Capítulo Quince

1

—Cuéntame una historia —dijo Aliena—. Ya no me cuentas nunca historias. ¿Recuerdas cómo solías hacerlo?

—Me acuerdo —dijo Jack.

Se encontraban en su cañada secreta del bosque. Era ya a finales de otoño; así que, en lugar de sentarse a la sombra junto al arroyo, habían encendido una hoguera al abrigo de una cresta rocosa. A pesar de que la tarde fuese fría y gris, habían entrado en calor haciendo el amor, y el fuego chisporroteaba alegre. Los dos estaban desnudos debajo de sus capas.

Jack abrió la de Aliena y le rozó el seno. Ella consideraba que sus senos eran demasiado grandes y la entristecía no tenerlos tan altos y firmes como lo fueron antes de tener a sus hijos, pero a Jack parecían gustarle igual, lo cual representaba un gran alivio.

—Una historia de una princesa que vivía en la torre de un alto castillo. —Le tocó suavemente el pezón—. Y de un príncipe que vivía en la torre de otro alto castillo. —Le acarició el otro seno—. Todos los días se miraban desde las ventanas de sus prisiones y anhelaban cruzar el valle que los separaba. —Descansó la mano en el hueco entre los dos senos y luego de repente empezó a bajarla—. ¡Pero en las tardes de todos los domingos se reunían en el bosque!

Aliena chilló, sobresaltada y luego se rio de sí misma.

Aquellas tardes de domingo eran los momentos dorados en una vida que se estaba desmoronando con celeridad.

La mala cosecha y la caída del precio de la lana habían sido causa de devastación económica. Los mercaderes estaban arruinados, los ciudadanos no tenían empleo y los campesinos se morían de hambre. Por fortuna, Jack todavía ganaba un salario. Con unos cuantos artesanos estaba construyendo poco a poco el primer intercolumnio de la nave. Pero Aliena había cerrado casi por completo su negocio de fabricación de tejidos. Y allí las cosas estaban peor que en el resto del sur de Inglaterra por la manera de reaccionar William ante la hambruna.

Para Aliena, ese era el aspecto más penoso de la situación. William se mostraba ambicioso de dinero a fin de construir su nueva iglesia en Shiring, la iglesia dedicada a la memoria de su madre, maligna y medio loca. Había expulsado a tantos arrendatarios suyos por atrasos en la renta, que ahora había quedado sin cultivar parte de las mejores tierras del Condado, lo cual aumentaba la escasez de grano. Por otra parte, él había estado almacenándolo a fin de que el precio siguiera subiendo. Tenía unos cuantos empleados y nadie a quien alimentar, de manera que, en realidad, se aprovechaba de la carestía a corto plazo. Pero, a la larga, estaba causando un daño irreparable a la propiedad y a sus posibilidades de dar de comer a la gente. Aliena recordaba el Condado bajo el gobierno de su padre, un Condado rico con tierras fértiles y ciudades prósperas. Se le partía el corazón. Durante unos años, casi había olvidado el juramento que ella y su hermano hicieron a su padre moribundo. Desde que William Hamleigh fuera nombrado conde y ella empezó a formar una familia, la idea de que Richard recuperara el Condado había llegado a convertirse en una fantasía remota. El propio Richard se había asentado como Jefe de la Vigilancia. Incluso se había casado con una joven de la localidad, la hija de un carpintero. Aunque, por desgracia, la pobre muchacha no gozaba de buena salud y había muerto el año anterior sin darle hijos.

Desde que comenzó la hambruna, Aliena había empezado a pensar de nuevo en el Condado. Sabía que si Richard fuera conde podría hacer mucho, con su ayuda, para aliviar los sufrimientos causados por la escasez. Pero no era más que un sueño. William tenía el favor del rey Stephen, que llevaba la voz cantante en la guerra civil, y no había perspectivas de cambio.

Sin embargo, todos esos melancólicos deseos se desvanecían en la cañada secreta mientras yacían sobre el césped haciendo el amor.

Desde un principio ambos se habían mostrado codiciosos de sus respectivos cuerpos. Aliena nunca olvidaría lo escandalizada que se quedó ante su propia sensualidad en los comienzos, e incluso ahora, cuando ya tenía treinta y tres años y los partos habían desarrollado su trasero y hecho que su vientre tan liso quedara deformado, a Jack le consumía hasta tal punto el deseo por ella, que todos los domingos solían hacer el amor tres o cuatro veces.

En aquellos momentos, la broma de Jack sobre el bosque empezó a convertirse en una deliciosa caricia y Aliena le había cogido la cara para besarle cuando oyó una voz.

Ambos se quedaron rígidos. Su cañada se encontraba a cierta distancia del camino y oculta tras un soto. Nunca les habían interrumpido, salvo algún gamo incauto o un atrevido zorro. Escucharon conteniendo el aliento. Les llegó de nuevo la voz, seguida de otra. Mientras aguzaban el oído, captaron un ruido de fondo, como de crujir de ramas. Parecía como si un grupo numeroso de hombres se moviera por el bosque.

Jack cogió las botas que estaban en el suelo. Moviéndose sigiloso se acercó ágil al arroyo, que estaba a unos pasos de allí, llenó la bota de agua y la vació sobre el fuego. Las llamas se apagaron con un siseo y unas volutas de humo. Jack se introdujo sin ruido entre los matorrales, agazapado, y desapareció. Aliena se puso la camisola, la túnica y las botas y se envolvió de nuevo en la capa.

Jack regresó con el mismo paso silencioso con que se había ido.

—Proscritos —dijo.

—¿Cuantos? —musitó Aliena.

—Muchos. No pude verlos todos.

—¿Adónde van?

—A Kingsbridge —alzó una mano—. Escucha.

Aliena ladeó la cabeza. En la lejanía podía escuchar la campana del priorato de Kingsbridge tañendo rápida e incesantemente, advirtiendo del peligro. Casi se le paró el corazón.

—¡Los niños, Jack!

—Si atravesamos Muddy Bottom y vadeamos el río por el bosque de castaños, creo que llegaremos antes que los proscritos.

—¡Vámonos entonces! ¡Deprisa!

Jack la cogió por el brazo para hacerla callar y escuchó un momento. En el bosque siempre había oído cosas que ella no podía oír.

Se debía sin duda a haber vivido en él. Aliena esperó.

—Creo que ya se han ido todos —dijo finalmente Jack.

Salieron de la cañada. Al cabo de unos momentos llegaron al camino. No se veía a nadie. Lo cruzaron y cortaron a través de los bosques, siguiendo por un sendero apenas visible. Aliena había dejado a Tommy y a Sally con Martha jugando a Nine Men's Morris, delante de un alegre fuego. No estaba del todo segura del peligro que corrían, pero sí aterrada de que pudiera ocurrir algo antes de poder reunirse con sus hijos. Corrían cuando les era posible. Para desesperación de Aliena, el terreno era casi siempre demasiado abrupto y lo más que podía hacer era un trote corto mientras que Jack daba largas zancadas. Aquella ruta era mucho más dura que el camino, por lo que habitualmente no la utilizaban. Sin embargo, era muchísimo más rápida.

Descendieron por la empinada ladera que conducía a Muddy Bottom. A veces, forasteros incautos resultaban muertos en aquella ciénaga; pero no había peligro para quienes sabían cómo había que atravesarla. A pesar de todo, el cieno anegado parecía agarrar los pies de Aliena, obligándola a ir más despacio, manteniéndola alejada de Tommy y Sally. En la parte más alejada de Muddy Bottom, había un vado en el río. El agua fría alcanzó las rodillas de Aliena, limpiándole los pies del barro.

A partir de allí, el camino era recto. Las campanadas de alarma sonaban cada vez más fuertes a medida que se acercaban a la ciudad.

Cualquiera que fuese el peligro que amenazara por parte de los proscritos, al menos estaba advertida, se dijo Aliena intentando conservar el ánimo. Al salir ella y Jack del bosque, en la pradera que atravesaba el río desde Kingsbridge, veinte o treinta jovenzuelos que habían estado jugando a la pelota en una aldea cercana llegaron al mismo tiempo que ellos, dando voces broncas y sudando a pesar del frío.

Pasaron por el puente corriendo. La puerta ya estaba cerrada.

Pero las gentes que se encontraban en las almenas los habían visto y reconocido y, al acercarse, se abrió una pequeña poterna. Jack tomó la delantera e hizo que los muchachos les dejaran pasar a él y a Aliena. Bajaron la cabeza y entraron por el postigo. Aliena se sentía muy aliviada de haber llegado a la ciudad antes que los proscritos. Jadeantes por el esfuerzo, caminaron presurosos por la calle mayor. Las gentes de la ciudad tomaban posiciones en las murallas con venablos, arcos y montones de piedras para arrojar. Se estaba reuniendo a los niños para llevarlos al priorato. Aliena pensó que Martha debía de estar ya allí con Tommy y Sally. Jack y ella se encaminaron directamente al enclave del priorato.

En el patio de la cocina, Aliena vio, atónita, a Ellen, la madre de Jack, tan delgada y morena como siempre, a sus cuarenta años, pero con canas en su largo pelo y arrugas alrededor de aquellos ojos. Hablaba animadamente con Richard. El prior Philip se encontraba a cierta distancia de ellos haciendo entrar a los niños en la sala capitular.

Parecía no haber visto a Ellen.

Allí cerca, en pie, estaba Martha con Tommy y Sally. Aliena lanzó un suspiro de alivio y abrazó con fuerza a los dos niños.

—¡Madre! ¿Por qué estás aquí? —le preguntó Jack.

—Vine para advertiros de que una banda de proscritos se dirigía hacia aquí con el propósito de atacar la ciudad.

—Los vimos en el bosque —corroboró Jack.

Richard aguzó el oído.

—¿Los visteis? ¿Cuántos hombres eran?

—No estoy seguro pero me parecieron muchos. Al menos un centenar, tal vez más.

—¿Qué armas llevaban?

—Cachiporras. Cuchillos. Una o dos hachas. Pero, sobre todo, cachiporras.

—¿En qué dirección iban?

—Hacia la parte norte.

—Gracias. Voy a echar un vistazo desde las murallas.

—Lleva a los niños a la sala capitular, Martha —dijo Aliena. Luego, se dispuso a seguir a Richard al igual que Jack y Ellen.

—¿Qué pasa? —preguntaban sin cesar las gentes a Richard, mientras recorrían presurosos las calles.

—Proscritos —solía contestar lacónico sin reducir el paso.

En ocasiones como aquella, Richard no tiene rival, pensó Aliena. Dile que salga a ganarse el pan de cada día y verás que es incapaz. Pero, en una emergencia militar, se muestra frío, con la cabeza serena y por completo eficaz.

Llegaron a la muralla septentrional de la ciudad y subieron por la escala hasta el parapeto. Había montones de piedras para arrojar contra los atacantes, colocadas a intervalos regulares. Ciudadanos con arcos y flechas estaban tomando ya posiciones en las almenas. Hacía ya algún tiempo que Richard había convencido a la comunidad de la ciudad para que una vez al año hicieran ejercicios militares. En un principio, la idea había hallado gran resistencia; pero, por último, se había convertido en un ritual como el de la representación estival y todo el mundo disfrutaba con ello. En aquellos momentos se hacían palpables los beneficios reales al reaccionar los ciudadanos con rapidez y confianza ante el toque de alarma.

Aliena, temerosa, intentaba penetrar con la mirada en el bosque a través de los campos. No veía nada.

—Debéis haber llegado muy por delante de ellos —dijo Richard.

—¿Por qué vienen aquí?

—Por los almacenes del priorato —contestó Ellen—. Es el único lugar en muchas millas a la redonda donde hay algo de comida.

—Claro.

Los proscritos eran gente hambrienta, desposeída de sus tierras por William, sin otra manera de sobrevivir que el robo. En las aldeas indefensas, poco o nada había para robar. Los campesinos no andaban mucho mejor que ellos. Tan sólo había comida en cantidad en los graneros de los terratenientes.

Mientras Aliena pensaba en ello los vio.

Aparecieron en la linde del bosque como ratas huyendo de un almiar en llamas. Invadieron todo el campo en dirección a la ciudad, veinte, treinta, cincuenta, un centenar de ellos. Un pequeño ejército. Probablemente habían confiado en coger a la ciudad desprevenida y entrar por las puertas. Pero, al oír la campana dando la alarma, comprendieron que se les habían anticipado. Sin embargo, siguieron adelante con la desesperación del hambriento. Algunos arqueros lanzaron unas flechas antes de tiempo.

—¡Esperad! ¡No malgastéis vuestras saetas! —les advirtió Richard a voz en grito.

La última vez que Kingsbridge fue atacada, Tommy tenía dieciocho meses y Aliena estaba encinta de Sally. Entonces se había refugiado en el priorato con la gente mayor y los niños. En esta ocasión, se quedaría en las almenas y ayudaría a combatir el peligro. La mayoría de las demás mujeres pensaban lo mismo. Había en las murallas casi tantas mujeres como hombres.

Como quiera que fuese y a medida que se acercaban los proscritos, Aliena se sentía atormentada. Estaba cerca del priorato. No obstante, era posible que los atacantes lograran entrar a través de alguna pequeña abertura y llegar allí antes que ella. O también podían herirla durante la lucha y dejarla incapacitada para proteger a sus hijos. También estaban Jack y Ellen. Si los tres murieran, sólo quedaría Martha para cuidar de Tommy y de Sally. Aliena vacilaba sin llegar a decidirse.

Los proscritos estaban ya casi ante las murallas. Fueron recibidos por una rociada de flechas y esa vez Richard no dijo a los arqueros que esperaran. Los asaltantes quedaron diezmados. No tenían armadura que los protegiera. Y tampoco organización. Nadie planeaba el ataque. Era como una estampida de animales, lanzándose de cabeza contra un muro. Y, cuando llegaban ante él, no sabían qué hacer. Desde las murallas almenadas los ciudadanos les bombardeaban con piedras. Varios proscritos atacaron la puerta norte con garrotes. Aliena, que conocía el grosor de aquella puerta de roble con refuerzos de hierro, sabía que pasaría toda la noche antes de que pudieran derribarla. Mientras tanto, Alf Butcher, el carnicero, y Arthur Saddler, el talabartero, se esforzaban por subir a la muralla un caldero de agua hirviendo procedente de la cocina de alguno de ellos, para derramarlo sobre la puerta.

Debajo directamente de Aliena, un grupo de proscritos empezó a formar una pirámide humana. Jack y Richard se dedicaron de inmediato a arrojarles piedras. Aliena, pensando en sus hijos, hizo lo mismo y al punto se le unió Ellen. Durante un rato, los desesperados proscritos lograron esquivar aquella lluvia de pedruscos. Pero cuando uno de ellos resultó alcanzado en la cabeza, la pirámide se vino abajo y renunciaron a sus esfuerzos.

Un momento después, llegaron chillidos de dolor desde la puerta norte al caer el agua hirviendo sobre las cabezas de los hombres que la estaban atacando.

Entonces, algunos de los proscritos se dieron cuenta de que sus camaradas muertos o heridos eran presa fácil y se dedicaron a desnudarlos. Empezaron a pelearse con aquellos que no estaban gravemente heridos. Entre los saqueadores rivales, hubo refriegas para disputarse las posesiones de los muertos. Aliena se dijo que aquello era una carnicería, una repugnante y degradante carnicería. Las gentes de la ciudad dejaron de lanzar piedras al fracasar el ataque y los asaltantes lucharon entre sí como perros por un hueso.

Aliena se volvió hacia Richard.

