathan se dirigió de nuevo a la escalera de caracol. Jack, deteniéndose en la puerta, apuntó con un dedo amenazador a Aliena.

—Más tarde —dijo.

—¿Prometido? —inquirió ella con una sonrisa.

Jack siguió a Jonathan por las escaleras y a través de la iglesia hasta la puerta del crucero sur que conducía al claustro. Tras recorrer el paseo norte, dejando atrás a los estudiantes con sus tablillas de cera, se detuvieron en un ángulo. Con un ademán de cabeza Jonathan indicó a Jack un monje que estaba sentado solo en un saliente de piedra a mitad de camino del paseo oeste. El monje llevaba echada la capucha de modo que le cubría la cara, pero al detenerse ellos, el hombre se volvió, levantó los ojos y apartó rápidamente la mirada.

Jack no pudo evitar dar un paso atrás.

El monje era Waleran Bigod.

—¿Qué diablos hace aquí? —preguntó furioso Jack.

—Preparándose para el encuentro con su hacedor —respondió Jonathan.

Jack frunció el ceño.

—No lo entiendo.

—Es un hombre acabado. No tiene posición, poder ni amigos. Ha comprendido que Dios no quiere que sea un obispo grande y poderoso. Ha comprendido lo equivocado de su comportamiento. Ha venido hasta aquí a pie y ha suplicado que se le admita como un humilde monje para pasar el resto de su vida pidiendo perdón a Dios por sus pecados.

—Me resulta difícil creerlo —declaró Jack.

—Al principio a mí también —reconoció Jonathan—. Pero he acabado comprendiendo que siempre ha sido un hombre genuinamente temeroso de Dios.

Jack se mostraba escéptico.

—Creo de veras que es devoto. Sólo ha cometido un error crucial. Ha creído que al servicio de Dios el fin justifica los medios. Ello le daba licencia para hacer cualquier cosa.

—¿Hasta conspirar en el asesinato de un obispo?

—¡Dios le castigará por eso, no yo!

Jack se encogió de hombros. Era el tipo de cosas que hubiera dicho Philip. Jack ya no encontraba motivo alguno para dejar que Waleran viviera en el priorato. Sin embargo así era como se comportaban los monjes.

—¿Para qué queréis que lo vea yo?

—Quiere decirte por qué ahorcaron a tu padre.

Jack se quedó de repente helado.

Waleran seguía sentado inmóvil como una piedra, con la mirada perdida en el espacio. Iba descalzo. Por debajo del borde de su túnica de fabricación casera podían verse los tobillos blancos y frágiles de un viejo. Jack se dio cuenta de que Waleran ya no inspiraba temor. Estaba débil, vencido y triste.

Jack caminó despacio y se sentó en el banco a un paso de Waleran.

—El viejo rey Henry era fuerte en demasía —dijo Waleran sin más preámbulo—. Y eso no gustaba a algunos barones… Estaban demasiado frenados. Querían que el siguiente rey fuera más débil. Pero Henry tenía un hijo, William.

Todo aquello era una historia antigua.

—Eso fue antes de que yo naciera —objetó Jack.

—Tu padre murió antes de que tú nacieras —repuso Waleran con un levísimo atisbo de su vieja arrogancia.

Jack asintió.

—Adelante pues.

—Un grupo de barones decidió librarse de William, el hijo de Henry. Pensaban que si la sucesión se presentaba dudosa podrían tener una mayor influencia en la elección del nuevo rey.

Jack escrutaba la cara pálida y delgada de Waleran, buscando pruebas de engaño. Aquel viejo sólo parecía fatigado, derrotado y comido por los remordimientos. Si tramaba algo, Jack no descubriría indicio alguno.

—Pero William murió durante el naufragio del White Ship —le recordó Jack.

—Ese naufragio no fue un accidente —confesó Waleran.

Jack se sobresaltó. ¿Podía ser verdad semejante cosa? ¿Asesinado el heredero del trono sólo porque un grupo de barones querían una monarquía débil? Aunque en realidad no era más espantoso que el asesinato del arzobispo.

—Proseguid —dijo.

—Los hombres de los barones barrenaron todo el barco y huyeron en un bote. Todos los demás se ahogaron salvo uno, que se agarró a una verga y flotó hasta la orilla.

—Era mi padre —dijo Jack, que ya empezaba a ver claro.

Waleran tenía la cara pálida y los labios exangües. Hablaba con tono monocorde y evitando mirar a Jack a los ojos.

