Capítulo Doce

1

Durante todo el invierno, Aliena estuvo enferma.

Apenas dormía ninguna noche, envuelta en su capa, sobre el suelo, a los pies de la cama de Alfred y, por el día, se sentía embargada por una insuperable lasitud. A menudo tenía náuseas, por lo que comía muy poco, pese a lo cual parecía que ganaba peso. Estaba segura de que había ensanchado de pecho y caderas, y también de cintura.

A ella correspondía llevar la casa de Alfred, a pesar de que, en realidad, era Martha quien hacía la mayor parte del trabajo. Los tres formaban una lamentable familia. A Martha nunca le gustó su hermano, al cual Aliena aborrecía ya cordialmente, por lo que no era de extrañar que Alfred pasara el mayor tiempo posible fuera de la casa, trabajando durante el día y metido en la cervecería cada noche. Martha y Aliena compraban la comida y la guisaban sin entusiasmo alguno y las veladas las pasaban haciendo ropa. Aliena esperaba con ansia la primavera porque cuando la temperatura volviera a ser templada, ella podría acudir a su cañada secreta en las tardes de domingo. Allí le sería posible descansar en paz y soñar con Jack.

Entretanto, su único consuelo era Richard. Tenía un brioso corcel negro, una espada nueva y un escudero con un pony. Una vez más luchaba junto al rey Stephen, aunque con escaso entusiasmo. La guerra seguía en marcha con el nuevo año. La reina Maud había escapado de nuevo del castillo de Oxford, donde Stephen la tenía acorralada. Su hermano, Robert de Gloucester, había vuelto a tomar Wareham, de manera que la alternancia proseguía al ir ganando un poco cada una de las partes para luego perderlo. Pero Aliena continuaba cumpliendo su juramento y eso, al menos, le daba cierta satisfacción.

Con la primera semana del año, Martha empezó a sangrar por primera vez. Aliena le preparó una bebida caliente con hierbas y miel para calmarle los dolores, contestó a sus preguntas sobre esa maldición a la mujer y se fue a buscar la caja de paños que tenía para sus propias reglas. Sin embargo la caja no estaba en la casa. Cayó en la cuenta de que al casarse, no se la había traído.

Pero de eso hacía ya tres meses.

Lo que significaba que durante esos tres meses no había tenido la regla.

O sea, desde el día de su boda.

Es decir, desde que hizo el amor con Jack.

Dejó a Martha sentada junto al fuego de la cocina, tomando su bebida de miel y calentándose los pies. Atravesó la ciudad y llegó a su vieja casa. Richard no estaba en ella pero Aliena tenía una llave. No le costó encontrar la caja. Sin embargo, no se marchó en seguida. Por el contrario, se sentó junto a la fría chimenea, envuelta en la capa y sumida en sus pensamientos.

Se había casado con Alfred el día de la Sanmiguelada. Ahora ya quedaba atrás la Navidad. Eso hacía la cuarta parte de un año. Habían pasado tres lunas nuevas. Y debería haber tenido la regla tres veces.

Sin embargo, su caja de paños había estado todo ese tiempo en el estante alto junto a la piedra que Richard utilizaba para afilar los cuchillos de cocina. Y, en esos momentos, la tenía sobre el halda. Pasó el dedo por la tosca madera y lo retiró sucio. La caja estaba cubierta de polvo.

Lo peor de todo era que nunca había hecho el amor con Alfred.

Después de aquella primera noche tan espantosa, él lo había intentado de nuevo, tres veces. Una a la noche siguiente; luego, una semana después y por tercera vez al cabo de un mes, cierta noche que regresó a casa como una cuba. Pero, en las tres ocasiones, se había mostrado por completo incapaz. En un principio, Aliena le había animado por cierto sentido del deber; pero cada uno de sus fallos le enfurecía más que el anterior y Aliena llegó a sentirse asustada.

Parecía más seguro mantenerse apartada de su camino, vestir de manera poco atractiva, asegurarse de que nunca la viera desnudarse y hacer cuanto estuviera a su alcance para que la olvidara. Ahora se preguntaba si no debería haberlo intentado con más ahínco. Sin embargo, en lo más íntimo de su ser, sabía que no habría servido de nada. Era inútil. Aliena no estaba segura del motivo. Tal vez se debiera a la maldición de Ellen, o también era posible que Alfred fuera sencillamente impotente, o acaso se debiera al recuerdo de Jack. Pero de lo que sí estaba segura era de que ahora ya Alfred jamás le haría el amor.

Así que habría de saber, de manera inevitable, que el bebé no era suyo.

Presa de angustia se quedó mirando las cenizas frías en la chimenea de Richard, preguntándose por qué habría de tener siempre tan mala suerte. Allí estaba ella intentando sacar el mejor partido posible de un matrimonio desastroso y descubriendo de repente que se hallaba encinta de otro hombre como resultado de un único coito.

Era inútil seguir compadeciéndose de sí misma. Tenía que decidir lo que había de hacer.

Se llevó la mano al vientre. Ahora ya sabía por qué había ido engordando, por qué tenía siempre náuseas y por qué se sentía tan fatigada en todo momento. Allí dentro había un personajillo. Sonrió para sí. Sería encantador tener un bebé.

Meneó la cabeza. No sería en modo alguno encantador. Alfred se pondría furioso como un toro. No cabía predecir lo que haría. Tal vez matarla, o arrojarla de la casa, incluso matar al bebé. De repente, tuvo el horrible presentimiento de que acaso intentara hacer daño a la criatura, dándole a ella patadas en el vientre. Se secó la frente. Un sudor frío le recorría el cuerpo.

No se lo diré, pensó.

¿Podría mantener en secreto su embarazo? Tal vez. Ya se había acostumbrado a vestir ropas holgadas, sin forma. Quizás no se pusiera demasiado gorda. A algunas mujeres casi no se les notaba. Alfred era el peor observador de los hombres. Sin duda las mujeres de más experiencia de la ciudad se darían cuenta; pero confiaba en que guardaran el secreto o que, al menos, no hablaran de ello con los hombres. Llegó a la conclusión de que, en efecto, existía la posibilidad de mantener a Alfred ignorante hasta que el niño hubiera nacido.

¿Y entonces qué?

Bueno. Al menos aquella pizca de criatura habría llegado al mundo sano y salvo. Alfred no habría podido matarla propinando puntapiés a Aliena en el vientre. Pero seguiría sabiendo que no era suya. En lo que no cabía duda era en que iba a aborrecer al pobre bebé. Sería un borrón permanente sobre su virilidad. Sería un infierno.

Aliena se sentía incapaz de pensar hasta tan dilatada fecha. De manera que decidió que lo más seguro sería concentrarse en los próximos seis meses. Entretanto, trataría de meditar qué iba a hacer una vez hubiera nacido la criatura.

Me pregunto qué será, niño o niña, se dijo. Se puso en pie con la caja de paños limpios para la primera menstruación de Martha. Me das lástima, Martha, se dijo fatigada, tienes ante ti todo esto.

Philip pasó aquel invierno rumiando sus cuitas.

Se había sentido horrorizado ante la maldición pagana de Ellen, lanzada en el pórtico de una iglesia durante un oficio sagrado. Ahora ya no le cabía la menor duda de que era una bruja. Sólo lamentaba su propia imprudencia al haberle perdonado el insulto que infirió a la Regla de San Benito, hacía ya tantos años. Debería de haber sabido que una mujer capaz de hacer aquello jamás se arrepentiría de veras. Sin embargo, una consecuencia afortunada de todo aquel aterrador asunto, Ellen había vuelto a abandonar Kingsbridge, ya que desde el día de la ceremonia nupcial no se la había vuelto a ver. Philip ansiaba que nunca más reapareciera.

A todas luces, Aliena era desdichada en su matrimonio con Alfred; aunque Philip no creyera que fuese debido a la maldición. Él apenas sabía nada sobre la vida matrimonial; pero cabía suponer que una persona rebosante de vida, con cultura e inteligencia como era Aliena habría de sentirse infeliz viviendo con alguien tan estrecho de miras y con intelecto tan pobre como Alfred, bien fueran marido y mujer o cualquier otra cosa.

Claro que Aliena debería haberse casado con Jack. Ahora ya Philip lo comprendía, y se sentía culpable por haber estado tan absorto en sus propios planes sobre el chico, que no se dio cuenta de lo que en realidad necesitaba el muchacho. Jack no estaba hecho en modo alguno para vivir enclaustrado, y Philip se había equivocado al presionar sobre él. Y ahora Kingsbridge había perdido la inteligencia y la energía de aquel valioso joven.

Parecía como si todo hubiera ido mal desde el desastre de la feria de vellón. El priorato estaba más endeudado que nunca. Philip había prescindido de la mitad de los trabajadores en la obra, porque ya no tenía dinero para pagarles. En consecuencia, la población de la ciudad se había reducido y, a causa de ello, el mercado dominical era también más pequeño en aquellos momentos. Los ingresos de Philip por rentas eran por tanto, menores. Kingsbridge estaba cayendo en vertiginosa espiral.

La clave del problema estaba en la moral de las gentes. A pesar de que habían reconstruido sus casas y reanudado sus pequeños negocios, no tenían confianza alguna en el futuro. Cualesquiera que fueran sus planes, todo aquello que pudieran construir resultaría barrido en un día por William Hamleigh, si se le ocurría atacar de nuevo. Esa corriente subterránea de inseguridad inhibía a la gente y llegaba a paralizar todo tipo de empresa.

Philip acabó comprendiendo que tenía que hacer algo para detener la caída. Necesitaba realizar algo espectacular para decir al mundo en general, y a sus ciudadanos en particular, que Kingsbridge luchaba por la supervivencia. Pasaba muchas horas rezando y dedicado a la meditación para ver si lograba decidir cuál habría de ser la proeza.

Lo que en realidad necesitaba era un milagro. Si los huesos de San Adolfo curaran de una plaga a una princesa, hicieran que un pozo de agua salobre la diera potable, la gente acudiría en peregrinaje a Kingsbridge. Pero el santo hacía ya años que no realizaba milagros. A veces Philip se preguntaba si sus métodos prácticos y regulares de gobernar el priorato no desagradarían al santo, ya que los milagros parecían ocurrir con más frecuencia en aquellos lugares donde el Gobierno era menos sensato y en su atmósfera se respiraba un intenso fervor religioso, cuando no auténtica histeria. Pero a Philip le habían enseñado en una escuela más a ras de tierra. El padre Peter, abad en su primer monasterio solía decir: Reza para que se realicen milagros, pero planta berzas.

La catedral era el símbolo de la vida y el vigor de Kingsbridge. ¡Si al menos pudiera acabarse gracias a un milagro! En cierta ocasión había rezado durante toda la noche para que se produjera. No obstante, por la mañana el presbiterio seguía sin tejado y abierto a todos los vientos y sus altos muros continuaban sin terminar allí donde habían de unirse con las paredes del crucero.

Philip no había contratado a un nuevo maestro constructor. Se había sentido escandalizado al conocer los salarios tan altos que pedían. Nunca llegó a darse cuenta de lo barato que era Tom. Como quiera que fuese, Alfred dirigía a los reducidos efectivos de trabajadores sin grandes dificultades. Desde que se casó se mostraba más bien malhumorado, como un hombre que hubiera vencido a muchos rivales para convertirse en rey y que, a la fin y a la postre, encontrara el reinado una pesada carga. Sin embargo, era autoritario y contundente, y los demás hombres lo respetaban.

Pero Tom había dejado un hueco imposible de llenar. Philip notaba mucho su falta, no sólo como maestro de obras, sino también en el terreno personal. A Tom le había interesado saber por qué las iglesias tenían que construirlas de una manera en lugar de hacerse de otra, y Philip había disfrutado especulando con él sobre el hecho de que algunas construcciones se mantenían en pie mientras otras se derrumbaban. Tom no había sido un hombre demasiado devoto; pero, de cuando en cuando, hacía preguntas a Philip sobre teología, lo que demostraba que dedicaba tanta inteligencia a su religión como a su trabajo. El intelecto de Tom era más o menos equiparable al de Philip, quien había podido conversar con él sin tener que descender a un nivel inferior. En la vida de Philip no podía decirse que abundara ese tipo de personas. Jack había sido una de ellas, pese a su juventud, y también Aliena. Pero esta había desaparecido, sumergida en su lamentable matrimonio. Cuthbert Whitehead se estaba ya haciendo viejo y Milius Bursar se hallaba casi siempre lejos del priorato, recorriendo las granjas de ovejas, contando acres, corderos y sacos de lana. En su día, un priorato rebosante de vida y de trabajo, en una próspera ciudad catedralicia, atraería eruditos de la misma manera que un ejército victorioso atraía luchadores. Philip esperaba con ansia ese momento. Pero jamás llegaría, a menos que encontrara una manera de insuflar energía a Kingsbridge.

—Ha sido un invierno benigno —comentó Alfred una mañana, poco después de Navidad—. Podemos empezar antes que de costumbre.

Aquello indujo a pensar a Philip. Ese verano construirían la bóveda. Una vez acabada, el presbiterio estaría en condiciones de ser utilizado, y Kingsbridge dejaría de ser una ciudad catedralicia sin catedral. El presbiterio y el coro eran la parte más importante de la iglesia. El altar elevado y las reliquias sagradas se mantenían en el extremo oriental más alejado, llamado propiamente presbiterio, y la mayoría de los oficios sagrados se celebraban en el coro, donde se sentaban los monjes. El resto de una iglesia tan sólo se utilizaba los domingos y fiestas de guardar. Una vez consagrado el presbiterio, lo que hasta entonces había sido un enclave en construcción, se convertía en iglesia aunque todavía incompleta.

Era una lástima tener que esperar casi un año antes de que eso tuviera lugar. Alfred había prometido terminar la bóveda para finales de la temporada de construcción de ese año, que por lo general terminaba en noviembre, dependiendo del tiempo. Pero, al decir Alfred que podría empezar antes, Philip empezó a preguntarse si no podría terminar también antes. Todo el mundo quedaría asombrado si la iglesia pudiera abrirse ya ese verano. Era el tipo de acontecimiento que había estado esperando. Algo que sorprendiera a todo el Condado y lanzara el mensaje de que a Kingsbridge no se la podía arrumbar por mucho tiempo.

—¿Podrías terminar para Pascua de Pentecostés? —preguntó impulsivo Philip.

Alfred tomó aire con los dientes apretados y pareció dubitativo.

—El abovedado es el trabajo más delicado de todos —respondió—. No debe hacerse de forma apresurada, y tampoco se puede dejar que lo hagan los aprendices.

Philip se dijo irritado que su padre hubiera contestado tajante sí o no.

—Supongamos que puedo proporcionarte trabajadores extra… Monjes. ¿Representaría eso una ayuda razonable?

—Un poco. Lo que realmente necesitamos son albañiles.

—Podría costear uno o dos más —se comprometió Philip con temeridad.

Un invierno templado suponía un adelanto del esquileo, así que existía la posibilidad de empezar a vender la lana más pronto de lo habitual.

—No sé.

Alfred parecía seguir siendo pesimista.

—Supongamos que ofrezco una bonificación a los albañiles —planteó Philip—. Un salario extra de una semana si la bóveda queda lista para Pascua de Pentecostés.

—Nunca oí hablar de nada semejante —repuso Alfred.

Parecía como si le hubieran hecho una sugerencia inadecuada.

—Bien, siempre es tiempo de empezar —aseguró Philip malhumorado, pues la cautela de Alfred empezaba a ponerle nervioso—. ¿Qué me dices?

—No respondo que sí ni que no —alegó Alfred impasible—. Se lo diré a los hombres.

—¿Hoy? —inquirió Philip con impaciencia.

—Hoy.

Philip hubo de contentarse con ello.

William Hamleigh y sus caballeros llegaron al palacio del obispo Waleran, siguiendo a una carreta de bueyes cargada al máximo con sacos de lana. Había comenzado la nueva temporada de esquileo.

Waleran, al igual que William, estaba comprando lana a los granjeros a los precios del último año. Esperaban venderla por bastante más dinero. Ninguno de los dos encontraban serias dificultades para obligar a sus arrendatarios a venderles la lana. Algunos campesinos que desafiaron la regla fueron expulsados e incendiadas sus granjas, con lo cual ya no hubo más rebeldes.

Al atravesar William la puerta, levantó la mirada hacia la colina.

Durante siete años habían permanecido allí las inconclusas murallas del castillo que el obispo nunca llegó a construir, recordatorio permanente de cómo el prior Philip había ganado por la mano a Waleran. Tan pronto como este último empezara a cosechar los beneficios de su negocio de lana, lo más probable era que empezara de nuevo a construir. En los tiempos del viejo rey Henry, un obispo no tenía necesidad de más defensas que una deleznable valla construida con postes de madera, detrás de un pequeño foso que rodeaba el palacio.

Sin embargo, al cabo de cinco años de guerra civil, hombres que no eran siquiera condes ni obispos se construían castillos formidables.

Las cosas le iban bien a Waleran, se decía con acritud William, mientras desmontaba en las cuadras. Había permanecido leal al obispo Henry de Winchester a través de todos los cambios en la lealtad de este, y el resultado era que se había convertido en uno de los aliados más fieles de Henry. A lo largo de los años Waleran había ido enriqueciéndose con una corriente constante de adquisición de propiedades, habiendo visitado por dos veces Roma.

William no había sido tan afortunado, y de ahí su acritud. A pesar de haber seguido a Waleran en todos sus cambios de lealtad y no obstante haber aportado numerosos ejércitos a las dos partes contendientes en la guerra civil, todavía no le había sido confirmado el Condado de Shiring. Había estado rumiando sobre aquello durante una tregua en la lucha y había llegado a sentirse tan furioso que decidió enfrentarse a Waleran.

Subió los escalones hasta la entrada del salón, seguido de Walter y sus otros caballeros. El mayordomo que se hallaba de guardia en la parte interior de la puerta estaba armado, un indicio más de cómo eran los tiempos. El obispo Waleran se encontraba sentado en un gran sillón en el centro de la habitación, como siempre, con sus huesudos brazos y piernas en distintas direcciones, como si le hubieran dejado caer allí con desgana. Baldwin, ahora ya arcediano, se encontraba en pie junto a él, sugiriendo su actitud que estaba a la espera de recibir instrucciones. Waleran tenía los ojos clavados en el fuego, sumido en sus pensamientos, aunque al acercarse William levantara la cabeza, con gesto vivo.

William experimentó su habitual repugnancia mientras saludaba a Waleran y tomaba asiento. Las manos delgadas y suaves del prelado, su lacio pelo negro, su tez lívida y aquellos ojos claros y malignos le ponían la piel de gallina. Representaba cuanto él aborrecía. Tortuoso, físicamente débil, arrogante e inteligente.

Estaba seguro de que Waleran le devolvía con creces esos sentimientos, pues nunca era capaz de disimular del todo el disgusto que sentía ante la presencia de William. Se sentó erguido cruzándose de brazos, los labios un poco fruncidos y con un asomo de ceño. En conjunto, como si estuviera sufriendo un principio de indigestión.

Hablaron de la guerra durante un rato. Fue una conversación afectada e incómoda, y William se sintió aliviado al interrumpirles un mensajero con una carta escrita sobre un rollo de pergamino y sellado con cera. Waleran envió al mensajero a la cocina para que le dieran de comer. No abrió la carta.

William aprovechó la oportunidad para cambiar de tema.

—No he venido para intercambiar noticias sobre batallas. Acudí para deciros que ya se me ha acabado la paciencia.

Waleran enarcó las cejas pero no dijo palabra. El silencio era su respuesta a las cuestiones desagradables.

William siguió adelante.

—Hace casi tres años que murió mi padre. Pero el rey Stephen aún no me ha confirmado como conde. Es un verdadero ultraje.

—Estoy de acuerdo por completo —asintió con languidez Waleran.

Manoseó su carta, examinando el sello y jugueteando con la cinta.

—Eso está bien, porque vais a tener que hacer algo al respecto —machacó William.

—Yo no puedo nombrarte conde, mi querido William.

William sabía de antemano que Waleran adoptaría aquella actitud y no estaba dispuesto a aceptarla.

—El hermano del rey os presta oído.

—¿Pero qué podría decirle? ¿Qué William Hamleigh sirve bien al rey? Si es así, el rey ya lo sabe; y, si no es verdad, lo sabe también.

William era incapaz de igualar la lógica de Waleran, de manera que se limitó a ignorar sus argumentos.

—Me lo debéis, Waleran Bigod.

El obispo pareció experimentar una leve irritación. Apuntó a William con la carta.

—Yo no te debo nada. Siempre has actuado para lograr tus propios fines, incluso cuando hacías lo que yo quería. Entre nosotros no existe deuda de gratitud alguna.

—Te lo repito, no esperaré por más tiempo.

—¿Qué harás? —le preguntó con un atisbo de desdén.

—Bien. Primero iré yo mismo a ver al obispo Henry.

—¿Y luego?

—Le diré que habéis mostrado oídos sordos a mis súplicas y que, en consecuencia, cambiaré de lado y prestaré mi lealtad a la emperatriz Maud.

William observó satisfecho el cambio de expresión de Waleran. Se había quedado algo más pálido y parecía un tanto sorprendido.

—¿Cambiarías de nuevo? —preguntó Waleran escéptico.

—Sólo una vez más es igual —respondió William resuelto.

La indiferencia arrogante de Waleran se alteró, aunque de forma muy leve. La carrera de Waleran se había visto beneficiadísima por su habilidad para hacer pasar a William y sus caballeros a la parte combatiente hacia la que se inclinaba en aquel momento el obispo Henry. Sería para él un duro golpe que, de repente, William se volviese indiferente; aunque no un golpe fatal y decisivo. William observaba el rostro de Waleran mientras ponderaba su amenaza. William podía leer en la mente del otro hombre. Estaba pensando que quería conservar la lealtad de William pero, al propio tiempo, se preguntaba cuánto debería arriesgar para obtenerla.

A fin de ganar tiempo, Waleran rompió el sello de su carta y la desenrolló. Mientras leía, sus mejillas, de un blanco semejante al vientre de los peces, empezaron a enrojecer levemente por la ira.

—¡Maldito sea ese hombre! —silbó entre dientes.

—¿Qué pasa? —preguntó William.

Le alargó la carta.

William la cogió y empezó a descifrarla: «Al… obispo… más… santo… y amable…».

Waleran la cogió de nuevo, impaciente ante tan lenta lectura.

—Es del prior Philip —dijo—. Me informa que el presbiterio de la catedral estará acabado para Pascua de Pentecostés y tiene la desfachatez de suplicarme que sea yo quien celebre el oficio sagrado.

—¿Cómo se las ha arreglado? —inquirió William sorprendido—. Creí que había despedido a la mitad de sus albañiles.

Waleran meneó la cabeza.

—Pase lo que pase, siempre parece rebrotar —dirigió a William una mirada calculadora—. Claro que él te aborrece. Cree que eres la propia encarnación del diablo.

William se preguntó qué estaría tramando la mente tortuosa de Waleran.

—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó.

—Para Philip sería un rudo golpe si en Pentecostés fueras confirmado conde.

—Vos no haríais eso por mí; pero sí por el rencor que sentís hacia Philip —refunfuñó William.