—Están demasiado desorganizados para constituir una verdadera amenaza.

Richard asintió.

—Con alguna ayuda, podrían llegar a ser realmente peligrosos porque están desesperados. Pero ahora no tienen quien los dirija.

A Aliena se le ocurrió una idea.

—Un ejército a la espera de un jefe —dijo.

Richard no captó la idea pero a Aliena la excitó muchísimo.

Richard era un buen jefe sin ejército. Los proscritos eran un ejército sin jefe. Y el condado se estaba desmoronando.

Algunos ciudadanos seguían arrojando piedras y disparando flechas, contra los proscritos. Cayeron unos cuantos carroñeros más. Aquel fue el golpe definitivo e iniciaron la retirada, semejantes a una jauría vencida, con el rabo entre las patas volviendo la mirada, desolados, por encima del hombro. Y entonces, alguien abrió la puerta norte y un numeroso grupo de jóvenes se lanzaron a la carga, blandiendo espadas y hachas. Los proscritos emprendieron la huida, pero a algunos les dieron alcance y los mataron cruelmente.

—Debiste haber impedido que esos muchachos los persiguieran —dijo Ellen a Richard, al tiempo que se volvía, desazonada.

—Los jóvenes necesitan ver algo de sangre después de una lucha como esta —repuso él—. Además, cuantos más matemos ahora, menor será el número con los que habremos de enfrentarnos la próxima vez.

Aliena se dijo que era el punto de vista de un soldado. En la época en que ella misma vio amenazada su vida día tras día, era posible que se hubiera comportado como aquellos jóvenes y perseguido a los proscritos para darles muerte. Ahora, lo que quería era que desapareciesen las causas de la proscripción, no los propios proscritos. Además, se le había ocurrido una manera de utilizarlos.

Richard encargó a alguien que tocaran la campana del priorato anunciando que el peligro había pasado, y dio instrucciones para que por la noche se estableciera una vigilancia doble con guardias patrullando, aparte de los centinelas.

Aliena fue al priorato a recoger a Martha y a los niños. Todos ellos se reunieron de nuevo en casa de Jack.

Aliena se sentía muy complacida de hallarse todos juntos. Ella, Jack y los niños, el hermano de Aliena, la madre de Jack y Martha. Era como cualquier otra familia corriente. Casi llegó a olvidarse de que su padre murió en una mazmorra, que ella estaba legalmente casada con el hermanastro de Jack, que Ellen era una proscrita y que…

Sacudió la cabeza. Inútil pretender que eran una familia normal.

Jack sacó del barril una jarra de cerveza y la escanció en grandes copas. Todos se sentían nerviosos y excitados después del peligro. Ellen encendió el fuego y Martha echó rodajas de nabo en una olla, a fin de hacer una sopa para la cena. Tiempos atrás, en una ocasión como esa, habrían asado medio cochino.

—Este tipo de cosas van a repetirse antes de que acabe el invierno —pronosticó Richard bebiendo un largo trago de cerveza y limpiándose luego la boca con la manga.

—Deberían atacar las despensas del conde William, no las del prior Philip. William es quien ha convertido en mendigos a la mayoría de esas gentes —dijo Jack.

—A menos que mejoren sus tácticas, no tendrían más éxito con William del que han tenido con nosotros. Son como una manada de perros.

—Necesitan un jefe —dijo Aliena.

—¡Pide a Dios que no lo tengan nunca! Entonces serían verdaderamente peligrosos —dijo Jack.

—Un jefe podría inducirles a atacar las propiedades de William, no las nuestras —alegó Aliena.

—No alcanzo a entenderte —dijo Jack—. ¿Haría eso un jefe?

—Lo haría si fuese Richard.

Se produjo el más absoluto silencio.

Aquella idea había ido cobrando cuerpo en la mente de Aliena, y ahora ya estaba convencida de que daría resultado. Así lograrían cumplir su juramento. Richard podría destruir a William y recuperar el Condado, en el cual quedaría restaurada la paz y la prosperidad. Cuanto más pensaba en ello mayor era su excitación.

—En la banda de hoy había más de cien hombres. —Se volvió hacia Ellen—. ¿Cuántos más hay en el bosque?

—Una infinidad —contestó—. Cientos de ellos. Miles.

Aliena, inclinándose sobre la mesa de la cocina, clavó los ojos en los de Richard.

—Conviértete en su jefe —dijo con energía—. Organízalos. Enséñales a luchar. Concibe planes de ataque. Y luego, lánzalos a la acción contra William.

Mientras hablaba, se dio cuenta de que estaba incitándole a que pusiera su vida en peligro y se sintió turbada. Tal vez le mataran en lugar de recuperar el Condado.

Pero a Richard no le atormentaban tales preocupaciones.

—Por Dios que es posible que tengas razón, Aliena —exclamó—. Podría tener un ejército propio y lanzarlo contra William.

Aliena vio cómo se le enrojecía el rostro por el odio largamente alimentado, y de nuevo se fijó en la cicatriz de la oreja izquierda, a la que le faltaba el lóbulo. Apartó de su mente el vil recuerdo que amenazaba con salir de nuevo a la superficie. A Richard empezaba a apasionarle la idea.

—Podría hacer incursiones entre los rebaños de William —dijo con fruición—. Robar sus ovejas, cazar sus venados, invadir sus graneros y saquear sus molinos. ¡Dios mío! ¡Cómo podría hacer sufrir a esa sanguijuela si tuviera un ejército!

Aliena se dijo que siempre había sido un soldado. Era su destino. A pesar de los temores por la seguridad de su hermano, se sentía excitada ante la perspectiva de que este pudiera tener otra oportunidad de cumplir ese destino.

Pero Richard había tropezado con un obstáculo.

—Sin embargo, no sé cómo encontrar a los proscritos —dijo—. Siempre andan ocultándose.

—Eso puedo decírtelo yo —le dijo Ellen—. Desviándose del camino de Winchester, hay un sendero prácticamente invadido por la vegetación que conduce hasta una cantera abandonada. Ahí es donde tienen su guarida. Solían llamarle la cantera de Sally.

—¡Pero si yo no tengo una cantera! —exclamó Sally, que ya contaba siete años.

Todo el mundo se echó a reír.

Luego reinó de nuevo el silencio.

Richard se mostraba exultante y decidido.

—Muy bien —dijo con tono sombrío—. La cantera de Sally.

—Habíamos estado trabajando duro toda la mañana arrancando un macizo tocón, arriba en la colina —dijo Philip—. Cuando regresamos, mi hermano Francis estaba en pie ahí, en el corral de las cabras, contigo en brazos. Tenías solamente un día.

Jonathan se mostraba grave. Era un momento solemne para él.

Philip contempló St-John-in-the-Forest. Ahora ya no se veía mucho bosque. Con el paso de los años los monjes habían despejado muchos acres y el monasterio estaba rodeado de campos de cultivo. Había más edificios de piedra, una sala capitular, un refectorio y un dormitorio, además de un buen número de graneros y lecherías de madera más pequeños. Apenas se reconocía el lugar que había sido hacía diecisiete años. También la gente era distinta. Varios de aquellos jóvenes monjes ocupaban cargos de responsabilidad en Kingsbridge. William Beauvis, que creó dificultades hacía tantos años al lanzar cera caliente de la vela a la calva del maestro de novicios, era ahora el prior. Algunos se habían ido. Aquel camorrista, Peter de Wareham, estaba en Canterbury trabajando para el arcediano joven y ambicioso, de nombre Thomas Becket.

—Me pregunto cómo serían —dijo Jonathan—. Me refiero a mis padres.

A Philip le dio pena por un instante. Él había perdido a sus padres; pero fue cuando ya tenía seis años, y podía recordarlos a los dos muy bien. Su madre, tranquila y amorosa, su padre, alto y de barba muy negra y, al menos para Philip, valeroso y fuerte, Jonathan no había conocido siquiera eso. Todo cuanto sabía de sus padres era que no lo habían querido.

—Sin embargo, podemos adivinar muchas cosas sobre ellos —dijo Philip.

—¿De veras? —preguntó Jonathan ávido—. ¿Qué cosas?

—Ante todo que eran pobres —respondió Philip—. La gente acaudalada no tiene motivo para abandonar a sus hijos. Que no tenían amigos. Los amigos saben cuándo se espera un bebé y hacen preguntas si el niño desaparece. Que estaban desesperados. Sólo gentes desesperadas pueden soportar la pérdida de un hijo.

Los rasgos de Jonathan estaban rígidos por las lágrimas no vertidas. A Philip le hubiera gustado llorar por él, por ese muchacho que, al decir de todo el mundo, era tan semejante a él. Deseaba haber podido proporcionarle un poco de consuelo, decirle algo cálido y alentador sobre sus padres. ¿Pero cómo pretender que querían al chiquillo cuando le dejaron para que muriera?

—¿Por qué Dios hace esas cosas? —preguntó Jonathan.

Philip vio entonces su oportunidad.

—Una vez que se empieza a hacer esas preguntas se acaba en la confusión. Pero, en este caso, creo que la respuesta está clara. Dios te quería para él.

—¿De veras lo creéis?

—¿No te lo dije nunca antes? Siempre lo he creído. Así se lo expresé aquí mismo a los monjes el día que te encontramos. Les hice ver que Dios te había enviado aquí con algún designio suyo y que era nuestro deber criarte al servicio de Dios para que pudieras llevar a buen término la tarea que Él te había asignado.

—Me pregunto si mi madre sabrá eso.

—Lo sabrá si está con los ángeles.

—¿Cuál creéis vos que puede ser mi tarea?

—Dios necesita monjes que sean escritores, iluminadores, músicos y granjeros. Necesita hombres que desempeñen trabajos de responsabilidad como cillerero, prior y obispo. Necesita hombres que sepan comerciar con lana, curar a los enfermos, enseñar a los escolares y construir iglesias.

—Resulta difícil imaginar que tenga un papel específico para mí.

—No creo que se hubiera molestado tanto contigo si no lo tuviera —contestó Philip con una sonrisa—. Sin embargo, podría no ser un papel grandioso o importante en términos mundanos. Puede que quiera que te conviertas en uno de esos monjes tranquilos, en un hombre humilde que consagra su vida a la plegaria y a la contemplación.

Jonathan pareció desencantado.

—Supongo que es posible.

Philip se echó a reír.

—Pero no lo creo. Dios no haría un cuchillo con papel ni una camisa de dama con cuero de zapato. Tú no estás hecho para una vida de quietud y Dios lo sabe. Yo diría que quiere que luches por Él, no que cantes para Él.

—De veras lo espero.

—Pero, en este preciso momento, creo que lo que quiere es que vayas a ver al hermano Leo y averigües cuántos quesos tiene para la despensa de Kingsbridge.

—Muy bien.

—Iré a la sala capitular para hablar con mi hermano. Y recuerda, si cualquiera de los monjes te habla de Francis, di lo menos que puedas.

—No diré nada.

—En marcha, pues.

Jonathan atravesó con paso vivo el patio. Se había esfumado su talante solemne y, antes siquiera de llegar a la lechería, había recuperado su dinamismo habitual. Philip siguió observándolo hasta que lo vio desaparecer en el edificio. Yo era igual que él aunque tal vez no tan inteligente, se dijo.

Tomó la dirección opuesta, hacia la sala capitular. Francis había enviado un mensajero a Philip pidiéndole que se reuniese con él de la forma más discreta posible. Por lo que se refería a los monjes de Kingsbridge, Philip estaba haciendo una visita rutinaria a una de las células. Allí, naturalmente, la entrevista no podía ocultarse a los monjes, pero estaban tan aislados que no tenían a quién contárselo. Tan sólo el prior de la célula acudía alguna vez a Kingsbridge, y Philip le había hecho jurar el secreto.

Francis y él habían llegado esa misma mañana y, aunque no trataron de convencer a nadie de que la reunión era fortuita, sí aseguraron que la habían organizado por el simple gusto de verse. Ambos habían asistido a misa mayor y luego almorzaron con los monjes. En esos momentos, era la única oportunidad de hablar a solas.

Francis estaba esperando en la sala capitular, sentado en un banco de piedra adosado a la pared. Philip casi nunca veía su propia imagen, ya que en un monasterio no hay espejos. Calculó su propio envejecimiento por los cambios sufridos por su hermano, que sólo tenía dos años menos. Francis, a los cuarenta y dos años, tenía algunas hebras de plata en su pelo negro y abundantes arrugas alrededor de sus ojos azules y brillantes. Su cuello y su cintura habían aumentado desde que Philip lo vio por última vez. Yo debo tener el pelo más gris y, en cambio, menos grasa, se dijo Philip. Pero me pregunto quién tendría más arrugas resultantes de las preocupaciones.

Se sentó junto a su hermano y quedó con la mirada perdida a través de la vacía sala octogonal.

—¿Cómo van las cosas? —preguntó Francis.

—De nuevo imperan los bárbaros —respondió Philip—. El priorato se está quedando sin dinero, casi tenemos parada la construcción de la catedral. Kingsbridge se halla en declive, medio Condado se muere de inanición, y no es seguro viajar.

Francis asintió.

—La misma historia se repite por toda Inglaterra.

—Tal vez los bárbaros imperen siempre —murmuró Philip con tono lúgubre—. Acaso la codicia supere siempre a la prudencia en los consejos de los poderosos. Es posible que el miedo domine siempre sobre la compasión en la mente de un hombre con una espada en la mano.

—Por lo común no eres tan pesimista.

—Hace unas semanas nos atacaron los proscritos. Fue un intento lastimoso. Tan pronto como unos cuantos hubieron muerto a manos de los ciudadanos, empezaron a luchar entre sí. Pero, cuando ya se retiraban, a los pobres infelices los persiguieron algunos jóvenes de nuestra ciudad e hicieron una carnicería entre los que pudieron alcanzar. Fue nauseabundo.

—Es difícil de entender —comentó Francis moviendo la cabeza.

—Yo creo entenderlo. Estaban asustados y sólo podían alejar el miedo vertiendo la sangre de la gente que lo había provocado. Eso mismo lo vi yo en los ojos de los hombres que mataron a nuestros padres. Mataban porque estaban asustados. ¿Pero qué es lo que podría acabar con ese miedo?

—La paz, la justicia, la prosperidad. Cosas difíciles de lograr —respondió Francis con un suspiro.

Philip asintió.

—Bien. ¿Qué traes entre manos?

—Estoy trabajando para el hijo de la emperatriz Maud. Se llama Henry.

Philip ya había oído hablar de aquel Henry.

—¿Qué tal es?

—Es un joven inteligente y decidido. Su padre ha muerto, así que es conde de Anjou. Y también duque de Normandía, por ser el nieto mayor del viejo Henry, que era rey de Inglaterra y duque de Normandía. Y está casado con Eleanor de Aquitania. Por lo tanto, es también duque de Aquitania.

—Gobierna sobre un territorio superior al del rey de Francia.

—En efecto.

—¿Y cómo es él?

—Educado, muy trabajador, rápido en las decisiones, inquieto, con una voluntad férrea. Tiene un temperamento terrible.

—Yo quisiera tener a veces un temperamento terrible —confesó Philip—. Hace que la gente se ande con cuidado. Como todo el mundo sabe que me muestro siempre razonable, nunca se me obedece con la misma celeridad que a un prior dispuesto a explotar en cualquier momento.

Francis se echó a reír.

