Remigius se mostraba arrogante incluso en la penuria. Entró en la casa solariega de madera, en la aldea Hamleigh, levantando con desdén su larga nariz ante los inmensos soportes de tosca madera que sostenían el tejado, ante las paredes de zarzo encalado y la hoguera sin chimenea en el centro del suelo de tierra batida.
William lo observó al entrar. Es posible que la suerte me haya dado la espalda; pero no he caído tan bajo como tú, se dijo mirando las viejas sandalias tan reparadas, la desaseada sotana, el rostro sin afeitar y el pelo revuelto. Remigius nunca había sido gordo, pero ahora estaba más flaco que nunca. Su altiva expresión no lograba disimular las arrugas de agotamiento o sus amoratadas ojeras. Remigius aún no había sido doblegado pero sí llevaba recibidos muchos golpes.
—Que Dios te bendiga, hijo mío —dijo a William.
William no estaba dispuesto a soportar aquellas actitudes.
—¿Qué queréis, Remigius?
Insultaba deliberadamente al monje al no llamarle «padre» o «hermano».
Remigius se sobresaltó como si le hubieran golpeado. William supuso que habría recibido algunos desplantes de ese estilo desde que volvió al mundo.
—El conde Richard se ha apropiado de nuevo de las tierras que me diste como deán del capítulo de Shiring.
—No es sorprendente —replicó William—. Todo ha de ser devuelto a quienes lo poseían en tiempos del viejo rey Henry.
—Pero entonces me quedo sin medios de subsistencia.
—Vos y un montón de gente más —le contestó William con despreocupación—. Tendréis que volver a Kingsbridge.
Remigius palideció por la ira.
—No puedo hacer eso —protestó en voz baja.
—¿Y por qué no? —le replicó William, que disfrutaba atormentándole.
—Tú sabes bien por qué no.
—¿Os diría Philip que no debisteis haber sonsacado secretos a niñas pequeñas? ¿Acaso creéis que piensa que le habéis traicionado al decirme dónde se ocultaban los proscritos? ¿Estará furioso con vos por haberos convertido en el deán de una iglesia que había de ocupar el lugar de su propia catedral? Bien, entonces supongo que no podéis volver.
—Dame algo —le suplicó Remigius—. Una aldea, una granja. ¡Una iglesia pequeña!
—No hay recompensas por perder, monje —le dijo William con acritud; estaba disfrutando de veras con todo aquello—. En el mundo que hay fuera del monasterio, nadie se preocupa de ti. Los patos se tragan a los gusanos y los zorros matan a los patos. Luego, llega el hombre y dispara contra los zorros. El diablo caza al hombre.
La voz de Remigius era casi un susurro.
—¿Qué puedo hacer?
—Mendigad —le aconsejó William sonriendo.
Remigius dio media vuelta y salió de la casa.
Todavía orgulloso, pensó William, aunque no por mucho tiempo. Mendigarás.
Le complacía ver que la caída de otro había sido más dura que la suya. Jamás olvidaría el penoso suplicio de permanecer en pie delante de la puerta del que consideraba su propio castillo y ver que se le negaba la entrada. Ya había tenido sospechas al enterarse de que Richard había dejado Winchester con algunos de sus hombres. Luego, cuando se anunció el pacto de paz, la inquietud se convirtió en alarma y, junto con sus caballeros y hombres de armas, cabalgó sin descanso hasta Earlcastle. Había una reducida fuerza vigilando el castillo, por lo que imaginó que encontraría a Richard acampado en los alrededores montando el asedio. Al ver que todo parecía tranquilo se sintió aliviado y se burló de sí mismo por su excesivo temor ante la súbita desaparición de Richard.
Al acercarse más, vio que el puente levadizo estaba levantado.
—¡Abrid al conde! —gritó deteniéndose al borde del foso.
Fue entonces cuando Richard apareció en las murallas.
—El conde está dentro.
Fue como si la tierra se hubiera abierto a sus pies. Siempre había tenido miedo de Richard, siempre lo había considerado un rival peligroso. Sin embargo, en aquellos momentos, no se había sentido en exceso vulnerable. Imaginó que el peligro real se presentaría a la muerte de Stephen, cuando Henry ascendiera al trono, pero que acaso aquello ocurriera dentro de unos diez años. En esos momentos, mientras se encontraba sentado en una miserable casa solariega, rumiando sus errores, comprendió con amargura que, en realidad, Richard había sido más listo que él. Se había deslizado a través de una angosta brecha. No podían acusarle de quebrantar la paz del rey, ya que todavía proseguía la guerra. Su reclamación del condado estaba legitimada por los términos del tratado de paz. Y Stephen, envejecido, cansado y derrotado carecía de energías para nuevas batallas. Richard, magnánimo, había liberado a aquellos hombres de armas que quisieran continuar al servicio de William. Waldo One-eye[9] contó a William cómo habían tomado el castillo. Le exasperó la traición de Elizabeth, pero lo que para él resultaba más humillante era el papel desempeñado por Aliena. La chiquilla indefensa a la que él violó, atormentó y arrojó de su casa hacía tantos años, había vuelto para tomar venganza. Cada vez que pensaba en ello le subían del estómago bocanadas amargas, como si hubiera bebido vinagre.
Su primera intención había sido luchar contra Richard. William podía haber conservado su ejército, vivir en los campos y extorsionar impuestos y suministros a los campesinos, manteniendo una batalla continua con su rival. Pero Richard poseía el castillo y tenía el tiempo de su parte, ya que Stephen, que apoyaba a William, estaba viejo y derrotado, mientras que el joven duque Henry, que respaldaba a Richard, acabaría convirtiéndose en el segundo rey Henry.
Así que William decidió cortar por lo sano. Se retiró a la aldea de Hamleigh, y se instaló de nuevo en la casa solariega en la que creció.
Hamleigh y las aldeas de alrededor le habían sido concedidas a su padre hacía treinta años. Era una propiedad que nunca formó parte del Condado, de manera que Richard no tenía derecho alguno sobre ella.
William esperaba que, si se mantenía apartado, Richard se diera por satisfecho con la venganza lograda y le dejara en paz. Hasta entonces había dado resultado. Sin embargo, William aborrecía la aldea de Hamleigh. Aborrecía las casas pequeñas y aseadas, los excitables patos en la alberca, la iglesia en piedra de un gris claro, los chiquillos con mofletes como manzanas, las mujeres de anchas caderas y los hombres fuertes y resentidos. La aborrecía por ser humilde, sencilla y pobre, y también porque simbolizaba la caída del poder de su familia. Observaba a los afanosos campesinos empezar la siembra de primavera, calculando su parte de aquella cosecha en verano. Y la encontraba escasa. Fue a cazar a su pequeña extensión de bosque sin lograr encontrar ni un venado.
—Ahora sólo podréis cazar jabalís, señor. Los proscritos acabaron con los venados durante la época del hambre —le había dicho el guardabosque.
Celebraba juicios en el gran salón de la casa solariega, con el viento soplando a través de los agujeros en los muros de zarzo enjalbegado. Dictaba duras sentencias e imponía fuertes multas. Gobernaba, en fin, de acuerdo con sus caprichos. Pero ello le proporcionaba escasa satisfacción.
Como era lógico, había abandonado la construcción de la majestuosa iglesia nueva de Shiring. No se podía permitir construirse una casa de piedra; cuanto menos una iglesia. Los constructores habían dejado de trabajar al suspender él el pago de los salarios. Ignoraba lo que había sido de ellos. Tal vez hubieran regresado a Kingsbridge para trabajar con el prior Philip.
Sufría pesadillas.
Siempre era la misma. Veía a su madre en el lugar de los muertos. Sangraba por los oídos y los ojos y, cuando abría la boca para hablar, le salía más sangre. Aquella imagen despertaba en él un terror mortal.
A plena luz del día no sabría decir cuál era el fin del sueño que tanto temía, ya que su madre no le amenazaba de manera alguna. Pero, por la noche, cuando su madre se le acercaba, el pavor se apoderaba por completo de él. Era un pánico irracional, histérico, ciego. En cierta ocasión, siendo muchacho, había vadeado un remanso que, de repente, se hizo profundo y se encontró sumergido bajo la superficie y sin poder respirar. La angustiosa necesidad de aire era uno de los recuerdos indelebles de su infancia. Pero esto era diez veces peor. Intentar huir del rostro ensangrentado de su madre era como intentar correr veloz por la arena. Solía despertarse con un violento sobresalto, como si le hubieran lanzado a través de la habitación, sudando y quejándose, el cuerpo dolorido por la espantosa tensión. Walter solía acudir junto a su lecho con una vela, ya que dormía en el salón, separado por una mampara, de los hombres, pues allí no había dormitorio.
—Has gritado, señor —murmuraba Walter.
William aspiraba con fuerza, contemplando la cama auténtica, la pared auténtica y al verdadero Walter, mientras la fuerza de la pesadilla se iba desvaneciendo hasta llegar un momento en que ya no sentía miedo alguno.
—No es nada. Sólo un sueño. Vete —solía decirle.
Pero le asustaba volver a dormirse. Y al día siguiente los hombres lo miraban como si estuviera embrujado.
Unos días después de su conversación con Remigius, se encontraba sentado en el mismo asiento duro, junto al mismo fuego humeante, cuando entró el obispo Waleran.
William se sobresaltó. Había oído caballos pero supuso que era Walter que volvía del molino. No supo qué hacer al ver al obispo.
Waleran siempre se había mostrado arrogante y con aires de superioridad y, de vez en cuando, lograba que William se sintiera estúpido, desmañado y vulgar. Era humillante que Waleran pudiera ver el ambiente humilde en que vivía.
William no se levantó para saludar a su visitante.
—¿Qué queréis? —preguntó con tono cortante.
No tenía motivo para mostrarse cortés. Lo único que deseaba era que Waleran se largara lo antes posible.
El obispo hizo caso omiso de su descortesía.
—El sheriff ha muerto —dijo.
En un principio William no supo adónde quería llegar.
—¿Y a mí qué me importa?
—Habrá un nuevo sheriff.
William estaba a punto de decir: ¿Y qué? Pero se contuvo.
A Waleran le preocupaba quién sería el nuevo sheriff. Y había acudido a hablar de ello con William. Eso sólo podía significar una cosa. Volvió a alentar esperanzas, mas se refrenó. En todo cuanto concernía a Waleran, las grandes esperanzas acababan en frustración y desesperación.
—¿En quién habéis pensado? —le preguntó.
—En ti.
Era la respuesta que William no se había atrevido a esperar. Un sheriff listo y despiadado podía ser casi tan importante como un conde o un obispo. Ese podía ser su camino de vuelta a las riquezas y al poder. Se detuvo a considerar los obstáculos.
—¿Y por qué el rey Stephen habría de nombrarme?
—Le apoyasteis contra el duque Henry con el resultado de que perdisteis vuestro Condado. Imagino que le gustaría recompensarte.
—Nadie hace jamás nada por gratitud —contestó William repitiendo una muletilla de su madre.
—Stephen no estará contento de que el conde de Shiring sea un hombre que luchó contra él. Es posible que quiera que su sheriff sea una fuerza compensadora frente a Richard.
Aquello parecía tener más lógica. William empezó a sentirse excitado contra su voluntad. Comenzó a creer que, en realidad, podría llegar a salir de aquel agujero llamado aldea Hamleigh. Tendría de nuevo una fuerza respetable de caballeros y hombres de armas, en lugar del lamentable puñado de guardianes de que disponía por el momento. Presidiría el tribunal del Condado de Shiring y quebrantaría la voluntad de Richard.
—El sheriff vive en el castillo de Shiring —dijo anhelante.
—Y serías de nuevo rico —añadió Waleran.
—Sí.
Si se sabía explotar bien, el cargo de sheriff podría resultar muy beneficioso. William haría casi tanto dinero como cuando era conde.
Pero se preguntaba por qué Waleran habría mencionado esa cuestión.
Un instante después, el propio Waleran le daba la respuesta.
—Al fin y al cabo, estarías de nuevo en condiciones de financiar la nueva iglesia.
De manera que era eso. Waleran jamás hacía nada sin un motivo ulterior. Quería que William fuera sheriff para que pudiera construirle una iglesia. William estaba más que dispuesto a colaborar con el plan. Si pudiera terminar la iglesia en memoria de su madre, tal vez se acabaran las pesadillas.