No obstante, en el fondo, se sentía esperanzado.

—Yo no puedo hacerlo en modo alguno —aseguró Waleran—. Pero hablaré con el obispo Henry.

Levantó la vista, expectante, hacia su interlocutor. William vaciló un instante.

—Gracias —farfulló al fin reacio.

Aquel año, la primavera fue fría y tristona, y llovía en la mañana de Pentecostés. Por la noche, Aliena se había despertado con un dolor de espalda que todavía seguía molestándola de cuando en cuando de un modo lacerante. Antes de acudir a la iglesia, se sentó en la cocina fría y estuvo trenzándole el pelo a Martha, mientras Alfred despachaba un copioso desayuno con pan blanco, queso tierno y cerveza fuerte. Una agudísima punzada le hizo pararse y ponerse en pie un instante con una mueca de dolor.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Martha al darse cuenta.

—Dolor de espalda —se limitó a contestar Aliena.

No quería hablar de ello porque, con toda seguridad, aquel dolor se debía a que dormía en el suelo en aquella habitación trasera con tantas corrientes, circunstancia que todo el mundo ignoraba, incluso Martha, la cual se levantó y cogió una piedra caliente del fuego. Aliena se sentó. Martha envolvió la piedra en un trozo de cuero viejo y chamuscado y la mantuvo sujeta contra la espalda de Aliena, lo cual proporcionó a esta un inmediato alivio. Martha empezó a trenzar el pelo de Aliena, que ya le había crecido desde que se le quemó y era de nuevo una masa alborotada de bucles oscuros. Aliena se sintió tranquilizada.

Desde que Ellen se fue, Martha y ella habían intimado muchísimo. La pobre chica había perdido a su madre y luego a su hermanastro. Aliena se consideraba a sí misma una pobre sustituta de madre. Además, sólo tenía diez años más que Martha. Y, aunque pareciese extraño, la persona que esta echaba más en falta era a su hermanastro Jack.

De una manera o de otra, todo el mundo echaba de menos a Jack.

Aliena se preguntaba dónde estaría. Tal vez se encontrara cerca, trabajando en una catedral, en Gloucester o Salisbury. Pero lo más probable era que se hubiera ido a Normandía. Aunque bien podía estar mucho más lejos, en París, Roma, Jerusalén o Egipto. Recordando las historias que los peregrinos contaban sobre aquellos lugares remotos, se imaginaba a Jack en un inmenso desierto de arena, tallando piedras para una fortaleza sarracena bajo un sol cegador.

¿Pensaría en ella en esos momentos?

El hilo de sus evocaciones quedó interrumpido por el ruido de cascos que llegaba de afuera, y un momento después entraba su hermano llevando al caballo de la brida. Jinete y montura estaban empapados y llenos de barro. Aliena retiró agua caliente del fuego para que se lavara las manos y la cara, y Martha condujo al animal al patio de atrás. Aliena puso sobre la mesa de la cocina pan y carne fría y le escanció cerveza en una jarra.

—¿Qué noticias hay de la guerra? —preguntó Alfred.

Richard se secó las manos con un paño y se sentó, disponiéndose a desayunar.

—Nos derrotaron en Wilten —dijo.

—¿Capturaron a Stephen?

—No, escapó al igual que lo hizo Maud en Oxford. Ahora Stephen está en Winchester y Maud se encuentra en Bristol. Los dos se lamen las heridas y consolidan sus posiciones en las zonas que controlan.

Aliena pensaba que las noticias siempre parecían las mismas. Una de las partes, o ambas, había ganado una pequeña victoria o sufrido una pequeña derrota, pero nunca aparecían perspectivas de que la guerra fuese a terminar.

—Te estás poniendo gorda —dijo Richard mirando a su hermana.

Esta asintió sin decir palabras. Estaba ya de ocho meses pero nadie lo sabía. Gracias al cielo el tiempo había sido frío, por lo que le fue posible seguir llevando muchos ropones sueltos de invierno que ocultaban su silueta. Dentro de unas semanas, el bebé habría nacido y todo saldría a la luz. Seguía sin tener la más mínima idea de lo que iba a hacer llegado el momento.

Repicó la campana llamando a misa a los fieles. Alfred se calzó las botas y miró expectante a Aliena.

—Me parece que no voy a ir —dijo ella—: Me siento fatal.

Alfred se encogió de hombros indiferente y se volvió hacia Richard.

—Tú deberías venir, Richard. Hoy estará allí todo el mundo. Se celebra el primer oficio sagrado en la nueva iglesia.

Richard se mostró sorprendido.

—¿La habéis cubierto ya? Creí que eso se iba a llevar todo el resto del año.

—Nos apresuramos, eso es todo. El prior Philip ofreció a los hombres el salario extra de una semana si estaba terminado para hoy. Es asombroso lo deprisa que trabajaron. Aun así, acabamos de concluirlo. Esta mañana pusimos la cimbra.

—Tengo que ver eso.

Se metió el resto de la carne y el pan en la boca y se puso en pie.

—¿Quieres que me quede contigo? —preguntó Martha a Aliena.

—No, gracias. Estoy bien. Tú vete. Yo me echaré un rato.

Los tres se pusieron las capas y salieron. Aliena entró en la habitación trasera, llevando consigo la piedra caliente con su envoltura de cuero. Se tumbó en la cama de Alfred con la piedra debajo de la espalda. Desde su matrimonio, se sentía terriblemente aletargada.

Antes, había dirigido una casa y además, fue la comerciante de lana más ocupada de todo el Condado. Pero ahora le costaba incluso dirigir la casa de Alfred, a pesar de no tener ninguna otra cosa que hacer.

Siguió durante un rato acostada allí, compadeciéndose de sí misma y deseando quedarse dormida. De repente, sintió correr por la parte interior del muslo un chorrito de agua tibia. Aquello la sobresaltó. Era como si estuviera orinando, pero no lo hacía. Un momento después, el chorrito se convirtió en una cascada. Se incorporó rápida.

Sabía lo que ello significaba. Había roto aguas. La criatura llegaba.

Se sintió atemorizada. Llamó a voces a su vecina.

—¡Mildred! ¡Ven aquí, Mildred!

Pero entonces recordó que aquel día nadie se había quedado en casa. Todos habían ido a la iglesia.

Se había reducido ya el flujo del líquido; pero la cama de Alfred estaba empapada. Se pondría furioso, se dijo temerosa. Pero luego recordó que, como quiera que fuese, se pondría furioso porque sabría que la criatura no era suya. ¿Qué voy a hacer, Dios mío?, se dijo Aliena.

Volvió a sentir el dolor en la espalda y entonces comprendió que debía de tratarse de lo que llamaban dolores de parto. Se olvidó por completo de Alfred. Iba a dar a luz. Estaba demasiado asustada al pensar que iba a pasar por ello completamente sola. Quería que alguien le ayudara. Decidió ir a la iglesia.

Sacó las piernas de la cama. Sintió otro espasmo y se detuvo con el rostro contraído por el dolor. Hasta que pasó. Entonces salió de la cama y abandonó la casa.

Su mente era un torbellino mientras avanzaba vacilante por la embarrada calle. Al llegar a la puerta del priorato, le volvieron los dolores y hubo de recostarse contra el muro y apretar los dientes hasta que hubieron pasado. Entonces entró en el recinto del priorato. La mayoría de los ciudadanos de la localidad se agolpaban en el pasillo de la nave central y en los de las dos naves laterales. El altar se encontraba en el extremo más alejado. La nueva iglesia tenía un aspecto peculiar. El techo redondeado de piedra habría de tener sobre él, finalmente, un tejado de madera triangular, pero, en aquellos momentos, parecía desprotegido, como un hombre calvo sin sombrero. Los fieles se encontraban en pie, de espaldas a Aliena. Mientras avanzaba con paso vacilante por la catedral, el obispo Waleran Bigod se puso en pie para tomar la palabra. Como en una pesadilla Aliena vio que William Hamleigh se encontraba en pie junto a él. Las palabras del obispo llegaron hasta ella penetrando a través de su aturdimiento.

—Es para mí motivo de inmenso orgullo y placer deciros que nuestro señor, el rey Stephen, ha confirmado a Lord William como conde de Kingsbridge.

A pesar de su dolor y su miedo, Aliena escuchó aquello horrorizada. Durante seis años, desde aquel espantoso día en que vieron a su padre en la prisión de Winchester, ella había dedicado toda su vida a recuperar la propiedad familiar. Junto con Richard habían sobrevivido a ladrones y violadores, a incendios y guerra civil. En varias ocasiones pareció que tenían el premio al alcance de la mano. Pero ahora ya lo habían perdido.

Hubo un murmullo iracundo entre los allí congregados. Todos ellos habían sufrido a manos de William, y todavía abrigaban temor hacia él. No se sentían en modo alguno felices al verle honrado por el rey que se suponía que tenía que protegerlos. Aliena miró en derredor buscando a Richard, para ver cómo encajaba aquel golpe final. Pero le fue imposible localizarle.

El prior Philip se puso en pie con el rostro ensombrecido y empezó a cantar el himno. Los fieles le siguieron con desgana. Aliena se apoyó contra una columna al sufrir de una nueva contracción. Se encontraba al fondo de la multitud y nadie paró mientes en ella. En cierto modo, aquella mala noticia la calmó. Sencillamente voy a tener un hijo, se dijo, es algo que pasa todos los días. Sólo necesito encontrar a Martha o a Richard, y ellos se ocuparán de lo que haga falta.

Una vez que le hubo pasado el dolor, se abrió camino entre los fieles buscando a Martha. En el pasillo de la nave lateral septentrional había un grupo de mujeres, y Aliena se dirigió hacia ellas. La gente la miraba con curiosidad. Pero, en aquel momento, otra cosa distrajo su atención. Un ruido extraño, como si algo retumbase. En un principio apenas se oyó debido al cántico, pero este calló en seguida al ir adquiriendo más fuerza el sonido retumbante.

Aliena llegó adonde estaban las mujeres en grupo. Miraban ansiosas en derredor, buscando el origen del ruido.

—¿Habéis visto a mi cuñada Martha? —preguntó a una de ellas, poniéndole la mano en el hombro.

La mujer la miró, y Aliena reconoció a Hilda, la esposa del curtidor.

—Creo que Martha está en el otro lado —respondió Hilda.

Pero entonces el trueno se hizo ensordecedor, y la mujer apartó la vista.

Aliena siguió su mirada. En el centro de la iglesia, todo el mundo tenía los ojos levantados hacia arriba, hacia la parte superior de los muros. La gente que se encontraba en las naves laterales torcía el cuello para escrutar a través de los arcos. Alguien chilló. Aliena pudo ver que en el muro más alejado aparecía una grieta y que esta iba prolongándose entre dos ventanas vecinas, en el triforio. Mientras miraba, varios grandes trozos de mampostería cayeron desde lo alto sobre el gentío que ocupaba el centro de la iglesia. Se escuchó una cacofonía de alaridos y chillidos, y se inició una desbandada general. Tembló el suelo bajo los pies de Aliena. Incluso mientras intentaba abrirse camino para salir de la iglesia, se dio cuenta de que los altos muros se estaban resquebrajando por la parte superior y de que el tambor de la bóveda se estaba agrietando. Delante de ella, había caído Hilda, la mujer del curtidor. Aliena tropezó con ella y dio también con sus huesos en el suelo. Mientras intentaba levantarse cayó sobre ella una lluvia de piedras pequeñas. Luego, crujió el tejado bajo la nave al desplomarse. Algo le golpeó la cabeza y todo se puso negro.

Philip había comenzado el oficio sintiéndose orgulloso y agradecido. Aunque con el tiempo muy justo, la bóveda quedó terminada en la fecha prevista. En realidad, tan sólo habían quedado abovedados tres de los cuatro intercolumnios del presbiterio, ya que el cuarto no podía hacerse hasta que fuera construida la crujía y quedaran unidos a los cruceros los muros sin terminar del presbiterio. Sin embargo, con tres intercolumnios ya era suficiente. Se había quitado de en medio todo el equipo de los albañiles. Las herramientas, las pilas de piedra y madera, los postes y tablones de los andamios, así como los montones de escombros y porquerías. Se había limpiado a fondo el presbiterio. Los monjes habían enjalbegado la obra en piedra y pintado líneas rojas muy rectas sobre la argamasa haciendo que la obra de mampostería pareciera más pulida. Desde la cripta, habían trasladado el altar y el sitial del obispo. Sin embargo, todavía seguían abajo los huesos del santo conservados en su ataúd de piedra. Cambiarlos requería una ceremonia solemne, denominada traslación, que había de constituir la culminación de los ritos de ese domingo. Al empezar el oficio sagrado, con el obispo instalado en su sitial, los monjes alineados detrás del altar con sus hábitos nuevos, y la gente de la ciudad apiñada en el cuerpo central de la iglesia y agolpándose en las naves laterales, Philip se sintió plenamente colmado, y dio gracias a Dios por haberle llevado con éxito hasta el final de la primera etapa, que era crucial en la construcción de la catedral.

El anuncio que hizo Waleran, referido a William, despertó la ira de Philip. Había sido sincronizado a todas luces para empañar esa ocasión triunfal y recordar a los ciudadanos que seguían a la merced de su bárbaro señor. Philip estaba intentando, de forma desesperada, encontrar respuesta adecuada cuando la nave comenzó a retumbar.

Era como una pesadilla que en ocasiones tenía Philip, en la cual caminaba sobre el andamio, a gran altura, muy tranquilo respecto a su seguridad y, de repente, advertía un nudo suelto en las cuerdas, nada grave, en realidad; pero que cuando se disponía a apretar el nudo el tablón sobre el que se encontraba se ladeaba un poco, al principio no mucho, lo suficiente para hacerle vacilar; pero luego, de pronto, se encontraba cayendo a través del inmenso espacio del presbiterio de la catedral… A una velocidad terrible. Y sabía que estaba a punto de morir.

En un principio el ruido resultó confuso. Por un instante, creyó que se trataba de un trueno. Luego, se escuchó con más fuerza y la gente dejó de cantar. A pesar de ello, Philip siguió suponiendo que se trataba tan sólo de un fenómeno extraño, al que pronto se encontraría una explicación y que, lo más que haría, sería interrumpir el oficio sagrado. Pero entonces miró hacia arriba. En el tercer intercolumnio, donde tan sólo esa misma mañana había quedado instalada la cimbra, estaban apareciendo grietas en la mampostería, en la parte superior de los muros a nivel del triforio. Se formaron de súbito y fueron extendiéndose por el muro desde una ventana del triforio a la contigua, semejantes a agresivas serpientes. La primera reacción de Philip fue de decepción. Le había colmado de felicidad que el presbiterio hubiera quedado terminado; pero ahora habría de emprender reparaciones y toda la gente que había quedado tan impresionada por la rapidez del trabajo de los albañiles diría ahora: Quien correr se propone a caer se dispone. Y entonces la parte superior de los muros pareció inclinarse hacia delante, y Philip comprendió, embargado por una sensación espantosa de horror, que aquello no conduciría sencillamente a interrumpir el oficio sagrado, sino que iba a producirse una auténtica catástrofe.

Aparecieron grietas en la curvatura de la bóveda. Una piedra enorme se desprendió del entretejido de albañilería y fue descendiendo por el aire. La gente empezó a gritar y a intentar apartarse de su trayectoria. Antes de que Philip pudiera ver si alguien había resultado herido de gravedad, empezaron a caer más piedras. A los fieles les entró el pánico y empezaron a empujarse, a darse codazos y pisotearse unos a otros al tratar de evitar las piedras que caían. Philip tuvo la descabellada idea de que aquel era otro ataque, de algún tipo, de William Hamleigh. Pero de pronto vio al propio William, justo delante de los allí congregados, golpeando a la gente que le rodeaba en un aterrado intento por escapar. Entonces comprendió que el desastre no podía ser obra de William en perjuicio de sí mismo.

La mayoría de la gente intentaba alejarse del altar para salir de la catedral por el extremo oeste, que aún seguía descubierto. Pero lo que se estaba hundiendo era precisamente ese espacio abierto, la zona más occidental de la edificación. El problema residía en el tercer intercolumnio. En el segundo, que era donde se encontraba Philip, la bóveda parecía resistir y, detrás de él, el primer intercolumnio, donde se encontraban alineados los monjes, conservaba su solidez. En aquella parte, la fachada este mantenía juntos los muros.

Vio al pequeño Jonathan y a Johnny Eightpence, ambos acurrucados en el extremo más alejado de la nave norte. Philip llegó a la conclusión de que allí se encontraban más seguros que en cualquier otra parte. Entonces se dio cuenta de que debía intentar poner a salvo al resto de su rebaño.

—¡Venid todos hacia aquí! —les gritó—. ¡Todo el mundo! ¡Venid hacia aquí!

Le oyeran o no, no siguieron su consejo.

En el tercer intercolumnio, se derrumbó la parte superior de los muros desplomándose, hacia fuera, y toda la bóveda se vino abajo.

Cayeron piedras grandes y pequeñas, como una granizada letal, sobre la histérica muchedumbre de fieles. Philip, precipitándose hacia delante, agarró a un ciudadano.

—¡Retroceded! —gritó, empujándolo hacia el extremo oriental.

El hombre, sobresaltado, vio a los monjes acurrucados contra el muro más alejado y corrió a reunirse con ellos. Philip repitió el gesto con dos mujeres. Las gentes que estaban en su entorno se dieron cuenta de la intención del prior y se dirigieron hacia el este sin necesidad de que les empujara. Otros empezaron a captar la idea y se inició un movimiento general en aquella dirección de quienes formaban la parte delantera de la congregación. Al levantar Philip la vista por un instante, comprobó aterrado que el segundo intercolumnio seguía el mismo camino del tercero. Las mismas grietas empezaban a extenderse a través del trifolio, produciendo daños en la bóveda justo sobre su cabeza. Prosiguió llevando a la gente a la seguridad del extremo oriental, consciente de que cada persona que enviaba allí era acaso una vida salvada. Sobre la afeitada cabeza le cayó una lluvia de argamasa, y luego empezaron a venir las piedras. La gente se estaba dispersando. Algunos habían buscado refugio en la protección de las naves laterales; otros se apelotonaban contra el muro este, entre ellos el obispo Waleran. Y había quienes seguían intentando alejarse del extremo oeste, arrastrándose sobre los escombros y los cuerpos en el tercer intercolumnio. Una piedra golpeó en el hombro a Philip. Le dio de refilón pero le causó dolor. Se llevó las manos a la cabeza para protegérsela y miró desconcertado en torno suyo. Se encontraba solo en el centro del intercolumnio. Todo el mundo se había refugiado en los límites de la zona de peligro. Había hecho cuanto le había sido posible. Corrió hacia el extremo oriental.

Una vez allí, se volvió a mirar hacia arriba. En aquellos momentos, se estaba viniendo abajo el triforio del segundo intercolumnio y la bóveda se desplomaba dentro del presbiterio como réplica exacta de lo ocurrido en el intercolumnio tercero. Sin embargo, hubo pocas víctimas, ya que la gente había tenido la oportunidad de quitarse de en medio y, además, parecía que los tejados de las naves laterales resistían; en tanto que en el tercer intercolumnio se habían desfondado. La multitud que logró alcanzar el extremo este retrocedió aún más, apretándose contra el muro, y todos los ojos estaban clavados en la bóveda para comprobar si el hundimiento se propagaría al primer intercolumnio. El estruendo por el derrumbe de la obra de albañilería perdió fuerza, aun cuando en el aire flotaba una oleada de polvo y piedras pequeñas que, durante unos momentos, no permitió ver nada. Philip contuvo el aliento. Finalmente, se asentó la polvareda y pudo contemplar de nuevo la bóveda. Se había desplomado hasta el mismo borde del primer intercolumnio; pero, por el momento, parecía resistir.

Se asentó el polvo. Todo quedó en silencio. Philip contempló estupefacto las ruinas de su iglesia. Tan sólo el primer intercolumnio permanecía intacto. En el segundo, los muros habían quedado al nivel de la galería; en el tercero y el cuarto, tan sólo quedaban las naves laterales aunque con graves daños. El suelo de la iglesia estaba cubierto de escombros y, entre ellos, se veían los cuerpos inmóviles de los muertos y los agitados por débiles espasmos de los heridos.

Siete años de trabajo y centenares de libras habían quedado destruidos, por no hablar de lo más importante, de las docenas de personas que habían resultado muertas, acaso centenares, en tan sólo unos terribles momentos. Philip se sentía embargado por un inmenso dolor por todo el trabajo desperdiciado, por la gente perdida, por las viudas y huérfanos que quedaban atrás. Los ojos se le llenaron de lágrimas amargas.

—¡Esto es el resultado de tu condenada arrogancia, Philip! —le dijo al oído una voz dura.

Al volverse, se encontró con el obispo Waleran, con los negros ropajes cubiertos de polvo y una maliciosa expresión triunfal en los ojos. Se le rompía el corazón al contemplar aquella tragedia; pero que encima le culparan de ella era algo que no podía soportar.

Hubiera querido decir: ¡Sólo traté de hacerlo lo mejor que podía! Pero le fue imposible articular palabra. Parecía tener la garganta atenazada, y se sentía incapaz de hablar.

Se le iluminó la mirada al ver a Johnny Eightpence salir con Jonathan del cobijo que les prestaba la nave. De repente, recordó sus responsabilidades. Tendría mucho tiempo por delante para torturarse sobre quién era el culpable. En aquellos momentos había montones de heridos y muchos atrapados entre los escombros. Su deber era organizar la operación de salvamento.

—¡Apártate de mi camino! —exclamó tajante mirando furibundo al obispo Waleran.

Sobresaltado, el obispo se hizo a un lado y Philip se precipitó hacia el altar.

—¡Escuchadme! —dijo con toda la potencia de su voz—. Tenemos que ocuparnos de los heridos, sacar a quienes se encuentran sepultados bajo los escombros y, luego, enterrar a los muertos y rezar por sus almas. Nombraré a tres responsables para que organicen todo esto.

Pasó revista a las caras que lo rodeaban para descubrir, a primera vista, quiénes seguían vivos y bien. Localizó a Alfred.

—Alfred Builder se encargará de apartar los escombros y de rescatar a las personas que se encuentren atrapadas, y quiero que todos los albañiles y artesanos trabajen con él.

Miró a los monjes y sintió un gran alivio al comprobar que Milius, su más estrecho confidente, se encontraba sano y salvo.

—Milius Bursar se ocupará de sacar de la iglesia a los muertos y heridos y necesitará ayudantes jóvenes y fuertes. Randolph Infirmaryr tendrá a su cargo a los heridos, una vez que se encuentren fuera de toda esta horrible confusión, y los de más edad pueden ayudarle, en especial las mujeres. Muy bien…, pongamos manos a la obra.

Bajó de un salto del altar. Se produjo cierta batahola al empezar la gente a dar órdenes y a hacer preguntas.

Philip se acercó a Alfred, que parecía conmocionado y asustado. Si hubiera que culpar a alguien de aquel desastre era a él, en su calidad de maestro de obras, pero no era el momento de recriminaciones.

—Divide a tu gente en equipos y señálales las distintas zonas en las que han de trabajar —le dijo.

