Jack acabó los cruceros, los dos brazos de la cruz que formaba la planta de la iglesia. Había tardado siete años. Aquello era cuanto él había soñado. Perfeccionó las ideas de Saint-Denis, haciéndolo todo más alto y estrecho. Los grupos de fustes de los estribos se alzaban gráciles a través de la galería y se convertían luego en los nervios de la bóveda, curvándose hasta unirse en el centro del techo. Las elevadas ventanas ojivales inundaban de luz el interior. Las molduras eran preciosas y delicadas, y la ornamentación esculpida componía un denso follaje de piedra.
Sin embargo en el presbiterio descubrió unas grietas.
Permanecía en pie en el alto pasaje del presbiterio, mirando a través del vacío del crucero norte, cavilando. Era una deslumbrante mañana primaveral. Se sentía desconcertado y frustrado. De acuerdo con el profundo saber de los albañiles, la estructura era fuerte. Pero una larga fisura revelaba alguna debilidad. Su bóveda era más alta que cualquier otra que él hubiera visto jamás, pero no hasta el punto de poner en peligro la estructura. No había cometido la equivocación de Alfred colocando una bóveda de piedra en una edificación que no había sido construida para soportar ese peso. Sus muros habían sido concebidos para una bóveda de piedra. No obstante, habían aparecido grietas en el presbiterio, más o menos en el mismo sitio en que el techo anterior se había derrumbado.
Pero Alfred había cometido un error de cálculo, y Jack estaba completamente seguro de no haber incurrido en la misma equivocación. Algún nuevo factor debía de haber intervenido en la falla y Jack ignoraba cuál podía ser.
No resultaba peligroso, al menos a corto plazo. Habían rellenado las grietas con argamasa y no volvieron a aparecer. La edificación era segura. Pero también débil; y para Jack esa debilidad lo estropeaba todo. Quería que su iglesia perdurara hasta el Día del Juicio Final.
Salió del trifolio y bajó la escalera de la torreta hasta la galería, donde había preparado el suelo para sus dibujos, en la esquina en la que entraba buena luz a través de una de las ventanas del pórtico norte. Empezó a dibujar el plinto de un pilar de nave. Dibujó un diamante; luego, un cuadrado dentro del diamante y, finalmente, un círculo en el interior del cuadrado. Los principales fustes del pilar emergerían de los cuatro puntos del diamante y ascenderían por la columna, para distribuirse luego hacia el norte, el sur, el este y el oeste, convertidos en arcos o nervios. Otros fustes secundarios, saliendo de las esquinas del cuadrado, se alzarían también para convertirse en nervios de bóveda, atravesando en diagonal la de la nave central, por un lado, y la de la lateral, por el otro. El círculo en el centro representaba el núcleo del pilar.
Todos los dibujos de Jack se basaban en sencillas formas geométricas y en algunas proporciones no tan sencillas, tales como la proporción de la raíz cuadrada de dos a la raíz cuadrada de tres. Jack había aprendido en Toledo a calcular las raíces cuadradas. Pero la mayoría de los albañiles no sabían hacerlo y, en su lugar, recurrían a cálculos simples. Sabían que si se trazaba un círculo alrededor de las cuatro puntas de un cuadrado, el diámetro del círculo era mayor que el lado del cuadrado en la proporción de la raíz cuadrada de dos a uno. Esa proporción, raíz cuadrada a uno, era la fórmula más antigua de los albañiles, porque, en una construcción sencilla, era la proporción entre el ancho exterior con el interior dando así, por lo tanto, el grosor del muro.
La tarea de Jack era mucho más complicada a causa del significado religioso de varios números. El prior Philip proyectaba consagrar de nuevo la iglesia a la Virgen María, dado que la Virgen de las Lágrimas había hecho más milagros que la tumba de San Adolfo y, en consecuencia, querían que Jack utilizara los números nueve y siete que eran los de María. Por lo tanto, había diseñado la nave con nueve intercolumnios, y con siete el nuevo presbiterio, el cual habría de construirse una vez estuviera terminado todo el resto. Las arcadas ciegas entrelazadas en las naves laterales tendrían siete arcos por intercolumnio y, en la fachada oeste, habría nueve estrechas ventanas ojivales. Jack no tenía opinión acerca del significado teológico de los números, pero sentía de manera instintiva que, si se utilizaban los mismos números de forma consecuente, con toda seguridad, se obtenía una mayor armonía en el edificio una vez acabado.
Antes de que hubiera terminado de dibujar el plinto, le interrumpió el maestro trastejador que se había encontrado con un problema y quería que Jack lo resolviera.
Siguió al hombre por la escalera de la torreta y, dejando atrás el trifolio, se encontraron en la zona del tejado. Atravesaron los domos que formaban la parte superior de la bóveda de nervios. Sobre ellos, los trastejadores estaban desenrollando grandes láminas de plomo y clavándolas sobre las traviesas, empezando desde abajo y subiendo, de forma que las láminas superiores fueran cubriendo las más bajas impidiendo la entrada de la lluvia.
Jack descubrió al punto el problema. Al final de una gotera y entre dos cubiertas sesgadas, había colocado un fastigio decorativo. Pero había dejado el diseño en manos de un maestro albañil, y este no tomó precauciones para que el agua de lluvia del tejado pasara a través o por debajo del fastigio. El albañil habría de cambiar aquello. Dijo al maestro trastejador que le transmitiera sus instrucciones y volvió de nuevo a sus dibujos.
Quedó asombrado al encontrar allí a Alfred esperándolo.
Hacía diez años que no había cruzado palabra con él. De cuando en cuando, lo había visto de lejos, en Shiring o en Winchester. Aliena tampoco lo había visto desde hacía nueve años, a pesar de seguir casados de acuerdo con la Iglesia. Martha iba a visitarlo una vez al año a su casa de Shiring. Siempre volvía con la misma información: seguía prosperando con la construcción de casas para los ciudadanos de Shiring, vivía solo y continuaba siendo el de siempre.
Pero, en esta ocasión, Alfred no parecía muy próspero. Jack encontró que tenía un aspecto cansado y derrotado. Siempre había sido fuerte y corpulento; sin embargo, ahora se le veía flaco. Tenía la cara más delgada y la mano, con la que se apartaba el pelo de los ojos, y que un día fue carnosa, estaba huesuda.
—Hola, Jack —dijo. Su expresión era agresiva, aunque el tono de voz parecía querer mostrarse congraciador. Una mezcla poco atrayente.
—Hola, Alfred —contestó Jack cauteloso—. La última vez que te vi llevabas una túnica de seda y te estabas poniendo gordo.
—Eso fue hace tres años. Antes de la primera de las malas cosechas.
—Sí, claro.
Tres malas cosechas seguidas habían provocado el hambre. Los siervos morían de inanición, los arrendatarios de granjas estaban en la miseria y cabía suponer que los burgueses de Shiring ya no podían permitirse nuevas y espléndidas casas de piedra. Alfred estaba acusando aquella situación de extrema necesidad. Jack le preguntó:
—¿Y qué te trae por Kingsbridge después de tanto tiempo?
—Oí hablar de tus cruceros y vine a echar una ojeada. —Su tono era de admiración envidiosa—. ¿Dónde aprendiste a construir así?
—En París —contestó Jack lacónico. No quería discutir aquel periodo de su vida con su hermanastro, puesto que él había sido la causa de su exilio.
—Bien. —Alfred parecía incómodo. Finalmente dijo con estudiada indiferencia:
—Estaría dispuesto a trabajar aquí a fin de aprender algunas cosas.
Jack se quedó atónito. ¿Era posible que Alfred tuviera la desfachatez de pedirle trabajo? Tratando de ganar tiempo le preguntó:
—¿Y qué me dices de tu cuadrilla?
—Ahora trabajo por mi cuenta —le contestó Alfred intentando siempre mostrarse indiferente—. No hay trabajo suficiente para una cuadrilla.
—De todas formas, por el momento no necesitamos a nadie —alegó Jack con parecida indiferencia—. Estamos al completo.
—Pero siempre te vendrá bien un buen albañil, ¿no?
Jack apreció una nota suplicante en su voz y comprendió que Alfred estaba desesperado. Decidió mostrarse franco.
—Después de la vida que hemos llevado, soy la última persona a la que debieras recurrir en busca de ayuda, Alfred.
—Y lo eres, en efecto —admitió Alfred sin rodeos—. Lo he intentado en todas partes. Nadie tiene trabajo. Es a causa de la hambruna.
Jack pensó en todas las veces que Alfred le había maltratado, atormentado y golpeado. Fue él quien le condujo al monasterio, y luego le obligó a alejarse de su hogar y su familia. No existía motivo alguno que pudiera inducirle a ayudarle. Antes al contrario, tenía grandes razones para regocijarse con su desgracia.
—No te admitiría aunque necesitara hombres —le contestó.
—Pensé que podrías hacerlo —alegó Alfred con terca insistencia—. Después de todo, mi padre te enseñó cuanto sabes. Gracias a él eres maestro de obras. ¿No me ayudarás en memoria suya?
Por Tom. De repente, Jack sintió cierto remordimiento de conciencia. Tom había intentado ser un buen padrastro. No se había mostrado cariñoso ni comprensivo; pero a sus propios hijos los había tratado de manera parecida. Fue paciente y generoso en la transmisión de sus conocimientos y habilidades. Y también había hecho feliz casi siempre a su madre. Después de todo, se dijo Jack, aquí estoy, soy un maestro constructor, triunfador y próspero, y me hallo en camino de lograr mi ambición de construir la catedral más hermosa del mundo, mientras que Alfred se encuentra arruinado y hambriento y también sin trabajo. ¿No es esto ya suficiente venganza?
No, no lo es, se dijo.
Luego se aplacó.
—Muy bien —contestó—. Quedas contratado en memoria de Tom.
—Gracias —dijo Alfred con expresión hermética—. ¿He de empezar de inmediato?
Jack asintió.
—Estamos echando los cimientos en la nave. Dedícate a ello por el momento.
Alfred alargó la mano. Jack vaciló un instante; luego, se la estrechó, y comprobó que seguía teniendo la fuerza de siempre.
Alfred desapareció. Jack permaneció allí en pie, mirando hacia abajo su dibujo de un plinto de la nave. Era de tamaño natural a fin de que, cuando estuviera acabado, un maestro carpintero pudiera hacer una plantilla de madera directamente del dibujo. Y esa plantilla la utilizarían los albañiles para marcar las piedras que hubiera que tallar.
¿Habría tomado la decisión correcta? Recordaba que la bóveda de Alfred se había derrumbado. Por supuesto, no confiaría trabajos difíciles, como el abovedado o los arcos. Muros y suelos lisos sería su trabajo.
Mientras Jack seguía reflexionando, sonó la campana del mediodía para el almuerzo. Dejó su instrumento de alambre para dibujar y bajó por la escalera de la torreta hasta llegar al suelo.
Los albañiles casados se iban a almorzar a casa y los solteros lo hacían en la logia. En algunas obras daban el almuerzo a fin de evitar los retrasos en acudir al trabajo por las tardes, el ausentismo y la embriaguez. Pero la comida de los monjes era a menudo espartana, y la mayoría de los trabajadores de la construcción preferían llevar la suya. Jack vivía en la vieja vivienda de Tom, con Martha, su hermanastra, que desempeñaba las tareas de ama de casa. Y siempre que Aliena estaba ocupada, se encargaba también de cuidar de Tommy y del segundo hijo de Jack, una niña llamada Sally. Por lo general, Martha hacía el almuerzo para Jack y los niños y, a veces, se les unía Aliena.
Jack abandonó el recinto del priorato y se dirigió con paso rápido a casa. Durante el camino le asaltó una idea. ¿Pensaría Alfred instalarse de nuevo en la casa con Martha? Después de todo era su hermana. No había pensado en ello cuando le dio trabajo.
Al cabo de un momento, llegó a la conclusión de que era un temor estúpido. Hacía mucho que habían pasado los días en que Alfred podía intimidarle. Era el maestro de obras de Kingsbridge, y si él decía que Alfred no podía instalarse en la casa, desde luego que no lo haría.
Abrigó cierto temor de encontrarse con Alfred sentado a la mesa de la cocina, y se sintió aliviado al descubrir que no era así. Aliena vigilaba a los niños mientras comían, en tanto que Martha removía el contenido de un puchero que tenía en el fuego.
Dio un beso rápido a Aliena en la frente. Ahora ya tenía treinta y tres años; pero su aspecto era el mismo que hacía diez. Su pelo seguía siendo una abundante masa de bucles castaño intenso y tenía la misma boca generosa y los hermosos ojos oscuros. Sólo cuando estaba desnuda revelaba los efectos físicos causados por el tiempo y la maternidad. Sus maravillosos y turgentes senos habían perdido algo de firmeza, tenía las caderas más anchas y su vientre jamás recuperaría su dura lisura original.
Jack miró con cariño a sus dos hijitos.
Tommy, de nueve años, un muchacho pelirrojo y saludable, alto para su edad. Se zampaba el guisado de cordero como si no hubiera comido en una semana. Sally, de siete, con bucles oscuros como su madre, sonriendo feliz y enseñando un hueco entre los dientes delanteros, igual que Martha cuando Jack la vio por primera vez hacía ya diecisiete años. Tommy iba todas las mañanas a la escuela en el priorato para aprender a leer y escribir. Pero, como los monjes no admitían niñas, era Aliena la que enseñaba a Sally.
Jack se sentó. Martha retiró la olla del fuego y la colocó sobre la mesa. Era una muchacha extraña. Había cumplido ya los veinte; pero no parecía tener interés en casarse. Siempre había estado muy encariñada con Jack, y se sentía satisfecha de llevar la casa para él. Sin lugar a dudas, Jack presidía el hogar más extraño del condado. Aliena y él eran dos de los principales ciudadanos de la ciudad. Él en su calidad de maestro de obras de la catedral, y ella por ser la mayor fabricante de tejidos fuera de Winchester. Todo el mundo los trataba como si fuesen marido y mujer. Sin embargo, les estaba prohibido pasar las noches juntos y habitaban en casas distintas. Aliena vivía con su hermano y Jack con su hermanastra. Los domingos por la tarde, y también los días de fiesta, desaparecían. Y todo el mundo sabía lo que estaban haciendo. Salvo, como era natural, el prior Philip. Por otra parte, la madre de Jack vivía en una cueva en el bosque, porque se suponía que era bruja.
De cuando en cuando, Jack se ponía furioso al recordar que no le permitían casarse con Aliena. Yacía despierto escuchando a Martha roncar en la habitación contigua y pensaba: Tengo veintiocho años. ¿Por qué he de dormir solo? Al día siguiente se mostraba malhumorado con el prior Philip, rechazando cuantas sugerencias o solicitudes se hacían en la sala capitular, dándolas por impracticables o en extremo costosas, negándose a discutir alternativas, como si sólo hubiera una forma de construir una catedral y esa fuera la suya propia.
También Aliena se sentía desgraciada y la tomaba con Jack. Se volvía impaciente e intolerante, criticando todo cuanto él hacía, acostando a los niños tan pronto como él llegaba. Cuando él comía, ella decía que no tenía apetito. Al cabo de uno o dos días de semejante talante, rompía a llorar y decía que lo sentía. Eran felices de nuevo, hasta la siguiente vez en que la tensión era demasiado para ella.
Jack se sirvió guisado en un cuenco y empezó a comer.
—Adivinad quién vino al enclave esta mañana —dijo, y sin esperar respuesta, añadió—: Alfred.
Martha dejó caer sobre el fogón la tapadera de hierro de una olla, con un fuerte chasquido metálico. Jack la miró y vio el miedo reflejado en su rostro. Se volvió hacia Aliena y observó que había palidecido.
—¿Qué está haciendo en Kingsbridge? —preguntó Aliena.
—Buscando trabajo. El hambre ha empobrecido a los mercaderes de Shiring y ya no construyen casas de piedra como solían hacer. Ha disuelto su cuadrilla y no puede encontrar ocupación.
—Espero que lo hayas enviado con viento fresco —dijo Aliena.
—Dijo que debería darle trabajo en recuerdo de Tom —alegó Jack nervioso, pues no había previsto semejante reacción por parte de ambas mujeres—. Al fin y al cabo todo se lo debo a Tom.