—¿Creéis de verdad que puede lograrse? —preguntó ansioso.
Waleran asintió.
—Naturalmente costará dinero, pero creo que puede hacerse.
—¿Dinero? —inquirió William inquieto de repente—. ¿Cuánto?
—Resulta difícil de decir. En algunos lugares como Lincoln o Bristol el cargo de sheriff te costaría de quinientas a seiscientas libras; pero allí son más ricos que los cardenales. En un lugar pequeño como Shiring, si eres el candidato que quiere el rey, y de eso yo puedo ocuparme, es posible que pudieras obtenerlo por cien libras.
—¡Cien libras!
Se derrumbaron las esperanzas de William. Desde el principio, había temido una decepción.
—¿Creéis que si tuviera cien libras estaría viviendo así?
—Puedes obtenerlas —dijo Waleran con tono ligero.
—¿De quién? —William tuvo una idea—. ¿Me las daréis vos?
—No seas estúpido —dijo Waleran con irritante condescendencia—. Para eso están los judíos.
William comprendió, con esa mezcla de esperanza y resentimiento que ya le era familiar, que una vez más el obispo tenía razón.
Habían pasado dos años desde que aparecieron las primeras grietas, y Jack todavía no había encontrado solución al problema. Y lo peor era que habían aparecido otras idénticas en el primer intercolumnio de la nave. En su boceto había algo básico que estaba equivocado. La estructura era lo bastante fuerte para soportar el peso de la bóveda, aunque no para ofrecer resistencia a los vientos que soplaban con tal fuerza contra los muros altos.
Permanecía en pie en el andamio a gran distancia del suelo, observando caviloso de cerca las nuevas grietas. Tenía que encontrar alguna forma de reforzar la parte superior del muro para que no se alterara con el viento.
Reflexionó en torno a la manera en que había quedado fortalecida la parte inferior del muro. En el exterior de la nave lateral, había pilares fuertes y gruesos que estaban conectados al muro de la nave mediante arbotantes ocultos en el tejado de esta. Los arbotantes y los pilares proyectaban el muro a cierta distancia, semejantes a contrafuertes remotos. Como los apoyos quedaban escondidos, el aspecto de la nave era ligero y elegante.
Tenía que concebir un sistema similar para la parte superior.
Podía hacer una nave lateral de dos pisos y limitarse a repetir los contrafuertes remotos. Pero con ello impediría la entrada de la luz que llegaba a través del trifolio, cuando todo el concepto del nuevo estilo de construcción se basaba en dejar entrar más luz en la iglesia.
Claro que no era la nave como tal la que aportaba el apoyo. Este procedía de los pesados pilares del muro lateral y de los arbotantes conectados. La nave ocultaba esos elementos estructurales. Si pudiera construir pilares y arbotantes para sostener el trifolio, sin incorporarlos dentro de una nave, habría resuelto de un golpe el problema.
Desde el suelo le llamó una voz.
Frunció el ceño. Parecía como si hubiera estado a punto de ocurrírsele algo antes de que le interrumpieran. Pero ya se le había escapado. Miró hacia abajo. Le estaba llamando Philip.
Entró en la torreta y descendió la escalera de caracol. El prior le estaba esperando abajo. Se hallaba tan furioso que echaba humo.
—¡Richard me ha traicionado! —dijo sin más preámbulo.
Jack se mostró sorprendido.
—¿Cómo?
En un principio Philip no contestó a la pregunta.
—Después de cuanto he hecho por él —prosiguió furibundo—. Compré a Aliena la lana cuando todo el mundo intentaba estafarla. De no haber sido por mí, es posible que nunca hubiera podido iniciarse. Luego, cuando todo se hundió, le proporcioné un trabajo como Jefe de Vigilancia. Y el pasado noviembre le di el soplo del Tratado de Paz, lo que le permitió apoderarse de Earlcastle. Y ahora que ha recuperado el Condado y que gobierna con todo esplendor, me ha dado la espalda.
Jack jamás había visto a Philip tan lívido. El prior, cuya afeitada cabeza estaba enrojecida por la indignación, no podía ni hablar, y tartamudeaba.
—¿De qué manera os ha traicionado Richard? —preguntó Jack.
Una vez más Philip hizo caso omiso a la pregunta.
—Siempre supe que Richard era un hombre débil. A lo largo de los años, prestó escaso apoyo a Aliena. Se limitó a recibir lo que quería de ella y jamás tuvo en cuenta las necesidades de su hermana. Pero no pensé que llegara a ser un bellaco tan redomado.
—¿Qué ha hecho exactamente?
Finalmente logró que Philip le dijera lo que ocurría.
—Se niega a permitirnos acceso a la cantera.
Jack se mostró escandalizado. En verdad que aquello era un acto de increíble ingratitud.
—¿Y cómo lo justifica?
—Ha quedado establecido que todo ha de ser devuelto a quienes lo poseían en tiempos del viejo rey Henry. Y la cantera nos la concedió a nosotros el rey Stephen.
La codicia de Richard era escandalosa pero a Jack no le enfurecía tanto como a Philip. Ahora ya estaba construida la mitad de la catedral, en su mayor parte con piedra que habían tenido que pagar y, como quiera que fuese, seguirían haciéndolo.
—Bien, supongo que desde un punto de vista estricto, Richard cumple lo estipulado —dijo Jack en tono razonador.
Philip se mostró ofendido.
—¿Cómo puedes decir semejante cosa?
—Es algo parecido a lo que vos me hicisteis a mí —contestó Jack—. Después de haberos traído la Madonna de las Lágrimas y de haceros un boceto maravilloso para vuestra nueva catedral, y de construir unas murallas alrededor de la ciudad para protegeros de William, me anunciasteis que no podía vivir con la mujer que es la madre de mis hijos. Eso también es ingratitud.
Philip se mostró escandalizado ante aquel paralelismo.
—¡Eso es algo completamente distinto! —protestó—. Y no quiero que viváis separados. Es Waleran quien ha impedido la anulación. Las leyes de Dios dicen que no cometerás adulterio.
—Estoy seguro de que Richard podría alegar algo similar —insistió Jack—. No ha sido él quien ha ordenado la devolución de propiedades. No hace más que cumplir la ley.
Sonó la campana de mediodía.
—Existe una diferencia entre las leyes de Dios y las del hombre —rebatió Philip.
—Pero tenemos que vivir con ambas —replicó Jack—. Y ahora me voy a almorzar con la madre de mis hijos.
Se alejó dejando a Philip con aspecto trastornado. En realidad, no creía que Philip fuera tan ingrato como Richard; pero, en cierto modo, había dado rienda suelta a sus sentimientos al expresarse así. Decidió que preguntaría a Aliena qué pasaba con la cantera. Después de todo, tal vez se pudiera convencer a Richard de que la cediera de nuevo. Ella lo sabría.
Salió del recinto del priorato y recorrió las calles hasta la casa en la que vivía con Martha. Como de costumbre. Aliena y los niños estaban en la cocina. Una buena cosecha durante el último año había terminado con el hambre. Los alimentos ya no eran escasísimos.
Sobre la mesa había pan de trigo y asado de cordero.
Jack besó a los niños. Sally le dio un suave beso infantil; pero Tommy, que ya tenía once años y estaba impaciente por crecer, le presentó la mejilla y parecía incómodo. Jack sonrió pero no dijo nada. Recordaba los tiempos en que a él los besos se le antojaban tontos.
Aliena parecía incómoda.
—Philip está furioso porque Richard no quiere darle la cantera —le comunicó Jack sentándose junto a ella en el banco.
—Es terrible —dijo Aliena con tono sosegado—. Richard es un desagradecido.
—¿Crees que se le podría convencer de que cambiara de idea?
—En verdad que no lo sé —respondió Aliena.
Parecía aturdida.
—No da la impresión de que te interese mucho el problema —observó Jack.
Ella lo miró desafiante.
—No. En efecto no me interesa.
Jack conocía aquel talante.
—Más vale que me digas lo que te bulle en la cabeza.
Aliena se puso en pie.
—Vayamos a la otra habitación.
Con una mirada lastimera a la pierna de cordero, Jack se levantó de la mesa y siguió a Aliena hasta el dormitorio. Dejaron la puerta abierta, como de costumbre, para evitar sospechas por si a alguien se le ocurría entrar en la casa. Aliena se sentó en la cama y se cruzó de brazos.
—He tomado una importante decisión —empezó diciendo.
Tenía una actitud tan seria que Jack se preguntó qué rayos podía haber pasado.
—Durante casi toda mi vida de adulta he soportado dos fardos abrumadores. Uno era el juramento que hice a mi padre cuando se hallaba moribundo. El otro, mis relaciones contigo.
—Pero ahora ya has cumplido el juramento que hiciste a tu padre —observó Jack.
—Sí. Y quiero quedar también libre del otro fardo. He decidido dejarte.
Jack sintió que se le paraba el corazón. Sabía que Aliena no decía esas cosas a la ligera. Hablaba en serio. Se quedó mirándola sin palabras. Se sentía desconcertado ante aquel anuncio, ya que nunca había imaginado que pudiera apartarse de él. ¿Cómo era posible que le ocurriera algo tan espantoso?
—¿Hay algún otro? —le preguntó.
Fue lo primero que se le vino a la cabeza.
—No seas estúpido.
—¿Entonces, por qué?
—Porque no puedo soportarlo más tiempo —dijo Aliena con los ojos llenos de lágrimas—. Hace ya diez años que esperamos esa anulación. Y jamás llegará, Jack. Estamos condenados a vivir así para siempre, a menos que nos separemos.
—Pero…
Trató de encontrar algo que decir. El anuncio de Aliena era tan desolador que parecía inútil discutir, igual que tratar de huir de un huracán. Sin embargo, lo intentó:
—¿No es mejor que nada? ¿No es mejor que la separación?
—A la larga no lo es.
—¿Y qué cambiará con que te vayas?
—Podría conocer a alguien, enamorarme de nuevo y vivir una vida normal —dijo ella.
Pero estaba llorando.
—Aun así seguirás casada con Alfred.
—Pero nadie lo sabrá ni tampoco les importará. Podría casarme un párroco que nunca haya oído hablar de Alfred Builder o que, aunque estuviera al tanto, no considerara el matrimonio válido.
—No puedo creer lo que estás diciendo. Y tampoco puedo aceptarlo.
—Diez años, Jack. He esperado diez años para tener una vida normal contigo. No esperaré más.
Aquellas palabras fueron como golpes. Aliena seguía hablando pero él ya no la oía. Sólo pensaba en cómo sería su vida sin ella.
—Veras, yo jamás he querido a nadie más —la interrumpió.
Aliena dio un respingo, como si hubiera sentido un gran dolor.
Pero siguió con lo que estaba diciendo.
—Necesito unas semanas para organizarlo todo. Alquilaré una casa en Winchester. Deseo que los niños se acostumbren a la idea antes de que empiecen su nueva vida.
—Me vas a quitar a mis hijos —dijo él como alelado.
Aliena asintió.
—Lo siento —dijo, y por primera vez pareció vacilar en su decisión—. Sé que te echarán de menos. Pero necesitan llevar una vida normal.
Jack no pudo soportar más. Dio media vuelta.
—No te vayas. Hemos de hablar más de ello, Jack —pidió Aliena.
Jack se alejó sin decir palabra. Oyó que lo llamaba:
—¡Jack!
Cruzó la sala de estar sin mirar a los niños y salió de la casa.
Aturdido, volvió a la catedral sin saber a qué otro sitio ir. Los constructores estaban todavía almorzando. No podía llorar. Era demasiado terrible para que pudiera resolverse en lágrimas. Sin pensarlo, subió la escalera del crucero norte hasta el final y salió al tejado. Allí arriba soplaba una brisa bastante fuerte, a pesar de que al nivel del suelo apenas se notaba. Jack miró hacia abajo. Si cayera desde allí aterrizaría en el tejado voladizo de la nave a lo largo del crucero. Probablemente moriría, pero no era seguro. Caminó hasta el cruce y quedó en pie allí donde el tejado terminaba a pico. Si la catedral, conforme al nuevo estilo, no era estructuralmente segura, y Aliena le iba a dejar, no tenía razón alguna para vivir.