Por un instante, Alfred le miró con expresión vacua, pero al instante pareció reaccionar.

—Sí. De acuerdo. Empezaremos por el extremo oeste para sacar los escombros.

—Bien.

Philip se puso de nuevo en marcha abriéndose camino entre la gente para llegar junto a Milius, a quien oyó decir:

—Llevaos a los heridos bien lejos de la iglesia y dejadles sobre la hierba. Luego sacad a los muertos y trasladadlos a la parte norte.

Philip se alejó seguro, como siempre, de que Milius haría las cosas bien. Vio a Randolph Infirmaryr caminar sorteando los escombros y le siguió presuroso. Los dos fueron abriéndose camino entre los montones de piedra trabajada que había quedado inútil. Fuera de la iglesia, en la parte oeste, se hallaban muchísimas personas que lograron escapar antes del derrumbamiento final y estaban ilesas.

—Utiliza a esa gente —dijo Philip a Randolph—. Envía a alguien a la enfermería para que traiga tu equipo y suministros. Haz que algunos vayan a la cocina a buscar agua caliente. Pide al racionero vino fuerte para aquellos a quienes haya que reanimar. Asegúrate de depositar afuera a los muertos y a los heridos, perfectamente alineados con un espacio entre ellos, a fin de que tus ayudantes no tropiecen con los cuerpos.

Miró en derredor. Los supervivientes empezaban a trabajar. Muchos de ellos que encontraron refugio en el extremo oriental que permanecía intacto, habían seguido a Philip a través de los escombros y comenzaban ya a retirar los cuerpos. Algún que otro herido que sólo quedó conmocionado o aturdido se ponía ya en pie sin ayuda.

Philip vio a una anciana, sentada en el suelo con aire desconcertado. La reconoció como Maud Silver, la mujer del orfebre. Le ayudó a levantarse y la llevó lejos del lugar del siniestro.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella sin mirarle—. No sé lo que ha ocurrido.

—Yo tampoco, Maud —respondió Philip. Al volverse para ayudar a otra persona, le vinieron a la mente las palabras del obispo Waleran: ¡Este es el resultado de tu condenada arrogancia, Philip! Aquella acusación le hirió en lo vivo porque pensaba que acaso fuera verdad. Siempre estaba presionando para lograr más, para que se hiciera mejor, para que fueran más rápidos. Había presionado a Alfred para que terminara la bóveda, al igual que presionó para lograr una feria del vellón, también para que les dieran la cantera de Shiring. En cada una de las ocasiones todo había acabado en tragedia: la matanza de los canteros, el incendio de Kingsbridge y ahora esto. No cabía duda de que la culpable era la ambición. Los monjes harían mejor en vivir resignados, aceptando las tribulaciones y reveses de este mundo como lecciones de paciencia dadas por el Todopoderoso.

Mientras Philip ayudaba a trasladar a los gimientes heridos y a los cuerpos inertes de los muertos desde las ruinas de su catedral, decidió que, en el futuro, dejaría en manos de Dios el mostrarse ambicioso y apremiante. Él, Philip, adoptaría una actitud pasiva aceptando cuanto ocurriera. Si Dios quisiera una catedral, él aportaría la cantera, si incendiaban la ciudad había de considerarse como una señal de que Dios no quería que hubiera una feria del vellón, y ahora que la iglesia se había hundido, Philip no la reconstruiría.

Mientras tomaba aquella decisión, vio a William Hamleigh.

El nuevo conde de Shiring se encontraba sentado en el suelo del tercer intercolumnio, cerca de la nave norte, con el rostro ceniciento y estremeciéndose de dolor. Le había caído una gran piedra sobre el pie. Mientras ayudaba a retirar la piedra, Philip se preguntaba por qué Dios había permitido que murieran tantas gentes buenas y dejado que se salvara un animal como William.

El conde estaba haciendo grandes alardes de dolor por lo del pie; pero, por lo demás, se encontraba perfectamente. Le ayudaron a ponerse en pie. Luego, apoyándose en el hombro de un hombretón más o menos de su misma constitución, se alejó cojeando. Y entonces se oyó el llanto de una criatura.

Todo el mundo lo oyó. Pero no se veían bebés por parte alguna. La gente, desconcertada, miró en derredor. Volvió a oírse el llanto y entonces Philip se dio cuenta de que procedía de debajo de un gran montón de piedras en la nave.

—¡Por aquí! —llamó, se encontró con la mirada de Alfred y le hizo una seña de que se acercara—. Debajo de todo eso hay un niño vivo —le dijo.

Todos habían oído el llanto. Parecía el de una criatura muy pequeña, prácticamente recién nacida.

—Tenéis razón —convino Alfred—. Vamos a retirar algunas de estas piedras grandes.

Él y sus ayudantes empezaron a apartar escombros de un montón que bloqueaba por completo el arco del tercer intercolumnio. Philip se unió a ellos. No podía recordar quién, entre las mujeres de la ciudad, había dado a luz durante las últimas semanas. Claro que tal vez el nacimiento podía no haber llegado a su conocimiento, ya que a pesar de que durante el año último, la población de la ciudad se había reducido, todavía era lo bastante numerosa como para que no se enterara de un hecho tan corriente.

De repente dejó de oírse el llanto. Todo el mundo se quedó quieto a la escucha. Pero no volvió a empezar. Reanudaron la tarea cariacontecidos. Era una operación arriesgada, ya que si se retiraba una piedra podía provocarse la caída de otras. Ese era precisamente el motivo de que Philip hubiera encargado el trabajo a Alfred. Sin embargo, este no se mostraba tan cauteloso como a él le hubiera gustado y parecía dejar que todo el mundo hiciera las cosas a su modo, apartando las piedras sin seguir un plan organizado.

—¡Esperad! —gritó Philip en un momento dado en que el montón osciló de forma peligrosa.

Todos se detuvieron. Philip se dio cuenta de que Alfred se encontraba demasiado impresionado para organizar a la gente de manera adecuada. Habría de hacerlo él mismo.

—Si hay alguien vivo ahí debajo, algo debe de haberles protegido —dijo—, y si dejamos que ese montón oscile podrían perder esa protección y nuestros propios esfuerzos les matarían. Hagamos esto con cuidado. —Señaló a un grupo de canteros que se encontraban allí en pie—. Vosotros tres, subid al montón y empezad a quitar piedras de encima. Pero no os las llevéis vosotros mismos; dad cada una a uno de nosotros y las dejaremos aparte.

Empezaron de nuevo a trabajar siguiendo el plan de Philip. Parecía más rápido y seguro.

Como el bebé había dejado de llorar, no sabían muy bien la dirección que debían seguir, de manera que despejaron un trecho muy amplio, casi toda la anchura del intercolumnio. Algunos de los escombros eran de los que habían caído de la bóveda; pero el tejado de la nave se había derrumbado en parte, de modo que había trozos de madera y pizarra, así como piedras y argamasa.

Philip trabajaba infatigable. Quería que la criatura sobreviviera.

A pesar de que había docenas de personas muertas, el bebé parecía más importante. Tenía la sensación de que, si lograban rescatarle con vida, aún habría esperanza para el futuro. Mientras apartaba las piedras tosiendo y medio cegado por el polvo, rezaba fervoroso para que pudieran encontrarlo vivo.

Finalmente pudo atisbar sobre el montón de escombros el muro exterior de la nave y parte de la ahondada ventana. Parecía haber un espacio detrás del montón. Tal vez quedara allí alguien vivo. Un albañil trepó con dificultad por el cúmulo de piedras y escrutó.

—¡Jesús! —exclamó.

Por una vez Philip no tuvo en cuenta la irreverencia.

—¿Está bien el niño? —preguntó.

—No sabría decirlo —repuso el albañil.

Philip quería preguntarle qué había visto o, mejor aún, echar un vistazo él mismo; pero el hombre había reanudado el trabajo de limpieza de piedras con renovado vigor y nada pudo hacer salvo seguir ayudando, aguijoneado por la curiosidad.

El montón fue reduciéndose deprisa. Había una piedra enorme prácticamente a nivel del suelo, tuvieron que intervenir tres hombres para moverla. Al quedar apartada a un lado, Philip vio al bebé.

Estaba desnudo y acababa de nacer. La blanca piel se hallaba sucia de sangre y del polvo de la construcción, pero aún pudo ver que tenía la cabeza cubierta de un asombroso pelo color zanahoria. Al observarlo más de cerca, Philip comprobó que era un chico. Se encontraba sobre el pecho de una mujer y mamaba de ella. Ella también estaba viva. Sus ojos se encontraron con los de Philip y esbozó una sonrisa, fatigada y feliz.

Era Aliena.

Aliena nunca regresó a la casa de Alfred.

Este había ido pregonando por doquier que la criatura no era suya y, a modo de prueba, alegaba el pelo rojo del chiquillo del mismo color que el de Jack. Sin embargo, no intentó hacer daño alguno al bebé ni a Aliena, aparte de asegurar que no estaba dispuesto a que vivieran en su casa.

Ella se trasladó de nuevo a la casa de una sola habitación, en el barrio pobre, con su hermano Richard. Se sentía aliviada por el hecho de que la venganza de Alfred hubiera sido tan leve, y además contenta de no tener que seguir durmiendo en el suelo a los pies de la cama de él, como un perro. Pero, sobre todo, se sentía orgullosa y emocionada con su encantador bebé. Tenía el pelo rojo, los ojos azules y una tez blanquísima y le recordaba en todo momento a Jack.

Nadie sabía por qué se había derrumbado la iglesia. Sin embargo abundaban las teorías. Algunos alegaban que Alfred no tenía capacidad para ser maestro de obras. Otros culpaban a Philip, por lo mucho que había apremiado a fin de que la bóveda estuviera terminada para Pentecostés. Algunos albañiles afirmaban que la cimbra se había retirado antes de que la argamasa fraguara por completo. Un albañil viejo comentó que, en principio, los muros no estaban preparados para soportar el peso de una bóveda de piedra.

Habían resultado muertas setenta y nueve personas, incluidas las que fallecieron después a causa de las heridas. Todo el mundo afirmaba que hubieran sido muchas más si el prior Philip no hubiera conducido a tanta gente hacia el extremo oriental. El cementerio del priorato estaba ya pleno como resultado del incendio durante la feria del vellón el año anterior, y la mayoría de los muertos hubieron de ser enterrados en la iglesia parroquial. Mucha gente aseguraba que la catedral estaba maldita.

Alfred se llevó a todos sus albañiles a Shiring, donde estaba construyendo casas en piedra para las gentes acaudaladas de la ciudad. Los demás artesanos fueron yéndose a Kingsbridge. En realidad no se despidió a ninguno, y Philip seguía pagando los salarios; pero los hombres no tenían otra cosa que hacer que retirar los escombros y adecentar el lugar, por lo que, al cabo de unas semanas, todos se habían marchado. Ya no acudían voluntarios a trabajar los domingos, el mercado quedó reducido a unos cuantos puestos desprovistos de entusiasmo, y Malachi cargó a su familia y sus posesiones en una inmensa carreta tirada por cuatro bueyes y abandonó la ciudad en busca de pastos más verdes.

Richard alquiló su caballo de guerra a un granjero, y Aliena y él vivían del rédito. Sin el apoyo de Alfred, no podía seguir viviendo como un caballero y, de cualquier manera, ya poco importaba habiendo sido William nombrado conde. Aliena seguía ligada al juramento que hizo a su padre; pero, por el momento, no había nada que ella pudiera hacer para cumplirlo. Richard se sumió en la inercia. Se levantaba tarde, pasaba la mayor parte del día sentado al sol y las noches en la cervecería.

Martha continuaba viviendo en la casa grande, sola, salvo por una sirviente ya de edad. Sin embargo, pasaba la mayor parte del tiempo con Aliena, le encantaba ayudarle con el bebé, sobre todo siendo tan parecido a su queridísimo Jack. Deseaba que Aliena hiciera volver a este; pero ella se mostraba remisa siquiera a nombrarle, por razones que ni ella misma alcanzaba a entender del todo.

El verano pasó para Aliena envuelta en un aura de gozo maternal. Pero, una vez recogida la cosecha, al refrescar algo y hacerse las tardes más cortas, comenzó a sentirse inquieta.

Siempre que pensaba en su futuro le venía Jack a la mente. Se había ido, ella no tenía idea de a dónde, y probablemente jamás volvería. Pero seguía estando con ella, siempre presente en sus pensamientos, rebosante de vida y energía, una imagen tan clara y vívida que era como si le hubiera visto tan sólo el día anterior. Consideró la posibilidad de trasladarse a otra ciudad y hacerse pasar por viuda; pensó en intentar convencer a Richard para que se ganara la vida de alguna manera; reflexionó sobre la posibilidad de tejer o lavar ropa, incluso entrar como sirvienta en casa de alguna de las escasas familias que aún eran lo bastante ricas para poder pagar al servicio. Pero cada uno de sus nuevos proyectos era recibido con risa desdeñosa por el Jack imaginario que habitaba en su cabeza: «Nada te saldrá bien sin mí». Hacer el amor con Jack en la mañana de su boda con Alfred era el pecado más grave que había cometido, y no le cabía la menor duda de que ahora la estaban castigando por ello. No obstante, había veces en que sentía que era la única cosa buena que había hecho en toda su vida y, cuando miraba a su hijito, le resultaba imposible lamentarlo. Sin embargo se hallaba inquieta. Un niño no era suficiente. Se sentía incompleta, vacía. Su casa le parecía demasiado pequeña, Kingsbridge era una ciudad medio muerta, la vida resultaba demasiado monótona.

Empezó a mostrarse impaciente con el chiquillo y regañona con Martha.

Al terminar el verano, el granjero les devolvió el caballo de guerra. Ya no lo necesitaba y, de repente, Richard y Aliena se encontraron sin ingresos.

Cierto día, a principios de otoño, Richard fue a Shiring a vender su armadura. Mientras se encontraba fuera y Aliena estaba comiendo manzanas para ahorrar dinero, apareció en la casa la madre de Jack.

—¡Ellen! —exclamó Aliena.

Se sobresaltó mucho. Su voz denotaba consternación, ya que Ellen había maldecido una ceremonia nupcial en la iglesia, y el prior Philip aún podía castigarla por ello.

—He venido a ver a mi nieto —dijo con calma Ellen.

—¿Pero cómo sabías que…?

—Se oyen cosas incluso en el bosque. —Se acercó a la cuna que estaba en un rincón y contempló al niño dormido, se suavizó su expresión—. Bien, bien. No cabe la menor duda de quién es su padre. ¿Está sano?

—Jamás ha tenido nada… Es pequeño pero fuerte —respondió Aliena con orgullo, y luego añadió—: Como su abuela.

Observó a Ellen. Estaba más delgada que cuando se fue y también más atezada. Vestía una túnica de cuero corta que descubría sus curtidas pantorrillas. Iba descalza. Tenía un aspecto joven y parecía mantenerse en buena forma. Era evidente que la vida en el bosque le sentaba bien. Aliena le calculó treinta y cinco años.

—Pareces encontrarte muy bien —le dijo.

—Os echo de menos a todos —respondió Ellen—. Te echo de menos a ti y a Martha. Incluso a tu hermano Richard. Y echo de menos a mi Jack. Y también a Tom.

Su expresión era de tristeza.

Aliena seguía preocupada por la seguridad de Ellen.

—¿Te ha visto alguien entrar aquí? Tal vez los monjes quieran castigarte.

—No hay monje alguno en Kingsbridge con arrestos suficientes para detenerme —alegó Ellen, sonriendo burlona—. Pero de todas formas he andado con mucho cuidado… Nadie me ha visto.

Hubo una pausa. Ellen dirigió una mirada penetrante a Aliena, la cual se sintió un poco incómoda ante los extraños ojos color miel de Ellen, la cual por fin dijo:

—Estás desperdiciando tu vida.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Aliena.

Las palabras de Ellen hicieron vibrar de inmediato una fibra de su ser.

—Tendrías que ir en busca de Jack.

Aliena se sintió maravillosamente esperanzada.

—Pero no puedo —contestó.

—¿Por qué no?

—En primer lugar no sé dónde está.

—Yo sí.

A Aliena empezó a latirle el corazón con fuerza. Pensaba que nadie sabía a dónde había ido Jack. Era como si se hubiera desvanecido de la faz de la tierra. Pero ahora ya podía imaginárselo en un lugar determinado, real. Eso lo cambiaba todo. Acaso estuviera en alguna parte cerca de allí. Podría enseñarle a su hijo.

—Al menos sé a dónde se dirigía —siguió diciendo Ellen.

—¿A dónde? —preguntó Aliena con tono apremiante.

—A Santiago de Compostela.

—¡Dios mío!

Todas sus esperanzas se derrumbaron y se sintió decepcionada y sin esperanzas. Compostela era la ciudad de España en la que estaba enterrado el apóstol Santiago. Eran necesarios varios meses para llegar a ella. En definitiva era como si Jack se encontrara en el otro extremo del mundo.

—Esperaba hablar con los juglares que encontrara de camino y averiguar algo sobre su padre.

Aliena asintió desconsolada. Era lógico. Jack siempre se había sentido dolido de saber tan poco acerca de su padre. Incluso cabía la posibilidad de que no volviera jamás. Durante un viaje tan largo era casi seguro que encontraría una catedral en la que quisiera trabajar y acaso luego se instalara allí definitivamente. Al ir en busca del padre, probablemente perdería a su hijo.

—Está tan lejos —se lamentó Aliena—. Me gustaría ir en su busca.

—¿Por qué no? —replicó Ellen—. Miles de personas van allí en peregrinación ¿Acaso no puedes hacerlo tú?

—Juré a mi padre ocuparme de Richard hasta que fuera conde —le contestó Aliena—. No puedo dejarlo.

Ellen se mostró escéptica.

—¿Cómo te imaginas que lo haces ahora mismo? —le preguntó—. No tenéis un céntimo y William es el nuevo conde. Richard ha perdido toda posibilidad de recuperar el Condado. Le ayudas tan poco en Kingsbridge como si estuvieras en Compostela. Has consagrado tu vida a ese estúpido juramento. Pero ahora ya no puedes hacer nada más. No veo por qué motivo habrías de merecer los reproches de tu padre. Si quieres mi opinión, el mayor favor que podrías hacer a Richard sería el de apartarte de él por un tiempo, y darle la oportunidad de que aprenda a ser independiente.

Aliena se dijo que todo aquello era verdad, que de momento no podía prestar ayuda alguna a su hermano, tanto si se quedaba en Kingsbridge como si no ¿Sería posible que ya estuviera libre? ¿Libre para ir en busca de Jack? Sólo de pensarlo el corazón le latía con fuerza.

—Pero no tengo dinero para ir de peregrinación —objetó.

—¿Qué ha sido de aquel enorme caballo de guerra?

—Aún lo tenemos.

—Véndelo.

—No podría. Es de Richard.

—¡Por Dios Santo! ¿Quién demonios lo compró? —preguntó Ellen enfadada—. ¿Realizó Richard durante años un duro trabajo para establecer un negocio de lanas? ¿Acaso Richard negoció con los codiciosos campesinos y los ladinos compradores flamencos? ¿Compró Richard la lana y la almacenó, y estableció un puesto de mercado y la vendió? ¡No me digas que el caballo es de Richard!

—Se pondrá tan furioso…

—Estupendo. Esperemos que se ponga lo bastante furioso que se sienta impulsado a trabajar por primera vez en su vida.

Aliena abrió la boca para hablar, pero en seguida volvió a cerrarla.

Ellen tenía razón. Richard siempre había contado con ella para todo.

Mientras su hermano había estado luchando por recuperar su patrimonio, Aliena se había sentido obligada a mantenerle. Pero ya había dejado de luchar. Por lo tanto no tenía derecho a exigirle nada. Ella fue quien compró el condenado caballo y por lo tanto podía venderlo.

Se imaginó encontrándose de nuevo con Jack. Veía ya su cara sonriéndole. Se besarían. Experimentó un estremecimiento de placer en la espalda. Y sintió que empezaba a sentir humedad en aquella parte con sólo pensar en ello. Eso le hizo sentirse incómoda.

—Claro que viajar resulta arriesgado —reconoció Ellen.

Aliena sonrió.

—Eso es algo que no me preocupa lo más mínimo. He estado viajando desde que tenía diecisiete años. Puedo cuidar de mí.

—Como quiera que sea, habrá centenares de personas en el camino a Compostela. Puedes unirte a un grupo grande de peregrinos. No tienes por qué viajar sola.

Aliena suspiró.

—Verás. Si no tuviera el bebé creo que lo haría.

—Por él precisamente debes hacerlo —le aconsejó Ellen—. Necesita un padre.

Aliena no lo había considerado desde aquel punto de vista. Sólo había pensado en el viaje de una forma egoísta. En aquel momento comprendió que el niño necesitaba a Jack tanto como ella. En su obsesión por el cuidado cotidiano de la criatura no había pensado en su futuro. De súbito le pareció terriblemente injusto que el niño creciera sin conocer al genio único, adorable y deslumbrador que era su padre.

Se dio cuenta de que se estaba convenciendo a sí misma de hacer el viaje y sintió un ramalazo de aprensión.

Entonces surgió una dificultad.

—No puedo llevarme el bebé a Compostela.

Ellen se encogió de hombros.

—No encontrará diferencia alguna entre España e Inglaterra. Pero no es forzoso que te lo lleves.

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Déjalo conmigo. Lo alimentaré con leche de cabra y miel silvestre.

Aliena negó con la cabeza.

—No soportaría estar separada de él. Lo quiero demasiado.

—Si tanto lo quieres, ve y encuentra a su padre —le dijo Ellen.

2

Aliena halló un barco en Wareham. Cuando de jovencita navegaba para ir a Francia con su padre, lo hacían en uno de los barcos de guerra normandos. Eran unas embarcaciones largas y estrechas cuyos costados se curvaban hasta formar una punta alta y aguda a babor y estribor. Llevaban hileras de remeros a cada lado y una vela de cuero cuadrada. En esta ocasión, el barco que había de llevarla a Normandía era similar a aquellos barcos de guerra, pero más ancho en el centro y más profundo para poder contener la carga; procedía de Burdeos, y Aliena había visto a los marineros descalzos descargar grandes toneles de vino destinados a las bodegas de las gentes acaudaladas.

Sabía que tenía que dejar a su bebé, pero ello le partía el corazón. Cada vez que lo miraba, se repetía todos los argumentos y acababa decidiendo una vez más que debía irse. Pese a todo, no quería separarse del niño.

Ellen había ido a Wareham con ella allí. Aliena se reunió con dos monjes de la abadía de Glastonbury que iban a visitar su propiedad en Normandía. En el barco iban otros tres pasajeros. Un joven escudero que había pasado cuatro años con un pariente inglés y regresaba a Toulouse con sus padres, y dos jóvenes albañiles que habían oído decir que los salarios eran más altos y las jóvenes más bonitas al otro lado de las aguas. La mañana que tenían que zarpar, todos ellos esperaron en la cervecería mientras la tripulación cargaba en el barco pesados lingotes de estaño de Cornualles. Los albañiles bebieron varias jarras de cerveza, pero no parecían embriagados. Aliena abrazaba al niño y lloraba en silencio.