—Sigue siendo tú mismo —le aconsejó, y luego recobró la seriedad—. Henry me ha hecho comprender la importancia de la personalidad del rey. No tienes más que fijarte en Stephen. Su discernimiento es poco firme, se muestra decidido durante unos momentos para luego ceder; es valiente hasta la temeridad y se pasa la vida perdonando a sus enemigos. Las gentes que le traicionan corren escasos riesgos, porque saben que pueden contar con su clemencia. En consecuencia, ha luchado sin éxito durante dieciocho años por gobernar un país que, cuando él lo recibió, era un reino unido. Henry tiene ya más control sobre su colección de duques y condes, que antes eran independientes, del que jamás haya tenido aquí Stephen.

A Philip le asaltó una idea.

—¿Por qué te ha enviado Henry a Inglaterra? —preguntó.

—Para vigilar el reino.

—¿Qué has encontrado?

—Que impera la anarquía y que está muriendo de inanición, azotado por las tormentas y asolado por la guerra.

Philip asintió, pensativo. El joven Henry era duque de Normandía porque era el hijo mayor de Maud, que fue la única hija legítima del viejo rey Henry, que fue duque de Normandía y rey de Inglaterra.

Por aquella línea de descendencia, Henry podía reclamar su derecho a la corona.

Su madre también había hecho la misma reclamación, y se le había negado por ser mujer y porque su marido era angevino. Pero el joven Henry no sólo era varón, sino que tenía además la ventaja de ser normando por su madre y angevino por su padre.

—¿Va a intentar Henry ocupar el trono de Inglaterra? —preguntó Philip.

—Depende de mi informe —contentó Francis.

—¿Y qué le dirás?

—Que nunca habrá un momento mejor que este.

—Alabado sea Dios —repuso Philip.

2

De camino hacia el castillo del obispo Waleran, el conde William se detuvo en una de sus propiedades, Crowford Mill. El molinero, un tipo duro de mediana edad llamado Wulfric, tenía derecho a moler el grano cultivado en once de las aldeas cercanas. En pago, de cada veinte sacos retenía dos, uno para él y el otro para William. William iba allí a recoger lo que le pertenecía. No solía hacerlo personalmente. Pero los tiempos no eran normales. Por aquellos días tenía que hacer que cada carro transportando harina o cualquier cosa comestible fuera acompañada por una escolta armada. A fin de utilizar a su gente de la manera más económica posible, había tomado la costumbre de llevar consigo uno o dos carros siempre que iba a alguna parte con su séquito de caballeros, y pasar a recoger cuanto le era posible.

La proliferación de delitos por parte de los proscritos era uno de los desafortunados efectos de la política firme que aplicaba a sus arrendatarios que no cumplían. Las gentes sin tierras se dedicaban con frecuencia al robo. En general no eran más eficientes como ladrones que lo habían sido como granjeros, y William confiaba en que la mayoría de ellos murieran durante el invierno. En un principio, sus esperanzas se habían cumplido. Los proscritos solían atacar a viajeros solitarios que no tenían mucho que pudieran robarles, o hacer incursiones mal organizadas contra objetivos bien defendidos.

Sin embargo, en los últimos tiempos habían mejorado las tácticas de los bandoleros. Siempre que atacaban, lo hacían con un número doble de hombres que el que tenían las fuerzas defensoras. Llegaban cuando los graneros estaban rebosantes, señal de que existía una cuidadosa labor de reconocimiento. Sin embargo, no se quedaban para luchar sino que cada hombre salía de estampida tan pronto como echaba mano a una oveja, un jamón, un queso, un saco de harina o una bolsa de monedas de plata. No valía la pena perseguirlos porque se evaporaban en el bosque, separándose y corriendo en todas direcciones. Alguien los estaba dirigiendo y lo hacía exactamente como lo habría hecho William.

El éxito de los proscritos le humillaba. Le hacía parecer como un bufón incapaz de proteger su propio Condado. Y, para empeorar las cosas, los proscritos rara vez robaban a algún otro. Parecía como si le estuvieran desafiando de manera deliberada. Nada aborrecía tanto William como la sensación de que se rieran a sus espaldas. Se había pasado la vida obligando a la gente a que lo respetaran, a él y a su familia, y esa banda de proscritos estaba deshaciendo toda su obra. Y lo que le soliviantaba de manera especial era que la gente fuera diciendo a espaldas suyas que le estaba bien empleado. Había tratado con extrema dureza a sus arrendatarios y ahora ellos se vengaban. Todo era culpa suya. Semejantes comentarios provocaban en él una furia apoplética.

Los aldeanos de Crowford observaron sobresaltados y temerosos la llegada de William con sus caballeros. Él contempló desdeñoso los rostros flacos y aprensivos que le seguían con la mirada desde las puertas y que al punto desaparecían. Aquellas gentes le habían enviado a su párroco para que le suplicara que ese año les permitiera moler su propio grano, alegando que les era imposible dar al molinero un diezmo. William se sintió inclinado a arrancarle la lengua al cura por su insolencia.

Hacía frío y había hielo en la represa del molino.

La noria estaba parada y la amoladera silenciosa. Una mujer salió de la casa que había al lado. Al mirarla, William sintió el aguijón del deseo. Tendría unos veinte años, una cara bonita y una masa de bucles densos. A pesar del hambre, sus senos eran grandes y los muslos fuertes. Salió sonriendo con descaro; pero, a la vista de los caballeros de William, se le borró la sonrisa y volvió a entrar con precipitación en la casa.

—No parece que le gustemos —comentó Walter—. Debe de haber visto a Gervase.

Era una vieja broma pero que hizo reír a todos.

Ataron sus caballos. No era exactamente el mismo grupo que William reunió al empezar la guerra civil. Por supuesto, Walter seguía con él y también Ugly Gervase y Hugh Axe. Pero Gilbert había muerto en la inesperada y sangrienta batalla contra los canteros y fue sustituido por Guillaume. Miles había perdido un brazo en un duelo a espada por culpa de los dados en una cervecería de Norwich, y Louis se había unido a la escolta. Ya no eran ni mucho menos muchachos; pero hablaban y actuaban como si lo fueran. Reían y bebían, jugaban y andaban de putas. William había perdido la cuenta de las cervecerías que había destruido, de los judíos que había atormentado y de las vírgenes que había desflorado.

Salió el dueño del molino. Su expresión acre se debía, sin duda, a la perenne impopularidad de los molineros. Su aspecto malhumorado revelaba inquietud. Eso estaba bien. A William le gustaba que la gente se sintiera inquieta ante su presencia.

—No sabía que tuvieras una hija, Wulfric —dijo William mirándolo de reojo—. Me la has estado ocultando.

—Es Maggie, mi mujer —dijo.

—Mierda. Tu mujer es un espantajo, vieja y arrugada. La recuerdo bien.

—Mi May murió el año pasado, señor. Me he vuelto a casar.

—¡Condenado vejacón! —exclamó William con una sonriente mueca—. Esta debe tener treinta años menos que tú.

—Veintinueve.

—Dejemos esto. ¿Dónde está mi harina? Un saco de cada veinte.

—Toda está aquí, señor. Haced el favor de pasar.

Para ir al molino tenían que atravesar la casa. William y los caballeros siguieron a Wulfric hasta la única habitación. La nueva y joven mujer del molinero se encontraba arrodillada delante del fuego poniendo leños. Al inclinarse, la túnica se le tensó por el trasero. William observó que tenía unas caderas poderosas. Naturalmente, la mujer de un molinero era la última en tener hambre durante los tiempos de escasez.

William se detuvo a mirarle el trasero. Los caballeros hicieron una mueca burlona y el molinero se afanó inquieto. La joven volvió la vista, se percató de que la estaban mirando y se puso en pie en actitud confusa.

—Tráenos algo de cerveza, Maggie. Somos hombres sedientos —le dijo William guiñándole un ojo.

Atravesaron la puerta del molino. La harina estaba apilada en sacos alrededor de la parte exterior de la era circular. No había muchos. Lo habitual era que los montones alcanzaran una altura superior a la de un hombre.

—¿Esto es todo? —preguntó William.

—La cosecha fue muy mala, señor —repuso Wulfric nervioso.

—¿Dónde están los míos?

—Aquí, señor.

Señaló hacia una pila de ocho o nueve sacos.

—¿Cómo? —William sintió la sangre subírsele a la cara—. ¿Esto es lo mío? Tengo dos carros fuera, ¿y tú me ofreces esto?

La expresión de Wulfric pareció aún más doliente.

—Lo siento, señor.

William los contó.

—¡Sólo nueve sacos!

—Es cuanto hay —dijo Wulfric, que estaba a punto de prorrumpir en llanto—. Verás los míos que están junto a los suyos; es el mismo número.

—¡Maldito embustero! —exclamó furioso William—. Los has vendido.

—No, señor —insistió Wulfric—. Eso es todo lo que ha habido.

Maggie entró con una bandeja y seis vasos de barro con cerveza. Se la presentó a los caballeros y cada uno cogió un cubilete. Bebieron con ansia. William la ignoró. Estaba demasiado irritado para beber. Maggie permaneció allí esperando con el último cubilete en la bandeja.

—¿Qué es todo esto? —preguntó William a Wulfric señalando el resto de los sacos.

—Esperando a que se los lleven, señor. Puede ver las marcas de sus propietarios.

Y así era. Cada saco iba marcado con una letra o símbolo. Naturalmente podía tratarse de un truco. No había manera de que William pudiera saber la verdad. Pero esa no era su forma de aceptar aquel tipo de situación.

—No te creo —dijo—. Has estado robándome.

Wulfric insistió respetuosamente a pesar de que la voz le temblaba.

—Soy honrado, señor.

—Aún no ha nacido el molinero que sea honrado.

—Señor. —Wulfric tragó a duras penas—. Jamás os he estafado un solo grano de trigo, señor.

—Apostaría a que me has estado robando a mansalva.

A pesar del tiempo frío, a Wulfric le caía el sudor por la cara. Se limpió la frente con la manga.

—Puedo jurar por Jesús y todos los santos.

—Cierra la boca.

Wulfric quedó mudo.

William se enfurecía cada vez más; pero todavía seguía sin decidir lo que iba a hacer. Quería dar a Wulfric un buen susto. Tal vez dejar que Walter le sacudiera con los guantes de cota de malla, posiblemente llevarse parte o toda la propia harina de Wulfric. Y entonces su mirada se encontró con Maggie, sosteniendo la bandeja con un cubilete de cerveza, rígida por el pánico su bonita cara, los grandes y juveniles senos pugnando bajo la túnica enharinada. Y pensó en el correctivo perfecto para Wulfric.

—Agarra a la mujer —ordenó a Walter y luego se volvió a Wulfric—. Voy a enseñarte una lección que no olvidarás.

Maggie vio a Walter ir hacia ella pero ya era demasiado tarde para huir, pues la agarró por un brazo y tiró. La bandeja cayó al suelo con estrépito, derramándose la cerveza por el suelo al retroceder Maggie a la fuerza. Walter le retorció el brazo por detrás de la espalda y la mantuvo sujeta. La joven temblaba de terror.

—¡No! Dejadla a ella. ¡Por favor! —suplicó Wulfric aterrado.

William hizo un gesto de asentimiento satisfecho. Wulfric iba a ver a su joven esposa violada por varios hombres sin poder hacer nada para protegerla. La próxima vez se aseguraría de tener grano suficiente para satisfacer a su señor.

—Tu mujer está engordando con el pan hecho de harina robada, Wulfric, mientras que nosotros hemos de apretarnos los cinturones ¿Os parece que veamos cuánto ha engordado?

Hizo una seña con la cabeza a Walter.

Walter agarró la túnica de Maggie por el cuello y dio un violento tirón. La prenda se rasgó y cayó al suelo. Debajo, la muchacha llevaba una camisa de hilo que le llegaba a las rodillas. Sus grandes senos subían y bajaban al jadear de pánico. William se puso frente a ella. Walter le retorció con más fuerza el brazo haciéndola arquearse por el dolor, y sus senos se hicieron aún más evidentes. William miró a Wulfric. Luego, puso las manos sobre los pechos de Maggie y los amasó. Los sentía suaves y pesados.

Wulfric dio un paso adelante.

—Maldito —dijo.

—Sujetadlo —dijo William tajante. Y Louis agarró por los brazos al molinero manteniéndole inmóvil.

William rasgó la camisola de la joven.

La garganta se le quedó seca al contemplar el cuerpo blanco y voluptuoso.

—No, por favor —suplicó Wulfric.

William se sentía cada vez más enardecido por el deseo.

—Tumbadla y sujetadla —dijo.

Maggie empezó a chillar.

William se quitó el cinto y lo dejó caer al suelo al tiempo que los caballeros agarraban a Maggie por los brazos y las piernas. No le quedaba esperanza alguna de poder resistirse a cuatro hombres fuertes. Así y todo seguía retorciéndose y chillando. A William le gustaba eso. Sus senos saltaban al tiempo que se movía y los muslos se abrían y cerraban mostrando y ocultando su sexo. Los cuatro caballeros la sujetaron contra la era.

William se arrodilló entre las piernas de Maggie, levantándose la falda de su túnica. Contempló al marido. Wulfric estaba como demente. Miraba horrorizado y farfullaba súplicas de clemencia que no podían oírse entre los chillidos. William saboreaba aquel instante. La mujer aterrada, los caballeros sujetándola contra el suelo, el marido mirando.

Fue entonces cuando Wulfric apartó la mirada.

William tuvo la sensación de peligro. En la habitación, todos tenían los ojos fijos en él y en la muchacha. Lo único capaz de distraer la atención de Wulfric era la posibilidad de ayuda salvadora. William volvió la cabeza y miró hacia la puerta.

En ese mismo instante, algo duro y pesado le golpeó en la cabeza.

Lanzando un rugido de dolor se derrumbó sobre Maggie. Su cara golpeó contra la de ella. De repente, pudo oír a hombres gritando. Muchos. Por el rabillo del ojo vio caer a Walter, al que también habían golpeado. Los caballeros soltaron a Maggie. William descubrió en su rostro una expresión de asombro y alivio. Empezó a retorcerse para salir de debajo de él. William la dejó ir y rodó rápidamente.

Lo primero que vio sobre él fue a un hombre de aspecto salvaje enarbolando un hacha de leñador, y se dijo: ¡Por todos los santos! ¿Quién es este? ¿El padre de la mujer? Vio a Guillaume levantarse y volverse y, a renglón seguido caer el hacha con fuerza sobre su cuello desprotegido. La hoja se hundió profundamente en él. Guillaume cayó muerto sobre William. Su sangre le empapó la túnica.

William apartó el cuerpo de él. Cuando pudo volver a mirar, observó que el molino había sido invadido por una multitud de hombres sucios, con harapos, los pelos revueltos, armados con estacas y hachas. Había un buen número de ellos. Se dio cuenta de que se encontraba en una situación apurada. ¿Habían acudido los aldeanos a salvar a Maggie? ¡Cómo se habían atrevido! Antes de terminar el día, habría algunos ahorcamientos en la aldea. Enfurecido, se puso en pie con dificultad y echó mano a su espada.

No la tenía. Se había quitado el cinto para violar a Maggie.

Hugh Axe, Ugly Gervase y Louis luchaban encarnecidamente contra lo que parecía una gran muchedumbre de mendigos. En el suelo había varios campesinos muertos. Pese a todo, los tres caballeros se estaban viendo forzados a un lento retroceso a través de la era. William vio a Maggie desnuda, todavía chillando, abriéndose camino frenéticamente entre aquel maremágnum en dirección a la puerta y, a pesar de su confusión y de su miedo, sintió un espasmo de pesaroso deseo ante aquel trasero blanco y redondo. Entonces vio a Wulfric luchando cuerpo a cuerpo con algunos de los atacantes. ¿Por qué el molinero se enfrentaba a los hombres que habían acudido a salvar a su mujer? ¿Qué diablos estaba pasando?