—Al diablo con eso —replicó Aliena.
Jack pensó que aquella expresión se la debía a su madre.
—Bueno, en definitiva, lo he contratado —informó.
—¡Jack! —chilló Aliena—. ¿Cómo has podido? ¡No tienes derecho a dejar que ese demonio vuelva a Kingsbridge!
Sally empezó a llorar. Tommy miraba a su madre con los ojos muy abiertos.
—Alfred no es un demonio. Está hambriento y sin dinero. Lo he salvado en recuerdo de su padre —reiteró Jack.
—No te hubiera dado tanta lástima si te hubiera obligado a dormir en el suelo a los pies de su cama, como un perro, durante nueve meses.
—A mí me ha hecho cosas peores… Pregúntale a Martha.
—Y a mí —agregó esta.
—Pero llegué a la conclusión de que verlo en ese estado era ya suficiente venganza para mí.
—Bien, pero no lo es para mí —alegó Aliena—. ¡Por todos los santos que eres un condenado loco, Jack Jackson! A veces doy gracias a Dios de no estar casada contigo.
Aquello le dolió. Jack apartó la mirada. Sabía que Aliena no decía aquello de corazón; pero ya era bastante malo que lo dijera, incluso dominada por la ira. Cogió la cuchara y empezó a comer. Aunque ya no tenía hambre.
Aliena dio a Sally unas palmaditas en la cabeza y le metió en la boca un trozo de zanahoria.
Jack miró a Tommy, que seguía con los ojos clavados en Aliena, evidentemente asustado.
—Come, Tommy —le dijo Jack—. Está bueno.
Terminaron de comer en silencio.
En la primavera del año en que fueron terminados los cruceros, el prior Philip realizó un recorrido por las propiedades que el monasterio tenía en el sur. Al cabo de tres pésimos años, necesitaba una buena cosecha y quería comprobar el estado en que se encontraban las granjas.
Se llevó consigo a Jonathan. El huérfano del priorato era ya un adolescente de dieciséis años, alto, desmañado e inteligente. Al igual que Philip a su misma edad, no parecía albergar duda alguna de lo que quería que fuese su vida. Había completado su noviciado y hecho los votos, y ya era el hermano Jonathan. Y también como Philip, estaba interesado en el lado práctico del servicio de Dios, y trabajaba como ayudante del ya anciano Cuthbert. Philip estaba orgulloso del muchacho. Era devoto, trabajador y gustaba a todos.
Llevaban como escolta a Richard, el hermano de Aliena. Este había encontrado al fin su sitio en Kingsbridge. Una vez construida la muralla de la ciudad, Philip sugirió a la comunidad parroquial que nombraran a Richard Jefe de Vigilancia, responsable de la seguridad ciudadana. Organizaba a los centinelas nocturnos y se ocupaba del mantenimiento y mejora de los muros. En los días de mercado y en las fiestas de guardar, estaba autorizado a detener a camorristas y borrachos. Tales tareas que habían llegado a ser esenciales al convertirse el pueblo en ciudad, no podían ser hechas por los monjes, de modo que la comunidad parroquial, que en principio Philip había considerado una amenaza a su autoridad, había llegado a ser útil después de todo. Y Richard estaba contento. Tenía ya casi treinta años. Pero la vida activa le mantenía con aspecto joven.
A Philip le hubiera agradado que la hermana de Richard estuviera también asentada. Si había una persona a la que la Iglesia le hubiera fallado, esa era Aliena. Jack era el hombre al que quería y el padre de sus hijos. Pero la Iglesia insistía en que estaba casada con Alfred, incluso no habiendo tenido jamás trato carnal con él. Y, además, se hallaba imposibilitada de obtener la anulación del matrimonio por culpa de la mala voluntad del obispo. Era vergonzoso, y Philip se sentía culpable, incluso no siendo él responsable de la negativa eclesiástica.
—Me pregunto por qué Dios permite que las gentes mueran de hambre —dijo el joven Jonathan, casi al término del viaje cuando volvían ya a casa cabalgando a través del bosque en una clara mañana primaveral.
Era una pregunta que todos los monjes jóvenes se hacían tarde o temprano y, para ella, había infinidad de respuestas.
—No culpes a Dios de esta hambruna.
—Pero el mal tiempo, que ha sido causa de esas malas cosechas, fue obra de Dios.
—La hambruna no se debe sólo a las malas cosechas —respondió Philip—. Siempre, cada cierto tiempo, ha habido malas cosechas. Sin embargo, la gente no se moría de hambre. La característica especial de esta crisis es que ha tenido lugar al cabo de tantos años de guerra civil —dijo Philip.
—¿Y por qué es diferente? —insistió Jonathan.
—La guerra es mala para el cultivo de la tierra —intervino Richard—. Se mata al ganado para alimentar a los ejércitos, las cosechas se queman para que no caigan en manos enemigas y las granjas quedan abandonadas cuando los caballeros van a la guerra.
Philip agregó:
—Y, cuando los tiempos son inciertos, las gentes no se muestran dispuestas a invertir tiempo y energía desbrozando nuevos terrenos, aumentando el ganado, cavando zanjas o construyendo graneros.
—Nosotros no hemos dejado de hacer esos trabajos —alegó Jonathan.
—Los monasterios son diferentes. Pero la mayoría de los granjeros corrientes abandonaron de tal manera sus granjas durante la lucha, que cuando llegó el mal tiempo no estaban en buenas condiciones para ponerlas en marcha. Los monjes ven más allá. Pero nosotros tenemos otro problema. El precio de la lana ha caído debido a la hambruna.
—No veo la relación —dijo Jonathan.
—Supongo que se deberá a que la gente hambrienta no compra ropa —repuso Philip. Hasta donde Philip recordaba, era la primera vez que el precio de la lana había dejado de subir cada año. Se vio obligado a reducir el ritmo de la construcción de la catedral, a no admitir nuevos novicios y a suprimir el vino y la carne en la dieta de los monjes—. Eso significa, por desgracia, que estamos economizando precisamente cuando a Kingsbridge acude sin cesar gente en la miseria que busca trabajo —añadió.
—Y terminan haciendo cola ante la puerta del priorato para que les den pan bazo y un cuenco de potaje —concluyó Jonathan.
Philip asintió ceñudo. Se le partía el corazón al ver a hombres fuertes reducidos a mendigar el pan porque no podían encontrar un empleo.
—Pero recuerda que la culpa es de la guerra, no del mal tiempo —dijo el prior.
—Espero que tengan reservado un lugar especial en el infierno para los condes y reyes causantes de tanta miseria —exclamó Jonathan con pasión juvenil.
—Así lo espero… ¡Que los santos nos protejan! ¿Qué es esto?
Había surgido una figura extraña de entre la maleza y corría a toda velocidad hacia Philip. Iba vestido de harapos, llevaba el pelo enmarañado y la cara negra por la suciedad. Philip pensó que el pobre hombre debía andar huyendo de algún enloquecido verraco, o incluso de un oso que se hubiera escapado.
Pero entonces el harapiento se lanzó contra Philip. El cual quedó tan sorprendido que cayó del caballo.
Su atacante cayó sobre él. Olía como un animal y también emitía ruidos como si lo fuera. Lanzaba constantes gruñidos inarticulados. Philip se retorcía y daba puntapiés. El hombre parecía querer apoderarse de la bolsa de cuero que llevaba colgada al hombro. El prior comprendió al fin que trataba de robarle. La bolsa de cuero sólo contenía un libro, El cantar de los cantares. Philip luchaba desesperadamente por liberarse, no porque estuviera encariñadísimo con el libro, sino porque el ladrón estaba sucio hasta la repugnancia.
Pero Philip se encontraba enredado con la correa de la bolsa que el bandido no quería soltar. Rodaron por el suelo. El monje tratando de apartarse y el bandido intentando hacerse con la bolsa. Philip apenas se había dado cuenta que su caballo había huido. De repente, Richard agarró al ladrón y lo apartó. Philip siguió rodando y luego se incorporó y se quedó sentado. Pero pasó un momento antes de que se pusiera de pie. Estaba aturdido y mareado. Aspiró el aire fresco, aliviado de verse libre del mefítico abrazo del ladrón. Se palpó las magulladuras. No tenía nada roto. Luego, dirigió su atención a los otros.
Richard tenía al ladrón inmovilizado boca abajo en el suelo con un pie entre las paletillas del hombre y la punta de su espada rozándole la nuca. Jonathan sostenía perplejo las riendas de los otros dos caballos.
Philip se incorporó cauteloso, con una gran sensación de debilidad. Cuando tenía la edad de Jonathan, podía caerme de un caballo y ponerme de nuevo en pie como impulsado por un resorte, se dijo.
—Si vigiláis a esta sabandija, iré a traer vuestro caballo —dijo Richard tendiendo su espada a Philip.
—Muy bien —repuso el prior apartando de sí la espada—. No necesitaré eso.
Richard vaciló y luego envainó el arma. El ladrón permanecía inmóvil. Las piernas que aparecían por debajo de su túnica estaban flacas como sarmientos y tenían su mismo color. Iba descalzo. Philip no había corrido grave peligro ni por un instante. Aquel pobre hombre estaba demasiado débil para retorcer el cuello siquiera a una gallina. Richard se alejó en busca del caballo de Philip.
El ladrón vio irse a Richard y pareció a punto de saltar. Philip supo que el hombre iba a intentar huir.
—¿Quieres comer algo? —le preguntó para detenerle.
El ladrón, levantando la cabeza miró a Philip como si le creyera loco.
Philip se acercó al caballo de Jonathan y abrió unas alforjas.
Sacó una hogaza, la partió y alargó la mitad al ladrón. El hombre la agarró, todavía incrédulo y, de inmediato, se la metió casi toda en la boca.
Philip se sentó en el suelo y le observó. El hombre comía como un animal, intentando tragar cuanto le era posible antes de que pudieran arrebatarle el pan. En un principio, a Philip le pareció un hombre viejo; pero ahora que lo podía ver mejor, se dio cuenta de que el ladrón era en realidad muy joven, acaso veinticinco años. Richard regresó llevando de la brida al caballo de Philip. Se mostró indignado al ver al ladrón sentado y comiendo.
—¿Por qué le habéis dado nuestra comida? —demandó a Philip.
—Porque está hambriento.
Richard no contestó, pero su expresión daba a entender que consideraba locos a todos los monjes.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Philip al ladrón cuando este hubo terminado de comer.
El hombre parecía cauteloso. Vaciló. Al prior se le ocurrió la idea de que hacía algún tiempo que no hablaba con otro ser humano.
—David —respondió al fin.
Como quiera que fuese todavía sigue cuerdo, pensó Philip.
—¿Qué te ha ocurrido, David? —le preguntó.
—Después de la última cosecha, perdí mi granja.
—¿Quién era tu señor?
—El conde de Shiring.
William Hamleigh. No le sorprendió.
Miles de arrendatarios granjeros se habían encontrado imposibilitados de pagar sus arriendos al cabo de tres malas cosechas. Cuando alguno de los arrendatarios de Philip fallaba, se limitaba a perdonarle la renta; ya que si hacía que quedaran en la miseria, de todas maneras acudirían al priorato en busca de caridad. Otros propietarios, en especial William Hamleigh, se aprovechaban de la crisis para despedir a sus arrendatarios y tomar posesión de nuevo de sus granjas. El resultado era el gran aumento del número de proscritos que vivían en el bosque y asaltaban a los viajeros. Ese era el motivo de que Philip llevara consigo a Richard a todas partes a modo de protección.
—¿Y qué hay de tu familia? —preguntó al ladrón.
—Mi mujer cogió al bebé y volvió con su madre. Pero no había sitio para mí.
Era la historia de siempre.
—Es pecado atacar a un monje, David, y también está mal vivir del robo.
—Entonces, ¿cómo podré subsistir? —gritó el hombre.
—Si vas a quedarte en el bosque, más te valdrá coger pájaros y peces.
—¡No sé hacerlo!
—Como ladrón eres un fracaso —le criticó Philip—. ¿Qué posibilidad de éxito tenías, sin armas, contra nosotros, que somos tres y llevamos a Richard armado hasta los dientes?
—Estaba desesperado.
—Bien, la próxima vez que estés desesperado acude a un monasterio. Siempre hay algo para que un hombre pobre pueda comer.
Philip se puso en pie. Sentía en la boca el regusto acre de la hipocresía. Sabía que los monasterios no tenían posibilidad de alimentar a todos los proscritos. En realidad, la mayoría de ellos no tenían otra alternativa que el robo. Pero su papel en la vida era aconsejar que se viviera de modo virtuoso y no buscar excusas para el pecado.
Nada más podía hacer por aquel desgraciado. Cogió a Richard las riendas de su caballo y lo montó. Se dio cuenta de que las heridas y magulladuras producidas por la caída iban a dolerle durante días.
—Sigue tu camino y no vuelvas a pecar —dijo emulando a Jesús.
—En verdad que sois demasiado bueno —comentó Richard mientras seguían su camino.
Philip movió la cabeza, apesadumbrado.
—La triste realidad es que no soy lo bastante bueno.
William Hamleigh se casó el domingo anterior al de Pentecostés.
Fue idea de su madre.
Durante años, le había estado fastidiando con la cantinela de que buscara esposa y engendrara un heredero. Pero él siempre fue dando de lado aquella idea. Las mujeres le aburrían y, por algo que no comprendía y en lo que no quería pensar, le hacían sentirse inquieto. Siempre había estado diciendo a su madre que pronto se casaría; pero jamás hacía nada al respecto.
Al final fue ella quien le encontró una novia.
Se llamaba Elizabeth. Era hija de Harold de Weymouth, acaudalado caballero y poderoso partidario de Stephen. Regan Hamleigh explicó a su hijo que, con un pequeño esfuerzo por su parte, habría podido hacer un matrimonio mejor. Debió casarse con la hija de un conde; pero, como no parecía estar dispuesto a hacer nada, Elizabeth serviría.
William la había visto en la corte del rey, en Winchester. Y Regan se había dado cuenta de que la miraba. Tenía una cara bonita, una masa de bucles de un tono castaño claro, un gran busto y caderas estrechas.
Contaba catorce años.
Mientras William la estuvo mirando, se imaginaba un encuentro con ella una noche oscura, poseyéndola por la fuerza en alguna callejuela de Winchester. Ni por un instante había pensado en el matrimonio. Sin embargo, su madre descubrió en seguida que se mostraba receptivo y que la joven era una hija obediente que haría lo que le dijeran. Preparó una entrevista después de haber tranquilizado a William de que no se repetiría la humillación que Aliena infligió a la familia.
William estuvo nervioso. La última vez que hizo algo parecido era un joven inexperto de veinte años, hijo de un caballero, y se dirigió a una joven y arrogante dama de la nobleza. Pero ahora era un hombre encallecido en las batallas, de treinta y siete, y hacía diez que era el conde de Shiring. Era estúpido sentirse nervioso por una entrevista con una zagala de catorce años.
Sin embargo, ella estaba todavía más nerviosa. Y también desesperada por gustarle. Habló muy excitada de su casa y su familia, de sus caballos y sus perros, de parientes y amigos. William permanecía sentado en silencio, observando su cara e imaginándose qué aspecto tendría desnuda.
Los casó el obispo Waleran en la capilla de Earlcastle. Existía la costumbre de invitar a todos los personajes de importancia del Condado, y William hubiera perdido prestigio de no haber ofrecido un opíparo banquete. En los terrenos del castillo, se asaron tres bueyes enteros y docenas de ovejas y cerdos. Los invitados bebieron cerveza, sidra y vino de las bodegas del castillo hasta casi el agotamiento. La madre de William presidía el festejo con una expresión de triunfo en su desfigurado rostro. El obispo Waleran consideraba un tanto desagradables aquellas celebraciones vulgares y se retiró cuando el tío de la novia empezó a contar historias escabrosamente divertidas sobre recién casados.
Al caer la noche, los novios se retiraron a su cámara, dejando que los invitados continuaran la jarana. William había asistido a suficientes bodas para estar al tanto de las ideas que en aquellos momentos se les estaban ocurriendo a los invitados más jóvenes, de manera que hizo que Walter montara guardia delante de la puerta y la atrancó por dentro para evitar interrupciones.