Por último, el barco se dispuso a zarpar. La yegua negra y robusta que Aliena compró en Shiring jamás había visto el mar y se negaba a subir por la plancha. El escudero y los albañiles aportaron su colaboración entusiasta y finalmente el caballo subió a bordo.

Las lágrimas cegaban a Aliena cuando entregó el bebé a Ellen.

—No puedes hacer esto. Me equivoqué al sugerírtelo —dijo al tiempo que cogía al chiquillo.

Arreció el llanto de Aliena.

—Pero está Jack —dijo sollozando—. No puedo vivir sin Jack. Sé que no puedo. Tengo que buscarlo.

—Sí, claro —se mostró de acuerdo Ellen—. No quiero decirte que renuncies al viaje. Pero no puedes dejar detrás de ti al niño. Llévatelo contigo.

Aliena se sintió embargada por la gratitud y siguió llorando sin cesar.

—¿Crees que estará bien?

—Durante todo el camino hasta aquí se ha sentido feliz cabalgando contigo. El resto del viaje será por el estilo. Y desde luego no le gusta demasiado la leche de cabra.

—Vamos, señoras. La marea está subiendo —les dijo el capitán del barco.

Aliena cogió de nuevo al bebé y besó a Ellen.

—Gracias. Soy tan feliz.

—Buena suerte.

Aliena dio media vuelta y subió corriendo por la plancha hasta el barco.

Se hicieron a la mar de inmediato; siguió saludando a Ellen con la mano, hasta que sólo fue un punto sobre el muelle. Cuando salieron de Poole Harbour empezó a llover. Arriba no había dónde refugiarse, por lo que Aliena se sentó en el fondo con los caballos y el cargamento. La cubierta parcial, sobre la que se sentaban los remeros, y que estaba por encima de su cabeza, no llegaba a protegerle del todo del mal tiempo, pero pudo mantener seco al niño envuelto en su capa; parecía como si el vaivén del barco le gustara porque se quedó dormido. Al caer las sombras y echar anclas el barco, Aliena se unió a los monjes en sus oraciones. Luego, dormitó inquieta, manteniéndose sentada y erguida con el bebé en brazos.

Al día siguiente, desembarcaron en Barfleur, y Aliena encontró hospedaje en la ciudad más cercana, Cherburgo. Pasó otro día recorriendo la ciudad, hablando con posaderos y constructores, preguntándoles si habían visto a un joven albañil inglés con el pelo de un rojo llameante. Nadie lo recordaba. Había montones de normandos pelirrojos y por ello tal vez no les llamara la atención. O acaso hubiera embarcado en otro puerto.

Pensándolo bien, Aliena no esperaba encontrar tan pronto el rastro de Jack, aunque de todos modos se sintió descorazonada. Al día siguiente, se puso en marcha, dirigiéndose hacia el sur. Viajó con un vendedor de cuchillos, su gorda y alegre mujer y sus cuatro hijos. Avanzaban muy despacio y Aliena estaba contenta de que mantuvieran aquel ritmo, sin llegar a cansar al caballo, que habría de llevarla durante un largo camino. A pesar de la protección que le proporcionaba viajar con una familia, seguía llevando bajo su manga izquierda, siempre dispuesta, la larga y afilada daga. No parecía adinerada, su indumentaria era caliente, pero no primorosa, y el caballo daba la impresión de fuerza aunque no de brío. Tenía buen cuidado de mantener a mano algunas monedas, sin mostrar nunca el pesado cinturón con dinero que llevaba sujeto a la cintura debajo de la túnica. Amamantaba al bebé con discreción, sin permitir que hombres extraños le vieran el pecho.

Aquella noche recibió una inmensa dosis de optimismo gracias a un golpe de suerte. Se detuvieron en una pequeña aldea llamada Lessay y en ella Aliena encontró a un monje que recordaba con toda claridad a un joven albañil inglés que se había mostrado fascinado ante el nuevo y revolucionario castillaje de la bóveda en la iglesia abadía. Aliena no cabía en sí de gozo. El monje recordaba incluso que Jack había dicho que había desembarcado en Honfleur, lo que explicaba que en Cherburgo no se encontrara rastro de él. A pesar de que eso ocurrió hacía ya un año, el monje hablaba con agrado de Jack, y era evidente que su personalidad le había resultado muy simpática. Aliena estaba emocionada por estar hablando con alguien que le había visto. Aquello le confirmaba que se encontraba en el buen camino.

Finalmente se separó del monje y se echó a dormir sobre el suelo de la casa de huéspedes de la abadía. Antes de quedarse dormida, abrazó con fuerza al bebé.

—Vamos a encontrar a tu padre —le susurró junto a la diminuta y rosada oreja.

En Tours el bebé cayó enfermo.

La ciudad era rica, sucia y se hallaba atestada de gente. Las ratas corrían en gran número por los inmensos almacenes de grano junto al río Loira. Estaba llena de peregrinos. Tours era un punto de salida tradicional para peregrinar a Compostela. Y además se avecinaba la fiesta de San Martín, primer obispo de Tours, y muchos habían acudido a la iglesia de la abadía para visitar su tumba. San Martín era famoso por haber cortado su capa en dos para dar la mitad a un mendigo desnudo. Con motivo de esa fiesta, las posadas y casas de huéspedes de Tours se encontraban abarrotadas. Aliena se vio obligada a aceptar lo que a duras penas pudo encontrar y se quedó en una pobre taberna junto a los muelles, dirigida por dos hermanas que eran demasiado viejas y frágiles para mantener el lugar limpio.

Al principio Aliena no pasó mucho tiempo en su alojamiento. Con el niño en brazos recorrió las calles preguntando por Jack. Pronto se dio cuenta de que la ciudad desbordaba en todo momento de gente, por lo que los posaderos ni siquiera podían recordar a los huéspedes de la penúltima semana, así que no valía la pena preguntar por alguien que acaso pasó por allí hacía ya un año. Pese a todo, se detenía en cada uno de los enclaves de las construcciones para preguntar si habían empleado a un joven albañil inglés pelirrojo de nombre Jack. Nadie lo había contratado.

Aliena estaba decepcionada. No había sabido nada de él desde Lessay. Si hubiera seguido adelante con su plan de ir a Compostela, casi con toda certeza hubiera acudido a Tours. Empezó a temer que hubiera cambiado de idea.

Al igual que todo el mundo, fue a la iglesia de San Martín. Y allí vio a un equipo de obreros ocupado en un intensivo trabajo de reparaciones.

Buscó al maestro de obras, un hombre pequeño y de mal genio que empezaba a quedarse calvo, y le preguntó si había trabajado para él un albañil inglés.

—Jamás empleo ingleses —dijo el hombre con brusquedad antes de que Aliena hubiera terminado de hablar—. Los albañiles ingleses no sirven para nada.

—Este es muy bueno —aseguró Aliena—. Y habla bien francés, así que tal vez no te dieras cuenta de que es inglés. Es pelirrojo.

—No, nunca lo he visto —afirmó sin contemplaciones el maestro al tiempo que daba media vuelta.

Aliena regresó a su alojamiento bastante deprimida. No era en modo alguno alentador recibir un trato grosero sin motivo alguno. Aquella noche, sufrió trastornos de vientre y no pegó ojo. Al día siguiente, se encontró demasiado enferma para salir a la calle y pasó todo el día en la taberna, tumbada en la cama. Por la ventana, entraba la peste del río y, de abajo, le llegaban los desagradables olores de vino derramado y aceite de oliva. A la mañana siguiente el bebé se despertó enfermo.

La despertó su llanto. No era la rabieta habitual, vigorosa y exigente, sino un lloriqueo débil y lastimero. Sufría los mismos trastornos de vientre que ella; pero además estaba febril. Tenía cerrados con fuerza sus ojos azules, siempre tan vivos y despiertos y las diminutas manos apretadas. Su carita estaba enrojecida y moteada.

Como nunca había estado enfermo, Aliena no sabía qué hacer.

Le dio el pecho. Por un momento mamó sediento, luego empezó a llorar de nuevo y a continuación volvió a mamar. No pareció que la leche le diera consuelo.

En la taberna, trabajaba una camarera joven y agradable y Aliena le pidió que fuera a la abadía y comprara agua bendita. Pensó también en enviarla en busca de un médico, pero esos siempre querían sangrar a la gente y Aliena no creía que el bebé fuera a mejorar sangrándole.

La sirvienta volvió con su madre, que quemó un manojo de hierbas secas en un recipiente de hierro. Produjeron un humo acre que pareció absorber los malos olores de aquel lugar.

—El niño tendrá sed, dale el pecho siempre que quiera —dijo a Aliena—. Tú misma bebe mucho para que tengas leche abundante. Es cuanto puedes hacer.

—¿Se pondrá bien? —preguntó ansiosa Aliena.

La mujer se mostró comprensiva.

—No lo sé, querida. Es difícil saberlo cuando son tan pequeños. Por lo general sobreviven a este tipo de cosas. Aunque a veces no. ¿Es el primero?

—Sí.

—Bueno, recuerda que siempre puedes tener más.

Es que este es el hijo de Jack, y ya le he perdido a él, se dijo Aliena. Pero guardó para sí sus pensamientos, dio las gracias a la mujer y le pagó las hierbas.

Una vez que se fueron, diluyó el agua bendita con agua corriente, humedeció en ella un paño y refrescó la cabeza del niño.

Pareció empeorar a medida que avanzaba el día. Aliena le daba el pecho cuando lloraba, le cantaba para mantenerle despierto y le refrescaba con el agua bendita cuando dormía. Mamaba continuamente, aunque de manera caprichosa. Por fortuna, Aliena tenía mucha leche, siempre la había tenido; también ella seguía enferma y sólo comía pan duro y vino aguado. A medida que pasaban las horas empezó a aborrecer aquella habitación, con sus paredes desnudas salpicadas de cagadas de moscas, el tosco pavimento de madera, la puerta mal ajustada y el ridículo ventanuco. Había exactamente cuatro muebles. Una desvencijada cama, un taburete de tres patas, un colgador de ropa, y un candelabro de pie con tres brazos, aunque con una sola vela.

Cuando empezó a anochecer, acudió la sirvienta y encendió la vela. Miró al bebé que estaba acostado, agitando brazos y piernas y quejándose lastimero.

—Pobrecito —se compadeció la muchacha—. No entiende por qué se siente tan mal.

Aliena se levantó del taburete y se dirigió a la cama, pero mantuvo encendida la vela para poder ver al bebé. Ambos pasaron toda la noche dormitando inquietos. Ya de amanecida, la respiración del niño se hizo más leve y dejó de llorar y moverse.

Aliena empezó a sollozar en silencio. Había perdido el rastro de Jack, y su hijo iba a morir allí, en una casa llena de gente extraña en una ciudad muy lejos de su hogar; jamás habría otro Jack y nunca volvería a tener otro hijo. Tal vez también debería morir ella. Acaso eso fuera lo mejor.

Al romper el alba, apagó la vela y se sumió en un sueño. Estaba exhausta.

De abajo, llegó un fuerte ruido que la despertó. El sol estaba alto y en la orilla del río, debajo de su ventana, había un estruendoso e intenso ajetreo. El bebé se había quedado prácticamente inmóvil y su carita estaba, al fin, tranquila. Aliena sintió helársele el corazón. Le tocó el pecho. No lo tenía caliente y tampoco frío. Su respiración se hizo entrecortada. De repente el niño lanzó un suspiro profundo y estremecido, y abrió los ojos. Aliena estuvo a punto de desmayarse por el alivio.

Lo cogió en brazos y lo estrechó contra sí. El bebé empezó a gritar con fuerza. Entonces Aliena comprendió que ya estaba bien. La temperatura era normal y no parecía dolerle nada. Le dio de mamar y el niño chupó ávido. En vez de dejarlo, después de unas cuantas chupadas prosiguió incansable, y una vez que terminó con un pecho mamó del otro hasta el fin. Luego, ya satisfecho, se quedó profundamente dormido.

Aliena se dio cuenta de que también sus males habían desaparecido, aunque se encontraba como si la hubieran exprimido. Durmió junto al niño hasta mediodía y entonces le volvió a dar de mamar. Luego, bajó a la taberna y comió queso de cabra con pan tierno y un poco de bacón.

Tal vez fuera el agua bendita de San Martín la que hizo ponerse bien al niño. Aquella tarde volvió junto a la tumba del santo para darle las gracias.

Mientras se encontraba en la gran iglesia abadía, observó a los constructores mientras trabajaban, pensando en Jack quien, después de todo, aún podría ver a su hijo. Aliena se preguntaba si no se habría desviado de su ruta original. Tal vez estuviera trabajando en París esculpiendo piedras para una nueva catedral que se construyese allí. Mientras pensaba en él, se le iluminó la mirada al ver que los constructores estaban instalando un nuevo voladizo. Estaba esculpido con la figura de un hombre que parecía sostener sobre sus espaldas todo el peso del pilar. Emitió un sonido entrecortado. Al punto supo, sin la menor sombra de duda, que aquella figura contorsionada y atormentada la había esculpido Jack ¡De manera que había estado allí!

Con el corazón palpitante, se acercó a los hombres que estaban haciendo el trabajo.

—¡Ese voladizo! —dijo casi sin aliento—. El hombre que lo esculpió era inglés, ¿verdad?

—Así es. Lo hizo Jack Fitzjack —le contestó un viejo trabajador—. En mi vida he visto nada semejante.

—¿Cuándo estuvo aquí? —volvió a preguntar Aliena.

Contuvo el aliento mientras el viejo se rascaba la cabeza canosa a través de una grasienta gorra.

—Por ahora debe de hacer casi un año. Verás, no se quedó mucho tiempo. Al maestro de obras no le gustaba —bajó la voz—. Si quieres saber la verdad, Jack era demasiado bueno. Superaba con mucho al maestro. De manera que tenía que irse.

Se llevó un dedo a un lado de la nariz como quien hace una confidencia.

—¿Dijo a dónde iba? —inquirió Aliena excitada.

El viejo miró al bebé.

—Si el pelo revela algo, este niño es de él.

—Sí, lo es.

—¿Crees que Jack se alegrará de verte?

Aliena comprendió que aquel trabajador pensaba que tal vez Jack estuviera huyendo de ella. Se echó a reír.

—Sí, claro. Estará muy contento de verme.

El hombre se encogió de hombros.

—Dijo que se iba a Compostela, si es que te sirve de algo.

—¡Gracias! —exclamó feliz Aliena y, ante el asombro y la satisfacción del viejo, le besó.

Las rutas de peregrinos que atravesaban Francia convergían en Ostbat, al pie de los Pirineos. Allí, el grupo de unos veinte peregrinos con quienes viajaba Aliena aumentó hasta alrededor de setenta. Era un grupo de pies doloridos pero muy alegre. Algunos eran ciudadanos prósperos, otros tal vez fugitivos de la justicia, había incluso unos cuantos borrachos y varios monjes y clérigos. Los hombres de Dios se encontraban allí impulsados por la devoción; pero la mayoría de los demás parecían dispuestos a pasarlo bien. Se escuchaban diversos idiomas, incluidos el flamenco, una lengua alemana, y otra del sur francés llamada de Oc. Sin embargo, no había falta de comunicación entre ellos y, mientras atravesaban los Pirineos, cantaban juntos, practicaban juegos, relataban historias y, en algunos casos, tenían relaciones amorosas.

Por desgracia, después de Tours, Aliena no volvió a encontrar más gente que recordara a Jack. Y, durante toda la ruta por Francia tampoco vio tantos juglares como había imaginado. Uno de los peregrinos flamencos, un hombre que había hecho antes aquel camino, aseguró que habría bastantes más en la parte española, al otro lado de las montañas.

Y estaba en lo cierto. En Pamplona, Aliena se sintió excitada al encontrar a un juglar que recordaba haber hablado con un joven inglés pelirrojo que iba preguntando acerca de su padre.

Mientras los fatigados peregrinos avanzaban lentos a través del norte de España en dirección a la costa, Aliena encontró a varios juglares más, y la mayoría de ellos recordaban a Jack. Se dio cuenta con excitación creciente de que todos ellos habían dicho que se dirigía a Compostela.

Pero ninguno recordaba haberle visto de regreso.

Lo que quería decir que aún seguía allí. Mientras sentía el cuerpo cada vez más dolorido, su espíritu se sentía, por el contrario, más animado. Durante los últimos días del viaje, apenas podía contener su optimismo. Estaba mediado el invierno pero el tiempo era cálido y soleado. El niño, que ya tenía seis meses, estaba fuerte y contento. Aliena se hallaba segura de encontrar a Jack en Compostela.

Llegaron allí el día de Navidad.

Se encaminaron directamente a la catedral para oír misa. Como era de esperar, la iglesia estaba atestada. Aliena dio vueltas una y otra vez entre los fieles, observando los rostros. Pero Jack no estaba allí.

Claro que no era muy devoto. De hecho jamás acudía a iglesias salvo para trabajar. Cuando encontró alojamiento ya había oscurecido. Se acostó, pero apenas pudo dormir a causa de la excitación, sabiendo que Jack se encontraría probablemente a escasa distancia de ellos y que al día siguiente lo vería, lo besaría y le mostraría al niño.

Se levantó con las primeras luces. El pequeñín acusó su impaciencia y mamó irritado, mordiéndole los pezones con sus encías. Aliena se lavó presurosa para salir de inmediato con él en brazos. Mientras caminaba por las polvorientas calles, esperaba ver a Jack a la vuelta de cada esquina. ¡Pues no iba a quedarse asombrado cuando la viera! ¡Y qué contento se pondría! Sin embargo, al no verlo por las calles empezó a visitar todas las casas de huéspedes. Tan pronto como la gente empezó a trabajar, Aliena acudió a los enclaves de las construcciones y habló con los albañiles. Conocía las palabras cantero y pelirrojo en lengua castellana, y además los habitantes de Compostela estaban familiarizados con los extranjeros, de manera que logró entenderse. Pero no halló rastro de Jack. Empezó a preocuparse. La gente tenía que conocerlo con toda seguridad. No era el tipo de persona que pudiera pasar inadvertida, y debía de haber estado allí durante varios meses. También se mantenía alerta para descubrir su estilo característico de esculpir. No vio nada.

Mediada la mañana, encontró a una tabernera de mediana edad, coloradota, que hablaba francés y recordaba a Jack.

—Un guapo mozo… ¿Es tuyo? De cualquier manera, ninguna de las mozas locales sacó nada en limpio de él. Estuvo aquí a mediados del verano; pero, desafortunadamente, no se quedó mucho tiempo. Y tampoco quiso decir a dónde iba. Me era simpático. Si lo encuentras, dale un abrazo de mi parte.

Aliena regresó a su alojamiento y se tumbó en la cama con los ojos clavados en el techo. El bebé gruñía; pero, por una vez, no le hizo caso. Estaba exhausta, decepcionada y sentía añoranza. No era justo. Había seguido su rastro hasta Compostela, y él se había marchado a alguna otra parte.

Como no había regresado a los Pirineos, y como al este de Compostela sólo había una faja de costa y el océano que llegaba al fin del mundo, Jack debió de haber seguido más hacia el sur. Tendría que ponerse de nuevo en marcha y cabalgar sobre su yegua negra, con el bebé en brazos, hacia el corazón de España.

Se preguntó cuánto habría de alejarse de su casa antes de que su peregrinaje diera fin.

Jack pasó el día de Navidad con su amigo Raschid Alharoun, en Toledo. Raschid era un sarraceno converso que había hecho una fortuna importando especias de Oriente, en especial pimienta. Se conocieron durante una misa de mediodía en la gran catedral, y luego regresaron paseando bajo el tibio sol invernal a través de las angostas calles y el aromático mercado, hacia el barrio opulento.

La casa de Raschid estaba construida con una deslumbrante piedra blanca, alrededor de un patio con una fuente en el centro. Las arcadas en penumbra del patio recordaban a Jack el claustro del priorato de Kingsbridge. En Inglaterra daban protección frente al viento y la lluvia; pero, en España, estaban más bien destinadas a mitigar la fuerza del sol.

Raschid y sus invitados tomaron asiento sobre cojines ante una mesa baja. Las mujeres e hijas servían a los hombres, así como varias muchachas sirvientes cuyo lugar en la casa era un tanto dudoso.

Raschid, como cristiano, sólo podía tener una esposa; aunque Jack sospechaba que había eludido con sigilo la desaprobación de la Iglesia en cuanto a las concubinas.

Las mujeres constituían la principal atracción en la acogedora casa de Raschid. Todas ellas eran hermosas. Su esposa era una mujer escultural, de ademanes graciosos, de suave tez morena, pelo negro luminoso y límpidos ojos castaños, y las hijas eran versiones más esbeltas del mismo tipo.

—Mi Raya es la hija perfecta —dijo Raschid mientras ella daba vuelta a la mesa con un cuenco de agua perfumada para que los invitados se enjuagaran las manos—. Es atenta, obediente y bella. Joseph es un hombre afortunado.

El novio inclinó la cabeza como reconociendo su buena fortuna.

La segunda hija era orgullosa, incluso altanera. Pareció que le molestaban las alabanzas referidas a su hermana. Miró altiva a Jack mientras escanciaba en su copa una extraña bebida contenida en una jarra de cobre.

—¿Qué es? —le preguntó él.

—Licor de menta —repuso ella desdeñosa.

Le molestaba servirle por ser hija de un hombre importante y él un vagabundo pobretón.

Aysha, la hija tercera, era por la que más simpatía sentía Jack. En los tres meses que había estado allí, llegó a conocerla muy bien. Tenía quince o dieciséis años, era menuda y se mostraba rebosante de vida, siempre sonriente. Aunque era tres o cuatro años más joven que él no parecía una adolescente. Tenía una inteligencia viva e inquisitiva. Le hacía preguntas interminables acerca de Inglaterra y su diferente estilo de vida. A menudo se burlaba de la sociedad de Toledo, el esnobismo de los árabes, los dengues de los judíos y el mal gusto de los nuevos ricos cristianos. A veces, hacía reír a Jack a carcajadas.

Aunque era la más joven, parecía la menos inocente de las tres. En ciertas ocasiones, la forma en que miraba a Jack al inclinarse sobre él para poner en la mesa una fuente de sabrosos camarones, parecía revelar una vena inconfundiblemente licenciosa. Aysha encontró su mirada y dijo «licor de menta» imitando a la perfección los modales presumidos de su hermana. Y Jack no pudo contener la risa. Cuando estaba con Aysha, solía olvidar durante horas a Aliena.

Pero, en cuanto se encontraba lejos de aquella casa, Aliena ocupaba sus pensamientos como si sólo el día anterior se hubiera separado de ella. Su recuerdo le resultaba penosamente vívido, a pesar de que no la había visto hacía más de un año. Podía evocar cada una de sus expresiones. Riendo, pensativa, suspicaz, ansiosa, complacida, asombrada y, con más claridad que todas ellas, apasionada. Tampoco había olvidado nada de su cuerpo y todavía podía ver la curva de su seno, sentir la suave piel del interior de su muslo, saborear sus besos y aspirar el aroma de su despertar. Sentía frecuentemente nostalgia de ella.

