Capítulo Trece

1

—Así que Dios dijo a Satanás: «Mira a mi hombre Job. Míralo. Ahí tienes a un hombre bueno como jamás vi otro». —Philip hizo una pausa para causar más efecto; naturalmente aquello no era una traducción, era una versión libre de la historia—. «Dime si no es un hombre perfecto y recto que tiene el temor de Dios y no comete pecado». Y Satanás dijo: «Es natural que te adore. Le has dado todo cuanto puede desear. Siete hijos y tres hijas. Siete mil ovejas y tres mil camellos así como quinientas parejas de bueyes y quinientos asnos. Esa es la razón de que sea un hombre bueno». Así que Dios dijo: «Muy bien. Despójale de todo ello y observa lo que pasa». Y eso fue precisamente lo que hizo Satanás.

Mientras Philip predicaba, su mente volvía sin cesar a una misteriosa carta que había recibido aquella misma mañana del arzobispo de Canterbury. Empezaba felicitándole por haber entrado en posesión de la Madonna de las Lágrimas. Philip ignoraba qué podía ser una Madonna de las Lágrimas pero de lo que sí estaba seguro era de que él no tenía ninguna. El arzobispo se congratulaba de que Philip hubiera reanudado la construcción de la nueva catedral. Philip no había hecho tal cosa. Esperaba una señal de Dios antes de empezar a hacer nada y, entretanto, celebraba los oficios del domingo en la nueva iglesia parroquial, más bien pequeña. Por último, el arzobispo Theobald alababa su agudeza al designar a un maestro de obras que había trabajado en el nuevo presbiterio de Saint-Denis. Claro que Philip había oído hablar de la abadía de Saint-Denis y del famoso abad Suger, el eclesiástico más poderoso del reino de Francia; pero nada sabía del nuevo presbiterio que habían construido allí, y tampoco había designado maestro de obras alguno, de ninguna parte. A Philip se le ocurrió que acaso la carta estuviera en un principio destinada a otra persona y que se la hubieran enviado por error.

—Ahora bien, ¿qué dijo Job al perder todas sus riquezas y morir sus hijos? ¿Maldijo a Dios? ¿Adoró a Satanás? ¡No! Dijo: «Nací desnudo y desnudo moriré. El Señor lo da y el Señor lo quita. ¡Bendito sea el Nombre del Señor!». Esto es lo que dijo Job. Y entonces Dios dijo a Satanás: «Ya te lo dije». Y Satanás dijo: «Muy bien, pero sigue teniendo salud, ¿no? Y un hombre es capaz de cualquier cosa siempre que tenga buena salud». Y Dios vio que habría que hacer sufrir más aún a Job para demostrar cómo era, así que dijo: «Entonces despójale de su salud y observa qué pasa». Y Satanás hizo que Job cayera enfermo, quedando cubierto de pústulas desde la cabeza hasta las plantas de los pies.

En las iglesias empezaban a hacerse más frecuentes los sermones. Durante la juventud de Philip solían ser raros. El abad Peter era contrario a ellos, pues afirmaba que predisponían al sacerdote a sentirse pagado de sí mismo. El punto de vista anticuado sostenía que los fieles debían de ser meros espectadores, siendo testigos silenciosos de los misteriosos ritos sagrados, escuchando las palabras en latín sin entenderlas, confiando a ciegas en la eficacia de la intercesión del sacerdote. Pero las ideas habían cambiado. En los tiempos que corrían, los pensadores progresistas ya no veían a los fieles como observadores mudos de una ceremonia mística. Se consideraba a la Iglesia como formando parte integral de su vida cotidiana. Marcaba los hitos de su existencia, desde el bautismo, a través del matrimonio y del nacimiento de los hijos, hasta la extremaunción y la sepultura en tierra sagrada. Podía ser el señor, el juez, el empleado o el cliente.

Cada vez se esperaba más de los cristianos que lo fueran todos los días, no sólo los domingos. Desde el punto de vista moderno necesitaban algo más que los ritos. Necesitaban explicaciones, gobierno, aliento y exhortación.

—Y ahora he de deciros que creo que Satanás tuvo una conversación con Dios sobre Kingsbridge —dijo Philip—. Creo que Dios dijo a Satanás: «Mira a mi gente de Kingsbridge. ¿Acaso no son buenos cristianos? Míralos trabajar con ahínco durante toda la semana en sus campos y talleres y luego pasar todo el domingo construyendo una nueva catedral para mí. ¡Dime, si puedes, que no es buena gente!». Y Satanás dijo: «Son buenos porque les va bien. Les has dado buenas cosechas y un hermoso tiempo, clientes para sus tiendas y protección frente a los malvados condes. Pero quítales todo eso y ellos se vendrán conmigo». Así que Dios dijo: «¿Qué quieres hacer?». Y Satanás dijo: «Incendiar la ciudad». Y Dios dijo: «Muy bien, incéndiala y veamos qué pasa». Así que Satanás envió a William Hamleigh para que prendiera fuego a nuestra feria del vellón.

A Philip le proporcionaba inmenso consuelo la historia de Job. Al igual que él, Philip había trabajado duro durante toda su vida para cumplir la voluntad de Dios lo mejor que sabía. Y, al igual que Job, sólo había recibido a cambio mala suerte, fracaso e ignorancia. Pero la finalidad del sermón era levantar el espíritu de la gente de la ciudad, y Philip podía darse cuenta de que no lo estaba logrando. Sin embargo la historia todavía no había terminado.

—Y entonces Dios dijo a Satanás: «¡Y ahora mira! Has hecho arder toda la ciudad hasta los cimientos y todavía siguen construyendo una catedral nueva para mí. ¡Ahora dime que no es buena gente!». Pero Satanás dijo: «Fui demasiado indulgente con ellos. La mayoría escaparon al incendio y pronto construyeron de nuevo sus pequeñas casas de madera. Déjame que les envíe un auténtico desastre y entonces veremos qué pasa». Dios suspiró y dijo: «Así pues, ¿qué te propones hacer ahora?». Y Satanás dijo: «Voy a hacer que el techo de la iglesia se desplome sobre sus cabezas». Y así lo hizo… como todos sabemos.

Al recorrer con la mirada a los fieles allí reunidos, Philip vio que eran muy pocos los que no habían perdido algún pariente en aquel espantoso derrumbamiento. Allí estaba la viuda Meg, que tuvo un buen marido y tres mocetones de hijos, todos muertos en la catástrofe. Desde entonces no había hablado una sola palabra y el pelo se le había vuelto blanco. Otros sufrieron mutilaciones. A Peter Pony le había aplastado la pierna y cojeaba. Antes fue un excelente capturador de caballos; pero, desde el accidente, trabajaba con su hermano haciendo sillas de montar. Apenas había una familia en la ciudad que no hubiera sufrido las consecuencias del derrumbamiento. Sentado en el suelo, en primera fila, se encontraba un hombre que había perdido el uso de las piernas. Philip frunció el ceño. ¿Quién era aquel hombre? No había quedado inválido al desplomarse la bóveda. Philip nunca lo había visto hasta entonces. Luego, recordó que le habían dicho que por la ciudad mendigaba un tullido que dormía en las ruinas de la catedral. Philip había ordenado que le dieran una cama en la casa de huéspedes.

Su mente empezaba a vagar de nuevo. Volvió a tomar el hilo del sermón.

—¿Y qué hizo entonces Job? Su mujer le dijo: «¡Maldice a Dios y muere!». Pero ¿lo hizo él? No lo hizo. ¿Perdió su fe? No la perdió. Job había decepcionado a Satanás. Y yo os digo… —Philip alzó la mano con gesto dramático para subrayar sus palabras—. Y yo os digo que ¡Satanás va a sentirse decepcionado con la gente de Kingsbridge! Porque nosotros seguiremos adorando al Dios verdadero al igual que lo adoró Job a pesar de todas sus tribulaciones.

Hizo una nueva pausa para dejarles que digirieran aquello; pero se dio cuenta de que había fracasado en su empeño por conmoverlos.

Los rostros que le miraban estaban interesados, pero no estimulados.

De hecho él no era un predicador capaz de despertar entusiasmo. Era un hombre con los pies en la tierra. No podía atraer a una congregación sólo con su personalidad. Era verdad que la gente llegaba a mostrarle intensa lealtad; pero no de inmediato. Era algo que se producía con lentitud, al paso del tiempo, cuando llegaban a comprender cómo era su vida y todo cuanto había logrado. A veces su trabajo inspiraba a las gentes, o lo había hecho en los viejos tiempos; pero sus palabras nunca.

Sin embargo todavía estaba por llegar la mejor parte de la historia.

—¿Qué le pasó a Job después de que Satanás le hubiera hecho pasar por las peores vicisitudes? Dios le dio más de lo que tuvo en un principio. ¡Le dio el doble! Donde habían pastado siete mil ovejas, lo hicieron catorce mil. Los tres mil camellos que había perdido fueron sustituidos por seis mil. Y fue padre de otros siete varones y de tres hijas más.

Todos parecían indiferentes. Philip prosiguió con la siembra.

—Y llegará día en que la prosperidad vuelva a Kingsbridge. Las viudas se casarán de nuevo y los viudos encontrarán esposa. Y aquellas cuyos hijos murieron volverán a concebir. Y nuestras calles estarán rebosantes de gentes y en nuestras tiendas abundarán el pan y el vino, el cuero y el latón, las hebillas y los zapatos. Y un día reconstruiremos nuestra catedral.

La dificultad estribaba en que no estaba seguro de creerlo él mismo, y quizás por ello no podía decirlo con convicción. No era de extrañar que los fieles allí congregados permanecieran impasibles.

Bajó la vista al grueso libro que tenía delante y que había sido traducido del latín al inglés.

—«Y Job vivió después de esto ciento cuarenta años más, y vio a sus hijos y a los hijos de sus hijos hasta la cuarta generación. Y murió anciano y colmado de días».

Hubo cierta confusión al fondo de la pequeña iglesia. Philip levantó la vista irritado. Se daba cuenta de que su sermón no había producido el efecto que esperaba. Sin embargo, quería que se guardaran unos momentos de silencio una vez que lo hubo terminado. La puerta de la iglesia estaba abierta y los que se encontraban al final miraban hacia fuera. El prior pudo apreciar que había un gentío. Se dijo que allí debería encontrarse todo habitante de Kingsbridge que no estuviera en la iglesia. ¿Qué estaba pasando?

Se le ocurrieron varias posibilidades, que había habido una pelea, un incendio, que alguien se estaba muriendo, que se acercaba una gran tropa de jinetes… Pero estaba desprevenido en absoluto para lo que en realidad ocurrió. Primero llegaron dos sacerdotes portando la estatua de una mujer sobre una tabla cubierta con una sabanilla de altar bordada. Su porte solemne daba a entender que la estatuilla representaba a una santa, con toda posibilidad a la Virgen. Detrás de los sacerdotes avanzaban otras dos personas. Y fueron ellas las que le proporcionaron la mayor sorpresa. Una era Aliena y la otra Jack.

Philip miró a Jack con afecto mezclado de exasperación. ¡Ese muchacho!, se dijo. El primer día que llegó aquí ardió la vieja catedral y desde entonces nada de lo relacionado con él ha sido normal. Pero Philip se sentía más complacido que irritado con la entrada de Jack. Pese a todas las dificultades que creó, hacía la vida interesante. ¡Muchacho! Philip volvió a mirarle. Jack no era ya un muchacho. Había estado fuera dos años pero había envejecido diez y su mirada era fatigada y experimentada. ¿Dónde había estado? ¿Y cómo lo había encontrado Aliena?

La procesión avanzó hacia el centro de la iglesia. Philip decidió no hacer nada y esperar acontecimientos. Se escuchó un murmullo excitado al reconocer la gente a Jack y Aliena. Luego, se oyó algo diferente, como un murmullo maravillado y alguien dijo:

—¡Está llorando!

Otras voces lo repitieron a modo de letanía:

—¡Está llorando, está llorando!

Philip escrutó la imagen. En efecto, de los ojos le brotaba agua. De repente recordó la misteriosa carta del arzobispo sobre la milagrosa Madonna de las Lágrimas. Así que se trataba de esto. En cuanto a que el llanto fuera un milagro Philip se reservaría por el momento su juicio. Podía ver que los ojos parecían estar hechos de piedra, o acaso alguna clase de cristal, en tanto que el resto de la estatua era de madera. Tal vez tuviera que ver algo con eso.

Los sacerdotes, dando media vuelta, colocaron la tabla en el suelo, de manera que la Madonna quedaba de cara a los fieles. Fue entonces cuando Jack empezó a hablar.

—La Madonna de las Lágrimas vino a mí en un país muy, muy lejano —empezó a decir.

A Philip no le gustó que Jack se apropiara el oficio divino, pero decidió no actuar de modo precipitado. Dejaría que dijera lo que se proponía. De cualquier forma estaba intrigado.

—Me la dio un sarraceno converso —siguió diciendo Jack.

Entre los fieles se produjo un murmullo de sorpresa. En tales historias, los sarracenos eran, por lo general, el enemigo bárbaro de rostro negro y muy pocos eran los que sabían que algunos de ellos se habían convertido al cristianismo.

—Al principio me pregunté por qué me la habrían dado a mí. Sin embargo la llevé conmigo, durante muchas millas.

Jack tenía a los fieles pendientes de sus labios. Es un predicador de sermones mucho mejor que yo, se dijo Philip tristemente. Puedo darme cuenta de la tensión que se está formando.

Jack prosiguió:

—Hasta que al fin empecé a darme cuenta de que lo que ella quería era ir a casa. ¿Pero dónde estaba su casa? Finalmente lo descubrí. Quería venir a Kingsbridge.

Por la congregación corrió un murmullo de asombro. Philip se sentía escéptico. Había una diferencia entre la manera en que Dios actuaba y la forma en que lo hacía Jack. Y esta llevaba sin duda la marca de Jack. Sin embargo Philip permaneció en silencio.

—Pero entonces me dije: ¿A dónde puedo llevarla? ¿Qué capilla tendrá en Kingsbridge? ¿En qué iglesia encontrará al fin reposo? —miró en derredor al sencillo interior enjalbegado de la iglesia parroquial como diciendo: «Esta desde luego no sirve»—. Y fue como si ella hubiera hablado y me dijera: «Tú, Jack Jackson, harás una capilla para mí y me construirás una iglesia».

Philip empezó a comprender lo que maquinaba Jack. La Madonna era la chispa que prendería de nuevo el entusiasmo del pueblo por la construcción de una nueva catedral. Lograría lo que el sermón de Philip sobre Job no había conseguido. A pesar de ello, Philip seguía preguntándose: ¿Es la Voluntad de Dios o sólo la de Jack?

—Así que le pregunté: «¿Con qué? No tengo dinero». Y ella dijo: «Yo os proveeré de él». Bien. Nos pusimos en camino con la bendición del arzobispo Theobald de Canterbury. —Al nombrar al arzobispo Jack miró de reojo a Philip.

Me está diciendo algo, pensó el prior. Está diciendo que tiene un respaldo poderoso para esto.

Jack volvió a dirigir la mirada a los fieles.

—Y, a lo largo de todo el camino, desde París a través de Normandía, cruzando la mar y luego en la ruta hasta Kingsbridge, cristianos devotos han venido dando dinero para la construcción de la capilla de la Madonna de las Lágrimas.

A continuación, Jack hizo una seña a alguien que se encontraba en el exterior.

Un instante después, dos sarracenos tocados con un turbante entraron solemnemente en la iglesia llevando sobre los hombros un cofre zunchado.

Los aldeanos retrocedieron atemorizados. Incluso Philip estaba asombrado. Sabía que, en teoría, los sarracenos tenían la tez morena pero jamás había visto uno y la realidad resultaba asombrosa. Sus ropajes ondulantes y multicolores resultaban también muy llamativos. Avanzaron entre los maravillados fieles y se arrodillaron delante de la Madonna. Con ademán reverente, depositaron el cofre en el suelo.

Se escuchó un ruido como el de una cascada y del cofre brotó un chorro de peniques de plata, centenares, miles. La gente se agolpaba para mirarlos. Ninguno de ellos había visto en su vida tanto dinero junto.

Jack alzó la voz para que pudieran oírle a través de sus exclamaciones.

—La he traído a casa y ahora la entrego para la construcción de la nueva catedral.

Se volvió y clavó los ojos en los de Philip, al tiempo que hacía una leve inclinación de cabeza como diciendo: Ahora os toca a vos.

Philip aborrecía que le manipularan de aquella manera; aunque, al mismo tiempo, no tenía más remedio que reconocer que todo aquello se había llevado con maestría inigualable. No obstante; eso no significaba que fuera a admitirlo sin más. La gente podría aclamar a la Madonna de las Lágrimas; pero a Philip correspondía decidir si debía permanecer en la catedral de Kingsbridge junto con los huesos de san Adolphus. Y todavía no estaba convencido.

Algunos fieles empezaron a hacer preguntas a los sarracenos.

Philip, bajando de su púlpito se acercó más para escuchar.

—Vengo de un país muy, muy lejano —estaba diciendo uno de ellos.

El prior quedó sorprendido al oír que hablaba inglés exactamente igual que un pescador de Dorset; pero la gran mayoría de los aldeanos ni siquiera sabían que los sarracenos tenían lengua propia.

—¿Cómo se llama tu país? —le preguntó alguien.

—Mi país se llama África —contestó el sarraceno.