Elizabeth se quitó la túnica y los zapatos y permaneció allí en pie con su camisola de lino.
—No sé qué hacer —se limitó a decir—. Tendrás que enseñarme.
Aquello no era del todo tal y como William se lo había imaginado.
Se acercó a ella. Elizabeth levantó la cara y él la besó en los suaves labios. Aquel beso no pareció despertar excitación alguna.
—Quítate la camisa y échate en la cama —le dijo.
La joven se sacó la camisa por la cabeza. Estaba más bien rellena. Sus grandes senos tenían unos minúsculos pezones. El pubis estaba cubierto de un vello ralo color castaño. Se acercó a la cama y se tumbó, obediente, boca arriba.
William se quitó las botas. Se sentó en el lecho junto a ella y le estrujó los senos. Tenía la piel suave. Aquella joven dulce complaciente y risueña no se parecía en nada a la imagen que a él le hacía que la garganta se le quedara seca: la de una mujer atenazada por la pasión gimiendo y sudando debajo de su cuerpo. Se sintió engañado.
Le puso la mano entre los muslos y ella separó de inmediato las piernas; metió el dedo dentro de ella. La joven dolorida lanzó una exclamación entrecortada.
—Está bien, no te preocupes —se apresuró a decir Elizabeth.
Por un instante William se preguntó si no estaría siguiendo un camino equivocado. Tuvo una imagen fugaz de una escena diferente en la que los dos se encontraban tumbados uno al lado del otro tocándose, charlando y empezando a conocerse de forma gradual. Sin embargo, el deseo se había despertado al fin en él al oírla jadear dolorida. Se quitó aquellas estúpidas ideas de la cabeza y movió el dedo con mayor brusquedad, mientras miraba a la muchacha, que se esforzaba por soportar el sufrimiento en silencio.
William se subió a la cama y se arrodilló entre las piernas de ella. No estaba del todo excitado. Se frotó el miembro para que se le endureciese, pero lo consiguió sólo a medias. Estaba seguro de que era aquella condenada sonrisa de Elizabeth lo que provocaba su impotencia. Le metió dos dedos dentro y ella lanzó un grito de dolor. Eso estaba mejor. Y entones la estúpida zorra empezó de nuevo a sonreír. William llego a la conclusión de que tendría que borrarle aquella sonrisa de la cara. La abofeteó con fuerza. La joven gritó y el labio empezó a sangrarle. Eso ya estaba mejor.
Volvió a golpearla.
Elizabeth comenzó a llorar.
Después de aquello todo fue bien.
El domingo siguiente era el de Pentecostés, y se esperaba que una inmensa multitud acudiera a la catedral. El obispo Waleran celebraría el oficio. Incluso había más gente de la habitual, ya que todo el mundo quería ver los nuevos cruceros recién terminados. Según los rumores eran algo asombroso. Durante el servicio de ese día William mostraría su mujer a los ciudadanos corrientes del Condado. No había estado en Kingsbridge desde que levantaron las murallas. Pero Philip no podía impedirle que acudiera a la iglesia.
Su madre había muerto dos días antes de Pentecostés.
Rondaba los sesenta. Fue algo repentino. El viernes después de cenar sintió que no respiraba bien y se fue pronto a la cama. Poco antes de la madrugada su doncella fue a decir a William que su madre se encontraba mal. Levantóse de la cama y se dirigió vacilante hacia su dormitorio, frotándose la cara. La encontró haciendo terribles esfuerzos para respirar, sin poder hablar, con la mirada llena de terror.
William quedó espantado ante aquellos estremecidos y convulsos jadeos y también por su mirada. No apartaba los ojos de él como si esperara que hiciera algo. Estaba tan asustado que se dispuso a abandonar la habitación. Dio media vuelta. Pero entonces vio a la doncella en pie junto a la puerta, y se sintió avergonzado por su miedo. Se forzó a volver a mirar a madre. Su cara parecía cambiar de forma de manera incesante bajo la luz temblorosa de una vela. Su respiración, ronca y entrecortada, iba haciéndose cada vez más estentórea, hasta que pareció que iba a explotarle en la cabeza. William no podía comprender cómo no había despertado a todo el castillo. Se llevó las manos a los oídos para protegerse de aquel ruido. No obstante, seguía oyéndolo. Era como si le estuviera gritando igual que cuando era un chiquillo y le dirigía aquellas furiosas y demenciales filípicas. Su cara también parecía enfurecida, con la boca abierta, los ojos de mirada fija, el pelo enmarañado. Cada vez era más fuerte la certeza de que le estaba pidiendo algo. Él seguía sintiendo que iba haciéndose más joven y pequeño, hasta que llegó a poseerle un terror ciego que no sentía desde su infancia, un terror que emanaba del convencimiento de que la única persona a la que quería era un monstruo rabioso. Siempre había sido así. Siempre que ella le ordenaba, y lo hacía de continuo, que se acercara, o que se alejara, o que montara su pony o que se fuera, William se había mostrado lento en cumplir sus órdenes, y entonces su madre le gritaba, con lo que él se asustaba tanto que no podía comprender lo que le estaba pidiendo que hiciera. Entonces llegaban a un punto muerto, ella gritando cada vez más y él quedándose ciego, sordo y mudo por el terror.
Pero esa vez fue diferente.
Esa vez ella murió.
Primero cerró los ojos. Entonces William empezó a calmarse. La respiración de ella fue debilitándose poco a poco. El rostro adquirió un tono ceniciento a pesar de los granos. Incluso la llama de la vela parecía arder con menor intensidad y las sombras oscilantes ya no asustaban a William. Por ultimo dejó de respirar.
—Bueno, ahora ya se encuentra bien, ¿no? —comentó William.
La doncella prorrumpió en llanto.
Él se sentó junto a la cama y contempló el rostro inmóvil. La doncella fue en busca del sacerdote.
—¿Por qué no me habéis llamado antes? —preguntó este indignado.
William apenas le oyó. Se quedó con ella hasta la salida del sol. Entonces, las sirvientas le pidieron que se fuera para que pudieran «prepararla». William bajó al vestíbulo donde los habitantes del castillo, caballeros, hombres de armas, clérigos y sirvientes estaban tomando el desayuno. Sentóse a la mesa junto a su joven esposa y bebió algo de vino. Uno o dos caballeros y el mayordomo de la casa le hablaron. Pero William no les contestó. Finalmente llegó Walter y se sentó a su lado. Había vivido con William muchos años y sabía cuándo permanecer callado.
—¿Están preparados los caballos? —preguntó William al cabo de un rato.
Walter pareció sorprendido.
—¿Para qué?
—Para el viaje a Kingsbridge. Dura dos días, así que habremos de salir esta mañana.
—No creo que debiéramos ir, dadas las circunstancias.
Por alguna razón aquello disgustó a William.
—¿Acaso dije que no fuéramos a ir?
—No, Lord.
—¡Entonces iremos!
—Sí, Lord. —Walter se puso en pie—. Me ocuparé de inmediato.
Se pusieron en marcha mediada la mañana. El conde, Elizabeth y el séquito habitual de caballeros y escuderos. William tenía la sensación de caminar en sueños. Parecía como si el paisaje se alejara de él en lugar de ser él quien lo hacía. Elizabeth cabalgaba junto a su marido, magullada y en silencio. Cada vez que se detenían, Walter se ocupaba de todo. Y a cada comida William tomaba algo de pan y bebía varias copas de vino. Por la noche dormitaba a intervalos.
Cuando se aproximaban ya a Kingsbridge podían ver a cierta distancia, y a través de los campos, la catedral. La vieja catedral había sido una construcción ancha y achaparrada, con ventanas pequeñas como unos ojillos debajo de unas cejas de arcos redondeados. El aspecto de la nueva iglesia era radicalmente distinto, a pesar de que no estaba todavía terminada. Era alta y esbelta, y las ventanas tenían una altura que parecía inconcebible. Al acercarse más observó que empequeñecía los edificios alrededor del priorato como la vieja catedral nunca lo hizo.
El camino bullía de jinetes y caminantes. Todos ellos se dirigían a Kingsbridge. El oficio del domingo de Pentecostés era muy popular, porque tenía lugar a principios de verano, cuando el tiempo ya era muy bueno y los caminos estaban secos. Ese año había todavía más gente de la habitual, atraída por la novedad del nuevo edificio.
La última milla la recorrieron William y su grupo a medio galope, dispersando a los caminantes descuidados, y atravesaron ruidosamente el puente levadizo de madera que salvaba el río. Ahora ya, Kingsbridge era una de las ciudades más fortificadas de Inglaterra. Tenía un recio muro de piedra con un parapeto encastillado, y allí donde el anterior puente conducía directamente a la calle mayor, el camino estaba atravesado por una barbacana construida en piedra con unas puertas zunchadas enormes y pesadísimas que en aquellos momentos se encontraban abiertas pero que, por la noche, quedaban siempre cerradas a cal y canto. Supongo que ya nunca me será posible volver a incendiar esta ciudad, se dijo vagamente William.
La gente lo miraba mientras cabalgaba por la calle mayor en dirección al priorato. Claro que la gente siempre miraba a William. Era el conde. Aquel día se mostraban también interesados por la joven novia que cabalgaba a su izquierda. A su derecha lo hacía, como siempre, Walter.
Entraron en el recinto del priorato y desmontaron delante de las cuadras. William dejó su caballo al cuidado de Walter y se volvió a mirar la iglesia. El extremo oriental, la parte superior de la cruz, se encontraba en la zona más alejada del recinto, oculta a la vista. El extremo occidental, el pie de la cruz, aún no estaba construido; pero su forma se hallaba marcada en el suelo con estacas y cordel, y ya se habían lanzado algunos de los cimientos. Entre medias, se encontraba la parte nueva, los brazos de la cruz, consistente en los cruceros norte y sur, con el espacio entre ambos llamado crujía. Las ventanas eran tan grandes como le habían parecido. William jamás en su vida había visto un edificio semejante.
—Es fantástico —exclamó Elizabeth rompiendo su sumiso silencio.
William deseó haberla dejado en el castillo.
Un poco desconcertado, avanzó lento por la nave, entre las hileras de estacas y cordel, con Elizabeth a la zaga. El primer intercolumnio había sido construido en parte, y parecía como si sostuviera el inmenso arco ojival que formaba la entrada occidental en dirección al cruce. William atravesó aquel arco increíble y se encontró en la atestada crujía.
El nuevo edificio parecía irreal. Era demasiado alto, demasiado esbelto, demasiado airoso y frágil para mantenerse en pie. Daba la impresión de que no tuviera muros, nada que sostuviera el tejado salvo una hilera de curiosas pilastras alzándose expresivas. Al igual que todos los que se encontraban allí, William hubo de estirar el cuello para mirar hacia arriba, y vio que las pilastras continuaban hasta el techo curvado para encontrarse en el coronamiento de la bóveda, semejantes a las ramas más altas de un grupo de olmos entrelazados en el bosque.
Empezó el oficio. El altar había sido instalado en el extremo más próximo del presbiterio, con los monjes detrás de él de manera que la crujía y las dos naves de crucero quedaban libres para los fieles, pero, así y todo, la multitud invadía la nave todavía sin construir. William se abrió camino hasta la parte preferente, como era su prerrogativa, y quedó en pie, próximo al altar con los demás nobles del condado, quienes le hicieron una inclinación de cabeza y hablaron entre sí en voz baja.
El techo de madera pintada del viejo presbiterio se encontraba desmañadamente yuxtapuesto con el alto arco oriental del cruce, y era evidente que el constructor tenía la intención de acabar demoliendo el presbiterio y reconstruirlo a tono con el nuevo estilo.
Un momento después de que a William se le hubiera ocurrido aquella idea, su mirada tropezó con el constructor en cuestión: Jack Jackson. Era un apuesto diablo con abundante cabellera roja, y vestía una túnica granate, bordada en la parte inferior y en el cuello, igual que un noble. Parecía satisfecho de sí mismo, sin duda por haber construido los cruceros con tanta rapidez y porque todo el mundo hubiera quedado tan asombrado de su diseño. Llevaba cogido de la mano a un muchacho de nueve años que era su viva imagen. William comprendió, sobresaltado, que debía de tratarse del hijo de Aliena y le invadió un agudo sentimiento de envidia. Un momento después, descubrió a la propia Aliena. Se encontraba de pie al lado de Jack, un poco retrasada, con una leve sonrisa de orgullo. A William el corazón le dio un salto. Estaba tan encantadora como siempre. Elizabeth era una pobre sustituta, una pálida imitación de aquella mujer real y ardiente. Aliena llevaba en brazos a una niña de unos siete años, y William recordó que había tenido un segundo hijo con Jack a pesar de no estar casados.
William miró con más detenimiento a Aliena. Después de todo, no seguía tan encantadora como antes. Tenía arrugas alrededor de los ojos, seguramente por las preocupaciones, y detrás de su orgullosa sonrisa había una sombra de tristeza. Claro que, al cabo de todos aquellos años, todavía no había podido casarse con Jack, se dijo William con satisfacción. El obispo Waleran había mantenido su promesa, impidiendo una y otra vez la anulación. Aquella idea solía reconfortar a menudo a William.
Entonces William se apercibió de que era Waleran quien en ese momento estaba en pie ante el altar, alzando la hostia sobre su cabeza para ofrecerla a la mirada de los fieles. Centenares de personas cayeron de rodillas. En ese instante, el pan ya se había convertido en Cristo, una transformación que nunca dejaba de admirar a William, aunque no tuviera ni idea de lo que representaba.
Durante un rato, se concentró en el servicio, observando los gestos místicos de los sacerdotes, escuchando las incomprensibles frases en latín y farfullando fragmentos familiares de las respuestas. Persistía en él la sensación de aturdimiento que había tenido en el último día. La nueva iglesia mágica, con la luz del sol jugueteando en sus increíbles columnas, contribuía a intensificar la impresión de que se encontraba en un sueño.
El oficio estaba a punto de terminar. El obispo Waleran se volvió y se dirigió a los fieles.
—Y ahora rezaremos por el alma de la condesa Regan Hamleigh, madre del conde William de Shiring, la cual murió en la noche del viernes.
Hubo un ronroneo de comentarios al escuchar la gente la noticia, pero William miraba horrorizado al obispo. Al fin se había dado cuenta de lo que ella trataba de decirle mientras se moría. Había estado pidiendo un sacerdote… y William no envió a buscarlo. La había visto ir perdiendo fuerzas, la había visto cerrar los ojos, la había oído dejar de respirar y la había dejado morir sin confesión. ¿Cómo pudo haber hecho algo semejante? Desde el viernes por la noche, el alma de ella había estado en el infierno, sufriendo los tormentos que tan gráficamente le describió a menudo, sin oraciones que le dieran el descanso. Pesaba tanto la culpa sobre su corazón que le pareció sentir que sus latidos iban disminuyendo y, por un instante, pensó que también él iba a morir. ¿Cómo había podido dejar que se extinguiera con el alma desfigurada por los pecados al igual que el rostro por los furúnculos, mientras anhelaba la paz del cielo?
—¿Qué voy a hacer? —dijo en voz alta.
La gente que le rodeaba lo miró sorprendida.
Una vez concluida la plegaria y cuando los monjes ya habían salido en procesión, William seguía arrodillado delante del altar. Los restantes fieles fueron saliendo a la luz del sol ignorándole. Todos excepto Walter, que permanecía cerca de él vigilando y esperando. William rezaba con gran fervor. Tenía la imagen de su madre en la mente mientras repetía el Padrenuestro y todos los retazos de oraciones y oficios que era capaz de recordar. Al cabo de un rato, se olvidó de que había otras cosas que podía hacer. Podía encender velas, podía pagar a sacerdotes y monjes para que dijeran misas por ella con regularidad, podía incluso hacer construir una capilla especial en beneficio de su alma. Pero todo cuanto se le ocurría le parecía insuficiente. Era como si pudiese verla, moviendo la cabeza mostrándose dolida y decepcionada por él, al tiempo que decía: ¿Cuánto tiempo dejarás que tu madre sufra?
Sintió que una mano se posaba sobre su hombro y levantó los ojos. El obispo Waleran estaba frente a él, todavía vestido con el magnífico ropaje que se ponía en Pentecostés. Sus ojos negros se clavaron en los de William, el cual sintió que no tenía secretos bajo aquella penetrante mirada.