A fin de calmar ese deseo frustrado, imaginaba a veces qué estaría haciendo Aliena. En su pensamiento, podía verla tirando de las botas de Alfred al final del día, sentada comiendo con él, besándolo, haciendo el amor con él, y dando el pecho a un chiquillo que era la viva imagen de Alfred. Aquellas visiones le torturaban pero no impedían que la añorase.

En aquel día, Navidad, Aliena asaría un cisne y lo revestiría con sus plumas para sacarlo a la mesa. Para beber, tendrían ponche hecho con cerveza, huevos, leche y nuez moscada. La comida que Jack tenía ante sí no podía ser más diferente. Había platos de cordero que le hacían la boca agua, hechos con especias desconocidas, arroz mezclado con nueces y ensaladas aliñadas con zumo de limón y aceite de oliva. Le había costado algo acostumbrarse a los guisos españoles. Jamás servían grandes cuartos de vaca, patas de cerdo ni tampoco pierna de venado, sin los que, en Inglaterra, ninguna fiesta estaba completa. Y tampoco gruesas rebanadas de pan. No tenían los alazanes praderas en las que podían pastar grandes rebaños de ganado, y tampoco los fértiles suelos donde cultivar grandes extensiones de trigales ondulantes. Compensaban las cantidades de carne, relativamente pequeñas, mediante maneras imaginativas de cocinar con todo tipo de especias y, en lugar del omnipresente pan de los ingleses, disfrutaban de una gran variedad de vegetales y frutas.

Jack vivía en Toledo con un pequeño grupo de clérigos ingleses. Formaban parte de una comunidad internacional de eruditos, en la que se encontraban judíos, musulmanes y mudéjares. Los ingleses se ocupaban de traducir obras de matemáticas del árabe al latín, para que así pudieran leerlas los cristianos. Entre ellos existía un ambiente de excitación febril, a medida que descubrían y exploraban el acervo atesorado por la sabiduría árabe. De manera fortuita habían admitido a Jack en calidad de estudiante. Daban acogida en su círculo a todo aquel que comprendiera lo que estaban haciendo y compartiera su entusiasmo. Eran semejantes a campesinos que hubieran estado laborando durante años para obtener una cosecha de una tierra pobre y, de repente, se encontraran en un fecundo valle de aluvión. Jack había abandonado la construcción para estudiar matemáticas. Hasta ese momento, no necesitó trabajar por dinero. Los clérigos le facilitaban cama y toda la comida que quisiera, e incluso le hubieran dado indumentaria y sandalias nuevas si las precisara.

Raschid era uno de sus mecenas. En su calidad de mercader internacional, dominaba varias lenguas y era en extremo cosmopolita en sus actitudes. En su casa hablaba el castellano, la lengua de la España cristiana, en lugar del mozárabe. Su familia también hablaba francés, la lengua de los normandos, que eran mercaderes importantes. A pesar de ser un comerciante, tenía un poderoso intelecto y una curiosidad abierta a todos los campos. Se deleitaba hablando con los eruditos acerca de sus teorías. Había simpatizado de inmediato con Jack, el cual cenaba en su casa varias veces por semana.

—¿Qué nos han enseñado esta semana los filósofos? —le preguntó Raschid tan pronto como empezaron a comer.

—He estado leyendo a Euclides.

Los Elementos de Geometría de Euclides, era uno de los primeros libros traducidos.

—Euclides es un extraño nombre para un árabe —apuntó Ismail, hermano de Raschid.

—Era griego —le explicó Jack—. Vivió antes del nacimiento de Cristo. Los romanos perdieron su trabajo; pero los egipcios lo conservaron, de manera que ha llegado hasta nosotros en árabe.

—¡Y ahora los ingleses lo están traduciendo al latín! —exclamó Raschid—. Resulta divertido.

—¿Pero qué has aprendido? —le preguntó Josef, el prometido de Raya.

Jack vaciló un instante. Resultaba difícil de explicar. Intentó exponerlo de una manera práctica.

—Mi padrastro, el constructor, me enseñó cómo realizar ciertas operaciones geométricas. Cómo dividir una línea en dos partes iguales, cómo trazar un ángulo recto y cómo dibujar un cuadrado dentro de otro, de manera que el más pequeño sea la mitad del área del grande.

—¿Cuál es el objetivo de tales habilidades? —le interrumpió Josef.

Había una nota de desdén en su voz. Consideraba a Jack como un advenedizo y sentía envidia de la atención que Raschid le prestaba.

—Esas operaciones son esenciales para proyectar construcciones —contestó Jack en tono amable, simulando no haberse dado cuenta del tono de Josef—. Echad un vistazo a este patio. El área de las arcadas cubiertas todo alrededor de los bordes es exactamente igual al área abierta en el centro. La mayoría de los patios pequeños están construidos de igual manera, incluidos los claustros de los monasterios. Ello se debe a que esas proporciones son las más placenteras. Si el centro fuera mayor, parecería una plaza de mercado y, de ser más pequeño, da la impresión de un agujero en el tejado. Pero, para obtener la impresión adecuada, el constructor ha de ser capaz de concebir la zona abierta en el centro de tal manera que sea exactamente la mitad de todo el conjunto.

—¡Nunca pensé en ello! —exclamó Raschid con tono triunfal.

Nada le gustaba más que aprender algo nuevo.

—Euclides explica por qué dan resultado esas técnicas —siguió diciendo Jack—. Por ejemplo, las dos partes de la línea dividida son iguales porque forman los lados correspondientes de triángulos congruentes.

—¿Congruentes? —inquirió Raschid.

—Quiere decir exactamente iguales.

—Ah…, comprendo.

Sin embargo, Jack pudo darse cuenta de que nadie más lo entendía.

—Pero tú podías realizar todas esas operaciones antes de leer a Euclides, de manera que no veo que hayas aprendido algo nuevo —alegó Josef.

—Un hombre siempre se perfecciona al lograr comprender algo —protestó Raschid.

—Además, ahora que ya entiendo algunos principios de la geometría, puede que sea capaz de concebir soluciones a nuevos problemas que desconcertaban a mi padrastro —manifestó Jack.

Se sentía más bien defraudado por aquella conversación. Euclides había llegado a él como el cegador destello de una revelación; pero estaba fracasando al tratar de comunicar la emocionante importancia de aquellos nuevos descubrimientos. Así que, en cierto modo, cambió de táctica.

—Lo más interesante de Euclides es el método —dijo—. Toma cinco axiomas, verdades tan evidentes que no necesitan explicación, y todo lo demás lo deduce de ellas recurriendo a la lógica.

—Dame un ejemplo de axioma —pidió Raschid.

—Una línea recta puede prolongarse de manera indefinida.

—No, no puede —intervino Aysha, que estaba dando vuelta a la mesa con un cuenco de higos.

Los invitados sintieron cierto sobresalto al oír que una joven intervenía en la conversación, pero Raschid se echó a reír indulgente.

Aysha era su favorita.

—¿Y por qué no? —le preguntó.

—En un momento dado ha de terminar —respondió ella.

—Pero en tu imaginación puede prolongarse indefinidamente —alegó Jack.

—En mi imaginación, el agua puede correr hacia arriba y los perros hablar latín —respondió con desenfado.

Su madre, que entraba en aquel momento en la habitación, oyó aquella réplica.

—¡Aysha! —exclamó con tono duro— ¡Afuera!

Todos los hombres rieron. Aysha hizo una mueca y salió.

—Quienquiera que se case con ella se las va a ver y a desear —comentó el padre de Josef.

Todos rieron de nuevo y también Jack. Luego, se dio cuenta de que cuantos se hallaban presentes lo miraban, como si la chanza estuviera dirigida a él.

Después de la comida, Raschid mostró su colección de juguetes mecánicos. Tenía un tanque que se podía llenar con una mezcla de agua y vino y que luego salían por separado, un maravilloso reloj movido con agua que marcaba las horas del día con impresionante exactitud, una jarra que se volvía a llenar por sí misma pero que nunca se derramaba, una pequeña estatua en madera de una mujer cuyos ojos estaban hechos con una especie de cristal que absorbía agua con la calma diurna y que luego la vertía con el frescor de la noche, por lo que parecía que estaba llorando.

Jack compartía la fascinación de Raschid ante aquellos juguetes, pero lo que más intrigado le tenía era la estatua llorosa ya que, en tanto que los mecanismos de los otros resultaban sencillos una vez explicados, nadie había logrado saber en realidad cómo funcionaba el de la estatua.

Por la tarde, se sentaron bajo las arcadas, alrededor del patio practicando juegos, dormitando o manteniendo una charla superficial. Jack deseaba haber pertenecido a una gran familia como aquella, con hermanos, tíos y parientes políticos y haber tenido un hogar que todos pudieran visitar, así como una posición respetable en una ciudad pequeña. De repente, recordó la conversación que mantuvo con su madre la noche que le liberó de la celda de castigo del priorato. Él le había preguntado sobre los parientes de su padre y ella le había dicho: Si, tenía una gran familia allá, en Francia; así que en alguna parte tengo una familia como esta, se dijo Jack. Los hermanos y hermanas de mi padre son mis tíos y mis tías. Es posible que tenga primos de mi misma edad. Me pregunto si algún día los encontraré.

Se sentía a la deriva. Era capaz de sobrevivir en cualquier parte, pero no pertenecía a ninguna; podía ser tallista, constructor, monje y matemático, pese a lo cual, ignoraba quién era el auténtico Jack, si es que lo había. A veces se preguntaba si no debería ser un juglar como su padre o una proscrita como su madre. Tenía diecinueve años, no poseía hogar ni raíces, carecía de familia y de objetivo en la vida.

Jugó al ajedrez con Josef y le ganó. Luego, se acercó Raschid.

—Déjame tu silla, Josef —pidió—. Quiero saber más cosas sobre Euclides.

Josef, obediente, cedió la silla a su futuro suegro y se alejó. Había oído cuanto le apetecía sobre Euclides.

—¿Estás disfrutando? —preguntó Raschid a Jack al tiempo que tomaba asiento.

—Tu hospitalidad es incomparable —respondió Jack en tono amable. Había aprendido los modales corteses de Toledo.

—Gracias, pero yo me refería a Euclides.

—Sí. Me parece que no he logrado explicar bien la importancia de este libro. Verás…

—Creo que te comprendo —le interrumpió Raschid—. Al igual que a ti me gusta el conocimiento por el conocimiento.

—Sí.

—Sin embargo, un hombre ha de ganarse la vida.

Jack no pudo discernir la importancia de aquella observación, de manera que esperó a que Raschid continuara hablando. Sin embargo, este se recostó en su asiento con los ojos entornados, al parecer disfrutando satisfecho del comprensivo silencio entre amigos. Jack empezó a preguntarse si Raschid no le estaba reprochando que no trabajara en un oficio.

—Espero que un día volveré a trabajar en la construcción —dijo por fin Jack.

—Eso está bien.

Jack sonrió.

—Cuando salí de Kingsbridge, montando el caballo de mi madre y con las herramientas de mi padrastro en una bolsa colgada del hombro, pensaba que sólo había una manera de construir una iglesia. Muros gruesos con arcos redondos y ventanas pequeñas, todo ello cubierto por un techo de madera o una bóveda de piedra en forma de cañón. Las catedrales que vi durante mi camino desde Kingsbridge a Southampton no me hicieron pensar lo contrario. Pero Normandía cambió mi vida.

—Puedo imaginarlo —dijo Raschid somnoliento.

No estaba demasiado interesado, así que Jack evocó aquellos días en silencio. Horas después de desembarcar en Honfleur, estaba contemplando la iglesia abadía de Jumièges. Era la iglesia más alta que jamás había visto. Pero por lo demás, tenía los habituales arcos redondeados y el techo de madera… salvo en la sala capitular, donde el abad Urso había construido un revolucionario techo de piedra. En lugar de un cañón liso y continuo o una bóveda con la arista de encuentro, aquel techo tenía nervaduras que emergían de la parte superior de las columnas y se encontraban en el fastigio del tejado.

Las nervaduras eran gruesas y fuertes y las secciones triangulares del techo delgadas y ligeras. El monje conservador de la obra había explicado a Jack que, de esa manera, resultaba más fácil de construir.

Se colocaban las nervaduras primero y entonces se hacía más sencillo poner las secciones entre ellas. Ese tipo de bóveda era asimismo más ligero. El monje había esperado tener noticias por Jack de las innovaciones técnicas en Inglaterra; pero este hubo de desengañarle.

Sin embargo al monje le agradó la evidente apreciación de Jack de las bóvedas con nervaduras y le dijo que, en Lessay, no lejos de allí, había una iglesia en la que todas las bóvedas eran con nervaduras.

Al día siguiente, Jack se fue a Lessay y pasó toda la tarde en la iglesia contemplando extasiado la bóveda. Llegó a la conclusión de que lo más asombroso de todo era la manera en que las nervaduras, descendiendo desde el fastigio de la bóveda hasta los capiteles que coronaban las columnas, parecían expresar la forma en que los elementos más fuertes sostenían el peso del tejado. Las nervaduras hacían patente la lógica de la obra.

Jack viajó en dirección sur, hacia el Condado de Anjou y encontró trabajo para hacer reparaciones en la iglesia abadía de Tours. No tuvo dificultad alguna en convencer al maestro de obras para que le diera ocupación. Las herramientas que llevaba consigo demostraban que era albañil y, al cabo de un día de trabajo, el maestro quedó convencido de que era muy bueno. Su jactancia ante Aliena de que podía encontrar trabajo en cualquier parte del mundo no fue del todo vana.

Entre las herramientas que heredó de Tom, estaba la regla de codo. Sólo las tenían los maestros de obras y, cuando los demás descubrieron que Jack poseía una, quisieron saber cómo había llegado a maestro tan joven. Su primer impulso fue confesarles que, en realidad, no era maestro de obras, pero luego decidió decir que lo era. Después de todo, había dirigido efectivamente en el enclave de Kingsbridge, en su época de monje, y era capaz de dibujar planos lo mismo que Tom. Pero al maestro para el que estaba trabajando le fastidió descubrir que había contratado a un posible rival. Cierto día, Jack sugirió una modificación al monje encargado de la obra y dibujó sobre el suelo lo que quería decir. Allí comenzaron sus dificultades. El maestro de obras quedó convencido de que Jack intentaba quitarle el puesto. Empezó a encontrar defectos a su trabajo y lo dedicó a la monótona tarea de cortar bloques lisos.

Pronto se puso de nuevo en marcha. Se dirigió a la abadía de Cluny, el núcleo central de un imperio monástico que se extendía por toda la cristiandad. Era la orden cluniacense la iniciadora e impulsora del ya famoso peregrinaje a la tumba de Santiago en Compostela.

A lo largo de la ruta jacobea, había iglesias dedicadas a San Yago y monasterios cluniacenses que se ocupaban de los peregrinos. Como el padre de Jack había sido juglar en la vía de peregrinos, parecía posible que hubiera visitado Cluny. Sin embargo no había sido así. En Cluny no había juglares. Allí Jack no averiguó nada sobre su padre.

Sin embargo, aquel viaje no había resultado en modo alguno inútil. Cada uno de los arcos que Jack había visto siempre antes de entrar en la iglesia abadía de Cluny, habían sido semicirculares. Y cada una de las bóvedas tenían la forma de cañón, semejante a una larga línea de arcos, todos unidos entre sí, o formando aristas como en el cruce donde se encuentran dos túneles. Los arcos de Cluny no eran de medio punto.

Se alargaban hasta acabar en punta.

En las principales arcadas, había arcos apuntados, la bóveda aristada de las naves laterales tenía también arcos en ojiva y, lo más asombroso de todo, sobre la nave había un techo de piedra que sólo podía describirse como una bóveda de cañón ojival. A Jack siempre le habían enseñado que un círculo era fuerte por ser perfecto y que un arco redondeado era fuerte porque formaba parte de un círculo. Hubiera pensado que los arcos en punta eran flojos. Por el contrario, los monjes le habían dicho que esos arcos eran mucho más fuertes que los antiguos redondos. Y la iglesia de Cluny parecía demostrarlo, ya que era muy alta, a pesar del gran peso del trabajo en piedra sobre su bóveda apuntada.

Jack no permaneció por mucho tiempo en Cluny. Siguió viaje hacia el sur por la ruta de peregrinos, apartándose de ella siempre que le parecía. A principios de verano, había trovadores a todo lo largo del recorrido, en las ciudades más grandes o cerca de los monasterios cluniacenses. Recitaban sus narraciones en verso ante una multitud de peregrinos delante de las iglesias o de las capillas, en ocasiones acompañándose de una mandolina, tal como Aliena le había dicho. Jack se acercó a cada uno de ellos para preguntarle si había conocido a un trovador llamado Jack Shareburg. Todos le respondieron negativamente.

Seguían asombrándole las iglesias que iba viendo en su caminar por el suroeste de Francia y el norte de España. Eran mucho más altas que las catedrales inglesas. Algunas de ellas tenían bóvedas de cañón fileteadas. El fileteado, pasando de pilón a pilón a través de la bóveda de la iglesia, posibilitaba la construcción por etapas, un intercolumnio tras otro, en lugar de todos a la vez. Y también cambiaban el aspecto de un templo. Al acentuar las divisiones entre intercolumnios, quedaba patente que la construcción estaba formada por series de unidades idénticas, semejante a una hogaza bien cortada, y ello imponía orden y lógica en el inmenso espacio interior.

Llegó a Compostela mediado el verano. Ignoraba que hubiera lugares en el mundo en los que hiciera tanto calor. Santiago era otra de aquellas iglesias altas que te dejaban sin respiración. Su nave, todavía en construcción, tenía también una bóveda fileteada de cañón. Desde allí bajó más hacia el sur.

Hasta una época reciente, los reinos de España habían estado bajo el dominio de los sarracenos. En realidad, la mayor parte del país al sur de Toledo aún seguía estando dominada por los musulmanes. Jack se sentía fascinado por el aspecto de las construcciones sarracenas. Su interior alto y fresco, sus arcadas, su piedra labrada, de un blanco cegador bajo el sol. Pero lo más interesante fue el descubrimiento de que, en la arquitectura musulmana, se utilizaba la bóveda de nervios y los arcos apuntados. Tal vez fuera de ellos de quienes tomaron los franceses sus nuevas ideas.

Jamás podría trabajar en otra iglesia como lo había hecho en la catedral de Kingsbridge, se dijo mientras, en aquella calurosa tarde española, se hallaba sentado escuchando vagamente las risas de las mujeres en alguna parte de la gran casa, remanso de frescor. Todavía seguía queriendo construir la catedral más hermosa del mundo, pero no sería una construcción maciza y sólida, semejante a una fortaleza.

Quería poner en práctica las técnicas nuevas, la bóveda de nervios y los arcos ojivales. Sin embargo, se dijo que no las utilizaría como se había hecho hasta entonces. En ninguna de las iglesias que había visto, se habían agotado sus posibilidades. Dentro de su mente, empezaba a tomar forma la imagen de una iglesia. Los detalles eran todavía difusos pero la sensación del conjunto estaba perfectamente delineada. Era una construcción espaciosa, aireada, con la luz del sol derramándose a través de sus grandes ventanas y una bóveda arqueada tan alta que pareciese alcanzar el cielo.

—Josef y Raya necesitarán una casa —dijo de pronto Raschid—. Si la construyeras tú, luego vendrían otras.

Aquello sobresaltó a Jack. Jamás había pensado en construir casas.

—¿Crees que quieren que les construya su casa? —preguntó.

—Es posible.

Se hizo otro largo silencio durante el que Jack consideró la vida como constructor de casas para los mercaderes acaudalados de Toledo.

Raschid pareció despabilarse por completo. Se incorporó y abrió bien los ojos.

—Me gustas, Jack —dijo—. Eres un hombre honrado y vale la pena hablar contigo, que es más de lo que se puede decir de la mayoría de la gente que conozco. Confío en que siempre seremos amigos.

—Yo también —declaró Jack, sorprendido en cierto modo ante aquel inesperado tributo.

—Soy cristiano, así que no tengo a mis mujeres recluidas, como hacen algunos de mis hermanos musulmanes. Por otra parte, soy árabe, lo que significa que tampoco les doy del todo la… perdóname, la libertad inmoderada a que están acostumbradas otras mujeres. Les permito reunirse y hablar en la casa con invitados masculinos. Incluso que hagan amistad. Pero, llegado el punto en que la amistad empieza a convertirse en algo más, como es tan natural que ocurra entre gente joven, entonces espero del hombre que actúe con seriedad. Otra cosa sería un insulto.

—Desde luego —asintió Jack.

—Sabía que lo comprenderías. —Raschid se levantó y puso una mano afectuosa sobre el hombro de Jack—. Nunca he tenido la bendición de un hijo. Pero, si me hubiese sido dado un varón, creo que sería como tú.

—Espero que más moreno —replicó impulsivo Jack.

Por un instante, Raschid se le quedó mirando desconcertado. Luego, estalló en una risa estrepitosa, que sobresaltó a los demás invitados que se encontraban en el patio.

—¡Más moreno!

Entró en la casa todavía riendo a carcajada limpia.

Los invitados de mayor edad empezaron a despedirse. Jack se sentó solo, reflexionando sobre lo que se le había dicho mientras refrescaba con la caída de la tarde. De lo que no cabía duda era de que le estaban proponiendo un trato. Si se casaba con Aysha, Raschid lo lanzaría como constructor de casas de la gente adinerada de Toledo. Aunque también había una advertencia. Si no tienes la intención de casarte con ella, mantente alejado. Las gentes de España tenían unos modales más refinados que los ingleses; pero, cuando era necesario, sabían hacerse comprender con claridad.

Cuando Jack reflexionaba sobre su situación, a veces le parecía increíble. ¿Soy de veras yo?, se decía. ¿Es este Jack Jackson, el hijo bastardo de un hombre que fue ahorcado, criado en el bosque, aprendiz de albañil y monje huido? ¿Se me está ofreciendo realmente a la hermosa hija de un acaudalado mercader árabe además de un trabajo garantizado como constructor en esta tranquila ciudad? Parece demasiado bueno para ser verdad. ¡Si incluso me gusta la joven!

El sol empezaba a declinar y el patio estaba en sombras. En la arcada sólo quedaban dos personas, Josef y él. Se estaba preguntando si no habría sido preparada de antemano aquella situación, cuando aparecieron Raya y Aysha, lo que le confirmó que, en efecto lo había sido. A pesar de la teórica severidad respecto al contacto físico entre muchachas y jóvenes, la madre de ellas sabía muy bien lo que estaba sucediendo, y era muy posible que también Raschid. Concederían a los enamorados unos momentos de soledad. Luego, antes de que tuvieran tiempo de hacer nada serio, aparecería en el patio la madre, dando la impresión de sentirse ofendida, y ordenaría a sus hijas que entraran en la casa.

Raya y Josef, que se hallaban en el otro extremo del patio empezaron de inmediato a besarse. Jack se puso en pie mientras Aysha se acercaba. Llevaba un vestido blanco que le llegaba al suelo, de algodón egipcio, un tejido que Jack jamás vio antes de llegar a España. Más suave que la lana y más fino que el lino, moldeaba el cuerpo de Aysha al moverse esta, y su blancura parecía centellear en el crepúsculo. Hacía que sus ojos castaños parecieran casi negros. Se acercó mucho a él sonriendo con picardía.