Claro que, como Philip bien sabía, aunque no así la casi totalidad de los ciudadanos, en África había más de un país, y Philip se preguntaba a cuál de ellos pertenecería aquel sarraceno. Resultaría en extremo excitante que fuera de algunos de los que mencionaba la Biblia, como Egipto o Etiopía.

Una chiquilla alargó tímidamente un dedo y tocó la mano morena. El sarraceno le sonrió. Aparte del color, su aspecto no era diferente del de cualquier otro, se dijo Philip.

—¿Cómo es África? —preguntó la niña, ya un poco lanzada.

—Hay grandes desiertos y árboles que dan higos.

—¿Qué son higos?

—Es… es una fruta, que se parece a la fresa y sabe como la pera.

De repente asaltó a Philip una terrible sospecha.

—Dime, sarraceno, ¿en qué ciudad has nacido? —le preguntó.

—En Damasco —respondió el hombre.

Philip vio confirmada su sospecha. Estaba furioso. Cogió a Jack del brazo y se lo llevó a un lado.

—¿A qué estás jugando? —inquirió con tono iracundo aunque mesurado.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Jack intentando hacerse el inocente.

—Esos dos hombres no son sarracenos. Son pescadores de Warehouse con la cara y las manos enmascaradas.

A Jack no parecía preocuparle que se hubiera descubierto su engaño.

—¿Cómo lo adivinó? —preguntó haciendo una mueca.

—No creo que ese hombre haya visto un higo en su vida. Y Damasco no está en África. ¿Qué significa esta falsedad?

—Es un engaño inofensivo —contestó Jack al tiempo que esbozaba su simpática sonrisa.

—No existe eso que tú llamas un engaño inofensivo —repuso con frialdad Philip.

—Muy bien. —Jack se dio cuenta de que Philip estaba enfadado y se puso serio—. Su objetivo es el mismo que un dibujo coloreado en una página de la Biblia. No es la verdad, es una ilustración. Mis hombres de Dorset teñidos de marrón están representando el hecho real de que la Madonna de las Lágrimas procede de tierras sarracenas.

Los dos sacerdotes y Aliena se habían apartado del gentío que se agolpaba alrededor de la Madonna, y se reunieron con Philip y Jack.

—No te asusta dibujar una serpiente. Una ilustración no es un embuste.

—Tus sarracenos no son una ilustración, son sencillamente impostores —replicó Philip haciendo caso omiso de los demás.

—Desde que se incorporaron los sarracenos hemos recogido mucho más dinero —alegó Jack.

Philip miró los peniques amontonados en el suelo.

—Los ciudadanos deben creer que ahí hay suficiente para construir toda una catedral —dijo—. A mí me da la impresión de que habrá un centenar de libras. Tú sabes bien que con eso no se cubre siquiera un año de trabajo.

—El dinero es como los sarracenos —contestó Jack—. Es simbólico. Sabéis que tenéis el dinero para empezar a construir.

Eso era verdad. No había nada que impidiera a Philip construir. La Madonna era tan sólo el incentivo que se necesitaba para hacer volver a la vida a Kingsbridge. Atraería gente a la ciudad, peregrinos y estudiosos, así como curiosos ociosos. Daría nuevo impulso a la vitalidad ciudadana. Se la consideraría como un buen presagio. Philip había estado esperando una señal de Dios y ansiaba realmente creer que estuviera allí. Pero desde luego no daba la impresión de que así fuera. Parecía más bien una trapacería de Jack.

—Soy Reynold y este es Edward, trabajamos para el arzobispo de Canterbury —dijo el más joven de los sacerdotes—. Él nos envió para acompañar a la Madonna de las Lágrimas.

—Si tenéis la bendición del arzobispo, ¿a qué necesitáis un par de falsos sarracenos para dar legitimidad a la Madonna? —les preguntó Philip.

Edward pareció algo avergonzado.

—Fue idea de Jack. Pero confieso que yo no encontré que hubiera en ello nada de malo. ¿No albergará dudas sobre la Madonna, Philip? —preguntó Reynold.

—Puedes llamarme padre —le contestó el prior con voz tajante—. Que trabajes para el arzobispo no te da derecho a mostrarte confianzudo con tus superiores. La respuesta a tu pregunta es que sí. Siento dudas respecto a la Madonna. No voy a instalar esta estatua en el recinto de la catedral de Kingsbridge hasta tener la convicción de que se trata de una imagen sagrada.

—Una estatua de madera llora —arguyó Reynold—. ¿Qué más milagro queréis?

—El llanto no tiene explicación. Pero ello no lo convierte en milagro. También es inexplicable la transformación del agua líquida en hielo sólido. Sin embargo, no es un milagro.

—El arzobispo se sentirá muy decepcionado si rechazáis a la Madonna. Hubo de librar una auténtica batalla para evitar que el abad Suger ordenara que permaneciera en Saint-Denis.

Philip sabía que le estaban amenazando. El joven Reynold habrá de esforzarse mucho más si quiere intimidarme, se dijo.

—Estoy seguro de que el arzobispo no querrá que acepte la Madonna sin hacer antes algunas indagaciones de rutina respecto a su legitimidad —respondió con afabilidad.

Se sintió un movimiento en el suelo. Philip miró hacia abajo y vio al tullido en el que ya se había fijado antes. El desgraciado avanzaba penosamente por el suelo, arrastrando tras de sí las piernas paralizadas, intentando acercarse a la estatua. En cualquier dirección que se moviese encontraba el paso cerrado por el gentío. Philip se hizo a un lado de manera automática para dejarle el camino libre. Los sarracenos permanecían vigilantes para que la gente no tocara la estatua. Pero el tullido se les pasó por alto. Philip vio al hombre alargar la mano. En circunstancias normales, el prior hubiera impedido que alguien tocara una reliquia sagrada; pero todavía no había aceptado a aquella imagen como tal, así que le dejó hacer. El tullido tocó el borde de la túnica de madera. De repente lanzó un grito triunfal.

—¡Lo siento! —empezó a clamar—. ¡Lo siento!

Todo el mundo se quedó mirándolo.

—¡Siento que me vuelven las fuerzas! —vociferó.

Philip lo miró incrédulo, sabedor de lo que vendría después. El hombre dobló una pierna, luego la otra.

Hubo un murmullo sobresaltado entre los mirones. El tullido alargó una mano y alguien se la cogió. Con un esfuerzo, el hombre logró ponerse en pie.

La multitud pareció enfervorizada.

—¡Intenta andar! —gritó alguien.

El hombre, sin soltar la mano de quien le había prestado ayuda, trató de dar un paso, luego otro. Se había hecho un silencio mortal. Al dar el tercer paso, el hombre vaciló y estuvo a punto de caer. Hubo un sobresalto general. Pero el hombre, recuperando el equilibrio, empezó a andar.

Hubo una explosión de vítores.

Empezó a andar por el pasillo seguido de la gente. Al cabo de unos cuantos pasos, echó a correr. Los vítores arreciaron al atravesar la puerta de la iglesia y salir a la luz del sol, seguido por la mayoría de los fieles.

Philip miró a los sacerdotes. Reynold estaba maravillado y a Edward le caían lágrimas por las mejillas. Era evidente que no habían tomado parte en aquello.

—¿Cómo has tenido la osadía de recurrir a semejante truco? —preguntó furioso Philip volviéndose hacia Jack.

—¿Truco? ¿Qué truco? —dijo Jack.

—A ese hombre nunca se le ha visto por aquí hasta hace sólo unos días. Dentro de dos o tres desaparecerá con los bolsillos repletos de tu dinero, y jamás se le volverá a ver. Sé cómo se hacen esas cosas Jack. Lamentablemente no eres la primera persona que simula un milagro. A ese hombre no le ha pasado nada en las piernas, ¿verdad? Es otro pescador de Wareham.

La acusación resultó confirmada por la expresión culpable de Jack.

—Ya te dije que no debías hacerlo, Jack —le recordó Aliena.

Los dos sacerdotes se habían quedado petrificados. Lo habían creído de buena fe. Reynold estaba furioso. Se volvió hacia Jack.

—¡No tenías derecho! —dijo con voz entrecortada.

Philip se sentía triste al tiempo que embargado por la ira. En el fondo de su corazón albergaba la esperanza de que la Madonna resultara ser auténtica, porque sabía muy bien que contribuiría a revitalizar el priorato y la ciudad. Pero no estaba de Dios que fuera así. Recorrió con la mirada la pequeña iglesia parroquial. Allí sólo quedaba un puñado de fieles que seguían mirando la estatua.

—Esta vez has ido demasiado lejos —amonestó a Jack.

—Las lágrimas son auténticas, ahí no hay truco alguno —alegó—. Pero reconozco que el tullido fue un error.

—Ha sido algo peor que un error —dijo Philip enfadado—. Cuando la gente sepa la verdad, les hará perder la fe en todos los milagros.

—¿Qué necesidad tienen de conocer la verdad?

—Porque tendré que explicarles la razón por la que la Madonna no será instalada en la catedral. Porque, como es natural, ahora ya está descartado que acepte la estatua.

—Me parece que esa decisión es algo precipitada… —empezó a decir Reynold.

—Cuando quiera tu opinión, joven, ya te la pediré —contestó Philip con tono tajante.

Reynold cerró la boca. No así Jack.

—¿Estáis seguros de tener derecho a privar a vuestra gente de la Madonna? Miradlos.

Señaló un puñado de fieles que habían quedado rezagados. Entre ellos se encontraba Meg Widow. Estaba arrodillada delante de la estatua derramando abundantes lágrimas. Philip se dio cuenta de que Jack ignoraba que Meg hubiera perdido a toda la familia en el derrumbamiento del techo de Alfred. La emoción de la mujer conmovió a Philip y se preguntó si, después de todo, no tendría razón Jack. ¿Por qué privar de aquello a la gente? Porque no es honrado, se amonestó con severidad. Creían en la estatua porque habían visto operarse un falso milagro. Se forzó a mostrarse insensible.

Jack se arrodilló junto a Meg.

—¿Por qué estás llorando? —le preguntó.

—Es muda —le advirtió Philip.

—La Madonna ha sufrido como yo —dijo entonces Meg—. Ella lo comprende.

Philip se quedó de piedra.

—¿Lo veis? La estatua dulcifica su sufrimiento… ¿qué estáis mirando?

—Es muda —repitió Philip—. Durante más de un año no ha dicho una sola palabra.

—¡Es verdad! —exclamó Aliena—. Meg se quedó muda después de que su marido y sus hijos murieran al derrumbarse la bóveda.

—¿Esta mujer? —dijo Jack—. Pero si acaba…

Reynold parecía desconcertado.

—¿Queréis decir que este es un milagro? —preguntó—. ¿Un milagro auténtico?

Philip observó la expresión de Jack. Se hallaba tan asombrado como todos. Esta vez no había engaño. El prior estaba conmovido. Había visto alzarse la mano de Dios y obrar un milagro. Temblaba ligeramente.

—Muy bien, Jack —dijo con voz insegura—. Pese a cuanto has hecho para desacreditar a la Madonna de las Lágrimas, parece como si, después de todo, Dios tenga la intención de hacer maravillas.

Por una vez en su vida, Jack se había quedado sin palabras.

Philip dio media vuelta y fue junto a Meg. La asió por ambas manos y le hizo levantarse con miramiento.

—Dios ha hecho que vuelvas a estar bien, Meg —le dijo con voz temblorosa por la emoción—. Ahora podrás empezar una nueva vida. —Entonces recordó que había dicho un sermón referido a la historia de Job y las palabras volvieron a él—. «Y así el Señor bendijo las postrimerías de Job más que sus principios…».

Había dicho a la ciudad de Kingsbridge que lo mismo sería verdad para ellos. Al contemplar el éxtasis en la cara de Meg, bañada por las lágrimas, se preguntó si eso podría ser, acaso, el comienzo de ello.

En la sala capitular se produjo un tumulto al presentar Jack su boceto para la nueva catedral.

Philip le había advertido ya que habría dificultades. Como era natural, el prior había visto los dibujos de antemano. Una mañana temprano, Jack le llevó a su casa un plano y un alzado, dibujados sobre argamasa con marcos de madera. Los habían estudiado juntos bajo la clara luz matinal.

—Esta va a ser la iglesia más hermosa de Inglaterra, Jack —había dicho Philip—, pero tendremos dificultades con los monjes.

Jack sabía ya, de la época que pasó como novicio, que Remigius y sus compinches seguían oponiéndose de manera sistemática a cualquier proyecto que le fuera querido a Philip, a pesar de que hubieran transcurrido ya ocho años desde que Philip triunfó en la elección frente a Remigius. Rara vez lograban un apoyo numeroso del resto de los hermanos. Pero, en esta ocasión, Philip se sentía inseguro. Eran tan conservadores casi todos ellos que existía la posibilidad de que les asustara un proyecto tan revolucionario. Sin embargo nada podía hacerse salvo mostrarles los dibujos e intentar convencerlos. Lo cierto era que Philip no podía seguir adelante y construir la catedral sin el pleno apoyo de la mayoría de los monjes.

Al día siguiente, Jack estuvo presente en la sala capitular y presentó sus planes. Los dibujos estaban colocados sobre un banco y adosados al muro. Los monjes se agolparon alrededor para mirarlos. Mientras examinaban los detalles, hubo un murmullo de discusiones que fue ascendiendo hasta convertirse en alboroto. Jack se sintió desalentado. El tono era desaprobador, bordeando casi la afrenta. Las voces fueron ascendiendo de tono cuando empezaron a discutir entre ellos, unos atacando el boceto y otros defendiéndolo.

Al cabo de un rato, Philip los llamó al orden y se tranquilizaron.

—¿Por qué son puntiagudos los arcos? —inquirió Milius Bursar, pregunta que había sido preparada de antemano.

—Se trata de una nueva técnica que están utilizando en Francia —explicó Jack—. Ya la he visto en varias iglesias. El arco ojival es más fuerte. Eso es lo que me permitirá construir la iglesia tan alta. Probablemente será la más alta de Inglaterra.

Jack se dio cuenta de que aquella idea les gustaba.

—Las ventanas son muy grandes —apuntó alguien más.

—No son necesarios los muros gruesos —afirmó Jack—. Lo han demostrado en Francia. Son las pilastras las que soportan la construcción, especialmente con la bóveda de nervios. Y el efecto de las ventanas grandes es imponente. En Saint-Denis el abad ha puesto cristal en colores con imágenes. La iglesia se convierte entonces en un lugar soleado y aireado en lugar de tenebroso y triste.

Varios monjes movían la cabeza en señal de asentimiento. Tal vez no eran tan conservadores, se dijo Philip.

Pero el siguiente en hablar fue Andrew Sacristán.

—Hace dos años eras un novicio entre nosotros. Se te castigó por atacar al prior y evitaste el castigo fugándote. Y ahora regresas queriendo decirnos cómo construir nuestra iglesia.

Antes de que Jack tuviera tiempo de hablar se elevó la protesta de uno de los monjes más jóvenes.

—¡Eso no tiene nada que ver con lo que estamos hablando! ¡Lo que se halla en discusión es el proyecto, no el pasado de Jack!

Varios monjes intentaron hablar al mismo tiempo, algunos de ellos gritando. Philip les hizo callar a todos y pidió a Jack que contestara la pregunta.

Jack había esperado que ocurriría algo semejante y estaba preparado.

—Peregriné a Santiago de Compostela como penitencia por ese pecado, padre Andrew, y abrigo la esperanza de que el hecho de haberos traído a la Madonna de las Lágrimas se considere como compensación a mi iniquidad —dijo con mansedumbre—. No estoy predestinado a ser monje, pero espero servir a Dios de manera diferente como su constructor.

Todos parecieron aceptar su alegato.

Sin embargo Andrew no había terminado.

—¿Qué edad tienes? —le preguntó, aunque con toda seguridad conocía la respuesta.

—Veinte años.

—Eres muy joven para maestro de obras.

—Aquí todo el mundo me conoce. He vivido en Kingsbridge desde que era muchacho. —Desde que prendí fuego a vuestra iglesia, se dijo para sus adentros, sintiéndose culpable—. Hice mi aprendizaje a las órdenes del maestro de obras original. Habéis visto mi trabajo con la piedra. Cuando era novicio trabajé con el prior Philip y con Tom Builder como oficial de las obras. Pido humildemente a los hermanos que me juzguen por mi trabajo, no por mi edad.

Era otra parrafada preparada. Observó que uno de los monjes sonreía al oír lo de humildemente, pensó que tal vez hubiera cometido un pequeño error. Todos sabían que entre las cualidades que pudiera tener, no figuraba en modo alguno la humildad.

Andrew aprovechó rápido su lapsus.

—¿Humilde tú? —exclamó al tiempo que su faz enrojecía como si le hubieran ofendido—. No fue un acto de humildad por tu parte anunciar a los albañiles de París hace tres meses que ya habías sido designado aquí como maestro de obras.

De nuevo se produjeron murmullos de indignación entre los monjes. Jack se lamentó para sus adentros. ¿Cómo diablos le había llegado a Andrew esa información? Tal vez Reynold o Edward habían sido indiscretos.

—Esperaba poder atraer de esa manera a Kingsbridge a algunos de aquellos artesanos —contestó mientras se hacía el silencio—. Serán útiles quienquiera que sea el maestro de obras. No creo que mi presunción pudiera resultar en modo alguno perjudicial —intentó esbozar una simpática sonrisa—. Pero siento no haber sido más humilde.

Esa declaración no pareció tener muy buena acogida.

Milius Bursar lo sacó del apuro formulando otra pregunta preparada de antemano.