Claro que la decisión de Aliena no había sido tan repentina como parecía. Hacía años que se sentía descontenta; ambos lo estaban. Pero se habían acostumbrado a la infelicidad. La recuperación de Earlcastle sacó a Aliena de su apatía y le hizo recordar que era dueña de su propia vida. Había desestabilizado una situación ya de por sí inestable. Algo semejante a la forma en que la tormenta había abierto grietas en las paredes de la catedral.
Observó el muro del crucero y el tejado de la nave lateral. Podía ver los pesados contrafuertes proyectándose desde el muro de la nave lateral y podía visualizar el arbotante que se hallaba debajo del tejado, conectando el contrafuerte con el pie del trifolio. Lo que estaba pensando, momentos antes de que Philip le distrajera aquella mañana, era que la solución del problema sería un contrafuerte más alto, acaso otros veinte pies de altura con un segundo arbotante cruzando la brecha hasta el punto del muro en el que estaban apareciendo las grietas. El arco y el contrafuerte alto darían apoyo a la mitad superior de la iglesia y mantendrían el muro rígido cuando soplara el viento.
Eso resolvería probablemente el problema. La dificultad estribaba en que, si construía una nave de dos pisos para ocultar el contrafuerte alargado y el arbotante secundario, perdería luz. Y si no lo hacía. ¿Y qué si no lo hago?, se dijo.
Tenía la sensación de que ya nada importaba demasiado, ya que su vida se estaba desmoronando y con semejante talante no podía ver que hubiera nada malo en la idea de contrafuertes descubiertos. De pie allí, en el tejado, podía imaginar fácilmente el aspecto que tendrían. Una fila de columnas macizas de piedra se alzaría desde el muro lateral de la nave. Desde la parte superior de cada columna, un arbotante atravesaría el espacio vacío hasta el trifolio. Tal vez pudiera poner un fastigio decorativo en la parte superior de cada columna, en el punto de arranque del arco. Eso era. Así tendría mejor aspecto.
Era una idea revolucionaria, construir grandes miembros de refuerzo en una posición en la que aparecieran claramente visibles. Pero formaba parte del nuevo estilo demostrar cómo se sostenía el edificio.
De cualquier modo, su instinto le decía que estaba en lo cierto.
Cuanto más pensaba en ello más le gustaba. Visualizó la iglesia desde el oeste. Los arbotantes se asemejarían a las alas de una bandada de aves que estuvieran en fila, en el preciso momento del despegue. No era preciso que fueran macizos. Siempre que estuvieran bien construidos, podían ser esbeltos y elegantes, ligeros aunque fuertes, como el ala de un ave. Contrafuertes alados, se dijo, para una iglesia tan ligera que podría volar.
Me pregunto si dará resultado.
De súbito una ráfaga de viento le hizo perder el equilibrio. Se balanceó al borde del tejado. Por un momento creyó que iba a caer y se iba a matar. Pero al fin recuperó el equilibrio y se apartó del borde con el corazón palpitante.
Fue retrocediendo despacio y con sumo cuidado a lo largo del tejado hasta alcanzar la puerta de la torreta. Y bajó.
En la iglesia de Shiring las obras habían quedado completamente paradas. Al prior Philip le produjo cierto deleite aquello. Después de tantas veces como hubo de contemplar, desconsolado, un enclave de construcción desierto, no podía evitar sentir cierto placer al ver que ahora les ocurría lo mismo a sus enemigos. Alfred Builder sólo había tenido tiempo de demoler la vieja iglesia y echar los cimientos del nuevo presbiterio antes de que William fuera despojado del Condado, con lo cual se acabó el dinero. Philip se decía que estaba cometiendo pecado al sentirse tan contento por la ruina de una iglesia.
Sin embargo era, a todas luces, la voluntad de Dios que la catedral fuera construida en Kingsbridge y no en Shiring. La mala fortuna que había desbaratado el proyecto de Waleran parecía un signo muy claro de las intenciones divinas.
Ahora que la iglesia más grande de la ciudad había sido derribada, las audiencias se celebraban en el gran salón del castillo. Philip cabalgaba colina arriba acompañado de Jonathan, a quien había designado su ayudante personal con ocasión de la total reorganización que siguió a la deserción de Remigius. Philip se había sentido conmocionado por aquella traición; aunque, por otro lado, se halló muy satisfecho de perderlo de vista. Desde que Philip derrotó a Remigius en las elecciones, este había sido una espina clavada en su carne. La vida en el priorato era más agradable desde que él se fue.
Milius era el nuevo sub-prior. Sin embargo seguía desempeñando el cargo de tesorero con otros tres monjes a sus órdenes en la tesorería.
Desde que Remigius se fue, nadie era capaz de imaginar lo que solía hacer durante todo el día.
Philip se sentía muy satisfecho de trabajar con Jonathan. Disfrutaba explicándole cómo debía gobernarse el monasterio, educándolo acerca de las maneras de regirse que tenía el mundo, mostrándole el mejor modo de tratar con las gentes. Por lo general, el muchacho resultaba simpático; pero a veces podía mostrarse acerbo y provocar la susceptibilidad de las gentes inseguras. Tenía que aprender que quienes le trataban de forma hostil lo hacían debido a su propia debilidad. Jonathan percibía la hostilidad y reaccionaba con enfado, en lugar de observar la debilidad y procurarles la seguridad en sí mismos.
Jonathan tenía una mente ágil y a menudo sorprendía a Philip por la rapidez con que comprendía las cosas. Philip se descubría a veces cometiendo pecado de orgullo al pensar lo parecido que el muchacho era a él.
Ese día lo llevaba consigo para enseñarle cómo actuaba el tribunal del Condado. Philip iba a pedir al sheriff que ordenara a Richard la apertura de la cantera al priorato. Estaba completamente seguro de que Richard estaba equivocadísimo desde el punto de vista legal. La nueva legislación sobre la devolución de la propiedad a quienes la poseían en la época del viejo rey Henry no afectaba en modo alguno los derechos del priorato. Su objeto era permitir al duque Henry la sustitución de los condes de Stephen por los suyos propios, y de esa manera recompensar a quienes le habían ayudado. Era evidente que no podía aplicarse a los monasterios. Philip tenía confianza en ganar el caso pero había que contar con un factor desconocido. El viejo sheriff había muerto y ese mismo día se anunciaría el nombre del sustituto. Nadie sabía quién podría ser. Se barajaban tres o cuatro nombres entre los ciudadanos más destacados de Shiring: David Merchant, el comerciante en sedas; Rees Welsh, un sacerdote que había actuado en el tribunal del rey; Giles Lionhert, un caballero terrateniente con propiedades en los alrededores de la ciudad; o Hugh the Bastard, el hijo clandestino del obispo de Salisbury. Philip esperaba que fuera Rees; no por tratarse de un colega sino porque lo más probable sería que favoreciese a la Iglesia. Pero Philip no estaba demasiado preocupado. Daba casi por hecho que cualquiera iba a sentenciar a su favor.
Entraron cabalgando en el castillo. No estaba demasiado fortificado. Como el conde de Shiring tenía un castillo aparte, fuera de la ciudad, Shiring se había librado de batallas durante varias generaciones. Más que fortaleza, era un centro administrativo, con despachos y viviendas para el sheriff y sus hombres. Y también mazmorras para quienes quebrantaban la ley. En el interior de los muros de piedra no había una verdadera torre del homenaje, sino una serie de edificaciones en madera. Philip y Jonathan acomodaron a sus caballos en la cuadra y se encaminaron hacia el edificio más amplio, el gran salón.
Las mesas de caballete que habitualmente formaban una T, habían sido colocadas de forma distinta. Se había observado la parte superior de la T montándola sobre un estrado que la situaba en un plano superior al del resto del salón. Las otras mesas estaban colocadas a los lados del salón, de manera que los demandantes se sentaran separados, evitando así la tentación de la violencia física.
El salón se encontraba ya repleto. Allí estaba el obispo Waleran, instalado en el estrado, con expresión malévola. Philip observó sorprendido a William Hamleigh sentado junto a él, hablando con el obispo por la comisura de la boca mientras observaban a la gente que iba llegando. ¿Qué hacía William allí? Durante nueve meses se había mantenido inactivo, sin apenas salir de su aldea. Philip, junto con otras muchas gentes del Condado, había albergado la esperanza de que siguiera así para siempre. Pero allí estaba, sentado en el banco como si todavía fuera el conde. El prior se preguntaba qué pequeña trama codiciosa, cruel y mezquina le habría llevado ese día al tribunal del Condado.
Philip y Jonathan se sentaron a un lado de la habitación y esperaron los procedimientos. En el tribunal se respiraba un ambiente activo y optimista. Como la guerra había llegado ya a su fin, la élite del país dirigía de nuevo su atención a los afanes de crear riqueza. Era una tierra fértil, que compensaba rápida sus esfuerzos. Ese año se esperaban cosechas excepcionales. El precio de la lana estaba subiendo. Philip había vuelto a emplear a casi todos los constructores que se fueron durante los momentos más duros de la época del hambre.
Las gentes que habían sobrevivido en todas partes eran las personas más jóvenes, más fuertes y más saludables, las cuales en aquellos momentos, rebosaban de esperanzas. Allí, en el gran salón del Castillo de Shiring, se hacía evidente, por sus cabezas erguidas, por el tono de sus voces, por las botas nuevas de los hombres y la elegante indumentaria de las mujeres; y, además, por el hecho de ser lo bastante prósperos para poseer algo digno de ser disputado ante un tribunal.
Se pusieron en pie al entrar el ayudante del sheriff y el conde Richard. Ambos hombres subieron al estrado y permanecieron en pie. El ayudante leyó el decreto real nombrando al nuevo sheriff.
Mientras comenzaba con la verborrea inicial, Philip miró en derredor en busca de los cuatro presuntos candidatos. Esperaba que el ganador tuviera valor. Lo necesitaba para imponer la ley ante magnates locales tan poderosos como el obispo Waleran, el conde Richard y Lord William. Era posible que el candidato triunfador conociera ya su nombramiento, puesto que no había motivo para mantenerlo secreto. Pero ninguno de los cuatro parecía muy animado. Normalmente, el designado permanecía en pie junto al ayudante mientras este leía la proclamación. Pero los únicos que estaban allá arriba con él eran Richard, Waleran y William. A Philip se le ocurrió la idea aterradora de que pudieran haber nombrado sheriff a Waleran. Pero de inmediato se sintió mucho más horrorizado al escuchar lo que el ayudante leyó a continuación.
—… designo para el cargo de sheriff de Shiring a mi servidor William de Hamleigh y ordeno a todos los hombres que le ayuden.
Philip miró a Jonathan.
—¡William! —exclamó.
Se oyeron murmullos de sorpresa y desaprobación entre los ciudadanos asistentes.
—¿Cómo habrá podido conseguirlo? —preguntó Jonathan.
—Supongo que pagando.
—¿Y de dónde sacó el dinero?
—Me imagino que habrá obtenido un préstamo.
William se dirigió sonriente hacia el trono de madera instalado en el centro. Philip recordó que un día había sido un joven apuesto. Todavía no había cumplido los cuarenta, estaba rondándolos; pero parecía más viejo. Tenía el cuerpo pesado y la tez congestionada por el vino. Había desaparecido la fuerza dinámica y el optimismo que prestan atractivo a los rostros jóvenes, siendo sustituidos por un aspecto disipado.
Al tiempo que William se sentaba, Philip se puso en pie.
—¿Nos vamos? —musitó Jonathan al tiempo que le imitaba.
—Sígueme —le dijo en voz queda.
Se hizo el silencio en el salón. Todas las miradas les seguían mientras atravesaban la sala del tribunal. El gentío iba abriéndoles paso. Llegaron a la puerta y salieron. Al cerrarse tras ellos, hubo un murmullo general de comentarios.
—No teníamos posibilidad de éxito con William en el cargo —comentó Jonathan.
—Habría sido aún peor —dijo Philip—. Si hubiéramos presentado nuestra demanda es posible que hubiéramos perdido otros derechos.
—La verdad es que nunca pensé en ello.
Philip asintió tristemente.
—Con William de sheriff, Waleran de obispo y el desleal Richard de conde, ya es del todo imposible que el priorato de Kingsbridge obtenga justicia en este Condado. Pueden hacernos cuanto quieran.
Mientras un mozo de cuadra les ensillaba los caballos, siguió exponiendo sus ideas.