—Llegó a una playa cercana al castillo que pertenecía a uno de los conspiradores y lo cogieron. El hombre no tenía el menor interés de dar a conocer la verdad. De hecho nunca llegó a saber que el barco había sido hundido. Pero había visto cosas que hubieran llegado a alertar a otros que sí la descubrirían en el caso de que continuara libre y pudiera hablar sobre su experiencia. De manera que lo secuestraron, lo trajeron a Inglaterra y lo dejaron en manos de personas en las que podían confiar.

Jack sintió una profunda tristeza. Todo cuanto su padre quiso siempre hacer fue divertir a la gente, había dicho madre. Pero había algo extraño en esta historia de Waleran.

—¿Por qué no lo mataron de inmediato? —preguntó Jack.

—Debieron hacerlo —contestó Waleran impasible—. Pero era un hombre inocente, un trovador, alguien que proporcionaba placer a todo el mundo. No se decidieron a hacerlo —sonrió con tristeza—. En definitiva, hasta las personas más crueles tienen algún escrúpulo.

—¿Por qué cambiaron entonces de idea?

—Porque acabó haciéndose peligroso incluso aquí. En un principio no constituyó amenaza para nadie. Ni siquiera sabía hablar inglés. Pero, naturalmente, fue aprendiendo y empezó a hacer amigos. Así que lo encerraron en la celda prisión que hay debajo del dormitorio. Entonces la gente empezó a preguntarse por qué lo habían encerrado. Se convirtió en algo embarazoso. Comprendieron que nunca estarían tranquilos mientras él siguiera vivo. De manera que, finalmente, nos ordenaron que lo matásemos.

Así de fácil, se dijo Jack.

—¿Y por qué les obedecisteis vos?

—Los tres éramos ambiciosos —dijo Waleran, y por primera vez aparecían en su rostro atisbos de emoción, la boca contraída con una mueca de remordimiento—. Percy Hamleigh, el prior James y yo. Tu madre dijo la verdad. Nos recompensaron a todos. Yo me convertí en arcediano y mi carrera en la Iglesia tuvo un espléndido comienzo. Percy Hamleigh fue un terrateniente importante y el prior James obtuvo una incorporación sustancial de bienes a las propiedades del priorato.

—¿Y los barones?

—Después del naufragio y durante los tres años siguientes atacaron a Henry: Fulk de Anjou, William Clito en Normandía y el rey de Francia. Durante cierto tiempo pareció muy vulnerable. Pero derrotó a todos sus enemigos y gobernó otros diez años más. Sin embargo, al fin llegó la anarquía que los barones ansiaban cuando murió Henry sin heredero varón y subió al trono Stephen. Mientras ardía la guerra civil durante las dos décadas siguientes, los barones gobernaron como reyes en sus propios territorios sin una autoridad central que pudiera doblegarlos.

—Y por eso murió mi padre.

—Pero incluso eso salió mal. La mayoría de aquellos barones murieron en el campo de batalla y también algunos de sus hijos. Las pequeñas mentiras que dijimos por esta parte del país para que tu padre muriera, se volvieron luego contra nosotros. Después del ahorcamiento, tu madre nos maldijo y nos maldijo bien. Al prior James lo destruyó el conocimiento de lo que había hecho, tal como explicó Remigius ante el tribunal sobre nepotismo. Percy Hamleigh murió antes de que la verdad saliera a la luz, pero a su hijo lo ahorcaron. Y ya me ves a mí. Mi perjurio rebotó en contra mía casi cincuenta años después y acabó con mi carrera. —Waleran tenía el rostro ceniciento y parecía exhausto, como si el rígido dominio de sí mismo le costara un terrible esfuerzo—. Todos teníamos miedo de tu madre porque no estábamos seguros de lo que sabía. A fin de cuentas no era mucho, aunque sí lo bastante.

Jack se sentía agotado como parecía estarlo Waleran. Al fin había logrado descubrir la verdad acerca de su padre, algo que anheló durante toda su vida. Ahora ya no sentía ira ni ansia de venganza. Jamás conoció a su verdadero padre; pero tuvo a Tom, que le había transmitido su amor por las edificaciones, la segunda gran pasión de su vida.

Jack se puso en pie. Todos estos acontecimientos se remontaban a un pasado demasiado lejano para hacerle llorar. Desde entonces habían pasado muchas cosas y la mayoría de ellas buenas.

Bajó su mirada hacia el lamentable anciano sentado en el banco.

Era irónico que fuera precisamente Waleran quien estuviera sufriendo la amargura de la pesadumbre. Jack sintió lástima de él. Se dijo que era terrible ser viejo y saber que has empleado mal tu vida. Waleran levantó la vista y sus ojos se encontraron por primera vez. El anciano se estremeció y volvió la cara como si le hubieran abofeteado. Por un instante, Jack pudo leer su pensamiento y comprendió que había visto en sus ojos una expresión de lástima. Y para Waleran la piedad de sus enemigos era la peor de las humillaciones.