—¿Qué te propones hacer con el presbiterio actual que se encuentra derrumbado en parte?

—Lo he examinado con muchísimo cuidado —contestó Jack—. Puede repararse. Si hoy designáis maestro de obras, en un año lo pondré en condiciones de ser utilizado de nuevo. Además, podéis continuar haciendo uso de él mientras construyo los cruceros y la nave de acuerdo con el nuevo proyecto. Luego, una vez terminada la nave, propongo la demolición del presbiterio para construir uno nuevo que armonice con el resto de la iglesia.

—¿Pero cómo sabremos que el viejo presbiterio no se derrumbará de nuevo? —inquirió Andrew.

—El derrumbamiento se debió a la bóveda en piedra de Alfred, que no estaba incluida en los planes originales. Los muros no eran lo bastante fuertes para sostenerla. Propongo volver a utilizar el proyecto de Tom y construir un techo de madera.

Hubo murmullos de sorpresa. El motivo del derrumbamiento del techo había sido un asunto de controversia.

—Pero Alfred aumentó el tamaño de los contrafuertes a fin de que soportaran el mayor peso —alegó Andrew.

Aquello también había tenido intrigado a Jack; pero creía haber encontrado la respuesta.

—Seguían sin ser lo bastante fuertes, sobre todo en la parte superior. Si estudiáis las ruinas, podréis ver que la parte de la estructura que cedió fue el trifolio. A ese nivel, el refuerzo era muy flojo.

Aquello pareció satisfacerles. Jack tuvo la impresión de que su habilidad para dar una respuesta decidida había servido para afirmar su posición como maestro de obras.

Remigius se puso en pie. Jack se había estado preguntando cuándo pensaría aportar su grano de arena.

—Me gustaría leer un verso de las Sagradas Escrituras a los hermanos capitulares —dijo en tono más bien teatral.

Miró a Philip, y este le dio su asentimiento.

Remigius se acercó al facistol y abrió la gran Biblia. Jack estudió al hombre. Su boca de labios finos se movía de continuo con gesto nervioso y tenía los acuosos ojos azules algo saltones, lo cual le daba una permanente expresión de indignación. Era la imagen viva del resentimiento. Hacia años llegó a creer que estaba destinado a ser un líder; pero, en realidad, tenía un carácter demasiado débil y ahora ya estaba condenado a vivir una vida decepcionante, intentando perturbar a hombres mejores que él.

—El Libro del Éxodo —salmodió mientras pasaba las hojas del pergamino—. Capítulo veinte. Versículo catorce.

Jack se preguntó qué estaría pergeñando. Remigius leyó:

—«No cometerás adulterio».

Cerró el libro de golpe y volvió a su asiento.

—¿Tal vez querrás decirnos, hermano Remigius, por qué elegiste leernos ese breve versículo en plena discusión sobre los planes de construcción de la catedral? —preguntó Philip con tono de exasperada tranquilidad.

Remigius apuntó a Jack con dedo acusador.

—¡Porque el hombre que quiere ser nuestro maestro de obras está viviendo en pecado! —tronó.

Jack apenas podía creer que hablara en serio.

—Es verdad que nuestra unión no ha sido bendecida por la Iglesia debido a circunstancias especiales, pero nos casaremos tan pronto como queráis —alegó indignado.

—No podéis. Aliena ya está casada —afirmó Remigius en tono triunfal.

—Pero esa unión nunca llegó a consumarse.

—Sin embargo la pareja se casó en la iglesia.

—Si no me dejáis casarme con ella, ¿cómo puedo evitar cometer adulterio? —preguntó Jack ya enfadado.

—¡Basta! —Era la voz de Philip.

Jack le miró. Parecía furioso.

—¿Estás viviendo en pecado con la mujer de tu hermano, Jack? —le preguntó.

Jack se quedó de piedra.

—¿No lo sabíais?

—¡Naturalmente que no! —rugió Philip—. ¿Acaso crees que de haberlo sabido hubiera permanecido callado?

Se hizo el silencio. En Philip no era habitual gritar. Jack se dio cuenta de que se enfrentaba a dificultades reales. Sin duda su delito no era más que un tecnicismo pero todos sabían que los monjes se mostraban muy estrictos respecto a tales cosas. Y el hecho de que Philip no hubiera estado enterado de que se hallara viviendo con Aliena empeoraba aún más la cuestión. Había permitido a Remigius coger a Philip por sorpresa haciéndole quedar en ridículo. Y ahora Philip habría de mostrarse firme y demostrar que era severo.

—Pero no podéis construir una pobre iglesia sólo para castigarme —alegó Jack con tono lastimero.

—Habrás de dejar a la mujer —repuso Remigius redondeándose.

—Vete al cuerno, Remigius —replicó Jack—. Tiene un hijo mío de un año.

Remigius volvió a sentarse con expresión satisfecha.

—Si sigues hablando de esa manera en la sala capitular, tendrás que irte, Jack —le advirtió Philip.

Jack sabía que debería calmarse; sin embargo, era superior a sus fuerzas.

—¡Pero es ridículo! —exclamó—. ¡Me estáis diciendo que abandone a mi mujer y a nuestro hijo! Eso no es moralidad, es una falacia.

Como quiera que fuese, la ira de Philip pareció calmarse y Jack vio en sus claros ojos azules la mirada de simpatía que le era más familiar.

—Jack, tú puedes considerar de forma pragmática las leyes de Dios, pero nosotros preferimos mostrarnos más rígidos… Esa es la razón de que seamos monjes. Y no podemos tenerte como constructor mientras sigas practicando el adulterio.

Jack recordó una cita de las Escrituras.

—Jesús dijo: «Quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra».

—Sí; pero Jesús dijo a la mujer adúltera: «Ve y no vuelvas a pecar». —Y luego volvióse hacia Remigius—. Si el adulterio cesara, ¿he de suponer que retirarías tu oposición?

—¡Desde luego! —aseguró Remigius.

Pese a sentirse furioso y desgraciado, Jack se dio cuenta de que Philip había ganado por la mano a Remigius. Había convertido el adulterio en la cuestión decisiva, eludiendo de esa manera todo el problema del nuevo proyecto. Pero Jack no estaba dispuesto en modo alguno a aceptar aquello.

—¡No voy a dejarla! —afirmó.

—Es posible que no sea por mucho tiempo.

Jack hizo una pausa. Aquello le había cogido por sorpresa.

—¿Qué queréis decir?

—Podrás casarte con Aliena si obtiene la anulación de su primer matrimonio.

—¿Puede hacerse?

—Sería automático si, como dices, el matrimonio no llegó a consumarse.

—¿Qué he de hacer?

—Hacer una petición a un tribunal eclesiástico. En circunstancias normales, sería el tribunal del obispo Waleran; pero, en este caso, probablemente deberías hacerlo directamente al arzobispo de Canterbury.

—¿Y puedo esperar que el arzobispo dé su consentimiento?

—En justicia sí.

Jack comprendió al punto que aquella respuesta no era totalmente inequívoca.

—Pero entre tanto, ¿tendremos que vivir separados?

—Así es…, si quieres ser designado maestro de obras de la catedral de Kingsbridge.

—Me estáis pidiendo que elija entre las dos cosas que más amo en todo el mundo —dijo Jack.

—No por mucho tiempo —le aseguró Philip.

La inflexión de su voz hizo que Jack lo mirara muy atento. Había en ella auténtica compasión. Philip sentía de veras tener que hacer tal cosa.

—¿Por cuánto tiempo? —le preguntó.

—Podría ser hasta un año.

—¡Un año!

—No tendréis que vivir en ciudades diferentes —dijo Philip—. Puedes seguir viendo a Aliena y al niño.

—¿Sabéis que fue hasta España para buscarme? —preguntó Jack—. ¿Podéis imaginároslo? —Pero los monjes no tenían ni idea de lo que era el amor—. Y ahora tendré que decirle que hemos de vivir separados —murmuró con amargura.

Philip se puso en pie y dejó caer la mano sobre el hombro de Jack.

—Te aseguro que el tiempo pasará más deprisa de lo que tú crees —dijo—. Y estarás ocupado… construyendo la nueva catedral.

2

En ocho años el bosque había crecido y cambiado. Jack pensó que nunca podría perderse en un terreno que un día conoció como la palma de su mano. Pero en eso se había equivocado. Los antiguos rastros habían desaparecido bajo la invasión de la vegetación y otros habían resultado hollados por los venados, los verracos y los ponys salvajes. Los arroyos habían cambiado su curso, muchos árboles viejos habían caído y los jóvenes eran más altos. Todo parecía haberse reducido, las distancias daban la impresión de ser más cortas y las colinas con menos pendiente. Pero lo más asombroso de todo era que allí se sentía como un extraño. Cuando un joven venado se le quedó mirando sobresaltado a través de una cañada, Jack fue incapaz de distinguir a qué familia pertenecía o dónde estaría su madre. Cuando una bandada de patos salió volando, no supo al instante de qué parte de las aguas habían salido y por qué. Y se hallaba nervioso porque no tenía idea de dónde estaban los proscritos.

Había cabalgado durante la mayor parte del camino desde Kingsbridge, pero hubo de desmontar tan pronto como se salió del camino principal, ya que los árboles crecían muy bajos sobre el sendero para que pudiera seguir sobre el caballo. El retorno a los lugares de caza de su adolescencia le había hecho sentirse irracionalmente triste.

Nunca había apreciado, porque jamás se percató de ello, de lo sencilla que entonces había sido la vida. Su gran pasión habían sido las fresas, y sabía que todos los veranos, durante unos días, tendría en el suelo del bosque cuantas fuera capaz de comer. Pero ahora todo era problemático. Su combativa amistad con el prior Philip, su amor frustrado por Aliena, su inmensa ambición por construir la catedral más hermosa del mundo, su vehemente necesidad por descubrir la verdad sobre su padre.

Se preguntaba cuánto habría cambiado su madre en los dos años que él había estado fuera. Ansiaba verla de nuevo. Claro que se las había arreglado bien solo; pero resultaba muy tranquilizador tener en tu vida a alguien siempre dispuesto a luchar por ti, y había echado de menos ese sentimiento reconfortante.

Tardó todo el día en llegar a la parte del bosque donde su madre y él solían vivir. Empezaba a oscurecer deprisa en la corta tarde invernal. Pronto habría de renunciar a la búsqueda de su vieja cueva y dedicarse a encontrar un lugar resguardado para pasar la noche.

Haría frío. ¿Por qué me preocupo?, se dijo. Solía pasar en el bosque noche tras noche.

Al final, ella lo encontró a él.

Estaba a punto de darse por vencido. Un sendero angosto y casi invisible a través de la vegetación, con toda probabilidad utilizado tan sólo por tejones y zorros, quedó interrumpido por matorrales. No tenía otro remedio que volver sobre sus pasos. Al hacer girar a su caballo se dio de manos a boca con ella.

—Has olvidado moverte con sigilo en el bosque —le reprochó Ellen—. He podido oírte pateando desde una milla.

Jack sonrió. No había cambiado.

—Hola, madre —dijo y la besó en la mejilla.

Luego, en una expresión de cariño la abrazó con fuerza.

Ellen le tocó la cara.

—Estas más flaco que nunca.

Jack se quedó mirándola. Estaba morena y con un aspecto saludable. Conservaba el pelo abundante y oscuro, sin una sola cana. Sus ojos tenían el mismo color dorado y aún parecía ver a través de Jack.

—Sigues siendo la misma —le dijo.

—¿A dónde fuiste? —le preguntó.

—Hice toda la ruta hasta Compostela y todavía llegué más lejos, hasta Toledo.

—Aliena fue en tu busca…

—Y me encontró. Gracias a ti.

—Me alegro. —Cerró los ojos como alzando una plegaria de gracias—. Estoy tan contenta.

Lo condujo a través del bosque hasta la cueva, que estaba a menos de una milla. Jack pensó que, después de todo, su memoria no era tan mala. Ellen había encendido una gran hoguera de troncos y tres velas de juncos. Le dio un pichel de sidra que había hecho con manzanas y miel silvestre y asaron algunas castañas. Jack había recordado los artículos que una moradora de los bosques no podía hacer por sí misma y había llevado a su madre cuchillos, cuerdas, jabón y sal. Ellen empezó a desollar un gazapo para la cazuela.

—¿Cómo te encuentras, madre? —preguntó Jack.

—Bien —repuso ella; luego, al mirarle, comprendió que la pregunta iba en serio—. Echo de menos a Tom Builder —añadió—. Pero ha muerto y no me interesa tener otro marido.

—Aparte de eso, ¿eres feliz aquí?

—Sí y no. Estoy acostumbrada a vivir en el bosque. Me gusta estar sola. Nunca me acostumbré a esos sacerdotes refitoleros que se empeñan en decirme cómo he de comportarme. Pero te echo de menos a ti, y a Martha, y a Aliena. Y me gustaría poder ver más a menudo a mi nieto —sonrió—. Pero nunca podré volver a vivir en Kingsbridge, después de haber maldecido una boda cristiana. El prior Philip jamás me lo perdonará. Sin embargo, todo ha valido la pena si he logrado que al fin estéis juntos Aliena y tú. —Levantó la vista de su trabajo con una sonrisa complicada—. ¿Qué tal te va la vida de casado?

—Bueno —dijo Jack vacilante—. No estamos casados. A los ojos de la Iglesia, Aliena sigue casada con Alfred.

—No seas estúpido. ¿Qué sabe la Iglesia de eso?

—Bueno, saben quiénes están casados y no me dejarían construir la nueva catedral mientras siguiera viviendo con la mujer de otro hombre.

Ellen tenía la mirada ensombrecida por la ira.

—¿De manera que la has dejado?

—Sí, hasta que Aliena obtenga la anulación.

Madre dejó a un lado la piel del gazapo. Manejando un cuchillo afilado con las manos ensangrentadas, empezó a desmembrarle echando los trozos en la olla que hervía en el fuego.

—En cierta ocasión, el prior Philip me hizo también eso, cuando estaba con Tom —dijo mientras cortaba con destreza las tajadas de carne—. Sé por qué se pone tan frenético con las gentes que hacen el amor. Es porque no le está permitido hacerlo a él, y le molesta la libertad que tienen otros para disfrutar de lo que le está vedado. Claro que cuando están casados por la Iglesia no puede hacer nada. Pero, si no lo están, tiene ocasión de fastidiarles y eso le hace sentirse mejor.

Cortó las patas del conejo y las arrojó a un balde de madera con otros desperdicios.

Jack asintió. Había aceptado lo inevitable; pero cada vez que daba buenas noches a Aliena y se alejaba de su puerta se sentía furioso con Philip y comprendía el persistente resentimiento de su madre.

—Sin embargo no es para siempre —dijo.

—¿Cómo lo ha tomado ella?

Jack hizo una mueca.

—No muy bien. Pero se considera la culpable de la situación por haberse casado con Alfred.

—Y así es. Y también culpa tuya por empecinarte en construir iglesias.

Jack sentía mucho que su madre no compartiera su idea.

—No merece la pena construir cualquier otra cosa, madre. Las iglesias son más grandes, más altas y más hermosas y difíciles de edificar y tienen más adornos y grabados que cualquier otro tipo de edificios.

—Y tú no estarías satisfecho con algo menos.

—Así es.

Ellen meneó perpleja la cabeza.

—Jamás entenderé de dónde has sacado la idea de que estás predestinado a algo grande. —Echó en la olla el resto del gazapo y empezó a limpiar la parte interior de la piel—. Ciertamente no la heredaste de tus antepasados.

Aquella era la ocasión que Jack había estado esperando.

—Cuando estuve en ultramar, madre, supe algo más de mis antepasados.

Ellen cesó de rascar y se quedó contemplándolo.

—¡Por todos los santos! ¿Qué quieres decir?

—Encontré la familia de mi padre.

—¡Buen Dios! —Dejó caer la piel del gazapo—. ¿Cómo lo lograste? ¿De dónde son? ¿Qué aspecto tienen?

—En Normandía hay una ciudad llamada Cherburgo. Era de allí.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Me parezco tanto a él que creyeron que era su fantasma.

Madre se dejó caer pesadamente sobre un taburete. Jack se sentía culpable por haberle ocasionado semejante sobresalto. Pero no había esperado que la noticia le causara tal impresión.

—¿Cómo… cómo es su gente?

—Su padre ha muerto pero su madre vive todavía. Se mostró muy cariñosa cuando al fin se convenció de que yo no era el fantasma de mi padre. Su hermano mayor es carpintero y tiene una mujer y tres hijas. Mis primos —sonrió—. ¿Es estupendo, verdad? Tenemos parientes.

Aquella idea pareció trastornar a Ellen, que se mostró desolada.

—Siento muchísimo no haberte podido criar en condiciones normales, Jack.

—Yo no —contestó él con tono ligero, pues cuando su madre parecía tener remordimiento él se sentía incómodo, ya que no era propio de ella—. Pero estoy contento de haber conocido a mis primos. Incluso si no hubiera de volver a verlos jamás, es bueno saber que están ahí.

Ellen asintió con tristeza.

—Lo comprendo.

Jack respiró hondo.

—Creyeron que mi padre se ahogó en un naufragio hace veinticuatro años. Iba a bordo de un navío llamado el White Ship, que se hundió cerca de la costa de Barfleur. Se pensó que todo el mundo se había ahogado. Pero es evidente que mi padre sobrevivió. Sin embargo, no llegaron a enterarse porque jamás volvió a Cherburgo.

—Fue a Kingsbridge —dijo Ellen.

—Pero ¿por qué?