—¿Por qué lloras? —le preguntó Waleran.
William se dio cuenta entonces de que tenía la cara húmeda por las lágrimas.
—¿Dónde está ella? —preguntó a su vez.
—Ha ido a ser purificada por el fuego.
—¿Sufre?
—Sufre muchísimo. Pero podemos hacer que las almas de nuestros seres queridos atraviesen rápidamente ese lugar terrible.
—¡Haré lo que sea! —sollozó William—. ¡Decidme qué puedo hacer! ¡Por favor!
Los ojos de Waleran brillaban, codiciosos.
—Construye una iglesia —le dijo—. Una igual que esta. Pero en Shiring.
Aliena se sentía amargada por una ira sorda cada vez que viajaba por las propiedades que fueron parte del Condado de su padre. La sacaban de quicio todas las zanjas bloqueadas, las cercas rotas y vacías, los establos en ruinas. Le entristecían las praderas abandonadas y le rompían el corazón las aldeas desiertas. No se trataba sólo de las malas cosechas. El Condado podía haber alimentado a su gente incluso ese año, si hubiera estado bien administrado. Pero William Hamleigh no tenía idea de cómo manejar sus tierras. Para él, el Condado era sólo un cofre de tesoros particular y no unas propiedades que alimentaban a miles de personas. Cuando sus siervos no tenían alimentos, morían de inanición. Cuando sus arrendatarios no podían pagar las rentas, los echaba a la calle. Desde que William era conde, los acres cultivados se habían reducido de manera increíble, ya que las tierras de algunos arrendatarios expulsados habían vuelto a su estado natural. Y ni siquiera tenía cerebro para darse cuenta de que, a la larga, ello iba en contra de sus propios intereses.
Lo peor de todo era que Aliena se sentía en parte responsable. Se trataba de las propiedades de su padre y, tanto ella como Richard, no habían sido capaces de recuperarlas para la familia. Habían renunciado al ser nombrado William conde y perder Aliena todo su dinero. Pero el fracaso seguía irritándola y no había olvidado la promesa que hizo.
En el camino que iba de Winchester a Shiring, con un cargamento de hilaza y un musculoso carretero con una espada al cinto, recordaba las cabalgadas con su padre por ese mismo camino. Él siempre estaba poniendo nuevas tierras en condiciones de cultivo, despejando zonas de bosque, desecando pantanos o arando laderas de colina. En los años de carestía, tenía reservas suficientes de semillas para cubrir las necesidades de quienes habían sido poco previsores o estaban demasiado hambrientos para conservar las suyas. Jamás obligó a sus arrendatarios a vender sus animales o arados para pagar la renta, porque sabía que, si lo hicieran, al año siguiente se encontrarían imposibilitados de trabajar.
Trataba bien la tierra, conservando su capacidad de producción al igual que un buen granjero cuidaría de una vaca lechera.
Cada vez que pensaba en los viejos tiempos con su rígido, pero inteligente y orgulloso padre junto a ella, sentía como una herida de dolor de la pérdida. La vida había empezado a ir cuesta abajo cuando se lo llevaron. Visto de manera retrospectiva, todo cuanto ella hizo desde entonces parecía no tener sentido. Vivir en el castillo con Matthew en un mundo de ensueño, ir a Winchester con la vana esperanza de ver al rey, incluso luchar por mantener a Richard mientras él combatía en la guerra civil. Había alcanzado lo que otras gentes consideraban un éxito. Se había convertido en una próspera comerciante de lanas. Pero ello sólo le aportó una apariencia de felicidad. Había encontrado una manera de vivir y una posición en la sociedad que le proporcionaba seguridad y estabilidad. Sin embargo, en el fondo de su corazón, continuaba dolida y perdida. Hasta que Jack entró en su vida.
Desde entonces la imposibilidad de casarse con él lo había agostado todo. Llegó a aborrecer al prior Philip, a quien una vez consideró como su salvador y mentor. Hacía años que no mantenía con él una conversación tranquila y amable. Claro que no era culpa suya que no pudieran obtener la anulación del matrimonio, pero fue él quien insistió en que vivieran separados. Aliena no podía por menos que sentirse resentida con él.
Quería a sus hijos, pero se preocupaba por ellos al verlos crecer en un hogar tan poco natural en el que el padre se va de casa a la hora de acostarse. Por fortuna, eso no había tenido hasta el momento efectos negativos. Tommy era un muchacho guapo y fuerte al que le gustaba la pelota, las carreras y jugar a los soldados; y Sally una chiquilla dulce y reflexiva que contaba cuentos a sus muñecas y a la que le encantaba contemplar a Jack en su zona de dibujo. Sus continuas necesidades y su cariño sencillo eran los únicos elementos sólidamente normales en la excéntrica vida de Aliena.
Claro que, además, contaba con su trabajo. Durante la mayor parte de su vida adulta había comerciado con algo. En la actualidad, tenía docenas de hombres y mujeres en aldeas dispersas, hilando y tejiendo para ella en sus hogares. Hacía tan sólo unos años habían sido centenares, pero, al igual que todos, también sentía los efectos de la hambruna y de nada le serviría hacer más tejido del que pudiera vender. Incluso si estuviera casada con Jack seguiría queriendo conservar su trabajo independiente.
El prior Philip decía de continuo que la anulación podía ser concedida cualquier día. Pero hacía ya siete largos años que Aliena y Jack vivían aquella irritante vida, comiendo y criando a sus hijos juntos pero durmiendo separados.
Aliena sentía la infelicidad de Jack de un modo más profundo que la suya propia. Podía decirse que lo adoraba. Nadie sabía lo mucho que lo quería, salvo tal vez Ellen, su madre, que lo veía todo. Lo quería porque la había devuelto a la vida. Hasta entonces había sido como una larva, y Jack la había sacado de su envoltura mostrándole que era una mariposa. Hubiera pasado toda su vida ajena a los gozos y sufrimientos del amor, si él no hubiera compartido con ella sus historias, y no la hubiera besado con tanta suavidad, despertando luego, lenta y cariñosamente, el amor que yacía dormido en su corazón. Había sido tan paciente y tolerante pese a su juventud… Sólo por eso lo amaría siempre.
Mientras atravesaba el bosque, se preguntaba si no se encontraría con Ellen, la madre de Jack. La veían de cuando en cuando en la feria de alguna ciudad y, más o menos una vez al año, solía ir a Kingsbridge a la caída del sol para pasar la noche con sus nietos. Aliena se sentía afín a Ellen, ambas eran mujeres fuera de serie, que no encajaban con lo que se esperaba de ellas. Sin embargo, salió finalmente del bosque sin tropezar con Ellen.
Mientras viajaba a través de tierras cultivadas, observaba las mieses madurando en los campos. Se dijo que ese año habría buenas cosechas. El verano no había sido demasiado propicio, porque llovió e hizo frío. Pero no habían sufrido las inundaciones ni las plagas que agitaron las tres anteriores. Aliena se sintió agradecida. Miles de personas vivían casi al borde del hambre, y otro invierno malo acabaría con la mayoría de ellas.
Se detuvo para que sus bueyes bebieran en la fuente que se alzaba en el centro de una aldea llamada Monksfield, la cual formaba parte de las propiedades del conde. Era un lugar bastante grande rodeado de algunas de las mejores tierras del Condado y tenía su propio sacerdote y una iglesia construida con piedra. Sin embargo, tan sólo la mitad más o menos de esos campos habían sido cultivados ese año. Los que lo fueron estaban ya cubiertos de trigales amarillos, mientras que el resto se encontraba invadido por la cizaña.
Otros dos viajeros se habían detenido junto a la fuente para dar de comer a sus caballos. Aliena los observó cautelosa. En ocasiones convenía unirse a otras gentes a fin de protegerse mutuamente. Sin embargo, para una mujer también podía ser peligroso. Aliena había llegado a la conclusión que un hombre como aquel carretero estaba perfectamente dispuesto a hacer cuanto ella le dijera siempre que estuvieran solos, pero si hubiera otros hombres presentes era posible que se mostrara inclinado a la subordinación.
Sin embargo, uno de aquellos dos viajeros que se encontraban en Monksfield era una mujer. Luego de mirarla con atención cambió la palabra «mujer» por la de «joven». Aliena la reconoció. Había visto a aquella muchacha el domingo en Pentecostés en la catedral de Kingsbridge. Era la condesa Elizabeth, la mujer de William Hamleigh. Parecía desdichada e intimidada. La acompañaba un taciturno hombre de armas, sin duda su guardián. Esa suerte pude haber corrido yo, se dijo Aliena, si me hubiera casado con William. Gracias a Dios me rebelé.
El hombre de armas hizo un breve saludo al carretero, ignorando a Aliena, quien pensó que lo mejor sería prescindir de ellos.
Mientras descansaban, el cielo empezó a encapotarse y sopló un viento frío.
—Tormenta de verano —opinó lacónico el carretero.
Aliena miró ansiosa al cielo. No le importaba mojarse pero la tormenta podría obligarles a marchar más despacio y acaso se encontraran en campo abierto al caer la noche. Cayeron algunas gotas de lluvia. Tendrían que buscar refugio, se dijo reacia.
—Más vale que sigamos aquí un rato —dijo la condesa a su guardián.
—Imposible —repuso con brusquedad el hombre—. Órdenes del amo.
A Aliena le ofendió oír a aquel hombre hablar de esa manera a la joven.
—¡No seas estúpido! —le dijo—. ¡Tu obligación es velar por tu ama!
El guardián la miró sorprendido.
—¿A ti qué te importa? —le replicó en tono grosero.
—Va a estallar una tormenta, idiota —le contestó Aliena con su tono más aristocrático—. No puedes pretender que una dama viaje con este tiempo. Tu amo te azotará por tu estupidez.
Aliena se volvió hacia la condesa Elizabeth. La joven la miraba ansiosa, a todas luces complacida de que alguien plantara cara a ese fanfarrón de su guardián. Empezaba a arreciar la lluvia. Aliena tomó una rápida decisión:
—Venid conmigo —dijo a Elizabeth.
Antes de que el guardián pudiera intervenir, había cogido de la mano a la joven y se había alejado. La condesa Elizabeth la siguió gustosa, sonriendo como una niña a la que sacaran de la escuela. Aliena pensó que acaso el guardián fuera detrás de ella y se llevara a la joven; pero en aquel momento hubo un relámpago y la lluvia se convirtió en un aguacero. Aliena echó a correr arrastrando consigo a Elizabeth y, después de cruzar el cementerio, llegaron ante una casa de madera que se alzaba junto a la iglesia.
La puerta se hallaba abierta. Entraron corriendo. Aliena había supuesto que era la casa del párroco y había acertado. Un hombre de aspecto malhumorado vistiendo una sotana negra y con una pequeña cruz colgada del cuello con una cadena, se puso en pie al entrar ellas.
Aliena sabía que la obligación de hospitalidad representaba un pesado fardo para muchos párrocos, y de modo muy especial en aquellos tiempos de hambruna.
—Mis acompañantes y yo necesitamos refugio —dijo anticipándose a una posible resistencia.
—Sois bienvenidos —contestó el párroco entre dientes.
Era una casa de dos habitaciones con un cobertizo contiguo para los animales. Aquello no estaba muy limpio a pesar de que a los animales se les mantenía afuera. Sobre la mesa había un barrilete de vino.
Al tomar asiento, un perrillo les ladró agresivo.
Elizabeth apretó el brazo a Aliena.
—Muchísimas gracias —dijo con los ojos humedecidos por la gratitud—. Ranulf me hubiera hecho seguir adelante, nunca me escucha.
—No tiene importancia —le contestó Aliena—. Esos hombres grandes y fuertes son todos unos cobardes.
Observó a Elizabeth y se dio cuenta de que la pobre muchacha poseía un gran parecido con ella. Ya tenía bastante con ser la mujer de William; pero ser su segunda elección debía ser un auténtico infierno en la tierra.
—Soy Elizabeth de Shiring. ¿Quién sois vos? —dijo Elizabeth.
—Me llamo Aliena. Soy de Kingsbridge.
Contuvo el aliento preguntándose si Elizabeth reconocería el nombre y se daría cuenta de que era la mujer que rechazó a William Hamleigh. Pero era demasiado joven para recordar aquel escándalo.
—Es un nombre poco corriente —fue cuanto dijo.
Del cuarto trasero salió una mujer desaliñada de rostro vulgar y gruesos brazos desnudos, en actitud desafiante, que les ofreció un vaso de vino. Aliena supuso que se trataba de la mujer del párroco. Él diría que era su ama de llaves, ya que en teoría el matrimonio estaba prohibido entre los curas. Las mujeres de los sacerdotes provocaban dificultades sin fin. Era cruel obligar al hombre a que la echara y por lo general resultaba afrentoso para la Iglesia. Aunque la mayoría de la gente decía que los sacerdotes debían mantenerse castos, solían adoptar una actitud condescendiente en ciertos casos, porque se conocía a la mujer. De manera que la Iglesia seguía haciéndose la sorda ante relaciones como aquella. Puedes estar agradecida, mujer, se dijo Aliena; tú al menos vives con tu hombre.
El hombre de armas y el carretero entraron con el pelo chorreando. El guardián, Ranulf, se plantó delante de Elizabeth.
—No podemos detenernos aquí —dijo.
Ante la sorpresa de Aliena, Elizabeth se sometió de inmediato.
—Muy bien —dijo poniéndose en pie.
—Sentaos —dijo Aliena, haciéndola tomar de nuevo asiento, y poniéndose en pie delante del guardián, agitó el dedo delante de su cara—. Si escucho otra palabra tuya pediré ayuda a los aldeanos para que vengan a rescatar a la condesa de Shiring. Ellos saben cómo tratar a tu señora a pesar de que tú lo ignoras.
Vio a Ranulf sopesando los pros y los contras. De llegar a un enfrentamiento, era capaz de habérselas con Elizabeth y Aliena, y también con el carretero y el párroco. Pero si se le unían algunos aldeanos se encontraría con dificultades.
—Tal vez la condesa prefiera seguir camino —dijo mirando agresivo a Elizabeth.
La joven parecía aterrorizada.
—Bien, señoría. Ranulf ruega humildemente que le exprese su voluntad —dijo Aliena.
Elizabeth se quedó mirándola.
—Sólo tenéis que decirle lo que queréis —dijo Aliena con tono alentador—. Su deber es cumplir vuestras órdenes.
La actitud de Aliena infundió valor a Elizabeth.
—Descansaremos aquí. Ve y ocúpate de los caballos, Ranulf —dijo después de respirar hondo.
El hombre asintió con un gruñido y salió.
Elizabeth contempló atónita cómo se alejaba.
—Va a mear de firme —anunció el carretero.
El sacerdote frunció el ceño ante aquella vulgaridad.
—Estoy seguro de que lloverá como de costumbre —dijo con tono estirado.
Aliena no pudo evitar echarse a reír, y Elizabeth la imitó.
Tuvo la impresión de que la joven no reía a menudo.
El ruido de la lluvia se convirtió en sonoro tamborileo. Aliena miró a través de la puerta abierta. La iglesia sólo estaba a unas cuantas yardas pero la lluvia impedía verla.
—¿Has puesto a buen recaudo la carreta? —preguntó Aliena al carretero.
El hombre asintió.
—Con los animales. No quiero que mi hilo quede apelmazado.
Ranulf entró de nuevo completamente empapado.
Hubo un relámpago seguido del prolongado retumbar del trueno.
—Esto no hará mucho bien a las cosechas —comentó el párroco con acento lúgubre.
Tiene razón, se dijo Aliena. Lo que necesitaban eran tres semanas de benéfico sol.
Se produjo otro relámpago seguido de otro trueno más largo todavía, y una ráfaga de viento sacudió la casa de madera. A Aliena le cayó en la cabeza agua fría y, al mirar hacia arriba, vio una gotera en el tejado de barda. Apartó de allí su asiento. La lluvia entraba también por la puerta; pero nadie parecía tener interés en cerrarla. Le gustaba mirar la tormenta y, al parecer, a los otros les pasaba igual.
Contempló a Elizabeth. La joven estaba blanca como la pared.