—Voy a suplicar al rey que otorgue la condición de municipio a Kingsbridge. De esa manera, tendremos nuestro propio tribunal y pagaremos nuestros impuestos directamente al rey. Estaríamos fuera de la jurisdicción del sheriff.
—En el pasado siempre fuisteis contrario a ello —observó Jonathan.
—Estaba en contra porque concede a la ciudad el mismo poder que al priorato. Pero ahora creo que podemos aceptarlo como precio de la independencia. La alternativa es William.
—¿Nos concederá tal cosa el rey Stephen?
—Es posible por un precio. Pero, si no lo hace él, tal vez lo haga Henry cuando suba al trono.
Montaron sus caballos atravesando con gran desánimo la ciudad.
Traspusieron la puerta y pasaron junto al vaciadero de desperdicios que había en los campos yermos, nada más salir. Algunas gentes decrépitas hurgaban en la basura buscando algo que pudieran comer, ponerse o quemar para calentarse. Philip los miró indiferente al pasar. De repente, uno de ellos le llamó la atención. Una figura alta y familiar se encontraba inclinada sobre un montón de harapos, rebuscando entre ellos los que pudieran servir, Philip detuvo su caballo.
Jonathan lo imitó.
—Mira —dijo Philip.
Jonathan siguió la dirección de su mirada.
—Remigius —murmuró en voz queda al cabo de un minuto.
Philip se quedó observándolo. Era evidente que Waleran y William se habían desentendido de él hacía ya algún tiempo, al agotarse los fondos para la nueva iglesia. Ya no le necesitaban. Remigius había traicionado a Philip, al priorato y a Kingsbridge, todo ello por la esperanza de ser nombrado deán de Shiring. Pero el premio se había reducido a cenizas.
Philip hizo salir a su caballo del camino y atravesar el campo yermo hasta donde se encontraba Remigius. Jonathan le siguió. Se sentía un olor nauseabundo que parecía ascender del suelo semejante a la niebla. Al acercarse, observó que Remigius estaba flaco hasta parecer casi un esqueleto. Llevaba el hábito sucio e iba descalzo.
Tenía sesenta años y había pasado toda su vida de adulto en el priorato de Kingsbridge. Nadie le enseñó jamás a vivir en la miseria. Philip le vio sacar de aquella basura un par de zapatos de cuero. Tenían grandes agujeros en las suelas pero Remigius los miró con la expresión de un hombre que acabara de encontrar un tesoro oculto.
Cuando se disponía a probárselos, vio a Philip. Se enderezó. En su rostro podía verse la lucha que mantenían sus sentimientos de vergüenza y de desafío.
—Bien, ¿has venido a deleitarte con mi situación? —preguntó al cabo de un momento.
—No —contestó Philip con voz tranquila.
Su viejo enemigo ofrecía una imagen tan lamentable que Philip sólo sentía compasión por él. Desmontó y sacó un frasco de sus alforjas.
—He venido a ofrecerte un trago de vino.
Remigius no hubiera querido aceptar pero estaba demasiado necesitado para andarse con remilgos. Vaciló tan sólo un instante y le arrebató el frasco. Olfateó el vino con suspicacia y se llevó el frasco a la boca. Una vez que hubo empezado a beber no veía la manera de parar. Sólo quedaba media pinta y la apuró en cuestión de segundos.
Cuando apartó el frasco, se tambaleó un poco.
Philip le cogió el recipiente vacío y volvió a meterlo en las alforjas.
—Más vale que comas también algo —dijo al tiempo que sacaba una pequeña hogaza.
Remigius cogió el pan que le tendía y empezó a zampárselo. Era evidente que hacía días que no había comido y, probablemente, no había tenido una comida decente durante semanas. Puede morirse pronto, se dijo con tristeza Philip. Si no de hambre, es muy posible que de vergüenza.
El pan desapareció como por encanto.
—¿Quieres volver? —le preguntó Philip.
Oyó a Jonathan emitir una exclamación entrecortada. Al igual que muchos monjes, Jonathan esperaba no ver jamás a Remigius. Debió pensar que Philip se había vuelto loco al ofrecerle regresar al monasterio.
—¿Volver? ¿En calidad de qué? —dijo, recuperando por un instante los resabios del viejo Remigius.
Philip movió la cabeza pesaroso.
—En mi priorato nunca volverás a ocupar cargo alguno, Remigius. Vuelve sencillamente como un humilde monje. Pide a Dios que te perdone tus pecados y vive el resto de tu vida en oración y contemplación, preparando tu alma para el cielo.
Remigius echó la cabeza hacia atrás y Philip esperó recibir una negativa desdeñosa. Pero nunca llegó. Remigius abrió la boca para hablar; a continuación volvió a cerrarla y bajó la mirada. Philip permaneció inmóvil y callado, observando, preguntándose qué iría a pasar. Se hizo el silencio durante largo rato. Philip contenía el aliento. Al alzar de nuevo Remigius el rostro lo tenía húmedo por las lágrimas.
—Sí, padre, por favor —dijo—. Quiero volver a casa.
Philip se sintió embargado por un ardiente gozo.
—Entonces pongámonos en marcha —decidió—. Monta mi caballo.
Remigius quedó pasmado.
—¿Qué estáis haciendo, padre? —preguntó Jonathan.
—Vamos, haz lo que te digo —insistió Philip a Remigius.
Jonathan se hallaba horrorizado.
—¿Pero cómo viajaréis, padre?
—Iré andando —contestó Philip con expresión feliz—. Uno de nosotros ha de hacerlo.
—¡Que sea Remigius! —protestó Jonathan con tono ultrajado.
—Dejémoslo que cabalgue —dijo a su vez Philip—. Hoy ha complacido a Dios.
—¿Y que me decís de vos? ¿No habéis complacido a Dios más que Remigius?
—Jesús dijo que hay más gozo en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve justos —replicó Philip— ¿Acaso no recuerdas la parábola del hijo prodigo? Cuando volvió a casa, su padre mató el becerro bien cebado. Los ángeles se regocijan con las lágrimas de Remigius. Lo menos que puedo hacer yo es darle mi caballo.
Cogió las riendas del animal y lo condujo a través del campo yermo hasta el camino. Jonathan le siguió.
—Por favor padre, coged mi caballo y dejad que camine yo —pidió Jonathan desmontando cuando hubieron llegado al camino.
Philip se volvió hacia él y le habló con cierta severidad.
—Monta de nuevo tu caballo y deja de polemizar conmigo. Limítate a reflexionar acerca de lo que se está haciendo y por qué.
Jonathan pareció perplejo, pero volvió a montar y quedó callado.
Tomaron el camino de regreso a Kingsbridge. Se encontraba a veinte millas de distancia. Philip empezó a caminar. Se sentía feliz. El retorno de Remigius compensaba con creces la cantera. He perdido en el tribunal, se dijo, pero no eran más que piedras. Lo que he ganado es algo infinitamente más valioso. Hoy he ganado el alma de un hombre.
En el barril flotaban las manzanas frescas y maduras, brillando rojas y amarillas mientras el sol reverberaba sobre el agua. Sally, de nueve años, se inclinaba excitada sobre el borde del barril con las manos entrelazadas a la espalda, intentando coger una manzana con los dientes. Al escurrírsele, hundió la cara en el agua. La sacó al punto, escupiendo y muerta de risa. Aliena sonrió un poco y le secó la cara.
Era una tarde cálida de finales de verano. Se celebraba la fiesta de un santo y la mayor parte de la ciudad se encontraba reunida en la pradera al otro lado del río para el juego de la manzana. Esa era una de las ocasiones con las que Aliena siempre disfrutaba. Pero el hecho de que iba a ser su última fiesta de santo en Kingsbridge atormentaba de continuo su mente, haciendo decaer su ánimo; seguía decidida a dejar a Jack, pero desde el mismo instante en que tomó esa determinación, empezó a sentir el dolor de la pérdida.
Tommy merodeaba alrededor del barril y Jack lo llamó.
—¡Vamos, Tommy, inténtalo!
—Todavía no —le contestó.
A los once años, Tommy sabía que era más listo que su hermana, y también pensaba que iba muy por delante de la mayoría de los demás. Estuvo durante un rato observando, dedicado a estudiar la técnica de quienes lograban hacerse con la manzana. Aliena se fijaba en su observación, sentía por el muchacho un cariño especial. Jack tenía más o menos su edad cuando lo conoció, y Tommy era idéntico a él de muchacho. Cuando lo miraba, sentía la nostalgia de la infancia. Jack quería que Tommy fuera constructor, pero, hasta entonces, no había mostrado interés alguno por la construcción, sin embargo había mucho tiempo por delante.
Por fin se detuvo ante el barril. Se inclinó sobre él y fue bajando muy despacio la cabeza, con la boca completamente abierta hundió en el agua la manzana que había elegido y metió toda la cara. Luego, la sacó triunfante con la manzana entre los dientes.
Tommy tendría éxito con todo cuanto se propusiera; había en él algo de su abuelo, el conde Bartholomew. Tenía una voluntad muy fuerte y un sentido algo inflexible acerca del bien y del mal. Era Sally la que había heredado la naturaleza despreocupada de Jack y su desdén por las reglas del hombre. Cuando el padre contaba historias a los niños, Sally siempre simpatizaba con los desheredados, en tanto que Tommy lo más probable era que los enjuiciara. Cada uno de los chiquillos tenía la personalidad de uno de sus progenitores y el físico del otro. La despreocupada Sally tenía las facciones correctas y la maraña de bucles oscuros de su madre, en tanto que el decidido Tommy tenía el pelo color zanahoria de su padre así como su tez blanca y sus ojos azules.
—¡Aquí llega tío Richard! —gritó en ese momento Tommy.
Aliena dio media vuelta y siguió la dirección de su mirada. En efecto, su hermano el conde llegaba cabalgando a la pradera acompañado de unos cuantos caballeros y escuderos. Aliena estaba horrorizada ¿Cómo era posible que tuviera la desfachatez de dejarse ver por allí después de la faena que había hecho a Philip con la cantera?
Se acercó al barril sonriendo a todo el mundo y estrechando manos.
—Intenta pescar una manzana, tío Richard. ¡Puedes hacerlo! —dijo Tommy.
Richard metió la cabeza en el barril y la sacó con una manzana entre los dientes blancos y fuertes y con el pelo rubio chorreando.
Siempre ha sido más hábil en los juegos que en la vida real, se dijo Aliena.
No iba a permitir que se saliera con la suya, como si nada malo hubiera hecho. Era posible que otros temieran decirle algo porque se trataba del conde. En cambio, para ella era tan sólo su estúpido hermano pequeño.
Se acercó a darle un beso: pero ella le apartó.
—¿Cómo has podido robar la cantera al priorato? —le increpó. Jack, presintiendo que se avecinaba una pelea, cogió de la mano a los niños y se alejó.
Richard pareció dolido.
—Todas las propiedades han sido devueltas a quienes las poseían en…
—No me vengas con esas —le interrumpió Aliena—. ¡Después de todo lo que Philip ha hecho por ti!
—La cantera forma parte de mi herencia —dijo.
La llevó aparte y empezó a hablar en voz baja para que nadie más pudiera oírles.
—Además —explicó— necesito el dinero que obtengo con la venta de la piedra, Alie.
—Eso es porque no haces otra cosa que ir de caza y practicar la cetrería.
—¿Y qué habría de hacer?
—Lo que debieras hacer es preocuparte de que la tierra produzca riqueza. ¡Hay tanto por hacer! Reparar los daños causados por la guerra y el hambre, introducir nuevos métodos de cultivos, limpiar los bosques y desecar los pantanos. ¡Así es como aumentarías tu riqueza! Y no robando la cantera que el rey Stephen dio al priorato de Kingsbridge.
—Jamás he cogido nada que no fuera mío.
—¡Si no has hecho otra cosa! —le rebatió Aliena.
Estaba ya lo bastante enfadada para decir cosas que era mejor callar.
—Jamás has trabajado para conseguir algo. Cogiste mi dinero para tus estúpidas armas, cogiste el trabajo que te dio Philip, cogiste el Condado cuando yo te lo entregué en bandeja de plata. Y ahora ni siquiera eres capaz de gobernarlo sin coger cosas que no te pertenecen.
Dio media vuelta y se alejó furiosa.