—¿Qué te ha dicho? —le preguntó.

Jack supuso que se refería a su padre.

—Me ofreció situarme como constructor de casas.

—¡Vaya una dote! —exclamó Aysha desdeñosa—. ¡No puedo creerlo! Al menos podía haberte ofrecido dinero.

Jack se dio cuenta de que Aysha le fastidiaba la tradicional oblicuidad sarracena. Encontró su franqueza reconfortante.

—Creo que no quiero construir casas —respondió.

De repente Aysha adoptó una actitud solemne.

—¿Te gusto?

—Tú sabes que sí.

Aysha dio un paso adelante, alzó la cara, cerró los ojos, se puso de puntillas y le besó. Olía a almizcle y a ámbar gris. Abrió la boca e introdujo la lengua juguetona entre los labios de él. Los brazos de Jack la rodearon casi de manera involuntaria. Puso las manos en su cintura. El algodón era muy ligero, daba casi la sensación de estar tocando la piel desnuda. Aysha le cogió una mano y se la llevó a un seno. Su cuerpo era delgado y prieto y el seno como un montículo pequeño y firme, con un pezón minúsculo y duro. El pecho le subía y le bajaba al empezar a excitarse. Jack quedó asombrado al sentir la mano de ella moverse entre sus piernas. Le apretó el pezón con la yema de los dedos. Aysha lanzó una exclamación entrecortada y se apartó de él jadeante. Jack dejó caer las manos.

—¿Te he hecho daño? —musitó.

—No —dijo ella.

Jack pensó en Aliena y se sintió culpable, aunque al punto se dijo que era una tontería. ¿Por qué habría de pensar que estaba traicionando a una mujer que se había casado con otro hombre?

Aysha se quedó mirándolo un instante. Era casi de noche, pero pudo ver la cara de ella encendida por el deseo. Le cogió la mano y se la volvió a llevar al seno.

—Hazlo otra vez, pero más fuerte —le pidió con tono apremiante.

Jack le cogió el pezón y se inclinó hacia delante para besarla; pero ella apartó la cabeza y le miró a la cara mientras la acariciaba.

Jack le apretó suavemente el pezón y luego, acatando su deseo, se lo pellizcó con fuerza. Aysha arqueó la espalda impulsando sus pequeños senos, mientras que los pezones semejaban botones pequeños y duros debajo del vestido. Jack bajó la cabeza hacia el seno. Sus labios se cerraron alrededor del pezón a través del algodón. Luego, de manera impulsiva se lo cogió entre los dientes y mordió. La oyó aspirar con fuerza.

Jack la sintió estremecerse de pies a cabeza. Aysha, levantándole la cabeza, se apretó con fuerza contra él, que bajó la cara hacia la suya. Ella empezó a besarle con auténtico frenesí como si quisiera cubrirle todo el rostro con la boca, mientras seguía apretando el cuerpo de él contra el suyo emitiendo leves gemidos asustados que le salían del fondo de la garganta. Jack se sentía excitado, desconcertado y con cierto temor. Jamás le había pasado nada semejante. Pensó que estaba a punto de alcanzar el clímax. Y entonces les interrumpieron.

—¡Raya! ¡Aysha! ¡Entrad inmediatamente! —llegó imperiosa la voz de la madre desde la puerta.

Aysha lo miró jadeando. Al cabo de un momento, volvió a besarle con fuerza, apretando los labios contra los de él hasta magullárselos.

Luego, se apartó.

—¡Te quiero! —siseó.

Y entró corriendo en la casa.

Jack la vio irse. Raya la siguió con paso más tranquilo. La madre dirigió una mirada desaprobadora a Jack y a Josef, y después siguió a sus hijas y cerró la puerta con gesto perentorio. Jack permaneció allí en pie con los ojos clavados en la puerta cerrada, preguntándose qué tenía que deducir de todo aquello.

Josef se acercó atravesando el patio y sacándole de su ensoñación.

—Son verdaderamente hermosas…, ¡las dos! —dijo con un guiño conspirador.

Jack asintió con aire ausente y se dirigió a la puerta. Josef le siguió. Una vez que hubieran atravesado el arco, surgió un sirviente de las sombras y cerró la puerta tras ellos.

—Lo malo de estar prometido es que te deja con una desazón entre las piernas —comentó Josef.

Jack no contestó. Josef siguió diciendo:

—Tal vez vaya a casa de Fátima para desahogarme.

Fátima era el prostíbulo. A pesar de su nombre sarraceno, casi todas las jóvenes eran de tez clara y las escasas prostitutas árabes estaban muy cotizadas.

—¿Quieres acompañarme? —agregó.

—No —le contestó Jack—. Yo tengo una desazón de tipo diferente. Buenas noches.

Se alejó rápido. Incluso en los mejores momentos, Josef no era uno de sus acompañantes favoritos, y esa noche Jack no estaba de talante para contemporizar.

El aire iba haciéndose más fresco a medida que se acercaba al colegio en cuyo dormitorio le aguardaba una dura cama; sentía que se encontraba en un momento crucial. Le estaban ofreciendo una vida cómoda y próspera y, para ello, todo cuanto había de hacer era olvidar a Aliena y abandonar su aspiración de construir la catedral más hermosa del mundo.

Aquella noche soñó que Aysha se le acercaba, resbaladizo el cuerpo desnudo por los aceites perfumados, y que se frotaba contra él. Pero no le dejaba que le hiciera el amor.

Cuando se despertó por la mañana, ya tenía tomada su decisión.

Los sirvientes no habían dejado entrar a Aliena en la casa de Raschid Alharoun. Debía tener todo el aspecto de una mendiga, se dijo, mientras permanecía en pie ante la puerta con su túnica polvorienta y sus gastadas botas, con su hijo en brazos.

—Decid a Raschid Alharoun que vengo de Inglaterra y estoy buscando a su amigo Jack Fitzjack —dijo en francés al tiempo que se preguntaba si aquellos sirvientes de tez oscura eran capaces de entender una sola palabra; después de una consulta, entre susurros, en algún tipo de lengua sarracena, uno de los sirvientes, un hombre alto, con tez y pelo acarbonados, semejante este último al vellón de una oveja negra, entró en la casa.

Aliena se agitaba inquieta mientras los demás sirvientes la miraban ya de forma descarada. Ni siquiera durante su interminable peregrinaje había adquirido el don de la paciencia; después de la decepción sufrida en Compostela, siguió su ruta por el interior de España, hacia Salamanca; allí nadie recordaba a un joven pelirrojo interesado en catedrales y trovadores. Pero un amable monje le dijo que en Toledo había una comunidad de eruditos ingleses; parecía una esperanza endeble. Sin embargo, Toledo no estaba demasiado lejos de allí, de manera que siguió adelante por el polvoriento camino.

Allí la esperaba otra torturadora decepción. Sí, Jack había estado allí, ¡vaya golpe de suerte!, pero, por desgracia, ya se había ido. No obstante, podría alcanzarle, pues sólo le llevaba un mes de adelanto. Pero, una vez más, nadie sabía a dónde pudo haber ido. En Compostela, cabía pensar que Jack habría tomado el camino del sur porque ella llegaba del este y porque, al norte y el oeste, estaba la mar. Pero, para su desdicha allí había más posibilidades.

Pudo haberse dirigido hacia el noroeste, de nuevo a Francia, hacia el oeste, a Portugal, o hacia el sur a Granada. Y desde la costa española pudo haber tomado un barco para Roma, Túnez, Alejandría o Beirut.

Aliena había decidido renunciar a la búsqueda si no recibía una información fidedigna sobre el camino tomado por Jack. Se sentía exhausta y muy lejos de casa. Prácticamente no le quedaban energías ni poder de decisión y no podía afrontar la perspectiva de seguir adelante con tan frías posibilidades de éxito. Se hallaba dispuesta a dar media vuelta, regresar a Inglaterra y tratar de olvidar para siempre a Jack.

De la blanca casa salió otro sirviente. Vestía una indumentaria más lujosa y hablaba francés. Miró a Aliena cauteloso, pero se dirigió a ella con cortesía.

—¿Sois amiga de Jack?

—Sí, una vieja amiga de Inglaterra. Me gustaría hablar con Raschid Alharoun.

El sirviente miró al chiquillo.

—Soy pariente de Jack —le dijo Aliena.

En realidad no dejaba de ser cierto, pues era la mujer separada del hermanastro de Jack, y eso era parentesco.

—Haced el favor de acompañarme —dijo el criado, abriendo más la puerta.

Aliena penetró agradecida en el interior. Si no la hubieran recibido, aquel habría sido el final del camino.

Siguió al servidor a través de un agradable patio, dejando atrás una cantarina fuente. Se preguntaba cómo habría llegado Jack hasta el hogar de esa próspera familia. No era creíble una amistad semejante. ¿Habría recitado narraciones en verso bajo aquellas umbrosas arcadas?

Entraron en el edificio. Era una mansión palaciega, con habitaciones frescas de techos altos, suelos de piedra y mármol, muebles primorosamente tallados, suntuosas tapicerías. El sirviente alzó una mano para indicarle que esperara, y luego tosió un poquito. Un instante después, entró sigilosa en la habitación una mujer sarracena, alta, con una túnica negra, sujetando una de las esquinas delante de la boca con un ademán que resultaba insultante en cualquier lugar.

—¿Quién eres? —preguntó en francés mirándola muy fijo.

Aliena se irguió todo lo alta que era.

—Soy Lady Aliena, hija del fallecido conde de Shiring —dijo con la mayor altivez que le fue posible—. Supongo que tengo el placer de estar hablando con la esposa de Raschid, el vendedor de pimienta.

Era capaz de practicar el juego tan bien como cualquiera.

—¿Y qué buscáis aquí?

—He venido a ver a Raschid.

—No recibe a mujeres.

Aliena comprendió que no había esperanza alguna de obtener su cooperación. Sin embargo, como no tenía otro sitio adonde ir, siguió intentándolo.

—Tal vez quiera recibir a una amiga de Jack —insistió.

—¿Jack es su marido?

—No. —Aliena vaciló un instante—. Es mi cuñado.

La mujer parecía escéptica. Al igual que la mayoría de la gente debía pensar que Jack había dejado embarazada a Aliena abandonándola luego y que esta le perseguía con el fin de obligarle a casarse con ella y a mantener al niño.

La mujer se volvió y dijo algo en una lengua que Aliena no comprendió. Un momento después entraron en la habitación tres muchachas. Por el aspecto, era evidente que se trataba de sus hijas. Les habló en el mismo lenguaje, y las jóvenes se quedaron mirándola. Luego siguió una rápida conversación en la que se pronunció con frecuencia el nombre de Jack.

Aliena se sentía humillada. Estuvo tentada a dar media vuelta y marcharse. Pero eso significaría renunciar del todo a su búsqueda.

Aquella horrible gente era su última esperanza.

—¿Dónde está Jack? —preguntó en voz alta, interrumpiendo la conversación.

Su intención era mostrarse enérgica; pero se dio cuenta, desalentada, de que su voz sonaba doliente.

Las hijas guardaron silencio.

—No sabemos dónde está —dijo la madre.

—¿Cuándo le visteis por última vez?

La madre vaciló. Era evidente que no quería contestar; aunque, por otra parte, era imposible que pretendiera ignorar cuándo fue la última vez que lo vieron.

—Abandonó Toledo al día siguiente de Navidad —admitió reacia.

Aliena se forzó a sonreír con amabilidad.

—¿No recordáis si dijo algo acerca del lugar a que se dirigía?

—Ya te lo he dicho, no sabemos dónde está.

—Tal vez se lo comunicara a vuestro marido.

—No. No lo hizo.

Aliena perdió toda esperanza. Sentía de manera intuitiva que aquella mujer sí sabía algo. Sin embargo estaba claro que no tenía intención de revelarlo. De repente Aliena se sintió débil y rendida.

—Jack es el padre de mi hijo. ¿No creéis que le gustaría verlo? —dijo con lágrimas en los ojos.

La más joven de las tres hijas empezó a decir algo; pero su madre la interrumpió. Entre madre e hija hubo un violento intercambio. Al parecer, ambas tenían el mismo temperamento fuerte. Pero al final la hija calló.

Aliena esperaba. Sin embargo, no hubo nada más. Las cuatro se limitaron a mirarla. Estaba claro que le eran hostiles; pero era su curiosidad la que hacía que no tuvieran prisa porque se fuera. No merecía la pena seguir allí. Más le valdría irse, regresar a su alojamiento y hacer los preparativos para el largo viaje de retorno a Kingsbridge.

Respiró hondo y consiguió hablar con tono frío y firme.

—Os agradezco vuestra hospitalidad —dijo.

La madre tuvo la decencia de parecer levemente avergonzada.

Aliena salió de la habitación.

El servidor esperaba rondando afuera. Se acercó a ella y la acompañó a través de la casa. Aliena intentaba contener las lágrimas. Le resultaba de una frustración insoportable tener que reconocer que todo aquel viaje había fracasado por culpa de la malignidad de una mujer.

El servidor la conducía ya por el patio cuando, casi a punto de llegar a la puerta, Aliena oyó correr a alguien. Miró hacia atrás y vio que la hija más joven iba tras ella. Se detuvo y esperó. El servidor parecía incómodo.

La joven era pequeña y delgada. Y además muy bonita, con una tez dorada y ojos tan oscuros que casi parecían negros. Vestía un traje blanco que hizo sentirse a Aliena polvorienta y sucia. Habló en un francés vacilante.

—¿Le amáis? —preguntó de sopetón.

Aliena vaciló. Comprendió que ya no tenía dignidad que perder.

—Sí. Le amo —confesó.

—¿Y él os ama?

Aliena estuvo a punto de decir que sí, pero entonces se acordó de que hacía más de un año que no lo veía.

—Hubo un tiempo en que me quiso —dijo.

—Creo que os ama —afirmó la joven.

—¿Qué os hace decir eso?

A la joven se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Le quería para mí. Y casi lo logré. —Miró al bebé—. Pelo rojo y ojos azules.

Las lágrimas le corrían por las mejillas suaves y morenas.

Aliena se quedó mirándola. Aquello explicaba la acogida hostil que acababa de recibir. La madre quería que Jack se casara con aquella joven. No debía tener más de dieciséis años; pero su aspecto sensual la hacía parecer mayor. Aliena se preguntaba qué habría pasado entre ellos.

—¿Decís que «casi» lo lograsteis? —le preguntó.

—Si —afirmó la joven desafiante—. Yo sabía que le gustaba. Al irse me destrozó el corazón. Pero ahora lo comprendo.

Perdió la compostura y la pena contrajo su rostro.

Aliena podía sentir simpatía por una mujer que hubiera amado a Jack y le hubiera perdido. Dejó caer la mano sobre el hombro de la joven en un intento por consolarla. Pero había algo más importante que la compasión.

—Escuchad —dijo en tono apremiante—. ¿Sabéis a dónde ha ido?

La muchacha levantó la mirada y asintió sollozando.

—¡Decídmelo!

—A París —contestó.

¡París!

Aliena se sentía jubilosa. Había recuperado el rastro. París estaba muy lejos. Pero el viaje lo realizaría en su mayor parte a través de terreno familiar. Y Jack sólo le llevaba un mes de delantera. Se sentía rejuvenecida. «Al final le encontraré —se dijo—. ¡Sé que lo encontraré!».

—¿Vais ahora a París? —le preguntó la joven.

—Sí, claro —le respondió Aliena—. Después de haber llegado tan lejos, no voy a detenerme ahora. Gracias por decírmelo…, muchas gracias.

—Quiero que sea feliz —se limitó a responder Aysha.

El servidor se agitaba fastidiado. Parecía como si creyera que aquello le iba a crear dificultades.

—¿Dijo algo más? —preguntó Aliena a la joven—. ¿Qué camino seguiría o algo que pueda ayudarme?

—Quiere ir a París porque alguien le ha dicho que allí están construyendo hermosas iglesias.

Aliena asintió. Estaba convencida de que así era.

—Y se llevó la dama llorosa.

Aliena no supo qué quería decir con aquello.

—¿La dama llorosa? ¿Una dama?

La joven meneó la cabeza.

—No sé exactamente cómo se dice. Una dama. Llora. Por los ojos.

—¿Queréis decir un cuadro? ¿Una dama pintada?

—No entiendo —contestó Aysha y miró ansiosa por encima del hombro—. He de irme.

Quienquiera que fuese la dama llorosa no parecía tener demasiada importancia.

—Gracias por ayudarme —repitió Aliena.

Aysha se inclinó y besó al chiquillo en la frente. Sus lágrimas le cayeron sobre los sonrosados mofletes. Miró a Aliena.

—Quisiera estar en vuestro lugar.

Luego, dando media vuelta entró corriendo en la casa.

Jack tenía su alojamiento en la Rue de la Boucherie, un suburbio de París en la orilla izquierda del Sena. Al apuntar el alba ensilló su caballo. Al final de la calle, torció a la derecha y pasó a través de la puerta de la torre que protegía el Petit Pont, el puente que conducía hasta la ciudad-isla en medio del río.

A cada lado, las casas de madera se proyectaban sobre los bordes del puente. En los trechos existentes entre casa y casa, había bancos de piedra, donde, a última hora de la mañana, maestros famosos daban clase al aire libre. El puente condujo a Jack hasta la Juiverie, la calle mayor de la isla. Las panaderías a lo largo de la calle estaban atestadas de estudiantes comprando su desayuno. Jack eligió una empanada con anguila ahumada.

Torció a la izquierda frente a la sinagoga; luego, a la derecha hacia el palacio real y cruzó el Grand Pont, el puente que conducía a la orilla derecha. Ya empezaban a abrir las pequeñas y bien construidas tiendas de los prestamistas y de los orfebres. Al final del puente, atravesó otro portillo y entró en el mercado de pescado, que se encontraban ya en plena actividad. Se abrió camino entre la multitud y empezó a andar por la enfangada calle que conducía a la ciudad de Saint-Denis.

Cuando todavía estaba en España, oyó hablar a un albañil viajero del abad Suger y de la nueva iglesia que estaba construyendo en Saint-Denis. Aquella primavera, mientras se dirigía hacia el norte, a través de Francia, trabajando de cuando en cuando siempre que necesitaba dinero, oyó con frecuencia mencionar a Saint-Denis. Al parecer, los constructores estaban utilizando ambas técnicas nuevas, la bóveda de nervios y los arcos ojivales, y la combinación resultaba asombrosa.

Cabalgó durante más de una hora a través de campos y viñedos. El pavimento no estaba empedrado pero tenía mojones. Dejó atrás la colina de Montmartre, con un templo romano en ruinas en la cima, y atravesó la aldea de Clignancourt. Recorridas tres millas, llegó a la pequeña ciudad amurallada de Saint-Denis.

Denis había sido el primer obispo de París. Fue decapitado en Montmartre, y luego siguió caminando, con la cabeza cortada entre las manos, a través del campo, hasta aquel sitio, donde al final cayó.

Lo enterró una mujer devota y después se erigió un monasterio sobre su tumba. La iglesia se convirtió en lugar de enterramiento de los reyes de Francia. Suger, el obispo actual, era un hombre poderoso y con mucha ambición que había reformado el monasterio, y empezaba ya a modernizar la iglesia.

Jack entró en la ciudad. Detuvo su caballo en el centro de la plaza del mercado para contemplar la fachada oriental de la iglesia. Allí no se veía nada revolucionario. Era una fachada al estilo antiguo, con dos torres gemelas y tres entradas de arcos redondeados. Le gustó bastante la forma atrevida en que los estribos se proyectaban del muro, pero no había cabalgado cinco millas para ver aquello.

Ató su caballo a una baranda que había frente a la iglesia y se acercó más. Lo esculpido alrededor de los tres portales era muy bueno. Temas rebosantes de vida cincelados con suprema exactitud.

Jack entró en la iglesia.

En el interior, se producía un cambio inmediato. Antes de la nave propiamente dicha había una entrada baja o nartex. Al mirar hacia el techo, no pudo evitar sentirse excitado. Allí los constructores habían recurrido a una combinación de bóveda de nervios y arcos ojivales.

Se dio cuenta de inmediato que ambas técnicas se emparejaban a la perfección. La gracia de los arcos ojivales se acentuaba con los nervios que seguían su línea.

Pero aún había más. Entre los nervios, aquel constructor había colocado piedras como en un muro en lugar de la usual maraña de argamasa y mampuesto. Jack comprendió que, al ser más fuerte la capa de piedras, podía ser más delgada y por lo tanto más ligera.

Mientras miraba hacia arriba ladeando el cuello hasta dolerle, descubrió que aquella combinación presentaba otro rasgo notable. Podía hacerse que dos arcos ojivales de anchos diferentes adquirieran la misma altura sólo con ajustar la curva del arco, lo cual daba al intercolumnio un aspecto más natural, en tanto que eso no era posible con arcos. La altura de un arco de medio punto era siempre la mitad de su ancho, de manera que un arco ancho había de ser más alto que otro estrecho. Eso significaba que, en un intercolumnio rectangular, los arcos estrechos habían de irrumpir desde un punto más alto del muro que los anchos, a fin de que, en la parte superior todos quedaran al mismo nivel y el techo resultara uniforme. El resultado siempre había sido sesgado. Ahora ya estaba solucionado ese problema.

Jack bajó la cabeza para dar un descanso a su cuello. Se sentía tan jubiloso como si le hubieran coronado rey. Así es como construiré mi catedral, se dijo.

Dirigió la mirada al cuerpo central de la iglesia. La nave propiamente dicha era a todas luces muy vieja, pero relativamente larga y ancha. Había sido edificada hacía muchísimos años, por un constructor diferente del actual y era convencional por completo. Pero luego, en la crujía, parecía como si hubiera escalones hacia abajo, que sin duda conducían a la cripta y a las sepulturas reales, mientras que otros se dirigían hacia arriba, hacia el presbiterio. Daba la impresión de que este se hallara flotando un poco, a cierta distancia del suelo. Desde el ángulo en que él estaba, la estructura quedaba oscurecida por la deslumbrante luz del sol que entraba por las ventanas del ala este, hasta el punto de que Jack pensó que los muros no estarían terminados y que el sol entraría por los huecos. Cuando Jack salió de la nave al crucero, vio que el sol entraba a través de hileras de ventanas altas, algunas con vidrieras de colores y los rayos del sol parecía inundar toda la inmensa estructura de la iglesia con luz y calor. Jack no alcanzaba a comprender cómo se las habían arreglado para disponer de un espacio tan grande de ventanas. Parecía haber más ventanas que muro. Estaba maravillado. ¿Cómo habían logrado hacerlo de no ser por magia?

Mientras subía los peldaños que conducían al presbiterio, sintió un estremecimiento de temor supersticioso. Se detuvo al final de ellos y atisbó en la confusión de haces de luces de colores y de piedras que tenía ante sí. Poco a poco, fue abriéndose paso la idea de haber visto ya algo semejante. Pero en su imaginación. Esa era la iglesia que había soñado construir, con sus amplias ventanas y onduladas bóvedas, una estructura de luz y aire que semejara mantenerse por arte de encantamiento.

Un instante después, lo vio desde un prisma diferente. De repente todo encajó y, en un destello de revelación, Jack vio lo que habían hecho el abad Suger y su constructor.