Su madre suspiró.

—Se agarró a un barril y fue arrastrado hasta la orilla, cerca de un castillo —explicó Ellen—. Acudió al castillo para comunicar el naufragio. Allí encontró a varios barones poderosos que se mostraron muy consternados al parecer de él. Le cogieron prisionero y le trajeron a Inglaterra. Al cabo de semanas y meses, todo eso lo tenía muy confuso, acabó en Kingsbridge.

—¿Dijo algo más sobre el naufragio?

—Sólo que el barco se hundió con gran rapidez, como si le hubieran hecho un boquete.

—Parece como si hubieran necesitado quitarlo de en medio.

Su madre asintió.

—Y luego, al comprender que no podían mantenerle eternamente prisionero, lo mataron.

Jack se arrodilló frente a ella obligándola a mirarle.

—¿Pero quiénes eran ellos, madre? —preguntó con voz temblorosa por la emoción.

—Ya me preguntaste eso antes.

—Y tú jamás me lo dijiste.

—¡Porque no quiero que pases la vida intentando vengar la muerte de tu padre!

Jack tuvo la sensación de que seguía tratándolo como a un niño, ocultándole información que pudiera no ser buena para él. Trató de mostrarse adulto y conservar la calma.

—Voy a pasarme la vida construyendo la catedral de Kingsbridge y trayendo niños al mundo con Aliena. Pero quiero saber por qué ahorcaron a mi padre. Y los únicos que tienen la respuesta son los hombres que declararon en falso contra él. De manera que he de saber quiénes fueron.

—Por aquel entonces yo no conocía sus nombres.

Jack sabía que estaba intentando evadirse, lo cual le hizo sentirse furioso.

—¡Pero ahora los conoces!

—Sí, los conozco —repuso ella llorosa, y Jack comprendió que todo aquello le resultaba tan penoso a ella como a él—. Y voy a decírtelos porque me doy cuenta de que nunca dejarás de preguntar.

Sorbeteó y se limpió las lágrimas. Jack esperaba ansioso.

—Eran tres. Un monje, un sacerdote y un caballero.

Jack la miró con fijeza.

—Sus nombres.

—¿Vas a preguntarles si mintieron bajo juramento?

—Sí.

—¿Y esperas que te lo digan?

—Tal vez no. Les miraré a los ojos mientras les pregunte y eso tal vez me revele cuanto necesito saber.

—Acaso ni siquiera sea posible tal cosa.

—¡Necesito intentarlo, madre!

Ellen suspiró.

—El monje era el prior de Kingsbridge.

—¡Philip!

—No, no era Philip. Fue antes de él. Era James, su predecesor.

—Pero si ha muerto.

—Te dije que acaso no fuera posible interrogarles.

Jack entornó los ojos.

—¿Quiénes eran los otros?

—El caballero era Percy Hamleigh, el conde de Shiring.

—¿El padre de William?

—Sí.

—¡También está muerto!

—Sí.

Jack tuvo la terrible sensación de que iba a resultar que los tres habían muerto y que el secreto habría quedado enterrado con sus huesos.

—¿Quién era el sacerdote? —preguntó apremiante.

—Se llamaba Waleran Bigod. Ahora es el obispo de Kingsbridge.

Jack dio un suspiro de profunda satisfacción.

—Y todavía vive.

En Navidad quedó terminado el castillo del obispo Waleran. Una hermosa mañana a principios del año nuevo, William Hamleigh y su madre fueron a visitarlo. Lo vieron ya a distancia a través del valle. Se encontraba en la cima más alta de las colinas que se alzaban enfrente, dominando de manera imponente los campos que los rodeaban. Al atravesar el valle, pasaron por delante del viejo palacio. Ahora ya se utilizaba como almacén para el vellón. Gran parte de los gastos de construcción del castillo se había pagado con los ingresos de la lana. Subieron al trote la suave pendiente del extremo más alejado del valle y siguieron avanzando a través de un hueco en las murallas de tierra y de un profundo foso seco hasta una entrada con portillo en un muro de piedra. Era un castillo muy seguro, con murallas, foso y muros de piedra, muy superior al del propio William y a muchos de los del rey.

Una torre del homenaje, maciza y cuadrada, de tres niveles, dominaba el patio interior y empequeñecía la iglesia de piedra que se alzaba a su lado. William ayudó a su madre a desmontar. Dejaron a sus caballeros los caballos para que los llevaran a las cuadras y subieran los escalones que conducían al zaguán.

Era mediodía y los servidores de Waleran estaban preparando la mesa. Algunos de sus arcedianos, deanes, empleados y familiares, esperaban para almorzar. William y Regan aguardaron a su vez mientras un mayordomo subía a las habitaciones privadas del obispo para anunciarle su llegada.

William ardía por dentro comido de feroces celos. Aliena estaba enamorada y todo el Condado lo sabía. Había dado a luz a un hijo del amor y su marido la había arrojado de su casa. Con el bebé en brazos había ido en busca del hombre que amaba y lo había encontrado después de recorrer media cristiandad. La historia había corrido de boca en boca por todo el sur de Inglaterra. William se sentía enfermo de odio cada vez que la oía. Pero se le había ocurrido una manera de tomar venganza.

Les hicieron subir las escaleras y los invitaron a pasar a la cámara de Waleran. Lo encontraron sentado ante una mesa con Baldwin, que ya era arcediano. Los dos clérigos estaban contando dinero sobre un mantel a cuadros, colocando los peniques de plata en pilas de doce y moviéndolos de los cuadros negros a los blancos. Baldwin se puso en pie e hizo una inclinación ante Lady Regan. Luego se apresuró a recoger el mantel con las monedas.

Waleran, levantándose a su vez, se dirigió a un sillón que había junto al fuego. Se movía con rapidez, de modo semejante a una araña, y William sintió una vez más la vieja y familiar repugnancia. Pese a todo, decidió mostrarse untuoso. Recientemente había oído hablar de la espantosa muerte del conde de Hereford, que se había peleado con el obispo de Hereford y que había muerto en estado de excomunión. Su cuerpo había sido enterrado en tierra no consagrada. William temblaba aterrado cada vez que se imaginaba su propio cuerpo yaciendo en suelo no bendecido, vulnerable ante todos los diablos y monstruos que poblaban las entrañas de la tierra. Jamás se enfrentaría al obispo.

Waleran estaba tan pálido y flaco como siempre, y los ropajes negros colgaban de su cuerpo como la colada tendida en un árbol. Parecía como si nunca cambiara. William sabía que él sí que había cambiado. La comida y el vino eran sus principales placeres y cada año estaba algo más gordo a pesar de la vida activa que llevaba, de tal manera que la costosa cota de malla que hicieron para él al cumplir los veintiún años, hubo de ser sustituida por dos veces en los siete años siguientes.

Waleran acababa de regresar de York. Había estado fuera casi medio año.

—¿Habéis tenido éxito en vuestro viaje? —le preguntó William con deferencia.

—No —repuso Waleran—. El obispo Henry me envió allí para que tratara de resolver una disputa que ya dura cuatro años sobre quién ha de ser el arzobispo de York. Fracasé. La polémica sigue en pie.

William se dijo que cuanto menos se hablara de ello tanto mejor.

—Mientras habéis estado fuera, aquí ha habido muchos cambios. Especialmente en Kingsbridge —dijo.

—¿En Kingsbridge? —preguntó sorprendido Waleran—. Creí que ese problema había quedado resuelto de una vez por todas.

—Ahora tienen a la Madonna de las Lágrimas.

Waleran parecía irritado.

—¿De qué diablos hablas?

—Es una estatua de madera de la Virgen que llevan en procesión —contestó la madre de William—. En ciertos momentos, le brota agua de los ojos. La gente cree que es milagrosa.

—Es milagrosa —afirmó William—. ¡Una estatua que llora!

Waleran lo miró desdeñoso.

—Milagrosa o no, en los últimos meses ya la han visitado miles de personas —intervino de nuevo Regan—. Entretanto, el prior Philip ha empezado de nuevo a construir. Están reparando el presbiterio y poniendo un techo nuevo de madera. También han comenzado en el resto de la iglesia. Han cavado los cimientos para el crucero y han llegado de París algunos canteros nuevos.

—¿De París? —inquirió Waleran.

—Ahora están construyendo la iglesia al estilo de Saint-Denis, lo que quiera que eso sea —informó Regan.

Waleran hizo un ademán de asentimiento.

—Arcos ojivales. He oído hablar de ello.

A William le importaba un rábano cuál pudiera ser el estilo de la catedral de Kingsbridge.

—La cuestión es que algunos de los jóvenes que cuidan mis granjas se están yendo a Kingsbridge para trabajar como jornaleros, y que han vuelto a abrir los domingos el mercado de Kingsbridge quitándole negocios al de Shiring. ¡Y se repite la vieja historia! —dijo William mirando incómodo a los otros dos, al tiempo que se preguntaba si alguno de ellos sospecharía que él tuviera un motivo ulterior.

Pero ninguno parecía receloso.

—La peor equivocación que jamás he cometido ha sido la de ayudar a Philip a que fuera nombrado prior —dijo Waleran.

—Sencillamente van a tener que aprender que hay cosas que no pueden hacer —dijo William.

Waleran lo miró pensativo.

—¿Qué te propones?

—Entraré de nuevo a saco en la ciudad.

Y cuando lo haga, se dijo, mataré a Aliena y a su amante. Se quedó con la mirada fija en el fuego para no encontrarse con los ojos de su madre y evitar que leyera sus pensamientos.

—No estoy seguro de que puedas —dijo Waleran.

—Lo he hecho antes. ¿Por qué no habría de hacerlo de nuevo?

—La última vez tenías un buen motivo: la feria del vellón.

—Esta vez es el mercado. Tampoco para él les dio nunca permiso el rey Stephen.

—No es lo mismo. Philip tentó a su suerte al celebrar una feria del vellón y tú atacaste de inmediato. El mercado de los domingos hace ya seis años que se celebra en Kingsbridge y, de cualquier manera, se encuentra a veinte millas de Shiring y por lo tanto puede autorizarse.

William contuvo su ira. Hubiera querido decir a Waleran que dejara de comportarse como una débil vieja. Pero no daría resultado.

Mientras se tragaba su protesta, entró un mayordomo en la sala y permaneció en silencio junto a la puerta.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Waleran.

—Hay un hombre que insiste en veros, mi señor obispo. Su nombre es Jack Jackson. Un constructor de Kingsbridge. ¿Debo despedirle?

A William le latió el corazón con fuerza. Era el amante de Aliena.

¿Cómo aparecía ese hombre allí precisamente en el momento en que William proyectaba matarlo? Acaso tuviera poderes sobrenaturales.

William se sintió embargado por el temor.

—¿De Kingsbridge? —preguntó Waleran interesado.

—Es su nuevo maestro de obras, el que trajo la Madonna de las Lágrimas de España —informó Regan.

—Interesante —comentó Waleran—. Echémosle un vistazo. Hazle pasar —dijo al mayordomo.

William se quedó mirando la puerta con supersticioso terror.

Esperaba ver aparecer a un hombre alto, temible y con una gran capa negra, que le señalaría directamente a él con un dedo acusador. Pero al entrar Jack, William se sintió atónito ante su juventud. Jack no podría tener mucho más de veinte años. Tenía el pelo rojo y unos ojos azules y penetrantes que pasaron indiferentes por William, se detuvieron un instante en Regan, cuyas horribles marcas faciales llamaban la atención de quienquiera que no estuviera familiarizado con ellas y se detuvieron finalmente en Waleran.

—Bien, mozo, ¿qué asuntos tienes conmigo? —preguntó Waleran con voz fría y altanera, habiendo percibido, al igual que William, la actitud rebelde del joven constructor.

—La verdad —respondió Jack—. ¿Cuántos hombres habéis colgado?

William aspiró con fuerza. Era una pregunta ofensiva e insolente.

Miró a los otros. Su madre estaba inclinada hacia delante mirando a Jack con el ceño fruncido, como si le hubiera visto antes e intentara recordar quién era. Waleran se mostraba fríamente divertido.

—¿Se trata acaso de una adivinanza? —preguntó al fin—. He visto más hombres ahorcados de los que tú puedes imaginar, y todavía es posible que haya otro si no te comportas con respeto.

—Hace veintidós años, vos presenciasteis en Shiring el ahorcamiento de un hombre llamado Jack Shareburg.

William oyó la exclamación ahogada de su madre.

—Era un juglar —siguió diciendo Jack—. ¿Lo recordáis?

William percibió que, de repente, el ambiente en la sala se había puesto tenso. En Jack Jackson debía haber algo aterradoramente sobrenatural para haber causado semejante efecto sobre su madre y sobre Waleran.

—Creo que tal vez lo recuerde —dijo Waleran.

William percibió en su voz la lucha por mantener el control. ¿Qué estaba pasando allí?

—Imagino que así es —dijo Jack, que se mostraba de nuevo insolente—. El hombre fue condenado por el testimonio de tres personas. Dos de ellas ya han muerto. La tercera sois vos.

Waleran asintió.

—Había robado algo del priorato de Kingsbridge…, un cáliz incrustado con piedras preciosas.

En los ojos azules de Jack apareció una mirada dura.

—No lo hizo.

—Yo mismo le cogí con el cáliz en su poder.

—Mentisteis.

Hubo una pausa. Al hablar Waleran de nuevo, lo hizo con tono tranquilo pero la expresión de su rostro era dura como el acero.

—Tal vez ordene que te arranquen la lengua por esto —dijo.

—Sólo quiero saber por qué lo hicisteis —dijo Jack como si no hubiera oído aquella terrible amenaza—. Ahora podéis hablar con toda franqueza. William no representa amenaza alguna para vos y su madre parece estar ya al tanto de todo.

William miró a su madre. Era verdad, por su actitud parecía estar al corriente del asunto. Ahora ya William estaba absolutamente confundido. Parecía, aunque apenas se atrevía a abrigar aquella esperanza que, en realidad, la visita de Jack no tenía nada que ver con William y sus planes secretos para matar al amante de Aliena.

—¿Estás acusando al obispo de perjurio? —preguntó Regan a Jack.

—No repetiré públicamente la acusación —aseguró Jack con frialdad—. Carezco de pruebas y, de cualquier manera, no estoy interesado en vengarme. Sólo quisiera poder comprender por qué acusasteis a un hombre inocente.

—Sal de aquí —ordenó Waleran con tono glacial.

Jack asintió como si no esperara otra cosa. Aun cuando no hubiera obtenido respuesta a sus preguntas, en su cara campeaba una expresión de satisfacción como si sus sospechas hubieran sido confirmadas.

William seguía desconcertado por todas las cosas que se habían dicho.

—Espera un momento —le dijo.

Jack se volvió, ya ante la puerta, y se quedó mirándolo con aquellos ojos burlones.

—¿Por qué…? —William tragó, logrando dominar la voz—. ¿Por qué te interesa todo eso? ¿Por qué has venido aquí a hacer esas preguntas?

—Porque el hombre al que ahorcaron era mi padre —respondió Jack. Acto seguido abandonó la sala.

Se hizo el silencio en la habitación. De manera que el amante de Aliena, el maestro de obras de Kingsbridge era hijo de un ladrón que había sido ahorcado en Shiring. Bueno, ¿y qué?, se dijo William.

Pero madre parecía inquieta y Waleran realmente alterado.

—Esa mujer me ha acosado durante veinte años —dijo finalmente Waleran con amargura.

Habitualmente se mostraba tan cauto que William quedó asombrado al verle dar rienda suelta a sus sentimientos.

—Desapareció al derrumbarse la catedral —añadió Regan—. Pensé que jamás volveríamos a saber de ella.

—Ahora es su hijo quien viene a atormentarnos.

Había auténtico miedo en la voz de Waleran.

—¿Por qué no le enviáis aherrojado a la prisión por haberos acusado de perjurio? —preguntó William.

Waleran lo miró con desprecio.

—Tu hijo es un condenado estúpido, Regan —dijo por último.

William se dio cuenta entonces de que la acusación de perjurio debía ser cierta. Y si él era capaz de comprenderlo, igual podía hacer Jack.

—¿Está enterado alguien más? —preguntó.

—Antes de morir, el prior James confesó su perjurio a su prior, Remigius. Pero este no representa peligro alguno, siempre ha estado de nuestra parte y en contra de Philip. La madre de Jack sabe algo sobre ello aunque no todo. De lo contrario, hace mucho tiempo que hubiera hecho uso de la información. Pero Jack ha viajado por muchas partes, tal vez haya descubierto algo que su madre no supiera.

A William se le ocurrió que aquella extraña historia del pasado podría utilizarla en provecho propio.

—Entonces matemos a Jack Jackson —dijo sin pensarlo dos veces.

Waleran desdeñoso negó con la cabeza.

—Eso sólo serviría para llamar la atención sobre él y sus acusaciones —dijo Regan.

William quedó decepcionado. Le había parecido casi providencial.

—No es necesario que sea así —dijo.

Se le había ocurrido una nueva idea.

Ambos le miraron escépticos.

—Jack puede resultar muerto sin llamar sobre él la atención —dijo William con empecinamiento.

—Está bien. Dinos cómo —le respondió Waleran.

—Puede morir durante un ataque a Kingsbridge.

A última hora de la tarde, Jack recorría el enclave de la construcción junto con el prior Philip; habían retirado los escombros del presbiterio, que fueron colocados en dos inmensos montones en la parte septentrional del recinto del priorato. Se habían instalado nuevos andamios y los albañiles estaban ya reconstruyendo los muros derrumbados. A lo largo de la enfermería había un gran montón de madera.