Richard iba a seguirla pero alguien se interpuso inclinándose para saludarle y preguntarle cómo estaba. Aliena le oyó dar una respuesta cortés y entablar luego una conversación. Tanto mejor. Había dicho lo que se proponía y no quería discutir más con él. Llegó al puente y miró hacia atrás. Alguien más hablaba en aquel momento con Richard, el cual le hizo una señal con la mano indicándole que quería seguir hablando con ella pero que en ese momento se hallaba ocupado. Vio a Jack, a Tommy y a Sally que empezaban a jugar con un palo y una pelota. Se quedó mirándolos mientras se divertían juntos al sol.
Comprendió que no podía separarlos. ¿Pero de qué otra manera puedo llevar una vida normal?, se preguntó:
Cruzó el puente y entró en la ciudad. Quería estar un rato sola.
Había alquilado una casa en Winchester. Era muy grande. Tenía una tienda en la planta baja y, encima, una gran sala de estar y dos dormitorios separados. También había, al final del patio, un enorme almacén, para sus tejidos. Pero cuanto más se acercaba la fecha del traslado, menos deseos tenía de llevarlo a cabo.
Hacía calor en las calles de Kingsbridge, las cuales se hallaban polvorientas. El aire estaba lleno de las moscas que se alimentaban en los incontables estercoleros. Todas las tiendas y casas permanecían cerradas a cal y canto. La ciudad se encontraba desierta. Todo el mundo se había ido a la pradera.
Se dirigió a casa de Jack. Allí era adonde acudirían todos una vez terminado el juego de la manzana. Vio la puerta abierta. Frunció el ceño irritada. ¿Quién la habría dejado así? Demasiada gente tenía la llave. Ella, Jack, Richard y Martha. No había gran cosa que robar. Desde luego Aliena no tenía allí su dinero. Hacía ya años que Philip la dejaba guardarlo en la tesorería del priorato. Pero la casa se estaría llenando de moscas.
Entró. Había una fresca penumbra. Las moscas revoloteaban en el centro de la habitación. Unos moscardones se arrastraban por la mantelería y dos avispas peleaban furiosas alrededor de la tapa del tarro de miel.
Y Alfred estaba sentado sobre la mesa.
Aliena lanzó un leve grito de terror pero se recuperó de inmediato.
—¿Cómo has entrado? —le preguntó.
—Tengo una llave.
La ha guardado durante mucho tiempo, se dijo Aliena. Se quedó mirándolo. Tenía huesudos los anchos hombros, y la cara demacrada.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó.
—He venido a verte.
Aliena notó que estaba temblando; no de miedo sino de ira.
—Pues yo no quiero volver a verte a ti, ni ahora ni nunca —le espetó—. Me trataste como a un perro y luego a Jack le diste lástima y te empleó. Pero traicionaste su confianza y te llevaste a todos los artesanos contigo a Shiring.
—Necesito dinero —dijo con un tono en el que se mezclaban la súplica y el desafío.
—Entonces trabaja.
—En Shiring han suspendido la construcción y aquí en Kingsbridge no puedo encontrar trabajo.
—Pues vete a Londres. O a París.
Insistió con la tozudez de un buey.
—Pensé que tú me ayudarías a salir adelante.
—Aquí no te necesitamos para nada. Más vale que te vayas.
—¿No tienes piedad? —le preguntó.
Su tono ya no era desafiante sino pura súplica. Aliena se apoyó sobre la mesa para mantenerse firme.
—¿Todavía no has comprendido, Alfred, que te aborrezco?
—¿Por qué? —inquirió.
Parecía ofendido, como si aquello fuera una sorpresa para él. Santo cielo, es realmente estúpido, se dijo Aliena. Es cuanto puede decirse de él como excusa.
—Dirígete al monasterio si quieres caridad —respondió cautelosa—. La capacidad para el perdón que tiene el prior Philip es sobrehumana. La mía no.
—Pero eres mi mujer —alegó Alfred.
Eso sí que era bueno.
—No soy tu mujer —dijo apretando los dientes—. Tú no eres mi marido, jamás lo fuiste. Y ahora sal de esta casa.
La cogió por sorpresa y la agarró por el pelo.
—Eres mi mujer —repitió.
La atrajo hacia sí sobre la mesa y con la mano libre le agarró un seno apretándoselo con fuerza.
Aquello desconcertó a Aliena. Era lo último que esperaba de un hombre que durante nueve meses había dormido en la misma habitación con ella sin haber logrado una sola vez realizar el acto sexual.
Empezó a chillar intentando apartarse de él. Pero la tenía fuertemente sujeta por el cabello y la atrajo de nuevo hacia sí.
—Nadie te oirá gritar —le dijo—. Todos están del otro lado del río.
Aliena sintió de súbito auténtico miedo. Estaban solos y Alfred era muy fuerte. ¡Al cabo de tantas millas recorriendo los caminos, de tantos años de arriesgar el cuello viajando, la estaba atacando, en su casa, el hombre con el que se había casado!
—Estás asustada, ¿eh? Más te valdrá ser amable —la coaccionó Alfred viendo el pánico en sus ojos.
Luego, la besó en la boca. Aliena le mordió el labio con toda la fuerza de que era capaz, y él lanzó un rugido de dolor.
Aliena no vio el golpe que se avecinaba. Explotó con tal fuerza contra su mejilla que, al momento, pensó aterrada que le había roto los huesos. Por un instante perdió la visión y el equilibrio. El golpe la apartó de la mesa y sintió que caía. Los junquillos del suelo amortiguaron el impacto. Sacudió la cabeza para aclarársela y trató de sacar la daga que llevaba sujeta al brazo izquierdo. Antes de que pudiera hacerlo, sintió que la agarraban por las muñecas y oyó a Alfred decir.
—Sé lo de esa pequeña daga. Te he visto desnudarte, ¿recuerdas?
Le soltó las manos, la golpeó de nuevo en la cara y cogió la daga.
Aliena intentó zafarse. Alfred se sentó sobre sus piernas y, con la mano izquierda, la agarró por la garganta. Ella agitó los brazos desesperada. De repente, la punta de la daga se encontró a una pulgada de su ojo.
—Estate quieta o te sacaré los ojos —la amenazó Alfred.
Se quedó rígida. Le aterraba la idea de quedarse ciega. Había visto hombres a los que a modo de castigo habían dejado ciegos. Recorrían las calles pidiendo limosnas con sus cuencas vacías clavadas de un modo horrible en el transeúnte. Los chiquillos los atormentaban pellizcándoles y poniéndoles la zancadilla hasta lograr enfurecerlos, en su vano intento de pescar a alguno de sus atormentadores, lo que hacía el juego más divertido. Por lo general morían al cabo de uno o dos años.
—Pensé que esto te calmaría —dijo Alfred.
¿Por qué hacía aquello? Jamás le demostró sentir el menor deseo. ¿Sería porque estaba vencido y furioso y ella era vulnerable? ¿Acaso representaba el mundo que le había rechazado?
Alfred se inclinó hacia delante sujetándola con una rodilla a cada lado de las caderas, sin apartar la daga de su ojo. Una vez más, acercó su cara a la de ella.
—Ahora muéstrate cariñosa —le aconsejó, besándola otra vez.
La barba sin afeitar le rascaba la cara. El aliento le olía a cerveza y cebolla. Aliena apretó con fuerza la boca.
—No eres muy cariñosa —le reprochó—. Bésame tú.
Volvió a besarla al tiempo que le acercaba más la punta de la daga.
Cuando le rozó el párpado Aliena movió los labios. El sabor de su boca le produjo náuseas. Alfred metió su áspera lengua entre los labios de ella, que sintió como si fuera a vomitar e intentó desesperadamente contenerse por miedo a que la matara. Él se apartó de nuevo, aunque manteniendo la daga junto a su cara.
—Ahora toca esto —le dijo.
Le cogió la mano y la metió por debajo de su túnica. Aliena rozó su órgano.
—Cógelo —le dijo.
Ella obedeció.
—Ahora frótalo suavemente.
Así lo hizo Aliena. Pensó que, si le daba placer total, tal vez evitaría de esa manera el que la penetrara. Lo miró a la cara con terror. Estaba congestionado y tenía los ojos cargados. Se lo frotó hasta el final, recordando que eso enloquecía a Jack. Mucho se temía que nunca iba a volver a disfrutar con aquello, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
Alfred hizo con la daga un movimiento peligroso.
—¡No tan fuerte! —le gritó.
Aliena se concentró.
Y entonces se abrió la puerta.
El corazón de Aliena saltó esperanzado. Por una rendija, entró en la habitación un brillante rayo de sol que la deslumbró a través de las lágrimas. Alfred se quedó rígido. Ella apartó la mano.
Los dos miraron hacia la puerta. ¿Quién era? Aliena no podía ver. Que no sea uno de los niños, por favor, Dios mío, suplicó. Me sentiría tan avergonzada. Se escuchó un rugido de ira. Era la voz de un hombre. Parpadeó intentando ver y reconoció a su hermano. El pobre Richard. Era casi peor que si se hubiera tratado de Tommy. Richard, que en la oreja izquierda, en lugar del lóbulo, tenía una cicatriz que le recordaba siempre la terrible escena que le obligaron a presenciar cuando sólo tenía catorce años. Y ahora estaba presenciando otra. ¿Cómo podría soportarlo?
Alfred empezaba a ponerse en pie. Pero Richard fue demasiado rápido para él. Aliena tuvo una visión borrosa de su hermano atravesando la pequeña habitación y levantando el pie calzado con la bota, el cual alcanzó con un golpe tremendo la mandíbula de Alfred, que se estrelló contra la mesa. Richard se lanzó sobre él, pisando a Aliena sin darse siquiera cuenta, y le atacó con los puños y los pies. Ella se quitó de en medio a duras penas. El rostro de Richard era una máscara de furia indómita. No miró a Aliena. Ella se dio cuenta de que no le importaba. Estaba enfurecido, no por lo que Alfred le hubiera hecho en esos momentos, sino por lo que William y Walter le hicieran a él, Richard, dieciocho años antes. Entonces era joven, débil e indefenso; pero se había convertido ya en un hombre alto y fuerte, en un luchador experimentado, y al fin encontraba un blanco para la ira enloquecedora que alimentó durante todos esos años.
Golpeó a Alfred una y otra vez con ambos puños. Alfred retrocedía tambaleándose alrededor de la mesa, y hacía un débil intento de protegerse con los brazos levantados. Richard le alcanzó en la barbilla con un potente derechazo y Alfred cayó de espaldas.
Quedó tumbado sobre los junquillos mirando hacia arriba aterrado. Aliena se hallaba asustada por la violencia de su hermano.
—¡Basta ya, Richard! —le gritó.
Él la ignoró por completo y se adelantó para seguir dando puntapiés a Alfred, el cual, de repente, se dio cuenta de que todavía tenía en la mano la daga de Aliena. Esquivó los golpes y, poniéndose rápidamente en pie, atacó con el arma. Richard, cogido por sorpresa, saltó hacia atrás. Alfred se lanzó de nuevo contra él, haciéndole retroceder a través de la habitación. Aliena observó que los dos hombres eran de estatura y constitución semejantes. Richard era un luchador nato pero Alfred tenía un arma. Las fuerzas estaban ya desgraciadamente equilibradas. De repente, Aliena temió por su hermano. ¿Qué pasaría si fuera Alfred quien venciera? Entonces sería ella la que habría de luchar contra Alfred.
Miró en derredor buscando algo con que atacar. Clavó los ojos en el montón de leña que había junto al hogar. Cogió un pesado tronco.
Alfred se lanzó de nuevo contra Richard. Este le esquivó. Luego, cuando Alfred tenía el brazo tensado, Richard lo agarró por la muñeca y tiró de él. Alfred avanzó hacia delante tambaleándose, perdido el equilibrio. Richard le dio rápidos y repetidos golpes con los puños en el cuerpo y la cara. Richard tenía el rostro contraído en una mueca salvaje, la sonrisa de un hombre que estaba tomándose venganza.
Alfred empezó a gimotear levantando de nuevo los brazos para protegerse.
Richard vaciló jadeante. Aliena pensó que aquello acababa allí. Pero, de repente, Alfred atacó de nuevo con rapidez sorprendente y esa vez la punta de la daga rozó la mejilla de Richard, quien retrocedió de un salto, sintiendo el escozor del rasguño. Alfred avanzó con la daga en alto. Aliena comprendió que iba a matar a su hermano.