4

Philip estaba de pie ante la puerta oeste de la vetusta ciudad cristiana de Canterbury vistiendo toda la fastuosa indumentaria de un obispo inglés. En la mano llevaba un báculo incrustado con piedras preciosas, equiparable al rescate de un rey. Llovía a cántaros.

Tenía sesenta y seis años y la lluvia helaba sus viejos huesos. Esa sería la última vez que se aventuraría tan lejos de casa. Pero no se hubiera perdido ese día por nada del mundo. En cierto modo la ceremonia que estaba a punto de celebrarse era la coronación del trabajo de toda su vida.

Tres años habían pasado desde el legendario asesinato del arzobispo Thomas. En tan corto tiempo, el culto místico a Thomas Becket se había extendido por todo el mundo. Philip no había tenido la más leve idea de lo que estaba iniciando cuando marchó a la cabeza de la pequeña procesión de las velas por las calles de Canterbury. El Papa había canonizado a Thomas con un apresuramiento casi indecoroso. Incluso se llegó a crear en Tierra Santa una nueva Orden de caballeros monjes llamada los caballeros de santo Thomas de Acre. El rey Henry no fue capaz de acallar un movimiento popular tan poderoso. Tenía demasiada fuerza para que nadie, individualmente, pudiera acabar con él.

Para Philip la importancia de todo aquel fenómeno residía en haber puesto de manifiesto el poder del Estado. La muerte de Thomas demostró que, en un conflicto entre la Iglesia y la corona, siempre prevalecería el monarca mediante la utilización de la fuerza bruta. Pero el culto a santo Thomas ponía de relieve que esa victoria, siempre sería una victoria pírrica. Después de todo, el poder de un rey no era absoluto. La voluntad del pueblo estaba en condiciones de refrenarlo. Ese cambio había tenido lugar durante la vida de Philip y no sólo lo había presenciado sino que había contribuido a instaurarlo. La ceremonia de ese día era su conmemoración.

Un hombre achaparrado, de cabeza grande, caminaba hacia la ciudad entre la bruma de la lluvia. No llevaba botas ni sombrero. Lo seguía, a cierta distancia, un numeroso grupo de gentes a caballo. Era el rey Henry.

La muchedumbre permanecía callada y quieta como en un funeral, mientras el monarca, empapado por la lluvia, avanzaba por el barro hacia la puerta de la ciudad.

De acuerdo con un plan previamente establecido, Philip salió al camino, y empezó a andar delante del rey descalzo en dirección a la catedral. Henry lo seguía con la cabeza inclinada. La rigidez dominaba su habitual porte airoso. Con su actitud, componía la imagen viva de la penitencia. Los ciudadanos contemplaban atónitos y en silencio al rey de Inglaterra humillándose ante sus ojos. El séquito del soberano lo seguía un poco alejado.

Philip lo condujo despacio a través de la entrada de la catedral.

Las imponentes puertas de la espléndida iglesia estaban abiertas de par en par. Entraron. Una solemne procesión de dos personas, que representaba la culminación de la crisis política del siglo. La nave se hallaba atestada de gente, la cual les abrió paso. Musitaban frases entre sí, estupefactos ante el espectáculo del rey más orgulloso de la Cristiandad empapado por la lluvia y entrando en la iglesia como un mendigo.

Avanzaron lentos por la nave y descendieron los peldaños que conducían hasta la cripta. Allí junto al nuevo sarcófago del mártir se encontraban esperando los monjes de Canterbury junto con los obispos y abates más importantes del reino.

El rey se arrodilló en el suelo. Sus cortesanos entraron en la cripta detrás de él.

Y delante de todo el mundo, Henry de Inglaterra, el segundo de ese nombre, confesó sus pecados y dijo haber sido la causa no consciente del asesinato de santo Thomas.

Una vez que hubo confesado, se quitó la capa. Debajo llevaba una túnica verde y un cilicio. Se arrodilló de nuevo, se dobló y presentó la espalda.

El obispo de Londres cimbreó una vara.

El rey iba a ser flagelado.

Recibiría cinco golpes de cada sacerdote y tres de cada monje.

Claro que los golpes eran simbólicos. Considerando que se encontraban presentes ochenta monjes, una flagelación auténtica lo hubiera matado.

El obispo de Londres rozó la espalda del rey con cinco golpes ligeros de la vara. Luego, se volvió y entregó la vara a Philip, obispo de Kingsbridge.

Philip se adelantó para azotar al rey. Se sentía contento de haber vivido para ver aquello. A partir de hoy, se dijo, el mundo será un poco mejor.