—Te mueves con rapidez —comento Philip.

—No todo lo deprisa que quisiera —repuso Jack.

Inspeccionaron los cimientos de los cruceros. Abajo, y en los profundos agujeros, había cuarenta o cincuenta trabajadores, cogiendo paladas de cieno y llenando baldes con él, mientras otros, a nivel del suelo, manipulaban el torno que sacaba los baldes de los agujeros. Cerca se habían apilado inmensos bloques de piedra toscamente cortada destinados a los cimientos.

Jack condujo a Philip a su propio taller. Era mucho más grande que lo que fue el cobertizo de Tom. Uno de los lados estaba completamente descubierto para tener buena luz. La mitad del terreno se hallaba ocupada por la zona de dibujos. Había colocado planchas sobre la tierra y, alrededor de ellas, un borde de madera, un par de pulgadas más alto que las propias planchas, y vertido argamasa dentro de sus límites hasta colmar el marco hasta casi rebosar. Una vez la argamasa fraguada, resultaba bastante duro andar sobre ella, pero podían trazarse los dibujos con un pedazo de alambre de hierro, afilado en uno de los extremos hasta obtener una punta aguda. Allí era donde Jack dibujaba los detalles. Utilizaba compases, una regla de borde recto y un cartabón. El rasgueo de las marcas aparecía blanco y claro al trazarlo por primera vez; pero cambiaba en seguida a gris, lo que significaba que podían trazarse dibujos nuevos encima de los viejos sin que se produjeran confusiones. Era una idea que había recogido en Francia.

La mayor parte del resto de la cabaña estaba ocupada por el banco sobre el que Jack trabajaba la madera, haciendo las plantillas que mostrarían a los albañiles cómo esculpir la piedra. La luz había empezado a declinar, por lo que ya no trabajaría más con la madera.

Empezó a recoger sus herramientas.

—¿Qué es esto? —preguntó Philip cogiendo una plantilla.

—El plinto para la base de una columna.

—Preparas las cosas con mucha anticipación.

—Me muero de impaciencia por empezar a construir debidamente.

Por aquellos días, sus conversaciones eran tensas y se ceñían a los hechos.

Philip dejó la plantilla.

—He de irme a completas —dijo al tiempo que daba media vuelta.

—Y yo me iré a visitar a mi familia —dijo a su vez Jack con tono acre.

Philip se detuvo, se volvió como si fuera a hablar, pareció entristecido y, al final, se alejó.

Jack puso el candado a su caja de herramientas. Había sido una observación estúpida. Aceptó el trabajo en las condiciones impuestas por Philip, y ahora ya era inútil lamentarse. Pero se sentía constantemente furioso con el prior y no siempre era capaz de contenerse.

Abandonó el recinto del priorato entre dos luces y se encaminó a la pequeña casa del barrio pobre donde Aliena vivía con su hermano Richard. Al entrar Jack, Aliena sonrió feliz pero no se besaron. Ahora jamás se tocaban por miedo a excitarse y entonces habrían de separarse frustrados, o ceder a su deseo y correr el riesgo de que les sorprendieran rompiendo su promesa al prior Philip.

Tommy jugaba en el suelo. Tenía ya año y medio y su manía por entonces era poner cosas unas encima de otras. Tenía delante de él cuatro o cinco cuencos de cocina, y colocaba incansable los pequeños dentro de los mayores, intentando luego meter los más grandes dentro de los pequeños. A Jack le llamó poderosamente la atención la idea de que Tommy no supiera, de manera instintiva, que un cuenco grande no podía meterse dentro de otro pequeño. Eso era algo que los seres humanos habían de aprender. Tommy luchaba con relaciones de espacio, al igual que lo hacía Jack cuando intentaba visualizar algo, como la forma de una piedra en una bóveda ojival.

Jack se sentía fascinado por Tommy y también inquieto por él.

Hasta entonces, nunca se había preocupado por sus posibilidades para encontrar trabajo, por conservarlo y ganarse la vida. Se había lanzado a cruzar Francia sin pensar ni por un momento en que podía verse en la miseria y morir de hambre. Pero ahora precisaba seguridad. La necesidad de proteger a Tommy era mucho más imperiosa que la de cuidar de sí mismo. Por primera vez en su vida tenía responsabilidad.

Aliena puso sobre la mesa una jarra de vino y pan de especias, y se sentó luego enfrente de Jack. Dio a Tommy un trozo de bizcocho, pero el niño no tenía hambre y empezó a tirarlo en migajas por el suelo.

—Me hace falta más dinero, Jack —dijo Aliena.

Jack se mostró sorprendido.

—Te doy doce peniques a la semana. Y sólo gano veinticuatro.

—Lo siento —se excusó ella—. Tú vives solo… no necesitas tanto.

Jack pensó que aquello no era razonable.

—Pero un jornalero gana tan sólo seis peniques semanales y algunos de ellos tienen cinco o seis hijos.

Aliena parecía enojada.

—No sé cómo se las arreglan las mujeres de los jornaleros para llevar su casa. Nunca me enseñaron. Y no gasto en mí un solo penique. Pero tú cenas aquí todas las noches. Y además está Richard…

—Bien, ¿qué pasa con Richard? —dijo Jack enfadado—. ¿Por qué no se gana la vida?

Jack pensaba que Aliena y Tommy ya eran carga suficiente para él.

—Que yo sepa Richard no es responsabilidad mía.

—Bueno, lo es mía —respondió Aliena con calma—. Cuando me aceptaste a mí también le aceptaste a él.

—No recuerdo haberlo hecho —dijo furioso.

—No te enfades.

Era demasiado tarde. Jack ya estaba enfadado.

—Richard tiene veintitrés años, dos más que yo. ¿Cómo es que soy yo quien le mantiene? ¿Por qué he de comer yo sólo pan de desayuno y pagar por el bacón de Richard?

—Verás, estoy otra vez encinta.

—¿Cómo?

—Voy a tener otro bebé.

El enfado de Jack se desvaneció como por ensalmo. Le cogió la mano.

—¡Es maravilloso!

—¿Estás contento? —le preguntó Aliena—. Tenía miedo de que te enfadaras.

—¡Enfadarme! ¡Estoy emocionado! No llegué a conocer a Tommy de recién nacido y ahora descubriré lo que me había perdido.

—¿Pero qué me dices de la nueva responsabilidad? ¿Y del dinero?

—Al diablo con el dinero. Sólo es que estoy malhumorado porque nos vemos obligados a vivir separados. Tenemos mucho dinero. ¡Pero otro bebé! Espero que sea una niña. —Entonces recordó algo y frunció el ceño—. Pero… ¿cuándo?

—Debe de haber sido antes de que el prior Philip nos hiciera vivir aparte.

—Debió de ser la víspera de Todos Santos. ¿Recuerdas aquella noche? Me hiciste cabalgar como a un caballo… —Hizo una mueca.

—Lo recuerdo —repuso Aliena ruborizándose.

Jack la miró con cariño.

—Me gustaría hacerlo ahora.

—A mí también —repuso ella sonriendo.

Se cogieron las manos por encima de la mesa.

En aquel momento entró Richard.

Abrió de golpe la puerta y entró, muerto de calor y polvoriento, llevando de las riendas un caballo cansado.

—Tengo malas noticias —exclamó jadeante.

Aliena cogió a Tommy del suelo para evitar los cascos del caballo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Jack.

—Mañana hemos de irnos todos de Kingsbridge —dijo Richard.

—¿Pero por qué?

—El domingo William Hamleigh va a incendiar de nuevo la ciudad.

—¡No! —exclamó Aliena horrorizada.

Jack se quedó de hielo. Revivía la escena de tres años atrás cuando los jinetes de William asaltaron la feria del vellón con sus antorchas ardiendo y sus brutales trancas. Recordó el pánico, los chillidos y el olor a carne quemada. Volvió a ver el cuerpo de su padrastro con la frente destrozada. Se sentía realmente enfermo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó a Richard.

—Había ido a Shiring y vi a algunos de los hombres de William comprando armas en la tienda del armero…

—Eso no significa…

—Hay más. Los seguí hasta una cervecería y escuché su charla. Uno de ellos preguntaba qué defensas tenía Kingsbridge y otro le contestó que ninguna.

—¡Santo Dios! Así es —exclamó Aliena.

Miró a Tommy y se llevó la mano al vientre donde estaba creciendo su nuevo hijo. Levantó los ojos y se encontró con los de Jack.

Ambos pensaban lo mismo.

—Más tarde entré en conversación con algunos de los más jóvenes que no me conocen —siguió diciendo Richard—. Les hablé de la batalla de Lincoln y de cosas parecidas y dije que estaba buscando a alguien junto a quien luchar. Me contestaron que fuera a Earlcastle, pero que había de ser hoy porque partían mañana y la batalla se libraría el domingo.

—¡El domingo! —musitó Jack atemorizado.

—Cabalgué hasta Earlcastle a fin de asegurarme.

—Eso fue peligroso, Richard —le respondió Aliena.

—Estaban claros todos los indicios. Mensajeros que iban y venían, gentes afilando las armas, ejercitando a los caballos, limpiando las tachuelas… No cabe la menor duda. Ni las maldades más monstruosas satisfarían al diabólico William… Siempre intenta superarse —acabó diciendo Richard con voz rebosante de odio. Se llevó la mano a la oreja derecha y rozó la vieja cicatriz, con un inconsciente gesto nervioso.

Jack estudió por un instante a Richard. Era un haragán y un botarate, pero había un extremo en el que podía confiarse en su juicio: lo militar. Si decía que William estaba planeando una incursión, había que considerar casi seguro que tenía razón.

—Es una verdadera catástrofe —musitó Jack casi para sí.

En aquellos momentos, Kingsbridge estaba empezando a recuperarse de su hundimiento. Hacía tres años que prendieron fuego a la feria del vellón, y dos del derrumbamiento de la catedral sobre los fieles. Y ahora esto. La gente diría que de nuevo planeaba la mala suerte sobre Kingsbridge. Incluso si mediante la huida lograran evitar el derramamiento de sangre, Kingsbridge quedaría arruinada. Nadie querría vivir allí, acudir al mercado o trabajar en la ciudad. Hasta podría llegar a interrumpirse la construcción de la catedral.

—Hemos de ir a decírselo al prior Philip…, ahora mismo.

Jack se mostró de acuerdo.

—Los monjes estarán cenando. En marcha.

Aliena cogió a Tommy. Todos subieron presurosos la colina en dirección al monasterio, bajo el crepúsculo vespertino.

—Cuando la catedral esté terminada podrán celebrar el mercado en su interior. Eso lo protegerá de las incursiones —dijo Richard.

—Pero entre tanto necesitamos los ingresos del mercado para terminar la catedral —repuso Jack.

Richard, Aliena y Tommy esperaron fuera mientras Jack entraba en el refectorio. Un monje joven estaba leyendo en voz alta en latín mientras los demás comían en silencio. Jack reconoció un pasaje terrible del Libro del Apocalipsis. Permaneció en pie, en el umbral y buscó con la mirada a Philip. Este se mostró sorprendido de verle, pero se levantó de la mesa y fue derecho hacia él.

—Malas noticias —dijo Jack ceñudo—. Dejaré que Richard os las comunique.

Hablaron entre las sombras cavernosas del presbiterio reparado.

Richard dio a Philip los detalles en pocas palabras.

—¡Pero si no celebramos una feria del vellón…, sólo un pequeño mercado! —exclamó Philip cuando Richard hubo terminado.

—Al menos tenemos la oportunidad de evacuar mañana la ciudad. Nadie resultará herido. Y podemos reconstruir nuestras casas como lo hicimos la última vez —sugirió Aliena.

—A menos que William decida ir a la caza de los evacuados —advirtió Richard ceñudo—. De él no me extrañaría.

—Incluso si todos nosotros logramos escapar creo que esto sería el fin del mercado —dijo Philip con gran tristeza—. Después de una cosa así, la gente no se atreverá a instalar puestos en Kingsbridge.

—Y puede significar el fin de la catedral —apuntó Jack—. En los últimos diez años, la iglesia se ha quemado una vez y se ha derrumbado otra. Muchos albañiles murieron al arder la ciudad. Un desastre más y sería el último, creo yo. La gente diría que trae mala suerte.

Philip parecía agobiado. Jack pensaba que todavía no había cumplido los cuarenta y sin embargo su cara empezaba a estar surcada de arrugas y su pelo era ya más gris que negro.

—No voy a aceptarlo. Creo que no es la voluntad de Dios —dijo con una mirada peligrosa en sus claros ojos azules.

Jack se preguntaba de qué estaría hablando. ¿Cómo podía «no aceptarlo»? Era como si los pollos dijeran que se negaban a aceptar al zorro, como si pudieran influir en ello.

—Entonces, ¿qué vais a hacer? —preguntó Jack escéptico—. ¿Rezar para que William se caiga esta noche de la cama y se rompa el cuello?

Richard se mostró excitado ante la idea de resistencia.

—¡Luchemos! —exclamó—. ¿Por qué no? Nosotros somos centenares, William traerá cincuenta hombres, cien todo lo más… Podemos ganar sólo por ser más numerosos.

—¿Y cuántos de los nuestros morirán? —protestó Aliena.

Philip negaba con la cabeza.

—Los monjes no luchan —dijo pesaroso—. Y no puedo pedir al pueblo que dé su vida cuando yo no estoy dispuesto a arriesgar la mía propia.

Philip miró a Richard, que era lo que tenían más a mano con experiencia militar.

—¿Hay alguna manera de que podarnos defender la ciudad sin una batalla frente a frente?

—Ninguna en una ciudad que no esté amurallada —repuso Richard—. No tenemos nada que oponer al enemigo salvo cuerpos.

—Ciudad amurallada —dijo Jack pensativo.

—Podemos desafiar a William a que resuelva la situación en combate individual, una lucha entre campeones. Pero no creo que lo aceptara.

—¿Las murallas servirían? —inquirió Jack.

—Podrían salvarnos en otro momento; pero no ahora. No podemos construir murallas de la noche a la mañana.

—¿Tú crees?

—Claro que no, no seas…

—Cállate, Richard —le ordenó Philip imperioso. Miró esperanzado a Jack—. ¿Qué estás pensando?

—Un muro no es tan difícil de construir.

—Sigue.

La mente de Jack era un torbellino. Los demás le escuchaban conteniendo aliento.

—No hay arcos, ni bóvedas, ni ventanas ni tejado… Un muro puede construirse en una noche si se dispone de hombres y materiales.

—¿Con qué lo construiríamos?

—Mirad a vuestro alrededor. Aquí hay bloques de piedra debidamente cortados destinados a los cimientos —dijo Jack—. Hay madera almacenada que supera la altura de una casa. Y, en el cementerio, hay montones de escombros del derrumbamiento. Abajo, en la orilla del río, hay también muchísima piedra traída de la cantera. Los materiales no escasean.

—Y la ciudad está llena de constructores —añadió Philip.

Jack asintió.

—Los monjes pueden ocuparse de la organización, los constructores del trabajo especializado y, como jornaleros, disponemos de toda la población de la ciudad. —Sus pensamientos se precipitaban vertiginosos—. La muralla habrá de extenderse a todo lo largo de esta orilla del río. Desmantelaremos el puente. Luego, habremos de hacer subir el muro colina arriba a todo lo largo del barrio pobre hasta que llegue a unirse al muro este del priorato… por fuera hacia el Norte y luego colina abajo, hasta llegar de nuevo a la orilla del río. No sé si habrá bastante piedra para todo eso.

—No es preciso que sea de piedra para que resulte efectiva —dijo Richard—. Un sencillo foso con un terraplén de tierra construido con cieno extraído del foso hará el mismo efecto, especialmente en un lugar donde el enemigo ha de atacar cuesta arriba.

—Pero en piedra aún será mejor —insistió Jack.

—Sí que sería mejor, aunque no esencial. El objeto de una muralla es el de retrasar todo lo posible al enemigo mientras se encuentra en posición peligrosa y permitir al defensor bombardearle debidamente protegido.

—¿Bombardearle? —preguntó Aliena—. ¿Con qué?

—Piedras, aceite hirviendo, flechas… En la mayoría de los hogares de la ciudad hay un arco.

—Así que, después de todo, tendremos que acabar peleando —dijo Aliena estremeciéndose.

—Pero no cuerpo a cuerpo. No del todo.

Jack se sentía atormentado. Lo más seguro era que todos se refugiaran en el bosque con la esperanza de que William quedara satisfecho con el incendio de la ciudad. Pero incluso entonces corrían el riesgo de que él y sus hombres fueran en persecución de la gente. ¿Sería mayor el peligro si se quedaran allí detrás de una muralla? Si algo fuera mal y William y sus huestes encontraran una manera de romper el muro, la carnicería sería aterradora. Jack miró a Tommy y a Aliena y pensó en el nuevo ser que crecía en las entrañas de esta.

—Hay una solución intermedia —dijo—. Podríamos evacuar a las mujeres y los niños y quedarnos los hombres a defender las murallas.

—No, gracias —respondió Aliena con tono firme—. Eso sería lo peor del mundo. No tendríamos murallas y tampoco hombres que lucharan por nosotras.

Jack comprendió que llevaba razón. Las murallas de nada servirían sin gente que las defendiera y no se podía dejar en el bosque, indefensas, a las mujeres y a los niños. Era posible que William dejara tranquila la ciudad y se encarnizara con las mujeres.