William miró en derredor, desconcertado, en busca de su arma.

Se hallaba en el suelo, casi a sus pies. Recogió el cinturón y desenvainó la espada. Luego, retrocedió tres pasos para permanecer un instante más fuera del círculo de la lucha. Mirando por encima de él, vio que la mayoría de los atacantes se mantenían apartados del combate.

Lo que hacían era coger sacos de harina y salir corriendo. William empezó a comprender. Aquello no era una operación de rescate por parte de los aldeanos ultrajados. Era una incursión desde el exterior. No estaban interesados en Maggie e ignoraban que William y sus caballeros se encontraran en el interior del molino. Todo cuanto querían era asaltarlo y robar la harina. Resultaba evidente quiénes eran los atacantes. Proscritos.

Sintió un arrebato. Esa era su oportunidad para devolver el golpe a la jauría rabiosa que había estado aterrorizando al Condado y vaciando sus graneros.

Sus caballeros estaban peleando con gran desventaja. Había al menos veinte atacantes. William se sentía asombrado ante el valor de los proscritos. Los campesinos se dispersaban por lo general como gallinas ante una guardia de caballeros, aunque superaran a estos en una proporción de diez a uno. Pero esa gente luchaba con dureza y no se desalentaba al ver caer a uno de los suyos. Parecían incluso dispuestos a morir de ser necesario. Tal vez porque de todas maneras morirían de hambre a menos que pudieran robar la harina.

Louis se enfrentaba a dos hombres al mismo tiempo cuando llegó un tercero por detrás de él, y le golpeó con un pesado martillo de carpintero. Louis cayó al suelo y allí quedó. El hombre soltó el martillo y cogió la espada de Louis. Ahora quedaban dos caballeros frente a los veinte proscritos. Pero Walter se estaba recuperando del golpe en la cabeza y, desenvainando la espada, se incorporó a la refriega. William enarboló su arma y atacó también.

Los cuatro formaban un formidable equipo de luchadores. Estaban haciendo retroceder a los proscritos, que intentaban desesperados contener las centelleantes espadas con sus cachiporras y hachas. William empezaba a pensar que se estaba desmoronando la moral de los asaltantes y que pronto huirían a la desbandada.

—¡El legítimo conde! —gritó entonces uno de ellos.

Fue como una especie de grito reunificador. Otros lo corearon y los proscritos lucharon con más saña. El incesante grito de «¡El legítimo conde! ¡El legítimo conde!» heló el corazón de William a pesar de que estaba luchando por salvar la vida. Significaba que quienquiera que estuviera al frente de los proscritos tenía sus miras puestas en el título que él poseía. Luchó con una mayor dureza, como si esa escaramuza pudiera decidir el futuro del Condado.

William se fijó en que, en realidad, tan sólo la mitad de los proscritos se hallaban luchando contra los caballeros. El resto se estaba llevando la harina. El combate quedó reducido a un intercambio constante de acometidas y paradas, de ataques y retrocesos. Los proscritos, al igual que soldados sabedores de que pronto va a sonar la retirada, peleaban de un modo cauteloso, a la defensiva. Detrás de los que se mantenían luchando, los otros sacaban del molino los últimos sacos de harina. Empezaron a retroceder hacia la puerta que conducía de la era a la casa. En menos que canta un gallo todo el Condado sabría que le habían robado ante sus propias narices. Y se convertiría en su hazmerreír. A tal punto le enfureció aquella idea, que lanzó un furioso ataque contra su adversario, atravesándole el corazón con una clásica acometida.

Luego, un proscrito alcanzó a Hugh con un afortunado ataque en el hombro derecho que lo dejó fuera de combate. En aquel momento eran dos los proscritos que se encontraban en la puerta conteniendo a los tres caballeros supervivientes. La situación era en sí humillante. Pero entonces, con impresionante arrogancia, uno de los proscritos indicó con un gesto al otro que se fuera. El hombre desapareció y el que quedó fue retrocediendo sin inmutarse hasta la única habitación de la casa del molinero.

Tan sólo uno de los caballeros podía permanecer en la puerta y luchar contra el proscrito. William se abrió paso apartando a Walter y a Gervase. Quería para sí a aquel hombre. Al cruzar las espadas, William supo de inmediato que el hombre no era un campesino desposeído. Era un duro y experto luchador como el propio William. Miró por primera vez el rostro del proscrito y el sobresalto fue tan descomunal que a punto estuvo de dejar caer la espada.

Su adversario era Richard de Kingsbridge.

La cara de Richard rebosaba de odio. William pudo ver la cicatriz en la oreja mutilada. La fuerza del rencor de Richard aterró a William más de lo que pudiera hacerlo su espada centelleante. William creía haber aplastado para siempre a Richard; pero este había vuelto a la lid al frente de un ejército de harapientos que habían dejado en ridículo a William.

Richard cargó con dureza contra él, aprovechando su momentáneo desconcierto. William evitó una acometida, alzó su espada parando un golpe y retrocedió. Richard siguió avanzando. Pero William se encontraba ya, en parte, protegido por la puerta, lo que reducía el campo de movimiento de Richard hasta llevar a William hasta la era del molino, en tanto que Richard quedaba en la puerta. Walter y Gervase se lanzaron contra Richard, quien retrocedió de nuevo bajo la presión de los tres. Tan pronto como quedó la puerta libre, Walter y Gervase hubieron de retroceder y William volvió a quedar enfrentado a Richard.

William se dio cuenta de que Richard se encontraba en posición casi desesperada. Tan pronto como ganaba terreno, se veía enfrentado a los tres hombres. Cuando William se cansara, podía ceder el puesto a Walter. Para Richard era casi imposible contener a los tres por tiempo indefinido. Estaba librando una batalla perdida de antemano. Después de todo, tal vez ese día no terminara con la humillación de William. Era posible que acabara con su más viejo enemigo. Richard debía de estar pensando lo mismo y era de presumir que hubiese llegado a idéntica conclusión. Sin embargo, no daba muestras de perder energía ni decisión. Miró a William con una sonrisa cruenta que acobardó a este, y saltó hacia delante con una estocada larga. William la evitó, pero dio un traspié. Walter se abalanzó para evitar el golpe de gracia a William. Richard, en lugar de seguir atacando, dio media vuelta y salió corriendo. William se puso en pie, lo que provocó un encontronazo con Walter mientras que Gervase intentaba pasar entre ambos. Les costó un momento librarse unos de otros pero, en ese instante, Richard cruzó la pequeña habitación y salió de la casa cerrando la puerta de golpe. William fue tras él y la abrió. Los proscritos se aprestaban ya a la retirada y, para colmo de humillación, lo hacían montados en los caballos de los caballeros de William, el cual, al salir precipitadamente de la casa, pudo ver que Richard ocupaba la silla de su propia montura, un soberbio caballo de batalla que le había costado el rescate de un rey. Era evidente que habían desatado al caballo y lo tenían preparado. A William le asaltó la mortificante idea de que era la segunda vez que le robaba su caballo de batalla. Richard lo espoleó en las ijadas y el caballo se encabritó porque no acogía bien a los extraños. Pero Richard era un excelente jinete y permaneció en la silla. Tiró de las riendas, haciendo bajar la cabeza al caballo. En ese momento, William se precipitó hacia delante y se lanzó contra él blandiendo su espada. Debido a que el caballo corcoveaba, William falló su objetivo, quedando clavada la punta de su hoja en la madera de la silla. Luego, el animal salió corriendo y bajó como una flecha la calle de la aldea en seguimiento de los demás proscritos montados. William contempló cómo se marchaban. Se sentía embargado por un odio mortal.

El legítimo conde, se dijo. El legítimo conde.

Dio media vuelta. Walter y Gervase permanecían en pie detrás de él. Hugh y Louis estaban heridos, aunque ignoraba si sus heridas eran graves. Guillaume estaba muerto y había empapado de sangre la túnica de William. Experimentó una terrible humillación. Apenas era capaz de levantar la cabeza.

Por suerte, la aldea se encontraba desierta. Los campesinos se habían refugiado en los bosques sin esperar a ser testigos de la ira de William. El molinero y su mujer también se habían esfumado. Los proscritos se llevaron todas las monturas de los caballeros, dejando tan sólo los dos carros con los bueyes.

William miró a Walter.

—¿Viste quién era? Me refiero al último.

—Sí.

Walter tenía la costumbre de hablar lo menos posible cuando su amo estaba furioso.

—Era Richard de Kingsbridge —contestó William.

Walter asintió.

—Y le llamaban el legítimo conde —agregó William.

Walter no dijo ni una palabra.

William atravesó de nuevo la casa y entró en el molino.

Hugh se hallaba sentado, apretándose el hombro derecho con la mano izquierda. Estaba pálido.

—¿Cómo va eso? —le preguntó.

—No es nada —contestó—. ¿Quiénes eran esas gentes?

—Proscritos —repuso lacónico William.

Miró en derredor. En el suelo se encontraban siete u ocho proscritos, unos muertos y otros heridos. Vio a Louis tumbado boca arriba con los ojos abiertos. En principio, creyó que no vivía; entonces Louis parpadeó.

—Louis —dijo William.

El herido levantó la cabeza pero parecía confuso. Todavía no se había recuperado.

—Hugh, ayuda a Louis a subir al carro y tú, Walter, pon el cuerpo de Guillaume en el otro —ordenó William.

Los dejó cumpliendo sus órdenes y salió.

Ninguno de los aldeanos tenía caballo, pero el molinero sí. Era una jaca que se hallaba pastando en la hierba rala junto a la orilla del río. William encontró la silla y se la puso. Algo más tarde, abandonaba Crowford con Walter y Gervase conduciendo las yuntas de bueyes.

Su furia no amainó durante el viaje hasta el castillo del obispo Waleran. Por el contrario, iba en aumento mientras rumiaba sobre lo que había descubierto. Ya era bastante terrible que los proscritos hubieran sido capaces de desafiarle, pero todavía era mucho peor que estuvieran acaudillados por su viejo enemigo Richard. Y lo que ya resultaba por completo intolerable era que le llamaran el legítimo conde. Si no se acababa con ellos de manera definitiva, muy pronto Richard los utilizaría para lanzar un ataque directo contra él. Claro que sería ilegal que Richard se apoderara de esa manera del Condado. Pero William tenía la impresión de que cualquier queja de ataque ilegal, presentada por él tal vez no fuera acogida con simpatía. El hecho de que William hubiera caído en una emboscada siendo vencido y robado por los proscritos y de que pronto todo el Condado estuviera riéndose a mandíbula batiente de su humillación, no era el peor de sus problemas. De repente, su derecho al Condado se veía amenazado en serio.

Era indudable que tenía que matar a Richard. La cuestión consistía en cómo encontrarlo. Estuvo cavilando sobre el problema durante todo el camino hasta el castillo. Y, cuando llegó, lo único que había sacado en limpio era que, probablemente, la clave la tenía el obispo Waleran.

Entraron en el castillo de Waleran como un desfile cómico en una feria: el conde a lomos de una jaca cansina y sus caballeros conduciendo carros. William rugió órdenes perentorias a los hombres del obispo. Envió a uno de ellos en busca de un enfermero para Hugh y Louis, y a otro a que buscara a un sacerdote para rezar por el alma de Guillaume. Gervase y Walter fueron a la cocina a buscar cerveza y William entró en la torre del homenaje. Fue recibido por Waleran en sus habitaciones privadas. William aborrecía tener que pedir algo a Waleran. Pero necesitaba de su ayuda para localizar a Richard. El obispo estaba revisando una relación de cuentas, una lista interminable de números. Levantó la vista y vio la furia reflejada en el rostro de William.

—¿Qué ha pasado? —preguntó con aquel tono levemente divertido que siempre sacaba de quicio a William, el cual rechinó los dientes.

—He descubierto quién es el que organiza y dirige a esos malditos proscritos.

Waleran enarcó una ceja.

—Es Richard de Kingsbridge.

—Ah. —Waleran asintió comprensivo—. Claro. Tiene sentido.

—Significa peligro —dijo furioso William, que detestaba que Waleran se mostrara frío y reflexivo respecto a las cosas—. Le llaman «el legítimo conde» —apuntó con un dedo hacia Waleran—. Ciertamente vos no querréis que este Condado vuelva a esa familia. Os odian y son amigos del prior Philip, vuestro viejo enemigo.

—Está bien, cálmate —respondió Waleran con tono condescendiente—. Sin duda alguna, estás en lo cierto. No puedo permitir que Richard de Kingsbridge recupere el Condado.

William se sentó. Empezaba a dolerle todo el cuerpo. Últimamente sufría las secuelas de la lucha como jamás las había sufrido. Sus músculos se hallaban tensos, y sus manos doloridas y heridas por los ataques o las caídas. Sólo tengo treinta y siete años, se dijo. ¿Empieza la vejez a esa edad?

—Tengo que matar a Richard. Una vez que haya desaparecido, los proscritos serán de nuevo una chusma inofensiva.

—Estoy de acuerdo.

—Matarlo será fácil. El problema está en encontrarlo. Pero en ello podéis ayudarme vos.

Waleran se frotó con el pulgar la afilada nariz.

—No sé cómo.

—Escuchad. Si están organizados tienen que encontrarse en alguna parte.

—No sé qué quieres decir. Están en los bosques.

—En circunstancias comunes, no se puede encontrar proscritos en el bosque. La mayoría de ellos no pasan dos noches seguidas en el mismo lugar. Hacen un fuego en cualquier parte y duermen en los árboles. Pero, si alguien quiere organizar a semejante gente, tiene que reunirlos a todos en un punto. Hay que tener una guarida permanente.

—Así que hemos de descubrir dónde está la guarida de Richard.

—Exacto.

—¿Y cómo te propones hacerlo?

—Ahí es donde entráis vos.

Waleran parecía escéptico.

—Apuesto a que la mitad de la gente de Kingsbridge sabe dónde está —dijo William.

—Pero no nos lo dirán. En Kingsbridge todos nos odian a ti y a mí.

—No todos —dijo William—. No exactamente todos.

A Sally la Navidad le parecía maravillosa, pues la comida especial de Navidad era casi toda dulce: bizcochos de jengibre, pan de trigo, huevos y miel, licor de pera, que la hacía reír. Y ese embutido que hervía durante horas y luego era horneado, y cuyo relleno sabía a gloria. Ese año había menos cosas debido a la carestía. Pero Sally disfrutaba igualmente.

Le gustaba decorar la casa con acebo y colgar el muérdago del beso.

Que la besaran le hacía reír todavía más que el vino de pera. El primer hombre que atravesaba el umbral llevaba la suerte siempre que su pelo fuera negro. El padre de Sally tenía que quedarse en casa toda la mañana de Navidad porque su pelo rojo llevaría consigo la mala suerte.

A Sally le encantaba la representación de la Natividad en la iglesia. Le gustaba ver a los monjes vestidos como reyes orientales y de ángeles y pastores. Se reía como una loca cuando todos los falsos ídolos caían derribados con la llegada de la Sagrada Familia a Egipto. Pero lo mejor de todo era el obispo adolescente. El tercer día de Navidad los monjes vestían al más joven de los novicios con la indumentaria de obispo, y todo el mundo tenía que obedecerle.