Corrió hacia Alfred enarbolando el leño con todas sus fuerzas. No acertó con la cabeza; pero le alcanzó en el hombro derecho. Oyó el crujido al chocar el madero con el hueso. La mano de Alfred quedó inerte por el golpe y se le cayó la daga.
Aquello terminó de una manera espantosamente rápida.
Richard se inclinó, cogió la daga de Aliena y, con ese mismo movimiento, cogiendo a Alfred desprevenido se la hundió en el pecho con terrible fuerza.
La daga se hundió hasta la empuñadura.
Aliena se quedó mirando horrorizada. Había sido un golpe espantoso. Alfred chilló como un cerdo en el matadero. Richard sacó la daga, lo cual hizo brotar la sangre. Alfred abrió la boca para volver a gritar pero sin emitir sonido alguno. La cara se le puso blanca; luego gris y, cerrando los ojos, cayó al suelo. La sangre empapó los junquillos.
Aliena se arrodilló junto a él. Los párpados se agitaron levemente.
Todavía respiraba pero su vida se extinguía. Miró a Richard que estaba en pie respirando con fuerza.
—Se está muriendo —le dijo.
Richard asintió. No parecía muy impresionado.
—He visto morir a hombres mejores —dijo—. Y he matado a hombres que lo merecían menos.
Aliena se sintió turbada ante su frialdad; pero no dijo nada. Acababa de recordar la primera vez que Richard mató a un hombre. Fue después de que William se hubiera apoderado del castillo. Richard y ella iban de camino a Winchester cuando dos ladrones les atacaron. Aliena apuñaló a uno de ellos, pero había obligado a Richard, que sólo tenía quince años, a asestarle el golpe de gracia. Si es cruel, ¿quién le empujó a ello?, se dijo sintiéndose culpable.
Observó de nuevo a Alfred. Tenía los ojos abiertos y la contemplaba. Casi se sintió avergonzada de la escasa compasión que le inspiraba ese hombre moribundo. Pensó, mientras le miraba a los ojos, que él jamás se había mostrado compasivo, indulgente ni generoso. Durante toda su existencia había alimentado sus resentimientos y rencores y había disfrutado con acciones vengativas y maliciosas. Tu vida, Alfred, pudo haber sido diferente, se dijo. Pudiste mostrarte cariñoso con tu hermana y perdonar a tu hermanastro que fuera más inteligente que tú. Pudiste haberte casado por amor en lugar de hacerlo por venganza. Pudiste haber sido leal al prior Philip. Pudiste haber sido feliz.
De repente abrió los ojos desmesuradamente.
—¡Dios, qué dolor! —dijo.
Aliena ansiaba que se muriera pronto.
Alfred cerró los ojos.
—Es el final —dijo Richard.
Alfred dejó de respirar.
Aliena se puso en pie.
—Soy viuda.
Alfred fue enterrado en el cementerio del priorato de Kingsbridge.
Así lo había deseado Martha, que era su única pariente consanguínea. También fue la única persona que sintió pena. Alfred jamás había sido bueno con ella, y hubo de refugiarse siempre en su hermanastro Jack en busca de cariño y protección. Sin embargo, quiso que lo enterraran cerca para así poder visitar la tumba. Cuando el ataúd fue descendido a tierra, sólo Martha lloró.
Jack parecía aliviadísimo de que Alfred ya no existiera. Tommy, en pie junto a Aliena, se mostraba muy interesado por todo aquello. Era el primer funeral familiar, y el ritual de la muerte le resultaba nuevo. Sally, muy pálida y asustada, se aferraba a la mano de Martha.
Richard también estaba allí. Dijo a Aliena, durante el oficio, que había acudido para pedir el perdón de Dios por haber matado a su cuñado. Se apresuró a añadir que no era que creyese haber hecho algo malo. Sólo quería estar a salvo.
Aliena, que tenía todavía la cara herida e hinchada por los golpes de Alfred, recordaba al difunto cómo era la primera vez que lo vio.
Había ido a Earlcastle con su padre, Tom Builder, y con Martha, Ellen y Jack. Ya entonces Alfred era el camorrista de la familia, grande, fuerte y bovino, un retorcido trapacero con una vena de bascosidad. Si por aquel entonces Aliena hubiera podido imaginar que acabaría casándose con él se habría sentido tentada de arrojarse desde las almenas. No pensó ni por un momento que volvería a ver a aquella familia una vez que hubieran marchado del castillo. Pero tanto unos como otros habían acabado viviendo en Kingsbridge. Alfred y ella habían creado la comunidad parroquial, que en aquellos momentos era una institución tan importante en la vida de la ciudad. Fue entonces cuando Alfred le pidió que se casara con ella. Ni por un momento se le ocurrió que hubiera podido hacerlo por rivalidad con su hermanastro y no por propio deseo. Entonces le había rechazado. Pero, más adelante, Alfred descubrió cómo manipularla, convenciéndola al fin de que acudiera a tomarlo como esposo, con la promesa de ayudar a su hermano. Rememorando todo ello, Aliena llegó a la conclusión de que Alfred se merecía toda la frustración y humillación derivada de su matrimonio. Sus motivos habían sido crueles y merecido el desamor recibido.
Aliena no podía evitar sentirse feliz. Ya no había motivo para que se fuera a vivir a Winchester. Jack y ella se casarían de inmediato. Durante el funeral, adoptó una expresión solemne y, pese a las ideas graves que ocupaban su mente, su corazón rebosaba de gozo. Philip, con su capacidad al parecer ilimitada para perdonar a quienes le habían traicionado, consintió en enterrar allí a Alfred. Mientras los cinco adultos y los dos niños permanecían en pie ante la tumba abierta, llegó Ellen.
Philip estaba disgustado. Aquella mujer había maldecido una boda cristiana y su presencia en el recinto del priorato no era bienvenida. Claro que no podía impedirle que asistiera al funeral de su hijastro. Y, como los ritos habían llegado a su fin, Philip se limitó a retirarse. Aliena lo sentía de veras. Tanto Philip como Ellen eran buenas personas y consideraba una pena que existiera enemistad entre ellos. Pero es que eran buenos de distinta manera, y ambos se mostraban intolerantes con la ética del otro.
Ellen había envejecido. Mostraba más arrugas en la cara y tenía el pelo más canoso. Pero conservaba sus hermosos ojos dorados. Llevaba una túnica de piel, de confección rústica, sin nada más, ni siquiera zapatos. Tenía los brazos y piernas bronceados y musculosos. Tommy y Sally corrieron a besarla. Jack los siguió y la abrazó, apretándola con fuerza.
Ellen ofreció la mejilla a Richard para que la besara.
—Hiciste lo que debías. No te sientas culpable —le alentó.
Permaneció en pie al borde de la tumba mirando hacia el interior.
—Fui su madrastra. Me hubiera gustado saber cómo hacerle feliz —declaró.
Al apartarse de la tumba. Aliena la abrazó.
Luego, se alejaron caminando despacio.
—¿Quieres quedarte a almorzar? —preguntó Aliena a Ellen.
—Me agradará mucho. —Alborotó el pelo rojo de Tommy—. Deseo charlar con mis nietos. Crecen tan deprisa. Cuando conocí a Tom Builder, Jack tenía la edad de Tommy. —Se estaban acercando a la puerta del priorato—. Los años parecen pasar con más rapidez a medida que te vas haciendo mayor. Creo.
Se interrumpió a mitad de la frase y se detuvo.
—¿Qué pasa? —preguntó Aliena.
Ellen miraba a través de la puerta del priorato que estaba abierta.
La calle se encontraba desierta salvo por un puñado de chiquillos, arracimados en la parte más alejada y con los ojos clavados en algo oculto a la vista.
—¡No salgas, Richard! —le advirtió rápida Ellen.
Todos se detuvieron y Aliena pudo ver lo que la había alarmado.
Los niños parecían estar mirando algo o a alguien que se encontrara esperando en el exterior, oculto por el muro.
Richard reaccionó con celeridad.
—Es una estratagema —dijo.
Y, sin pensarlo dos veces, dio media vuelta y echó a correr.
Un momento después, una cabeza con casco se asomó por la puerta. Pertenecía a un corpulento hombre de armas. Al ver a Richard correr hacia la iglesia, dio la alarma y se precipitó al interior del recinto. Le siguieron tres, cuatro, cinco o más hombres.
El grupo que había asistido al funeral se dispersó. Los hombres, ignorándolos por completo, corrieron tras Richard. Aliena estaba asustada y confundida. ¿Quién se atrevería a atacar al conde de Shiring abiertamente y en un priorato? Contuvo el aliento mientras los veía perseguir a Richard a través del recinto. Este saltó el muro bajo que los albañiles estaban construyendo. Sus perseguidores lo saltaron a su vez, sin importarles, al parecer, hacer irrupción en una iglesia. Los artesanos se quedaron inmóviles, con las trullas y los martillos en alto; primero ante Richard; luego, frente a sus perseguidores. Uno de los aprendices más jóvenes y de impulsos más rápidos, alargó una pala e hizo tropezar a uno de los hombres de armas, el cual salió por los aires. Pero nadie más intervino. Richard llegó junto a la puerta que conducía a los claustros. El perseguidor que estaba más cerca de él levantó la espada sobre su cabeza. Por un terrible momento, Aliena pensó que la puerta estaría aherrojada y que Richard no lograría entrar. El hombre de armas, descargó su espada sobre Richard pero, en ese preciso momento, este abrió la puerta y pasó. La espada se clavó en la madera al cerrarse esta.
Aliena respiró de nuevo.
Los hombres de armas se agruparon frente a la puerta del claustro y luego miraron inseguros en derredor. De repente, pareció que se daban cuenta de dónde se encontraban. Los artesanos les dirigían miradas hostiles sopesando sus hachas y martillos. Había cerca de un centenar de trabajadores y sólo cinco hombres de armas.
—¿Quiénes diablos son estas gentes? —preguntó furioso Jack.
—Son los hombres del sheriff —le contestó una voz a sus espaldas.
Aliena dio media vuelta irritada. Conocía aquella voz demasiado bien, por desgracia. Allí, junto a la puerta, montando un nervioso garañón negro, armado y con cota de malla, se encontraba William Hamleigh. Sólo de verle sintió un escalofrío.
—Largo de aquí, despreciable insecto.
William enrojeció ante el insulto pero no se movió.
—Ha venido a hacer un arresto.
—Adelante. Los hombres de Richard te harán pedazos.
—No tendrá hombres cuando esté en prisión.
—¿Quién te crees que eres? ¡Un sheriff no puede encarcelar a un conde!
—Sí puede cuando se trata de asesinato.
Aliena lanzó una exclamación entrecortada. Comprendió de inmediato lo que tramaba la mente retorcida de William.
—¡No ha habido asesinato! —explotó.
—Lo ha habido —afirmó William—. El conde Richard asesinó a Alfred Builder. Y ahora tengo que informar al prior Philip de que está protegiendo a un asesino.
William espoleó a su caballo, pasó junto a ellos y atravesó hasta el extremo oeste de la nave en construcción. Se dirigió al patio de la cocina, donde eran recibidos los seglares. Aliena le seguía con la mirada incrédula. Era tan diabólico que resultaba difícil de creer. El pobre Alfred, al que acababan de enterrar, había hecho mucho daño por su falta de seso y debilidad de carácter. Su maldad resultaba más trágica que otra cosa. Pero William era un auténtico servidor del diablo. ¿Cuándo nos veremos libres de este monstruo?, se preguntó Aliena.
Los hombres de armas se reunieron con William en el patio de la cocina y uno de ellos golpeó la puerta con la empuñadura de su espada. Los constructores habían abandonado su trabajo y se encontraban allí en pie, todos reunidos, mirando desafiantes a los intrusos. Tenían un aspecto peligroso con sus pesados martillos y sus aguzados cinceles. Aliena dijo a Martha que se llevara a los niños a casa. Jack y ella permanecieron junto a los constructores.
El prior Philip acudió a la puerta de la cocina. Era de menor estatura que William, y con su ligero hábito de verano parecía aún más pequeño en comparación con aquel robusto hombre a caballo, con cota de malla. Pero el rostro de Philip revelaba una ira tan justa que le hacía parecer más formidable.
—Estáis acogiendo a un fugitivo —dijo William.
—¡Abandona este lugar! —le interrumpió con voz estentórea.