El principio de la bóveda de nervios consistía en hacer un techo con algunas nervaduras fuertes, rellenando con material los huecos entre ellas. Habían aplicado ese principio a toda la construcción. El muro del presbiterio consistía en algunos pilares fuertes unidos por ventanas. La arcada que separaba el presbiterio de sus naves laterales no era un muro sino una hilera de pilares unidos por arcos ojivales, dejando amplios espacios a través de los que la luz de las ventanas podía penetrar hasta el centro de la iglesia. La propia nave se hallaba dividida en dos por una hilera de columnas.

Allí se habían combinado arcos ojivales y bóvedas de nervio al igual que en el nartex. Pero ahora ya se hacía evidente que este había sido un cauteloso ensayo de la nueva técnica. En comparación con lo que tenía delante el nartex era más bien recio, con sus nervios y molduras demasiado pesados y sus arcos en exceso pequeños. Aquí todo era delgado, ligero, delicado y airoso. Incluso lo sencillos boceles eran todos estrechos y las columnillas largas y esbeltas.

Hubiera dado la sensación de ser demasiado frágil salvo por el hecho de que la nervadura demostraba con toda claridad que el peso de la construcción lo soportaban los estribos y las columnas. Aquello era una demostración irrefutable de que un gran edificio no necesitaba muros gruesos con ventanas minúsculas y estribos macizos. A condición de que el peso se hallara distribuido con precisión exacta sobre un armazón capaz de soportar peso, el resto de la construcción podía ser un trabajo ligero en piedra, cristal o, incluso, un espacio vacío. Jack se sentía hechizado. Era casi como enamorarse. Euclides había sido una revelación, pero eso era algo más que una revelación, porque también era bello. Jack había tenido visiones de una iglesia como aquella y, en esos momentos, la estaba contemplando en la realidad, tocándola, en pie debajo de su bóveda que parecía alcanzar el cielo.

Dio vuelta al extremo oriental, el ábside, mirando el abovedado de la nave doble. Los nervios se arqueaban sobre su cabeza semejantes a las ramas en un bosque de árboles de piedra perfectos. Allí, al igual que en el nartex, el relleno entre los nervios del techo consistía en piedra cortada unida con argamasa en lugar de la utilización más fácil, aunque más pesada, de argamasa y mampuesto. El muro exterior de la nave tenía parejas de grandes ventanas con la parte superior en ojiva, acoplándose así a los arcos ojivales. Aquella arquitectura revolucionaria hallaba un complemento perfecto en los ventanales de vidrieras de colores. Jack jamás había visto en Inglaterra cristales de color, si bien en Francia los encontró con frecuencia. Sin embargo, en las ventanas pequeñas de las iglesias al viejo estilo, no adquirían toda su belleza. Allí, el efecto del sol matinal derramándose a través de ventanas con muchos y prodigiosos colores, era algo más que hermoso. Era como un encantamiento.

Como la iglesia era redondeada, las naves laterales se curvaban alrededor de ella para encontrarse en el extremo oriental, formando una galería circular o pasarela. Jack recorrió todo aquel semicírculo y luego, dando media vuelta, volvió al punto de partida todavía maravillado.

Y entonces vio a una mujer.

La reconoció. Ella sonrió. Jack sintió que se le paraba el corazón.

Aliena se protegió los ojos con la mano. La luz del sol que entraba por las ventanas del extremo oriental de la iglesia la cegaba. Semejante a una visión, avanzaba hacia ella una figura saliendo del centelleo de la luz del sol coloreada. Parecía como si su pelo estuviera ardiendo. Se acercó más. Era Jack.

Aliena creyó desmayarse.

Se acercó y se paró delante de ella. Estaba delgado, terriblemente delgado, pero en sus ojos brillaba una emoción intensa. Por un instante, se miraron en silencio. Cuando Jack habló al fin, su voz era ronca.

—¿Eres realmente tú?

—Sí —respondió Aliena apenas en un susurro—. Soy yo misma.

La tensión fue excesiva y rompió a llorar. Jack la rodeó con los brazos y la apretó con fuerza contra sí. Entre ellos estaba el niño que Aliena llevaba en brazos.

—Vamos, vamos —le dijo dándole unas palmaditas en la espalda como si fuera una chiquilla.

Se apoyó contra él, respirando su polvoriento olor familiar, escuchando su entrañable voz mientras la tranquilizaba y dejando que sus lágrimas cayeran sobre su huesudo hombro.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Jack mirándola a la cara.

—Buscándote —contestó Aliena.

—¿Buscándome? —repitió él incrédulo—. ¿Entonces…? ¿Y cómo me has encontrado?

Aliena se limpió sus ojos y sorbió.

—Te he seguido.

—¿De qué manera?

—Preguntaba a las gentes si te habían visto. Sobre todo a albañiles, pero también a algunos monjes y posaderos.

Jack abrió los ojos asombrado.

—¿Quieres decir… que has estado en España?

Ella asintió.

—Compostela y luego Salamanca. Finalmente Toledo.

—¿Cuánto hace que estás viajando?

—Las tres cuartas partes de un año.

—Pero… ¿por qué?

—Porque te quiero.

Jack parecía confundido. Se le saltaron las lágrimas.

—Yo también te quiero —musitó.

—¿De veras? ¿Me quieres todavía?

—Sí, sí.

Aliena estaba convencida de que lo decía de corazón. Levantó la cara. Jack se inclinó por encima del bebé y la besó suavemente. El roce de sus labios la hizo sentir una especie de vértigo.

El niño rompió a llorar.

Aliena interrumpió el beso y lo meció un poco. En seguida se tranquilizó.

—¿Cómo se llama el bebé? —preguntó Jack.

—Todavía no le he puesto nombre.

—¿Por qué no? Debe de tener ya un año.

—Quería consultarlo antes contigo.

—¿Conmigo? —Se extrañó Jack—. ¿Y qué hay de Alfred? Es el padre quien… —dejó la frase sin terminar—. ¿Acaso es…? ¿Acaso es mío?

—Míralo —se limitó a decir Aliena.

—Pelo rojo… Debe de haber pasado un año y tres cuartos desde…

Aliena hizo un ademán de asentimiento.

—¡Dios mío! —exclamó Jack desconcertado—. ¡Mi hijo!

Tragó saliva.

Aliena observaba ansiosa su cara mientras él trataba de asimilar la noticia. ¿Debía considerar aquello como el fin de su juventud y su libertad? Su expresión se hizo solemne. Habitualmente un hombre tiene nueve meses por delante para habituarse a la idea de ser padre.

Pero él se veía en la circunstancia de tener que asumirlo de inmediato. Miró de nuevo al bebé y por fin sonrió.

—Nuestro hijo —dijo—. Estoy muy contento.

Aliena suspiró complacida. Al fin todo estaba saliendo bien.

A Jack se le ocurrió algo más.

—¿Y qué me dices de Alfred? ¿Sabe que…?

—Claro. Sólo tenía que mirar al niño. Además… —parecía incómoda—. Además tu madre maldijo el matrimonio y Alfred no fue nunca capaz de… ya sabes, de hacer algo.

Jack rio con dureza.

—Eso sí que es verdadera justicia —declaró.

A Aliena no le gustó la fruición con que lo dijo.

—Para mí resultó muy duro —aseguró con tono de leve reproche.

Jack cambió en seguida de expresión.

—Lo siento —se disculpó—. ¿Qué hizo Alfred?

—Cuando vio al niño me echó de la casa.

Jack parecía furioso.

—¿Te hizo daño?

—No.

—De todas maneras es un cerdo.

—Me alegro de que me echara. Debido a eso salí en tu busca. Y ahora te he encontrado. Soy tan feliz que no sé qué hacer.

—Fuiste muy valiente —elogió Jack—. Aún no puedo creerlo. ¡Me seguiste a todo lo largo del camino!

—¡Volvería a hacerlo! —afirmó Aliena con fervor.

Jack la besó otra vez.

—Si insistís en comportaros de manera impúdica en la iglesia permaneced en la nave, por favor —dijo una voz en francés.

Era un monje joven.

—Lo siento, padre —contestó Jack al tiempo que cogía a Aliena por el brazo.

Bajaron los escalones y atravesaron la parte sur del crucero.

—Fui monje durante un tiempo… Sé lo duro que es para ellos ver besándose a unos amantes felices.

Amantes felices, se dijo Aliena. Eso es lo que nosotros somos.

Caminaron a lo largo de la iglesia y salieron a la ajetreada plaza del mercado. Aliena apenas podía creer que se encontrara allí en pie, al sol, con Jack a su lado. Era tal su felicidad que le era difícil soportarla.

—Bien —dijo Jack—. ¿Qué podemos hacer?

—No lo sé —repuso ella sonriente.

—Pues vayamos a buscar una hogaza de pan y una botella de vino y nos iremos al campo a almorzar.

—Parece el paraíso.

Fueron al panadero y al bodeguero y luego compraron un gran trozo de queso a una lechera del mercado. En menos que canta un gallo salieron cabalgando de la aldea en dirección a los campos.

Aliena no apartaba la mirada de Jack para asegurarse de que en realidad estaba allí, cabalgando junto a ella, respirando y sonriendo.

—¿Cómo se las arregla Alfred en el enclave de la construcción? —preguntó Jack.

—No te lo he dicho, claro. —Aliena había olvidado todo el tiempo que Jack había estado fuera—. Se produjo un terrible desastre. El tejado se vino abajo.

—¿Cómo?

La fuerza de la exclamación sobresaltó al caballo de Jack, que dio una ligera espantada. Su amo lo calmó.

—¿Cómo ocurrió eso?

—Nadie lo sabe. Para el domingo de Pentecostés tuvieron abovedados tres intercolumnios, y luego todo se derrumbó durante el oficio. Fue espantoso… Murieron setenta y cinco personas.

—Es terrible. —Jack se sentía impresionado—. ¿Cómo lo tomó el prior Philip?

—Muy mal. Ha renunciado a construir. Parece haber perdido toda energía. Ahora no hace nada.

A Jack le resultaba difícil imaginarse a Philip en semejante estado. Siempre se había mostrado rebosante de entusiasmo y decisión.

—¿Entonces qué ha pasado con los artesanos?

—Todos fueron yéndose. Alfred ahora vive en Shiring y construye casas.

—Kingsbridge debe de estar medio vacío.

—Está volviendo a ser lo que era, una aldea.

—Me pregunto qué fue lo que Alfred hizo mal —dijo Jack casi para sí—. Esa bóveda en piedra jamás figuró en los planos originales de Tom. Pero Alfred hizo más grandes los contrafuertes para que soportaran el peso, de manera que debía de estar bien.

Aquella noticia le había entristecido, así que cabalgaron en silencio. A una milla más o menos de Saint-Denis ataron sus caballos a la sombra de un olmo y se sentaron a la vereda de un verde trigal, junto a un pequeño arroyo, para comer. Jack tomó un trago de vino y chasqueó los labios.

—En Inglaterra no hay nada semejante al vino francés —comentó.

Partió la hogaza y dio un trozo a Aliena.

Ella se desabrochó tímidamente la pechera de encaje de su vestido y dio el pecho al bebé. Al darse cuenta de que Jack la miraba se ruborizó. Carraspeó para aclararse la garganta y habló para ocultar su incomodidad.

—¿Sabes ya qué nombre te gustaría ponerle? —preguntó para disimular su turbación—. ¿Tal vez Jack?

—No sé —parecía pensativo—. Jack fue el padre que nunca conocí. Acaso fuera un mal presagio dar a nuestro hijo el mismo nombre. Quien ha estado más cerca de ser un verdadero padre ha sido Tom Builder.

—¿Te gustaría que se llamase Tom?

—Creo que sí.

—Tom era un hombre tan grande. ¿Qué te parece Tommy?

—Que sea Tommy —aceptó Jack.

Indiferente a la trascendencia de aquel momento, Tommy se había quedado dormido después de tomar su ración. Aliena lo dejó sobre el suelo con un pañuelo doblado a modo de almohada. Luego, miró a Jack. Se sentía incómoda. Ansiaba que le hiciera el amor, allí mismo, sobre la hierba, pero estaba segura de que Jack se escandalizaría si se lo pidiera, de modo que se limitó a mirarlo y a esperar.

—Si te digo una cosa prométeme que no tendrás mala opinión de mí —dijo Jack—. Desde que te he visto, apenas puedo pensar en otra cosa que en tu cuerpo desnudo debajo del vestido —confesó con voz turbada.

Aliena sonrió.

—No tengo mala opinión de ti —le respondió—. Me siento contenta.

Jack se quedó mirándola con avidez.

—Te quiero cuando me miras así —le dijo Aliena.

Jack tragó con dificultad.

Aliena le tendió los brazos y él se acercó y la abrazó.

Habían transcurrido casi dos años desde la única vez que hicieron el amor. Aquella mañana ambos se habían sentido arrebatados por el deseo y el dolor. Pero ahora ya eran tan sólo dos amantes en el campo. De repente a Aliena la embargó la ansiedad. ¿Iría todo bien?

Sería terrible que algo fuera mal al cabo de todo aquel tiempo.

Se tumbaron en la hierba, uno junto al otro y se besaron. Aliena cerró los ojos y abrió la boca. Sintió la mano ansiosa de él en su cuerpo, explorándolo apremiante. Notó excitación en la parte baja de la espalda. Jack le besó los párpados y la punta de la nariz.

—Todo este tiempo te he añorado hasta el dolor. Cada día —le dijo.

Aliena lo abrazó con fuerza.

—Me siento muy contenta de haberte encontrado.

Hicieron el amor tranquilamente, felices, al aire libre, con el sol cayendo sobre ellos y el arroyo fluyendo cantarín a su lado. Tommy durmió durante todo el tiempo y despertó cuando ya habían terminado.

La estatuilla de madera de la dama no había llorado desde que salió de España. Jack no sabía cómo funcionaba, así que no entendía por qué no había llorado fuera de su propio país. Sin embargo, tenía la idea general de que las lágrimas brotaban al anochecer y eran debidas a la súbita frialdad del aire. Además, como se había dado cuenta de que las puestas de sol eran más graduales en los territorios septentrionales, sospechaba que el problema estaba relacionado con los anocheceres más lentos. Sin embargo conservó la estatua. Resultaba un tanto voluminosa para llevarla de camino, pero era un recuerdo de Toledo y le traía a la memoria a Raschid y también a Aysha, aunque eso no se lo dijo a Aliena. Pero, cuando un cantero de Saint-Denis necesitó un modelo para una estatua de la Virgen, Jack llevó a la dama de madera al alojamiento de los albañiles y la dejó allí.

La abadía le había contratado para que trabajara en la reconstrucción de la iglesia. El nuevo presbiterio que de tal manera le había deslumbrado, aún no estaba del todo completo y habían de terminarlo a tiempo para la ceremonia de consagración a mediados de verano. Pero el enérgico abad estaba preparando ya la reconstrucción de la nave de acuerdo con el nuevo estilo revolucionario, y empleó a Jack para que esculpiera por anticipado piedras a tal fin.

La abadía le alquiló una casa en la aldea y a ella se trasladó con Aliena y Tommy.

Durante la primera noche que pasaron en ella, hicieron el amor cinco veces. Vivir juntos como marido y mujer parecía la cosa más natural del mundo. Al cabo de unos días, Jack se sintió como si hubieran estado juntos toda la vida. Nadie les preguntó si su unión había sido bendecida por la Iglesia.

El maestro de obras de Saint-Denis era el más grande albañil que jamás conoció Jack. Mientras terminaban el nuevo presbiterio y se preparaban para reconstruir la nave, Jack observaba al maestro y asimilaba cuanto hacía. Los avances técnicos introducidos allí se debían a él, no al abad. En general, Suger se mostraba favorable a las nuevas ideas, aunque estaba más interesado en el ornamento que en la estructura. Su proyecto favorito era el de una nueva tumba para los restos de Saint-Denis y de sus dos compañeros, Rusticus y Eleutherius. Las reliquias se conservaban en la cripta. Pero Suger tenía la intención de subirlas al nuevo presbiterio para que todo el mundo pudiera venerarlos. Los tres ataúdes descansarían en una tumba de piedra revestida de mármol negro. La parte superior de la tumba era una iglesia en miniatura hecha con madera dorada. En su nave central y las laterales, había tres ataúdes vacíos, uno por cada mártir.

La tumba sería instalada en el centro del nuevo presbiterio, adosada a la parte de atrás del nuevo altar mayor. Ya estaban colocados en su sitio tanto el altar como la base de la tumba. La iglesia en miniatura se encontraba en el taller de los carpinteros, donde un minucioso artesano iba dorando cuidadosamente la madera con pintura de oro inapreciable. Suger no era hombre que hiciera las cosas a medias.

Conforme se aceleraban los preparativos para la consagración, Jack advirtió que el obispo era un organizador formidable. Suger invitó a todo aquel que era alguien, y en su mayoría aceptaron. En especial el rey y la reina de Francia y diecinueve arzobispos y obispos, incluido el arzobispo de Canterbury. Los artesanos pescaban aquellos retazos de noticias mientras trabajaban dentro y fuera de la iglesia. Jack veía con frecuencia al propio Suger, con su hábito de tejido casero, caminando alrededor del monasterio al tiempo que daba instrucciones a un rebaño de monjes que le seguían como patitos obedientes. Le recordaba a Philip de Kingsbridge. Al igual que los de él, los orígenes de Suger eran humildes. También como Philip había reorganizado las finanzas y administrado con rigidez las propiedades del monasterio haciendo que los ingresos fueran mucho mayores; y, lo mismo que Philip, había gastado ese dinero extra en construir. Por último, era tan activo, enérgico y de firmes ideas como Philip.

Sólo que, según Aliena, Philip ya no era nada de eso.

Jack encontraba aquello difícil de creer. Imaginarse a un Philip doblegado y abúlico, era tan inimaginable como pensar en un Waleran Bigod amable. Sin embargo, Philip había sufrido toda una serie de terribles decepciones. Primero el incendio de la ciudad. Jack todavía se estremecía al recordar aquel día espantoso. El humo, el terror, los siniestros jinetes con sus teas llameantes y el pánico ciego de la muchedumbre histérica. Acaso fuera ya entonces cuando Philip perdió su ánimo. La ciudad quedó sin impulso. Jack lo recordaba bien. Un ambiente de miedo e incertidumbre había invadido aquel lugar, semejante al débil pero inconfundible olor de decadencia. No era de extrañar que Philip hubiera querido que la ceremonia de inauguración del nuevo presbiterio fuera un símbolo de renovada esperanza. Y, al dar como resultado un nuevo desastre, debió de haber renunciado de manera definitiva.

Ahora ya los constructores se habían dispersado, el mercado había ido declinando y la población reduciéndose. Aliena dijo que la gente joven empezaba a irse a Shiring. Naturalmente no era más que un problema de moral. El priorato seguía conservando todas sus propiedades, incluidos los grandes rebaños de ovejas que aportaban centenares de libras cada año. Si sólo fuera cuestión de dinero, era innegable que Philip podía permitirse comenzar de nuevo a construir, hasta cierto punto. Claro que no sería fácil. Los albañiles se sentirían supersticiosos de tener que trabajar en una iglesia que ya se había derrumbado una vez. Y resultaría difícil despertar de nuevo el entusiasmo de las gentes locales. Pero, a juzgar por lo que Aliena había explicado, el principal problema residía en que Philip había perdido el ánimo. A Jack le hubiera gustado poder hacer algo para ayudarle a recuperarlo.

Entretanto, dos o tres días antes de la ceremonia empezaron a llegar a Saint-Denis los obispos, arzobispos, duques y condes. A todos los notables les llevaron a visitar la construcción. El propio Suger escoltó a los visitantes más distinguidos. A los dignatarios menos importantes, los acompañaron en el recorrido monjes o artesanos. Todos ellos quedaron maravillados ante la ligereza de la nueva construcción y el soleado efecto de las grandes ventanas con cristales multicolores. Como casi todos los jefes de la Iglesia más destacados de Francia estaban contemplando aquello, Jack tuvo la impresión de que el nuevo estilo sería muy imitado y se propagaría mucho. De hecho, aquellos albañiles que pudieran decir que habían trabajado en Saint-Denis serían solicitadísimos. Acudir allí resultó ser una decisión más inteligente de lo que nunca imaginara. Había aumentado en gran manera sus oportunidades de proyectar y construir él mismo una catedral.

El rey Luis llegó el sábado, con su mujer y su madre, y se instalaron en casa del abad. Aquella noche se entonaron maitines desde el crepúsculo vespertino hasta el amanecer. Al salir el sol, había ya una multitud de campesinos y ciudadanos parisienses fuera de la iglesia, esperando lo que prometía ser la más grande asamblea de hombres santos, y también de hombres poderosos, que la mayoría de ellos pudieran ver jamás. Jack y Aliena se unieron a los congregados tan pronto como ella hubo dado de mamar a Tommy.

Llegará el día, se decía Jack, en que diga a Tommy: Tú no lo recuerdas, pero cuando tenías exactamente un año viste al rey de Francia.

Compraron pan y sidra para el desayuno y lo comieron mientras esperaban a que comenzara el acto solemne. Claro que al público no le estaba permitido entrar en la iglesia, y además los hombres de armas del rey lo mantenían a distancia. Pero todas las puertas estaban abiertas y las gentes se arracimaban en aquellos lugares desde donde podían ver mejor. La nave se hallaba atestada de damas y caballeros pertenecientes a la nobleza. Por fortuna, el presbiterio estaba elevado varios pies debido a la gran cripta que había debajo de él, de manera que a Jack le era posible seguir la ceremonia.

Al otro extremo de la nave se produjo una gran actividad y, de repente, todos los nobles se inclinaron. Por encima de sus agachadas cabezas, Jack pudo ver al rey que entraba en la iglesia por el lado sur. No podía distinguir los rasgos del rey, aunque sí su túnica púrpura, que era como una explosión vívida de color mientras avanzaba hacia el centro de la crujía y se arrodillaba ante el altar mayor. Inmediatamente después, iban los obispos y arzobispos, todos ellos vestidos con deslumbrantes ropajes blancos bordados en oro, y cada obispo llevaba su báculo de ceremonia. En realidad, debería ser un sencillo cayado de pastor, pero había tantos adornados con piedras preciosas fabulosas que toda la procesión centelleaba semejante a un arroyo de montaña bajo los rayos del sol.

Todos ellos atravesaron despacio la iglesia y subieron los peldaños hasta el presbiterio para ocupar los lugares para ellos reservados alrededor de la pila bautismal, que contenía, como Jack sabía, porque había presenciado todos los preparativos, varios galones de agua bendita. A ello siguió un periodo de calma, durante el que se dijeron oraciones y se cantaron himnos. El gentío se agitaba inquieto y Tommy parecía fastidiado. Luego, los obispos se pusieron de nuevo en marcha formando procesión.