La mayoría de las gentes de la ciudad esperaban en el recinto del priorato a que saliera el obispo adolescente. La costumbre era que diera órdenes a los ciudadanos de más edad y dignidad para que realizaran tareas bajas, como ir a coger leña o limpiar las cochiqueras. También se daba aires exagerados, haciendo gracias e insultando a quienes tenían autoridad. El año anterior hizo que el sacristán desplumara una gallina. El resultado fue hilarante, ya que este no tenía la menor idea de cómo se hacía y había plumas por doquier.

Con gran solemnidad, apareció un muchacho de unos doce años, de sonrisa traviesa, vistiendo un ropón de seda púrpura y llevando un báculo de madera. Venía a hombros de dos monjes y llevaba tras de sí al resto del monasterio. Todo el mundo aplaudió y lanzó vítores. Lo primero que hizo fue señalar al prior Philip.

—¡Tú, muchacho! ¡Ve al establo y almohaza al asno!

Hubo un estallido de risas. Todo el mundo sabía que el viejo asno tenía un genio de todos los demonios y que jamás se le había cepillado.

—Sí, mi señor obispo —dijo el prior Philip, y con una mueca sonriente, se encaminó a realizar su tarea.

—¡Adelante! —ordenó el obispo adolescente.

La procesión salió fuera del recinto del priorato, con los ciudadanos a la zaga. Algunas gentes se ocultaban y echaban el cerrojo a sus puertas por temor a que los eligieran para hacer algún trabajo desagradable. Pero entonces se perdían la diversión. Allí se encontraba toda la familia de Sally. Sus padres, su hermano Tommy, la tía Martha e incluso el tío Richard que había regresado inesperadamente a casa la noche anterior.

El obispo adolescente los condujo primero a la cervecería, visita que era tradicional. Pidió cerveza gratis para él y para todos los novicios. El cervecero se la dio de buena gana.

Sally se encontró sentada en un banco junto al hermano Remigius, uno de los monjes más viejos. Era un hombre alto, poco cordial, y la niña nunca había hablado con él. Pero en ese momento le sonreía.

—Es agradable que tu tío Richard haya vuelto a casa por la Navidad —le dijo.

—Me ha dado un gatito de madera que él mismo ha hecho con su cuchillo —le explicó Sally.

—Eso está muy bien. ¿Crees que se quedará mucho tiempo?

La niña se quedó pensativa.

—No lo sé.

—Espero que tendrá que marcharse pronto.

—Sí. Ahora vive en el bosque.

—¿Sabes tú dónde?

—Sí. En un lugar que se llama Sally's Quarry. ¡Tiene el mismo nombre que yo! —comentó riendo.

—Es verdad —dijo el hermano Remigius—. Muy interesante.

—Y ahora, Andrew, el sacristán y el hermano Remigius harán la colada de la viuda Poll —decidió el obispo adolescente una vez hubieron bebido.

Sally aplaudió riendo a carcajadas. La viuda Poll, una mujer gorda y de cara congestionada, era lavandera. A aquellos perezosos monjes les fastidiaría lavar las malolientes camisas y calcetines que las gentes se cambiaban cada seis meses.

El gentío abandonó la cervecería y llevaron en procesión al obispillo hasta la casa de una sola habitación de la viuda Poll, allá abajo, junto al muelle. A ella le dio un ataque de risa y se puso todavía más colorada cuando le comunicaron quién iba a hacer su colada.

Andrew y Remigius llevaron un pesado cesto de ropa sucia desde la casa hasta la orilla del río. Andrew abrió el cesto y Remigius, con una expresión de asco supremo sacó la primera pieza.

—¡Cuidado con esa, hermano Remigius! ¡Es mi camisa! —gritó con descaro una joven.

Remigius enrojeció y todo el mundo se echó a reír.

Los dos monjes hicieron de tripas corazón y empezaron a lavar la ropa en las aguas del río, con los ciudadanos dándoles consejos y aliento. Sally se dio cuenta de que Andrew estaba hasta las mismísimas narices, en cambio Remigius tenía una extraña expresión de contento.

Una bola enorme de hierro colgaba de un andamio sujeta por una cadena. Recordaba el dogal del verdugo balanceándose en el extremo de una horca. También había una cuerda atada a la bola. Esa cuerda pasaba por una garrucha sobre la estaca superior del andamio y pendía hasta el suelo donde dos jornaleros la sujetaban. Cuando estos tiraron de ella, la bola subió y retrocedió hasta tocar la garrucha, y la cadena quedó horizontal a lo largo del andamio.

Se encontraba mirando la mayoría de la población de Shiring.

Los hombres soltaron la cuerda. La bola de hierro cayó y osciló y se estrelló contra el muro de la iglesia. Sonó un golpe terrorífico, el muro se estremeció y William sintió el impacto en el suelo, bajo sus pies. Pensó que hubiera sido formidable tener a Richard sujeto a aquel muro precisamente en el lugar contra el que se había estrellado la bola. Habría quedado aplastado como una mosca.

Los jornaleros tiraron de nuevo de la cuerda. William se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento al detenerse la bola de hierro arriba, al final del trayecto. Los hombres la soltaron; se balanceó y esa vez sí que hizo un agujero en el muro de piedra. Todos aplaudieron.

Era un mecanismo ingenioso.

William estaba contento de ver que el trabajo avanzaba en el enclave donde construiría la nueva iglesia. Pero ese día su mente estaba ocupada por cuestiones más urgentes. Con la mirada, buscó en derredor al obispo Waleran. Lo localizó al fin. Se hallaba hablando con Alfred Builder.

—¿Está ya aquí el hombre? —preguntó William al obispo llevándoselo aparte.

—Es posible —repuso Waleran—. Ven a mi casa.

Atravesaron la plaza del mercado.

—¿Has traído tus tropas? —preguntó Waleran.

—Claro. Doscientos hombres. Están esperando en los bosques, justo a la salida de la ciudad.

Entraron en la casa. Hasta William llegó el olor a jamón cocido.

Se le hizo la boca agua, pese al gran apremio. En aquellos momentos, la mayoría de la gente estaría administrando con enorme tiento sus víveres; pero en Waleran parecía cuestión de principios no permitir que la carestía cambiara su modo de vida. Al obispo, aunque nunca comía demasiado, le gustaba que todo el mundo supiera que era demasiado rico y poderoso para que pudieran afectarle unas simples cosechas.

La vivienda de Waleran era una casa urbana clásica de fachada estrecha, con un salón en la parte delantera, una cocina detrás y un patio en la parte trasera, en el que había un pozo negro, una colmena y una cochiquera. William se tranquilizó al ver a un monje esperando en el salón.

—Buenos días, hermano Remigius —le saludó Waleran.

—Buenos días, mi señor obispo. Buenos días, Lord William —dijo Remigius.

William miró ansioso al monje. Era un hombre nervioso, de rostro arrogante y saltones ojos azules. Su cara le resultaba vagamente familiar, una entre tantas cabezas tonsuradas en los oficios sagrados de Kingsbridge. Durante años, William había estado oyendo hablar de él como un espía de Waleran en el territorio del prior Philip, pero era la primera vez que hablaba con el hombre.

—¿Tenéis alguna información para mí? —le preguntó.

—Es posible —respondió Remigius.

Waleran se quitó la capa bordeada de piel y se acercó al fuego para calentarse las manos. Un sirviente les llevó vino de bayas de saúco caliente en cubiletes de plata. William cogió uno y lo bebió esperando impaciente que el sirviente se retirara.

Waleran saboreó el vino mientras dirigía a Remigius una mirada inquisitiva.

—¿Qué excusa has dado para abandonar el priorato? —le preguntó Waleran una vez el sirviente hubo salido.

—Ninguna —contestó Remigius.

Waleran enarcó una ceja.

—No voy a regresar —aseguró Remigius desafiante.

—¿Cómo es eso?

Remigius aspiró hondo.

—Estás construyendo aquí una catedral.

—No es más que una iglesia.

—Va a ser muy grande. Planeas que acabe siendo una iglesia catedral.

—Supongamos por un momento que estés en lo cierto —dijo Waleran tras una breve vacilación.

—La catedral habrá de estar gobernada por un capítulo, ya sea de monjes o de canónigos.

—¿Y qué?

—Quiero ser el prior.

William se dijo que eso tenía lógica.

—Y estabas tan seguro de llegar a serlo que abandonaste Kingsbridge sin el permiso de Philip y sin excusa alguna —comentó Waleran con tono agrio.

Remigius pareció incómodo. William simpatizaba con él. Aquel talante desdeñoso que con tanta frecuencia adoptaba Waleran era suficiente para molestar a cualquiera.

—Espero no haberme mostrado confiado en exceso —dijo Remigius.

—Es de presumir que podrás conducirnos hasta Richard.

—Sí.

—¡Hombre listo! ¿Dónde está? —interrumpió William excitado.

Remigius se mantuvo en silencio y miró a Waleran.

—¡Vamos, Waleran! ¡Dadle el cargo, por Dios bendito! —intercedió William.

Waleran seguía mostrándose vacilante. William sabía que no soportaba que lo coaccionara nadie.

—Muy bien, serás prior —aceptó por último Waleran.

—Y ahora, ¿dónde está Richard?

Remigius seguía con la mirada clavada en el obispo.

—¿A partir de hoy mismo?

—A partir de hoy mismo.

Entonces Remigius se volvió hacia William.

—Un monasterio no es tan sólo una iglesia y un dormitorio. Necesita tierras, granjas, iglesias que paguen diezmos…

—Decidme dónde está Richard y, para empezar, os daré cinco aldeas con sus iglesias parroquiales —le aseguró William.

—La fundación necesitará la correspondiente carta de privilegio.

—No temas. La tendrás —le aseguró Waleran.

—Vamos, hombre de Dios. Tengo un ejército esperando a las afueras de la ciudad. ¿Dónde se halla la guarida de Richard?

—En un lugar llamado Sally's Quarry, cerca del camino de Winchester.

—¡Lo conozco! —William hubo de contenerse para no lanzar un alarido de triunfo—. Es una cantera abandonada. Ya no va nadie por allí.

—La recuerdo —declaró a su vez Waleran—. Hace años que no se trabaja en ella. Es una excelente guarida. Nunca sabrías que existe a menos que dieras con ella.

—Pero también es una trampa —exclamó William con feroz regocijo—. Los tres muros que la forman son prácticamente impenetrables. Nadie escapará. Y además no cogeré prisioneros —su excitación subió de tono al imaginarse la escena—. Haré una auténtica carnicería. Será como matar pollos en un gallinero.

Los dos hombres de Dios lo miraban de forma extraña.

—¿Acaso os asalta algún pequeño escrúpulo, hermano Remigius? —preguntó William desdeñoso—. ¿Os revuelve el estómago la idea de una matanza, mi señor obispo? —Sabía, por la expresión de sus caras, que había dado en el clavo con los dos. Esos hombres religiosos eran grandes maquinadores, pero cuando se trataba de derramamiento de sangre tenían que seguir confiando en los hombres de acción—. Sé que estaréis rezando por mí —dijo sarcástico.

Y en seguida se puso en marcha.

Tenía el caballo atado fuera. Era un soberbio garañón negro que había sustituido, aunque no igualado, al caballo de batalla que Richard le robó. Lo montó y salió cabalgando de la ciudad. Contuvo su excitación e intentó pensar con frialdad en las posibles tácticas. Se preguntó cuántos proscritos habría en Sally's Quarry. En cada una de sus incursiones hicieron acto de presencia más de cien hombres. Serían al menos doscientos, tal vez incluso quinientos. Era posible, incluso, que superaran los efectivos de William. De manera que habría de aprovechar al máximo sus ventajas. Una de ellas era la sorpresa. Otra, las armas. La mayoría de los proscritos tenían garrotes, martillos y, en el mejor de los casos, hachas. Por supuesto, ninguna armadura. Pero la ventaja más importante era que los hombres de William iban a caballo. Los proscritos tenían pocos caballos y no era probable que muchos de ellos estuvieran cabalgando en el preciso momento en que eran atacados. Para darse un mayor margen, decidió enviar a algunos arqueros por las laderas laterales de la colina para disparar durante unos momentos hacia la cantera antes del asalto definitivo.

Lo principal de todo era evitar que escapara un solo proscrito. Al menos hasta que estuviera seguro de que Richard había muerto o había sido capturado. Decidió situar a un puñado de hombres de confianza en la retaguardia antes del ataque definitivo y atrapar a cuantos proscritos astutos intentaran zafarse.

Walter seguía esperando con los caballeros y hombres de armas en el mismo lugar donde William los dejó un par de horas antes. Se mostraban ansiosos y su moral era alta, ya que daban por descontada una fácil victoria. Poco después iban al trote por el camino de Winchester.

Walter cabalgaba junto a William en el más absoluto silencio. Una de las mejores cualidades de Walter era su habilidad para mantenerse callado. William se había dado cuenta de que la mayoría de la gente le hablaba sin cesar, incluso cuando no tenían nada que decir, tal vez por el propio nerviosismo. Walter respetaba a William, pero no se mostraba nervioso ante él. Hacía demasiado tiempo que estaban juntos.

William se sentía embargado por una mezcla familiar de expectación anhelante y temor mortal. Luchar era lo único en el mundo que hacía bien, y cada vez arriesgaba su vida. Pero la incursión aquella era especial. En esta ocasión tenía la oportunidad de destruir al hombre que durante quince años había sido una espina clavada en su carne.

Al cabo de unas millas se desviaron del camino de Winchester.

Tomaron por un sendero apenas visible, hasta el punto de que William lo hubiera pasado por alto de no haber estado buscándolo. Una vez dentro de él, podía seguirlo observando la vegetación. Había una franja de cuatro o cinco yardas de ancho sin árboles desarrollados. Envió a los arqueros por delante y, para darles tiempo, redujo durante unos momentos la marcha del resto de sus hombres. Era un día de enero claro, y los árboles sin hojas apenas reducían la fría luz del sol. Hacía ya muchos años que William no había estado en la cantera y no sabía a qué distancia podía encontrarse. Sin embargo, cuando se hallaban a una milla más o menos del camino, empezó a descubrir indicios de que el sendero estaba siendo utilizado. Vegetación pisoteada, pimpollos rotos y el barro removido. Experimentó una gran satisfacción al ver confirmado el informe de Remigius.

Se sentía tan tenso como la cuerda de un arco. Los indicios se hicieron cada vez más patentes. Hierba muy aplastada, cagajones de caballos, desperdicios humanos. A aquella distancia, dentro del bosque, los proscritos no se habían molestado en ocultar su presencia. Ya no cabía la menor duda. Se encontraban allí. La batalla se hallaba a punto de comenzar.

La guarida debía de estar ya muy cerca. William aguzó el oído. En cualquier momento sus arqueros empezarían el ataque y se escucharían gritos y maldiciones, chillidos de dolor y el relincho de caballos aterrados.

El sendero los condujo hasta un gran calvero y William vio, a un par de centenares de yardas, la entrada a la Sally's Quarry. No se oía ruido alguno. Algo andaba mal. Sus arqueros no disparaban. William sintió un escalofrío de aprensión. ¿Qué había pasado? ¿Era posible que sus arqueros hubieran caído en una emboscada y que los centinelas los hubieran dejado fuera de combate sin hacer ruido? No a todos, eso seguro.