La rodeó con un brazo. Temblaba, a pesar de que no hacía frío.
La apretó contra sí.
—Estoy asustada —musitó Elizabeth.
—No es más que una tormenta —la tranquilizó.
Afuera se había puesto muy oscuro. Aliena pensó que ya debía ser hora de la cena y entonces cayó en la cuenta de que todavía no había almorzado. Sólo era mediodía. Se levantó y se acercó a la puerta. El cielo tenía un color gris oscuro. No recordaba haber visto jamás un tiempo semejante en verano. El viento soplaba con fuerza. Un relámpago iluminó varios objetos arrastrados por delante de la puerta. Una manta, un pequeño arbusto, un escudillo de madera, un barrilillo vacío.
Entró de nuevo con el ceño fruncido y se sentó otra vez. Empezaba a sentirse algo preocupada. La casa volvió a temblar. La viga central que sostenía el caballete del tejado estaba vibrando. Esta es una de las casas mejor construidas de la aldea, se dijo, si se encuentra tan poco firme, es posible que alguna de las viviendas más pobres esté a punto de derrumbarse. Miró al cura.
—Si esto empeora tal vez hayamos de reunir a los aldeanos y que se refugien en la iglesia —suspiró.
—No estoy dispuesto a salir con este diluvio —manifestó el sacerdote con una breve carcajada.
Aliena se quedó mirándolo con incredulidad.
—Es vuestro rebaño —le dijo—. Sois su pastor.
El cura la miró a su vez con insolencia.
—Yo debo rendir cuentas al obispo de Kingsbridge, no a vos; y no voy a hacer el tonto sólo porque vos me lo digáis.
—Al menos poned los bueyes a buen recaudo —sugirió Aliena.
Las posesiones más valiosas en una aldea como aquella eran las yuntas de ocho bueyes que arrastraban el arado. Los campesinos no podían cultivar la tierra sin esos animales. Y como ningún agricultor podía permitirse la posesión de una yunta de arar, eran propiedad de la comunidad. Parecía evidente que el cura había de tener en gran estima la yunta, ya que su prosperidad también dependía de ella.
—No tenemos yunta de arar —contestó.
Aliena se mostró confundida.
—¿Por qué?
—Hubimos de vender cuatro de ellas para pagar el arriendo. Luego, matamos a las restantes para comer carne en invierno.
Eso explicaba aquellos campos a medio arar, se dijo Aliena. Sólo habían podido cultivar los terrenos más ligeros utilizando caballos o mano de obra para arrastrar el arado. Tal cosa la enfureció. Era estúpido al tiempo que inhumano por parte de William obligar a aquellas gentes a vender sus yuntas, porque eso significaba que también este año encontrarían dificultades para pagarle el arriendo, aunque el tiempo hubiese sido bueno. Experimentó deseos de coger a William por el cuello y retorcérselo.
Otra fuerte ráfaga de viento hizo estremecerse la casa de madera.
De repente, pareció deslizarse un lado del tejado. Luego, se alzó varias pulgadas desprendiéndose del muro y, a través de aquella rendija, Aliena pudo ver el cielo negro y un relámpago en zigzag. Se levantó de un salto al tiempo que la ráfaga se calmaba y el tejado de barda se desplomó de nuevo sobre sus soportes. Ahora aquello empezaba a ponerse peligroso. Siguió en pie y gritó al sacerdote por encima del estruendo provocado por el tiempo.
—¡Id al menos a abrir la puerta de la iglesia!
El cura se mostró resentido pero hizo lo que se le decía. Cogió una llave de la cómoda, se cubrió con una capa, salió y desapareció bajo la lluvia. Aliena empezó a organizar a los demás.
—Lleva mi carreta y los bueyes a la iglesia, carretero. Y tú, Ranulf, lleva los caballos. Venid conmigo, Elizabeth.
Se pusieron las capas y salieron. Resultaba difícil caminar en línea recta a causa del viento, y hubieron de cogerse de la mano para mantener el equilibrio. Se abrieron camino a través del cementerio. La lluvia se había convertido en granizo y sobre las lápidas rebotaban grandes piedras de hielo. En una esquina del camposanto Aliena vio un manzano tan desnudo como en invierno. El ventarrón había despojado sus ramas de hojas y frutos. Este otoño no habrá muchas manzanas en el Condado, se dijo.
Un momento después habían llegado a la iglesia y entrado en ella. La repentina quietud fue como si se quedaran sordos. El viento todavía seguía aullando y la lluvia repicando sobre el tejado. También se oía el estruendo de los truenos cada pocos minutos; pero todo ello lejano. Algunos de los aldeanos se encontraban ya allí con sus capas empapadas. Habían llevado consigo sus bienes, las gallinas metidas en sacos, los cerdos atados y las vacas con cabezales. La iglesia se hallaba a oscuras; pero la escena era iluminada sin cesar por los relámpagos. Al cabo de unos momentos el carretero introdujo allí la carreta de Aliena. Le seguía Ranulf con los caballos.
—Hagamos que coloquen a los animales en la parte oeste y que la gente se instale en la zona este, antes de que la iglesia empiece a tener aspecto de un establo —propuso Aliena al cura.
Al parecer todo el mundo había aceptado ya que Aliena se hiciera cargo de la situación, por lo que el párroco asintió con la cabeza. Los dos se pusieron en acción, el cura dirigiéndose a los hombres y Aliena a las mujeres. La gente fue separándose poco a poco de los animales. Las mujeres condujeron a los niños al pequeño presbiterio y los hombres ataron el ganado a las columnas de la nave. Los caballos estaban asustados, girando los ojos y haciendo corvetas. Las vacas se tumbaron. Los aldeanos empezaron a formar grupos familiares y a pasarse unos a otros comida y bebida. Habían ido allí preparados para una larga estancia.
Era tal la violencia de la tormenta, que Aliena pensó que tenía que pasar pronto. Por el contrario, todavía empeoró. Se acercó a una ventana. Naturalmente no tenían cristal, sino que estaban cubiertas por un hermoso lino translúcido que en aquellos momentos colgaba desgarrado del marco de la ventana. Aliena se alzó hasta el alféizar para mirar hacia fuera. Todo cuanto pudo ver fue lluvia. El viento arreció, ululando alrededor de los muros. Aliena empezó a preguntarse si, incluso allí, estarían seguros. Recorrió discretamente el edificio.
Había pasado suficiente tiempo con Jack para conocer las diferencias entre las buenas y las malas obras de albañilería, y se sintió aliviada al comprobar que el trabajo en piedra había sido hecho con minuciosidad y limpieza. No había grietas. El templo estaba construido con bloques de piedra cortada, no de mampostería, y parecía sólido como una montaña.
El ama de llaves del párroco encendió una vela. Entonces descubrió Aliena que estaba cayendo la noche. El día había sido tan tenebroso que la diferencia era pequeña. Los niños se cansaron de correr arriba y abajo por las naves y se acurrucaron bien envueltos en sus capas para dormir. Las gallinas metieron la cabeza debajo del ala. Elizabeth y Aliena se sentaron juntas en el suelo con la espalda contra el muro.
Aliena estaba muerta de curiosidad por aquella infeliz joven que había aceptado el papel de mujer de William, ese papel que ella misma había rechazado hacía diecisiete años.
—Conocí a William cuando era muy joven. ¿Cómo es ahora? —dijo incapaz de contenerse por más tiempo.
—Lo aborrezco —aseguró Elizabeth con tono apasionado.
Aliena sintió una profunda lástima por ella.
—¿Cómo le conocisteis? —quiso saber Elizabeth.
Aliena tuvo la impresión de que se había dejado llevar por sus impulsos.
—A decir verdad, cuando tenía más o menos vuestra edad se pensó en que me casara con él.
—¡No! ¿Y por qué no lo hicisteis?
—Le rechacé y mi padre me respaldó. Pero se organizó un espantoso alboroto. Fui la causa de que se derramara mucha sangre. Pero ahora todo pertenece ya al pasado.
—¿Le rechazasteis? —Elizabeth se mostraba excitada—. Sois muy valiente. Quisiera ser como vos. —De nuevo parecía alicaída—. Pero yo no soy capaz de imponerme ni siquiera a los sirvientes.
—Estad segura de que podéis hacerlo —la alentó Aliena.
—Pero ¿cómo? No me hacen ni caso porque sólo tengo catorce años.
Aliena reflexionó acerca de la cuestión. Luego, contestó:
—Para empezar, deberéis convertiros en la mensajera de los deseos de vuestro marido. Por la mañana, preguntadle qué le gustaría comer ese día, a quién querría ver, qué caballo le apetece montar o cualquier otra cosa que se os ocurra. Luego id al cocinero, al mayordomo del salón y al mozo de cuadras y dadles las órdenes del conde. Vuestro marido os estará agradecido y furioso con cualquiera que os ignore. De esa manera, la gente se acostumbrará a hacer lo que vos digáis. Luego, tomad buena nota de quiénes os ayudan gustosos y quiénes se muestran más reacios, y aseguraos de que los peores trabajos los hagan los que han mostrado mala voluntad. Entonces, la gente empezará a darse cuenta de que resulta conveniente dar gusto a la condesa. También os querrán mucho más que a William que, a fin de cuentas, no es muy amable. Finalmente llegaréis a ser una fuerza por derecho propio. La mayoría de las condesas lo son.
—Lo presentáis como si fuera muy fácil —dijo Elizabeth pensativa.
—No, no es fácil, pero podéis hacerlo si tenéis paciencia y no os desalentáis con demasiada facilidad.
—Creo que puedo —respondió la joven con decisión—. De veras creo que puedo.
Al final se durmieron. De cuando en cuando, el viento volvía a aullar y despertaba a Aliena. Miró en derredor suyo a la luz de la temblorosa llama de la vela. Vio que la mayoría de los adultos hacían lo que ellas, permanecían sentados erguidos, dormitando y luego despertándose de repente.
Debía ser alrededor de la medianoche cuando Aliena se despertó sobresaltada dándose cuenta de que esa vez debía de haber dormido una hora o más. Casi todo el mundo estaba sumido en un profundo sueño. Cambió de posición, se tumbó boca arriba y se arrebujó en la capa. La tormenta no había amainado, pero la gente estaba tan necesitada de descanso que olvidó su inquietud. El ruido de la lluvia contra los muros de la iglesia era semejante a olas rompiendo en la playa. Pero, en lugar de mantenerla despierta, ahora ya la arrullaba y le ayudaba a dormir.
Una vez más se despertó sobresaltada. Se preguntó qué sería lo que la habría perturbado. Escuchó atenta. Silencio. La tormenta se había calmado. Por las ventanas entraba una débil luz grisácea. Todos los aldeanos estaban profundamente dormidos.
Aliena se levantó. Sus movimientos hicieron abrir los ojos a Elizabeth.
Ambas habían tenido la misma idea. Se dirigieron a la puerta, la abrieron y salieron de la iglesia.
La lluvia había cesado y el viento no era más que una brisa.
Todavía no había salido el sol; no obstante, el cielo era de un gris perla. Aliena y Elizabeth miraron en derredor suyo, bajo la luz clara y aguanosa.
La aldea había desaparecido.
Aparte de la iglesia, no había quedado una sola edificación en pie.
Toda la zona aparecía llana como la palma de la mano. Algunas pesadas vigas descansaban contra el costado de la iglesia. Aparte de eso, sólo las piedras hincadas en el suelo, desperdigadas en aquel mar de barro, mostraban dónde habían estado las casas. En las lindes de lo que fue la aldea, todavía permanecían en pie cinco o seis árboles grandes, robles y castaños, aunque todos ellos parecían haber perdido varias ramas. No había quedado un solo árbol joven. Aturdidas ante aquella total devastación, Aliena y Elizabeth caminaron por lo que fue la calle. El suelo se hallaba cubierto de astillas y de pájaros muertos. Llegaron al primero de los trigales. Parecía como si un enorme rebaño de ganado hubiera pasado por allí por la noche. Las espigas, que ya estaban madurando, habían sido aplastadas, rotas, arrancadas de raíz y arrastradas por las aguas. La tierra aparecía abatida e inundada.
Aliena quedó horrorizada.
—¡Dios mío! —musitó—. ¿Y ahora qué comerá la gente?
Recorrieron los campos. Los daños eran los mismos en todas las partes. Subieron a una colina baja y desde la cima recorrieron con la mirada los campos circundantes. Allá donde miraban no veían más que cosechas perdidas, ovejas muertas, árboles derribados, praderas inundadas y casas hundidas. La destrucción era aterradora y Aliena se sintió embargada por una terrible sensación de tragedia. Se dijo que parecía como si la mano de Dios hubiera descendido sobre Inglaterra y hubiera golpeado su suelo destruyendo cuanto el hombre había construido, salvo las iglesias.
La devastación había conmovido también a Elizabeth.
—Es terrible —murmuró—. No puedo creerlo. No ha quedado nada.
Aliena asintió con gesto de consternación.
—Nada —repitió como un eco—. Este año no habrá cosechas.
—¿Y qué hará la gente?
—No lo sé. —Aliena añadió con una mezcla de compasión y miedo—: Se prepara un condenado invierno.
Una mañana, cuatro semanas después de la gran tormenta, Martha pidió a Jack más dinero. Este quedó sorprendido. Ya le daba seis peniques semanales para la casa y sabía que Aliena le entregaba igual cantidad. Con esa suma había de alimentar a cuatro adultos y dos niños y comprar leña y junquillos para dos casas. Pero había muchas familias numerosas en Kingsbridge que sólo disponían de seis peniques semanales para cubrir todas las necesidades, comida, ropas y también el alquiler. Preguntó a Martha por qué necesitaba más.
Martha se mostró incómoda.
—Todos los precios han subido. El panadero pide un penique por una hogaza de cuatro libras y…
—¡Un penique! ¡Por una hogaza de cuatro libras! —Jack se hallaba escandalizado—. Deberíamos construirnos un horno y cocer nuestro propio pan.
—Bueno, a veces hago pan de sartén.
—Eso es verdad.
Jack recordó que durante la última semana habían tomado dos o tres veces pan cocido en la sartén.
—Pero el precio de la harina también ha subido, así que no ahorramos mucho —explicó Martha.
—Deberíamos comprar trigo y molerlo nosotros.
—No está permitido. Lo establecido es que utilicemos el molino del priorato. De cualquier forma, el trigo es caro también.
—Claro.
Jack comprendió que se estaba comportando de una manera estúpida. El pan era caro porque la harina era cara, y la harina era cara porque el trigo era caro, y el trigo era caro porque la tormenta destruyó la cosecha. No había que darle más vueltas. Notó que Martha parecía apesadumbrada. Siempre se inquietaba sobremanera cuando creía haberle disgustado. Sonrió para demostrarle que no tenía de qué preocuparse, al tiempo que le daba unas palmaditas en el hombro.
—No es culpa tuya —la animó.
—Parecías tan enfadado.
—Pero no contigo.
Se sentía culpable. Estaba convencido de que Martha sería capaz de cortarse la mano derecha antes que engañarle. En realidad, no comprendía por qué era tan adicta a él. Si fuera amor, se dijo, desde luego que a estas alturas ya estaría harta, porque ella y el mundo entero sabían que Aliena era el amor de su vida. En cierta ocasión había considerado la conveniencia de hacerle que se fuera, obligarle a salir de su enclaustramiento y su entrega. De esa manera, tal vez se enamorara de un hombre que le conviniera. Pero en el fondo de su corazón sabía que aquello no resultaría y que sólo lograría hacerla desesperadamente desdichada. De manera que dejó que todo siguiera como estaba. Echó mano al interior de su túnica para sacar su bolsa y cogió tres peniques de plata.
—Más vale que dispongas de doce peniques a la semana y veas si puedes arreglarte con eso —le dijo.
Parecía mucho. Su paga era tan sólo de veinticuatro peniques semanales, aunque tenía también otros gajes, como velas, ropas y botas.
Se echó al coleto el resto del pichel de cerveza y salió. Hacía un frío desusado para principios de otoño. El tiempo seguía siendo extraño. Recorrió con paso vivo la calle y entró en el recinto del priorato. Todavía no había salido el sol, y allí se encontraban tan sólo un puñado de artesanos. Recorrió la nave observando los cimientos. Casi estaban completos. Habían tenido suerte, ya que el trabajo con la argamasa, probablemente habría de suspenderse pronto ese año a causa del tiempo frío.