—Tú eres el constructor, Jack —dijo Philip—. ¿Podemos levantar una muralla en un día?

—Nunca he construido una muralla —respondió Jack—. Naturalmente no se puede ni hablar de dibujo de planos. Habremos de asignar en cada sección a un artesano y que actúe según su mejor criterio. La argamasa apenas se habrá secado para el domingo por la mañana. Será la muralla peor construida de Inglaterra. Pero, sí, podemos hacerla.

Philip se volvió hacia Richard.

—Tú has presenciado batallas. ¿Podremos contener a William si levantamos una muralla?

—Desde luego —repuso Richard—. Vendrá preparado para una incursión relámpago, no para un asedio. Si se encuentra con una ciudad fortificada no habrá nada que pueda hacer.

Finalmente Philip miró a Aliena.

—Tú eres una de las personas vulnerables, con un hijo al que proteger. ¿Qué piensas? ¿Deberíamos huir al bosque y esperar que William no venga detrás de nosotros o quedarnos y construir una muralla para evitar que entre?

Jack contuvo el aliento.

—No es una cuestión de seguridad —contestó Aliena al cabo de una pausa—. Vos, Philip, habéis dedicado vuestra vida a este priorato. Para ti, Jack, la catedral es tu sueño. Si huimos perderéis todo por cuanto habéis vivido. En lo que a mí se refiere… Tengo una razón especial para querer que sea dominado el poder de William Hamleigh. Yo digo que nos quedemos.

—Muy bien —decidió Philip—. Construiremos una muralla.

Al caer la noche, Jack, Richard y Philip recorrieron los límites de la ciudad con linternas para decidir por dónde habría de ir la muralla.

La ciudad se levantaba sobre una colina baja, serpeando el río por ambos lados de ella. Las riberas eran demasiado blandas para soportar una muralla de piedra sin unos buenos cimientos, de manera que Jack propuso construir allí una cerca de madera. Ello satisfizo plenamente a Richard. El enemigo no podía atacar la cerca salvo desde el río, lo que era casi imposible.

En los otros dos lados, algunos trozos de muralla serían simplemente terraplenes de tierra con un foso. Richard declaró que ello resultaría efectivo allí donde hubiera pendiente y el enemigo se viera obligado a atacar colina arriba. Sin embargo, donde el suelo estaba nivelado, la muralla habría de ser de piedra. Jack recorrió luego la aldea, reuniendo a sus constructores. Los sacó de sus casas, y a algunos de sus camas, y se los llevó a la cervecería. Les expuso la situación y les explicó la manera en que la ciudad iba a solventarla. Luego, acompañado por ellos, recorrió los límites de la ciudad asignando a cada hombre un sector de la muralla. La construida en madera a los carpinteros, la de piedra a los albañiles y los terraplenes a los aprendices y jornaleros. Pidió a cada uno de aquellos hombres que dejaran marcada su sección con estacas y cordel antes de irse a la cama y que reflexionaran antes de dormirse en cómo la iban a construir. Pronto quedó marcado el perímetro de la ciudad por una línea de puntos de luces parpadeantes, al ir señalizando los artesanos su zona al resplandor de las linternas. El herrero encendió su fuego y se dispuso a pasar el resto de la noche haciendo azadas. Aquella desusada actividad, después de oscurecido, perturbó los rituales del sueño de muchos de los ciudadanos, y los artesanos pasaron mucho tiempo explicando lo que estaban haciendo a preguntones adormilados.

Sólo los monjes, que se habían ido a la cama al caer la tarde, durmieron en la más bienaventurada ignorancia. Pero a media noche, cuando los artesanos terminaban ya con sus preparativos y la mayoría de los ciudadanos se habían retirado, aunque sólo fuera para hablar de las noticias con excitados murmullos debajo de las sábanas, se despertó a los monjes. Los oficios fueron breves y se les dio pan y cerveza en el refectorio mientras Philip les ponía al corriente de lo que sucedía. Al día siguiente, habían de ser los organizadores. Se les dividió en equipos. Cada uno de ellos trabajaría para un constructor. Recibirían órdenes de él y vigilarían las operaciones de excavación, extracción, recogida y transporte. Philip hizo resaltar que su principal objetivo era el de asegurarse de que el constructor tuviera en todo momento el necesario suministro de cuantos materiales necesitara, piedras, argamasa, madera y herramientas.

Mientras Philip hablaba, Jack se estaba preguntando qué estaría haciendo William Hamleigh. Earlcastle se hallaba a una dura jornada de Kingsbridge. Pero William no intentaría hacerla en un día, ya que, en tal caso, su ejército llegaría exhausto. Se pondrían en marcha esa mañana a la salida del sol. No cabalgarían todos juntos sino separados y disimulando sus armas y armaduras durante el viaje para evitar que cundiera la alarma. Por la tarde, se reunirían con discreción en alguna parte, a una o dos horas de Kingsbridge, probablemente en la hacienda de alguno de los principales arrendatarios de William. Por la noche beberían cerveza, afilarían sus armas y se contarían unos a otros historias espeluznantes de triunfos anteriores, jóvenes mutilados, ancianos pateados bajo los cascos de los caballos de guerra, muchachas violadas y mujeres sodomizadas, niños degollados y bebés ensartados con las puntas de las espadas mientras que sus madres chillaban angustiadas. Y luego, a la mañana siguiente atacarían. Jack se estremeció de horror. Pero esta vez vamos a detenerlos, se dijo.

A pesar de todo, tenía miedo.

Cada equipo de monjes localizó su propio trecho de muro y su fuente de materiales. Después, con los primeros albores en el horizonte oriental, se dirigieron al barrio que les estaba asignado; llamaban a las puertas y despertaban a sus moradores mientras la campana del monasterio tañía apremiante.

Al salir el sol, la operación ya estaba del todo en marcha. Los hombres y mujeres jóvenes trabajaban, mientras que los de más edad proporcionaban comida y bebida y los niños hacían encargos y llevaban mensajes. Jack recorría sin cesar el enclave, observando ansioso los progresos. Al que mezclaba la argamasa le aconsejó que utilizara menos cal viva, para que fraguara mejor. Vio a un carpintero haciendo la cerca con tablas de andamios y dijo a sus jornaleros que utilizaran madera cortada de un montón diferente. Se aseguró de que las distintas secciones de la muralla quedaran unidas entre sí con limpieza. Bromeaba, sonreía y alentaba a la gente.

El sol estaba ya alto en el claro cielo azul. Se preparaba un día caluroso. La cocina del priorato suministraba barriles de cerveza; pero Philip ordenó que la aclararan con agua, con lo que Jack estuvo de acuerdo porque, cuando la gente trabajaba duro, solían beber mucho con aquel tiempo y no quería correr el riesgo de que se quedaran dormidos.

A pesar del horroroso peligro que les amenazaba, había un incongruente ambiente de júbilo. Se sentían como en fiestas, cuando en la ciudad todos hacían algo juntos: cocer el pan en época de San Pedro Encadenado, el primero de agosto, o hacer flotar velas río abajo en la noche de San Juan. La gente parecía olvidar el peligro que era motivo de su actividad. Sin embargo, Philip observó que algunas personas abandonaban discretamente la ciudad. Tal vez pensaran probar suerte en el bosque; aunque lo más probable sería que tuvieran en aldeas cercanas parientes que los acogieran. Pero casi todos se quedaron.

A mediodía, Philip volvió a tocar la campana y el trabajo se suspendió para almorzar. Mientras los trabajadores comían, el prior, en compañía de Jack, realizó un recorrido por el muro. Pese a toda aquella actividad no parecía que hubiesen hecho mucho. Los muros de piedra sólo alcanzaban el nivel del suelo, los terraplenes de tierra no eran más que montículos bajos, y había grandes brechas en la cerca de madera.

—¿Lo acabaremos a tiempo? —preguntó Philip al finalizar la inspección.

Jack, que durante toda la mañana se había esforzado por parecer animado y optimista, en aquel momento se vio obligado a formular una opinión realista.

—Desde luego que no, si continuamos a este ritmo —contestó desalentado.

—¿Qué podemos hacer para acelerar las cosas?

—La manera habitual de construir más deprisa suele ser construir mal.

—Entonces construyamos mal. ¿Pero cómo?

Jack reflexionó un instante.

—Por el momento, tenemos albañiles levantando muros, carpinteros construyendo cercas, jornaleros haciendo terraplenes y a los ciudadanos llevando y trayendo materiales. Pero la mayoría de los carpinteros pueden construir un muro liso y también la mayoría de los jornaleros saben levantar una cerca. Además, podemos dejar que los habitantes de la ciudad caven el foso y arrojen la tierra a los terraplenes. Y tan pronto como la operación esté encaminada, los monjes más jóvenes pueden dar de lado la organización y empezar ellos mismos a trabajar.

—Muy bien.

Al terminar la gente de comer, se les transmitieron las nuevas órdenes. Jack se dijo que aquella no sólo iba a ser la muralla peor construida de Inglaterra, sino que probablemente también la de vida más corta. Sería un verdadero milagro si toda ella seguía en pie al cabo de una semana.

Al llegar la tarde, la gente empezaba a sentirse cansada, en especial aquellos que habían estado levantados toda la noche. Se desvaneció el ambiente festivo y los trabajadores se concentraron con ahínco en la dura tarea. Los muros de piedra fueron adquiriendo altura, el foso se hizo más profundo y las brechas en la cerca empezaron a cerrarse. Cuando el sol comenzaba a descender por la línea occidental del horizonte, suspendieron el trabajo para cenar y luego empezaron de nuevo.

Al caer la noche, todavía no estaba terminada la muralla.

Philip estableció una vigilancia, ordenó a todo el mundo, salvo a los guardianes, que durmieran unas horas y dijo que tocaría la campana a media noche. Los agotados ciudadanos fueron a acostarse.

Jack se dirigió a casa de Aliena. Richard y ella estaban todavía despiertos.

—Quiero que vayas a ocultarte a los bosques con Tommy —dijo Jack a Aliena.

Aquella idea le había estado rondando todo el día. En un principio la rechazó; pero, a medida que pasaba el tiempo, seguía volviendo a su mente el espantoso recuerdo del día en que William prendiera fuego a la feria del vellón, y finalmente decidió alejarla de allí.

—Prefiero quedarme —contestó ella con firmeza.

—No sé si esto resultará, Aliena, y no quiero que estés aquí si William Hamleigh logra atravesar la muralla.

—Pero no puedo irme cuando lo estás organizando de manera para que todos se queden y luchen —alegó tratando de razonar con él.

Pero a Jack había dejado de preocuparle lo que fuera o no razonable.

—Si te vas ahora no se enterarán.

—Al final se darán cuenta.

—Para entonces todo habrá terminado.

—Piensa en el baldón.

—¡Al diablo con el baldón! —gritó, fuera de sí al no ser capaz de encontrar las palabras que lograran convencerla—. ¡Lo que quiero es que estés a salvo!

Su tono iracundo despertó a Tommy que rompió a llorar. Aliena lo cogió en brazos y empezó a mecerlo.

—Ni siquiera estoy segura de que me encuentre a salvo en el bosque —dijo.

—William no buscará en el bosque. Lo que le interesa es la ciudad.

—Quizás esté interesado en mí.

—Puedes ocultarte en tu cañada. Allí nunca va nadie.

—William puede encontrarla por casualidad.

—Escúchame. Estarás más segura que aquí. Lo sé bien.

—De todas maneras quiero quedarme.

—Y yo no quiero que te quedes —respondió Jack con dureza.

—Bien, pues a pesar de todo me quedo —afirmó Aliena con una sonrisa, haciendo caso omiso de su deliberada rudeza.

Jack contuvo una maldición. No había forma de discutir con ella una vez que había decidido algo. Era más tozuda que una mula.

Cambiando de táctica empezó a suplicarle.

—Estoy asustado, Aliena, por lo que pueda ocurrir mañana.

—Yo también lo estoy —confesó ella—. Y creo que debemos de estarlo juntos.

Jack sabía que debería ceder de buen grado, pero estaba demasiado preocupado.

—¡Maldita sea! —exclamó furioso.

Y salió airado de la casa.

Permaneció en pie afuera, aspirando el aire de la noche. Al cabo de unos momentos recobró la serenidad. Seguía estando preocupadísimo; pero era estúpido enfadarse con ella. Ambos podían morir a la mañana siguiente.

Entró de nuevo en la vivienda. Aliena seguía en pie donde la había dejado. Se la veía triste.

—Te quiero —dijo Jack.

Se abrazaron y permanecieron así durante largo rato.

Cuando volvió a salir, la luna estaba alta. Procuró calmarse con la idea de que tal vez Aliena tuviera razón, que iba a estar más segura allí que en los bosques. Al menos así podría saber si se encontraba en dificultades y hacer cuanto estuviera a su alcance para protegerla.

Sabía que aunque se fuera a la cama no podría dormir. Tenía el estúpido temor de que todos se quedaran dormidos pasada la medianoche y que nadie se despertara hasta la madrugada, con la llegada de los hombres de William pasando a la gente a cuchillo e incendiándolo todo. Caminó sin parar alrededor de la ciudad. Era extraño. Hasta ese momento Kingsbridge nunca había tenido perímetro. Los muros de piedra llegaban a la cintura, lo que no era suficiente. Las cercas eran altas pero todavía tenían brechas que un centenar de hombres podrían atravesar a caballo en cuestión de minutos. Los terraplenes de tierra no eran lo suficientemente altos para impedir que un buen caballo los superara. Todavía quedaba mucho por hacer.

Se detuvo en el lugar donde estuvo el puente. Lo habían desmontado por piezas y almacenado estas en el priorato. Miró más allá del agua iluminada por la luna. Vio acercarse una figura borrosa a lo largo de la cerca de madera y sintió un estremecimiento de aprensión supersticiosa. Pero no era otra persona que el prior Philip, tan imposibilitado de dormir como él.

En aquellos instantes, el resentimiento que Jack sentía contra Philip había sido superado por la amenaza de William, y el joven no se sentía antagónico frente al prior.

—Si sobrevivimos a esto, habremos de reconstruir la muralla palmo a palmo —dijo.

—Estoy de acuerdo —respondió Philip con fervor—. Hemos de encaminar nuestros esfuerzos a tener en un año una muralla de piedra en derredor de la ciudad.

—Justo aquí, donde el puente cruza el río, pondría una puerta y una barbacana, para mantener a la gente afuera sin necesidad de desmontar el puente.

—La organización de la defensa de una ciudad no es una cosa en la que los monjes seamos duchos.

Jack asintió. Se suponía que no debían participar en tipo alguno de violencia.

—Pero si vos no lo organizáis, ¿quién lo hará?

—¿Qué me dices de Richard, el hermano de Aliena?

A Jack le sobresaltó la idea; pero tras un momento de reflexión comprendió que era muy inteligente.

—Le vendría como anillo al dedo. Lo mantendría apartado de la ociosidad y además yo no habría de mantenerlo durante más tiempo —reconoció entusiasmado, y miró a Philip con reticente admiración—. Jamás os detenéis, ¿verdad?

Philip se encogió de hombros.

—Quisiera que todos nuestros problemas se resolvieran con la misma facilidad.

Jack volvió a referirse al muro.

—Supongo que ahora Kingsbridge será una ciudad fortificada por siempre jamás.

—No por siempre, pero sí hasta que Jesús venga de nuevo.

—Nunca se sabe —respondió Jack—. Puede llegar día en que salvajes como William Hamleigh no estén en el poder, que las leyes protejan a la gente corriente en lugar de esclavizarla, y que el rey imponga la paz en lugar de la guerra. Pensad en ello. Un día en que en Inglaterra, las ciudades no necesiten murallas.

Philip movió la cabeza.

—¡Qué imaginación! —dijo—. No ocurrirá hasta el día del Juicio Final.

—Supongo que no.

—Debe ser casi medianoche. Hora de volver a empezar.

—Philip, antes de que os vayáis.

—Dime.

Jack aspiró hondo.

—Todavía estamos a tiempo de cambiar los planes. Podemos evacuar ahora la ciudad.

—¿Tienes miedo, Jack? —preguntó Philip aunque sin ánimo de molestar.

—Sí. Pero no por mí. Por mi familia.

El prior hizo un ademán de asentimiento.

—Míralo de esta manera. Si ahora os vais, puede ser que estéis a salvo mañana. Pero William volverá cualquier otro día. Si ahora le dejamos salirse con la suya, siempre viviremos atemorizados. Tú, yo, Aliena y también el pequeño Tommy. Crecerá con el temor a William o a otro como él.

Tiene razón, se dijo Jack. Si los niños como Tommy han de crecer libres, sus padres tienen que dejar de huir de William.

Jack suspiró.

—Muy bien.

Philip se fue a hacer sonar la campana. Jack se dijo que era un gobernante que mantenía la paz, impartía justicia y no oprimía bajo su férula a la gente pobre. Pero, en realidad, ¿hay que ser célibe para hacer todo eso?

La campana empezó a tañer. Las lámparas se encendieron en las casas cerradas. Y los artesanos salieron a trompicones, restregándose los ojos y bostezando. Empezaron a trabajar con lentitud y hubo intercambios malhumorados con los jornaleros. Pero Philip tenía en marcha el horno del priorato y pronto hubo pan caliente y mantequilla fresca con lo cual se levantaron los ánimos.