Pero no había tiempo de cábalas. Se encontraba casi encima de los proscritos. Espoleó su caballo y lo lanzó al galope. Sus hombres le siguieron y se lanzaron con gran estruendo hacia la guarida. El temor de William se había desvanecido ante el júbilo de la carga. El camino hasta la guarida era como una pequeña garganta tortuosa, de modo que el interior no podía verse al acercarse. Miró hacia arriba y vio a algunos de sus arqueros en la cima del farallón, mirando hacia abajo. ¿Por qué no disparaban? Tuvo una premonición de desastre y habría dado media vuelta, a no ser porque ya no podían detener a los caballos lanzados a la carga. Con la espada en la mano derecha, sujetando las riendas con la izquierda, el escudo colgándole del cuello, galopó hasta la cantera abandonada.

Allí no había nadie.

El desencanto le sacudió como un golpe físico. Estaba a punto de romper a llorar. Todos los indicios lo habían avalado. Estaba tan seguro. Sentía la frustración en las entrañas, como un dolor. Al ir los caballos reduciendo la marcha, William pudo comprobar que, de hecho, había sido la guarida de los proscritos hasta hacía poco. Se veían cobertizos construidos con ramas y cañas, restos de fuegos para cocinar y también estercoleros. En una esquina de la zona, se habían clavado algunas estacas para utilizarlo como corral para los caballos. William pudo ver acá y allá restos de ocupación humana. Huesos de pollo, sacos vacíos, un zapato viejo, una olla rota. Incluso una de las hogueras parecía humear todavía. Renació en él la esperanza. Tal vez acabaran de irse y todavía pudiera alcanzarlos. Fue entonces cuando descubrió una única figura en cuclillas junto al fuego. La figura se puso en pie. Era una mujer.

—Bien, bien, William Hamleigh —dijo ella—. Demasiado tarde, como de costumbre.

—¡Vaca insolente! Te arrancaré la lengua por eso —vociferó William.

—No me tocarás —repuso ella con calma—. He maldecido a mejores hombres que tú.

Se llevó tres dedos a la cara, como una bruja. Los caballeros retrocedieron y William se santiguó a fin de protegerse. La mujer lo miró sin temor alguno con un par de extraños ojos dorados:

—¿No me reconoces, William? —le preguntó—. En una ocasión intentaste comprarme por una libra. —Se echó a reír—. Fuiste afortunado al no lograrlo.

William recordó aquellos ojos. Era la viuda de Tom Builder, la madre de Jack Jackson, la bruja que vivía en el bosque. Se sentía desde luego muy satisfecho de no haberla comprado. Y ansiaba alejarse de ella lo más deprisa posible, pero antes tenía que interrogarla.

—Muy bien, bruja —le dijo—. ¿Estaba aquí Richard Kingsbridge?

—Hasta hace dos días.

—¿Y puedes decirme a dónde se fue?

—Sí, claro que puedo —contestó ella—. Él y sus proscritos se han ido a luchar por Henry.

—¿Henry? —repitió William como un eco. Tenía la horrible sensación de saber a qué Henry se refería—. ¿El hijo de Maud?

—Sí.

William se quedó helado. Era posible que el joven y enérgico duque de Normandía tuviera éxito donde su madre había fracasado y, si en esta ocasión Stephen era derrotado, William podía caer con él.

—¿Qué ha pasado? —indagó con tono apremiante—. ¿Qué ha hecho Henry?

—Ha cruzado las aguas con treinta y seis barcos y ha desembarcado en Wareham. Según dicen, ha traído con él un ejército de tres mil hombres. Nos han invadido.

3

La ciudad de Winchester se hallaba atestada. La situación era tensa y peligrosa. Allí se encontraban los dos ejércitos. Las fuerzas del rey Stephen estaban guarecidas en el castillo. Los rebeldes del duque Henry, incluidos Richard y sus proscritos, se encontraban acampados fuera de las murallas de la ciudad en Saint Gile's Hill, lugar donde se celebraba la feria anual. A los soldados de ambas partes les estaba vedado entrar en la población; pero muchos de ellos, desafiando la prohibición, pasaban las noches en las cervecerías, los reñideros de gallos y los burdeles, donde se emborrachaban, abusaban de las mujeres, luchaban y se mataban entre sí durante partidas de dados y Nine-Men's Morris.

El rey había perdido todo espíritu combativo en el verano, cuando murió su hijo mayor. En aquellos momentos, Stephen moraba en el castillo real, y el duque Henry se alojaba en el palacio del obispo. Sus representantes, el arzobispo Theobald de Canterbury, en nombre del rey, y el viejo desfacedor de poderíos, el obispo Henry de Winchester por parte del duque Henry, estaban celebrando conversaciones de paz. Cada mañana, el arzobispo Theobald y el obispo Henry se reunían en el palacio episcopal. A mediodía, el duque Henry solía atravesar las calles de Winchester con sus lugartenientes, incluido Richard, para ir a almorzar al castillo.

La primera vez que Aliena vio al duque Henry no pudo creer que fuera el hombre que gobernaba un imperio tan grande como Inglaterra. Tendría unos veinte años y su rostro estaba atezado y lleno de pecas como el de un campesino. Vestía una sencilla túnica oscura sin bordado alguno y llevaba muy corto el pelo rojizo. Ofrecía el aspecto del laborioso hijo de un hacendado próspero. Sin embargo, percibió, al cabo de un tiempo, que tenía una especie de magnetismo de poder. Era de baja estatura y musculoso, con hombros anchos y una gran cabeza. Pero la impresión de gran fuerza física quedaba compensada por unos ojos grises penetrantes y observadores. La gente que le rodeaba jamás se acercaba a él demasiado, sino que lo trataba con una familiaridad cautelosa, como si temieran que fuese a montar en cólera en cualquier momento.

Aliena pensaba que, en el castillo, los comensales debían sufrir una desagradable tensión al tener a los jefes de ambos ejércitos comiendo juntos. Se preguntaba cómo soportaría Richard sentarse a la misma mesa con el conde William. Ella le habría amenazado con el cuchillo de trinchar en lugar de pasarle el venado asado. Por su parte, sólo veía a William desde cierta distancia y en breves ocasiones. Parecía inquieto y malhumorado, lo cual constituía una buena señal.

Mientras los condes, obispos y abates se reunían en la torre del homenaje, la pequeña nobleza lo hacía en el patio del castillo, tales como los caballeros, los sheriffs, los barones de menor importancia, los funcionarios de justicia y los habitantes del castillo. Gentes que no podían estar lejos de la ciudad capital mientras se estaba decidiendo su futuro y el del reino. Casi todas las mañanas, Aliena encontraba allí al prior Philip. Corrían docenas de rumores distintos. Un día se decía que todos los condes que apoyaban a Stephen serían privados del título, lo que significaría el fin de William. Al día siguiente, todos ellos iban a conservar el Condado, lo que arruinaría las esperanzas de Richard. Se derribarían todos los castillos de Stephen. Luego los de los rebeldes. El siguiente rumor aseguraba que los del uno y los del otro. Después ninguno. Una voz insistía en que todos los partidarios de Henry recibirían el título de caballeros y un centenar de acres. Richard no quería aquello, quería el Condado.

Richard no tenía ni idea de qué rumores eran veraces, en el caso de que lo fuera alguno. A pesar de ser uno de los lugartenientes en los que más confiaba Henry en el campo de batalla, no se le consultaba sobre los detalles de las negociaciones políticas. Sin embargo, Philip parecía saber lo que estaba ocurriendo. No quería decir quién le facilitaba aquella información. Pero Aliena recordaba que tenía un hermano que visitaba Kingsbridge de cuando en cuando y que había trabajado para Robert de Gloucester y la emperatriz Maud. Teniendo en cuenta que Robert y Maud ya habían muerto, era posible que trabajase para el duque Henry.

Philip declaró que los negociadores estaban a punto de firmar un acuerdo. El trato era que Stephen seguiría en el trono hasta su muerte. Pero que su sucesor sería Henry. Aquello inquietó a Aliena.

Stephen podía vivir otros diez años. ¿Qué pasaría entretanto? Era indudable que los condes de Stephen no serían desposeídos mientras este siguiera gobernando. Y entonces, ¿qué recompensas obtendrían los partidarios de Henry como Richard? ¿Se suponía que habían de esperar?

Philip supo la respuesta un día, a última hora de la tarde, cuando ya hacía una semana que estaban todos en Winchester. Envió como mensajero a un novicio para que llevara ante él a Aliena y Richard.

Mientras caminaban por las viejas calles del recinto de la catedral, Richard sentía un anhelo frenético y Aliena apenas podía contener el nerviosismo.

Philip estaba esperándolos en el cementerio. Hablaron entre las tumbas, en tanto que se iba poniendo el sol.

—Han llegado a un acuerdo —informó Philip sin preámbulo alguno—. Pero es algo embrollado.

Aliena no pudo soportar por más tiempo la tensión.

—¿Será Richard conde? —preguntó con tono apremiante.

Philip agitó la mano de un lado a otro como queriendo decir tal vez sí o tal vez no.

—Resulta complicado. Han llegado a un acuerdo. Las tierras de las que se hayan apoderado usurpadores serán devueltas a las gentes que las poseían en tiempos del viejo rey Henry.

—Es cuanto necesito —contestó Richard al punto—. Mi padre era conde en tiempos del viejo rey Henry.

—¡Cállate, Richard! —le conminó Aliena, y volviéndose hacia Philip le preguntó—: ¿Dónde está la complicación?

—En el acuerdo no hay nada que estipule que Stephen haya de ponerlo en vigor. Probablemente no habrá cambio alguno hasta su muerte, cuando Henry sea rey.

—¡Pero eso lo deja sin efecto! —exclamó Richard abatido.

—No del todo —puntualizó Philip—. Significa que tú eres el conde legítimo.

—Pero he de vivir como un proscrito hasta la muerte de Stephen, en tanto que ese animal de William ocupa mi castillo —exclamó Richard furioso.

—No hables tan alto —le reconvino Philip al pasar cerca de ellos un sacerdote—. Todo esto todavía es secreto.

Aliena se hallaba irritadísima.

—No estoy dispuesta a aceptar tal cosa —dijo—. No pienso esperar a que Stephen muera. He estado aguardando durante diecisiete años y ya estoy harta.

—¿Y qué puedes hacer? —preguntó Philip.

Aliena se encaró con Richard.

—La mayoría del país te aclama como el legítimo conde. Stephen y Henry han reconocido ahora que lo eres. Debes apoderarte del castillo y gobernar como el conde legítimo.

—¿Cómo voy a apoderarme? William lo habrá dejado sin duda bien protegido.

—Dispones de un ejército, ¿no es así? —dijo Aliena impulsada por su propia ira y frustración—. Tienes derecho al castillo y tienes fuerza para apoderarte de él.

Richard meneó la cabeza.

—Durante quince años de guerra civil, ¿sabes cuántas veces he visto tomar un castillo mediante ataque frontal? Ninguna. —Como siempre que se abordaban cuestiones militares, Richard mostraba autoridad y madurez—. Casi nunca se logra. A veces se toma una ciudad pero jamás un castillo. Pueden rendirse al cabo de un asedio o recibir refuerzos para continuar la lucha. También he visto que los han tomado debido a la cobardía, mediante estratagemas o traición. Pero en ningún caso por la fuerza.

Aliena seguía sin estar dispuesta a aceptar aquello. Era un dictamen desalentador. Le resultaba imposible resignarse a pasar más años de paciente expectación.

—Así pues, ¿qué ocurriría si condujeras a tu ejército hasta el castillo de William?

—Alzarían el puente levadizo y cerrarían las puertas antes de que pudiéramos entrar. Acamparíamos fuera. Entonces llegaría William con su ejército al rescate y atacaría nuestro campamento. Pero, incluso si le derrotásemos, seguiríamos sin tener el castillo. Los castillos son difíciles de atacar y fáciles de defender. Por eso se construyen.

Mientras hablaba, en la mente agitada de Aliena germinaba una idea.

—Cobardía, estratagema o traición —dijo.

—¿Qué?

—Dices que has visto tomar castillo por cobardía o mediante estratagemas o traición.

—Sí, claro.

—¿Cuál de esas fórmulas utilizó William cuando nos quitó el castillo hace tantos años?

Philip la interrumpió.

—Los tiempos eran diferentes. El país había disfrutado de paz durante treinta y cinco años bajo el gobierno del viejo rey Henry. William cogió a vuestro padre por sorpresa.

—Recurrió a una estratagema —explicó Richard—. Entró en el castillo subrepticiamente con algunos hombres, antes de que se diera la alarma. Pero el prior Philip tiene razón. Hoy día esa celada no daría resultado. La gente se ha vuelto mucho más cautelosa.

—Yo puedo entrar —dijo Aliena segura de sí misma, a pesar de que, mientras hablaba, sentía que el temor le atenazaba el corazón.

—Claro que puedes, eres una mujer —asintió Richard—. Pero una vez dentro no te sería posible hacer nada. Eso sería lo que te abriría la entrada. Eres inofensiva.

—No seas tan condenadamente arrogante —le cortó en seco Aliena—. He matado para protegerte, y eso es más de lo que tú has hecho jamás por mí, pedazo de ingrato. Así que no te atrevas a decir que soy inofensiva.

—Muy bien, no eres inofensiva —admitió Richard enfadado—. ¿Y qué harías una vez dentro del castillo?

Se desvaneció el enfado de Aliena. ¿Qué haría?, se dijo temerosa. ¡Al diablo con todo! Tengo al menos tanto valor y recursos como ese cerdo de William.

—¿Qué fue lo que hizo William?

—Mantener echado el puente levadizo y abierta la puerta el tiempo suficiente para que entraran las principales fuerzas de asalto.

—Entonces, eso es lo que haré —aseguró Aliena con el corazón en la boca.

—¿Pero cómo? —preguntó Richard escéptico.

Aliena recordó haber dado valor y consuelo a una jovencita de catorce años, aterrada por la tormenta.

—La condesa me debe un favor —dijo—. Y odia a su marido.

Aliena y Richard, junto con cincuenta de sus mejores hombres, cabalgaron durante la noche y llegaron a las cercanías de Earlcastle con el alba. Se detuvieron en el bosque que había en los campos del castillo. Aliena desmontó, se quitó la capa de lana de Flandes y las botas de piel suave, y los sustituyó por un tosco mantón de campesina y un par de zuecos. Uno de los hombres le entregó un cesto de huevos frescos colocados sobre paja. Aliena se lo colgó del brazo.

Richard la examinó de arriba abajo.

—Perfecto. Una campesina llevando productos para las cocinas del castillo.

Aliena tragaba con dificultad. El día anterior lo pasó rebosante de energía y audacia; pero, en aquellos momentos en que iba a llevar a cabo su plan, se sentía en verdad asustada.

Richard la besó en la mejilla.

—Cuando oiga la campana diré el Padrenuestro despacio y sólo una vez. Entonces, la avanzadilla se pondrá en marcha. Todo cuanto has de hacer es tranquilizar a los guardianes con un falso sentido de seguridad para que diez de mis hombres puedan atravesar los campos y entrar en el castillo sin despertar la alarma —le dijo.

Aliena asintió.

—Pero asegúrate de que el cuerpo principal no se descubra hasta que la avanzadilla haya atravesado el puente levadizo —aconsejó a su hermano.

Richard sonrió.

—Yo iré en cabeza del cuerpo principal. No te preocupes. Buena suerte.

—Y a ti también.

Aliena se alejó.