Levantó la vista hacia los nuevos cruceros. El placer que sentía por su propia creación estaba ensombrecido por las grietas. Habían reaparecido al día siguiente de la gran tormenta. Se hallaba decepcionadísimo. Claro que había sido una tormenta espantosa. Pero él había diseñado su iglesia para que sobreviviera a centenares de tormentas así. Movió la cabeza, perplejo y subió por las escaleras de la torreta hasta la galería. Deseaba poder hablar con alguien que hubiera construido una iglesia semejante. En Inglaterra nadie lo había hecho, e incluso en Francia nunca habían alcanzado semejante altura. Siguiendo un impulso, no se dirigió a su zona de dibujo sino que continuó subiendo las escaleras hasta el tejado. Ya habían quedado colocadas todas las planchas y observó que el fastigio que había estado bloqueando la corriente de agua de lluvia disponía ya de un amplio canalón que corría a través de su base. Corría viento allá arriba y cada vez que se acercaba al borde trataba de encontrar algo donde sujetarse, ya que no sería el primer constructor que se caía de un tejado y se mataba, impelido por una ráfaga de viento, el cual siempre soplaba más fuerte en todo lo alto que en el suelo. De hecho el viento siempre parecía aumentar de manera desproporcionada conforme uno subía…
Permaneció allí con la mirada perdida en el espacio. El viento aumentaba de manera desproporcionada a medida que uno subía. Esa era la respuesta a su rompecabezas. No era el peso de su bóveda el causante de las grietas, sino la altura. Estaba seguro de haber construido la iglesia lo bastante fuerte para soportar el peso. Sin embargo, no había contado con el viento. Esos altísimos muros estaban siendo azotados de manera constante y, dada su gran elevación, eso era suficiente para producir grietas. De pie en el tejado sintiendo toda su fuerza podía imaginar fácilmente el efecto que estaba teniendo sobre la estructura estrictamente equilibrada que había debajo de él. Conocía tan bien la edificación que casi podía sentir la tensión, como si los muros formaran parte de su cuerpo.
El viento daba de costado contra la iglesia, como estaba dando contra él. Y, puesto que la iglesia no podía combarse, aparecían las grietas.
Estaba segurísimo de haber encontrado la causa. ¿Pero qué había de hacer al respecto? Necesitaba reforzar el trifolio para que pudiera aguantar el viento. ¿Cómo? Si construyera contrafuertes macizos en la parte superior de los muros, quedaría destruido el deslumbrador efecto de ligereza y gracia que con tanto éxito había logrado. No obstante, si fuera eso lo que se necesitaba para mantener el edificio en pie, tendría que hacerlo.
Bajó las escaleras. No se sentía más contento, pese a haber logrado comprender por fin el problema, ya que parecía como si la solución pudiera destruir su sueño. Acaso soy arrogante, se dijo. Estaba tan convencido de que podía construir la catedral más hermosa del mundo. ¿Por qué imaginé que yo podía ser mejor que cualquier otro? ¿Qué me hizo pensar que era algo tan especial? Debí haber copiado con exactitud el boceto de otro maestro y sentirme satisfecho.
Philip le estaba esperando en la zona de dibujo. El prior tenía el ceño fruncido por la preocupación. La orla de pelo canoso alrededor de la afeitada cabeza aparecía alborotada. Daba la impresión de haber estado levantado toda la noche.
—Habremos de reducir nuestros gastos —dijo sin más preámbulo—. No tenemos dinero para seguir construyendo al ritmo actual.
Jack había estado temiendo aquello. El huracán destruyó las cosechas en la mayor parte del sur de Inglaterra y era de suponer que las finanzas del priorato acusarían el golpe. En el fondo de su corazón, tenía miedo de que, si la construcción se retrasaba demasiado, acaso él no viviera para ver acabada su catedral. Pero no dejó traslucir sus temores.
—Se acerca el invierno —dijo con tono indiferente—. De cualquier manera, por esta época el trabajo siempre sufre retrasos. Y este año el invierno llegará pronto.
—No lo bastante pronto —contestó Philip ceñudo—. Quiero que se reduzcan a la mitad nuestros gastos. De inmediato.
—¡A la mitad!
Parecía algo imposible.
—Hoy empieza el despido temporal de invierno.
La situación era peor de lo que Jack supuso. Habitualmente los trabajadores estivales terminaban a principios de diciembre más o menos. Pasaban los meses de invierno construyendo casas de madera o haciendo arados o carretas, bien para los suyos o para ganar dinero. Aquel año sus familias no se sentirían muy contentas de verlos.
—¿Sabéis que los enviáis a hogares donde la gente ya está pasando hambre? —preguntó Jack.
Philip se limitó a mirarlo irritado.
—Claro que lo sabéis —añadió Jack—. Siento habéroslo preguntado.
—Si no lo hago ahora, ocurrirá que cualquier domingo, mediado el invierno, todos los trabajadores se encontrarán en fila para cobrar su salario y yo sólo podré mostrarles un cofre vacío —dijo enérgico.
Jack se encogió de hombros sin nada más que objetar.
—Y eso no es todo —le advirtió Philip—. De ahora en adelante no se contratará a nadie, ni siquiera para reemplazar a los que se vayan.
—Hace meses que no contratamos.
—Contrataste a Alfred.
—Eso fue algo diferente —alegó Jack incómodo—. Muy bien. Nada de nuevos contratos.
—Y tampoco ascensos.
Jack asintió. De cuando en cuando, un aprendiz o un jornalero pedían que se le ascendiera a albañil o a cantero. Si los demás artesanos consideraban adecuado su trabajo, se atendía su solicitud y el priorato tenía que pagarle un salario más alto.
—Los ascensos son prerrogativa de la logia de albañiles —le recordó Jack.
—No es mi propósito cambiar eso —repuso Philip—. Estoy pidiendo a los albañiles que pospongan todo ascenso hasta que haya terminado el hambre.
—Se lo comunicaré —contestó Jack sin comprometerse.
Tenía la impresión de que aquello crearía problemas.
Philip siguió con sus restricciones.
—De ahora en adelante no se trabajará las fiestas de los santos.
Había demasiados días de santos. En principio eran fiestas; pero el que a los trabajadores les pagaran como tal era cuestión de negociación. En Kingsbridge, lo establecido era que, cuando en una misma semana caían dos o más festividades de santos, la primera era pagada y la segunda un día libre optativo. La mayoría de la gente elegía trabajar el segundo. Sin embargo, ahora no tendrían opción. El segundo día sería fiesta obligatoria sin cobrar. Jack se sentía incómodo ante la perspectiva de explicar a la logia todos aquellos cambios.
—Resultaría mucho más fácil que pudiera presentarlo como temas de discusión y no como una cuestión ya zanjada —dijo.
Philip meneó la cabeza.
—Entonces pensarían que se trata de cuestiones abiertas a negociación y algunas de las proposiciones podrían ser suavizadas. Sugerirían trabajar media jornada de las fiestas de los santos y permitir un número limitado de ascensos.
Desde luego, lo que decía era cierto.
—¿Acaso no es razonable? —preguntó Jack.
—Claro que es razonable —repuso Philip con irritación—. Sólo que no es caso de acomodación. Incluso me preocupa que esas medidas no sean suficientes, de manera que no puedo hacer concesión alguna.
—Muy bien —admitió Jack, pues era evidente que Philip no estaba en aquel momento de humor para avenencias—. ¿Algo más? —preguntó cauteloso.
—Sí. Suspende toda compra de suministros. Utiliza las existencias de piedra, hierro y madera.
—¡Si la madera la tenemos gratis! —protestó Jack.
—Pero hemos de pagar para que la acarreen hasta aquí.
—Es verdad. Está bien.
Jack se acercó a la ventana y se quedó mirando abajo, las piedras y los troncos de árbol almacenados en el recinto del priorato. Fue una acción refleja. Sabía bien lo que tenía almacenado.
—Eso no es problema —dijo al cabo de un momento—. Con la reducción de trabajadores tenemos materiales suficientes hasta el próximo verano.
Philip suspiró con fuerza.
—No tenemos seguridad de que el próximo año podamos contratar trabajadores estivales —dijo—. Dependerá del precio de la lana. Más vale que se lo adviertas.
Jack asintió.
—¿Tan mal está la cosa?
—Es la peor situación que jamás he conocido —aseguró el prior—. Lo que este país necesitaba son tres años de buen tiempo. Y un nuevo rey.
—Amén a todo ello —rubricó Jack.
Philip volvió a su casa. Jack pasó la mañana preguntándose cómo enfocar aquellos cambios. Había dos formas de construir una nave. Intercolumnio por intercolumnio, empezando por la crujía y trabajando hacia el oeste, o hilada a hilada, lanzando previamente la base de toda la nave e ir subiendo luego. El segundo sistema resultaba más rápido pero se necesitaban más albañiles. Era el método que Jack había pensado utilizar. Ahora recapacitó sobre ello. La construcción de un intercolumnio tras otro era un sistema más adecuado para un número reducido de trabajadores. Además, tenía otra ventaja. Cualquier modificación que introdujera en su diseño para solucionar el problema de la resistencia al viento podía ponerse a prueba en uno o dos días antes de aplicarla a todo el edificio.
También cavilaba respecto a los efectos a largo plazo de la crisis económica. Era posible que en el transcurso de los años el trabajo fuera cada vez más escaso. Pesaroso, se veía a sí mismo haciéndose viejo, canoso y débil, sin haber logrado la ambición de su vida y siendo enterrado finalmente en el cementerio del priorato a la sombra de una catedral inacabada.
Al sonar la campana del mediodía, se encaminó a la logia de los albañiles. Los hombres se encontraban sentados con su cerveza y su queso. Jack se fijó, por primera vez, en que muchos de ellos no tenían pan. Pidió a los albañiles que habitualmente se iban a casa a almorzar si podían permanecer todavía un momento.
—El priorato está quedándose corto de dinero —les dijo.
—Nunca he conocido un monasterio al que tarde o temprano no le ocurra lo mismo —comentó uno de los hombres de más edad.
Jack lo miró. Le llamaban Edward Twonose[8] porque tenía una verruga en la cara casi tan grande como la nariz. Era un buen entallador, con un ojo excelente para las curvas exactas, y Jack siempre lo había dedicado a los fustes y los tímpanos sobre capiteles.
—Tenéis que reconocer que aquí se administra mejor el dinero que en la mayoría de los sitios —dijo—. Pero el prior Philip no puede evitar las tormentas y las malas cosechas, y ahora se ve obligado a reducir sus gastos. Os hablaré de ello antes de que almorcéis. En primer lugar, no adquiriremos más existencias de piedra ni de madera.
Empezaban a acudir los artesanos de las otras logias para saber lo que se decía.
—La madera que tenemos no durará todo el invierno —apuntó uno de los carpinteros viejos.
—Sí durará —le contradijo Jack—. Trabajaremos más despacio porque habrá menos artesanos. Hoy comienza el despido temporal de invierno.
Se dio cuenta de inmediato que se había equivocado en la forma de plantear el tema. Surgieron protestas de todas partes mientras varios hombres hablaban a la vez. Debiera habérselo comunicado poco a poco, se dijo. Pero carecía de experiencia en ese tipo de cosas. Había sido maestro durante siete años; pero en todo ese tiempo nunca hubo crisis económica. De aquella batahola surgió la voz de Pierre Paris, uno de los albañiles que había acudido desde Saint-Denis. Al cabo de seis años de vivir en Kingsbridge, su inglés era todavía imperfecto y su enfado lo empeoraba todavía más, pero no por ello se desalentó.
—No podéis despedir hombres en martes —clamó.
—Eso es verdad —le apoyó Jack Blacksmith—. Tenéis que darles al menos hasta el fin de semana.
En ese momento metió baza Alfred, el hermanastro de Jack.
—Recuerdo cuando mi padre estaba construyendo una casa para el conde de Shiring y William Hamleigh llegó y despidió a toda la cuadrilla. Mi padre le dijo que tenía que darles a todos el salario de una semana, y mantuvo sujetas las bridas del caballo hasta que Hamleigh entregó el dinero.
Gracias por tu inoportunidad, Alfred, pensó Jack.
—Más vale que oigáis el resto —siguió diciendo tenaz—. De ahora en adelante, no habrá trabajo la fiesta de los santos y tampoco ascensos.
Aquello los puso todavía más furiosos.
—Inaceptable —dijo alguien.
Y varios de ellos repitieron el latiguillo: Inaceptable, inaceptable.
Eso provocó la ira de Jack.
—¿De qué estáis hablando? Si el priorato no tiene dinero a vosotros no se os va a pagar. ¿A qué viene esa cantinela de «Inaceptable, inaceptable», como una pandilla de colegiales en clase de latín?
Edward Twonose habló de nuevo.
—No estamos en una clase de colegiales, somos una logia de albañiles —dijo—. La logia tiene el derecho de promoción y nadie puede quitárselo.
—¿Y si no hay dinero para una paga extra? —dijo Jack acalorado.
—No creo eso —le rebatió uno de los albañiles jóvenes.
Era Dan Bristol, uno de los trabajadores de verano. No podía considerarse un cortador muy hábil, pero colocaba las piedras con exactitud y rapidez.
—¿Cómo puedes decir que no lo crees? ¿Qué sabes tú de la situación económica del priorato?
—Yo sé lo que veo —repuso Dan—. ¿Pasan hambre los monjes? No. ¿Hay velas en la iglesia? Sí. ¿Hay vino en el almacén? Sí. ¿Anda descalzo el prior? No. Luego hay dinero. Lo que no quiere es dárnoslo a nosotros.
Unos cuantos hombres mostraron ruidosamente su acuerdo. De hecho, el muchacho estaba equivocado al menos en un punto, en lo referente al vino. Pero ahora ya nadie creería a Jack, se había convertido en el representante del priorato. Y eso no era justo. Él no era responsable de las decisiones de Philip.
—Mirad, yo no hago más que repetiros lo que el prior me ha dicho. Yo no puedo garantizar que sea verdad. Pero si él nos dice que no hay bastante dinero y nosotros no le creemos, ¿qué podemos hacer?
—Podemos dejar todos de trabajar —propuso Dan—. De inmediato.
—Eso es —clamó otra voz.
Jack se dio cuenta, con cierto pánico, de que aquello comenzaba a escapársele de las manos.
—Esperad un instante —dijo, mientras trataba desesperadamente de encontrar algún argumento que hiciera bajar la temperatura—. Volvamos ahora al trabajo y esta tarde intentaré convencer al prior Philip para que modifique sus planes.
—No creo que debamos trabajar —se opuso Dan.
Jack no podía creer lo que estaba ocurriendo. Había previsto muchas amenazas contra la construcción de la iglesia de sus sueños, pero nunca se le ocurrió que los artesanos pudieran sabotearla.
—¿Por qué no habríamos de trabajar? —preguntó incrédulo—. ¿Con qué propósito?
—Tal como están las cosas, la mitad de nosotros ni siquiera estamos seguros de que se nos pague el resto de la semana —alegó Dan.
—Lo que va contra toda costumbre y práctica —añadió Pierre Paris.
La frase «costumbre y práctica» se utilizaba mucho en los tribunales.
—Trabajad al menos mientras intento hablar con Philip —pidió Jack desesperado.
—Si trabajamos, ¿puedes garantizarnos que todos cobraremos la semana completa? —preguntó Edward Twonose.
Jack sabía que, dado el actual talante de Philip, no podía dar semejante garantía. Como quiera que fuese, estuvo a punto de decir que sí y, de ser necesario, poner el dinero de su propio bolsillo. Pero al punto comprendió que todos sus ahorros no bastarían para cubrir los salarios de una semana.
—Haré cuanto me sea posible por convencerle y estoy seguro de que aceptará —fue cuanto pudo decir.
—No es bastante para mí —se resistió Dan.
—Y tampoco para mí —apostilló Pierre.
—Sin garantía no hay trabajo —declaró Dan.
Ante el desconsuelo de Jack, el acuerdo fue general.
Llegó al convencimiento de que, si seguía oponiéndose a ellos, perdería la escasa autoridad que le quedaba.