Salieron de la iglesia por la puerta sur y desaparecieron en el interior del claustro ante la decepción de los espectadores; pero luego emergieron desde los edificios monásticos y desfilaron por delante de la fachada de la iglesia. Cada obispo llevaba en la mano una especie de pincel llamado hisopo y una vasija con agua bendita. A medida que pasaban cantando, introducían el hisopo en el agua y asperjaban los muros de la iglesia. El gentío se abalanzó, pidiendo una bendición e intentando tocar los pajes blancos como la nieve de los santos varones. Los hombres de armas del rey sacudían a las gentes con bastones para hacerlas retroceder. Jack permanecía bastante alejado. No necesitaba bendición alguna y prefería mantenerse distante de aquellos bastones.

La procesión hizo su majestuoso recorrido a lo largo de la parte norte de la iglesia, y la multitud la siguió, pisoteando las tumbas del cementerio. Algunos espectadores se habían anticipado a tomar posiciones allí y se resistían al empuje de los recién llegados. Se iniciaron una o dos peleas.

Los obispos, dejando atrás el pórtico norte siguieron caminando alrededor del semicírculo del extremo este, la parte nueva. Allí era donde se habían construido los talleres de los artesanos y, en esos momentos, la muchedumbre invadía aquel terreno amenazando con derribar las ligeras edificaciones de madera. Al empezar a desaparecer de nuevo la cabeza de la procesión en el interior de la abadía, las gentes más histéricas que se hallaban entre la muchedumbre, empezaron a mostrarse exasperadas y empujaron hacia delante con una mayor determinación. Los hombres del rey respondieron con creciente violencia.

Jack empezó a sentirse inquieto.

—No me gusta el cariz que toma esto —dijo a Aliena.

—Estaba a punto de decirte lo mismo —le contestó ella—. Más valdrá que nos vayamos de aquí.

Antes siquiera de que pudieran moverse, estalló una refriega entre los hombres del rey y un grupo de jóvenes que se encontraban en primera línea. Los hombres de armas los vapuleaban ferozmente con sus garrotes; pero los jóvenes, en lugar de amilanarse, peleaban a su vez. El obispo que iba al final se apresuró a entrar en el claustro, con una aspersión a todas luces rutinaria de la última parte del presbiterio. Una vez que los santos varones hubieran desaparecido de la vista, el gentío concentró su atención en los hombres de armas. Alguien arrojó una piedra que le dio en la frente a uno de ellos. Su caída fue acompañada de vítores. Pronto se generalizó la pelea cuerpo a cuerpo. Otros hombres de armas acudían corriendo desde la fachada oeste de la iglesia para defender a sus camaradas.

Aquello llevaba trazas de convertirse en un motín.

Y no cabía la esperanza de que la ceremonia retuviera la atención de todos ellos en los escasos momentos siguientes. Jack sabía que los obispos y el rey descendían en aquel instante a la cripta para recoger los restos de San Denis. Desfilarían con ellos alrededor de todo el claustro pero no saldrían al exterior. Los dignatarios no comparecerían de nuevo hasta que hubiera terminado el oficio sagrado. El abad Suger no había previsto un número tal de espectadores, y tampoco había tomado medida alguna para mantenerlos contentos y distraídos. Y, en aquellos momentos, estaban insatisfechos, tenían calor, porque el sol estaba ya alto, y querían desahogar sus emociones.

Los hombres del rey iban armados pero los espectadores no. En un principio, los primeros llevaban las de ganar, hasta que alguien tuvo la feliz idea de irrumpir en las cabañas de los artesanos en busca de herramientas. Un par de jóvenes derribaron de un puntapié la puerta de los albañiles y, un momento después, salieron enarbolando sendos martillos de cabeza. Entre la multitud había albañiles, y algunos de ellos se abrieron camino hasta la cabaña e intentaron impedir que la gente entrara. Pero se vieron incapaces de contener el alud y fueron apartados bruscamente. Jack y Aliena intentaban salir del maremágnum. Pero la gente que había detrás de ellos empujaba apremiante y se encontraron inmovilizados. Jack mantenía a Tommy apretado contra el pecho, protegiendo la espalda del chiquillo con los brazos y cubriéndole la cabecita con las manos al tiempo que forcejeaba por mantenerse cerca de Aliena. Entonces vio a un hombre pequeño, de barba negra y aspecto furtivo, salir de la cabaña de los albañiles llevando en las manos la estatua de madera de la dama llorosa. Nunca más volveré a verla, se dijo apenado. Pero estaba demasiado ocupado intentando salir de aquella horrible situación para preocuparse de que la estuvieran robando.

Pese a todos sus esfuerzos, se vio impulsado hacia delante, hacia el pórtico norte donde la lucha era más encarnizada. Y se dio cuenta de que lo mismo le estaba ocurriendo al ladrón de la barba negra. El hombre intentaba huir con su botín, apretando contra su pecho la estatua de madera igual que Jack hacía con Tommy. Pero también él se veía obligado a seguir donde estaba debido a la presión de la muchedumbre.

De repente, a Jack se le ocurrió una idea. Hizo que Aliena cogiera a Tommy.

—Sigue pegada a mí —le dijo.

Luego, agarrando al ladrón, intentó quitarle la estatua. El hombre se resistió por un instante, pero Jack era más grande y, además, al ladrón le interesaba ya más salvar el pellejo que robar la estatua. Así que, al cabo de un momento, soltó su presa.

Jack alzó la estatuilla sobre la cabeza.

—¡Reverenciad a la Madonna!

En un principio nadie le prestó atención. Pero luego dos personas lo miraron.

—¡No tocar a la Virgen Santa! —gritó con todas sus fuerzas.

La gente que le rodeaba retrocedió supersticiosa, dejando un hueco en derredor de Jack, el cual empezó a enfervorizarse con el tema.

—¡Es pecado profanar la imagen de Nuestra Señora!

Manteniendo la estatua bien alta sobre su cabeza, siguió caminando hacia delante, en dirección a la iglesia. Es posible que esto resulte, se dijo sintiendo renacer la esperanza. La mayoría de la gente dejó de pelear para averiguar lo que estaba ocurriendo. Jack volvió la cabeza para mirar detrás de sí. Aliena le seguía. Por otra parte, no podía dejar de hacerlo debido al empuje de la gente. Sin embargo la lucha empezaba a decaer rápidamente. El gentío cambió de dirección hacia Jack y entre ellos se empezaban a repetir sus palabras con un murmullo maravillado.

—Es la Madre de Dios… Salve, Regina… Abrid paso a la Santísima Virgen…

Todo cuanto la gente quería era espectáculo y, ahora que Jack les ofrecía uno, dejaron de luchar casi por completo y sólo dos o tres grupitos seguían peleándose en los extremos. Jack continuaba avanzando con toda solemnidad. Se hallaba un tanto atónito por la facilidad con que había cortado el motín. La muchedumbre le siguió hasta el pórtico norte de la iglesia. Allí, depositó la estatua en el suelo, con gran reverencia, bajo la sombra fresca del umbral de la puerta. Medía algo más de dos pies de altura y, sobre el suelo parecía menos impresionante.

La gente se agolpó ante la puerta a la expectativa. Jack no sabía qué podía hacer. Probablemente esperaban oír un sermón. Se había comportado como un eclesiástico, llevando en alto la estatua y pronunciando sonoras advertencias; pero con ella había llegado al límite de sus habilidades sacerdotales. Se sentía temeroso. ¿Qué haría toda aquella gente si ahora les decepcionaba?

De repente se escuchó una general exclamación entrecortada.

Jack miró hacia atrás. Algunos de los nobles de la congregación formaban un grupo en el crucero norte, mirando hacia fuera. Pero Jack no veía nada que justificara el aparente asombro de la gente.

—¡Un milagro! —gritó alguien y otros repitieron su grito.

—¡Un milagro!

—¡Un milagro!

Jack miró la estatua y al punto lo comprendió todo. De sus ojos brotaba agua. En un principio quedó maravillado como el resto de la gente, pero un instante después recordó su teoría de que la dama lloraba cuando se producía un cambio súbito del calor al frío, como sucedía en las regiones del sur al caer la noche. La estatua acababa de ser trasladada de la calina del día al pórtico norte. Ello explicaría las lágrimas. Pero claro, la gente no sabía eso. Todo cuanto veían era una estatua que lloraba, lo cual los tenía maravillados.

Una mujer que se encontraba delante, arrojó una pequeña moneda de plata francesa equivalente al penique, a los pies de la imagen.

Jack hubo de contenerse para no echarse a reír. ¿De qué servía arrojar dinero a un pedazo de madera? Pero la gente había sido adoctrinada por la Iglesia hasta tal punto que su reacción automática ante algo sagrado era la de dar dinero. Otros muchos entre la multitud siguieron el ejemplo de la mujer.

A Jack nunca se le ocurrió que el juguete de Raschid pudiera producir dinero. En realidad no podía hacerlo para Jack. La gente no lo daría si creyese que su destino final era su bolsa particular. Pero representaría una fortuna para cualquier iglesia.

Al comprenderlo así, vio de súbito lo que tenía que hacer.

Fue como un fogonazo y empezó a hablar antes siquiera que él mismo hubiera comprendido las complicaciones. Las palabras acudieron a su boca al propio tiempo que los pensamientos.

—La Madonna de las Lágrimas no me pertenece a mí, sino a Dios —empezó diciendo.

Se hizo el silencio entre las gentes. Aquel era el sermón que habían esperado. Detrás de Jack los obispos estaban cantando dentro de la iglesia; pero ya nadie se interesaba por ellos. Jack continuó:

—Durante centenares de años ha languidecido en tierras de los sarracenos.

No tenía idea de cuál sería la historia de la estatua; pero eso no parecía importar. Los propios sacerdotes jamás indagaban demasiado a fondo la verdad sobre las historias de milagros y reliquias sagradas.

—Ha recorrido muchas millas —siguió diciendo Jack—, pero su viaje todavía no ha terminado. Su destino es la iglesia catedral de Kingsbridge, en Inglaterra.

Se encontró con la mirada de Aliena que le escuchaba asombrada.

No resistió la tentación de guiñarle el ojo para que supiera que lo estaba inventando a medida que hablaba.

—Yo tengo la misión sagrada de llevarla a Kingsbridge. Allí encontrará al fin la paz. —Mientras miraba a Aliena se le ocurrió la inspiración más brillante y definitiva, y agregó—: He sido designado maestro de obras de la nueva iglesia en Kingsbridge.

Aliena se quedó con la boca abierta. Jack miró hacia otro lado.

—La Madonna de las Lágrimas ha ordenado que se construya en su honor, en Kingsbridge, una iglesia nueva y más gloriosa y, con su ayuda, construiré para ella una capilla como el nuevo presbiterio que ha sido erigido aquí para los sagrados restos de Saint-Denis.

Bajó la vista y el dinero del suelo le dio la idea para el toque final.

—Vuestras monedas se utilizarán para la construcción de la nueva iglesia —dijo—. La Madonna da su bendición a todo hombre, mujer y niño que ofrezca un donativo para ayudar a la construcción de su nuevo hogar.

Hubo un momento de silencio. Luego, los que allí se encontraban empezaron a arrojar monedas al suelo alrededor de la base de la estatua. Algunos exclamaban «Aleluya» o «Alabado sea Dios», mientras que otros pedían una bendición e incluso algunos un favor específico: «Haced que Robert se ponga bien» o «Permitid que Anne conciba» e incluso «Dadnos una buena cosecha». Jack estudiaba los rostros. Aquellas personas se sentían excitadas, transportadas y felices. Empujaban hacia delante, dándose codazos unas a otras en su empeño por entregar sus peniques a la Madonna de las Lágrimas. Jack bajó de nuevo los ojos contemplando maravillado cómo se amontonaba el dinero a sus pies semejante a la nieve arrastrada por la ventisca.

La Madonna de las Lágrimas produjo el mismo efecto en todas las ciudades y aldeas de camino hacia Cherburgo. Solía acudir una multitud mientras atravesaban en procesión la calle mayor y luego una vez que se detenían ante la fachada de la iglesia para dar tiempo a que acudiera toda la población, conducían la estatua al interior de la iglesia donde empezaba a llorar. A partir de ese momento las gentes tropezaban unas con otras en su ansia de dar dinero para la construcción de la Catedral de Kingsbridge.

En un principio casi estuvieron a punto de perderla. Los obispos y arzobispos examinaron la estatua y la proclamaron genuinamente milagrosa. El abad Suger quiso quedársela para Saint-Denis; ofreció a Jack una libra, luego diez y, finalmente, cincuenta. Cuando comprendió que a Jack no le interesaba el dinero amenazó con quedarse con la estatua por la fuerza. Pero el arzobispo Theobald de Canterbury se lo impidió. Theobald intuyó también el potencial económico de la estatua y quería que fuese a Kingsbridge, que pertenecía a su diócesis. Suger cedió de mala gana, expresando groseras reservas sobre la realidad del milagro.

En Saint-Denis, Jack había dicho a los artesanos que contrataría a cualquiera de ellos que quisiera seguirle hasta Kingsbridge. Tampoco aquello le gustó demasiado a Suger. De hecho la mayoría de ellos se quedarían dónde estaban, por aquello de que más vale pájaro en mano que ciento volando, pero había algunos que habían ido allí desde Inglaterra, y acaso se sintieran tentados de regresar. Y finalmente otros harían correr la voz, porque era deber de todo albañil hacer saber a sus hermanos la existencia de nuevos enclaves en construcción. En cuestión de semanas, artesanos de toda la cristiandad empezarían a afluir a Kingsbridge, tal como Jack hizo en los seis o siete enclaves en los que había trabajado durante los dos últimos años. Aliena preguntó a Jack qué haría si el priorato de Kingsbridge no le nombrara maestro de obras. Jack no tenía idea. Había hecho aquel anuncio de sopetón, pero no poseía planes alternativos para el caso de que las cosas salieran mal.

El arzobispo Theobald, después de haber reclamado a la Madonna de las Lágrimas para Inglaterra, no estaba dispuesto a que Jack se la llevara sin más. Envió a dos sacerdotes de su séquito, Reynold y Edward, para que lo acompañaran, a él y a Aliena, durante su viaje.

En un principio a Jack le molestó; pero pronto simpatizó con ellos. Reynold era un joven de rostro fresco, dado a la polémica y de mente viva. Estaba muy interesado en las matemáticas que Jack había aprendido en Toledo. Edward era un hombre de más edad, de modales tranquilos, y algo tragaldabas. Su principal tarea consistía como era natural, en asegurarse de que nada del dinero recaudado con las donaciones fuera a parar a la bolsa de Jack. De hecho los sacerdotes utilizaron aquellas donaciones para pagar sus gastos de viaje, en tanto que Aliena y Jack se pagaron los suyos propios, de manera que el arzobispo hubiera hecho mucho mejor en confiar en Jack.

Fueron a Cherburgo de camino hacia Barfleur, donde habían de tomar el barco para Wareham. Jack supo que algo andaba mal mucho antes de que llegaran al centro del pequeño pueblo costero. La gente no miraba a la Madonna. A quien miraban era a Jack.

Los sacerdotes se dieron cuenta al cabo de un rato. Llevaban la estatua sobre unas pequeñas andas de madera, como hacían siempre que entraban en una ciudad.

—¿Qué pasa? —preguntó Reynold a Jack, cuando las gentes, en número cada vez mayor, empezaron a seguirles.

—No lo sé.

—Están más interesados en ti que en la estatua. ¿Has estado aquí?

—Nunca.

—Son los de más edad quienes se fijan en Jack. Los jóvenes miran la estatua —observó Aliena.

Tenía razón. Los niños y los jóvenes reaccionaban con curiosidad ante la estatua. Era la gente de mediana edad quien miraba a Jack. Este intentó devolverles la mirada y se dio cuenta de que estaban atemorizados. Uno, al verle, llegó a hacer la señal de la Cruz.

—¿Qué tienen contra mí? —se preguntó en voz alta.

No obstante, su procesión atraía seguidores con la misma rapidez de siempre y llegaron a la plaza del mercado con un gran gentío a la zaga.

Colocaron a la Madonna en el suelo, delante de la iglesia. El aire olía a agua salada y a pescado fresco. Varias personas entraron en el templo.

Lo que solía ocurrir a continuación era que salía el párroco y hablaba con Reynold y Edward. Se discutía y se daban explicaciones y luego se entraba la estatua en la iglesia donde pudiera llorar. La Madonna sólo les había fallado en una ocasión, en un día frío cuando Reynold insistió en realizar el proceso pese a la advertencia de Jack de que era posible que no ocurriera nada. Ahora ya aceptaban su consejo.

Ese día el tiempo era perfecto pero algo andaba mal. En los rostros atezados y curtidos de los marineros y pescadores que les rodeaban, se reflejaba un temor supersticioso. Los jóvenes percibían la inquietud de sus mayores y todo el mundo se mostraba suspicaz y un poco hostil. Nadie se acercó al pequeño grupo para hacer preguntas acerca de la imagen. Permanecían a cierta distancia, hablando en voz baja y a la espera de que ocurriera algo.

Al final apareció el sacerdote. En las otras ciudades el cura se había acercado con cautelosa curiosidad. El de Cherburgo llegó al modo de un exorcista, con la cruz alzada delante de él como un escudo, y llevando un cáliz con agua bendita en la otra mano.

—¿Qué cree que va a tener que hacer… ahuyentar a los demonios? —preguntó Reynold.

El sacerdote avanzó, entonando algo en latín y se acercó a Jack.

Luego, le dijo en francés:

—Te ordeno a ti, espíritu diabólico, que vuelvas al lugar de los Fantasmas. En el nombre del…

—¡Yo no soy un espíritu, condenado loco! —estalló Jack, que se sentía irritado.

—… Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… —siguió diciendo el sacerdote.

—Viajamos con una misión del arzobispo de Canterbury —protestó Reynold—. Él mismo nos ha bendecido.

—No es un espíritu. Le conozco desde los doce años —alegó Aliena.

El sacerdote empezó a mostrarse inseguro.

—Sois el espíritu de un hombre de este pueblo que murió hace veinticuatro años —alegó.

Varias personas entre aquel gentío vocearon su acuerdo y el sacerdote empezó de nuevo con su conjuro.

—No tengo más que veinte años —protestó Jack—. Tal vez me parezca al hombre que murió.

Alguien salió de entre la muchedumbre.

—No es sólo que te parezcas —dijo—. Tú eres él…, idéntico desde el día que moriste.

La multitud murmuraba con temor supersticioso. Jack, ya muy nervioso, miró a quien así hablaba. Era un hombre de unos cuarenta años, de barba gris, vistiendo las ropas de un artesano con buena fortuna o de un pequeño mercader. No era uno de esos tipos histéricos. Jack se dirigió a él con voz algo quebrada.

—Mis compañeros me conocen —dijo—. Dos son sacerdotes. La mujer es mi esposa. El chiquillo, mi hijo. ¿Son ellos también espíritus?

El hombre pareció vacilar.

Entonces habló una mujer de pelo blanco, en pie junto a él.

—¿No me conoces, Jack?

Jack dio un salto como si le hubieran pinchado. Ahora ya estaba asustado, de verdad.

—¿Cómo sabes mi nombre? —le preguntó.

—Porque soy tu madre —le contestó ella.

—No lo es —gritó Aliena y Jack detectó también una nota de pánico en su voz—. ¡Conozco a su madre y no eres tú! ¿Qué está pasando?

—Magia demoníaca —sentenció el sacerdote.

—Esperad un minuto —pidió Reynold—. Es posible que Jack estuviera emparentado con el hombre que murió. ¿Tenía hijos?

—No —respondió con firmeza el hombre de la barba canosa.

—¿Estás seguro?

—Nunca llegó a casarse.

—No es necesario.

Una o dos personas rieron. El sacerdote las miró con severidad.

—Murió a los veinticuatro años y este Jack dice que sólo tiene veinte —dijo el hombre de la barba gris.

—¿Cómo murió? —preguntó Reynold.

—Ahogado.

—¿Visteis el cuerpo?

Se hizo el silencio.

—No, jamás vi su cuerpo —aseguró el hombre de la barba gris.

—¿Alguien lo vio? —insistió Reynold, alzando la voz ante el atisbo de la victoria.

Nadie contestó.

—¿Vive tu padre? —preguntó Reynold dirigiéndose a Jack.

—Murió antes de que yo naciera.

—¿Qué hacía?

—Era juglar.

Corrió un murmullo entre la multitud.

—Mi Jack era juglar —dijo la mujer del pelo blanco.

—Pero este Jack es cantero —afirmó Reynold—. Yo mismo he visto su trabajo. Sin embargo sí que puede ser hijo del trovador. —Se volvió hacia Jack—. ¿Cómo se llamaba tu padre? Supongo que Jack Jongleur.

—No. Le llamaban Jack Shareburg.

El sacerdote repitió el nombre, pronunciándolo de manera ligeramente diferente.

—¿Jacques Cherbourg?

Jack estaba estupefacto. Nunca había entendido el nombre de su padre, pero ahora estaba claro. Como a tantos hombres viajeros, se le llamaba por el nombre de la ciudad de la que era originario.

—Sí —repitió Jack asombrado—. Claro. Jacques Cherbourg.

Al fin había encontrado las huellas de su padre, mucho tiempo después de haber renunciado a seguir buscando. Había recorrido todo el camino de Normandía. Por fin había hallado respuesta al interrogante. Sentía una satisfacción fatigada, como si acabara de dejar en el suelo un pesado fardo, después de haberlo cargado durante un largo camino.

—Entonces todo ha quedado claro —afirmó Reynold, mirando triunfalmente a todo aquel gentío—. Jacques Cherbourg no se ahogó, sobrevivió. Fue a Inglaterra, vivió allí durante un tiempo, dejó encinta a una muchacha y murió. La joven dio a luz a un niño al que puso el nombre del padre. Jack tiene ahora veinte años, y es idéntico a su padre cuando vivía aquí hace veinticuatro. —Reynold miró al sacerdote—. No son necesarios los exorcismos, padre. Es sólo una reunión de familia.

Aliena pasó el brazo por el de Jack y le apretó la mano. Estaba estupefacto. Tenía un centenar de preguntas por hacer; pero no sabía por dónde empezar. Lanzó una al azar.

—¿Por qué estáis tan seguros de que murió?

—Todos los que iban a bordo del White Ship murieron.

—¿El White Ship?

—Recuerdo lo del White Ship —intervino Edward—. Fue un desastre de grandes repercusiones. En él murió ahogado el heredero del trono. Luego, Maud se convirtió en la heredera y ese es el motivo de que ahora tengamos a Stephen.

—¿Pero por qué iba él en ese barco? —preguntó Jack.

Le contestó la anciana que había hablado antes.

—Tenía que entretener a los nobles durante el viaje —miró a Jack—. Entonces tú debes de ser su hijo. Mi nieto. Siento haber creído que eras un espíritu. ¡Te pareces tanto a él!

—Tu padre era mi hermano —explicó el hombre de la barba gris—. Soy tu tío Guillaume.

Jack comprendió entonces, con una sensación cálida, que aquella era la familia que tanto había anhelado, los parientes de su padre. Ya no estaba solo en el mundo. Al fin había encontrado sus raíces.

—Bueno, este es mi hijo Tommy —dijo—. Mirad su pelo rojo.

La mujer del cabello blanco miró con cariño al chiquillo.

—¡Por las ánimas benditas! —exclamó luego en tono sobresaltado—. ¡Si soy bisabuela!

Todos rieron.

—Me pregunto cómo llegaría mi padre a Inglaterra.