Salió del bosque y atravesó los campos abiertos en dirección al castillo que abandonó aquel aciago día, hacía dieciséis años. Al ver de nuevo el lugar, tuvo un recuerdo vívido y aterrador de aquella otra mañana, el aire húmedo después de la tormenta, y de los dos caballos atravesando veloces la puerta y corriendo por los campos empapados de lluvia, Richard a la grupa del caballo de batalla y ella en el otro más pequeño. Iban muertos de miedo. Se había pasado la vida negando lo ocurrido, empeñándose en olvidar, salmodiando para sí como el ritmo de los cascos del caballo: No puedo recordar. No puedo recordar, no puedo, no puedo. Y le había dado resultado. Durante mucho tiempo después, fue incapaz de rememorar la violación, pensando tan sólo que le había pasado algo terrible pero sin poder recordar los detalles. Y sólo cuando se enamoró de Jack le volvieron a la mente. Aquel recuerdo la aterró entonces hasta tal punto que había sido incapaz de corresponder al amor de él. Gracias a Dios, Jack tuvo una paciencia extraordinaria. Así es como Aliena llegó a saber que el amor de Jack era fuerte, al haber tenido que soportar tanto y seguir amándola.

Al ir acercándose al castillo, evocó algunos buenos recuerdos para calmar los nervios. Allí vivió de niña con su padre y Richard. Tuvieron riquezas y seguridad. Había jugado con su hermano en las murallas del castillo, merodeando por las cocinas y rapiñando alguna que otra golosina. Se sentaba junto a su padre para cenar en el gran salón. No sabía que era feliz, se dijo. No tenía ni idea de lo afortunada que era al no temer nada.

Hoy comenzarán de nuevo aquellos buenos tiempos, se dijo. Si soy capaz de hacerlo bien.

Había afirmado confiada. La condesa me debe un favor y odia a su marido. Pero, mientras cabalgaban durante la noche, estuvo reflexionando acerca de todas las cosas que podían ir mal. En primer lugar, era posible que ni siquiera pudiera entrar en el castillo, podía haber ocurrido algo que pusiera en estado de alerta a la guarnición. Tal vez los guardias fueran suspicaces, o tener la desgracia de topar con un centinela que le obstruyera el paso. En segundo lugar, y una vez dentro, podía ser incapaz de persuadir a Elizabeth para que traicionara a su marido. Había pasado año y medio desde que se encontró con ella durante la tormenta. Con el tiempo, las mujeres llegan a acostumbrarse a los hombres más depravados, y cabía la posibilidad de que Elizabeth se hubiera reconciliado ya con su suerte. Y, en tercer y último lugar, incluso si Elizabeth se mostraba dispuesta, podía darse que no tuviera la autoridad o la energía para hacer lo que Aliena quería. La última vez que se vieron era una chiquilla asustada y era muy fácil que la guardia del castillo se negara a obedecer lo que les dijera.

Aliena se sintió extrañamente vigilante mientras atravesaba el puente levadizo. Podía verlo y oírlo todo con una claridad fuera de lo normal. La guarnición empezaba en aquellos momentos a despertarse. Unos cuantos guardias legañosos deambulaban por las murallas, bostezando y tosiendo; junto a la entrada, se encontraba tumbado un perro viejo rascándose las pulgas. Se echó hacia delante la capucha para ocultar más el rostro, por si alguien pudiese reconocerla, y pasó por debajo del arco.

En la garita, montaba la guardia un astroso centinela, sentado en un banco y comiendo un gran trozo de pan. Su indumentaria era desaliñada, y el cinto colgaba de un clavo al fondo de la caseta.

Aliena, con el corazón en la boca y una sonrisa que enmascaraba su miedo, le mostró el cesto de huevos. El hombre hizo un ademán impaciente con la mano. Había superado el primer obstáculo.

Prácticamente no existía disciplina. Era comprensible, se trataba en definitiva de fuerzas representativas que habían quedado allí mientras los mejores hombres iban a la guerra. La agitación se hallaba en otra parte.

Hasta ese instante.

Por el momento todo iba bien. Aliena atravesó el patio inferior con los nervios a flor de piel. Le resultaba muy raro ser una extraña caminando por un lugar que había sido su hogar, ser una infiltrada donde en tiempos tuvo derecho a ir por donde quisiera. Las edificaciones de madera eran distintas. Las cuadras eran más grandes, la cocina había sido trasladada y había una nueva armería construida en piedra. Todo parecía más sucio de lo que solía estar. Pero la capilla continuaba allí, la capilla donde ella y Richard permanecieron sentados durante aquella horrorosa tormenta, conmocionados y mudos, helados de frío. Un grupo de sirvientes del castillo comenzaba sus tareas matinales. Uno o dos hombres de armas circulaban por el complejo. Ofrecían un aspecto amenazador. Pero tal vez se debiese a que Aliena tenía conciencia de que hubieran podido matarla de haber sabido lo que iba a hacer.

Si su plan tenía éxito, esa noche sería de nuevo dueña del castillo. La idea era emocionante aunque irreal, como un sueño maravilloso e imposible.

Entró en la cocina. Un muchacho se encontraba alimentando el fuego y una jovencita cortaba zanahorias. Aliena les dirigió una alegre sonrisa.

—Veinticuatro huevos frescos —dijo al tiempo que ponía el cesto sobre la mesa.

—La cocinera aún no se ha levantado —dijo el chico—. Tendrás que esperar por tu dinero.

—¿Podría tomar un bocado de pan de desayuno?

—En el gran zaguán.

—Gracias.

Dejó el cesto y volvió a salir.

Atravesó el segundo puente levadizo en dirección al complejo superior. Sonrió al guarda apostado en la segunda entrada. Tenía el pelo revuelto y los ojos inyectados en sangre. La miró de arriba abajo.

—¿Adónde vas? —le preguntó con tono inquieto y desafiante.

—A desayunar algo —repuso ella sin pararse.

La miró de reojo.

—Yo tengo algo para darte de comer —le gritó.

—Pero a lo mejor lo escupo —le contestó por encima del hombro.

Ni por un instante habían sospechado de ella. No creían que una mujer pudiera ser peligrosa. Eran realmente estúpidos. Las mujeres eran capaces de hacer casi todo lo que hacían los hombres. ¿Quiénes se hacían cargo de cuanto era necesario cuando los hombres se iban a luchar en las guerras o a las cruzadas? Había mujeres carpinteras, tintoreras, curtidoras, panaderas y cerveceras. La propia Aliena figuraba entre los comerciantes más importantes del Condado. Las obligaciones de una abadesa gobernando un convento eran exactamente las mismas que las de un abad. ¡Pero si precisamente había sido una mujer, la emperatriz Maud, la causante de la guerra civil que se había prolongado durante quince años! Sin embargo, esos zoquetes de hombres de armas no esperaban que una mujer fuera un agente enemigo, porque no era habitual.

Subió corriendo los escalones de la torre del homenaje y entró en el salón. No había mayordomo junto a la puerta. Seguramente porque el amo se hallaba fuera. En el futuro me aseguraré de que siempre haya un mayordomo junto a la puerta, se dijo Aliena, esté o no el amo en casa.

Quince o veinte personas se encontraban desayunando alrededor de una mesa pequeña. Alguno le dirigió una rápida mirada pero nadie hizo caso de ella. Se fijó en que el salón estaba muy limpio y que mostraba uno o dos toques femeninos. Las paredes recién enjalbegadas y yerbas aromáticas mezcladas con los junquillos del suelo. Elizabeth había estampado en cierto modo su marca. Era una señal esperanzadora.

Sin hablar con la gente sentada en la mesa, Aliena atravesó el salón hasta las escaleras de la esquina, intentando dar la impresión de encontrarse allí de pleno derecho, pero temiendo que la detuvieran en cualquier momento. Llegó al pie de la escalera sin llamar la atención. Corrió hacia los apartamentos privados situados en el piso alto. Entonces, oyó a alguien decir: ¡Eh, tú! No puedes subir ahí.

Aliena hizo caso omiso. Sintió correr a alguien detrás de ella.

Llegó arriba jadeante. ¿Dormiría Elizabeth en la habitación principal, la que ocupaba el antiguo conde? ¿O tendría una cama propia en la alcoba que fue de Aliena? Vaciló un instante con el corazón casi saliéndosele del pecho. Supuso que para entonces William estaría aburrido de que Elizabeth durmiera con él todas las noches y era casi seguro que le hubiera permitido tener un dormitorio propio. Aliena tocó con los nudillos en la habitación más pequeña. La puerta se abrió.

Había acertado. Elizabeth se encontraba sentada junto al fuego, en camisón, cepillándose el pelo. Levantó la mirada, frunciendo el entrecejo, y luego reconoció a Aliena.

—¡Sois vos! —exclamó—. ¡Vaya sorpresa!

Parecía complacida.

Aliena escuchó unos pesados pasos detrás de ella.

—¿Puedo pasar? —preguntó.

—¡Pues claro! Y sed bienvenida.

Aliena entró y cerró con la mayor rapidez que pudo. Se acercó a donde Elizabeth estaba sentada. Un hombre irrumpió en la habitación.

—¡Eh, tú! ¿Quién te crees que eres? —dijo yendo hacia Aliena en actitud de agarrarla.

—¡Quédate donde estás! —le gritó ella con su tono más autoritario.

El hombre vaciló. Aliena aprovechó aquel instante y dijo:

—Vengo a ver a la condesa con un mensaje del conde William. Te habrías enterado en su momento si hubieras estado montando guardia junto a la puerta en vez de estar embutiéndote con pan bazo.

El hombre adoptó una actitud culpable.

—Está bien, Edgar. Conozco a esta dama —le dijo Elizabeth.

—Entendido, condesa.

Y sin más, salió y cerró la puerta.

Lo he logrado, se dijo Aliena. He entrado.

Miró en derredor mientras se le calmaban los latidos del corazón. La habitación no parecía muy distinta a cuando era suya. Había pétalos secos en un cuenco, un bonito tapiz en la pared, algunos libros y un baúl para vestidos. La cama seguía en su sitio. Era la misma. Sobre la almohada, había una muñeca de trapo como la que Aliena había tenido. La hizo sentirse vieja.

—Esta era mi habitación —dijo.

—Lo sé —repuso Elizabeth.

Aliena quedó sorprendida. No había hablado con Elizabeth de su pasado.

—Desde aquella terrible tormenta, lo averigüé todo sobre vos —le explicó Elizabeth y añadió a continuación—: ¡Os admiro tanto!

Sus ojos brillaban de adoración por lo heroico de su conducta.

Aquello era una buena señal.

—¿Y William? —preguntó Aliena—. ¿Sois feliz viviendo con él?

Elizabeth apartó los ojos.

—Bueno —dijo—. Ahora tengo mi propia habitación y pasa mucho tiempo fuera. En realidad todo va mejor.

Prorrumpió en amargo llanto.

Aliena se sentó en la cama y rodeó a la joven con los brazos. Elizabeth lloraba con sollozos profundos y desgarradores y las lágrimas le bañaban la cara.

—¡Le odio! ¡Quisiera morirme! —dijo con voz entrecortada por los sollozos.

Su angustia era tan desgarradora y ella tan joven, que Aliena sintió también deseos de llorar. Tenía la penosa certeza de que la suerte de Elizabeth pudo haber sido la suya. Le dio unas palmaditas cariñosas en la espalda como hubiera podido hacer con Sally.

Elizabeth fue calmándose poco a poco. Se limpió la cara con la manga del camisón.

—Tengo miedo de tener un bebé —dijo con tristeza—. Estoy aterrada, porque sé cómo maltrataría al niño.

—Lo comprendo —le contestó Aliena.

Hubo un tiempo que ella misma se sintió aterrorizada con la idea de haber quedado encinta con un hijo de William.

Elizabeth la miró con los ojos muy abiertos.

—¿Es verdad lo que se dice que os hizo a vos?

—Sí, es verdad. Tenía vuestra edad cuando ocurrió.

Por un instante ambas se miraron fijamente, unidas por un odio común. De repente, Elizabeth pareció haber dejado de ser niña.

—Si queréis, podéis libraros de él. Hoy —sugirió Aliena.

Elizabeth se quedó mirándola.

—¿De verdad? —preguntó con lastimoso anhelo—. ¿De verdad?

Aliena hizo un ademán de asentimiento.

—Por eso estoy aquí.

—¿Podré irme a casa? —preguntó Elizabeth de nuevo con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Podré irme a Weymouth con mi madre? ¿Hoy?

—Sí. Pero habréis de ser valerosa.

—Haré cualquier cosa —manifestó la joven—. ¡Cualquier cosa! No tenéis más que decírmelo.

Aliena recordaba haberle explicado cómo hacerse respetar por los empleados de su marido y se preguntó si Elizabeth habría sido capaz de poner en práctica sus indicaciones.

—¿Continúan los sirvientes avasallándoos? —le preguntó con toda franqueza.

—Lo intentan.

—Pero vos no les dejaréis, imagino.

Elizabeth pareció algo incómoda.

—Bueno, a veces sí. Pero ahora ya tengo dieciséis años y he sido condesa casi durante dos años. Además, he tratado de seguir vuestro consejo y debo confesaros que ha dado resultado.

—Dejadme que os lo explique —empezó diciendo Aliena—. El rey Stephen ha firmado un pacto con el duque Henry. Todas las tierras han de ser devueltas a quienes las poseían en tiempos del viejo rey Henry, lo cual significa que mi hermano Richard se convertirá de nuevo en conde de Shiring algún día. Pero él lo quiere ahora.

Elizabeth la miraba con los ojos muy abiertos.

—¿Va a luchar Richard contra William?

—Richard se encuentra ahora muy cerca de aquí con un pequeño destacamento de hombres. Si pudiera apoderarse hoy del castillo, sería reconocido como el legítimo conde y William estaría acabado.

—No puedo creerlo —exclamó Elizabeth—. Realmente no puedo creer que sea verdad.

Su repentino optimismo parecía más desgarrador incluso que su tremendo abatimiento.

—Todo cuanto habéis de hacer es dejar entrar a Richard pacíficamente —expuso Aliena—. Luego, cuando todo haya terminado, os llevaremos a vuestra casa.

Elizabeth pareció de nuevo temerosa.

—No estoy segura de que los hombres hagan lo que yo les diga.

Eso era precisamente lo que preocupaba a Aliena.

—¿Quién es el capitán de la guardia?

—Michael Armstrong. No me gusta.

—Haz que venga.

—Muy bien. —Elizabeth se sonó, se puso en pie y se acercó a la puerta—. ¡Madge! —llamó con voz aguda.

Aliena oyó contestar a bastante distancia.

—Ve a buscar a Michael —ordenó la joven condesa—. Dile que venga de inmediato. Necesito hablar con él con toda urgencia. Date prisa, por favor.

Volvió a entrar y se apresuró a vestirse, echándose una túnica sobre el camisón y atándose las botas. Aliena la instruyó a toda prisa.

—Decid a Michael que toque la campana grande para convocar a todo el mundo en el patio. Comunicadle que habéis recibido un mensaje del conde William y que queréis hablar a toda la guarnición, a los hombres de armas, a los sirvientes y a todo el mundo. Que queréis que tres o cuatro hombres monten guardia mientras todos están reunidos en el patio inferior. Decidle también que estáis esperando, de un momento a otro, la llegada de un grupo de diez o doce jinetes con un nuevo mensaje y que deben ser llevados ante vos tan pronto como se presenten.

—Espero acordarme de todo —dijo Elizabeth nerviosa.

—No os preocupéis. Si olvidáis algo, yo os lo apuntaré.

—Eso me tranquiliza.

—¿Cómo es Michael Armstrong?

—Maloliente y avinagrado. Con la constitución de un buey.

—¿Inteligente?

—No.

—Tanto mejor.

Al cabo de un momento llegó el hombre. Tenía cara de pocos amigos, el cuello corto y unos hombros macizos. Iba dejando una estela de olor a pocilga. Miró interrogante a Elizabeth, dando la impresión de que le había fastidiado que le molestaran.