—La logia ha de actuar como un solo hombre —dijo recurriendo a aquella frase tan machacada—. ¿Estamos todos de acuerdo en que paremos?
Hubo un coro de asentimiento.
—Que así sea —concluyó Jack consternado—. Se lo diré al prior.
El obispo Waleran entró en Shiring acompañado por un pequeño ejército de ayudantes. El conde William le esperaba en el pórtico de la iglesia en la plaza del mercado. William frunció atónito el entrecejo. Había creído que se trataba de una mera reunión en el enclave, no de una visita oficial. ¿Qué estaría tramando aquel tortuoso obispo?
Acompañaba a Waleran un forastero montando un caballo zaino. El hombre era alto y ágil, con espesas cejas negras y una gran nariz aguileña. Tenía una expresión desdeñosa que parecía permanente. Cabalgaba junto a Waleran como si fueran iguales; pero no vestía como un obispo.
Una vez que hubieron desmontado, Waleran presentó al forastero.
—Conde William, le presento a Peter de Wareham, arcediano al servicio del arzobispo de Canterbury.
Ninguna explicación de lo que Peter está haciendo aquí, se dijo William. Está claro que Waleran trama algo.
—Vuestro obispo me ha hablado de la generosidad que mostráis hacia la Santa Madre Iglesia, Lord William —dijo el arcediano haciendo una inclinación.
Antes de que William pudiera contestar, Waleran señaló la iglesia parroquial.
—Este edificio será derribado para dejar sitio a la nueva iglesia, arcediano —anunció.
—¿Habéis designado ya un maestro de obras? —preguntó Peter.
William se preguntaba por qué un arcediano de Canterbury estaba tan interesado en la iglesia parroquial de Shiring. O acaso sólo se estuviera mostrando cortés.
—No, todavía no he encontrado maestro —respondió Waleran—. Hay muchos constructores buscando trabajo pero no puedo encontrar ninguno de París. Parece como si todo el mundo quisiera construir templos como el de Saint-Denis, y los albañiles familiarizados con el estilo están muy solicitados.
—Puede ser importante —comentó Peter.
—Hay un constructor esperando vernos luego, que es posible que nos pueda ayudar.
William se sintió una vez más confundido. ¿Por qué Peter consideraba tan importante construir al estilo de Saint-Denis?
—Naturalmente, la nueva iglesia será mucho más grande. Entrará bastante más adentro en la plaza.
A William no le gustaron los aires prepotentes que Waleran estaba adoptando.
—No puedo dejar que la iglesia invada la plaza del mercado.
Waleran parecía irritado, como si William hubiera hablado a destiempo.
—¿Por qué no? —dijo.
—Los días de mercado, cada pulgada de la plaza da dinero.
Dio la impresión de que Waleran se disponía a argüir algo, pero Peter sonrió.
—No debemos perjudicar semejante fuente de ingresos, ¿verdad? —dijo.
—Así es —asintió William.
Era él quien pagaba aquella iglesia. Por fortuna, la cuarta cosecha mala apenas había influido en sus ingresos. Los campesinos menos importantes habían pagado en especie y muchos habían entregado a William su saco de harina y su pareja de gansos, aun cuando ellos estaban viviendo con sopa de bellotas. Además, el saco de grano tenía un valor diez veces superior al de cinco años atrás, y el aumento del precio compensaba con creces por los arrendatarios que no habían pagado y los siervos muertos de inanición. Todavía tenía recursos para financiar la nueva construcción.
Se dirigieron a la parte trasera de la iglesia. Aquella era una zona de viviendas que generaba ingresos mínimos.
—Podemos construir por este lado y derribar todas esas casas —sugirió William.
—Pero la mayor parte de ellas son residencias de clérigos —objetó Waleran.
—Encontraremos otras casas para los clérigos.
Waleran parecía descontento; sin embargo, no añadió otra palabra sobre el tema.
Cuando se hallaban en la parte norte de la iglesia, se inclinó ante ellos un hombre de espaldas anchas, de unos treinta años. Por su indumentaria, William pensó que se trataba de un artesano.
—Este es el hombre de quien os hablé, mi señor obispo. Se llama Alfred de Kingsbridge —dijo el arcediano Baldwin, el asiduo acompañante del obispo.
A primera vista, el hombre no parecía muy agradable. Era semejante a un buey, grande, fuerte y más bien lerdo. Pero, examinándole con más atención, se percibía en su cara una expresión artera como la de un zorro o un perro taimado.
—Alfred es el hijo de Tom Builder, el primer maestro de Kingsbridge, y él mismo fue maestro durante un tiempo hasta que su hermanastro le usurpó el puesto.
El hijo de Tom Builder, se dijo William. Entonces ese era el hombre que se había casado con Aliena, pero que nunca llegó a consumar el matrimonio. Lo observó con vivo interés. Jamás se le hubiera ocurrido que ese hombretón fuera impotente. Parecía saludable y normal. Pero Aliena podía ejercer extraños efectos sobre un hombre.
—¿Has trabajado en París y aprendido el estilo de Saint-Denis? —estaba preguntándole el arcediano Peter.
—No.
—Pero hemos de tener una iglesia construida según el nuevo estilo.
—En la actualidad, estoy trabajando en Kingsbridge, donde mi hermano es el maestro de obras. Trajo consigo el nuevo estilo de París y lo he aprendido de él.
William se estaba preguntando cómo habría podido el obispo Waleran sobornar a Alfred sin despertar sospechas. Pero luego recordó que Remigius, el sub-prior de Kingsbridge, estaba en manos de Waleran. Seguramente fue él quien hizo el acercamiento inicial.
Recordó algo más sobre Kingsbridge.
—Pero tu tejado se derrumbó —dijo a Alfred.
—No fue culpa mía. El prior Philip se empeñó en que cambiara el proyecto.
—Conozco a Philip —dijo Peter y su voz destilaba veneno—. Es un hombre arrogante y terco.
—¿Cómo es que le conocéis? —preguntó William.
—Hace muchos años fui monje en la celda de St-John-in-the-Forest cuando estaba regentada por Philip —explicó Peter con amargura—. Critiqué su régimen laxo y me nombró limosnero para quitarme de en medio.
Era evidente, a todas luces, que Peter seguía alimentando su resentimiento. Sin duda, era un factor en la trama que, con toda seguridad, estaba urdiendo Waleran.
—Sea como sea, no creo que quiera contratar a un constructor cuyos tejados se derrumban, cualesquiera que puedan ser sus excusas —declaró William.
—Soy el único maestro de obras de Inglaterra que ha trabajado en una iglesia del nuevo estilo, aparte de Jack Jackson.
—No me interesa en absoluto Saint-Denis. Creo que el alma de mi pobre madre será igualmente honrada con una iglesia de estilo tradicional.
William seguía en sus trece.
El obispo Waleran y el arcediano Peter intercambiaron una mirada.
—Un día esta iglesia podría ser la catedral de Shiring —dijo Waleran a William en voz baja al cabo de un momento.
Fue entonces cuando William lo comprendió todo con claridad meridiana. Hacía muchos años que Waleran había urdido el traslado de la sede de la diócesis de Kingsbridge a Shiring. Pero el prior Philip le había ganado por la mano. Y ahora Waleran ponía de nuevo en marcha su plan. Al parecer, en esta ocasión pensaba hacerlo de manera más tortuosa. La vez anterior se había limitado a pedir al arzobispo de Canterbury que le concediera lo que pedía. En esta ocasión, empezaría construyendo una nueva iglesia, lo bastante grande y prestigiosa para ser catedral, y buscando al propio tiempo aliados tales como Peter dentro del círculo del arzobispo antes de hacer su solicitud. Todo eso estaba muy bien.
Pero William lo único que quería era construir una iglesia en memoria de su madre, a fin de hacer más leve el paso de su alma por el fuego purificador, y se sentía resentido por el intento de Waleran de utilizar el proyecto para sus fines propios. Aunque, por otra parte, para Shiring sería un impulso enorme tener allí la catedral, y William se beneficiaría de ello.
—Hay algo más —estaba diciendo Alfred.
—¿Sí? —inquirió Waleran.
William miró a los dos hombres. Alfred era más grande, fuerte y joven que Waleran y hubiera podido derribarlo con una de sus manazas atada a la espalda. Sin embargo, se estaba comportando como el hombre débil en un enfrentamiento. Años atrás, a William le hubiera enfurecido ver a un estirado sacerdote de rostro pálido dominar a un hombre fuerte. Pero esas cosas habían dejado de trastornarle. Así era el mundo.
—Puedo traer conmigo a todos los trabajadores de Kingsbridge —dijo Alfred bajando la voz.
Captó de inmediato la atención de los tres oyentes.
—Repite eso —le pidió Waleran.
—Si me contratan como maestro de obras, traeré conmigo a todos los artesanos de Kingsbridge.
—¿Cómo sabremos que dices la verdad? —le preguntó Waleran cauteloso.
—No os pido que confiéis en mí —dijo Alfred—. Dadme el trabajo condicionado. Si no cumplo lo que prometo, me iré sin cobrar.
Por motivos diferentes, los tres hombres que le escuchaban odiaban al prior Philip, y al momento se sintieron excitados por la perspectiva de asestarle semejante golpe.
—La mayoría de los albañiles trabajaron en Saint-Denis —añadió Alfred.
—¿Pero cómo es posible que puedas traerlos contigo? —preguntó Waleran.
—¿Acaso importa eso? Digamos que me prefieren antes que a Jack.
William pensó que Alfred mentía a ese respecto, y Waleran parecía ser de la misma opinión, porque ladeó la cabeza y dirigió una larga mirada a Alfred por encima de su afilada nariz. Sin embargo, un momento antes, Alfred parecía decir la verdad. Cualquiera que fuese el verdadero motivo, daba la impresión de hallarse convencido de poder llevar consigo a los artesanos de Kingsbridge.
—Si todos te siguen hasta aquí, el trabajo quedará paralizado en Kingsbridge —dijo William.
—Sí —asintió Alfred—. Así será.
William miró a Waleran y a Peter.
—Necesitamos seguir hablando acerca de todo esto. Más vale que coma con nosotros.
Waleran asintió con la cabeza.
—Síguenos a mi casa. Está al otro extremo de la plaza del mercado.
—Lo sé —respondió Alfred—. La construí yo.
Durante dos días, el prior Philip se negó a discutir acerca de sus decisiones. Estaba mudo de ira y cada vez que veía a Jack se limitaba a dar media vuelta y a caminar en dirección contraria.
Al segundo día, llegaron tres carretas cargadas de harina procedentes de uno de los molinos que había alrededor del priorato. Las carretas iban custodiadas por hombres de armas, ya que por aquel entonces la harina era más valiosa que el oro. Comprobaba el cargamento el hermano Jonathan, que era ayudante racionero a las órdenes del viejo Cuthbert Whitehead. Jack observaba cómo Jonathan contaba los sacos. Notaba que había algo familiar en el rostro del joven monje, como si se pareciera a alguien a quien Jack conociera bien. Jonathan era alto y desgarbado, y tenía el pelo castaño claro.
Nada parecido a Philip, que era bajo, delgado y de pelo negro. Pero, aparte de los rasgos físicos, Jonathan era exactamente como el hombre que hizo para él las veces de padre. El muchacho era apasionado, de altos principios, decidido y ambicioso. A la gente le resultaba simpático, pese a su actitud un tanto rígida en cuanto a moralidad, que era más o menos el sentimiento que también prevalecía en Philip.
Ya que el prior se negaba a hablar, lo mejor sería cambiar unas palabras con Jonathan.
Jack permanecía a la espera mientras Jonathan pagaba a los hombres de armas y a los carreteros. Se comportaba con una eficiencia tranquila. Cuando los carreteros le pidieron más dinero del que les correspondía, como siempre solían hacer, rechazó su exigencia con calma; pero también con firmeza. Jack pensó que una educación monástica era una buena preparación para el liderazgo.
Liderazgo. Las carencias de Jack al respecto se habían hecho claramente patentes. Habla permitido que un problema derivara en crisis por su torpe actitud frente a sus hombres. Cada vez que pensaba en aquella reunión maldecía su ineptitud. Estaba decidido a encontrar una manera de enderezar las cosas.
En cuanto los carreteros se alejaron murmurando, Jack se acercó a Jonathan y le dijo:
—El prior está muy enfadado por el paro de los artesanos y albañiles.
Por un instante, pareció como si Jonathan fuera a decir algo desagradable, ya que era evidente que él mismo estaba enfadado. Pero el rostro se le serenó al fin.
—Parece enfadado, pero en el fondo está herido.
Jack asintió.
—Lo ha tomado como un agravio personal.
—Sí. Tiene la sensación de que los artesanos le han fallado en un momento de necesidad.
—En cierto modo, entiendo que así ha sido —reconoció Jack—. Pero Philip cometió un importante error al tratar de alterar las prácticas de trabajo.
—¿Qué otra cosa podía hacer? —le replicó Jonathan.
—Podía haber discutido primero con ellos la crisis. Acaso hubieran podido sugerirle algunas economías ellos mismos. Pero no estoy en situación de culpar a Philip porque yo he cometido la misma equivocación.
Aquello despertó la curiosidad de Jonathan.
—¿Cómo?
—Comuniqué a los hombres la serie de medidas restrictivas con la misma brusquedad y falta de tacto que lo hizo Philip conmigo.
Jonathan intentaba mostrarse tan ofendido como el prior y culpar del paro a la malevolencia de los hombres. Pero se estaba dando cuenta, reacio, de la otra cara de la moneda. Jack decidió dejarlo así.
Había plantado una semilla.
Se separó de Jonathan y volvió a la zona del suelo donde se encontraban los dibujos. Mientras cogía sus instrumentos, pensaba que la dificultad estribaba en que era Philip quien dirimía las cuestiones en la ciudad. Habitualmente, era el juez para los malhechores y el árbitro de las disputas. Hallaba desconcertante encontrar a Philip como parte activa en una querella, furioso, amargado e implacable. En esta ocasión, habría de restablecer la paz alguna otra persona. Y la única que se le ocurría a Jack era él mismo. En su calidad de maestro de obras, era el mediador capaz de dirigirse a ambas partes. Sus motivos eran indiscutibles. Quería seguir construyendo la catedral.
Pasó el resto del día reflexionando acerca de cómo llevar a cabo esa tarea y se preguntaba una y mil veces qué haría Philip.
Al día siguiente, estaba preparado para habérselas con el prior. Era un día frío y húmedo. Jack vagaba a primera hora de la tarde por el desierto enclave en construcción, con la capucha de su capa echada sobre la cabeza para protegerse de la humedad, simulando estudiar las grietas en el trifolio, problema que aún no estaba resuelto. Se mantuvo a la espera hasta que vio a Philip dirigirse presuroso hacia su casa desde los claustros. Una vez que Philip hubo entrado, Jack le siguió.
La puerta del prior siempre estaba abierta. Jack llamó con los nudillos y entró. El monje estaba arrodillado delante del pequeño altar situado en un rincón. A Jack le pareció que ya había rezado lo suficiente en la iglesia, la mayor parte del día y la mitad de la noche, para tener que seguir haciéndolo también en casa. No ardía el fuego. Estaba economizando. Jack esperó en silencio hasta que Philip se levantó y se volvió hacia él.
—Esto tiene que acabar —dijo Jack.
El rostro habitualmente amable de Philip tenía una expresión dura.
—No veo que haya dificultad alguna —respondió con frialdad—. Si quieren, pueden volver al trabajo tan pronto como les parezca.
—Acatando vuestras condiciones.
Philip se limitó a mirarlo.
—No volverán si han de acatarlas —dijo Jack—. Y tampoco esperarán eternamente a que vos os mostréis razonable. —Y añadió presuroso—: Lo que ellos consideran razonable.
—¿No esperarán eternamente? —preguntó Philip—. ¿Y adónde irán cuando se cansen de esperar? No van a encontrar trabajo en parte alguna. ¿Acaso creen que este es el único lugar donde se sufre hambre? La hay en toda Inglaterra. Todos los enclaves en construcción se han visto obligados a hacer recortes.
—De manera que estáis dispuesto a esperar a que vuelvan arrastrándose ante vos pidiendo el perdón —dedujo Jack.
Philip apartó los ojos.