De amanecida, Jack hizo otro recorrido con Philip. Ambos avizoraron ansiosos el horizonte, a fin de descubrir algún indicio de jinetes. Estaba casi terminada la cerca a orillas del río, con todos los carpinteros trabajando juntos para cubrir las últimas yardas. En los otros dos lados, los terraplenes de tierra alcanzaban ya la altura de un hombre y, en el exterior, la profundidad del foso la superaba en tres o cuatro pies. Un asaltante podría trepar con dificultad pero habría de desmontar de su caballo. La muralla había alcanzado también la altura de una persona; pero las tres o cuatro últimas hiladas de piedra adolecían de flojedad, ya que la argamasa no había llegado a fraguar. Sin embargo, el enemigo no se enteraría de ello hasta que intentara escalar la muralla; podía llegar incluso a desconcertarles.

Aparte de aquellas pocas brechas en la cerca de madera, el trabajo estaba terminado y Philip dio nuevas órdenes. Los hombres de más edad y los niños irían al monasterio y se refugiarían en el dormitorio.

Jack se sintió complacido. Aliena tendría que quedarse con Tommy y los dos estarían bien detrás de la primera línea. Los artesanos tenían que seguir con la construcción, pero algunos de sus jornaleros se convertirían en escuadrones militares bajo el liderazgo de Richard.

Cada grupo tendría a su responsabilidad la sección de muralla que hubiera construido. Aquellos ciudadanos, hombres y mujeres que poseyeran arcos, habían de estar preparados en los muros para lanzar flechas contra los agresores. Quienes no dispusieran de armas, lanzarían piedras y habrían de tener grandes montones de ellas preparados. Agua hirviendo era otra arma útil, y los calderos se mantenían calientes y dispuestos a ser arrojados sobre los atacantes desde puntos estratégicos. Varios ciudadanos eran dueños de espadas; pero estas eran armas menos útiles. Si se llegaba a la lucha cuerpo a cuerpo, sería señal de que el enemigo había entrado y entonces la construcción de la muralla habría sido en vano.

Jack se había mantenido despierto durante ocho horas seguidas.

Le dolía la cabeza y tenía los ojos nublados. Se sentó sobre el tejado de barda de una casa cercana al río y miró a través de los campos mientras los carpinteros se apresuraban a terminar la cerca. De repente, pensó que era posible que los hombres de William dispararan flechas encendidas por encima de la muralla en un intento de prender fuego a la ciudad sin saltar el muro. Con ademán cansino se levantó del tejado y subió por la colina hasta el recinto del priorato. Allí descubrió que a Richard se le había ocurrido la misma idea y ya había hecho que algunos de los monjes prepararan barriles de agua, así como baldes en puntos estratégicos alrededor de los límites exteriores de la ciudad.

Estaba a punto de abandonar el priorato cuando oyó lo que parecían voces de alarma.

Con el corazón palpitante trepó como pudo al tejado de la cuadra y miró hacia el oeste. En el camino que conducía hasta el puente, a una milla más o menos, una nube de polvo revelaba el acercamiento de un grupo numeroso de jinetes. Hasta ese momento, todo había tenido un elemento de irrealidad. Pero en aquellos instantes los hombres dispuestos a incendiar Kingsbridge estaban ya allí, cabalgando por el camino y, de súbito, el peligro era espantosamente real.

Jack sintió una necesidad apremiante de ver a Aliena, pero no había tiempo. Saltó del tejado y corrió colina abajo hasta la orilla del río. Había un grupo de hombres delante de la última brecha. Mientras Jack miraba, hincaron las estacas en el suelo, tapando el hueco y clavaron presurosos las dos últimas trabazones a la parte interior, acabando así el trabajo. La mayoría de los ciudadanos se encontraban allí, aparte de aquellos que habían buscado refugio en el refectorio.

Momentos después de haber llegado Jack, lo hizo Richard corriendo al tiempo que gritaba:

—¡No hay nadie al otro lado de la ciudad! ¡Puede haber un segundo grupo introduciéndose por detrás de nosotros! ¡Volved a vuestros puestos! ¡Rápido! —Mientras empezaban a alejarse, dijo a Jack entre dientes—: ¡No hay disciplina! ¡No hay ninguna disciplina!

Jack veía a través de los campos cómo se acercaba la nube de polvo y se hacían visibles las siluetas de los jinetes. Pensó que eran como abortos del infierno, consagrados de manera demencial a sembrar la muerte y la destrucción. Existían porque los condes y los reyes los necesitaban. Era posible que Philip fuera un redomado ignorante en cuestiones de amor y matrimonio; pero, al menos, había encontrado la manera de gobernar una comunidad sin tener que recurrir a la ayuda de semejantes salvajes.

Era una extraña ocasión para tales reflexiones. ¿Sería en eso en lo que los hombres pensaban cuando estaban a punto de morir?

Los jinetes se acercaban. Eran más de los cincuenta que Richard había previsto. Jack calculó que sumarían casi un centenar. Se dirigieron al lugar donde había estado el puente y entonces fue cuando empezaron a reducir la marcha. Jack sintió levantársele el ánimo al verles detenerse en seco y frenar a sus caballos en la pradera del otro lado del río. Mientras miraban a través del agua la muralla de la ciudad recién levantada, alguien cerca de Jack rompió a reír. Otro más le hizo eco y, al cabo de un instante, las risas se propagaron como un fuego, de manera que pronto hubo cincuenta, cien, doscientos hombres y mujeres que se reían como locos de los desconcertados hombres de armas inmovilizados en la ribera sin nadie contra quien luchar.

Varios jinetes desmontaron y se lanzaron en tropel. Atisbando a través de la leve brumal matinal, Jack creyó haber visto el pelo amarillo y la cara roja de William Hamleigh en el centro del grupo; pero no estaba seguro.

Al cabo de un rato montaron de nuevo sus caballos, se reagruparon y volvieron grupas. Las gentes de Kingsbridge lanzaron un potente grito de victoria. Pero Jack no creía que William hubiera desistido ya. No se volvían por el camino por el que habían llegado, sino que cabalgaban río arriba. Richard se acercó a Jack.

—Están buscando un vado. Cruzarán el río y atravesarán los bosques para llegar hasta nosotros desde el otro lado. Haz correr la voz —le dijo.

Jack dio vuelta rápidamente al muro e hizo saber las previsiones de Richard. Al norte y al este, la muralla era de tierra o de piedra.

Pero no había río en medio. Por aquel lado la muralla se unía al muro este del recinto del priorato, tan sólo a unos pasos del refectorio donde habían buscado refugio Aliena y Tommy. Richard dejó situados a Oswald, el chalán, y a Dick Richards, el hijo del curtidor, en el tejado de la enfermería con sus arcos y flechas. Eran los mejores tiradores de la ciudad. Jack se dirigió a la esquina noreste y permaneció en pie en el terraplén de tierra observando a través del campo los bosques. De ellos surgirían, con toda seguridad, los hombres de William.

El sol estaba alto en el cielo. Era otro de aquellos días calurosos y sin una sola nube. Los monjes fueron dando la vuelta a las murallas con pan y cerveza. Jack se preguntaba hasta qué distancia río arriba iría William. A una milla de allí, había un lugar por donde un buen caballo podía cruzar a nado; pero a un forastero aquello le parecería arriesgado y seguramente William seguiría un par de millas más donde hallaría un vado poco profundo.

Jack se preguntaba cómo se sentiría Aliena. Ansiaba ir al refectorio para verla; pero, por otra parte, era reacio a abandonar la muralla; ya que, si él lo hacía, otros seguirían su ejemplo y la muralla quedaría indefensa.

Mientras se esforzaba por resistir a la tentación, se oyó un grito y los jinetes reaparecieron.

Emergieron de los bosques por el este, de tal manera que el sol daba en los ojos a Jack al mirar en dirección a ellos. Sin duda lo habían hecho adrede. Al cabo de un momento, se dio cuenta de que no se estaban acercando sino cargando. Debieron de haber frenado ocultos en los bosques, y estudiado el terreno planeando seguidamente la acometida. Jack se quedó petrificado por el miedo. No pensaban echar un vistazo a la muralla y luego irse. Iban a tratar de saltarla. Los caballos atravesaban el campo al galope. Uno o dos ciudadanos dispararon flechas. Richard, que se encontraba en pie cerca de Jack, gritó furioso:

—¡Demasiado pronto! ¡Demasiado pronto! ¡Esperad hasta que lleguen al badén…! ¡Entonces no podréis fallar!

Pocos le oyeron y una ligera andanada de flechas inútiles cayó al suelo sobre los verdes pimpollos de cebada. Como fuerzas militares somos un desastre, pensó Jack. Tan sólo la muralla puede salvarnos.

En una mano tenía una piedra y en la otra una honda como la que utilizaba de muchacho cuando mataba patos para comer. Se preguntaba si su disparo seguiría siendo certero. Se apercibió de que estaba apretando sus armas con toda la fuerza de que era capaz, y se forzó a relajar sus músculos. Las piedras resultaban efectivas contra los patos, pero daban la impresión de que serían ineficaces contra hombres con armaduras montando grandes caballos y que se acercaban a pasos agigantados. Tragó con dificultad. Vio que algunos de los enemigos llevaban arcos y flechas encendidas. Un instante después vio que los hombres con los arcos se dirigían hacia las murallas de piedra en tanto que los otros lo hacían en dirección a los terraplenes de tierra. Ello significaba que William había decidido no atacar la muralla de piedra. No se había enterado de que la argamasa estaba tan fresca que hubiera podido derribar el muro sólo con empujarlo con una mano. Le habían engañado. Jack disfrutó de aquel breve momento de triunfo.

Los atacantes estaban ya frente a los muros.

Las gentes de la ciudad empezaron a disparar a lo loco y una lluvia de apresuradas flechas cayó sobre los jinetes. Pese a su mala puntería no dejaron de producir algunas víctimas. Los caballos alcanzaron el vado. Algunos hicieron un renuncio y otros cargaron mojándose y subiendo por el otro lado. Justo frente a la posición que ocupaba Jack un hombre inmenso, con una baqueteada cota de malla, hizo saltar a su caballo a través del vado de tal manera que alcanzó la parte baja de la pendiente del terraplén y se disponía a subirla. Jack cargó su honda y la disparó. Su puntería seguía siendo tan buena como siempre. La piedra dio de lleno en el hocico del caballo, el cual lanzó un relincho de dolor, se levantó de manos y luego dio media vuelta. Se alejó cojeando. Pero su jinete había descabalgado, y sacó la espada.

La mayoría de los caballos dieron media vuelta, bien por propia iniciativa, bien porque les habían obligado sus jinetes. Pero varios hombres atacaban a pie y otros volvían de nuevo dispuestos a otra carga. Mirando por encima del hombro, Jack vio que algunos tejados de barda estaban ardiendo, pese a los esfuerzos de las apagadoras ocasionales, las mujeres jóvenes de la ciudad, por extinguir las llamas. Jack tuvo la aterradora sospecha de que la defensa no iba a dar resultado. Que, pese al esfuerzo heroico de las últimas treinta y seis horas, aquellos bárbaros atravesarían la muralla, prenderían fuego a la ciudad y cometerían terribles desmanes con la gente. Le aterraba la perspectiva de una lucha cuerpo a cuerpo. Jamás le habían enseñado a luchar; nunca manejó una espada. Ni siquiera la tenía. Su única experiencia de lucha fue cuando Alfred le venció. Se sentía desvalido.

Los jinetes cargaron de nuevo. Los atacantes que habían perdido sus monturas subían a pie por los terraplenes. Sobre ellos caían sin cesar piedras y flechas. Jack utilizaba su honda de manera sistemática, cargaba y disparaba, cargaba y disparaba como una máquina.

Varios asaltantes cayeron bajo aquel derroche de proyectiles. Frente a Jack un jinete se fue al suelo y perdió el yelmo, dejando al descubierto una cabeza de pelo amarillo. Era el propio William.

Ningún caballo alcanzó el terraplén de tierra, pero sí lo hicieron algunos hombres a pie y, ante el horror de Jack, los ciudadanos se vieron obligados a la lucha cuerpo a cuerpo con ellos, oponiendo a las espadas y lanzas de los atacantes sus estacas y hachas. Algunos de los enemigos llegaron hasta arriba y Jack vio caer cerca de él a tres o cuatro vecinos de la ciudad. Le embargó el espanto. Sus gentes estaban perdiendo la batalla.

Pero ocho o diez vecinos rodearon a cada uno de los agresores que lograron atravesar la muralla, golpeándoles con estacas y propinándoles hachazos inmisericordes. Aun cuando varios ciudadanos resultaron heridos, todos los atacantes fueron muertos rápidamente.

Y entonces los ciudadanos empezaron a hacer retroceder a los otros pendiente abajo de los terraplenes. La carga resultó un fracaso. Aquellos guerreros que seguían montados en sus cabalgaduras iban de un lado a otro inseguros, mientras en los terraplenes seguían librándose algunas refriegas sueltas. Jack descansó por un momento, jadeante, agradecido a aquella tregua, esperando temeroso el siguiente movimiento del enemigo.

William levantó su espada al aire y gritó para llamar la atención de sus hombres. Trazó un círculo con la hoja de su arma para que se reunieran, y luego señaló hacia las murallas. Los agresores se reagruparon y se prepararon a cargar de nuevo contra las murallas.

Jack vio su oportunidad.

Cogió una piedra, la colocó en la honda y apuntó con sumo cuidado a William.

La piedra voló por los aires tan recta como una hilada de albañil, golpeando a William en plena frente con tal fuerza que Jack pudo oír el impacto que produjo contra el hueso.

William se desplomó.

Sus huestes vacilaron inseguras y la carga resultó fallida.

Un hombre grande y moreno saltó de su caballo y acudió junto a William. Jack creyó reconocer a Walter, el escudero de William que siempre cabalgaba con él. Sin soltar las riendas, se arrodilló junto al cuerpo postrado de William. Por un instante Jack pensó que este pudiera haber muerto. Luego, se movió y Walter le ayudó a incorporarse. William parecía obnubilado. Los dos grupos de combatientes le observaban. La lluvia de piedras y flechas cesó un momento. Con aire todavía inseguro, William montó el caballo de Walter ayudado por este, que a su vez montó detrás de él. Hubo un rato de vacilación, mientras todos se preguntaban si William estaría en condiciones de seguir adelante. Walter agitó su espada en círculo, indicando así que se reunieran y, a continuación, ante un alivio indecible, apuntó hacia los bosques.

Walter espoleó al caballo e iniciaron la marcha. Otros jinetes les siguieron. Los que todavía peleaban en los terraplenes renunciaron a la lucha, retrocedieron y corrieron a través del campo a la zaga de su jefe.

Les siguieron algunas piedras y flechas por encima de la cebada.

Los ciudadanos lanzaron vítores.

Jack miró en derredor suyo y se sintió confuso. ¿Había terminado todo? Apenas podía creerlo. Los fuegos iban extinguiéndose, pues las mujeres habían sido capaces de contenerlos. Los hombres danzaban en los terraplenes abrazándose gozosos. Richard se acercó a Jack y le dio unas palmadas en la espalda.

—Ha sido tu muralla la que lo ha logrado, Jack —le dijo—. Tu muralla.

Los vecinos de la ciudad y los monjes se agolparon alrededor de ambos. Todos querían felicitar a Jack, y también se felicitaban a sí mismos.

—¿Se han ido de veras? —preguntó Jack.

—Desde luego —le contestó Richard—. No volverán ahora que han descubierto que estamos decididos a defender las murallas. William sabe que no se puede tomar una ciudad amurallada cuando la gente ha resuelto oponer resistencia. Al menos no se puede sin disponer de un gran ejército y prepararse para un asedio de seis meses.

—Así que todo ha terminado —concluyó aturdido.

Aliena se le acercó abriéndose camino entre la gente con Tommy en brazos. Jack la abrazó emocionado. Estaban vivos y juntos y por ello se sentía feliz.

De repente acusó los efectos de dos días sin dormir y le apeteció tumbarse. Pero no fue posible. Dos jóvenes albañiles lo agarraron y lo subieron en hombros. Sonaron vítores. Los muchachos se pusieron en marcha y la multitud marchó tras ellos. Jack quería decirles que no era él quien los había salvado, sino ellos mismos. Pero sabía que no iban a escuchar. Querían un héroe. A medida que corrían las noticias y que toda la ciudad se daba cuenta de que habían ganado, los vítores se hicieron estruendosos. Jack se dijo que, durante años, habían estado viviendo bajo la amenaza de William; pero que ese día habían ganado su libertad. Lo llevaron por toda la ciudad en procesión triunfal, saludando y sonriendo; pero ansioso de que llegara el momento en que pudiera reposar la cabeza, cerrar los ojos y entregarse a un apacible sueño.

3

La Feria del vellón de Shiring era más grande y mejor que nunca.

La plaza ante la iglesia parroquial, donde se celebraban mercados y ejecuciones, y también la feria anual, estaba atestada de puestos y de gente. La mercancía principal era la lana; pero podían verse asimismo, todos los demás artículos que era posible comprar y vender en Inglaterra. Brillantes espadas nuevas, sillas con motivos decorativos grabados, cochinillos cebados, botas rojas, bizcochos de jengibre y sombreros de paja. Mientras William recorría la plaza acompañado del obispo Waleran, calculaba que el mercado iba a proporcionarle más dinero que nunca. Sin embargo, en esa ocasión, no sentía placer alguno.

Todavía no había logrado sobreponerse a la humillación de su derrota en Kingsbridge. Había pensado lanzarse a la carga sin que le opusieran resistencia y prender fuego a la ciudad. Por el contrario, perdió hombres y caballos y tuvo que retirarse sin haber logrado nada. Y lo peor de todo era que sabía que la construcción de la muralla había sido organizada por Jack Jackson, el amante de Aliena, precisamente el hombre al que se proponía matar.