—He recibido un mensaje del conde —empezó diciendo Elizabeth.

Michael alargó la mano.

Aliena se sintió horrorizada al darse cuenta de que no había provisto a Elizabeth de una carta. Todo el engaño podía venirse abajo nada más empezar a causa de un estúpido olvido. Elizabeth la miró desesperada. Aliena intentó frenéticamente encontrar algo qué decir.

Finalmente se sintió inspirada.

—¿Sabes leer, Michael?

El hombre adoptó una actitud resentida.

—El sacerdote me la leerá.

—Tu señora puede leerla.

Elizabeth parecía asustada. Sin embargo, representó su papel.

—Yo misma comunicaré el mensaje a toda la guarnición, Michael. Toca la campana y que todos se reúnan en el patio. Pero asegúrate de dejar tres o cuatro hombres de guardia en las murallas.

Como se temía Aliena, a Michael no le gustó que Elizabeth tomara el mando de esa manera. Parecía sublevado.

—¿Por qué no dejar que me dirija yo a ellos?

Aliena sospechó, inquieta, que tal vez no lograra convencer a aquel hombre. Acaso fuera demasiado estúpido para atender a razones.

—He traído a la condesa noticias trascendentales de Winchester. Quiere comunicárselas ella misma a sus gentes —dijo.

—Bien. ¿Cuál es esa noticia?

Aliena no contestó, limitándose a mirar a Elizabeth, la cual parecía de nuevo asustada. Sin embargo, Aliena tampoco le indicó lo que se suponía que contenía el mensaje ficticio. Finalmente prosiguió hablando como si Michael no hubiera dicho nada.

—Ordena a los guardias que estén atentos a la llegada de diez o doce jinetes. Su jefe traerá nuevas noticias del conde William y tiene que presentarse ante mí de inmediato. Ahora ve y toca la campana.

Era evidente que Michael estaba dispuesto a poner objeciones.

Siguió allí inmóvil, con el ceño fruncido mientras Aliena contenía el aliento.

—Más mensajeros —farfulló como si fuera algo difícil de entender—. Esta dama con un mensaje y doce jinetes con otro.

—Sí. Y ahora haz el favor de ir a tocar la campana —le apremió Elizabeth.

Aliena pudo darse cuenta del trémolo que había en su voz.

Michael parecía haberse quedado sin argumentos. No podía comprender lo que estaba ocurriendo. Pero tampoco encontraba nada que objetar.

—Muy bien, señora —gruñó al fin, y salió de la habitación.

Aliena respiró de nuevo.

—¿Qué va a ocurrir? —preguntó Elizabeth.

—Cuando estén todos reunidos en el patio, vos les diréis lo de la paz entre el rey Stephen y el duque Henry —la instruyó Aliena—. Eso tendrá entretenidos a todos. Mientras estéis hablando, Richard enviará una avanzadilla de diez hombres. Pero los guardias creerán que son los mensajeros que estamos esperando. De modo que no cundirá el pánico. Por lo que no levantarán el puente levadizo. Vos intentaréis tener a todo el mundo pendiente de vuestras palabras en tanto que la avanzadilla se acerca al castillo. ¿De acuerdo?

Elizabeth parecía nerviosa.

—¿Y luego qué?

—Cuando yo os dé la señal, decid que habéis rendido el castillo a Richard, el conde legítimo. Entonces los hombres de Richard saldrán de su escondrijo y atacarán. En ese momento, Michael se dará cuenta de lo que está sucediendo. Pero sus hombres se mostrarán indecisos sobre a quién deben lealtad, porque vos les habéis dicho que se rindan a Richard, el conde legítimo, y la avanzadilla se encontrará ya en el interior para evitar que nadie cierre las puertas.

Empezó a tañer la campana y a Aliena se le hizo un nudo en el estómago a causa del miedo.

—Ya no tenemos más tiempo —dijo—. ¿Cómo os sentís?

—Asustada.

—Yo también. Vamos.

Bajaron las escaleras. La campana de la torre en la casa de guardia estaba sonando como cuando Aliena era una alegre y despreocupada muchacha. La misma campana, el mismo sonido. Sólo ella era diferente, pensó. Sabía que podía escucharse a través de todos los campos hasta el lindero del bosque. En aquellos momentos, Richard estaría diciendo por lo bajo y lentamente el Padrenuestro, para calcular el tiempo que habría de esperar antes de enviar su avanzadilla.

Aliena y Elizabeth se dirigieron desde la torre del homenaje, a través del puente levadizo interior, hasta el patio inferior. Elizabeth estaba pálida por el pánico; pero apretaba la boca con gesto decidido. Aliena le sonreía para darle ánimos, y luego se cubrió de nuevo con la capucha. Hasta aquel momento no había visto ningún rostro familiar. No obstante, su cara era bien conocida por todo el Condado, y con toda seguridad alguien la reconocería tarde o temprano. Si Michael Armstrong llegara a descubrir quién era ella, pensaría que había gato encerrado por muy corto de alcances que fuera. Varias personas la miraron curiosas, pero nadie le habló.

Elizabeth y ella se dirigieron al centro del patio inferior. Como el suelo estaba levemente inclinado, Aliena podía ver a través de la puerta principal y por encima de las cabezas de la muchedumbre, los campos en el exterior. En esos momentos, la avanzadilla estaría saliendo al descubierto, aunque todavía no se apreciaban indicios de ella. Dios mío, espero que no se haya presentado obstáculo alguno, se dijo temerosa.

Elizabeth necesitaría mantenerse en pie, a cierta altura, mientras se dirigía a la gente. Aliena dijo a un sirviente que fuera a las cuadras a buscar un escabel de los que se usaban para montar. Mientras esperaban, una mujer de edad se quedó mirando a Aliena.

—¡Vaya, si es Lady Aliena! ¡Qué gusto de verla! —dijo.

A Aliena le dio un vuelco el corazón. Reconoció en la mujer a una cocinera que trabajaba en el castillo antes de la llegada de los Hamleigh.

—Hola, Tilly. ¿Cómo estás? —le dijo forzando una sonrisa.

Tilly dio con el codo a su vecina.

—¡Eh, aquí está Lady Aliena después de tantos años! ¿Seréis otra vez el ama, señora?

Aliena no quería ni pensar que aquella idea se le ocurriera también a Michael Armstrong. Miró ansiosa en derredor. Por suerte Michael no andaba por allí cerca. Sin embargo, uno de sus hombres de armas había oído aquel intercambio y miraba a Aliena con el ceño fruncido. Ella le devolvió la mirada con una expresión fingida de despreocupación. El hombre no tenía más que un ojo, lo que indudablemente era la causa de que se hubiera quedado allí en lugar de partir para la guerra con William. De repente, a Aliena le pareció divertido que un hombre la mirara con un solo ojo y hubo de aguantar la risa. Comprendió que estaba un poco histérica.

El sirviente regresó con el montador. La campana había dejado de tocar. Aliena hizo un esfuerzo para serenarse mientras Elizabeth permanecía en pie sobre el montador y el gentío quedaba silencioso.

—El rey Stephen y el duque Henry han firmado la paz —informó Elizabeth.

Hizo una pausa y se oyeron vítores. Aliena miraba a través de la puerta. ¡Ahora, Richard!, pensaba. ¡Ahora es el momento! ¡No lo dejes para más tarde!

Elizabeth sonrió y dejó durante un rato que la gente siguiera vitoreando.

—Stephen seguirá ocupando el trono hasta su muerte y, entonces, le sucederá Henry —continuó.

Aliena escrutaba a los guardias y a través de la puerta. Parecían tranquilos. ¿Dónde estaba Richard?

—El tratado de paz traerá muchos cambios a nuestras vidas —dijo Elizabeth.

Aliena vio ponerse rígidos a los guardias. Uno de ellos levantó la mano para protegerse los ojos y atisbó a través de los campos mientras que otro, volviéndose, miraba hacia abajo, al patio, como si esperara llamar la atención del capitán. Pero Michael estaba escuchando con gran atención a Elizabeth.

—El rey actual ha acordado con el futuro rey que todas las tierras sean devueltas a quienes las poseían en tiempos del viejo rey Henry.

Aquello provocó un murmullo de comentarios entre el gentío, al preguntarse las gentes si el cambio afectaría al Condado de Shiring.

Aliena notó que Michael Armstrong parecía pensativo. A través de la puerta divisó al fin los caballos de la avanzadilla de Richard. ¡Apresuraos!, se dijo. ¡Apresuraos! Pero cabalgaban a un trote sosegado como no queriendo alarmar a los guardias.

Elizabeth seguía hablando.

—Todos nosotros debemos de dar gracias a Dios por este tratado de paz. Habremos de rezar para que el rey Stephen gobierne con prudencia y sabiduría durante sus últimos años y que el joven duque mantenga la paz hasta que Dios se lleve a Stephen.

Lo estaba haciendo magníficamente; pero comenzó a mostrarse turbada, como si empezara a no saber qué más decir.

Todos los guardias miraban hacia fuera observando al grupo que se acercaba. Les habían dicho que lo esperaran dándoles instrucciones para que condujera inmediatamente al jefe ante la condesa. Por lo tanto, no tenían que hacer nada. Pero sentían curiosidad. El hombre tuerto volvió la cabeza y miró de nuevo a través de la puerta. Luego, otra vez a Aliena, la cual sospechó que estaría haciendo cábalas sobre el significado de la presencia de ella en el castillo y la llegada de un grupo de jinetes.

Finalmente, uno de los guardias que se encontraba en la muralla almenada pareció tomar una decisión, empezó a bajar una escalera y desapareció.

Las gentes comenzaban a mostrarse algo inquietas. Elizabeth divagaba de manera magnífica, pero ellos estaban impacientes por noticias de trascendencia.

—Esta guerra comenzó al año de mi nacimiento y, al igual que tanta gente joven del reino, estoy deseando averiguar cómo es la paz.

El guardia de las murallas apareció desde la base de una torre, atravesó rápidamente el complejo y habló con Michael Armstrong.

Aliena pudo ver a través de la puerta que los jinetes se encontraban todavía a unas doscientas yardas más o menos. No estaban lo bastante cerca. Hubieran querido gritar por la frustración. No podría mantener la situación durante mucho más tiempo.

Michael Armstrong se volvió, mirando a través de la puerta con el ceño fruncido. Entonces el hombre tuerto le tiró de la manga señalando hacia Aliena.

Ella tuvo miedo de que Michael cerrara las puertas y levantara el puente levadizo antes de que Richard pudiese entrar. Pero no sabía qué podía hacer para impedírselo. Se preguntó si tendría el coraje de lanzarse contra él antes de que diera la orden. Todavía llevaba su daga oculta bajo la manga del brazo izquierdo, incluso podía matarlo.

Michael dio media vuelta con decisión. Aliena tocó en el hombro a Elizabeth.

—¡Detened a Michael! —siseó.

Elizabeth abrió la boca para hablar pero no pudo emitir palabra.

Se sentía petrificada por el miedo. De repente, cambió de expresión.

Aspiró hondo, irguió la cabeza y habló con voz que rezumaba autoridad.

—¡Michael Armstrong!

Michael se volvió.

Aliena comprendió que ya no podían retroceder. Richard no se encontraba lo bastante cerca y a ella se le había acabado el tiempo.

—¡Ahora! ¡Dilo ahora! —apremió a Elizabeth.

—He rendido este castillo al conde legítimo de Shiring, Richard de Kingsbridge —dijo Elizabeth.

Michael se quedó mirándola incrédulo.

—¡No podéis hacer eso! —gritó.

—Os ordeno a todos que depongáis las armas. No debe haber derramamiento de sangre.

—¡Levantad el puente levadizo! ¡Cerrad las puertas! —aulló Michael dando media vuelta.

Los hombres de armas se precipitaron a cumplir sus órdenes. Pero las había dado con un poco de retraso. Al llegar los hombres a las macizas puertas zunchadas que cerrarían el arco de entrada, la avanzadilla de Richard había atravesado el puente levadizo, entrando en el complejo. La mayoría de los hombres de Michael no llevaban armadura, y algunos de ellos ni siquiera tenían consigo sus espadas, por lo que se dispersaron delante de los jinetes.

—Que todo el mundo permanezca tranquilo. Estos mensajeros confirmarán mis órdenes.

Desde las murallas llegó una voz. Uno de los guardas haciendo bocina con las manos gritaba.

—¡Hazles frente, Michael! ¡Nos están atacando! ¡Montones de ellos!

—¡Traición! —rugió Michael desenvainando la espada.

Pero dos de los hombres de Richard se abalanzaron hacia él con las espadas centelleantes. Brotó la sangre y Michael cayó. Aliena apartó la mirada.

Algunos hombres habían tomado posesión de la casa de guardia.

Dos de ellos subieron a las murallas y los guardias de William se rindieron.

A través del portillo, Aliena vio avanzar galopando el grueso de los efectivos que atravesaban los campos en dirección al castillo. El ánimo se le iluminó como el sol.

—Es una rendición pacífica —gritaba Elizabeth con todas sus fuerzas—. Os prometo que nadie resultará herido. Lo único que habéis de hacer es seguir donde estáis.

Todo el mundo se quedó como petrificado escuchando el trueno a medida que el ejército de Richard se iba acercando. Los hombres de armas de William parecían confusos e inseguros. Ninguno de ellos hizo nada. Su jefe había caído y su condesa les había dicho que se rindieran. Los servidores del castillo se quedaron paralizados ante la rapidez con que se sucedían los acontecimientos.

Y entonces Richard atravesó la puerta montado en su caballo de guerra.

Era un gran momento. Aliena sintió el corazón rebosante de orgullo. Richard aparecía apuesto, sonriente y triunfante. Aliena gritó:

—¡El legítimo conde!

Los hombres que entraban en el castillo detrás de Richard recogieron el grito que fue repetido a su vez por parte del gentío que se encontraba en el patio. La mayoría de ellos no sentían la más mínima simpatía por William. Richard dio la vuelta al complejo a paso lento, saludando y agradeciendo los vítores.

Aliena pensó en todo lo que había pasado para lograr que llegara ese momento. Tenía treinta y cuatro años y la mitad de ellos los había pasado luchando por ver lo que ahora veía. Toda mi vida de adulta, se dijo, eso es lo que he dado. Recordó cuando atiborraba los sacos de lana hasta tener las manos rojas, hinchadas y sangrantes. Le vinieron a la memoria los rostros que había visto por los caminos, caras de hombres, codiciosas, crueles y lascivas, que la hubieran matado de haber dado la menor muestra de debilidad. Pensó en cómo había endurecido el corazón frente al querido Jack para casarse con Alfred, y rememoró aquellos meses durante los cuales había dormido en el suelo a los pies de su cama, igual que un perro. Y todo porque ella había prometido pagar por armas y armadura a fin de que Richard pudiera luchar para recuperar ese castillo.

—Esto es, padre —dijo en voz alta, sin que nadie la oyera, porque los vítores eran estentóreos—. Esto es lo que tú querías —dijo a su padre muerto con el corazón henchido de amargura y también de triunfo—. Te lo prometí y he mantenido mi promesa. Cuidé de Richard y él ha luchado durante todos estos años. Al fin estamos de nuevo en casa. Richard ya es conde. Ahora —levantó la voz hasta convertirla en un grito, pero todo el mundo gritaba y nadie se dio cuenta de que las lágrimas le corrían por las mejillas—, ahora, padre, ya he cumplido contigo. De manera que regresa a tu tumba y déjame vivir en paz.