William lo intentó de nuevo.
—Ha habido un asesinato.
—¡Sal de mi priorato inmediatamente! —le gritó Philip.
—Soy el sheriff.
—Ni siquiera el rey puede introducir hombres violentos en el recinto de un monasterio. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí!
Los constructores, furiosos, empezaron a murmurar entre sí. Los hombres de armas los miraban con cierto nerviosismo.
—Incluso el prior de Kingsbridge tiene que responder ante el sheriff —afirmó William.
—No en estos términos. Saca a tus hombres del recinto. Dejad vuestras armas en las cuadras. Cuando estés preparado para comportarte en la casa de Dios como un humilde pecador, podrás entrar en el priorato. Y sólo entonces el prior contestará a tus preguntas.
Philip entró de nuevo y cerró la puerta de golpe.
Los constructores le vitorearon.
Aliena quedó sorprendida al ver que también le estaba vitoreando.
Durante toda su vida, William había sido una figura poderosa y temida y se sentía reconfortada al verle dominado por el prior Philip.
Pero William todavía seguía negándose a admitir la derrota. Desmontó del caballo. Se desabrochó despacio el cinto del que pendía la espada y se lo entregó a uno de sus hombres. Dirigió a estos unas breves palabras y retrocedieron a través del recinto del monasterio llevándose su espada. William estuvo observándolos hasta que llegaron a la puerta y luego se volvió de nuevo hacia la puerta de la cocina.
—¡Abrid al sheriff! —gritó.
Tras una pausa, se abrió la puerta y Philip volvió a salir. Miró de arriba abajo a William que se encontraba en pie y desarmado.
Luego, observó a los hombres de armas arracimados frente a la puerta en el extremo más alejado del recinto. Por fin, se encaró con William.
—¿Qué quieres?
—Estáis dando cobijo en el priorato a un asesino. Entregádmelo.
—En Kingsbridge no ha habido asesinato alguno —aseguró Philip.
—Hace cuatro días el conde de Shiring asesinó a Alfred Builder.
—Estás en un error —afirmó Philip—. Richard mató a Alfred; pero no fue asesinato. Sorprendió a Alfred in fraganti intentando perpetrar una violación.
Aliena se estremeció.
—¿Violación? —repitió William—. ¿A quién intentaba violar?
—A Aliena.
—¡Pero si es su mujer! —exclamó triunfante William—. ¿Cómo es posible que un hombre viole a su mujer?
Aliena comprendió la orientación que William estaba dando a sus argumentos y se sintió embargada por una ira casi irreprimible.
—Ese matrimonio jamás fue consumado, y Aliena ha solicitado una anulación —alegó Philip.
—Que nunca se le ha concedido. Se casaron ante la Iglesia. Y de acuerdo con la ley, todavía siguen casados. No hubo violación. Por el contrario. —William se volvió de súbito y señaló con el dedo a Aliena—, esa mujer ha estado durante años queriendo librarse de su marido y acabó convenciendo a su hermano para que lo quitara de en medio. ¡Apuñalándolo hasta morir con la daga de ella!
Aliena sintió que una mano glacial la oprimía el corazón. La historia que William había contado era una afrentosa mentira. Sin embargo, para alguien que no hubiera visto lo ocurrido respondía tan bien a las conveniencias que la tomaría por real. Richard se encontraba en apuros.
—Un sheriff no puede detener a un conde —aseguró Philip.
Aliena se acordó de que eso era así. Lo había olvidado.
William sacó un pergamino.
—Tengo una orden real. Lo estoy arrestando en nombre del rey.
Aliena se sintió desolada. William había pensado en todo.
—¿Cómo ha logrado eso William? —murmuró.
—Actuó con gran rapidez —le contestó Jack—. Tan pronto como supo las noticias cabalgó hasta Winchester para ver a Stephen.
Philip alargó la mano.
—Enséñame la orden.
William la retuvo. Les separaban varias yardas. Habían llegado a un punto muerto en el que ninguno de los dos estaba dispuesto a moverse. William cedió al fin, recorrió la distancia y entregó la orden a Philip.
El prior la leyó y se la devolvió.
—Esto no te da derecho a atacar un monasterio.
—Me da derecho a detener a Richard.
—Se ha acogido a sagrado.
—¡Ah!
William no pareció sorprendido. Asintió como si acabara de escuchar la confirmación de algo inevitable y retrocedió dos o tres pasos.
Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz muy alta para ser oído con claridad por todos:
—Decidle que será detenido en el preciso momento en que abandone el priorato. Mis comisarios montarán guardia en la ciudad y en los alrededores de su castillo. Recordad… —Miró en derredor a todos los allí presentes—. Recordad que quien quiera que ataque a un comisario del sheriff, estará atacando a un servidor del rey. —Se volvió hacia Philip—. Decidle que puede acogerse a sagrado tanto tiempo como quiera, pero que, si desea salir, habrá de habérselas con la justicia.
Se hizo el silencio. William bajó despacio los peldaños y atravesó el patio de la cocina. A Aliena sus palabras le habían sonado como una sentencia de prisión. El gentío se dividió para dejarle paso. Al llegar donde estaba Aliena le dirigió una mirada altiva. Todos contemplaban cómo se dirigía a la puerta y montaba en su caballo. Dio una orden y se alejó al trote, dejando a dos de sus hombres en pie, junto a la puerta, vigilando el interior.
Aliena, al darse la vuelta, se encontró a Philip en pie junto a ella y a Jack.
—Venid a mi casa —les dijo con tono tranquilo—. Hemos de discutir esto.
Entró de nuevo en la cocina.
Aliena tuvo la impresión de que Philip estaba secretamente complacido con algo.
Se recuperó la calma. Los constructores volvieron a su trabajo charlando animados. Ellen se encaminó a la casa para estar con sus nietos. Aliena y Jack atravesaron el cementerio, bordeando el enclave en construcción y entraron en la vivienda de Philip. El prior aún no había llegado. Se sentaron en un banco a esperar. Jack adivinó la inquietud de Aliena por su hermano y la abrazó para animarla.
Al mirar en derredor Aliena descubrió que, año tras año, la casa de Philip había ido haciéndose más confortable. Todavía parecía desnuda, en comparación con las habitaciones privadas de un conde en un castillo, pero no era tan austera como un día lo había sido. Delante del altarcito colocado en un rincón, había una alfombra pequeña a fin de proteger las rodillas del prior durante las largas noches de oración. Y en la pared, detrás del altar, colgaba un crucifijo de plata con piedras preciosas incrustadas que seguramente era un costoso regalo.
No le vendría mal a Philip mostrarse más indulgente consigo mismo a medida que se hace mayor, se dijo Aliena. Tal vez así se mostrara también más indulgente con los demás.
Momentos después entró el prior. Richard iba tras él. Se hallaba muy agitado y empezó a hablar de inmediato.
—William no puede hacer esto. ¡Es una locura! Encontré a Alfred intentando violar a mi hermana. Tenía una daga en la mano. ¡Estuvo a punto de matarme!
—Cálmate —le aconsejó Philip—. Hablemos de ello y examinemos con detenimiento cuáles son los peligros, si es que los hay. ¿Por qué no nos sentamos?
Richard se sentó pero siguió hablando.
—¿Peligros? ¡No hay peligro alguno! Un sheriff no puede encarcelar a un conde por motivo alguno. Ni siquiera por asesinato.
—Lo va a intentar —le aseguró Philip—. Tendrá hombres apostados alrededor del priorato.
Richard hizo un ademán quitándole importancia.
—Puedo eludir a los hombres de William con los ojos cerrados. No presentan problemas. Jack puede esperarme fuera de los muros de la ciudad con un caballo.
—¿Y cuando llegues a Earlcastle?
—Lo mismo. Puedo burlar a los hombres. O hacer que mi propia guardia salga a recibirme.
—Eso parece posible —reconoció Philip—. ¿Y luego qué?
—Luego nada —contestó Richard—. ¿Qué puede hacer William?
—Bien, todavía tiene en su poder una orden real que ordena que respondas a una acusación de asesinato. Intentará detenerte cada vez que abandones el castillo.
—Iré a todas partes con escolta.
—¿Y cuando celebres juicios en Shiring y otros lugares?
—Lo mismo.
—¿Crees que acatarán tus decisiones sabiendo que tú mismo eres un fugitivo de la justicia?
—Más les valdrá —respondió Richard con expresión torva—. Deberán recordar cómo hacía William acatar sus decisiones cuando era conde.
—Es posible que no estén tan asustados de ti como lo estaban de William. Acaso no te crean una sanguijuela diabólica como a él. Sólo espero que estén en lo cierto.
Aliena frunció el entrecejo. No era propio de Philip mostrarse tan pesimista, a menos que tuviera un verdadero motivo. Sospechaba que estaba estableciendo las bases de algún plan que guardaba en la manga. Apostaría dinero a que la cantera tiene algo que ver con esto, dijo para sí.
—Mi preocupación principal es el rey —explicó Philip—. Al negarte a responder ante la justicia, estás desafiando a la corona. Hace un año te hubiera dicho que adelante, que la desafiaras. Pero ahora que la guerra ha terminado no será tan fácil para los condes hacer cuanto quieran.
—Parece que no tienes otra salida, Richard —le dijo Jack.
—No puede hacerlo —intervino Aliena—. No tiene la menor posibilidad de que le hagan justicia.
—Aliena lleva razón —la apoyó Philip—. El caso sería presentado ante el tribunal real. Los hechos ya son conocidos. Alfred intentó forzar a Aliena, llegó Richard, lucharon y Richard mató a Alfred. Todo depende de la interpretación. Al presentar la querella William, leal partidario del rey Stephen, y siendo Richard uno de los principales aliados del duque Henry, con toda probabilidad el veredicto sería de culpabilidad. ¿Por qué firmó la orden el rey Stephen? Es de suponer que porque ha decidido vengarse de Richard por luchar contra él. La muerte de Alfred le proporciona una excusa excelente.
—Tenemos que recurrir al duque Henry para que intervenga —dijo Aliena.
Entonces fue cuando Richard se mostró dubitativo.
—No quisiera tener que depender de él. Está en Normandía. Puede escribir una carta de protesta. ¿Pero qué más puede hacer? Si cruzara el canal con un ejército, rompería el tratado de paz, y no creo que arriesgara eso por mí.
Aliena parecía angustiada y asustada.
—Dios mío, Richard, estás en un callejón sin salida, y todo por salvarme.
Richard le sonrió con cariño.
—Y desde luego volvería a hacerlo, Alie.
—Lo sé.
Era sincero. Y valiente. Pese a todos sus defectos. Parecía injusto que hubiera de encararse a problema tan espinoso nada más haber recuperado su Condado. Como conde había sido una decepción para Aliena, una terrible decepción. Pero de ningún modo se merecía aquello.
—Menuda elección —dijo Richard—. Puedo quedarme en el priorato hasta que el duque Henry sea rey o que me ahorquen por asesinato. Me haría monje si no comieran tanto pescado.
—Puede que haya otra salida —sugirió Philip.
Aliena lo miró ansioso. Sospechaba que había estado tramando algo y le quedaría agradecidísimo si pudiera resolver el problema que Richard tenía ante sí.
—Puedes hacer penitencia por esa muerte —prosiguió Philip.
—¿Tendría que comer pescado? —preguntó Richard locuaz.
—Estoy pensando en Tierra Santa.
Se hizo el silencio. Palestina estaba gobernada por el rey de Jerusalén, Balduino III, un cristiano de origen francés. Sufría ataques constantes de los países musulmanes vecinos, en especial de Egipto por el Sur y de Damasco por el Este. Un viaje hasta allí, que duraba de seis meses a un año, y unirse a los ejércitos que luchaban en defensa del reino cristiano, era desde luego el tipo de penitencia que podía hacer un hombre para purgar una muerte. Aliena sintió cierta inquietud. No todos los que iban a Tierra Santa regresaban. Pero, durante años, había estado preocupada por Richard luchando en las batallas. Tierra Santa no sería más peligrosa que Inglaterra. Le resultaría angustioso; pero ya estaba acostumbrada a ello.
—El rey de Jerusalén siempre necesita hombres —dijo Richard. Cada tantos años, el Papa solía enviar emisarios a recorrer el país intentando encontrar hombres jóvenes que quisieran ir a luchar a Tierra Santa.