—Yo no obligo a nadie a que se arrastre —replicó—. Y no creo haberte dado nunca motivo para que esperes semejante comportamiento por mi parte.
—No. Y esa es precisamente la razón de que haya venido a veros —contestó Jack—. Sé que, en realidad, no queréis humillar a esos hombres, no es propio de vos. Y además, si volvieran sintiéndose vencidos y resentidos, su trabajo sería desastroso en los años venideros. Así que, a mi juicio y también al vuestro, hemos de dejarles guardar las apariencias. Y ello significa hacer concesiones.
Durante un prolongado momento, Philip mantuvo los ojos clavados en Jack, el cual pudo darse cuenta, por la expresión del prior, de la lucha que estaba librando entre la razón y los sentimientos. Por último sus rasgos se suavizaron.
—Más vale que nos sentemos —dijo.
Jack contuvo un suspiro de alivio y tomó asiento. Tenía planeado lo que iba a decir. No estaba dispuesto a repetir frases espontáneas y faltas de tacto como hizo ante los constructores.
—No es necesario que modifiquéis la congelación en la compra de suministros —empezó a decir—. Y también puede mantenerse la moratoria de nuevos contratos. Nadie se opone a ello. Creo que podríamos convencerles de que no haya trabajo en las fiestas de los santos si obtienen concesiones en otras áreas.
Hizo una pausa para dejar que aquello calara. Hasta el momento estaba cediendo en todo sin pedir nada.
Philip hizo un ademán de asentimiento.
—Muy bien. ¿Qué concesiones?
Jack respiró hondo.
—Están ofendidísimos por la propuesta de suprimir los ascensos. Creen que estáis tratando de usurpar las tradicionales prerrogativas de la logia.
—Ya te he explicado que mi intención no es esa —respondió Philip con tono exasperado.
—Lo sé, lo sé —se apresuró a decir Jack—. Claro que lo hicisteis. Y yo os creí, pero ellos no.
El rostro de Philip mostró una expresión agraviada. ¿Cómo era posible que alguien no le creyera? Jack siguió hablando deprisa:
—Pero eso fue en el pasado. Voy a proponer una avenencia que no os costará nada.
El prior pareció interesado.
—Les dejaremos que sigan aprobando solicitudes de ascensos; pero aplazando por un año el consiguiente aumento en el salario —siguió diciendo Jack, al tiempo que añadía para sus adentros: A ver si puedes encontrar alguna objeción a esto.
—¿Lo aceptarán? —preguntó Philip escéptico.
—Vale la pena intentarlo.
—¿Y qué pasará si al cabo del año sigo sin poder permitirme pagar aumentos de salario?
—Habrá que cruzar ese puente cuando se llegue a él.
—¿Quieres decir que habrá que volver a negociar de aquí a un año?
Jack se encogió de hombros.
—Si fuera necesario.
—Comprendo —dijo Philip sin comprometerse—. ¿Algo más?
—El mayor inconveniente con el que tropezamos es el despido inmediato de los trabajadores estivales.
A ese respecto, Jack se mostró absolutamente franco. Se trataba de un problema que no podía soslayarse ni dulcificarse.
—Jamás se ha permitido el despido inmediato en enclave de construcción alguno en toda la cristiandad —dijo—. Lo más pronto es al término de la semana. —Para evitar que Philip se sintiera como un estúpido, Jack añadió—: Debí de haberos advertido de ello.
—Así que cuanto he de hacer es emplearlos durante otros dos días.
—Ahora ya no creo que eso sea suficiente —opinó Jack—. Si desde el principio lo hubiéramos enfocado de otra manera podríamos haberlo logrado, pero ahora querrán una mayor obligación.
—Sin duda estás pensando en algo específico.
Así era, en efecto, y se trataba de la única concesión auténtica que Jack tenía que pedir.
—Ahora estamos a principios de octubre. Habitualmente prescindimos de los trabajadores estivales a primeros de diciembre. Podemos llegar a un convenio con los hombres, ceder un poco y hacerlo cada una de las partes a principios de noviembre.
—Con eso sólo obtengo la mitad de lo que necesito.
—Obtiene más de la mitad. Se beneficia de la paralización de las existencias, del aplazamiento en los aumentos de salario por ascensos y de las fiestas de los santos.
—Eso sólo son cosas accesorias.
Jack se echó hacia atrás desalentado. Había hecho cuanto estaba a su alcance. No tenía más argumentos que exponer a Philip, ni más recursos para la persuasión; nada le quedaba por decir. Había lanzado su flecha. Y Philip seguía resistiéndose. Jack estaba preparado para admitir la derrota. Miró el rostro pétreo del prior y esperó. Durante un largo rato de silencio, Philip miró hacia el altar que había en el rincón. Luego, volvió los ojos de nuevo a Jack.
—Habré de llevar esto a capítulo —dijo al fin.
Jack sintió un profundo alivio. No era una victoria pero le andaba muy cerca. Philip no pediría a los monjes que consideraran nada que él mismo no aprobara y casi siempre hacían lo que el prior quería.
—Espero que acepten —dijo Jack prácticamente sin fuerzas.
Philip se puso en pie y dejó caer la mano sobre el hombro de Jack.
Sonrió por primera vez.
—Lo harán si les presento el caso de manera tan persuasiva como lo has hecho tú —dijo.
Jack estaba sorprendido por aquel repentino cambio de humor.
—Cuanto antes haya terminado esto, menor será el efecto que pueda tener a largo plazo.
—Lo sé. He estado muy enfadado pero no quiero pelearme contigo.
Sin que él lo esperase, le alargó la mano.
Jack se la estrechó y se sintió contento.
—¿Debo decir a los constructores que acudan por la mañana a la logia para escuchar el veredicto del capítulo?
—Sí, por favor.
—Lo haré ahora mismo.
Se levantó dispuesto a marcharse.
—Jack —dijo Philip.
—Decidme.
—Gracias.
Jack contestó con un movimiento afirmativo de cabeza y salió.
Caminó bajo la lluvia sin ponerse la capucha. Se sentía feliz.
Aquella tarde fue a casa de cada uno de los artesanos y les comunicó que habría una reunión por la mañana. A los que no estaban en su vivienda, la mayoría solteros y trabajadores estivales, los encontró en una cervecería. Pero se hallaban serenos, ya que el precio de la cerveza andaba por las nubes, como todo, y nadie se podía permitir emborracharse. El único artesano al que no pudo encontrar fue a Alfred, al que hacía un par de días que no se le había visto. Por fin apareció a la anochecida. Entró en la cervecería con una extraña expresión triunfal en su bovino rostro. No dijo dónde había estado y Jack tampoco se lo preguntó. Le dejó bebiendo con otros hombres y se fue a cenar con Aliena y los niños.
A la mañana siguiente, comenzó la reunión antes de que el prior Philip llegara a la logia. Quería colocar las bases. Una vez más había preparado con toda minuciosidad lo que había de decir, para asegurarse de que no echaría a perder el caso por falta de tacto. Y una vez más intentó presentar las cosas como Philip pudiera hacerlo.
Todos los artesanos llegaron a la logia temprano. Su subsistencia estaba en juego. Uno o dos de los más jóvenes tenían los ojos enrojecidos. Jack supuso que la cervecería había estado abierta hasta tarde y algunos de ellos habrían olvidado por un rato su pobreza. Probablemente serían los más jóvenes y los trabajadores estivales quienes ofrecerían mayor resistencia. El punto de vista de los artesanos más viejos solía ser a más largo plazo. Las mujeres artesanas eran una reducida minoría, y siempre se mostraban cautelosas y conservadoras. Respaldarían cualquier tipo de arreglo.
—El prior Philip va a pedirnos que volvamos al trabajo y a ofrecernos algún tipo de avenencia —dijo Jack—. Antes de que llegue, hemos de discutir lo que estamos dispuestos a aceptar, qué es lo que deberemos rechazar sin contemplaciones y en qué momento estaríamos dispuestos a negociar. Deberemos presentar a Philip un frente unido. Supongo que todos estaréis de acuerdo.
Hubo algunos ademanes de asentimiento.
Jack se forzó a parecer un poco irritado.
—¡A mi juicio debemos rechazar de pleno el despido inmediato! —Golpeó el banco con el puño para subrayar su actitud inflexible respecto a ese punto. Algunos mostraron su acuerdo de manera ruidosa. Jack sabía que se trataba de una petición que Philip no iba a hacer. Quería que los alborotadores se excitaran al máximo en la defensa de ese punto de la antigua costumbre y práctica de manera que, cuando Philip la aceptara, quedaran prácticamente desinflados.
—Y también tenemos que conservar el derecho a la logia a conceder ascensos. Porque los artesanos son los únicos capaces de juzgar si un hombre es diestro o no.
Una vez más se mostraba artero. Estaba enfocando la atención de los hombres al aspecto no económico de las promociones, con la esperanza de que, cuando hubieran obtenido ese punto, estuvieran dispuestos a un acuerdo sobre el pago.
—En cuanto al trabajo en las fiestas de los santos, creo que hay dos maneras de tratar este punto. Habitualmente las fiestas son objeto de negociación, no hay una costumbre y práctica general, al menos que yo sepa. —Se volvió hacia Edward Twonose y le preguntó—: ¿Qué opinas sobre eso, Edward?
—La práctica varía de un enclave a otro —contestó Edward.
Se le veía satisfecho de que le hubieran consultado. Jack hizo un gesto de asentimiento, alentándole a que siguiera hablando. El hombre empezó a enumerar diversos métodos de considerar las fiestas de los santos. La reunión se estaba desarrollando de acuerdo con los deseos de Jack. La prolongada discusión de un punto que no ofrecería demasiada controversia acabaría por aburrir a los hombres, minando sus energías para el enfrentamiento.
Sin embargo, el monólogo de Edward quedó interrumpido por una voz que llegaba de la parte de atrás.
—Todo eso carece de importancia —dijo.
Jack miró en aquella dirección y descubrió que quien hablaba era Dan Bristol, uno de los trabajadores temporeros.
—Uno después de otro, por favor. Deja que termine Edward.
Pero a Dan no se le acallaba fácilmente.
—Todo eso importa poco —insistió—. Lo que queremos es un aumento de salario.
—¿Un aumento? —Jack se sintió irritado ante aquella ridícula exigencia.
Sin embargo, le sorprendió que Dan recibiera apoyo.
—Eso es, un aumento —le respaldó Pierre—. Verás, una hogaza de cuatro libras cuesta un penique. Una gallina, cuyo precio solía ser de ocho peniques, ahora es de ¡veinticuatro! Apuesto a que hace semanas que ninguno de los que estamos aquí ha probado la cerveza fuerte. Todo está subiendo; pero la mayoría de nosotros seguimos cobrando el mismo salario por el que fuimos contratados; es decir, doce peniques semanales. Y con eso hemos de alimentar a nuestras familias.
Jack sintió que se le caía el alma a los pies. Todo había estado transcurriendo a la perfección, pero aquella interrupción echaba abajo su estrategia. Sin embargo, se forzó por no oponerse a Dan y a Pierre, porque sabía que su influencia sería mayor si mostraba una mente abierta a todas las sugerencias.
—Estoy de acuerdo con vosotros dos —dijo ante la evidente sorpresa de ellos—. La cuestión estriba en qué posibilidades tenemos de convencer a Philip para que nos dé un aumento en un momento en que en el priorato escasea el dinero.
Nadie respondió a aquello.
—Necesitamos veinticuatro peniques semanales para poder seguir viviendo y, aun así, estaremos peor de lo que solíamos estar —dijo Dan.
Jack se sintió desalentado y confuso. ¿Por qué la reunión se le estaba escapando de las manos?
—Veinticuatro peniques semanales —repitió Pierre.
Varios compañeros asintieron con la cabeza.
A Jack se le ocurrió que acaso no fuera el único que hubiera acudido a la reunión con una estrategia estudiada.
—¿Habéis discutido esto con anterioridad? —preguntó mirando con dureza a Dan.
—Sí. Anoche en la cervecería —le contestó en actitud desafiante—. ¿Hay algo malo en ello?
—En absoluto. Pero ¿querrías resumir las conclusiones en beneficio de aquellos de nosotros que no tuvimos el privilegio de asistir a la reunión?
—Muy bien.
Los hombres que no habían estado en la cervecería parecían resentidos. Pero daba la impresión de que a Dan le importaba poco. En el momento en que abría la boca, entró Philip. Jack le dirigió una mirada escrutadora. Parecía contento. Sus ojos se encontraron y el prior asintió con la cabeza de manera casi imperceptible. Jack se sintió jubiloso, los monjes habían aceptado el compromiso. Abría la boca para impedir que Dan hablara pero llegó con un instante de retraso.
—Queremos veinticuatro peniques semanales para los artesanos —dijo este con voz estentórea—. Doce peniques para los jornaleros y cuarenta y ocho peniques para los maestros artesanos.
Jack miró de nuevo a Philip. Había desaparecido la expresión de contento, sustituida por otra dura e irritada que pronosticaba el enfrentamiento.
—Un instante —dijo Jack—. Esa no es la opinión de la logia. Es una petición demencial pergeñada por un grupo de borrachos en la cervecería.
—No. No lo es —respondió otra voz, la de Alfred—. Creo que encontrarás que la mayoría de los artesanos apoyan la petición de la paga doble.
Jack lo miró furioso.
—Hace unos meses viniste suplicándome que te diera trabajo —le dijo—. Ahora estas exigiendo doble paga. ¡Debí dejarte que murieras de inanición!
—¡Y eso es lo que os ocurrirá a todos vosotros si no pensáis con cordura! —intervino el prior Philip.
Jack había ansiado desesperadamente evitar aquellas observaciones desafiantes; pero comprendía que no había ya alternativa. Toda su estrategia se había venido abajo.
—No volveremos a trabajar por menos de veinticuatro peniques. Y eso es todo —dijo Dan.
—Semejante cosa esta fuera de toda discusión. Es una idea demencial. Ni siquiera voy a considerarla —aseguró irritado el prior Philip.
—Y nosotros no consideraremos ninguna otra alternativa —contestó Dan—. En ninguna circunstancia trabajaremos por menos.
—Pero eso es estúpido. ¿Cómo podéis quedaros ahí sentados y decir que no trabajaréis por menos? Lo que pasa es que no trabajaréis, estúpido. ¡No tenéis otro sitio adónde ir! —dijo Jack.
—¿De veras? —le desafió Dan.
Se hizo el silencio en la logia.
Santo Dios, se dijo Jack perdida toda esperanza. Eso es, tienen una alternativa.
—Sí que tenemos otro sitio adonde ir —afirmó Dan poniéndose en pie—. Y, por lo que a mí respecta, allí es adonde me voy.
—¿De qué hablas? —preguntó Jack.
La expresión de Dan era triunfal.
—Me han ofrecido trabajo en otro enclave en Shiring. Para construir la nueva iglesia. Veinticuatro peniques semanales a cada artesano.
Jack miró en derredor.
—¿Ha recibido alguien más la misma oferta?
La logia en pleno parecía avergonzada.
Jack estaba desolado. Todo aquello estaba organizado. Le habían traicionado. Le hacía sentirse estúpido y también agraviado. El dolor se transformó en ira y buscó entre todos ellos al culpable.
—¿Quién ha sido de vosotros? —gritó—. ¿Quién de vosotros es el traidor?
Miró en derredor. Pocos fueron capaces de sostener su mirada.
Pero su vergüenza le servía de poco consuelo. Se sentía como un amante ultrajado.
—¿Quién os trajo esa oferta de Shiring? —vociferó—. ¿Quién va a ser el maestro de obras de Shiring?
Recorrió con la mirada a todos los allí reunidos y sus ojos se detuvieron en Alfred. Claro. Se sintió asqueado.
—¿Alfred? —dijo desdeñoso—. ¿Me dejáis para ir a trabajar para Alfred?
Se hizo el más absoluto silencio.
—Sí. Eso es lo que hacemos —respondió finalmente Dan.
Jack comprendió que estaba derrotado.
—Que así sea —murmuró con amargura—. Me conocéis y conocéis a mi hermano. Y habéis elegido a Alfred. Conocéis al prior Philip y conocéis al conde William. Y habéis elegido a William. Todo cuanto me resta deciros es que os merecéis todo lo que os hagan.