Había fracasado en su intento; aunque seguía decidido a tomar venganza. Waleran también estaba pensando en Kingsbridge.

—Todavía no sé cómo pudieron construir la muralla con tanta rapidez —dijo.

—Probablemente no tendría mucho de muralla —opinó William.

Waleran hizo un ademán de asentimiento.

—Pero estoy seguro de que el prior Philip estará ya muy ocupado mejorándola. Si yo fuera él, haría la muralla más fuerte y más alta, construiría una barbacana y apostaría un centinela de noche. Tus días de incursiones a Kingsbridge han terminado.

William lo reconoció para sus adentros pero simuló no estar de acuerdo.

—Todavía puedo poner sitio a la ciudad.

—Eso ya es una cuestión diferente. Es posible que el rey deje pasar una incursión rápida. Pero un asedio prolongado durante el cual los ciudadanos pueden enviarle un mensaje suplicando que los proteja… podría resultar embarazoso.

—Stephen no actuaría en contra mía —aseguró William—. Me necesita.

Sin embargo no las tenía todas consigo. Al final aceptaría el punto de vista del obispo; pero quería que Waleran se lo ganara a pulso para contraer así una pequeña deuda con él. Luego, haría la petición que le obsesionaba.

Ante ellos surgió una mujer flaca y fea que empujaba delante de sí a una bonita chiquilla de unos trece años, con toda probabilidad hija suya. La madre apartó la pechera del deleznable vestido de la niña para mostrarle sus senos pequeños y todavía sin desarrollar.

—Sesenta peniques —silbó entre dientes.

William sintió que empezaba a excitarse; pero movió negativamente la cabeza y pasó de largo.

La niña prostituta le hizo pensar en Aliena. Cuando la desfloró apenas era una adolescente. Había pasado casi una década pero seguía sin poder olvidarla. Tal vez ya nunca podría tenerla para sí; pero podía impedir que la tuviera otro.

Waleran estaba pensativo. Apenas parecía ver a dónde iba. La gente se apartaba de su camino como si temieran que les rozaran siquiera los faldones de su ropaje negro.

—¿Te has enterado de que el rey tomó Faringdon? —preguntó al cabo de un momento.

—Yo estaba allí.

Había sido la victoria más decisiva de toda la larga guerra civil.

Stephen había capturado a centenares de caballeros y se había adueñado de un gran arsenal. También había obligado a Robert de Gloucester a retirarse al oeste del país. Tan crucial había sido la victoria, que Ranulf de Chester, el viejo enemigo de Stephen en el norte, había depuesto las armas y jurado lealtad al rey.

—Ahora que Stephen está más afirmado, no se mostrará tan tolerante con aquellos barones suyos que libren sus propias guerras —opinó Waleran.

—Es posible —admitió William.

Se preguntaba si era el momento oportuno para mostrarse de acuerdo con Waleran y hacer su petición. Vaciló porque se sentía incómodo. Al hacer aquella petición iba a revelar algo de su alma y aborrecía hacerlo ante un hombre tan despiadado como el obispo Waleran.

—Deberías dejar tranquila a la ciudad de Kingsbridge, al menos por un tiempo —siguió diciendo Waleran—. Tienes la Feria del vellón, sigues teniendo un mercado semanal, aunque algo más pequeño de lo que fue antes. Tienes el negocio de la lana. Y también toda la tierra más fértil del Condado, ya sea directamente bajo tu control o cultivada por tus arrendatarios. Mi situación es también mejor de lo que solía ser. He mejorado mi propiedad y racionalizado mis arrendamientos. He construido mi castillo. Cada vez es menos necesario luchar con el prior Philip…, en el preciso momento en que la situación se está poniendo políticamente peligrosa.

Por toda la plaza del mercado la gente hacía y vendía comida y el aire estaba invadido por los olores. Sopa de especias, pan recién horneado, manjares dulces, jamón cocido, bacón frito, tarta de manzanas. William sentía nauseas.

—Vayamos al castillo —propuso.

Los dos hombres abandonaron la plaza del mercado y caminaron colina arriba. El sheriff iba a darles de almorzar. William se detuvo ante la puerta del castillo.

—Tal vez tengáis razón respecto a Kingsbridge —convino.

—Me alegro de que lo comprendas.

—Pero aún tengo que vengarme de Jack Jackson y vos podéis proporcionarme la ocasión si queréis.

Waleran enarcó, elocuente, una ceja. Su expresión decía que le fascinaba escuchar, pero que no se consideraba en la obligación de hacerlo.

William se lanzó de cabeza.

—Aliena ha solicitado la anulación de su matrimonio.

—Sí, lo sé.

—¿Cuál creéis que será el resultado?

—A lo que parece el matrimonio nunca llegó a consumarse.

—¿Y sólo es preciso eso?

—Creo que sí. Según Graciano, un erudito a quien he estudiado mucho, lo que constituye un matrimonio es el consentimiento mutuo de las dos partes. Pero también mantiene que el acto de unión física «completa» o «perfecciona» el matrimonio. Y dice de manera específica que, si un hombre se casa con una mujer y no copula con ella, y luego se casa con una segunda con la que sí copula, el matrimonio valido es el segundo, es decir, el consumado.

Sin duda la fascinante Aliena había mencionado dicho extremo en su solicitud, si es que la han aconsejado bien, e imagino que lo había hecho el prior Philip. William estaba impaciente ante todas aquellas teorías.

—O sea que obtendrán la anulación.

—A menos que alguien esgrima el argumento contrario a Graciano. De hecho son dos, uno teológico y el otro práctico. El teológico alega que la definición de Graciano es denigrante para el matrimonio de José y María, ya que no fue consumado. El argumento práctico se refiere a aquellos matrimonios acordados por razones políticas o para unir dos fortunas, entre dos niños en edades en que físicamente son incapaces de consumar la unión. Si el novio o la novia llegaran a morir antes de la pubertad, de acuerdo con la definición de Graciano el matrimonio quedaría invalidado, lo que podría acarrear consecuencias muy embarazosas.

A William nunca le fue posible seguir las enrevesadas controversias clericales; pero tenía una idea bastante aproximada de cómo se solventaban.

—Lo que queréis decir es que lo mismo puede terminar de una manera que de otra.

—Sí.

—Y el resultado dependerá de quién ejerza una mayor presión.

—Sí. En este caso no hay nada que pueda influir sobre el resultado. No existen propiedades, no es cuestión de lealtad ni de alianza militar. Pero, si hubiera algo más en juego, y alguien, por ejemplo un arcediano, esgrimiera con fuerza el argumento contra Graciano, lo más probable sería que rechazaran la anulación. —Dirigió una mirada conocedora a William, quien se agitó incómodo—. Creo que puedo adivinar lo que ahora vas a pedirme.

—Quiero que os opongáis a la anulación.

Waleran entornó los ojos.

—No llego a entender si amas a esa infeliz mujer o la odias.

—Yo tampoco lo sé.

Aliena se encontraba sentada sobre la hierba, en la sombra verdeante debajo de la vigorosa haya. La cascada salpicaba a sus pies, sobre las rocas, gotitas semejantes a lágrimas. Era la cañada donde Jack le contaba todas aquellas historias. Allí era donde él le había dado aquel primer beso, de manera tan casual, y con tal rapidez que ella fingió que no había ocurrido nada. Allí era donde se había enamorado de él, negándose a admitirlo incluso a ella misma. Ahora deseaba de todo corazón habérsele entregado en aquel entonces, que se hubieran casado y tenido sus hijos. Ahora sería ya su mujer por mucho que intentaran impedirlo.

Se tumbó para descansar su espalda dolorida. Se hallaban en pleno verano. El aire era caliente y no se movía una brizna. Ese embarazo era muy pesado y todavía le quedaban por delante seis semanas. Se dijo si no iría a tener gemelos, aunque las patadas sólo las sentía en un lado y cuando Martha, la hermanastra de Jack había puesto el oído contra el vientre de Aliena, sólo había escuchado el latido de un corazón.

Aquel domingo por la tarde Martha se había quedado cuidando de Tommy a fin de que Aliena y Jack se encontraran en los bosques para estar solos un rato y hablar de su futuro. El arzobispo había rechazado la anulación, al parecer porque el obispo Waleran se había opuesto.

Philip dijo que podían volver a solicitarlo; pero que, entretanto, tenían que seguir viviendo separados. Estaba de acuerdo en que ello era injusto; no obstante, opinaba que debía ser la voluntad de Dios. A Aliena le parecía bastante mala voluntad.

La amargura de su pesar era un peso que llevaba consigo como su embarazo. A veces lo sentía de manera más consciente, mientras en otras ocasiones casi lo olvidaba. Pero siempre estaba allí. En algunos momentos, le hacía daño como un dolor habitual. Lamentaba haber hecho daño a Jack, lamentaba el que se hizo a sí misma, incluso lamentaba los sufrimientos del aborrecible Alfred, que ahora vivía de continuo en Shiring y jamás aparecía por Kingsbridge. Se casó con él con el único objeto de mantener a Richard en su intento por recuperar el Condado. Había fracasado en el logro de esa meta y habían contrariado su verdadero amor por Jack. Tenía ya veintiséis años, su vida había quedado arruinada. Todo por su propia culpa.

Recordó con nostalgia aquellos primeros días con Jack. Cuando lo conoció era un chiquillo, aunque, eso sí, fuera de lo corriente. Al crecer siguió pensando en él como en un muchacho. A eso se debió que la cogiera desprevenida. Había rechazado a todos los pretendientes; pero nunca pensó en que Jack fuera uno de ellos, y así había ido dejando que la conociera. Aliena se preguntaba por qué se habría resistido tanto a amar. Adoraba a Jack y no existía placer en su vida semejante al gozo de yacer con él. Sin embargo, hubo un tiempo en que cerró los ojos de manera deliberada a aquella maravillosa felicidad.

Cuando rememoraba el pasado, la vida antes de Jack le parecía vacía. Había trabajado frenéticamente para sacar adelante su negocio de lana. Pero, en la actualidad, aquellos días tan ocupados se le aparecían desprovistos de toda alegría, como un palacio vacío o una mesa servida con bandejas de plata y copas de oro aunque sin manjares.

Oyó pasos y se incorporó rápida. Era Jack. Estaba delgado y tenía buena apostura, como un gato escurridizo. Se sentó junto a ella y la besó suavemente en la boca. Olía a sudor y al polvo de la piedra.

—Hace tanto calor —le dijo—. Bañémonos en el río.

La tentación era irresistible.

Jack se quitó la ropa. Ella le observaba devorándolo con los ojos.

Hacía meses que no veía su cuerpo desnudo. En las piernas tenía mucho pelo rojo, pero nada en el pecho. Se quedó mirándola a la espera de que se desnudara. Aliena sentía timidez. Nunca la había visto cuando estuvo encinta. Deshizo lentamente el lazo del cuello de su vestido de lino y luego se lo sacó por la cabeza. Observó ansiosa la expresión de él, temiendo que aborreciera su cuerpo hinchado; pero Jack no mostró repugnancia alguna; bien al contrario, su mirada no expresaba más que cariño. Debería de haberlo sabido, se dijo. Debería de haber sabido que me querría igual.

Con un rápido movimiento, Jack se arrodilló en tierra junto a ella y besó la piel tensa de su abultado vientre. Aliena rio turbada. Jack le rozó el ombligo.

—El ombligo te sobresale —comentó.

—¡Sabía que ibas a decírmelo!

—Solía ser como un hoyuelo… ahora parece un pezón.

Aliena volvió a sentir timidez.

—Vamos a bañarnos —propuso—. En el agua se sentiría más a gusto.

El remanso junto a la cascada tenía tres pies de profundidad.

Aliena se sumergió en el agua. La sentía deliciosamente fresca sobre su piel ardorosa y se estremeció de deleite. Jack llegó junto a ella. No había espacio para nadar. El remanso sólo tenía unos pies de ancho. Jack puso la cabeza debajo de la cascada para quitarse del pelo el polvo de la piedra. Aliena se hallaba a gusto en el agua, que la aliviaba del peso de su embarazo. Hundió la cabeza para limpiarse el pelo.

Al emerger de nuevo para respirar, Jack la besó.

Aliena balbuceó y rio jadeante, quitándose el agua de los ojos.

Extendió los brazos para mantener el equilibrio y una de sus manos se cerró sobre un duro vástago que sobresalía erecto entre las piernas de Jack semejante al asta de una bandera. Jadeó por el placer.

—He echado de menos esto —le dijo Jack al oído.

Tenía la voz ronca por el deseo y por alguna otra emoción, tal vez tristeza.

Aliena notaba la garganta seca por ese mismo deseo.

—¿Vamos a romper nuestra promesa? —le preguntó.

—Ahora y por toda la eternidad.

—¿Qué quieres decir?

—No viviremos separados. Nos vamos de Kingsbridge.

—¿Y qué harás?

—Ir a una ciudad distinta y construir otra catedral.

—Pero no serás maestro. Y no será tu proyecto.

—Acaso algún día encuentre otra oportunidad. Soy joven.

Tal vez fuera posible, pero Aliena sabía que sería luchar contra corriente. Y Jack también lo sabía. Le conmovió hasta tal punto el sacrificio que quería hacer por ella que se le saltaron las lágrimas. Nadie la había amado así nunca y nadie más lo haría jamás. Pero no estaba dispuesta a que Jack renunciara a lo que más le gustaba hacer.

—No resultará —le dijo.

—¿Qué quieres decir?

—No voy a irme de Kingsbridge.

Jack se enfadó.

—¿Por qué no? En cualquier otro sitio podremos vivir como marido y mujer y a nadie le importará. Podemos incluso casarnos en una iglesia.

Aliena le acarició la cara.

—Te quiero demasiado para apartarte de la catedral de Kingsbridge.

—Eso lo he de decidir yo.

—Te quiero muchísimo, Jack, por tu ofrecimiento. El hecho de que estés dispuesto a renunciar al trabajo de tu vida para vivir conmigo es… Casi se me rompe el corazón al pensar cuánto debes amarme. Pero no quiero ser la mujer que te aparte del trabajo que tanto quieres. No estoy dispuesta a irme contigo de esa manera. Ensombrecería toda nuestra vida. Tú podrías perdonármelo, pero yo jamás lo haría.

La expresión de Jack era triste.

—Sé bien que cuando has tomado una decisión no hay nada que te haga cambiar. ¿Pero qué podemos hacer?

—Intentaremos otra vez la anulación. Viviremos separados.

Jack parecía desconsolado.

—Y vendremos aquí todos los domingos y romperemos nuestra promesa —terminó diciendo ella.

Jack se ciñó a ella y Aliena pudo sentir que Jack volvía a excitarse.

—¿Todos los domingos?

—Sí.

—Podrías quedarte encinta otra vez.

—Nos arriesgaremos. Y voy a empezar a fabricar tejidos como solía hacer. He vuelto a comprar a Philip la lana que no ha vendido y empezaré a organizar a la gente de la ciudad para que la hile y la teja. Luego, la abatanaré en el molino.

—¿Cómo has pagado a Philip? —preguntó Jack sorprendido.

—Todavía no lo he hecho. Le pagaré en balas de tela una vez que la haya confeccionado.

Jack asintió con la cabeza.

—Ha aceptado ese trato porque quiere que te quedes aquí y asegurarse así de que yo también me quede —comentó con amargura.

Aliena asintió.

—Pero aun así obtendrá con ella tela más barata.

—Condenado Philip. Siempre logra lo que quiere.

Aliena comprendió que había ganado.

—Te quiero —dijo besándole.

Él la besó a su vez, acariciándole todo el cuerpo, y deteniéndose anhelante en sus partes secretas.

—Pero necesito estar contigo todas las noches, no sólo los domingos —declaró dejando de acariciarla.

Aliena lo besó en la oreja.

—Un día lo estaremos —respondió con voz entrecortada—. Te lo prometo.

Jack se colocó detrás de ella, dejándose llevar por el agua, y la atrajo hacia sí de manera que sus piernas le quedaran debajo. Aliena separó los muslos y flotó suavemente quedando contra él, que le acarició los senos turgentes, jugueteando con sus inflamados pezones. Finalmente la penetró y ella se estremeció de placer.

Hicieron el amor en el fresco remanso, con lentitud y suavidad, acompañados por el ímpetu de la cascada. Jack rodeó con los brazos el vientre de Aliena, tocándola con sus hábiles manos entre las piernas, presionando y acariciando mientras entraba y salía. Nunca habían realizado antes nada semejante, no habían hecho el amor de esa manera en que podía acariciar al mismo tiempo todas sus partes más sensitivas. Y era muy diferente, un placer más intenso, tan diferente como el existente entre un dolor agudo y otro sordo. Pero acaso se debiera a que se sentía tristísimo. Al cabo de un rato, Aliena se abandonó a aquella sensación. Su intensidad aumentó con tal rapidez que el orgasmo la cogió por sorpresa, asustándola casi. Se sintió sacudida por espasmos de placer tan convulsos que la obligaron a gritar.

Jack permanecía dentro de ella, duro, insatisfecho, mientras Aliena contenía el aliento. Jack estaba quieto, ya sin empujar; pero Aliena se dio cuenta de que no había alcanzado el clímax. Al cabo de un rato empezó a moverse de nuevo, alentándolo; pero él no reaccionó. Aliena volvióse y lo besó por encima del hombro. En su cara el agua era cálida. Estaba llorando.