—Pero acabo de recuperar mi Condado —alegó—. ¿Quién se encargaría de mis tierras mientras estuviese fuera?
—Aliena —respondió Philip.
Aliena se quedó de repente sin aliento. Philip estaba proponiendo que ella ocupara el lugar del conde y gobernara como su padre lo había hecho. Por un instante, aquella proposición la dejó estupefacta. Pero tan pronto como recobró el sentido supo que era la adecuada. Cuando un hombre se iba a Tierra Santa, era su mujer la que se ocupaba de administrar sus propiedades. No había razón que impidiera a una hermana llevar a cabo el mismo cometido por su hermano que carecía de esposa. Y gobernaría el Condado de la manera que siempre supo que había que gobernarlo, con justicia, previsión e imaginación. Podría hacer todas aquellas cosas que Richard, por desgracia, no había sabido hacer. El corazón le latía con fuerza mientras iba madurando la idea. Pondría a prueba las nuevas técnicas. Araría con caballos en lugar de bueyes y plantaría cosechas de primavera de avena y guisantes en tierras de barbecho. Desbrozaría terrenos para plantar, establecería nuevos mercados y, al cabo de tanto tiempo, abriría a Philip la cantera…
Era indudable que el prior había pensado en ello. De todos los planes inteligentes que Philip había concedido al paso de los años, ese era con toda probabilidad el más ingenioso. Resolvía tres problemas de una sola vez. Sacaba a Richard de su difícil situación, ponía a una persona competente a cargo del Condado y recuperaba, al fin, su cantera.
—No me cabe la menor duda de que el rey Balduino te recibirá con los brazos abiertos. Sobre todo si vas con aquellos caballeros y hombres que deseen unirse a ti. Será tu propia cruzada a escala menor —argumentó Philip.
Calló un momento para dejar que calase la idea.
—Ni que decirse tiene que allí William no podrá hacer nada contra ti —siguió diciendo—. Y volverás convertido en héroe. Entonces ya nadie se atrevería a intentar ahorcarte.
—Tierra Santa —exclamó Richard con la mirada transfigurada.
Es perfecto para él, se dijo Aliena. Carece de facultades para gobernar el Condado. Es un soldado y ansía luchar. En el rostro de su hermano vio aquella expresión soñadora. En su imaginación, ya se encontraba allí defendiendo un arenoso reducto, empuñando la espada y con una roja cruz en su escudo, luchando contra una horda pagana bajo el sol abrasador.
Y era feliz.
Toda la ciudad acudió a la boda.
Aliena quedó sorprendida. La mayoría de la gente les había tratado, a ella y a Jack, más o menos como si estuvieran casados. Imaginó, por tanto, que considerarían la boda como un mero formulismo. Pensaba que acudiría un pequeño grupo de amigos, en su mayoría personas de su misma edad, y los maestros artesanos compañeros de Jack. Pero allí se encontraban cuantos hombres, mujeres y niños había en Kingsbridge. Se sentía conmovida por su presencia. Y todos parecían tan contentos con su felicidad. Comprendió que habían simpatizado con su situación durante todos aquellos años, a pesar de haber tenido el tacto de no hablar nunca de ello. Y, en esos momentos, compartían con ella la alegría de su casamiento con el hombre al que amaba desde hacía tanto tiempo. Caminaba por las calles del brazo de su hermano Richard, deslumbrada por las sonrisas que la seguían y embriagada de felicidad.
Richard salía al día siguiente para Tierra Santa. El rey Stephen había aceptado aquella solución. En realidad parecía aliviado de librarse de Richard con tanta facilidad. Como era de esperar, el sheriff William estaba furioso, ya que su objetivo había sido, en todo momento, el de desposeer a Richard del Condado, y ya había perdido toda posibilidad de lograrlo. El propio Richard aún seguía teniendo aquella mirada soñadora. Estaba impaciente por partir.
No era así como mi padre había imaginado que fueran las cosas, pensaba Aliena mientras entraba en el recinto del priorato. Richard luchando en tierras lejanas y yo desempeñando el papel del conde. Sin embargo, ya no se sentía obligada a gobernar su vida de acuerdo con los deseos paternos. Hacía diecisiete años que luchaba sola. Y sabía algo que su padre no había acertado a comprender: que ella sería mejor conde que Richard. Con tranquilidad, empezaba a coger las riendas del poder. Los servidores del castillo se mostraban perezosos al cabo de años de abandono, y ella los había espabilado. Reorganizó los almacenes, hizo pintar el gran salón y limpiar a fondo el horno y la cervecería. La cocina tenía tal cantidad de pringue que la hizo arder hasta los cimientos para construir luego una nueva. Había empezado a pagar ella misma los salarios semanales, para demostrar que se había hecho cargo de todo. Despidió a tres hombres de armas por sus continuas borracheras.
También había ordenado la construcción de otro castillo a una hora de viaje de Kingsbridge. Earlcastle se hallaba demasiado lejos de la catedral. Jack había diseñado el proyecto de la nueva fortaleza. Se trasladarían allí en cuanto estuviera terminada la torre del homenaje. Entretanto, distribuirían su tiempo entre Kingsbridge y Earlcastle. Ya habían pasado varias noches juntos en la antigua habitación de Aliena en Earlcastle, lejos de la mirada reprobadora de Philip. Eran como unos recién casados en plena luna de miel, sumergidos en una pasión física insaciable. Acaso porque, por primera vez en su vida, tenían un dormitorio con una puerta que podían cerrar. La intimidad era una extravagancia de los señores. Todos los demás dormían y hacían el amor abajo, en el zaguán comunal. Incluso las parejas que vivían en una casa, estaban siempre expuestas a que las vieran sus hijos, parientes o vecinos que pasaran por allí. Las gentes cerraban sus puertas cuando salían, no cuando estaban dentro. A Aliena nunca le había molestado aquello, pero ahora descubría la excitación especial que provocaba saber que podían hacer cuanto les viniera en gana sin arriesgarse a ser vistos. Recordó algunas de las cosas que ella y Jack habían hecho durante las dos últimas semanas y se ruborizó.
Jack la esperaba en la nave de la catedral, todavía a medio construir, junto con Martha, Tommy y Sally. Por lo general, en las bodas la pareja intercambiaba sus votos en el pórtico de la iglesia y luego entraban en ella para oír misa. En esa ocasión, el primer intercolumnio de la nave haría las veces de pórtico. Aliena se sentía contenta de casarse en la iglesia que estaba construyendo Jack. Era algo tan vinculado a él como la ropa que vestía, tan propia como su manera de hacer el amor. Su catedral sería como él, gallarda, innovadora, alegre y distinta a cuanto se había hecho hasta entonces. Lo miró amorosa. Tenía treinta años. Era un hombre muy guapo, con su mata de pelo rojo y sus brillantes ojos azules. Recordó que había sido un muchacho muy feo en quien nadie se fijaba. Él explicaba que se había enamorado de ella desde un principio, y que todavía le escocía recordar cómo se habían reído todos de él porque nunca había tenido un padre. De eso hacía casi veinte años.
Veinte años.
Acaso no hubiera vuelto a ver nunca a Jack a no ser por el prior Philip, el cual en ese momento entraba en la iglesia procedente del claustro y avanzaba sonriente por la nave. Estaba muy emocionado de poder al fin casarlos. Aliena pensó en cómo le conoció. Recordaba con toda claridad la desesperación que sintió cuando el mercader de lana intentó timarla después de todos los esfuerzos y sufrimientos por los que había tenido que pasar para llenar aquel saco de vellones. Y recordó su intensa gratitud hacia aquel monje joven, de pelo negro que la había salvado y que le dijo: Siempre te compraré la lana.
Ahora ya tenía el pelo canoso.
La había salvado pero luego estuvo a punto de destruir su vida al obligar a Jack a elegir entre ella y la catedral. En cuestiones sobre el bien y el mal era un hombre duro, algo semejante a su padre. Sin embargo, quiso oficiar él mismo la ceremonia del casamiento.
Ellen había lanzado una maldición contra su primer enlace.
Y había tenido efecto. Aliena se sentía satisfecha. Si su matrimonio con Alfred no hubiera resultado por completo insoportable, tal vez se hallara viviendo todavía con él. Era extraño pensar en lo que pudo haber sido. Le daba escalofríos, al igual que los malos sueños y las fantasmas terribles. Recordó a la bonita y sensual joven árabe de Toledo que estaba enamorada de Jack. ¿Qué habría pasado si se hubiera casado con ella? Aliena hubiera llegado a Toledo con su bebé en brazos para encontrar a Jack al calor del hogar, compartiendo su cuerpo y su alma con otra mujer. Se horrorizaba sólo de pensarlo.
Le escuchó musitar el Padrenuestro. Ahora le parecía asombroso pensar que cuando fue a vivir a Kingsbridge no le prestaba más atención que al gato del mercader de granos. Pero Jack sí que se había fijado en ella. Y todos esos años la había amado en secreto. ¡Qué paciente fue! Había visto cómo la cortejaban los hijos más jóvenes de la pequeña nobleza rural, uno tras otro, y también los vio retirarse decepcionados, ofendidos o desafiantes. Llegó a adivinar, y eso demostraba lo muy inteligente que era, que a ella no se la ganaba con galanteos; así que la abordó, más bien como un amigo que como un amante, reuniéndose con ella en los bosques, contándole historias y haciendo que le amase sin que se diera cuenta. Recordó aquel primer beso, tan ligero y casual y que, no obstante, siguió sintiéndolo ardiente en los labios durante semanas. Recordó el segundo beso con más claridad todavía. Cada vez que escuchaba el estruendo del molino abatanador, recordaba aquella oleada de deseo oscuro, extraño e importuno.
Una de sus continuas pesadumbres era hasta qué punto se volvió fría después de aquello. Jack la había querido de manera absoluta y franca; pero ella se había sentido tan asustada que lo rechazó pretendiendo que no le importaba. Aquello le hirió profundamente, a pesar de que siguió queriéndola y la herida llegó a curarse, le había dejado una cicatriz como siempre pasa con las heridas profundas. Aliena percibía a veces esa cicatriz por la forma en que la miraba cuando se enfadaban y ella le hablaba con frialdad. Los ojos de Jack parecían decir: Sí, te conozco, puedes llegar a ser muy fría, puedes herirme, he de estar en guardia.
¿Tenía esa mirada cautelosa en el momento en que estaba prometiendo amarla y serle fiel durante el resto de su vida? Posee motivos suficientes para dudar de mí, se dijo Aliena. Me casé con Alfred. ¿Puede haber una traición mayor que esa? Pero luego la compensé con creces recorriendo media cristiandad en su busca.
Todas esas decepciones, traiciones y reconciliaciones constituían la trama de la vida matrimonial. Pero Jack y ella habían pasado por todo eso antes de la boda. Ahora, al menos, se sentía segura de conocerlo. No había nada que le pudiera sorprender. Era una forma extraña de hacer las cosas; pero tal vez mejor que pronunciar tus votos antes, y empezar luego a conocer a tu cónyuge. Claro que los sacerdotes no estarían de acuerdo. Philip sufriría una apoplejía si supiera lo que estaba pensando en esos momentos. Pero era notorio que los sacerdotes sabían menos que nadie acerca del amor.
Hizo sus promesas repitiendo las palabras que iba pronunciando el prior y diciéndose lo hermosa que era la promesa. Con mi cuerpo te adoro. Philip jamás comprendería eso.
Jack le puso un anillo en el dedo. He estado esperando esto durante toda mi vida, se dijo Aliena. Se miraron a los ojos. Estaba segura de que algo había cambiado en él. Comprendió que, hasta entonces, Jack no había estado nunca realmente seguro de ella. En ese instante parecía satisfechísimo.
—Te quiero —dijo Jack—. Siempre te querré.
Aquella era su promesa. El resto era religión; pero en aquel momento hacía su propia promesa y Aliena comprendió que ella también se había sentido insegura de él hasta ese día. Dentro de muy poco, se dirigirían al crucero para asistir a la misa. Y a renglón seguido recibirían los parabienes y buenos deseos de las gentes de la ciudad. Se llevarían a todos a casa y les darían comida y cerveza. Y les harían sentirse alegres. Pero ese breve instante les pertenecía. La mirada de Jack decía: Tú y yo juntos, para siempre. Y Aliena se dijo: Al fin.
Todo muy sosegado.